Napoleón tenía tal pasión por el pollo que hacía trabajar día y noche a sus cocineros. Qué cocina aquella, con aves en todos los grados de despojamiento; algunas aún crudas y colgadas de ganchos, otras girando lentamente en el espetón, y la mayor parte en inútiles montones porque el emperador estaba ocupado.

Es extraño estar tan dominado por un apetito.

Éste fue mi primer trabajo en el ejército. Empecé como matarife, y al poco tiempo le llevaba la bandeja a la tienda, a través de un palmo de barro. Yo le gustaba porque soy bajo; mejor dicho, no le desagradaba. Nadie le gustaba excepto Josefina y ella le gustaba del mismo modo en que le gustaba el pollo.

Nunca sirvió la mesa del emperador nadie que midiese más de un metro sesenta. Tenía criados pequeños y caballos grandes. Su caballo preferido tenía una altura de diecisiete palmos, y con su cola podía un hombre envolverse tres veces y aún le sobraba para hacerle una peluca a su amante. Aquel caballo echaba mal de ojo, y en el establo había casi tantos mozos muertos como pollos en la mesa. Los que no mataba el animal de una simple coz los echaba el emperador porque no cepillaban bien al animal o porque el bocado verdeaba.

«Un gobierno nuevo debe asombrar y deslumbrar», decía. Pan y circo, creo que decía. No es extraño que, cuando encontramos un mozo de cuadra, éste procediese de un circo y sólo llegase a la ijada del caballo. Cuando lo cepillaba, usaba una escalera de base firme y con la parte superior triangular, pero cuando lo montaba para hacerle hacer ejercicio daba un gran salto y caía con precisión sobre el reluciente lomo mientras el caballo se encabritaba, gruñía e intentaba en vano tirarle, aunque inclinase el morro hasta el suelo y levantase las patas traseras hasta el cielo. Después desaparecían los dos en una nube de polvo y recorrían millas, el enano agarrado a las crines y gritando en su extraño lenguaje que ninguno de nosotros entendía.

Pero él lo entendía todo.

Hacía reír al emperador, y el caballo no podía con él, de modo que se quedó. Yo también me quedé. Y nos hicimos buenos amigos.

Una noche estábamos en la tienda que servía de cocina cuando empezó a sonar el timbre como si al otro extremo estuviese el diablo en persona. Todos nos levantamos de un salto; uno corrió al asador mientras el otro pulía la plata, y yo tuve que volver a ponerme las botas para atravesar los surcos helados. El enano se echó a reír y dijo que prefería habérselas con el caballo que con el dueño, pero nosotros no nos reímos.

Aquí viene rodeado del perejil que el cocinero cultiva en el casco de un muerto. Los copos de nieve son tan densos que me siento como la figurilla de la bola de nieve de un niño. Tengo que entornar los ojos para seguir la mancha amarilla que ilumina la tienda de Napoleón. Nadie más puede tener una luz encendida a estas horas de la noche.

Escasea el combustible. No todos los que forman este ejército tienen tiendas.

Cuando entro, él está solo, sentado ante un globo terráqueo. No me ve, y sigue dándole vueltas al globo, acariciándolo con las dos manos como si fuese el pecho de una mujer. Yo toso un poco, y él levanta la mirada, sorprendido, con una expresión de temor.

—Déjalo ahí y vete.

—¿No quiere que lo trinche, señor?

—No hace falta. Buenas noches.

Sé lo que quiere decir. Ahora, casi nunca me pide que le trinche el pollo. Tan pronto como yo haya salido, él levantará la tapadera de la bandeja, cogerá el pollo y se lo meterá en la boca. Desearía que toda su cara fuese boca para meterse en ella un pollo entero.

Por la mañana, tendré suerte si encuentro algún hueso.

No hay calor, sólo grados de frío. No recuerdo la sensación de un fuego cerca de mis rodillas. Hasta en la cocina, el lugar más caliente de todo el campamento, el calor es demasiado leve para extenderse y las cazuelas de cobre se empañan. Una vez a la semana me quito los calcetines para cortarme las uñas de los pies, y los demás me acusan de ser un dandi. Estamos blancos, con las narices rojas y los dedos azules.

La tricolor.

Lo hace para que se conserven frescos sus pollos.

Usa el invierno como despensa.

Pero esto fue hace mucho tiempo. En Rusia.

Hoy en día, la gente habla de las cosas que él hizo como si éstas tuvieran un sentido. Como si hasta sus más desastrosos errores fuesen sólo el resultado de la mala suerte o de la arrogancia.

Fue un caos.

Palabras como devastación, violación, matanza, carnicería, hambre, son palabras clave para mantener a raya el dolor. Palabras sobre la guerra que son agradables a la vista.

Os estoy contando historias. Creedme.

Yo quería ser tambor.

El oficial de reclutamiento me dio una nuez y me preguntó si podía romperla con dos dedos. No pude; él se echó a reír y me dijo que un tambor tenía que tener las manos fuertes. Yo le presenté la nuez en la palma de la mano y le desafié a que la rompiera él. Él se puso colorado y le ordenó a un teniente que me llevase a las cocinas.

El cocinero me echó una mirada y, viendo mi cuerpo flaco, pensó que no estaba hecho para manejar la cuchilla, que no era para mí la confusión de carnes sin nombre que había que cortar para el guiso diario. Me dijo que tenía suerte, que iba a trabajar para Bonaparte en persona, y por un breve y luminoso momento, imaginé que iba a ser aprendiz de pastelería, que levantaría delicadas torres de azúcar y nata. Me llevaron a una pequeña tienda que vigilaban dos guardias impasibles.

—La despensa de Bonaparte —dijo el cocinero.

El espacio que había entre el suelo y el techo de la tienda estaba lleno de toscas jaulas de madera de más o menos un metro cuadrado cada una, con estrechos corredores por en medio, apenas la anchura de un hombre. En cada jaula había dos o tres pollos a los que se había cortado el pico y las uñas, que miraban por entre las tablas con inexpresivos ojos idénticos. No soy ningún cobarde, y he visto en nuestras granjas muchas mutilaciones pertinentes, pero no estaba preparado para aquel silencio. No se oía ni un susurro. Habrían podido estar muertos, habrían debido estarlo, salvo por los ojos. El cocinero se volvió para marcharse.

—Tu trabajo será sacarlos de aquí y retorcerles el pescuezo.

Me escabullí y me fui al muelle. Como las piedras estaban tibias en aquellos primeros días de abril, y como había hecho un viaje de varios días, me quedé dormido soñando con tambores y con un uniforme rojo. Me despertó una bota, dura y reluciente, que tenía un familiar olor a arneses. Levanté la cabeza y vi la bota posada en mi vientre, como yo había colocado la nuez en mi palma. El oficial no me miró, pero me dijo:

—Ahora eres un soldado y tendrás muchas ocasiones de dormir al aire libre. En pie.

Levantó la pierna y, mientras yo me ponía en pie, me dio una fuerte patada y, sin dejar de mirar al frente, dijo:

—Tienes el culo duro. Ya es algo.

No tardé en enterarme de su reputación, pero nunca me molestó. Creo que le mantenía alejado el olor de los pollos.

Sentí nostalgia desde el principio. Echaba de menos a mi madre. Echaba de menos la colina por donde el sol se ponía al otro lado del valle. Echaba de menos todas las cosas cotidianas que antes odiaba. En el pueblo, en primavera, los campos están veteados de diente de león y el río baja perezoso otra vez después de varios meses de lluvias. Cuando llegaron los del reclutamiento, unos cuantos valientes nos echamos a reír y dijimos que ya era hora de que viésemos algo más que el granero rojo y las vacas que habíamos ayudado a nacer. Firmamos enseguida, y los que no sabían escribir hicieron un garabato optimista en la página.

En el pueblo hacemos una hoguera cada año, cuando acaba el invierno. La habíamos estado preparando durante varias semanas, alta como una catedral, con una blasfema espira de cepos rotos y de jergones infestados. Este año, como todos, correría el vino, bailaríamos hasta cansarnos y habría una chica en la oscuridad. Y, como íbamos a marcharnos, nos dejaron encender la hoguera. Cuando se puso el sol, clavamos nuestras cinco antorchas encendidas en el centro de la pira. Se me secó la boca cuando oí la madera prender y restallar hasta que asomó la primera llama. En aquel momento me habría gustado ser un santo con un ángel que me protegiera, para poder saltar al fuego y ver cómo se quemaban mis pecados. Me confieso, pero lo hago sin fervor. Si no se hace de corazón, mejor no hacerlo.

Somos una gente tibia, a pesar de nuestros días de fiesta y de lo mucho que trabajamos. No nos conmueven muchas cosas, pero ansiamos conmovernos. Por la noche yacemos despiertos esperando que la oscuridad se rasgue y nos muestre una visión. Nuestros hijos nos asustan en su intimidad, pero nos aseguramos de que crezcan como nosotros. Tibios como nosotros. En una noche como ésta, calientes las manos y la cara, podemos creer que el mañana nos mostrará ángeles en las jarras y que los bosques familiares nos revelarán de pronto un nuevo sendero.

La última vez que hicimos esa hoguera, un vecino intentó arrancar las tablas de su casa. Dijo que no era más que un asqueroso montón de estiércol, carne seca y piojos. Dijo que iba a quemarlo todo. Su mujer le agarraba los brazos. Era una mujer corpulenta, acostumbrada a la mantequera y al campo, pero no pudo detenerle. El hombre estrelló el puño contra la madera curada hasta que se le quedó la mano como la cabeza de un cordero desollado. Después se echó junto a la hoguera toda la noche hasta que el viento del amanecer le cubrió de ceniza casi fría. Nunca volvió a hablar de aquello, y los demás tampoco. Y no vino más a la hoguera.

A veces me pregunto por qué ninguno de nosotros intentó detenerle. Creo que queríamos que lo hiciese, que lo hiciese por nosotros. Que rompiese nuestras vidas de horas sin fin y nos permitiese empezar otra vez, limpios, sencillos, con las manos abiertas. Pero no sería así, como no había podido ser así cuando Bonaparte pegó fuego a media Europa.

Pero, ¿qué otra posibilidad teníamos?

Llegó la mañana y nos pusimos en marcha con nuestros paquetes de pan y queso curado. Las mujeres lloraban, y los hombres nos daban palmadas en la espalda y nos decían que la vida de soldado es una buena vida para un muchacho. Una niña que siempre me seguía me cogió la mano, con el ceño fruncido de preocupación.

—¿Vas a matar a gente, Henri?

Me agaché a su lado.

—A gente no, Louise. Sólo al enemigo.

—¿Qué es el enemigo?

—Alguien que no está del lado de uno.

Íbamos a incorporarnos al Ejército de Inglaterra en Boulogne. Boulogne, un puerto insignificante, dormido, con un puñado de burdeles, se había convertido en el trampolín del Imperio. A sólo veinte millas, fácil de ver en un día claro, estaba Inglaterra y su arrogancia. Sabíamos de los ingleses; de cómo se comían a sus hijos e ignoraban a la Santísima Virgen. De como se suicidaban con indecorosa alegría. Los ingleses tienen el índice de suicidios más alto de Europa; me lo dijo una vez un cura. Los ingleses, con su carne de vaca y su cerveza espumosa. Los ingleses, que están ahora mismo metidos hasta la cintura en las aguas de Kent entrenándose para ahogar al mejor ejército del mundo.

