QUIZA SEAN necesarias traducciones de obras como ésta para convencernos de que el máximo autor de las letras alemanas, Johann Wolfgang Goethe (1749-1832) escribió algo más que Fausto o que la famosa novela epistolar sobre el joven Werther. Pero no interesa tanto recordar los numerosos tomos que suele ocupar la colección de sus obras completas, más importante es destacar que muchos de sus libros, como las Conversaciones de los emigrados alemanes, no sólo contienen la plenitud de su arte literario, sino que son también hitos fundamentales en la historia de la literatura moderna europea. En efecto, esta colección de cuentos o novelas cortas, por ejemplo, es considerada unánimemente por los críticos alemanes como el comienzo del cultivo de un género literario dentro de la literatura de su lengua, género que se desarrolló ampliamente durante el siglo XIX y que hasta la actualidad sigue dando sus frutos[1].

La «Novelle», narración breve que sólo podríamos llamar en castellano «novela» si diéramos a esta palabra el sentido con que la utilizó Cervantes (en sus Novelas ejemplares), no solía publicarse aislada sino formando conjuntos narrativos enmarcados, como se ve en el Decamerón de Giovanni Boccaccio, una de las obras que sirvió a Goethe de modelo. De ahí que las Conversaciones de los emigrados alemanes, luego de presentar el relato de lo que ocurre a una familia, de nobles fugitivos alemanes que huyen del avance de las tropas francesas (en época inmediatamente posterior a la Revolución Francesa), contenga un grupo de narraciones («Novellen») que son contadas por varios personajes de dicha familia con el propósito de lograr un entretenimiento formativo. El anciano religioso, un amigo de la casa que desempeña principalmente el papel de narrador, explica, al iniciar la historia —una de las principales que contiene el libro— de un joven al que llama Fernando, el sentido de su narración diciendo: «…He de contar sólo un acontecimiento que arroja luz sobre todo su carácter y que hizo decididamente época en su vida». Son palabras en las que queda definida la calidad de la mayoría de estos relatos, su interés a la vez narrativo, psicológico y moral.

Notable es que Goethe, para configurar esta obra suya, haya seguido modelos tomados principalmente del ámbito latino. Fuera de la mencionada obra de Boccaccio, indiscutible primera fuente de toda la novela corta europea moderna, leyó los relatos cervantinos —en los que encontró «un verdadero tesoro, tanto de entretenimiento como de enseñanzas[2]»—, una antigua colección francesa titulada Cent Nouvelles Nouvelles, las también francesas Nouvelles de Margarita de Navarra… Acaso quería apartarse así de la «pesadez» alemana; más exactamente: buscaba una especie de descanso o de entretenimiento artístico justamente por la época en que estaba empeñado en llevar adelante otra de sus obras maestras narrativas, la amplia novela Años de aprendizaje de Guillermo Meister; y los maestros de las lenguas romances, peritos en la agudeza y el ingenio, habían de ayudarlo a componer una obra cuyo tono general, al decir de Erich Trunz, fuera «ligero y entretenido[3]». Porque hay que observar que la primera palabra del título, «Unterhaltungen», no sólo puede traducirse —como inevitablemente ha tenido que elegir el traductor con el término «Conversaciones», sino también con «Entretenimientos». Y las dos cosas ha querido ofrecer el maestro alemán en este maravilloso juego artístico de su prosa: por un lado el valor curativo, edificante, del coloquio familiar y amistoso que se tiende reconciliador entre los hombres divididos como ese fantástico puente del «Cuento fabuloso» que cierra la colección—; y, por el otro lado, la posibilidad de entretenerse dando alas a la imaginación, dejando que, como blanda arcilla se adapte a la presión misteriosa y ennoblecedora de la palabra. De más está decir que Goethe, aunque esmerado conocedor de sus fuentes, supo aprovecharlas para dar a la colección de relatos cortos un valor nuevo, propio de él y de su época. Nicolás Dornheim, al hacer el estudio comparativo con la obra de Boccaccio, destacó cómo en manos del clásico alemán se cumplió una verdadera «metamorfosis del cuento europeo», metamorfosis, digamos, en sentido moderno, porque la narración breve se abrió hacia el interior del hombre y descubrió almas desgarradas por conflictos íntimos, como la del ya nombrado personaje Fernando[4].

