LIBRO II

22 DE SEPTIEMBRE DE 1771

«LLEGAMOS ayer. El embajador está indispuesto y guardará cama algunos días, si, al menos, fuera un hombre de buen trato, todo marcharía bien. Lo veo, lo veo, la suerte me ha reservado rudas pruebas; pero, ¡ánimo! Un carácter ligero lo soporta todo. ¡Un carácter ligero! Risa me da al ver que esta frase se ha escapado de mi pluma. ¡Ah! si yo fuera algo más superficial, sería el hombre más feliz de la tierra. Pero, ¡quía! Otros, pobres de fuerza y de talento, se pavonean delante de mí con aire de suficiencia, y yo me aburro con mi superioridad y mis conocimientos. Tú, Señor, que me has dado estos bienes, ¿por qué no me negaste la mitad de ellos concediéndome, en cambio, la confianza y satisfacción de mí mismo?

»¡Paciencia, paciencia!, esto cambiará. Sí, amigo mío, confieso que tienes razón: desde que paso todos los días mezclado con la multitud y veo lo que son los demás y cómo proceden estoy mucho más contento de ser como soy. Indudablemente, puesto que nos han hecho así y todo lo comparamos con nosotros mismos, y a nosotros mismos con todo, el bien o el mal está en el objeto que nos sirven para el paralelo, y, por tanto, nada me parece más pernicioso que la soledad.

»Nuestra imaginación, propensa por su naturaleza a exaltarse, alimentada por las fantásticas imágenes de la poesía, se forja una serie de seres, entre los cuales ocupamos el último lugar, y todo nos parece más grande fuera de nosotros, y todas las personas, más perfectas que la nuestra.

»Sin duda, esto es natural; a cada paso vemos que nos faltan muchas cosas, y precisamente lo que nos falta nos parece que otro lo posee; le atribuimos todo cuanto nosotros tenemos, y le encontramos, además, cierto atractivo ideal. Así, pues, este hombre es perfectamente feliz, tal como nosotros le soñamos.

»Al contrario, cuando con toda nuestra debilidad y nuestros esfuerzos proseguimos nuestro trabajo sin distraernos, vemos con frecuencia que, caminando reposadamente y costeando, avanzamos más que otros a fuerza de vela y remo… Y, sin embargo, siempre está contento de sí mismo el que marcha al lado de los demás o logra adelantarse.»

26 DE SEPTIEMBRE DE 1771

«A decir verdad, comienzo a estar aquí bastante bien. Lo mejor de todo es que no me falte trabajo y que esta gente y estas fisonomías de todas clases, nuevas para mí, me entretienen de un modo agradable. He hecho conocimiento con el conde de C., a quien estimo más cada día. Persona de superior inteligencia, revela un alma formada por la amistad y la ternura. Se ha encariñado conmigo con motivo de un asunto cuyo arreglo me encargaron. Desde las primeras frases observó que nos entendíamos y que podía hablarme de diferente modo que a los demás. No encuentro palabras para alabar la franqueza con que me honra, ni hay nada en el mundo que produzca una alegría tan grande y tan verdadera como el hallazgo de un alma privilegiada que nos abre sus puertas.»

24 DE DICIEMBRE DE 1771

«El embajador me hace pasar muy malos ratos, cosa que ya tenía yo prevista. Es el tonto más insoportable de la tierra; caminando paso a paso y siendo meticuloso como una solterona, nunca está satisfecho de sí mismo, ni hay medio de contentarle. Me gusta trabajar de prisa y no retocar lo que escribo: él es capaz de devolverme una minuta diciéndome: “Está bien, pero repasadla; siempre se encuentra alguna expresión mejor, alguna palabra más propia.” Cuando esto pasa, me daría a todos los demonios. No ha de faltar una conjunción; es enemigo mortal de las inversiones gramaticales que a veces se me escapan; no comprende más periodo que el que escribe con la cadencia del ritmo tradicional. Es un suplicio tener que entenderse con semejante hombre.

»Lo único que me consuela es la amistad con el conde de C. Hace algunos días me manifestó con la mayor franqueza que le fastidian soberanamente la lentitud y nimiedad característica de mi embajador. “Esta gente es una polilla para sí misma y para los demás —me decía—; pero hay que sufrirla, como sufre cualquier viajero el estorbo de una montaña. Si ésta no existiera, el camino, indudablemente, sería más fácil y más corto; pero la montaña existe y hay que pasarla.”

»El viejo conoce bien la preferencia que sobre él me da el conde; esto le quema, y aprovecha las ocasiones que se presentan para hablar mal de él en presencia mía. Como es natural, yo le contradigo, y ya tenemos altercado. Ayer, por ejemplo, me cogió por su cuenta, y me sacó por completo de mis casillas. “El conde —decía— conoce bastante bien las cosas del mundo, tiene facilidad para el trabajo y escribe bien; pero, como la mayor parte de los hombres de ingenio, carece de conocimientos profundos.” Después hizo una mueca que podría traducirse por “¿Te alcanza a ti este dardo?”, pero no me produjo ningún efecto. Desprecio a quien piensa y se conduce de este modo, y le respondí con bastante viveza, que el conde merece el mayor respeto, tanto por su carácter como por su instrucción. “No conozco a nadie —añadí— que haya logrado desarrollar mejor talento y aplicarlo a multitud de objetos, conservando, sin embargo, toda la actividad necesaria para la vida común.” Hablar así a este imbécil era hablarle en griego, y me despedí de él para evitar que me revolviese más la bilis diciendo majaderías. Y toda la culpa es de los que me habéis amarrado a este yugo, contándome maravillas de la actividad. ¡Actividad! Remaría voluntariamente diez años más en la galera donde ahora estoy sujeto, si el que no tiene otra ocupación que la de plantar patatas y el que va a vender sus granos a la ciudad no hiciera más que yo. ¿Y la miseria brillante que veo, el fastidio que reina entre esta gente tosca, esta manía de clases en la cual estriba el que acechen y espíen la ocasión de elevarse unos sobre otros, fútiles y menguadas pasiones que se presentan al desnudo? Aquí, por ejemplo, hay una mujer que no habla a nadie de otra cosa que de su nobleza y de sus fincas; de modo que los forasteros dirán para sus adentros: “Ésta es una sandia a quien un poco de nobleza y cuatro terrones le han vuelto el juicio.” Pero no es esto lo peor: la susodicha es simplemente hija de un escribano de estas cercanías. No puedo comprender a la especie humana, cuyas pretensiones orgullosas suelen estar destituidas de todo fundamento. Es verdad, mi querido Guillermo, que cada día me convenzo más de lo estúpido que es querer juzgar a los demás. ¡Tengo tanto que hacer conmigo mismo y con mi corazón, que es tan turbulento! ¡Ah! Dejaría de buen grado seguir a todos su camino, si ellos quisieran también dejarme andar por el mío.

»Lo que más me irrita son las miserables distinciones sociales. Sé, cómo cualquiera, cuán necesaria es la diferencia de clases y conozco sus ventajas, de las que yo mismo me aprovecho; pero no quisiera que viniesen a estorbarme el paso, precisamente cuando podría gozar aún alguna pequeña alegría, alguna apariencia de felicidad. He hecho conocimientos últimamente en el paseo con la señorita B., criatura amable, que, en medio del mundo infatuado en que vive, conserva bastante naturalidad. Nuestra conversación nos fue grata a los dos, y cuando nos separamos le pedí permiso para visitarla. Me lo concedió con tanta franqueza, que apenas pude aguardar la hora conveniente para ir a verla. No es de aquí, y vive con una tía suya. La fisonomía de la vieja me desagradó; yo me mostraba deferente con ella, le dirigía casi siempre la palabra, y en menos de media hora adiviné lo que la sobrina me ha confesado después; esto es, que su querida tía carece, a su edad, de todo: de fortuna y de talento. No tiene más recursos que una larga lista de abuelos, en la que se atrinchera como detrás de un muro, ni más diversiones que la de mirar con altanería a la plebe que pasa por debajo de su balcón. Debe de haber sido hermosa en su juventud y ha pasado su vida en bagatelas: ha sido por sus caprichos el tormento de algunos jóvenes infelices, y después, en su edad madura, aceptó humildemente el yugo de un oficial ya anciano que, por un mediano pasar, sufrió con ella la edad de bronce y murió; pero ahora ella se ve sola en la edad de hierro, y nadie la miraría si su sobrina fuese menos amable.»

8 DE ENERO DE 1772

«¡Qué pobres hombres son los que dedican toda su alma a los cumplimientos y cuya única ambición es ocupar la silla más visible de la mesa! Se entregan con tanto ahínco a estas tonterías que no tienen tiempo para pensar en los asuntos verdaderamente importantes. Una de tantas sandeces me aguó, la semana última, toda una fiesta.