Vamos a invadir Inglaterra.

Si es necesario, se reclutará a toda Francia. Bonaparte agarrará su país como una esponja y le sacará hasta la última gota.

Estamos enamorados de él.

En Boulogne, aunque mis esperanzas de tocar el tambor al frente de una orgullosa columna se han desvanecido, todavía puedo llevar la cabeza bien alta porque sé que voy a ver a Bonaparte en persona. Él viene regularmente galopando desde las Tullerías y escudriña el mar como un hombre corriente examina el barril de la lluvia. Domino, el enano, dice que estar cerca de él es como tener un gran viento soplándole a uno en los oídos. Dice que así lo expresó Madame de Stáel, y ella es lo bastante famosa como para tener razón. Esa dama ya no vive en Francia. Bonaparte la obligó a exiliarse porque ella se quejaba de que él censurase el teatro y cerrase periódicos. Una vez compré un libro de ella a un buhonero ambulante que se lo había comprado a un noble arruinado. No entendí gran cosa, pero aprendí la palabra «intelectual», que me gustaría poderme aplicar.

Domino se ríe de mí.

Por las noches sueño con flores de diente de león.

El cocinero agarró un pollo del gancho que colgaba encima de su cabeza y tomó de la cazuela de cobre un puñado de relleno.

Sonreía.

—Esta noche bajaremos al pueblo, muchachos, y os juro que será una noche inolvidable.

Introdujo el relleno en el pollo, girando la mano para repartirlo de modo regular.

—Todos habréis tenido ya una mujer, supongo...

Casi todos nos pusimos colorados, y algunos dejaron escapar risitas.

—Si no la habéis tenido, pensad que no hay nada mejor y, si la habéis tenido, recordad que el mismo Bonaparte no se cansa del mismo sabor noche tras noche.

Sostuvo en alto el pollo para que lo viésemos bien.

Yo había pensado quedarme en mi tienda con la Biblia de bolsillo que me había dado mi madre cuando me marché. Mi madre amaba a Dios, decía que lo único que ella necesitaba era a Dios y la Virgen, aunque daba gracias al cielo por su familia. Yo la he visto arrodillarse antes del amanecer, antes de ordeñar las vacas, antes de comer las espesas gachas, y rezar en voz alta a Dios, a quien nunca ha visto. En el pueblo somos más o menos religiosos, y honramos al cura que recorre siete millas para traernos la hostia, pero la fe no nos llena el corazón.

San Pablo dijo que es mejor casarse que abrasarse, pero mi madre me enseñó que es mejor abrasarse que casarse. Ella quería meterse monja. Deseaba que yo fuese cura, y ahorró para darme una educación mientras mis amigos trenzaban cuerdas y caminaban tras el arado.

Yo no puedo ser cura, pues, aunque mi corazón habla tan alto como el de ella, nadie me responde. Les he gritado a Dios y a la Virgen, pero ellos no me han contestado, y no me interesa la llamada vocecita interior. Yo creo que un dios podría responder a la pasión con pasión.

Ella dice que Dios puede hacerlo.

Pues debería hacerlo.

La familia de mi madre no era rica, pero era respetable. La educaron como es debido, con música y buena literatura, y nunca hablaban de política en la mesa, ni aun cuando los rebeldes estaban echando las puertas abajo. Sus padres eran monárquicos. A los doce años les dijo que quería ser monja, pero a ellos les desagradaban los excesos y le aseguraron que le resultaría más satisfactorio el matrimonio. Ella creció en secreto, lejos de la mirada de ellos. Exteriormente era obediente y afectuosa, pero por dentro alimentaba un hambre que a ellos les habría asqueado si el mismo asco no fuese un exceso. Ella leía vidas de santos, y se aprendió de memoria casi toda la Biblia. Creía que la Virgen la ayudaría cuando llegase el momento.

El momento llegó cuando ella tenía quince años, en una feria de ganado. Casi todo el pueblo había salido a ver los pesados bueyes y los chillones corderos. Su padre y su madre estaban de talante festivo, y en un momento imprudente su padre le señaló a un hombre corpulento y bien vestido que llevaba a un niño en los hombros, y le dijo que no podría encontrar marido mejor. Le anunció que aquella noche el hombre cenaría con ellos, y que él esperaba que Georgette (mi madre) cantase después de la cena. Cuando el gentío se hizo más denso, mi madre huyó sin otro equipaje que la ropa que vestía y la Biblia que siempre llevaba consigo. Se escondió en un carro de heno, y así salió del pueblo aquella tarde abrasada de sol y atravesó lentamente los tranquilos campos hasta que el carro llegó al pueblo en el que yo nací. Sin ningún temor, pues creía en el poder de la Virgen, mi madre se presentó a Claude (mi padre) y le pidió que la acompañase al convento mas cercano. Él era un hombre un poco torpe pero bondadoso, diez años mayor que ella, y le ofreció hospitalidad aquella noche, pensando devolverla a su casa al día siguiente y tal vez conseguir así una recompensa.

Georgette no volvió a su casa, ni tampoco fue a ningún convento. Los días se convirtieron en semanas, y ella tenía miedo de su padre, el cual, según oyó decir, estaba registrando la comarca y dejaba sobornos en todas las casas de religión por las que pasaba. Pasaron tres meses, y ella descubrió que tenía buena mano para las plantas y que sabía tranquilizar a los animales asustados. Claude no le hablaba apenas, y nunca la molestaba, pero a veces ella le sorprendía observándola, inmóvil y protegiéndose los ojos con la mano.

Una noche, tarde, cuando ya dormía, Georgette oyó unos golpecitos en su puerta y, al encender la lámpara, vio a Claude en el umbral. Se había afeitado, llevaba puesto su camisón y olía a jabón fénico.

—¿Quieres casarte conmigo, Georgette?

Ella negó con la cabeza y él se marchó. Pero, de vez en cuando volvía; se quedaba siempre en la puerta, recién afeitado y oliendo a jabón.

Ella le dijo que sí. No podía volver a su casa. No podía ingresar en un convento mientras su padre estuviese sobornando a toda madre superiora que desease un retablo nuevo, y no podía seguir viviendo con aquel hombre silencioso y sus chismosos vecinos si no se casaba con él. Él se metió en la cama junto a ella, le acarició la cara y, tomándole la mano, se la llevó a la mejilla. Ella no tuvo miedo. Creía en el poder de la Virgen.

En adelante, cada vez que él la deseaba, llamaba a su puerta de la misma manera y esperaba hasta que ella le decía que sí.

Después nací yo.

Ella me habló de mis abuelos, de la casa de éstos y de su piano, y se le ensombrecía la mirada cuando pensaba que yo nunca les conocería, pero a mí me agradaba aquel anonimato. Todos los del pueblo tenían recuas de parientes con quien pelearse y de quien saber cosas. Yo inventaba historias sobre mis familiares. Los pintaba de un modo o de otro según mi humor.

Gracias a los esfuerzos de mi madre y al anticuado saber de nuestro cura, aprendí a leer en mi idioma, además de latín, inglés y aritmética, rudimentos de primeros auxilios y, como el cura complementaba sus escasos ingresos jugando y apostando, aprendí también todos los juegos de cartas y algunos trucos. Nunca le dije a mi madre que el cura tenía una Biblia hueca con un mazo de cartas en el interior. A veces se la llevaba por error a misa, y en esos días la lectura era siempre del primer capítulo del Génesis. En el pueblo creían que le encantaba la historia de la Creación. Era un hombre bueno pero frío. Yo habría preferido a un ardiente jesuita; tal vez así habría encontrado el éxtasis que necesito para creer.

Un día le pregunté por qué era sacerdote, y me respondió que, si hay que trabajar para otro, es mejor un patrón que está ausente.

Salíamos juntos a pescar; él me señalaba las chicas que le gustaban y me decía que las conquistase yo por él. Nunca lo hice. Llegué a las mujeres tarde, como mi padre.

Cuando me marché, mi madre no lloró. Fue Claude quien lloró. Ella me dio su pequeña Biblia, la que había conservado durante tantos años, y yo le prometí que la leería.

El cocinero se dio cuenta de que yo vacilaba y me pinchó con un espetón.

—¿Eres nuevo en esto, muchacho? No tengas miedo. Esas chicas que conozco son limpias como la patena y anchas como los campos de Francia.

Me preparé, y me lavé todo el cuerpo con jabón fénico.

Bonaparte el corso. Nacido en 1769, bajo el signo de Leo.

Bajo, pálido, lunático, con visión de futuro y una singular capacidad de concentración. En 1789, la Revolución abrió un mundo cerrado y, por un tiempo, el más miserable golfillo tuvo más a su favor que ningún aristócrata. Para un joven teniente diestro en artillería, había muchas oportunidades, y en pocos años el general Bonaparte convertía Italia en los campos de Francia.

«¿Qué es la suerte —decía—, sino la habilidad para aprovechar los accidentes?» Creía ser el centro del mundo, y durante mucho tiempo nada le disuadió de esta creencia. Ni siquiera Inglaterra. Estaba enamorado de sí mismo, y toda Francia se unió a este sentimiento. Fue un idilio. Quizá todo idilio es así; no un contrato entre dos partes iguales sino una explosión de sueños y deseos que no pueden encontrar salida en la vida cotidiana. Sólo un drama sirve para esto y, mientras duran los fuegos artificiales, el cielo tiene otro color. Napoleón se convirtió en emperador. Hizo venir al Papa desde la Ciudad Santa para que le coronase, pero en el último momento tomó la corona en sus manos y se la colocó él mismo en la cabeza. Se divorció de la única persona que le comprendía, la única persona a la que amó realmente, porque ella no podía darle un hijo. Ésta fue la única parte del idilio que no pudo controlar.

Es, alternativamente, repulsivo y fascinante.

¿Qué harías tú si fueses emperador? ¿Se convertirían los soldados en números? ¿Se convertirían las batallas en esquemas? ¿Se convertirían los intelectuales en un peligro? ¿Acabarías tus días en una isla en la que la comida es salada y la compañía sosa?

Era el hombre más poderoso del mundo y no podía ganar a Josefina al billar.

Os estoy contando historias. Creedme.

Dirigía el burdel una giganta sueca. Tenía el pelo amarillo como las flores de diente de león, y le cubría las rodillas como una manta viva. Llevaba las mangas arremangadas y sujetas con ligas. De su cuello colgaba una tirilla de cuero que sostenía un muñeco plano, de madera. Me vio mirar el muñeco y, cogiéndome la cabeza, me obligó a olerlo. OIía a almizcle y a extrañas flores.

—Es de Martinica, como la Josefina de Bonaparte.

Vive notre dame des victoires —dije, sonriendo.