»¡Necios!, no ven que el lugar no significa nada y que el que ocupa el primer puesto hace muy pocas veces el primer papel. ¡Cuántos reyes gobernados por sus ministros! ¿Cuántos ministros por sus secretarios! ¿Y quién es el primero? Yo creo que aquel cuyo ingenio domina al de los demás, de que por su carácter y destreza convierte las fuerzas y las pasiones ajenas en instrumentos de sus deseos.»

20 DE ENERO

«Necesito escribiros, mi querida Carlota, aquí en un rincón de una pobre posada de aldea donde me he refugiado huyendo de una tempestad. Desde que me encuentro en este triste albergue de D., entre personas extrañas, completamente extrañas a mi corazón, ni un instante, ni uno siquiera, he dejado de sentir la imperiosa necesidad de escribiros. Vuestro ha sido mi primer pensamiento en esta cabaña, en esta soledad, en esta prisión, en tanto que la nieve y el granizo golpean contra mi ventana. Desde que entré aquí, ¡oh Carlota!, vuestra imagen y vuestro recuerdo, este recuerdo tan vivo y tan santo, se han apoderado de mí y he creído, ¡Dios mío!, sentir todas las alegrías de nuestra primera entrevista.

»¡Si pudierais verme querida Carlota, en medio del torrente de distracciones que me asedian! Todas mis sensaciones se enervan y se embotan. Ni un solo momento de regocijo para mi corazón, ni el más insignificante solaz para mi alma. Nada, nada: estoy aquí como si asistiera a una función de sombras chinescas. Veo pasar y repasar delante de mí hombrezuelos y caballitos y me pregunto muchas veces si no es esto una ilusión óptica. Yo formo parte de los personajes y desempeño también mi papel: mejor dicho, se me obliga desempeñarlo, se me hace maniobrar como a un autómata. Si cojo la mano del que tengo más cerca, retrocedo con espanto, creyendo que es de madera.

»Por la noche hago proyecto de ir a ver la alborada del siguiente día: amanece y me quedo en la cama. De día acaricio la idea de ver después la luna, y cuando llega la noche, me olvido de ello en mi alcoba. Apenas me explico por qué me levanto y por qué me acuesto.

»El resorte que daba movimiento a mi vida, se ha roto; el encanto que me tenía despierto en las tinieblas de la noche y me desvelaba por las mañanas se ha desvanecido.

»Sólo una criatura he encontrado aquí digna del nombre de mujer: la señorita B. Se parece a mi querida Carlota, si es que alguien puede parecerse a vos. “¡Y qué! —diréis—, ¿ahora venís con galanterías?” Sí, no es esto del todo falso: desde hace algún tiempo soy muy lisonjero… porque no puedo ser otra cosa. Me doy aires de ingenioso, y dicen las damas que nadie podrá hacer un elogio con más delicadeza que yo. Añadid: ni mentir, porque lo uno va siempre unido a lo otro. Os estaba hablando de la señorita B. En el fuego de sus ojos azules se adivina desde luego la energía de su alma. Su posición la mortifica, porque no basta a satisfacer ninguno de los deseos de su corazón. Aspira a alejarse del torbellino social, y soñamos horas enteras con una felicidad pura, en medio del campo. ¡Ah, cuántas veces, Carlota, la he obligado a que os admire!

»¿Obligado? No, su admiración es espontánea. ¡Tiene tanto gusto en oír hablar de Carlota! ¡La quiere tanto! ¡Oh si yo estuviese sentado a vuestros pies en aquel gabinetito seductor y tranquilo, con los niños retozando a nuestro derredor! Cuando os molestase el ruido que hicieran, yo los agruparía y obligaría a guardar silencio, refiriéndoles algún cuento pavoroso. El sol declina majestuosamente detrás de las colinas cubiertas de deslumbradora nieve; la tempestad ha pasado, y yo… es preciso que me vuelva a mi jaula. ¡Adiós! ¿Está Alberto a vuestro lado? ¿Qué digo? Dios me perdone esta pregunta.»

8 DE FEBRERO

«Hace una semana que el tiempo no puede ser peor, y me alegro de ello, porque desde que estoy aquí no he logrado ver un día bueno sin que algún cócora me lo estropee o me lo robe. Al menos, cuando llueve de firme, cuando nieva, cuando hiela o deshiela, me digo a mí mismo: “Mejor estoy en casa, que fuera.” Pero si amanece con sol, si todo pronostica un buen día, nunca dejo de exclamar: “He aquí un favor del cielo, que podemos usurparnos unos a otros.” No hay nada que los hombres no se quiten sin escrúpulos: salud, reputación, alegría, reposo. Por supuesto, casi siempre con la sonrisa en la boca, y, según ellos dicen, con las mejores intenciones. Algunas veces quisiera suplicarles que no se desgarrasen tan despiadadamente las entrañas.»

17 DE FEBRERO

«Sospecho que no podré continuar mucho tiempo al lado del embajador.

»Este hombre es completamente insoportable. Tiene una manera tan ridícula de trabajar, que no puedo menos de altercar con él y de obrar con frecuencia a mi capricho y a mi modo, cosa que, como es natural, jamás le deja contento. Últimamente se ha quejado a la corte, y el ministro me ha reprendido; con mucha blandura, por cierto, pero ello es que me ha reprendido, y ya tenía propósito de presentar mi dimisión, cuando ha llegado a mis manos una carta particular que me envía…6, la carta que me ha hecho arrodillarme para adorar su espíritu noble, sabio y elevado. ¡Cómo elogia el espontáneo y juvenil ardor de mis exaltadas ideas de actividad, de influir en los demás y de energía en los negocios; buscando, sin destruir esas ideas, el medio de moderarlas y conducirlas al punto en que pueden encontrar su verdadero desarrollo y producir su efecto! Ya me tienes animado por ocho días y reconciliado conmigo mismo. ¡Qué hermosa es la paz del alma, y qué triste, amigo mío, que semejante joya tenga tanto de frágil como de bello y singular!»

20 DE FEBRERO

«Dios os bendiga, amigos míos, y os dé todos los días felices que a mí me niega. Alberto, te agradezco que me hayas engañado. Aguardaba la noticia del día de vuestra boda, porque ese día tenía resuelto descolgar solemnemente de la pared el retrato de Carlota, y enterrarlo entre mis papeles. ¡Ya estáis casados y todavía tengo aquí su retrato! Aquí permanecerá. ¿Por qué no? Sé que también estoy con vosotros: sé que, sin perjuicio tuyo, tengo un lugar en el corazón de Carlota. Sí; ocupo en él el segundo puesto, y quiero y debo conservarlo. ¡Oh! Me volvería loco si ella pudiese olvidar… Alberto, dentro de esta idea se encierra el infierno, adiós. Adiós, Carlota; adiós ángel del cielo.»

15 DE MARZO

«He sufrido una mortificación que me echará de aquí: estoy furioso. Lo dicho: esto es un hecho, y vosotros tenéis la culpa de todo; vosotros, que me habéis soliviantado, atormentado, obligado a tomar un destino que yo no quería. Nos hemos lucido. Y con el fin de que no me digas que lo echo todo a perder con mis ideas exageradas, voy, mi querido amigo, a exponerte lo sucedido, con la sencillez y exactitud de un cronista.