Pero la giganta se echó a reír y declaró que Josefina nunca sería coronada en Westminster como había prometido Bonaparte. El cocinero le dijo rudamente que tuviese cuidado con lo que decía, pero ella no le tenía miedo. Nos llevó a una fría sala de piedra en la que había varios camastros y una mesa alargada llena de jarras de vino tinto. Yo esperaba ver una estancia tapizada de terciopelo rojo, tal como me había descrito el cura aquellos lugares de placer efímero, pero en aquel no había ninguna suavidad, nada que encubriese lo que allí íbamos a hacer. Cuando entraron las mujeres, vi que eran mayores de lo que imaginaba, y que no se parecían en absoluto a las ilustraciones del libro que tenía el cura y que hablaba de cosas pecaminosas. No se parecían a serpientes, no eran como Evas de pechos como manzanas, sino redondas y resignadas, y llevaban el pelo recogido en apresurados moños o bien suelto. Mis compañeros silbaron y gritaron broncamente, y engulleron el vino directamente de las jarras. Yo habría querido un vaso de agua, pero no supe cómo pedirlo.

El cocinero fue el primero que se movió; le dio una palmada a una mujer en el trasero e hizo una broma sobre su corsé. Él llevaba aún sus botas manchadas de grasa. Los demás se fueron emparejando, y me dejaron con una paciente mujer de dientes negros que llevaba diez anillos en un dedo.

—Me he alistado hace poco —le dije, esperando que se diese cuenta de que no sabía lo que había de hacer.

Ella me pellizcó la mejilla y replicó:

—Esto es lo que dicen todos; piensan que la primera vez ha de ser más barato. ¡Vaya trabajo duro! Es como enseñar a jugar al billar sin tener un taco.

Miró al cocinero, que estaba en cuclillas en uno de los jergones intentando sacarse la picha. La mujer que había elegido estaba arrodillada frente a él, con los brazos cruzados. De pronto, él le dio un bofetón, y el ruido interrumpió por un momento las conversaciones.

—¡Ayúdame, puta, mete la mano! ¿Es que te dan miedo las anguilas?

Vi que la mujer hacía una mueca, y que aparecía una señal roja en la basta piel de su mejilla. No dijo nada; se limitó a introducir la mano en los pantalones del cocinero y a sacar su pene como un hurón por el cuello.

—¡Métetela en la boca!

Yo estaba pensando en gachas.

—Es simpático tu amigo —me dijo la mujer que estaba conmigo.

Yo habría querido acercarme a él y aplastarle la cara contra la manta hasta asfixiarle. Entonces él se corrió con un bramido, y se dejó caer blandamente hacia atrás, sobre los codos. La mujer se puso en pie y, muy lentamente, escupió en la jofaina que había en el suelo; después se enjuagó la boca con vino y volvió a escupir. El cocinero la oyó y le preguntó qué era aquello de tirar su semen a las alcantarillas de Francia.

—¿Qué otra cosa podría hacer con él?

El cocinero se acercó a ella con el puño en alto, pero no llegó a tocarla. La mujer que estaba conmigo se le acercó y le golpeó el cogote con una jarra de vino. Abrazó a su compañera un momento y le dio un rápido beso en la frente.

A mí nunca me haría algo como aquello.

Le dije que me dolía la cabeza, y fui a sentarme fuera.

Llevamos al cocinero al campamento por turnos de cuatro, transportándole a hombros como si fuese un ataúd, y boca abajo por si acaso vomitaba. Por la mañana, se paseó entre los oficiales y se jactó de cómo había hecho que se la chupase una puta, y de cómo a ella se le habían hinchado los carrillos como los de una rata mientras lo recibía.

—¿Qué te ha pasado en la cabeza?

—Me caí cuando volvíamos —respondió, mirándome.

El cocinero se iba de putas casi todas las noches, pero yo no volví a acompañarle. Aparte de Domino y de Patríele, el cura con vista de águila que había ahorcado los hábitos, apenas hablaba con nadie. Me pasaba el tiempo aprendiendo a rellenar un pollo y a hacer más lento el proceso de cocción. Esperaba a Bonaparte.

Por fin, una calurosa mañana en que el mar dejaba cráteres de sal entre las piedras del muelle, él llegó. Venía con sus generales Murat y Bernadotte, y con su nuevo almirante de la flota. Y venía con su esposa, cuya gracia hizo que el hombre más tosco del campamento se limpiase dos veces las botas. Pero yo no veía a nadie más que a él. Durante años, mi mentor, el cura que había apoyado la Revolución, me había dicho que Bonaparte era quizá el hijo de Dios que había vuelto a encarnarse. Aprendí sus batallas y campañas en lugar de geografía e historia. He estudiado, junto con el cura, en un viejo mapa del mundo imposiblemente doblado, los lugares donde él había ido, viendo como se iban ensanchando las fronteras de Francia. El cura llevaba un dibujo de Bonaparte junto a su estampa de la Santísima Virgen, y yo crecí con esas dos imágenes en la mente, a escondidas de mi madre, que seguía siendo monárquica y que aún rezaba por el alma de María Antonieta.

Yo tenía sólo cinco años cuando la Revolución convirtió a París en una ciudad de hombres libres, y a Francia en el azote de Europa. Nuestro pueblo no estaba muy lejos de la capital, Sena abajo, pero habríamos podido estar en la luna. Nadie sabía con certeza lo que estaba ocurriendo, excepto que el rey y la reina habían sido encarcelados. Nos informábamos a través de los rumores, pero el cura iba y venía de París confiando en que su sotana le salvaría del cañón o de la navaja. El pueblo estaba dividido. La mayoría pensaban que el rey y la reina tenían razón, aunque el rey y la reina no se preocupaban de nosotros excepto como fuente de ingresos y como decorado. Pero éstas son palabras mías, que me enseñó un hombre inteligente que no respetaba a las personalidades. En general, mis amigos del pueblo no sabían hablar de su inquietud, pero yo la veía en sus hombros cuando encerraban el ganado, la veía en sus caras cuando escuchaban al cura en la iglesia. Nosotros estábamos siempre indefensos, estuviese quien estuviese en el poder.

El cura decía que estábamos viviendo los últimos días, que la Revolución traería al mundo un nuevo Mesías y el milenio. Aunque nunca lo dijo en la iglesia. Me lo dijo a mí, y no a los demás. No se lo dijo a Claude el de los cubos, ni a Jacques el que se ocultaba en las sombras con su novia, ni a mi madre con sus oraciones. Me sentó sobre sus rodillas, apretándome sobre la negra tela que olía a años y a heno, y me dijo que no tuviese miedo de los rumores que habían llegado al pueblo, de que en París todo el mundo había muerto o estaba hambriento.

—Cristo dijo que no había venido a traer la paz sino la espada, Henri. Recuérdalo.

Mientras yo me hacía mayor y los turbulentos tiempos daban paso a algo parecido a la calma, Bonaparte empezó a hacerse un nombre. Le llamábamos emperador mucho antes de que él mismo se hubiese dado este título. Y, cuando volvíamos de la pobre iglesia en el crepúsculo invernal, el cura miraba el camino que salía del pueblo y me apretaba el brazo con fuerza.

—Te llamará —susurraba—, como Dios llamó a Samuel, y tú irás.

El día en que él vino no estábamos haciendo instrucción. Nos pilló sin hacer nada, seguramente a propósito y, cuando el primer mensajero agotado llegó al galope al campamento para avisarnos de que Bonaparte viajaba sin detenerse y llegaría antes del mediodía, estábamos echados en mangas de camisa, tomando café y jugando a los dados. Muertos de miedo, los oficiales se pusieron a organizar a sus hombres como si se acercasen los mismos ingleses. No había recepción preparada para el emperador, en la tienda especialmente concebida para él se cobijaban un par de cañones, y el cocinero estaba borracho como una cuba.

—Tú —me dijo un capitán al que no reconocí—, ocúpate de los pollos. No te preocupes por tu uniforme; cuando nosotros desfilemos estarás en la cocina.

Así iba a ser el gran día. No habría para mí ninguna gloria, sólo un montón de pollos muertos.

Furioso, llené de agua fría una gran olla y la vacié encima del cocinero. Ni se inmutó.

Una hora después, cuando los pollos estaban colocados en los asadores esperando turno para cocerse, el capitán volvió muy agitado y me dijo que Bonaparte quería inspeccionar las cocinas. Era característico de él interesarse por todos los detalles de su ejército, pero en aquel momento aquel interés era inoportuno.

—Saca a ese hombre de aquí —me ordenó el capitán antes de marcharse.

El cocinero pesaba unas doscientas libras, y yo apenas ciento veinte. Intenté arrastrarle, pero no conseguí nada.

Si yo hubiese sido un profeta y aquel cocinero el emisario de un falso dios, habría podido rezar al Señor y pedirle que viniese una hueste de ángeles a llevárselo. Lo que ocurrió fue que vino en mi ayuda Domino hablándome de Egipto.

Yo sabía algo de Egipto porque Bonaparte había estado allí. Su campaña de Egipto, fracasada pero valiente, en la que había permanecido inmune a la peste y a la fiebre, y en la que había cabalgado durante millas por la tierra reseca sin beber una gota de agua.

—¿Cómo habría podido hacer esto —me decía el cura— si no estuviese protegido por Dios?

El plan de Domino era levantar al cocinero de la misma manera en que los egipcios habían levantado sus obeliscos, con una palanca, en nuestro caso un remo. Le colocamos el remo bajo la espalda, y cavamos un agujero a sus pies.

—Ahora —dijo Domino—, pongamos todo nuestro peso al extremo del remo y él se levantará.

Fue como Lázaro levantándose de entre los muertos.

Le pusimos de pie, y yo le metí el remo por debajo del cinturón para evitar que cayese hacia adelante.

—¿Qué hacemos ahora, Domino?

Mientras estábamos junto a aquella montaña de carne, se abrió la entrada de la tienda y entró el capitán. Se le retiró el color de la cara como si alguien le hubiese puesto un tapón en la garganta. Abrió la boca y se le movió el bigote, pero eso fue todo.

Alguien le apartó y entró en la tienda. Bonaparte.

Dio un par de vueltas en torno a nuestra presa y preguntó quién era.

—El cocinero, señor. Estaba un poco borracho, señor, y estos hombres se lo iban a llevar.

Yo estaba ansioso por acercarme al asador, donde uno de los pollos estaba ya quemándose, pero Domino dio un paso adelante y, hablando un tosco lenguaje que más adelante me dijo era el dialecto corso de Bonaparte, le explicó lo que había ocurrido y cómo habíamos hecho lo que habíamos podido siguiendo las directrices de su campaña de Egipto. Cuando Domino hubo acabado, Bonaparte se acercó a mí y me dio un pellizco en la oreja, que estuvo varios días hinchada.

—¿Lo ves, capitán? —dijo—. Esto es lo que hace a mi ejército invencible, el ingenio y la determinación del soldado más humilde.

El capitán sonrió débilmente, y después Bonaparte se volvió hacia mí.

—Muchacho, verás grandes cosas, y pronto cenarás en el plato de un inglés. Capitán, haz que este muchacho me sirva personalmente. En mi ejército no ha de haber eslabones débiles; quiero que mis asistentes sean tan competentes como mis generales. Domino, saldremos esta tarde.

Escribí enseguida a mi amigo el cura. Aquello era más perfecto que ningún milagro corriente. Napoleón me había elegido. No preví que el cocinero se convertiría en mi más acérrimo enemigo. Al anochecer, casi todo el campamento se había enterado de la historia y la había embellecido, de modo que habíamos enterrado al cocinero en una fosa, le habíamos pegado hasta dejarle inconsciente o, lo más extravagante de todo, Domino le había hechizado.

—Ojalá le hubiese hechizado —comentó—. Nos habríamos evitado cavar el agujero.

El cocinero, que se despertó de la borrachera con un fuerte dolor de cabeza y de un humor peor que el de costumbre, no podía salir al exterior sin que algún soldado le hiciese un guiño y le diese un codazo. Por fin vino a donde yo estaba con mi pequeña Biblia y me agarró por el cuello de la camisa.

—Te crees que estás seguro porque le has gustado a Bonaparte. Ahora estás seguro, pero nos quedan años por delante.

Me empujó hacia atrás, contra los sacos de cebollas, y me escupió en la cara. Pasó mucho tiempo antes de que volviésemos a encontrarnos, pues el capitán le trasladó a los almacenes de las afueras de Boulogne.

—Olvídate de él —me dijo Domino mientras le mirábamos alejarse en la parte trasera de un carro.

Es duro recordar que ese día no volverá. Que el momento es ahora y el lugar es aquí, y que no hay segundas oportunidades en un momento único. Durante los días que Bonaparte pasó en Boulogne hubo una sensación de urgencia y de privilegio. Se despertaba antes que nosotros y se iba a dormir mucho después; examinaba cada detalle de nuestro adiestramiento y nos organizaba personalmente. Extendía la mano hacia el Canal y hablaba de Inglaterra como si ya fuese nuestra. De cada uno de nosotros. Éste era su talento. Se convirtió en el centro de nuestras vidas. La perspectiva de combatir nos excitaba. Nadie desea que le maten, pero las privaciones, las largas horas, el frío, las órdenes, eran cosas que habríamos tenido que soportar de todos modos en las granjas o en los pueblos. No éramos hombres libres. Él le dio un sentido a la monotonía.

Las ridículas barcazas de quilla plana que se construyeron por centenares se revistieron de la potencia de galeones. Cuando nos hicimos a la mar, para practicar aquella peligrosa travesía de veinte millas, ya no hacíamos chistes hablando de redes para pescar camarones o de que aquellas bañeras servirían mejor a un ejército de lavanderas. Cuando él estaba en la playa gritando órdenes, ofrecíamos la cara al viento y le entregábamos a él nuestro corazón.

Las barcazas estaban pensadas para llevar a sesenta hombres cada una, y se calculó que veinte mil soldados se ahogarían durante la travesía o serían muertos por los ingleses antes de que atracásemos. A Bonaparte le parecía ésta una previsión favorable; estaba acostumbrado a perder números similares de hombres en las batallas. A ninguno de nosotros le preocupaba ser uno de los veinte mil. No nos habíamos alistado para preocuparnos.

Según su plan, si la armada francesa podía dominar el Canal durante sólo seis horas, él podría desembarcar su ejército e Inglaterra sería suya. Parecía absurdamente fácil. Ni el propio Nelson podía arrebatarnos aquellas seis horas. Nos reíamos de los ingleses, y casi todos teníamos planes para nuestra visita a su país. A mí me interesaba en especial visitar la Torre de Londres, pues el cura me había dicho que estaba llena de huérfanos, de bastardos de origen aristocrático cuyos padres se avergonzaban de ellos y no deseaban tenerlos en casa. Los franceses no somos así; nosotros queremos a nuestros hijos.

Domino me dijo que se rumoreaba que estábamos cavando un túnel que nos haría aparecer en los campos de Kent.

—Tardamos una hora en cavar un agujero de dos palmos para tu amigo —añadió.

Otros rumores hablaban de un globo, de un cañón que disparaba hombres y de un plan para volar el Parlamento como había estado a punto de hacer Guy Fawkes. La historia del globo era la que los ingleses se tomaban más en serio y, para evitar que el globo aterrizase, construyeron altas torres a lo largo de los Cinco Puertos, para localizarnos y derribarnos.

Todo tonterías, pero yo creo que, si Bonaparte nos hubiese pedido que nos colocásemos unas alas y volásemos hasta el Palacio de St. James, habríamos emprendido el vuelo con la tranquilidad de un niño que suelta una cometa.

Sin él, durante las noches y los días en que los asuntos de estado le llamaban a París, nuestras noches y días se diferenciaban sólo por la cantidad de luz que dejaban entrar. A mí, no teniendo nadie a quien amar, me parecía mejor adoptar la actitud de un erizo, y ocultaba mi corazón entre las hojas.

Me llevo bien con los curas, de modo que no me sorprendió que, además de Domino, mi amigo fuese Patrick, el ex cura con vista de águila importado de Irlanda.

En 1799, cuando Napoleón estaba aún luchando por el poder, el general Hoche, héroe de los escolares y antiguo amante de Madame Bonaparte, había ido a Irlanda y había estado a punto de vencer a los ingleses. Durante su estancia allí, oyó hablar de cierto cura, que había ahorcado los hábitos, cuyo ojo derecho era como el tuyo o como el mío, pero cuyo ojo izquierdo podía avergonzar al mejor telescopio. Su expulsión de la Iglesia se había debido a que observaba a las muchachas desde el campanario. Esto es algo que hacen todos los curas, pero en el caso de Patrick, merced a las milagrosas propiedades de su ojo, ningún seno estaba a salvo. Una joven podía estar desvistiéndose dos pueblos más allá, pero, si la tarde era clara y ella tenía los postigos abiertos, era como si hubiese ido a presencia del cura y se hubiese desnudado delante de él.

Hoche, hombre de mundo, no creía en los cuentos de viejas, pero pronto descubrió que las mujeres eran más listas que él. Aunque al principio Patrick negó la acusación y los hombres se rieron y hablaron de las fantasías de las mujeres, éstas miraban al suelo y afirmaban que ellas sabían cuándo se las observaba. El obispo las había tomado en serio, no porque creyese lo que se decía del ojo de Patrick sino porque, al preferir él las formas suaves de los niños de su coro, el asunto le parecía de lo más repulsivo.

Un cura debería tener cosas mejores que hacer que mirar a las mujeres.

Hoche, atrapado en esta maraña de habladurías, hizo beber a Patrick hasta que apenas podía sostenerse en pie, y después le llevó a un altozano desde el cual se tenía una vista clara de todo el valle. Se sentaron uno al lado de otro y, mientras Patrick dormitaba, Hoche sacó una bandera roja y la agitó durante unos minutos. Después, despertando a Patrick de un codazo, hizo un comentario sobre la espléndida tarde y el hermoso paisaje. Por cortesía hacia su acompañante, Patrick se esforzó por seguir con la mirada el gesto del brazo de Hoche, murmurando algo sobre que los irlandeses habían sido bendecidos con su parte de paraíso en la tierra. Después se inclinó hacia adelante, entornó un ojo y, con una voz tan suave y santa como la del obispo durante la comunión, dijo:

—Mirad eso...

—¿Qué? ¿Ese halcón?

—Nada de halcones. Aquella mujer morena y fuerte como una vaca.

Hoche no veía nada, pero sabía lo que veía Patrick. Había pagado a una mujerzuela para que se desnudase en un campo situado a unas quince millas, y había dispuesto a sus hombres a intervalos regulares con sendas banderas rojas.

Cuando volvió a Francia, se llevó con él a Patrick.

En Boulogne, se solía encontrar a Patrick, como a Simeón el Estilita, en lo alto de un pilar erigido expresamente. Desde allí podía mirar al otro lado del Canal, informar sobre la situación de la flota de Nelson y advertir a nuestras tropas de cualquier peligro. Los barcos franceses que se alejaban demasiado del puerto podían recibir una violenta andanada si a los ingleses les daba por patrullar. Para que nos avisara, le habían dado a Patrick un cuerno alpino tan alto como un hombre. En las noches de niebla, aquel sonido melancólico resonaba hasta los acantilados de Dover, alimentando el rumor de que Bonaparte había contratado como vigía al mismísimo diablo.

¿Qué sentía al trabajar para los franceses?

Lo prefería a trabajar para los ingleses.

Como no tenía que servir a Bonaparte, pasaba mucho tiempo con Patrick en el pilar. La parte superior de éste medía unos veinte pies por quince, de modo que había espacio suficiente para jugar a las cartas. A veces venía Domino para retarle a un combate de boxeo. Su pequeña estatura no constituía para él una desventaja, y, aunque Patrick tenía unos puños como balas de cañón, nunca consiguió darle un golpe a Domino, cuya táctica consistía en saltar de aquí para allá hasta que su oponente empezaba a cansarse. Entonces, aprovechando su oportunidad, Domino golpeaba una vez y sólo una vez, no con los puños sino con los dos pies, tirándose de lado o de espalda, o bien pateando desde una velocísima vertical. Estos combates con Domino eran en plan de juego, pero yo le he visto derribar a un buey con sólo saltarle a la frente.

—Si tuvieses mi estatura, Henri, aprenderías a cuidarte, y no confiarías en la bondad de la gente.

Mirando desde el pilar, yo le pedía a Patrick que me describiese la actividad que tenía lugar bajo las velas inglesas. Él veía a los almirantes con sus polainas blancas y a los marineros que trepaban arriba y abajo de las jarcias, moviendo las velas para aprovechar al máximo el viento. Había muchos azotes. Patrick aseguraba haber visto la piel de la espalda de un hombre levantarse de una pieza. Le mojaron en el mar para evitar que se le infectase, y le dejaron en cubierta mirando al sol. Patrick afirmaba que era capaz de ver el gorgojo en el pan.

Ésta no os la creáis.

20 de julio de 1804. Aún no ha empezado a amanecer, pero ya no es de noche.

Hay inquietud en los árboles, en el mar, en el campamento. Los pájaros y nosotros dormimos a ratos, deseando estar dormidos pero tensos con la idea del despertar. Dentro de una media hora, esa conocida luz gris y fría. Después el sol. Y después las gaviotas chillando por encima del agua. Me levanto a esta hora casi todos los días, y bajo al puerto para mirar los barcos, que están atados como perros.

Espero hasta que el sol acuchilla el agua.

Los últimos diecinueve días han sido de mar en calma. Hemos secado la ropa sobre las piedras ardientes en lugar de colgarla al viento, pero hoy las mangas de la camisa me azotan los brazos, y los barcos se inclinan peligrosamente.

Hoy tenemos revista. Bonaparte llega dentro de un par de horas para ver cómo nos hacemos a la mar. Quiere hacer salir a 25.000 hombres en un cuarto de hora.

Este tiempo de hoy es inesperado. Si empeora, será imposible arriesgarse a cruzar el Canal.

Patrick dice que el Canal está lleno de sirenas. Cuenta que son las sirenas ávidas de hombres las que hacen que tantos se ahoguen.

Miro las blancas crestas que golpean los lados de los barcos, y me pregunto si esta tormenta es obra de las sirenas.

Mirándolo con optimismo, es posible que amaine.

Mediodía. La lluvia nos chorrea por la nariz y por la chaqueta, y nos cae en las botas. Para hablar con el hombre que tengo al lado tengo que hacer bocina con las manos. El viento ha soltado ya muchas barcazas, arrojando a los hombres a las revueltas aguas, riéndose de nuestros mejores nudos. Los oficiales dicen que hoy no podemos arriesgarnos a hacer prácticas. Bonaparte, cubriéndose la cabeza con la chaqueta, dice que podemos. Y podremos.