»El conde de C. me aprecia y me distingue, ya lo sabes, porque te lo he dicho cien veces. Ayer comí en su casa. Justamente era uno de los días en por las tardes tiene tertulia, a la que concurren las damas y caballeros más distinguidos. Yo no había pensado semejante cosa, y jamás pude figurarme que nosotros, los menos encopetados, sobrábamos allí. Adelante. Comí, y después de comer estuve paseándome y charlando con el conde en el gran salón. Llegó el coronel B. que terció en nuestras pláticas, y por fin, insensiblemente sonó la hora de la tertulia. ¡Bien sabe Dios que no pensaba en ello! Entró la nobilísima señora de S. con su marido y la pava de su hija, que tiene el pecho como una tabla y un talle que no es talle. Pasaron por delante de mí con el aire desdeñoso que los caracteriza. No inspirándome la gente de este linaje otra cosa que una antipatía profunda, resolví retirarme, y aguardaba sólo a que el conde se viese libre de su fastidiosa palabrería, cuando entró la señorita B. Como siempre que la veo se impresiona un poco mi corazón, me quedé, y fui a colocarme detrás de su asiento. Llegué a observar que me hablaba con menos franqueza que la acostumbrada y con algún embarazo. Esto me sorprendió. “¿Es ella como todas estas gentes?”, me pregunté a mí mismo. Estaba picado y quería retirarme; sin embargo, me quedaba, esperando con alguna frase que me dirigiera llegaría a convencerme de que mi pregunta era injusta. Entre tanto, el salón se llenó. El barón F., que llevaba encima todo un guardarropa del tiempo en que se coronó a Francisco I7; el consejero áulico R., que se anuncia haciéndose llamar su excelencia con su mujer, que es sorda, etcétera. No debo pasar por alto a J., el desaliñado, que tapa los agujeros de su traje gótico con retales del día. Estas y otras personas fueron entrando, mientras yo hablaba con algunas conocidas mías, que me parecieron muy lacónicas. Pensando y ocupándome exclusivamente de B., no advertí que las señoras cuchicheaban en un extremo del salón, y que algo extraordinario sucedía entre los caballeros; no advertí que la señora de S. hablaba aparte con el conde (Todo esto me lo ha dicho después la señorita B.) Por último, el conde se acercó a mí, y me llevó al hueco de una ventana. “Ya conocéis —me dijo— nuestras costumbres extravagantes. He observado que la tertulia en masa está descontenta de veros aquí, y aunque yo no querría por todo el mundo…” “Dispensadme, señor —exclamé, interrumpiéndole—. Debía haber caído en ello, lo sé, y sé también que me perdonaréis esta irreflexión —dije al mismo tiempo que le hacía una reverencia—. Yo ya había pensado retirarme, y no sé qué espíritu me lo ha detenido.”

»El conde me apretó la mano de un modo que daba a entender cuanto podía decir. Me escurrí pausadamente y, fuera ya de la augusta asamblea, subí a mi birlocho y fui a M., para ver desde la colina la puesta del sol, leyendo el magnífico canto en que refiere Homero cómo Ulises fue hospedado por uno que guardaba puercos. Hasta aquí todo iba bien.

»Ya de noche, volví a mi posada para cenar. Sólo encontré algunas personas que jugaban a los dados en el comedor, en un ángulo de la mesa, para lo cual habían levantado un poco los manteles. Entró el apreciable A. y dejó su sombrero, mirándome al mismo tiempo; se vino hacia mí y me dijo en voz baja:

»“¿Conque has tenido un disgusto?” “¿Yo?” “El conde te ha echado de su tertulia.” “¡Cargue el diablo con ella! Me salí para respirar un aire más puro.” “Me alegro de que no des importancia a lo que no la tiene; solamente siento que la cosa se haya hecho pública.” Esto dio margen a que se desertase en mí el enojo. Conforme iba llegando la gente para sentarse a la mesa, me miraban, y yo decía para mi sayo: “Te miran por lo de la reunión.” Y esto me quemaba la sangre.

»Y como ahora, donde quiera que me presento, oigo decir que los que me envidian baten palmas, que me citan como un ejemplo de lo que sucede a los presuntuosos que se creen autorizados para prescindir de todas las consideraciones porque están dotados de algún ingenio, y oigo, además, otras majaderías semejantes, de buena gana me clavaría un cuchillo en el corazón. Digan lo que digan de los caracteres despreocupados, yo querría saber quién es el que puede sufrir que tanto bellaco murmure de él de este modo. Sólo cuando carece de fundamento la murmuración es fácil depreciar a los murmuradores.»

16 DE MARZO

«Todo conspira contra mí. Hoy he encontrado en el paseo a la señorita B. Me he visto obligado a acercarme y, apenas nos hemos alejado un poco de los demás, le he dado mil quejas por lo que anteayer me ocurrió con ella. “¡Oh Werther! —me dijo con la mayor ternura—. ¿Cómo interpretáis tan mal aquella turbación mía, vos que me conocéis tan bien? ¡Cuánto he sufrido por vos, desde el instante en que os vi en el salón! Todo lo adiviné; cien veces estuve a punto de decíroslo. Sabía que las señoras de S. y de T. se alejarían con sus maridos antes que permanecer en vuestra compañía; sabía que el conde no se atrevería romper con ellos…, ¡y ahora vos me pedís cuenta!” “¡Cómo, señorita!”, dije, ocultando mi turbación y sintiendo que algo como agua hirviendo corría por mis venas, a la par que recordaba todo lo que me había dicho A. al entrar en casa. “¡Cuánto me ha costado ya todo esto!”, exclamó aquella hermosa criatura con los ojos llenos de lágrimas. Dejé de ser dueño de mí mismo, y faltó poco para que me arrojase a sus pies. “Explicaos”, le dije. Sus lágrimas rodaron; yo estaba fuera de mí. Se enjugó el llanto sin cuidarse de ocultármelo.

»“Mi tía —prosiguió—, a quien ya conocéis, se hallaba presente. ¡Contenta se puso de veros a mi lado! Werther, ayer tarde y esta mañana he tenido que sufrir un sermón por ser amiga vuestra, y me he visto obligada a oír que os insultaban, que os humillaban, sin poder defenderos y sin atreverme a defenderos más que a medias.”

»Cada palabra que profería era una espada que atravesaba mi corazón. Sin comprender el bien que me hubiera hecho ocultándome todas estas cosas continuó refiriendo lo que aún dirían de mí, y quiénes se gozarían en el triunfo, celebrándolo y haciendo saber que se ha castigado mi orgullo y mi desprecio hacia los demás, cosas que hace tiempo vienen echándome en cara.

»¡Y oír todo esto de su boca, Guillermo; oírselo a ella, cuyo afecto para mí es verdadero y profundo! Quedé anonadado, y todavía fermenta la cólera en mi pecho. Quisiera que alguno de ellos tuviera el valor de pronunciar una sola palabra delante de mí, para atravesarle de parte a parte con mi espada. Me sosegaría si viese correr la sangre. ¡Ah! más de cien veces he cogido un cuchillo para acabar con la asfixia que me ahoga. Se habla de una noble raza de caballos que, cuando están enardecidos y cansados con exceso, se abren por instinto una vena para respirar con más libertad. Muchas veces me encuentro en este caso; querría abrirme una vena que me proporcionase la libertad eterna.»

24 DE MARZO

«He pedido mi cesantía con esperanzas de obtenerla y sé que me perdonarás el que lo haya hecho sin consultarte. Necesito salir de aquí, y sé todo lo que pudieras decirme para evitarlo; así, pues, di a mi madre lo que ocurre, de modo que no ponga el grito en el cielo. Es preciso que lleve con paciencia el que no la satisfaga quien ni a sí mismo logro satisfacerse.

»No dudo que esto le causará mucha pena. ¡Ver que su hijo se detiene de pronto en la brillante carrera que le llevaba en línea recta a los puestos de consejero y embajador! ¡Ver que se desvía del camino!… Haz todas las objeciones que se te ocurran y cuantas combinaciones conduzcan a demostrar en qué casos podía y debía continuar aquí; he decidido irme, y me voy. Para que sepas adónde te diré que mi compañía es muy grata al príncipe de…, y que, cuando ha tenido noticia de mi determinación, me ha pedido que le acompañe a sus estados para pasar con él la primavera. Me ha prometido que tendré libertad absoluta; y como estamos de acuerdo casi en todo, voy a correr el albur y marcharme con él.»

POST SCRIPTUM, 19 DE ABRIL

«Te agradezco tus cartas. No las he contestado porque para enviarte ésta esperaba a recibir el cese de la corte, temía que mi madre influyera con el ministro y diese al traste con mis planes; pero ya está todo arreglado puesto que ha sido aceptada mi dimisión. No te diré la repugnancia con que han accedido a mis deseos ni lo que me escribe el ministro, porque aumentarían vuestras lamentaciones. El príncipe heredero me ha dado una gratificación, veinticuatro ducados, diciéndome palabras que me han enternecido hasta el punto de hacerme llorar. No necesito, pues, el dinero que últimamente había pedido a mi madre.»

5 DE MAYO

«Salgo mañana, y como sólo dista seis millas del camino el lugar donde nací, quiero volver a verlo y recordar los antiguos días de mi infancia, que pasaron como un sueño.

»Quiero entrar por la misma puerta por donde salí con mi madre cuando, después de quedarse viuda, abandonó esta querida y sosegada aldea para encerrarse en esa horrible ciudad. Adiós, Guillermo; ya tendrás noticias de mi viaje.»