20 de julio de 1804. Hoy se han ahogado dos mil hombres.

Inmersos en un vendaval tan fuerte que Patrick, en su función de vigía, ha tenido que ser atado a unos barriles de manzanas, hemos descubierto que nuestras barcazas eran en efecto juguetes de niños. Bonaparte estaba de pie en el muelle, y les ha dicho a sus oficiales que ninguna tormenta puede vencernos.

—Si se cae el cielo, lo sostendremos con la punta de nuestras lanzas.

Quizá. Pero no hay voluntad ni hay arma capaz de sujetar el mar.

Yo estaba al lado de Patrick, atado, sin ver apenas debido a la espuma del mar, pero cada hueco que dejaba el viento me mostraba otro hueco donde había estado un barco.

Las sirenas ya no estarán solas.

Habríamos debido volvernos contra él, reírnos de él en su cara, agitarle en la cara los cabellos de alga de los muertos. Pero su cara está siempre rogándonos que le demos la razón.

Por la noche, cuando hubo amainado la tormenta y estábamos en las tiendas empapadas con humeantes tazones de café, ninguno de nosotros habló.

Nadie dijo: «Dejémosle, odiémosle». Sosteníamos los tazones con las dos manos y nos tomábamos el humeante café con la ración de brandy que él había enviado especialmente para todos los hombres.

Aquella noche le serví yo, y su sonrisa alejó la locura de brazos y piernas que me llenaba los oídos y la boca.

Por la mañana, dos mil nuevos reclutas llegaron a Boulogne.

¿Pensáis alguna vez en vuestra infancia?

Yo pienso en ella cuando me llega el olor a gachas. A veces, cuando vuelvo de los muelles, voy a la ciudad y me dedico a rastrear el olor a pan tierno y a tocino. Y siempre, cuando paso junto a una determinada casa, que está igual que las demás en una especie de hilera y es igual a las demás, percibo el lento olor de las gachas. Duke pero con un punto de sal. Denso como una manta. No sé quién vive en esa casa, quién la lleva, pero imagino el fuego amarillo y la olla negra. En casa usábamos una olla de cobre a la que yo le sacaba brillo; me gustaba pulir todo lo que brillaba. Mi madre preparaba las gachas, dejando la avena toda la noche junto al fuego. Por la mañana, cuando gracias a sus esfuerzos con el fuelle, las chispas subían chimenea arriba, ponía a cocer la avena hasta que las paredes de la olla estaban secas y oscuras como papel marrón, y el grano blanco del interior se hinchaba y llenaba la olla hasta rebosar.

Caminábamos sobre el suelo de losas, pero en invierno ella echaba heno en el suelo, y entre el heno y la avena se creaba un olor a pesebre.

Casi todos mis amigos desayunaban pan caliente.

Yo era feliz, aunque ésta es una palabra de adultos. A un niño no hace falta preguntarle si es feliz; es algo que se ve. Los niños son felices o no lo son. Los adultos hablan de felicidad porque en su mayoría no son felices. Hablar de felicidad es como intentar atrapar el viento. Es mucho más fácil dejar que nos envuelva. Aquí es donde yo discrepo de los filósofos. Ellos hablan de la pasión, pero carecen de ella. No habléis nunca de felicidad con un filósofo.

Pero ya no soy un niño, y a menudo el Reino de los Cielos se me escapa también. Ahora las palabras y las ideas se interponen siempre entre el sentimiento y yo. Hasta el sentimiento al que tenemos derecho por nacimiento, el de ser felices.

Esta mañana huelo a gachas y veo a un niño que contempla su imagen en una olla de cobre a la que ha sacado brillo. Su padre le ve y se echa a reír, y le ofrece el espejo que él usa para afeitarse. Pero en el espejo el niño sólo puede ver una cara, mientras que en la olla puede ver todas las deformaciones de su cara. Ve muchas caras posibles; ve aquello en lo que puede convertirse.

Han llegado los reclutas, la mayoría sin bigote, todos con rosas en las mejillas. Productos frescos del campo, como yo. Su expresión es sincera y entusiasta. Les halagan, les dan uniformes y obligaciones para sustituir el grito que pedía el balde de la leche y los gruñidos insistentes de los cerdos. Tratándoles como a adultos, los oficiales les dan la mano.

Nadie habla de la revista de ayer. Estamos secos, las tiendas se están secando, las empapadas barcazas están en los muelles, boca abajo. El mar es inocente, y Patrick se afeita tranquilamente en su pilar. Están dividiendo a los reclutas en regimientos; por principio, se separa a los amigos. Esto es un nuevo comienzo. Estos muchachos son hombres.

Los recuerdos que hayan traído de su hogar estarán pronto perdidos o devorados.

Es curioso la diferencia que crean unos pocos meses. Cuando yo llegué aquí era igual que ellos, aún lo soy en muchos sentidos, pero mis compañeros ya no son aquellos muchachos tímidos con fuego de cañón en los ojos. Son más toscos, más duros. Es lógico que sea así, diréis, así es la vida en el ejército.

También es otra cosa, algo de lo que es difícil hablar.

Cuando llegamos aquí, veníamos de nuestras madres y nuestras novias. Estábamos acostumbrados a nuestras madres, cuyos brazos robustecidos por el trabajo podían abofetear al más fuerte de entre nosotros y dejarle los oídos zumbando. Y cortejábamos a nuestras novias a la manera del campo: lentamente, como los campos que maduran para la cosecha, y fieramente, como los arados que hacen surcos en la tierra. Aquí, sin mujeres, con sólo nuestra imaginación y un puñado de putas, ni nos acordamos de qué es lo que hay en una mujer capaz de convertir a un hombre en algo santo por medio de la pasión. Palabras bíblicas otra vez, pero estoy pensando en mi padre, que se protegía los ojos con la mano en aquellas tardes abrasadas de sol y que aprendió a esperar a mi madre. Pienso en mi madre, con su corazón clamoroso, y en todas las mujeres que esperan en los campos a los hombres que se ahogaron ayer, y en todos los hijos de madre que han ocupado su lugar.

Aquí no pensamos en ellas. Pensamos en sus cuerpos y, de vez en cuando, hablamos de nuestro pueblo, pero no pensamos en ellas como lo que son: las más fuertes, las más amadas, las bien conocidas.

Ellas siguen. Hagamos nosotros lo que hagamos, ellas siguen.

Había en el pueblo un hombre a quien le agradaba considerarse inventor. Andaba todo el día con poleas, trozos de cuerda y pedazos de madera, construyendo aparatos capaces de levantar una vaca, o colocando cañerías que llevasen a la casa el agua del río. Era un hombre que tenía luz en la voz y que se llevaba bien con sus vecinos. Acostumbrado a la decepción, sabía siempre atenuar la decepción de los demás. Y, en un pueblo sometido a la lluvia y al sol, hay muchas decepciones.

Mientras él inventaba y reinventaba, y mientras nos daba ánimos a nosotros, su mujer, que nunca hablaba excepto para decir «La cena está lista», trabajaba los campos y llevaba la casa y, además, como a él le gustaba la cama, se encontró al poco tiempo criando seis hijos.

Una vez, él fue a la ciudad y pasó allí unos meses intentando hacer fortuna; cuando volvió, sin fortuna y sin los ahorros de los dos, ella estaba sentada tranquilamente en una casa limpia, remendando ropa limpia, y los campos estaban sembrados para otro año.

Ya veis que yo le tenía simpatía a aquel hombre, y mentiría si dijera que no trabajaba, que no le necesitábamos a él ni sus palabras optimistas. Pero, cuando ella murió, de repente, una mañana, él perdió aquella luz que tenía en la voz; sus cañerías se llenaron de cieno y apenas fue capaz de recoger la cosecha, ni de criar a sus hijos.

Ella le había hecho posible. En este sentido, ella era su dios.

Como Dios, se vio descuidada.

Los reclutas lloran cuando llegan aquí; piensan en sus madres y en sus novias, y piensan en volverse a casa. Se acuerdan de lo que tienen sus hogares y que llevan en el corazón: no los sentimientos ni las demostraciones, sino las caras que aman. La mayoría de esos muchachos no han cumplido los diecisiete años, y se les pide que hagan en unas semanas lo que apenas consiguen los mejores filósofos en toda una vida: hacer acopio de su pasión por la vida y darle un sentido frente a la muerte.

Sin saber cómo, aprenden a olvidar, y poco a poco dejan de lado el verano ardiente que llevan en el cuerpo, y lo único que les queda es lujuria y rabia.

Después del desastre en el mar, empecé a escribir un diario. Lo hice para no olvidar. Para que cuando fuera viejo, cuando me apeteciese sentarme junto al fuego y mirar atrás, tuviera algo claro y seguro para contrarrestar las jugarretas que me gastase la memoria. Se lo dije a Domino, y él me replicó:

—La manera en que lo ves ahora no es más real que la manera en que lo verás entonces.

No estuve de acuerdo con él. Sabía que los ancianos confunden las cosas y mienten, que pintan el pasado muy bien porque ya ha pasado. ¿No lo había dicho así el propio Bonaparte?

—¿Quién eres tú? —me preguntó Domino—. Un muchacho criado por un cura y por una madre beata. Un chico que no sabe coger un mosquete para matar un conejo. ¿Por qué crees que puedes ver algo con claridad? ¿Por qué te crees con derecho a escribir un diario y restregármelo por las narices dentro de treinta años, si es que vivimos aún, diciéndome que tienes la verdad?

—Domino, no me interesa tanto la verdad como lo que siento. Mis sentimientos cambiarán, y quiero recordarlos como son ahora.

Él se encogió de hombros y se alejó. Nunca hablaba del futuro, y sólo algunas veces, cuando estaba borracho, hablaba de su maravilloso pasado. Un pasado de mujeres con lentejuelas y de caballos de doble cola, en el que su padre se ganaba la vida haciéndose disparar por un cañón. Procedía de algún lugar de la Europa oriental, y tenía la piel de color aceituna seca. Sólo sabíamos que había llegado a Francia por error, años atrás, y que había salvado a Josefina de las pezuñas de un caballo desbocado. Ella era entonces la señora Beauharnais, simplemente; era viuda y acababa de salir de la horrorosa prisión de Carmes. Su esposo había sido ejecutado durante el Terror; ella había escapado a la misma muerte porque Robespierre había sido asesinado la mañana que ella iba a ser decapitada. Domino afirmaba que era una dama sensata, y recordaba que, en sus días de penuria, solía invitar a los oficiales a jugar con ella al billar. Si perdía, les permitía que se quedasen a desayunar. Si ganaba, debían pagar una de sus facturas más acuciantes.

Nunca perdía.

Años después, había recomendado a Domino a su esposo, que buscaba un mozo de cuadras que le durase algún tiempo. Le habían encontrado haciendo de traga-fuegos en una feria. Su lealtad a Bonaparte no era muy clara, pero quería a Josefina y a los caballos.

Me hablaba de las adivinadoras que había conocido, y de cómo cada semana acudía la gente a ellas para que les desvelasen el porvenir o les revelasen el pasado.

—Pero yo te digo, Henri, que todo momento que le robes al presente es un momento que has perdido para siempre. Sólo existe el ahora.