9 DE MAYO

«He visitado el pueblo donde nací, con toda la devoción de un peregrino, impresionándome una porción de sentimientos inesperados. Hice detener el coche cerca del gran tilo que hay a un cuarto de legua de la población, a la parte sur; me apeé y mandé al cochero que fuese delante, con objeto de seguir yo a pie y saborear todos los recuerdos con toda viveza y plenitud de la novedad. Me detuve bajo el tilo que en mi infancia había sido objeto y término de mis paseos. ¡Qué diferencia! Entonces con una dichosa ignorancia me lanzaba impetuosamente hacia ese mundo desconocido en que esperaba hallar para mi corazón todo el alimento, todas las venturas que debían colmar y satisfacer la efervescencia de mis deseos. Ahora vuelvo ya de ese vasto mundo, y ¡oh amigo mío, cuántas esperanzas perdidas, cuántos planes destruidos! Aquí están delante de mí las montañas que mil veces contemplé como el único muro que se oponía a mis deseos. Entonces podía quedarme en estos sitios horas enteras, pensando en escalar esas alturas, llevando mi pensamiento al fondo de los valles y de las alamedas que divisaba entre las tintas suaves del crepúsculo; y cuando llegaba el momento de volver a mi casa, yo abandonaba este paraje querido con indecible pena. Al acercarme al pueblo, he saludado todos los viejos pabellones de los jardines. Los nuevos me desagradan, como todos los cambios que he observado. Pasé la puerta que da entrada a la población, y entonces sí que me encontré dentro de mis recuerdos. Amigo mío, no quiero detenerme en detalles, la relación sería tan pesada como grande ha sido el placer que he experimentado. Pensaba alojarme en la plaza, precisamente al lado de nuestra antigua casa. Observé al paso que la escuela, donde una buena vieja nos reunía cuando niños, se había convertido en una abacería. Me acordé de la inquietud, de los temores, los apuros y las aflicciones que yo había sufrido en aquella especie de agujero. No daba un paso que no me obligara a entusiasmarme. No encuentra un peregrino en tierra santa tantos lugares consagrados por religiosos recuerdos, y dudo que su alma experimente tan puras emociones. Bajé por la orilla del río adelante hasta una alquería adonde iba yo en otro tiempo muy a menudo: es un paraje reducido, donde los muchachos nos divertíamos en tirar piedras a la superficie del agua para ver quién las hacia singlar mejor. Recordé vivamente que me detenía algunas veces a ver correr el agua, formándome las ideas más maravillosas de su curso; recordé las caprichosas pinturas que me hacía de los países adonde aquella corriente debía ir a parar; recordé que pronto encontraba mi imaginación los límites de esos países, y que, sin embargo, yo iba más lejos, y acababa por perderme en la contemplación de un paisaje lejano y vagoroso. Amigo mío, de este modo con esta felicidad, vivieron los venerables padres del género humano; tan infantiles fueron sus impresiones y su poesía. Cuando Ulises habla de la mar inmensa y de la tierra, su lenguaje es verdadero, humano, íntimo, sorprendente y misterioso. ¿De qué me sirve poder repetir con todos los colegas que la Tierra es redonda? ¡La Tierra! Sólo necesita el hombre algunas palabras para tener ocupación toda su vida, y menos todavía para volver a esta tierra de donde salió.

»Estoy ahora en la casa de campo del príncipe. Se vive muy bien con este hombre: es la verdad y la sencillez personificada, pero está rodeado de gente singular que no acabo de comprender. Sin tener el aspecto de unos bribones, les falta el talento de los hombres de bien. Algunas veces me parecen muy respetables, y, sin embargo, no llego a fiarme de ellos. Me molesta que el príncipe hable con frecuencia de cosas que ha oído decir o que ha leído, copiando siempre servilmente lo que lee y lo oye. Añade a esto, que tiene en más mi talento que mi corazón, este corazón, única cosa de que estoy orgulloso, única fuente de toda fuerza, de toda felicidad y de todo infortunio. ¡Ah! Lo que yo sé, cualquiera lo puede saber; pero mi corazón lo tengo yo sólo.»

25 DE MAYO

«Tenía un proyecto del que pensaba hablarte cuando se hubiera realizado; ahora veo que no resultará nada, y voy a darte cuenta de mi secreto: quería entrar en el ejército. Mucho tiempo he acariciado esta idea, causa la más poderosa de cuantas me movieron a seguir al príncipe, que es general de las fuerzas de… Paseando juntos le he descubierto mi designio; pero me ha disuadido, y sólo hubiera dejado de ceder a sus razones si fuera en mí una verdadera vocación lo que no pasa de simple capricho.»

11 DE JUNIO

«Di lo que quieras; pero necesito irme de aquí, donde no hago otra cosa que fastidiarme. El príncipe no puede ser para mi mejor de lo que es; sin embargo, no estoy contento a su lado, y consiste en que en el fondo no hay nada semejante entre los dos. Es un hombre de talento, pero de talento vulgar. Su conversación no me causa mayor placer que una obra bien escrita. Permaneceré aún ocho días aquí: cuando hayan pasado volveré a vagabundear. Lo mejor que he hecho desde que vine, ha sido dedicarme al dibujo. El príncipe no es extraño al arte y aún lo sería menos si no estuviese forrado de fastidiosas fórmulas científicas y de una hueca terminología. Más de una vez, arrastrándome mi loca imaginación por los caminos del arte y de la naturaleza, me muerdo los labios al ver que, convencido de que pone una pica en Flandes, me interrumpe a tontas y a locas para encajar en la conversación algún término técnico.»

16 DE JULIO

«Sí; yo no soy otra cosa que un viajero, un peregrino en el mundo. ¿Y tú? ¿Eres algo más?»

18 DE JULIO

«¿Adónde quiero ir? Te lo diré en confianza. Tengo precisión de permanecer aquí otros quince días. Después, me he dicho a mí mismo que deseo visitar las minas de…; pero, en el fondo, no hay nada de esto: lo que quiero únicamente es aproximarme a Carlota. Esto es todo. Me río de mi corazón, y hago todo lo que me manda.»

29 DE JULIO

«¡Bien! ¡Muy bien! Todo marcha a maravilla. ¡Yo! ¡Su marido! ¡Oh Dios! Si tú, que me has dado la vida, me hubieses reservado semejante felicidad, mi existencia hubiera sido una adoración continua. No quiero quejarme contra ti; perdóname estas lágrimas, perdona mis inútiles deseos. ¡Ella, mi mujer! ¿Si hubiera estrechado entre mis brazos a la criatura más amable que hay bajo el cielo! Guillermo, cuando Alberto abraza su talle esbelto, tiemblo de pies a cabeza.

»¿Me atreveré a decirlo? ¿Y por qué no? Carlota hubiera sido conmigo más feliz que con él. No; no es éste el hombre que puede satisfacer todos los deseos de este ángel. Cierta falta de sensibilidad, cierta falta de… (traduce esto como te parezca). Yo veo que sus almas no simpatizan; lo veo cuando, leyendo uno de nuestros libros favoritos, laten al unísono el corazón de Carlota y el mío, y lo veo en otras mil ocasiones en que revelamos los sentimientos que nos producen las acciones ajenas. ¡Oh Guillermo! ¿Es verdad que él la ama con toda su alma…, y que, así y todo, no merece el amor de ella?

»Un importuno ha venido a interrumpirme. Mis lágrimas se han secado, mi melancolía ha desaparecido. Adiós, querido amigo.»

4 DE AGOSTO

«No soy el único que se queja. Todos los hombres ven burladas sus esperanzas y son engañados en lo que desean. Acabo de visitar a la buena mujer de los tilos: el mayor de los muchachos ha corrido a mi encuentro. Sus gritos de alegría han anunciado mi llegada a la madre, que está muy abatida. Sus primeras palabras han sido: “¡Ay, mi buen señor! Mi Juan ha muerto”. Juan era el menor de los niños. Yo guardé silencio. “Mi marido —añadió— ha vuelto de Suiza con las manos en la cabeza a no ser por algunas buenas almas, se hubiera visto obligado a venir pidiendo limosna.” No se me ocurrió decirle nada; pero hice un regalillo a su hijo. Ella me rogó que aceptase unas manzanas, las tomé y me alejé de aquel sitio de tan triste memoria.»

21 DE AGOSTO

«He cambiado por completo en un abrir y cerrar de ojos. Aunque todavía algunas veces se ilumina mi vida con la claridad de una luz suave, no es, ¡ay!, más que por un solo instante. Cuando me entrego a mis ensueños, no consigo desechar este pensamiento. “Pues qué, si Alberto muriese, ¿no podrías tú ser…, no podría ser ella…?” Y así continúo corriendo tras esta vaga sombra, hasta que me conduce al borde del abismo, donde me detengo con espanto.

»¡Qué diferente me parece todo, cuando salgo de la ciudad por el camino que recorrí en coche el día que, para llevarla al baile, fui por Carlota la primera vez! Todo ha cambiado, todo ha desaparecido. Ni una señal en la naturaleza, ni un latido en mi corazón que recuerde aquel día. Soy como la sombra de un príncipe opulento que volviese al palacio edificado y decorado con todo lujo y magnificencia por él en otra época, para encontrar arruinadas las espléndidas maravillas que legó a un hijo queridísimo.»

3 DE SEPTIEMBRE

«Hay ocasiones en que no comprendo cómo puede amar a otro hombre, cómo se atreve a amar a otro hombre, cuando yo la amo con un amor tan perfecto, tan profundo, tan inmenso; cuando no conozco más que a ella, ni veo más que a ella, ni pienso más que en ella.»

4 DE SEPTIEMBRE

«Sí, así es. Al mismo tiempo que la naturaleza anuncia la proximidad del otoño, siento el otoño dentro de mí y en torno mío. Mis hojas amarillean, y las de los árboles vecinos se han caído ya. ¿He vuelto a hablarte de un joven aldeano que conocí cuando vino por primera vez a estos parajes? He pedido en Wahlheim noticias suyas, y me han dicho que, habiéndole echado de la casa donde servía, nadie ha vuelto a saber de él. Ayer le encontré, por casualidad, camino de otra aldea; le dirigí la palabra, y me ha contado su historia, que me ha impresionado mucho como comprenderás fácilmente cuando a mi vez te la refiera. Pero ¿a qué conducen estos pormenores? ¿No debía yo guardar para mí lo que me aflige y me angustia? ¿Por qué he de afligirte también? ¿Por qué he de darte sin cesar ocasión para que te quejes y me riñas? ¡Bah!, acaso no es mía la culpa, sino de mi estrella.

»Este hombre respondió a mis primeras preguntas con sombría tristeza, en la que me pareció ver alguna confusión; pero en breve, como si cayera en la cuenta de con quién hablaba, y me reconociese, me confesó con franqueza sus faltas y deploró su desdicha. ¡Que no pueda yo, amigo mío, recordar una por una sus palabras! Confesaba, refería (experimentando, al hacer memoria de ello, una especie de alegría y de placer) que su amor hacia su ama fue aumentando cada vez más hasta el punto de no saber lo que hacía ni, hablándote en su lenguaje, dónde tenía la cabeza. No podía beber, comer ni dormir; esto le martirizaba, y hacía lo que no debía hacer y olvidaba lo que le habían mandado, parecía que tenía los demonios en el cuerpo, y por último, un día que ella estaba en una habitación de un piso alto, lo supo él y la siguió, o más bien se sintió arrastrado en pos de ella. Rogó inútilmente y pretendió hacer uso de la fuerza. Ignoraba cómo pudo llegar a tal extremo y ponía a Dios por testigo de que siempre había pensado en ella con toda pureza y de que su más vehemente deseo había sido casarse para pasar la vida a su lado. Después de platicar un rato de este modo, titubeó, como aquel a quien aún le falta algo que decir y que no se atreve a continuar. Al cabo me confesó tímidamente que ella le solía tolerar ciertas confianzas y le había concedido algunos ligeros favores. Cortó dos o tres veces el relato para repetirme que no decía esto “por despreciarla”; que la quería tanto como antes; que jamás había hablado con nadie de estas cosas, y que sólo me las refería para que me convenciese de que él no era un malvado ni un insensato. Y ahora, amigo mío, vuelvo a mi eterno estribillo: ¡si yo pudiera pintarte a este muchacho tal como estaba, tal como todavía le ven mis ojos; si yo pudiera decirte perfectamente todo para que comprendieses cómo me interesa, cómo debo interesarme por él! Basta; conoces lo que me pasa, me conoces y sabes demasiado bien cuánto me interesan todos los desdichados, y, sobre todos, este de que te hablo.

»Leo lo escrito, y observo que se me olvidaba referirte el fin de la historia, que se adivina fácilmente. La viuda se defendió, llegó su hermano, que hacía mucho tiempo odiaba al criado y deseaba echarle de la casa, por temor de que un nuevo matrimonio de la hermana privase a sus hijos de una herencia que esperaban fundadamente, puesto que aquélla no tenía sucesión directa; este hermano plantó al criado en la calle, y armó tan completo escándalo sobre lo ocurrido, que aunque la viuda hubiera deseado recibir de nuevo al muchacho, no se hubiera atrevido a ello. Dicen que también ahora está que trina el hermano con otro criado que tiene la consabida, respecto al cual aseguran que se casará con ella, cosa que el antiguo está firmemente resuelto a no sufrir mientras aliente.

»No he exagerado ni embellecido esta historia; hasta puedo decir que la he contado débil, debilísimamente, y que ha perdido mucho de su sencillez, porque la he encerrado en el molde de nuestro lenguaje usual y circunspecto.

»Esta pasión, que encarna tanto amor y tanta fidelidad, no es una ficción poética; vive, centellea con toda su pureza en estos hombres que apellidamos incultos y groseros nosotros, gente civilizada hasta el punto de no ser ya nada.

»Lee esta historia con recogimiento, te lo suplico. Yo, escribiéndote hoy estas cosas estoy sosegado, ya lo ves: ni me precipito ni me embrollo, como acostumbro. Lee, querido Guillermo, y piensa bien que ésta es, además, la historia de tu amigo. Sí, esto es lo que me ha sucedido, esto es lo que me sucederá a mí, que no tengo la mitad del valor y la resolución de este pobre diablo, con el cual apenas me atrevo a compararme.»

5 DE SEPTIEMBRE

«Carlota escribió una nota a su marido, que estaba en el campo, donde le retenían los negocios. La esquela comenzaba así: “Querido, queridísimo amigo: vuelve lo más pronto que puedas; te espero impaciente…” Uno que llegó trajo la noticia de que algunas ocupaciones impedirían a Alberto regresar tan pronto. La carta quedó sin concluir sobre la mesa, y por la noche vino a dar en mis manos. La leí y sonreí: Carlota me preguntó la causa. “La imaginación es una cosa divina —exclamé—, por un momento me había figurado que este escrito era para mí.” No contestó nada; creo que le disgustó mi ocurrencia. Yo guardé silencio.»

6 DE SEPTIEMBRE

«Mucho me ha costado resolverme a dejar el frac azul que llevaba cuando bailé con Carlota por primera vez; pero ya estaba inservible.

»Me he encargado otro idéntico, con cuello y vuelos iguales, y una chupa y unos calzones amarillos como los que tenía. Bien conozco que no es lo mismo llevar uno que otro; sin embargo…, ¿quién sabe? Me figuro que, con el tiempo, le tocará al nuevo su turno, y será el preferido.»

12 DE SEPTIEMBRE

«Habiendo ido Carlota a ver a Alberto, ha estado ausente algunos días. Hoy, al entrar en su habitación, salió a mi encuentro y le besé la mano con indecible júbilo.

»Sobre un espejo había un canario que voló a sus hombros. Cogiéndole entre sus dedos, me dijo: “Es un nuevo amigo que destino a mis niños. Es muy bonito; miradle. Cuando le doy pan, divierte ver cómo agita las alas y picotea. También me besa; vedlo:” acercó su boca al pajarillo, y éste se plegó tan amorosamente contra sus dulces labios, como si comprendiese la felicidad que gozaba.

»“Quiero que también os dé un beso”, dijo ella, acercando el pájaro a mi boca. Este trasladó su piquito desde los labios de Carlota a los míos, y sus picotazos eran como un soplo de celestial felicidad.

»“Sus besos —dijo— no son completamente desinteresados; busca comida, y cuando no la encuentra en las caricias que le hacen, se retira descontento” “También come en mi boca.”, exclamó Carlota, presentándole algunas migajas de pan en sus labios entreabiertos, sobre los cuales sonreían con voluptuosidad el placer y el éxtasis de un amor correspondiente.

»Volví la cabeza. Ella no debía hacer lo que hacía, ella no debía inflamar mi imaginación con estos transportes candorosos de alegría purísima, ni despertar mi corazón del sueño en que le arrulla la indiferencia que siento por la vida. ¿Y por qué no? Es que se fía de mí, es que sabe de qué modo la amo.»

15 DE SEPTIEMBRE

«En verdad, Guillermo, que hay para darse al diablo cuando se ven personas tan desprovistas de razón y de sentimientos, que desconocen cuanto tiene valor en este mundo. Tú recordarás aquellos nogales del presbiterio, a cuya sombra me sentaba yo con Carlota. ¡Cuánto me alegraba el corazón la vista de tan magníficos árboles y cómo embellecían el patio! ¡Cuánta frescura había en su sombra y cuánta majestad en su follaje! Eran recuerdos vivos de los respectivos párrocos que, en un tiempo ya remoto, los habían plantado. El maestro de escuela nos ha citado muchas veces el nombre de uno de éstos, llevaba el mismo de su abuelo, y parece que era una persona dignísima. Por eso, cuando me sentaba debajo de aquellos nogales, en este recuerdo había algo querido y sagrado para mí. Ayer deplorábamos que los hayan cortado: el maestro de escuela lloraba. ¡Cortado! Tengo tal indignación que sería capaz de matar al miserable que les dio el primer hachazo.