No le hice caso, y seguí escribiendo mi diario. En agosto, cuando el sol volvió la hierba amarilla, Bonaparte anunció su coronación para el próximo diciembre.

Inmediatamente, me concedió un permiso, y me dijo que después quería tenerme con él. Me dijo que íbamos a hacer grandes cosas. Me dijo que le gustaba ver llegar la cena junto con una cara sonriente. Siempre me ha pasado lo mismo con la gente: o bien no me hacen caso o bien me dan su confianza. Al principio pensé que esto me ocurría sólo con los curas, pues los curas son más vehementes. Pero no son sólo los curas. Debe de ser algo en mi aspecto.

Cuando empecé a trabajar directamente para Napoleón, pensé que hablaba en aforismos; nunca decía una frase como la diríais vosotros o yo, sino que expresaba las cosas como si fuesen grandes pensamientos. Yo los anotaba todos y, más adelante, me di cuenta de lo extraños que eran algunos. Eran frases de sus memorables discursos, y yo reconozco que lloraba cuando le oía hablar. Incluso cuando le odiaba, lloraba a veces al oírle, y no de miedo. Napoleón era grande. Es difícil ser sensato cuando uno se encuentra con una grandeza como la suya.

Tardé una semana en llegar a casa, a caballo cuando podía, y a pie el resto del camino. Se extendía la noticia de la coronación, y yo veía lo bien recibida que era por las sonrisas de la gente. Nadie se acordaba de que sólo quince años atrás habíamos luchado por acabar de una vez por todas con la monarquía, que habíamos jurado no volver a luchar nunca excepto en defensa propia. Ahora queríamos un soberano, y queríamos que ese hombre dirigiese el mundo. No somos un pueblo excepcional.

Gracias a mi uniforme de soldado, todo el mundo me trataba con afecto; me daban de comer y me cuidaban, y me regalaban lo mejor de sus cosechas. A cambio, yo les contaba cosas del campamento de Boulogne, y les explicaba cómo veíamos a los ingleses en la otra orilla, temblando en sus botas. Exageraba e inventaba, e incluso mentía. ¿Por qué no? Eso les hacía felices. No les hablé de los hombres que se han casado con sirenas. Todos los mozos de las granjas querían alistarse inmediatamente, pero les aconsejé que esperasen a la coronación.

—Cuando vuestro emperador os necesite, os llamará. Hasta entonces, trabajad para Francia desde aquí.

Naturalmente, esto agradaba a las mujeres.

Había estado fuera seis meses. Cuando el carro que me llevaba me dejó a una milla de mi casa, sentí el deseo de dar media vuelta. Tenía miedo. Tenía miedo de que las cosas hubiesen cambiado, de que no se me recibiese bien. El viajero quiere siempre que el hogar siga estando como estaba. El viajero espera cambiar, volver con una tupida barba, con un hijo nuevo o con relatos de una vida maravillosa en la que los ríos están llenos de oro y el clima es suave. Yo venía cargado de relatos así, pero quería saber de antemano que me esperaba una audiencia favorable. Me aparté del camino y entré en el pueblo sigilosamente, como un bandido. Ya había imaginado lo que estarían haciendo mis padres. Ella estaría en el campo de patatas, y él en el establo. Yo bajaría la colina corriendo y celebraríamos mi llegada. No me esperaban; ningún mensaje les habría llegado en una semana.

Miré. Estaban los dos en los campos. Mi madre con las manos en las caderas, la cabeza echada hacia atrás, viendo como se reunían las nubes. Esperaba lluvia, y hacía sus planes de acuerdo con ella. Junto a ella, mi padre estaba quieto, con un saco en cada mano. Una vez, cuando era niño, había visto a mi padre en la misma posición, con dos sacos, pero éstos estaban llenos de topos, con los bigotes aún llenos de tierra. Estaban muertos. Los cazábamos porque estropeaban los campos, pero entonces yo no sabía esto; sólo sabía que mi padre los había matado. Fue mi madre quien me arrancó, helado de frío, de mi vigilia. Por la mañana, los sacos habían desaparecido. Después, yo mismo he matado topos, pero apartando la mirada.

Madre. Padre. Os quiero.

Nos quedamos hasta tarde muchas noches, bebiendo el áspero coñac de Claude, sentados ante el fuego hasta que éste adquiría el color de las rosas marchitas. Mi madre hablaba de su pasado con alegría; parecía creer que, con un emperador en el trono, muchas cosas se arreglarían. Incluso hablaba de escribir a sus padres. Sabía que éstos estarían celebrando el retorno de un monarca. Esto me sorprendió, pues yo creía que ella había apoyado siempre a los Borbones. Le pregunté si el hecho de coronarse como emperador le hacía amar a aquel hombre al que antes odiaba.

—Ha hecho lo más conveniente, Henri. Un país necesita un rey y una reina a los que respetar.

—Se puede respetar a Bonaparte, sea rey o no .

Pero ella no podía. Y Napoleón lo sabía. No era simple vanidad lo que llevaba a aquel hombre al trono.

Cuando mi madre hablaba de sus padres, albergaba las mismas esperanzas que el viajero que vuelve al hogar. Pensaba en ellos como si no hubiesen cambiado, y describía los muebles de la casa como si en aquellos más de veinte años nada se hubiese trasladado de lugar, nada se hubiese roto. La barba de su padre tenía el mismo color. Yo comprendía sus esperanzas. Todos teníamos alguna esperanza que cifrar en Bonaparte.

El tiempo adormece muchas cosas. Le gente olvida, envejece, se cansa. Mi madre hablaba ahora con afecto de aquellas personas de las que había escapado, arriesgando la vida. ¿Había olvidado? ¿Había desgastado el tiempo su cólera? Me miró y dijo:

—Me hago mayor, Henri, y soy menos ambiciosa que antes. Acepto las cosas como vienen, sin hacer preguntas. Me gusta pensar en mis padres, me hace feliz quererles. Nada más.

Enrojecí. ¿Qué derecho tenía a pedirle explicaciones? ¿A apagar la luz que brillaba en sus ojos y a hacerla creerse tonta y sentimental? Me arrodillé ante ella, de espaldas al fuego, apoyando el pecho en sus rodillas. Ella sujetó la prenda que estaba zurciendo.

—Henri, eres como yo era antes —me dijo—. No soportas la debilidad.

Llovió durante varios días. Una lluvia fina que le empapaba a uno en media hora, sin la emoción de la lluvia intensa. Fui de casa en casa charlando y visitando a amigos, ayudándoles en algunas tareas. Mi amigo el cura estaba en una peregrinación, de modo que le dejé varias cartas muy largas del tipo que a mí me habría gustado recibir.

Me gusta el anochecer. No es la noche. Es aún una hora sociable. Nadie tiene miedo de andar solo sin linterna. Las chicas cantan mientras vuelven de ordeñar las vacas y, si les salgo al paso, gritan y me espantan, pero sin miedo. No sé por qué una clase de oscuridad es tan diferente de otra. La verdadera oscuridad es más densa y más silenciosa; llena el espacio que hay entre la chaqueta y el corazón. Se mete en los ojos. Cuando estoy fuera por la noche, no son los cuchillos lo que me da miedo, sino la Oscuridad. Tú que caminas tan alegremente, silbando, detente cinco minutos. Detente en la Oscuridad en un campo o en un sendero. Entonces te darás cuenta de que tu presencia es sólo tolerada. La Oscuridad sólo te permite dar un paso cada vez. El paso y la Oscuridad se cierran contra tu espalda. Delante de ti no hay espacio ninguno hasta que das el paso. La Oscuridad es absoluta. Caminar por la Oscuridad es como nadar por debajo del agua, sólo que no se puede subir a coger aire.

De noche, cuando estamos quietos en la cama, la Oscuridad es suave al tacto; es de piel de topo, y lo apaga todo dulcemente. En el campo contamos con la luna y, cuando no hay luna, no entra por la ventana ninguna luz. La ventana está tapiada y vaciada en una perfecta superficie negra. ¿Se siente lo mismo cuando se es ciego? Yo lo creía así, pero me han dicho que no. Un buhonero ciego que nos visitaba regularmente se reía de lo que yo decía sobre la Oscuridad, y afirmaba que la Oscuridad era su mujer. Le comprábamos baldes, y le dábamos de comer en la cocina. A diferencia de mí, nunca derramaba lo que tenía en el plato, y siempre acertaba a meterse las cosas en la boca.

—Yo veo —decía—, sólo que no uso los ojos.

Me dijo mi madre que había muerto el invierno pasado.

Está anocheciendo, y es la última noche de mi permiso. No queremos hacer nada fuera de lo habitual. No queremos pensar que voy a marcharme otra vez.

He prometido a mi madre que vendrá a París después de la coronación. Yo nunca he estado allí, y es este pensamiento lo que me hace más fácil despedirme. Allí estará Domino cuidando de su insensato caballo, enseñándole a dominar su fogosidad y a ir al paso junto a los animales de la corte. No está claro por qué Bonaparte se ha empeñado en que ese caballo esté presente en un momento tan importante. Es la montura de un soldado, no un ejemplar para desfiles. Pero Napoleón nos recuerda siempre que él también es un soldado.

Cuando por fin Claude se fue a dormir y nos quedamos solos, no hablamos. Nos quedamos con las manos cogidas hasta que se acabó el pabilo de la vela, y después permanecimos en la oscuridad.

París no había visto nunca tanto dinero.

Los Bonaparte hacían todo tipo de encargos, desde nata a obras de David. A David, que había halagado a Napoleón declarando que tenía una cabeza perfectamente romana, se le pidió que pintase la coronación, y se le veía todos los días en Nótre-Dame tomando apuntes y discutiendo con los obreros que intentaban reparar los estragos de la revolución y la miseria. Josefina, quien se ocupaba de las flores, no se había contentado con jarrones y arreglos. Había dibujado un plano de la ruta del palacio a la catedral, y se entregaba con tanto fervor como David a su efímera obra maestra. Yo la vi por primera vez cuando estaba junto a la mesa de billar, jugando con el señor Talleyrand, un caballero poco experto con las bolas. A pesar de su vestido, que, extendido, habría podido formar uña alfombra hasta la catedral, Josefina se inclinaba y se movía como si no llevase nada, haciendo hermosas líneas paralelas con el taco. Bonaparte me había vestido de lacayo y me había ordenado que le llevase la merienda a su alteza. A ella le gustaba tomar melón a las cuatro. El señor Talleyrand tomaría oporto.

Aquel humor festivo de Napoleón era casi una locura. Dos noches atrás, se había presentado a cenar vestido como el Pontífice, y le había preguntado lascivamente a Josefina cuánta intimidad le gustaría tener con Dios. Yo fijé la mirada en el pollo.

Ahora me había quitado mi uniforme de soldado y me había hecho vestir el traje de la corte. Me quedaba estrechísimo, y ello le hizo reír. Le gustaba reír. Era su única forma de relajarse, aparte de aquellos baños calientes que tomaba a cualquier hora del día o de la noche. En palacio, los criados que se ocupaban del cuarto de baño vivían en el mismo estado de inquietud que los de la cocina. En cualquier momento Napoleón podía pedir a gritos agua caliente, y pobres de ellos si la bañera no estaba llena. Yo sólo había visto el cuarto de baño una vez. Era una gran sala con una bañera del tamaño de un barco y un gran horno en una esquina; los criados calentaban el agua, la vertían en la bañera, la sacaban y volvían a calentarla, y así una y otra vez hasta que él quería bañarse. Estos criados eran escogidos entre los mejores luchadores de Francia; eran hombres capaces de manejar las grandes ollas de cobre como si fuesen tazas de té, desnudos hasta la cintura, llevando sólo unos pantalones de marinero que recogían el sudor y lo hacían bajar en regueros oscuros piernas abajo. Como los marineros, tenían su ración de licor, pero yo no sé de qué estaba hecho ese licor. El más corpulento, André, me ofreció un trago de su botella cuando asomé la cabeza por la puerta, asombrado por la cantidad de vapor que había en el aire y por aquel hombretón que parecía un genio. Acepté por cortesía, pero escupí aquel líquido marrón sobre las baldosas, pues estaba muy caliente. Él me pellizcó el brazo del mismo modo en que el cocinero pellizca los espaguetis, y me dijo que, cuanto más calor hace, más caliente está lo que se bebe.

—¿Por qué crees que beben tanto ron en la Martinica? —me preguntó, guiñando un ojo e imitando la actitud de su alteza.

Y ahora la tenía delante de mí y no me atrevía a anunciar el melón.

Talleyrand tosió.

—No me haréis fallar con vuestros gruñidos —dijo ella.

Él volvió a toser, y ella levantó la mirada. Al verme allí, dejó el taco y avanzó para tomar la bandeja.

—Conozco a todos los criados, pero a ti no te conozco.

—Soy de Boulogne, Majestad. He venido aquí para servir el pollo.

Se echó a reír, y sus ojos me recorrieron de arriba a abajo.

—No llevas ropa de soldado.

—No, Majestad. Se me ha ordenado que me vista así ahora que estoy en la corte.

Asintió.

—Creo que puedes vestirte como quieras. Le pediré que te pase a mi servicio. ¿No preferirías servirme a mí? El melón es más dulce que el pollo.

Su propuesta me horrorizó. Después de llegar tan cerca de él, ¿iba a perderle?

—No, Majestad. No sé preparar el melón. Sólo sé asar pollo. Es lo que me han enseñado.

(Me pareció que hablaba como un chico de la calle.)

Su mano se apoyó un instante en mi brazo, y me miró con perspicacia.

—Ya veo que eres un criado leal. Puedes irte.

Aliviado, retrocedí con una inclinación, y corrí abajo, a los aposentos de la servidumbre, donde tenía un cuartito para mí solo; la ventaja de ser un criado especial. Allí tenía mis pocos libros, una flauta que pensaba aprender a tocar y mi diario. Me puse a escribir sobre ella, o lo intenté. Se me escapaba, como se me habían escapado las putas de Boulogne. Decidí escribir sobre Napoleón.

En los días que siguieron, estuve ocupado con los muchos banquetes que se celebraron; todos nuestros territorios conquistados venían a felicitar al futuro emperador. Mientras los invitados se hartaban de pescados delicados y de ternera en salsas de reciente invención, él seguía fiel a su pollo; solía comerse uno entero cada noche, sin tocar las verduras. Nadie hizo nunca mención de esto. Le bastaba con toser para que toda la mesa quedase en silencio. De vez en cuando yo observaba que Josefina me miraba, pero, si nuestros ojos se encontraban, ella me dirigía aquella media sonrisa suya y yo bajaba la mirada. El solo hecho de mirarla era agraviarle a él. Josefina le pertenecía, y yo la envidiaba por ello.

En las semanas siguientes, asaltó a Napoleón un temor enfermizo a ser envenenado o asesinado, no por él mismo, sino porque estaba en juego el futuro de Francia. Me hacía probar todo lo que comía antes de tocarlo, y dobló la guardia. Se rumoreaba que examinaba la cama antes de acostarse. No dormía mucho. Era como los perros: podía quedarse dormido y roncar en unos momentos, pero, cuando en su mente bullían muchas cosas, era capaz de permanecer despierto durante varios días, mientras sus generales y amigos se desplomaban a su alrededor.

Inesperadamente, a fines de noviembre, sólo dos semanas antes de la coronación, me ordenó que volviese a Boulogne. Dijo que me hacía falta una verdadera instrucción militar, que le serviría mejor cuando pudiese manejar el mosquete además del cuchillo de trinchar. Tal vez me había visto enrojecer, tal vez conocía mis sentimientos, como conocía los de la mayoría de las personas. Me dio uno de aquellos dolorosos pellizcos en la oreja y me prometió que para el Año Nuevo me reservaba una ocupación especial.

Dejé, pues, la ciudad de los sueños cuando ésta estaba a punto de florecer, y hube de conformarme con relatos de segunda mano de aquella alegre mañana en que Napoleón había tomado la corona de manos del Papa y se la había colocado él mismo en la cabeza, antes de coronar a Josefina. Dicen que compró todas las existencias de champán que tenía la señora Clicquot para aquel año. La señora Clicquot, viuda desde hacía poco tiempo y con todo el peso del negocio sobre sus hombros, debió de agradecer al cielo el retorno de un rey. Y no fue la única. Durante tres días, París abrió todas las puertas y encendió todos los candelabros. Sólo los viejos y los enfermos se acostaron; para los demás, todo fue borrachera, locura y alegría. (Excluyo a los aristócratas, pero ellos no importan.)

En Boulogne, con un tiempo terrible, hacía instrucción durante diez horas al día, y por las noches caía agotado en una húmeda tienda con un par de mantas delgadas. Nuestros víveres y condiciones habían sido siempre buenos, pero durante mi ausencia se habían alistado miles de hombres más, hombres que creían, merced a los buenos oficios de los fervientes clérigos de Napoleón, que el camino del cielo pasaba por Boulogne. Nadie estaba exento de reclutamiento. Los oficiales de reclutamiento decidían quién se quedaba y quién debía marcharse. Para Navidad, el campamento se había extendido hasta albergar a cien mil hombres, y se esperaba a más. Corríamos con mochilas que pesaban unas cuarenta libras, entrábamos y salíamos del mar, luchábamos unos con otros cuerpo a cuerpo, utilizábamos toda la tierra cultivable de los alrededores para alimentarnos. Aun así, no era suficiente y, a pesar de que a Napoleón le desagradaban los contratistas de víveres, la mayor parte de la carne que comíamos nos llegaba de desconocidas regiones y sospecho que de extraños animales. La ración diaria la componían dos libras de pan, cuatro onzas de carne y cuatro onzas de verdura. Robábamos lo que podíamos, nos gastábamos el dinero, cuando lo teníamos, en comida de las tabernas, y saqueábamos los tranquilos pueblos de los alrededores. Napoleón en persona ordenó que fuesen enviadas vivandières a los campamentos especiales. Vivandière es un eufemismo del ejército. Eran putas que no tenían razón alguna para estar vivantes. Su comida era a menudo peor que la nuestra, tenían que soportarnos durante tantas horas al día como nosotros pudiésemos tenernos en pie, y estaban mal pagadas. Las regordetas putas de la ciudad se compadecían de ellas, y a menudo visitaban los campamentos llevándoles mantas y hogazas de pan. Las vivandières eran fugitivas, vagabundas, hijas menores de familias demasiado numerosas, sirvientas que se habían cansado de acostarse con sus amos borrachos, y mujeres gordas y viejas que no podían ejercer su oficio en otro lugar. Al llegar, se le entregaba a cada una un juego de ropa interior y un vestido muy escotado con el que se les helaban los pechos en los días glaciales y salados. También les daban un chai, pero toda mujer a la que se encontrase cubierta con él en las horas de trabajo podía ser denunciada y sancionada. La sanción significaba que no se le pagaba nada la semana en cuestión. A diferencia de las putas de ciudad, que se protegían, cobraban lo que querían y cobraban individualmente, las vivantes debían atender a cuantos hombres las solicitaran, de día o de noche. Una noche me encontré a una de ellas que volvía, tambaleándose, de una fiesta de oficiales, y me dijo que había perdido la cuenta al llegar a los treinta y nueve hombres.

Cristo perdió el conocimiento a los treinta y nueve.

Casi todos teníamos grandes llagas allí donde la sal y el viento nos habían despellejado. Solían aparecer entre los dedos de los pies y en el labio superior. Los bigotes no servían de nada, pues los pelos irritaban aún más la piel.

Para Navidad, aunque las vivandières no tuvieron tiempo libre, nosotros sí, y nos reunimos alrededor del fuego brindando por el emperador con nuestras raciones extraordinarias de coñac. Patrick y yo nos regalamos con un ganso que robé; lo guisamos y nos lo comimos, con culpable alegría, en lo alto de su pilar. Habríamos debido compartirlo con los demás, pero aun sin compartirlo nos quedamos con hambre. Patrick me contó cosas de Irlanda, de los fuegos de turba y de los gnomos que viven debajo de cada colina.

—Una vez me cogieron las botas y me las volvieron pequeñas como la uña del pulgar.

Me explicó que había ido a cazar furtivamente una hermosa noche de julio; la luna estaba alta y había muchas estrellas. Cuando iba por el bosque, vio un círculo de fuego verde de la altura de un hombre. En el centro del anillo había tres gnomos. Supo que eran gnomos y no elfos por las barbas y por las palas.

—Me quedé silencioso como un ratón, y me acerqué a ellos como si me acercase a un faisán.

Les oyó hablar de un tesoro que les habían robado a las hadas y que habían enterrado dentro del círculo de fuego. De pronto, uno de ellos levantó la cabeza y olfateó el aire, con expresión desconfiada.

—Huelo un hombre —dijo—. Un hombre sucio con barro en las botas.

—Pues entonces, ¿qué importa? —preguntó otro gnomo, riendo—. Nadie que lleve las botas sucias de barro puede entrar en nuestra cámara secreta.

—Es mejor que no nos arriesguemos —dijo el primero—. ¡Vámonos!

Y en un instante desaparecieron, junto con el círculo de fuego. Durante unos minutos, Patrick permaneció inmóvil, echado en las hojas, pensando en lo que acababa de oír. Después, asegurándose de que estaba solo, se quitó las botas y avanzó con cuidado hacia el lugar donde había estado el círculo de fuego. No vio en el suelo señales de que allí hubiese ardido nada, pero sintió un hormigueo en las plantas de los pies.

—Por esto supe que estaba en un lugar mágico.

Cavó durante toda la noche, y por la mañana no había encontrado otra cosa que un par de topos y un montón de gusanos. Agotado, volvió al lugar donde había dejado las botas, y allí las encontró.

—Pequeñas como la uña de mi pulgar.

Rebuscó en sus bolsillos y me puso en las manos un diminuto par de botas, perfectamente hechas, con los talones desgastados y los cordones raídos.

—Te juro que estas botas eran tan grandes como mis pies.

Yo no sabía si creerle o no, y él se dio cuenta de que levantaba las cejas en un gesto de duda. Extendió la mano para tomar las botas.

—Tuve que volver a casa descalzo, y aquella mañana, cuando fue la hora de decir misa, apenas pude arrastrarme hasta el altar. Estaba tan cansado que le di el día libre a la congregación.

Me sonrió con su sonrisa torcida y me dio una palmada en el hombro.