»Si yo fuera dueño de dos árboles semejantes, me bastaría ver a uno secarse de viejo para desesperarme. Juzga por esto lo que me afecta el sacrilegio cometido. ¿De qué sirve la conciencia a los hombres? Todo el pueblo murmura, y la mujer del cura actual comprenderá la herida que ha abierto en los instintos de los buenos aldeanos, cuando recoja la manteca, los huevos y los demás tributos voluntarios. Porque ella, la esposa del nuevo párroco (el que yo conocí ha muerto también) es la autora; ella, criatura flacucha y enclenque, que hace muy bien en no interesarse por nadie en el mundo, porque nadie comete la sandez de interesarse por ella, marisabidilla que se atreve a disertar sobre los cánones de la iglesia y a trabajar para la reforma crítico-moral del cristianismo, encogiéndose de hombros ante las ideas de Lavater, mujer, en fin, cuya salud raquítica no resiste la más inocente diversión. Sólo un bicho así hubiera sido capaz de cortar los nogales. ¿Comprendes que las hojas que se caían, sobre ensuciar el patio de esta señora, lo llenasen de humedad? Además, las ramas quitaban la luz, y cuando maduraban las nueces los chiquillos se entretenían en derribarlas a pedradas, lo cual alborotaba los nervios de la pobrecita, robándole el sosiego en sus profundas meditaciones, cuando acaso comparaba y pesaba juntos a Kennikot, Semler y Michaelis. Al avistarme con la gente de la aldea, después de tan importante descubrimiento, pregunté, sobre todo a los viejos, por qué lo habían consentido.

»“¿Y qué creéis? —me respondieron—, cuando el alcalde manda una cosa, ¿quién ha de oponerse?” Hay, sin embargo, en este asunto un lado cómico. El alcalde y el cura (porque éste pensaba sacar algún provecho del disparate cometido por su mujer, que con frecuencia le quema la sangre) el alcalde y el cura, digo, pensaban repartirse el fruto de los árboles cortados; pero el administrador de rentas lo supo y dio con el plan en tierra, haciendo valer antiguos derechos sobre el patio del presbiterio donde habían estado los nogales, que fueron vendidos en pública subasta. En resumen, ya no hay nogales… ¡Oh, si yo fuera príncipe, ya les diría a la mujer del cura, al alcalde y al administrador…! ¡Príncipe!… ¡Ah!, si yo fuera príncipe ¿qué me importarían los árboles de mi país?»

10 DE OCTUBRE

«Me basta ver sus ojos negros para ser feliz. Lo que me apena es que Alberto no parece tan dichoso como él esperaba y como él mismo creía. ¡Ah! si yo… No me gusta emplear reticencias; pero no puedo expresarme de otro modo…, y me parece que me explico con bastante claridad.»

12 DE OCTUBRE

«Ossián ha desbancado a Homero en mi espíritu. ¡A qué mundo nos transportan los sublimes cantos de aquel poeta! ¡Vagar por los matorrales, aspirar el aire de fuego que columpia en las nubes las sombras del firmamento a los pálidos rayos de la luna, oír quejarse en la montaña la voz de trueno del torrente de la selva, y los gemidos de las plantas medio abrasadas por el viento, confundiéndose quejas y gemidos con los suspiros de la joven que agoniza al pie de cuatro piedras cubiertas de musgo, bajo las cuales reposa el héroe glorioso que fue su amante! ¡Oh!, cuando en aquel desierto contemplo al bardo encanecido por los años, que busca las huellas de sus padres y sólo encuentra sus sepulcros, mientras, sollozando, vuelve la vista hacia la estrella de la tarde, medio escondida entre el oleaje de una mar tempestuosa; cuando veo que renace el pasado en el alma del héroe, que como en los tiempos en que la misma estrella irradiaba sobre los bravos guerreros exploradores, o la luna ayudaba con su propia claridad al regreso de sus naves victoriosas, cuando leo en su frente un profundo dolor, y le veo solo en el mundo caminando trémulo hacia la tumba, saboreando una suprema y dolorosa alegría en la aparición de los fantasmas inmóviles de sus padres; cuando le oigo gritar, fijos los ojos en la tierra seca y en la hierba doblada por el viento: “El viajero vendrá; vendrá el que me ha conocido en mi esplendor, y preguntará dónde está el bardo, preguntará qué ha sido del hijo de Finga. ¡Y su pie hollará mi tumba mientras su voz llamará en vano!…” Entonces, amigo mío, quisiera, como leal escudero, sacar la espada, y con ella librar a mi príncipe de las angustias de una vida que es una muerte lenta, hiriéndome después a mí mismo para enviar mi alma en pos de la del héroe libertado.»

19 DE OCTUBRE

«¡Ay de mí! Este vacío, este horrible vacío que siente mi alma… Muchas veces me digo: “Si pudiera un momento, uno solo estrecharla contra mi corazón, todo este vacío se llenaría.”»

26 DE OCTUBRE

«Sí, amigo mío, cada día estoy más convencido de que la vida de una criatura vale bien poco. Ayer estuvo a ver a Carlota una amiga suya. Entré en una pieza inmediata y cogí un libro para distraerme; pero no tenía la cabeza bastante despejada para fijarme en la lectura. Oí que hablaban en voz baja. Charlaron de cosas indiferentes, de las novedades que ocurrían en el pueblo, de que tal persona se había casado y tal otra se hallaba enferma, muy enferma. “Tiene una tos seca —dijo la amiga—, las mejillas hundidas, la cara más larga. No daría yo un ochavo por su vida.” “M. N. —dijo Carlota— está también bastante echado a perder.” “Es verdad —repitió la otra—; tiene el cuerpo hinchado de una manera que asusta.”

»Así platicaban tranquilamente, mientras yo me transportaba con la imaginación al lado de estos desdichados y veía con cuánta ansiedad sentían escapárseles la vida, y cómo se asían a la más débil esperanza. Después de todo, Guillermo, estas jóvenes hablaban del asunto como habla todo el mundo cuando se trata de la muerte de un extraño. Yo paseando mi vista en torno mío, viendo echados acá y allá los vestidos de Carlota, y los papeles de Alberto sobre estos muebles que han llegado a serme familiares hasta el punto de notar la menor alteración, me decía a mí mismo: “Puede asegurarse que en esta casa eres todo para todos; tus amigos te honran, tú contribuyes a su alegría, y parece que no podríais vivir los unos sin los otros. No obstante, si tú te alejases de su lado, sentirían… ¿cuánto tiempo sentirían el vacío que tu pérdida dejaría en sus existencias?” ¡Ah!, el hombre es tan versátil por naturaleza, que, aun donde tenga seguridad de ser apreciado en algo, aun allí donde pueda dejar un recuerdo profundo de su existencia o de su paso en la memoria y en el alma de los que le son queridos, aun allí debe extinguirse y desaparecer; y esto, ¡ay!, demasiado pronto.»

27 DE OCTUBRE

«Es cosa de arañarse y romperse la cabeza considerar lo poco que valemos unos para otros. ¡Ay de mí! Nadie me dará el amor, la alegría, el goce de las felicidades que no siento dentro de mí. Y aunque no tuviera el alma llena de las más dulces sensaciones, no sabría hacer dichoso a quien en la suya careciese de todo.»

27 DE OCTUBRE POR LA NOCHE

«¡Siento tantas cosas…, y mi pasión por ella lo devora todo! ¡Tantas cosas!… ¡Y sin ella todo se reduce a nada!»

30 DE OCTUBRE

«Más de cien veces he estado a punto de arrojarme a su cuello. Sólo Dios sabe cuánto me cuesta mirar y remirar tantos encantos, sin atreverme a extender mis manos hacia ella. Apoderarse de lo que se ofrece a nuestra vista y nos embelesa, ¿no es un instinto propio de la humanidad? ¿No se esfuerza el niño por coger cuanto le gusta? Y yo…»

3 DE NOVIEMBRE

«Sólo Dios sabe cuántas veces me he dormido con el deseo y la esperanza de no despertar jamás. Y al día siguiente abro los ojos, vuelvo a ver la luz del sol y siento de nuevo el peso de mi existencia.