—Créeme —dijo—. Te estoy contando historias.

Me contó otras historias. Me habló de la Virgen María, y me dijo que no se fiaba de ella.

—Las mujeres son más listas que nosotros —declaró—. Siempre saben cuando mentimos. Ella, aunque sea la Santísima Virgen, es una mujer, y no he conocido a ningún hombre a quien le hiciese caso. Ya le puedes rezar día y noche, que no te escuchará. Los hombres, es mejor que le pidamos las cosas a Jesús.

Alegué que la Virgen María era nuestra mediadora.

—Sí lo es, pero es la mediadora de las mujeres. En mi pueblo teníamos una imagen de ella, una imagen tan real que parecía la Virgen en carne y hueso. A veces, cuando venían las mujeres con sus lágrimas y sus flores, yo me escondía detrás de un pilar y miraba, y te juro por todos los santos que la imagen se movía. En cambio, cuando venían los hombres, con la gorra en la mano, rezando y pidiendo esto y aquello, la imagen era como de piedra, la piedra de la que estaba hecha. Se lo decía a los hombres una y otra vez: «Rezadle directamente a Jesús» (que tenía una imagen cerca), pero no me hacían caso, porque a todo hombre le gusta creer que tiene una mujer que le escucha.

—¿Así que tú no le rezas a la Virgen?

—Claro que no. Hemos llegado a un acuerdo, por así decirlo. Yo cuido de ella, le doy el respeto que se merece, y vamos cada uno por nuestro lado. Ella no sería así si Dios no la hubiese violado.

—¿Qué dices?

—Mira, a las mujeres les gusta que las trates con respeto. Que les preguntes antes de tocarlas. Yo nunca he creído que fuese correcto por parte de Dios enviarle a su ángel sin pedirle permiso y hacer lo que hizo sin darle tiempo ni de peinarse. Creo que ella nunca se lo ha perdonado. Dios se precipitó. No le echo en cara que ahora se muestre tan altiva.

Nunca había pensado en la Virgen María de aquella manera.

A Patrick le gustaban las chicas, y no se privaba de mirarlas furtivamente.

—Pero, a la hora de la verdad, nunca tomaría a una mujer sin darle tiempo de peinarse.

Pasamos el resto de nuestro permiso de Navidad en lo alto del pilar, resguardándonos del frío detrás de los barriles de manzanas y jugando a las cartas. Pero, la víspera de Año Nuevo, Patrick colocó la escalera y dijo que íbamos los dos a comulgar.

—Yo no soy creyente.

—Entonces vendrás como amigo mío.

Me convenció prometiéndome una botella de coñac para después, y nos pusimos en marcha por las calles heladas hasta la iglesia de los marineros, que Patrick prefería a las plegarias del ejército.

La iglesia se iba llenando lentamente de hombres y mujeres del pueblo, muy abrigados pero vestidos con las mejores ropas que habían podido encontrar. Nosotros éramos los únicos del campamento. Probablemente, éramos los únicos que aún estábamos sobrios con aquel tiempo horroroso. La iglesia no tenía decoración, excepto los ventanales de colores y la imagen de la Virgen María vestida de rojo. Al pasar ante ella, sin darme cuenta, le hice una pequeña inclinación, y Patrick, al verme, me sonrió con su sonrisa torcida.

Cantamos con nuestra voz más potente. El calor y la proximidad de las otras personas conmovió mi corazón incrédulo, y también yo vi a Dios a través de la escarcha. Los sencillos ventanales estaban adornados por la escarcha, y el suelo de piedra que recibía nuestras rodillas tenía la frialdad de una tumba. Los mayores estaban muy compuestos y sonreían, y los niños, algunos de los cuales eran tan pobres que se abrigaban las manos con vendas, parecían ángeles.

La Virgen María nos miraba.

Dejamos los manchados misales que sólo algunos sabíamos leer, y tomamos la comunión con el corazón puro. Patrick, que se había recortado el bigote, volvió a situarse al final de la cola y comulgó por segunda vez.

—Doble bendición —me susurró.

Yo no había pensado tomar la comunión, pero mi deseo de certidumbre y de unos brazos fuertes, así como la silenciosa santidad que me rodeaba me hicieron ponerme en pie y subir por el pasillo central, donde los desconocidos me miraban como si fuese su hijo. De rodillas, con el incienso que me mareaba y la lenta repetición del cura, que me calmaba el corazón palpitante, volví a pensar en una vida con Dios, pensé en mi madre, que ahora estaría también arrodillada, muy lejos, extendiendo las manos para recibir su parte del Reino de los Cielos. En mi pueblo, todas las casas estarían vacías y silenciosas, y el granero estaría lleno. Lleno de buenas gentes que no tenían iglesia y que formaban ellos mismos una iglesia, con su carne y su sangre.

El ganado duerme pacientemente.

Tomé la hostia en la lengua, y me quemó. El vino sabía a hombres muertos, a dos mil hombres muertos. En la cara del sacerdote vi a hombres muertos que me acusaban. Vi tiendas empapadas al amanecer. Vi a mujeres con los pechos azulados. Me aferré al cáliz, aunque notaba que el cura intentaba quitármelo.

Me aferré al cáliz.

Cuando el cura me apartó las manos suavemente, vi que tenía en las dos palmas la huella de la plata. ¿Eran aquellos mis estigmas? ¿Me sangrarían las manos por cada muerto, por cada muerte en vida? Si eso era lo que le ocurría a un soldado, no quedarían soldados. Nos iríamos al pie de la colina con los gnomos. Nos casaríamos con las sirenas. Nunca abandonaríamos nuestros hogares.

Salí a la noche helada. Aún no eran las doce. No sonaba ninguna campana, no había ninguna antorcha encendida anunciando el Año Nuevo y alabando a Dios y al emperador.

Este año se ha ido, pensé. Se está acabando y no volverá nunca. Tiene razón Domino: sólo existe el ahora. Olvida el pasado. Olvídalo. No puedes hacerlo volver. No puedes hacerles volver.

Dicen que cada copo de nieve es diferente. Si eso fuese verdad, ¿cómo podría seguir adelante el mundo? ¿Cómo podríamos ponernos en pie después de caer de rodillas? ¿Cómo podríamos recuperarnos de una maravilla así?

Olvidando. No se puede retener en la mente demasiadas cosas.

Sólo existe el presente, y nada que recordar.

En las piedras de la calle, un niño había dibujado con tiza roja de sastre un juego de tres en raya, que se veía aún debajo de una capa de hielo. Se juega, se gana, se juega, se pierde. Se juega. Lo irresistible es jugar. Jugar a los dados de un año para otro con las cosas que se ama; lo que uno arriesga indica lo que uno valora. Me senté en el suelo, y, rascando el hielo, tracé mi propio cuadrado de inocentes ceros e irritadas cruces. Tal vez el diablo querría jugar conmigo. Tal vez la Virgen María. Napoleón, Josefina. Si uno pierde, ¿importa ante quién?

De la iglesa me llegó el murmullo del último himno.

No era indiferente como los himnos de los monótonos domingos en que la congregación preferiría estar en la cama o con sus novias. No era un tibio llamamiento a un Dios exigente, sino un canto de amor y confianza que se elevaba hasta el techo de la iglesia, que abría la puerta, que arrancaba el frío de la piedra, que hacía gritar a las piedras. La iglesia vibraba.

Mi alma alaba al Señor.

¿Qué les daba aquella alegría?

¿Qué les daba a aquellas gentes, víctimas del hambre y del frío, la certeza de que otro año sólo podía ser mejor? ¿Era Él, el que estaba en el trono? ¿Su pequeño Señor con su sencillo uniforme?

¿Qué importa? ¿Por qué me hago preguntas sobre lo que veo que es real?

Calle abajo, viene una mujer con el pelo revuelto; sus botas producen chispas amarillas en el hielo. Se ríe. Lleva en brazos a un bebé, al que agarra muy fuerte. Viene derecha hacia mí.

—Feliz Año Nuevo, soldado.

El bebé está despierto. Tiene los ojos límpidos y azules, y unos dedos curiosos que se mueven de sus botones a su nariz, y que después extiende hacia mí. Les abrazo a los dos, y formamos una extraña figura que se tambalea un poco junto al muro. El himno ha terminado, y el silencio me coge por sorpresa.

El bebé eructa.

Entonces se elevan las antorchas al otro lado del canal, y nos llega con claridad un griterío de alegría de nuestro campamento, que está a dos millas de distancia. La mujer se aparta, me da un beso y desaparece con sus tacones chispeantes. Virgen María, ve con ella.

Aquí vienen, con el Señor pegado a sus corazones para otro año. Cogidos del brazo, abrazados, algunos corriendo, otros dando grandes zancadas como los invitados de una boda. El cura está a la puerta de la iglesia, de pie en un charco de luz, y junto a él, los monaguillos con sus túnicas escarlata protegen del viento las velas santas. Desde donde yo estoy, al otro lado de la calle, veo la puerta de la iglesia, el pasillo central y el altar. Ahora no hay nadie en la iglesia, a excepción de Patrick, que está de pie de espaldas a mí, junto a la barandilla del altar. Cuando sale, las campanas repican furiosamente, y una docena de mujeres a las que no conozco de nada me han abrazado y me han felicitado. Casi todos los hombres van en grupos de cinco o seis, y se han quedado cerca de la iglesia, pero las mujeres se cogen de las manos y forman un gran corro que obstruye la calle. Se ponen a bailar, y giran cada vez más aprisa hasta que me mareo al mirarlas. No reconozco lo que cantan, pero sus voces son potentes. Apropiaos de mi corazón.

Quiero estar allí donde esté el amor; lo seguiré con tanta certeza como el salmón que desde su río encuentra el mar.

—Toma un trago —me dijo Patrick, acercándome una botella—. Nunca probarás otra cosa igual.

—¿De dónde lo has sacado?

Olí el corcho, que era redondo, maduro y sensual.

—De detrás del altar. Siempre se guardan un poco para ellos.

Recorrimos a pie las millas que nos separaban del campamento, y nos encontramos con un grupo de soldados que llevaban a uno que se había arrojado al mar para celebrar el Año Nuevo. No había muerto, pero estaba tan aterido de frío que no podía hablar. Le llevaban a un burdel para que entrase en calor.

Soldados y mujeres. Así es el mundo. Cualquier otro papel es temporal. Cualquier otro papel es un gesto.

Aquella noche dormimos en la cocina, como concesión al inimaginable frío. Era un frío que ya no se sentía. Cuando el cuerpo tiene que soportar demasiado, se cierra; sigue su camino en silencio por dentro, dejándole a uno aterido y medio muerto. Rodeados de cuerpos helados, de hombres borrachos que dormían las últimas horas de otro año, nos acabamos el vino y el coñac y metimos los pies bajo los sacos de patatas, después de quitarnos las botas y nada más. Oí como la regular respiración de Patrick se iba convirtiendo en un ronquido. Estaba perdido en su mundo de gnomos y de tesoros, seguro siempre de que encontraría algún tesoro, aunque fuese sólo una botella de vino detrás del altar. Tal vez la Virgen María cuidaba de él.

Seguí despierto hasta que las gaviotas empezaron a chillar. Era el día de Año Nuevo de 1805, y yo tenía veinte años.