»¡Ah! ¿Por qué no soy uno de esos maniquíes que se amoldan a todo, a todo, menos a sí mismos? Entonces, al menos, el insoportable fondo de mi desolación no pesaría sobre mí más que a medias. Por desgracia, comprendo que la culpa es únicamente mía. ¡La culpa! No. Bastante es ya que lleve en mí la fuente de todos los dolores, como hace poco llevaba el manantial de todos mis placeres. ¿No soy siempre aquel hombre que otras veces se deleitaba con los más puros goces de una exquisita sensibilidad que a cada paso creía descubrir un paraíso, y cuyo corazón abierto a un amor sin límites, era capaz de abrazar el mundo entero? Este corazón está ahora muerto, cerrado a todas las sensaciones; mis ojos están secos, y mis acerbos dolores, que no tienen desahogo, llenan de prematuras arrugas mi frente. ¡Cuánto sufro! He perdido ese don del cielo, que por sí solo embellece mi vida, esa fuerza vivificante que hacía crear mundos a mi dolor. Cuando desde mi ventana contemplo el horizonte y tras la cumbre de las colinas el sol disipa las brumas matinales y desliza sus primeros rayos hasta el fondo de los valles, mientras el sosegado río corre mansamente hacia mí, serpenteando entre los viejos troncos de los sauces desnudos; este admirable cuadro, ahora inanimado y frío como una estampa de color, este espléndido espectáculo que otras veces ha hecho desbordarse mi corazón, no derrama ahora en él ni una sola gota de entusiasmo o de contento. Allí está el hombre, inmóvil, árido, frente a su Dios, siendo un pozo vacío, una cisterna cuyas piedras se han roto con la sequía. Muchas veces me he arrodillado para pedir lágrimas al Señor, como el labrador implora la lluvia cuando ve sobre su cabeza un cielo cobrizo y a sus pies la tierra muriéndose de sed. Pero, ¡ay!, Dios no concede la lluvia ni el sol a nuestros ruegos importunos. ¿Por qué aquel tiempo, cuyo recuerdo me mata, era para mí tan dichoso? Porque entonces yo esperaba, confiado en que el cielo no me olvidaría, y recogía las delicias con que me embriagaba un corazón lleno de reconocimiento.»

8 DE NOVIEMBRE

«Carlota ha censurado mis excesos… ¡pero con qué tierno interés! ¡Mis excesos! Porque después de apurar un vaso de vino, sigo algunas veces bebiendo hasta consumir una botella.

»“No volváis a hacer eso —me dijo—; pensad en Carlota.”

»“¡Pensar! —exclamé—. ¿Qué necesidad tenéis de recordármelo, puesto que, piense o no piense, siempre estáis presente en mi alma? Hoy me senté en el mismo sitio donde en otro tiempo os bajasteis del coche.”

»Cambió la conversación para impedirme que hablase del asunto.

»Amigo mío, aquí me tienes en un estado tal, que esta mujer hace de mí cuanto quiere.»

15 DE NOVIEMBRE

«Te doy las gracias, Guillermo, por el tierno interés que me manifiestas y por los buenos consejos que me das; pero te ruego que no te alarmes, que me dejes arrostrar la crisis. A pesar de mi abatimiento, me siento aún con bastantes fuerzas para llegar hasta el fin. Respeto la religión, bien lo sabes: para el que desmaya es un apoyo; para el que se siente devorado por la sed es un bálsamo vivificante. Pero ¿puede ni debe dar a todos la salud? ¿A cuántos ha dejado de dársela, y a cuántos no se la dará jamás, conózcanla o no la conozcan? Y a mí, ¿me salvará? ¿El mismo hijo de Dios no ha dicho que sólo estarán con él los que su padre le dé? ¿Y si su padre quiere reservarme para sí, como presiente mi corazón…?

»No interpretes mal mis palabras ni veas, en lo que es una idea sencilla, la menor intención de mofarse, te lo suplico. Te hablo con el corazón en la mano. A no ser así, preferiría callarme, porque no me gusta perder el tiempo diciendo palabras vanas sobre materias de que los demás entienden tan poco como yo. ¿Qué otra misión puede tener el hombre más que la de llenar todo el camino con sus dolores, y apurar su cáliz hasta las heces? Y puesto que este cáliz fue amargo al mismo Dios del cielo cuando lo acercó a sus labios de hombre, ¿por qué he de fingir yo una fuerza sobrehumana haciendo creer que lo encuentro dulce y agradable? ¿Por qué no he de confesar mi angustia en este momento en que mi ser tiembla y fluctúa entre la vida y la muerte, en que el pasado se proyecta como un relámpago en el sombrío abismo del porvenir, en que todo lo que me rodea se desploma y en que el mundo parece acabarse conmigo? ¿No reconoces la voz de la criatura extenuada, desfallecida, que se hunde sin remedio, y a pesar de su inútil lucha, gritando con amargura: “¡Dios mío, Dios mio! ¿Por qué me has abandonado?” ¿Y ha de darme vergüenza esta exclamación, y he de temer que llegue el momento en que se escape de mi boca, cuando se escapó de la vida de Aquel que, hijo de los cielos, se ha envuelto en ellos como un sudario?»

21 DE NOVIEMBRE

«Carlota no ve ni conoce que prepara por sí misma un veneno mortal para los dos, y yo llevo con voluptuosidad la copa fatal que ella me presenta. ¿Qué significa el aire de bondad con que frecuentemente me mira? ¡Frecuentemente! No, algunas veces. ¿Por qué muestra complacencia al notar el efecto que su vista me produce a despecho mío? ¿Qué causa reconoce la compasión que revela en sus ojos?

»Ayer, cuando me retiraba, me dio la mano diciéndome: “Buenas noches, querido Werther.” ¡Querido Werther! Es la primera vez que me ha llamado así, y hasta en lo más hondo de mi alma he sentido una dicha inefable. Más de cien veces he repetido estas palabras, y por la noche, al acostarme, hablando conmigo mismo, exclamé, sin darme cuenta de ello: “¡Buenas noches, querido Werther!” No he podido menos de reírme de semejante puerilidad.»

22 DE NOVIEMBRE

«Al dirigir mis ruegos a Dios, no puedo decir: “¡Conservádmela!” Y, sin embargo, hay momentos en que creo que me pertenece. Tampoco puedo decir: “¡Dádmela!”, porque pertenece a otro. Así es como me agito sin cesar sobre mi lecho de dolores. Basta; no sé adónde iría a parar si continuase.»

24 DE NOVIEMBRE

«No ignora Carlota lo que sufro. Su mirada ha penetrado hoy hasta lo más profundo de mi corazón. La encontré sola: yo no despegaba mis labios, y ella me miraba fijamente. Absorto ante aquella mirada sublime, llena de afectuoso interés y dulce compasión, no veía en aquel momento su seductora belleza ni la aureola de inteligencia que ilumina su frente. ¿Por qué no me arrojé a sus pies o la estreché en mis brazos cubriéndola de besos? Se puso al piano: a sus armoniosos acordes unió su dulce y melodiosa voz. No he visto nunca más adorables sus labios; parecía que se entreabrían lánguidamente para aspirar los dulces sonidos del instrumento, y exhalarlos de nuevo, suavizados por su hálito. ¡Ah, si yo pudiera hacer que compartieses conmigo lo que entonces sentí! Incliné la cabeza, desfallecido, y me juré no atreverme jamás a imprimir un beso en aquella boca…, en aquella boca donde revoloteaban los celestiales serafines. Y, sin embargo, yo quiero… No; hay una barrera inaccesible que la separa de mi alma. ¡Destruir esta pureza!… Y luego, el castigo siguiendo al pecado… ¡Un pecado!…»

26 DE NOVIEMBRE

«Suelo decirme a mí mismo: “Tu destino no tiene igual: comparados contigo, los demás hombres son felices; porque jamás mortal alguno se vio atormentado como tú.” Entonces leo a cualquier poeta antiguo y me parece que es el libro mi propio corazón. ¡Qué! ¿Aún me queda tanto que sufrir? ¿Y antes que yo ha habido hombres tan desgraciados?»

30 DE NOVIEMBRE

«Nunca, nunca podrá tranquilizarse mi espíritu. Por dondequiera que voy encuentro algo que me pone fuera de mí. Hoy mismo…, ¡Oh destino!, ¡oh pobre humanidad…! Me había ido a pasear a la orilla del río, a la hora de comer, porque no tenía ningún apetito. No había nadie. El oeste frío y húmedo soplaba de la montaña; algunas nubes grises rodeaban el valle. A larga distancia distinguí un hombre mal vestido que andaba encorvado entre las rocas, como si buscase algo. Me acerqué a él, y al ruido de mis pasos se volvió. Tenía una fisonomía interesante, con cierta expresión de tristeza que revelaba un corazón honrado. Sus negros cabellos le caían en bucles sobre la frente, y los de atrás descendían hasta la espalda, formando una apretada trenza. Como su traje indicaba que era un hombre del pueblo, creí que no se disgustaría porque me ocupase de él, y le pregunté qué hacía.

»Dando un profundo suspiro, me contestó: “Busco flores y no las encuentro.” “Lo creo —repuse sonriendo—; ahora no es tiempo de flores.” “Hay muchas —añadió, acercándose a mí—. En mi jardín tengo rosas y dos especies de madreselvas… Una me la regaló mi padre; ésta crece con la rapidez que los hierbajos, y, sin embargo, hace dos días que busco una y no la encuentro. También aquí hay flores en todo tiempo: las hay amarillas, azules, rojas… y hay centenares que son unas florecillas muy lindas. Pues en vano las busco, no encuentro una siquiera.”

»Yo notaba en sus palabras y en su aire un no sé qué zahareño y feroz, y mañosamente le pregunté para qué quería las flores. Una sonrisa extraña y convulsiva contrajo su semblante. “Si me prometéis no hacerme traición —dijo, poniéndose un dedo sobre la boca—, os diré que he ofrecido un ramo a mi novia.” “Bien, muy bien”, repliqué. “¡Oh!, ella tiene muchas cosas buenas…; es rica.” “Y, aun así, hace caso de vuestro ramo.” “Tiene diamantes… y una corona…” “Pues ¿quién es? ¿Cómo se llama?” Sin responder a esta pregunta, añadió: “Si el gobierno quisiera pagarme, yo sería otro hombre. Sí; hubo un tiempo en que yo estaba bien; pero hoy… todo ha concluido. Ya no soy nada…” Sus ojos, preñados de lágrimas, se fijaron en el cielo con viva expresión. “¿Eras feliz entonces?”, le pregunté. “¡Ah ojalá lo fuera ahora lo mismo! Sí; contento, alegre, dichoso, vivía en un verdadero paraíso.” “¡Enrique!”, exclamó en aquel instante una anciana que se aproximaba a nosotros, “¿dónde te metes? Ando buscándote por todas partes. Vamos, ven a comer.” “¿Es hijo vuestro?”, le pregunté adelantándome hacia ella. “Sí, señor, es mi pobre hijo. Dios me ha dado una cruz bastante pesada.” “¿Hace mucho tiempo que está así?” “A Dios gracias, hace ya seis meses que ha recobrado la tranquilidad. Pero antes durante un año, ha estado furioso y fue preciso encerrarle en una casa de salud. Ahora no hace mal a nadie; pero siempre está soñando con reyes y emperadores. ¡Era tan bueno y tan cariñoso! Me ayudaba a vivir con el producto de su trabajo, porque tenía una letra preciosa… De repente dio en estar caviloso; cayó enfermo con una fiebre devoradora, y ahora… ya veis el estado en que se encuentra. Si el señor quiere que le cuente…” Interrumpí este flujo de palabras para preguntarle a qué época se refería su hijo, cuando decía que había sido muy dichoso. “¡Ah, señor! El pobre alude al tiempo en que estaba completamente loco: al que pasó en el hospital, cuando no tenía conciencia de sí mismo. No cesa de recordar aquellos días…” Estas palabras me hirieron como un rayo. Puse una moneda de plata en las manos de la anciana y me alejé casi corriendo.

»Entonces eras feliz —pensaba yo, caminando rápidamente hacia el pueblo—. ¡Entonces vivías alegre en un verdadero paraíso! Pero, señor, ¿estará escrito en el destino del hombre que sólo puede ser feliz antes de tener razón o después de haberla perdido? ¡Pobre insensato! Envidio tu locura, envidio el laberinto mental en que te pierdes. Tú sales lleno de esperanza a coger flores para tu reina en medio del invierno, y te desesperas porque no les encuentras, y no comprendes la causa de que no las encuentres… Pero yo…, yo salgo sin esperanza, sin objeto, y vuelvo a entrar en mi casa como salgo. Tú sueñas en lo que serías si el gobierno te pagase ¡feliz criatura que sólo en un obstáculo material hallas tu desgracia, que no sabes que en el extravío de tu cerebro, en el desorden de tu espíritu estriba tu daño, del que todos los reyes de la tierra no podrían librarte! ¿Puede morir desesperado el que se ríe de los enfermos que, en su opinión, agravan sus enfermedades y aceleran su fin yendo lejos a buscar la salud en aguas minerales maravillosas? ¿Puede morir desesperado el que insulta a la pobre criatura, cuya alma oprimida hace voto de visitar el santo sepulcro, para librarse de sus remordimientos y calmar sus escrúpulos y cuitas? Cada paso que dé sobre la tierra dura e inculta por ásperos senderos que desgarran los pies, es una gota de bálsamo echado sobre la herida de su alma, y después de la jornada de cada día, se acuesta con el corazón aliviado de una parte del fondo que le agobiaba. ¿Y os atrevéis a llamar esto necia preocupación, vosotros, charlatanes felices?… ¡Preocupación!… Dios mío, tú ves mis lágrimas. ¿Cómo al crear el hombre tan pequeño, le das hermanos que hasta le despojan en sus amarguras, robándole la confianza que ha puesto en ti, en ti, que nos amas infinitamente? Porque la fe en la virtud de una planta medicinal, o en el agua que destila la vid después de podada, ¿qué es si no es fe en ti, que al lado del mal has puesto el remedio y el consuelo que tanto necesitamos?

»¡Oh padre que no conozco! ¡Padre que otras veces has llenado toda mi alma, y que ahora te apartas de mí, llámame pronto a tu lado! No guardes silencio más tiempo, porque tu silencio no detendrá a mi alma impaciente. Y si entre los hombres no podría enojarse un padre porque su hijo volviese a su lado antes de la hora marcada, y se arrojase en sus brazos exclamando: “Héme aquí de regreso, padre mío; no os incomodéis porque haya interrumpido el viaje que me habéis mandado terminar; el mundo es igual por todas partes; tras el dolor y el trabajo, la recompensa y el placer… ¿Qué me importa? Yo no estaré bien más que donde vos estéis; en vuestra presencia es donde yo quiero gozar y padecer… Tú, padre celestial y misericordioso, ¿podrías rechazarme?”»

1 DE DICIEMBRE

«¡Oh Guillermo! Ese hombre de que te he hablado, ese desdichado feliz, tenía un empleo en casa del padre de Carlota, y una desgraciada pasión que concibió por ella…, ¡por ella!, pasión que ocultó largo tiempo y que al fin descubrió, le hizo perder su destino. Éste ha sido el origen de su locura. Estas pocas palabras, llenas de sequedad, pueden hacerte comprender lo que esta historia me habrá trastornado, cuando Alberto me la refirió con tanta frialdad como acaso vas tú a leerla.»

4 DE DICIEMBRE

«Te suplico que tengas piedad de mí, porque es un hecho que no podré soportar más tiempo mi situación.

»Hoy estaba sentado cerca de ella, que tocaba diferentes melodías en su clavicémbalo, con una expresión… ¡con una expresión!… ¿Cómo podría pintártela? La más pequeña de sus hermanas jugaba con sus muñecas sobre mis rodillas. De pronto se me saltaron las lágrimas y bajé la cabeza; vi entonces en su dedo el anillo de boda, y mi llanto corrió con más abundancia. En aquel mismo instante comenzaba a tocar aquella antigua melodía que tanto me impresionaba, y mi corazón sintió una especie de consuelo, recordando el tiempo en que aquella música había herido agradablemente mis oídos; tiempo de felicidad en que las penas eran pocas, horas de esperanza que pronto huyeron. Me levanté y empecé a pasearme por la habitación sin orden ni concierto. Me ahogaba.

»“¡Basta —exclamé—, basta, por Dios!” Carlota se detuvo y clavó en mí una mirada investigadora.

»“Werther —dijo—, muy malo debéis estar, cuando vuestra música favorita os desagrada de ese modo. Retiraos, y haced por recobrar la calma.”

»Me separé de ella y… ¡Dios mío!, tú que ves mis sufrimientos, debes ponerles fin.»

6 DE DICIEMBRE

«Su imagen me persigue: duerma o vele, ella sola llena toda mi alma. Cuando cierro los párpados, en el cerebro donde se encuentra la potencia de la vista, dispongo claramente sus ojos negros. Es imposible que te explique esto. Me duermo, y los veo también: siempre están allí, siempre fascinadores como el abismo. Todo mi ser, todo, está absorbido por ellos. ¿Qué es pues, el hombre, ese semidios tan ensalzado? ¿No le faltan las fuerzas cuando más las necesita? Y cuando bate sus alas en el cielo de los placeres, lo mismo que cuando se sumerge en la desesperación, ¿no se ve siempre detenido y condenado a convencerse de que es débil y pequeño, él, que esperaba perderse en lo infinito?»