Las Conversaciones de los emigrados alemanes aparecieron primeramente en la revista Las Horas, publicación mensual editada por Friedrich Schiller, que fue dando a luz por partes el libro de Goethe, a lo largo del año 1795. Hasta se puede decir más: que con el propósito de satisfacer el pedido de colaboración que le había hecho su colega y amigo, Goethe escribió esta obra. Por ello es importante recordar los motivos que inspiraron la empresa editorial en la que los dos más grandes escritores de la Alemania de aquella época se unieron: no sólo son ideales literarios de validez general, sino también la respuesta que un grupo de hombres calificados (entre los que estaban también Fichte, Humboldt, Herder, Jacobi) dieron a acuciantes problemas de entonces. En el «Prefacio» que encabezó el primer número de la revista, con fecha 10 de diciembre de 1794, Schiller trazó con claridad la orientación que se proponían. Hizo de entrada, en las palabras iniciales, una referencia a su tiempo: «En una época en la que el cercano estruendo de la guerra atormenta a la patria, en la que la lucha de las opiniones y de los intereses políticos renueva esta guerra casi en todos los ambientes…», sí, en una época así, que es exactamente la misma que el lector encontrará vivamente descrita en las primeras páginas del relato de Goethe, ellos —los autores de Las Horas— querían invitar «a un entretenimiento (Unterhaltung) de un tipo totalmente opuesto[5]». Aunque se proponían excluir expresamente el tema político, y liberarse y liberar del «demonio de la crítica política», no predicaban la despreocupación ni la frivolidad. Al contrario, consideraban que las tensiones en que vivían sólo servían para limitar y estrechar las almas, era necesario darles a éstas de nuevo la libertad «mediante un interés general y superior por lo puramente humano y que se encuentra por encima de la influencia de las épocas»; al fin de cuentas toda verdadera mejora del estado de la sociedad —siguen siendo palabras de Schiller— depende «de la serena elaboración de mejores conceptos, de principios más puros y de costumbres más nobles[6]». Y así, a la par que rechazaban las pasiones partidistas que habían desatado la guerra, o al menos la hostilidad entre la gente, proponían la búsqueda de un ideal humano que no sirviera meramente de consuelo, sino que guiara los esfuerzos hacia una meta realmente superior. Lo estético decía cumplir una función decisiva en esta tarea, según la explicación del autor de las cartas Sobre la educación estética del hombre, pues la belleza actuaría como mediadora de la verdad, y por medio de ésta recibiría un fundamento duradero, una mayor dignidad.

Quizá todo esto resulte abstracto; pero no lo es, no lo era. Si las Conversaciones de los emigrados alemanes pueden adquirir para nosotros una viva actualidad, ello se explica —entre otros motivos— porque fueron escritas en medio de una tremenda crisis histórica. No sólo hay que tener presente la guerra que se menciona en las páginas iniciales de la obra —que actúa como motivo catastrófico similar a la peste en la obra de Boccaccio—, que se aproxima como inminente tormenta; sino también esa furibunda lucha de las opiniones —representada en el marco por la discusión entre el joven Carlos, enamorado de la libertad, y el anciano consejero partidario del antiguo régimen que corroe como peligroso ácido el edificio social y crea la sensación de inevitable derrumbe, de acuerdo con lo que estaba ocurriendo en Francia. El mero desagradable episodio doméstico, o sea esta disputa entre los dos personajes de pareceres contrarios, que termina cuando el consejero, ofendido, decide irse con toda su familia, es un recurso mediante el cual Goethe muestra cómo los hombres totalmente absorbidos por lo que hoy llamaríamos las ideologías, se vuelven estrechos e inhumanos. Hay que leer con atención la reprimenda que la baronesa —personaje central para la ejemplaridad de esta obra— dirige a Carlos y en general, como muy femeninamente dice, a los hombres. ¿En qué piensan ellos? En si están a favor o en contra de la Revolución Francesa. ¿Y ella?: «…Pienso en mi amiga, que va en su coche, por incómodos caminos, recordando con lágrimas la vulnerable hospitalidad…». Muy sutilmente, como es lo propio de esta obra de Goethe, se marca el contraste entre el combate de las ideas, expresado materialmente por la guerra cuyos cañonazos se oyen desde la casa donde están los emigrados, y los simples hechos humanos expresados por conceptos como hospitalidad y amistad. La baronesa es suficientemente sensata como para no pretender que se desinteresen de los grandes y graves acontecimientos de la historia, pero les advierte que «cada uno, mientras el mundo siga siendo mundo, tendrá que dominarse por lo menos exteriormente para ser sociable». Sí, parece una tontería insistir en que si se quiere vivir en sociedad es necesario siempre sacrificar algo propio, una tontería sobre todo desde el punto de vista de quienes piensan que el mundo va a dejar de seguir siendo mundo —una púa para los utopistas de todas layas—; pero la verdad es que, y de ello trata de convencer la baronesa a los emigrados, después de revoluciones y contrarrevoluciones, uno sigue teniendo que convivir con seres humanos. «¡Poned todas vuestras fuerzas en ser instructivos, útiles y, especialmente, sociables! Y tendremos necesidad de todo esto —y todavía mucho más que ahora— si es que todo se ha de trastornar». Éste es el mensaje que quiere manifestar el clasicismo alemán para su época de pasiones y violencias; y ha de notarse la coincidencia que hay entre las palabras de este personaje de Goethe y las que escribió Schiller para las páginas iniciales de la revista en que ambos colaboraron.

Ahora bien, el simbolismo de las situaciones no sólo se refiere al problema histórico o político. También se descubren, de tanto en tanto, otras profundidades. En el mismo incidente entre Carlos y el consejero, la pasión la vehemencia, la intolerancia de ambos motivan la intempestiva partida del segundo con toda su familia. Se provoca entonces un momento de tensión en la casa de la baronesa, donde queda Carlos, que es sobrino de ella, al que todos miran como culpable. Y él mismo se siente turbado; por ello, de pronto, se dirige a su tía y le pide perdón por lo ocurrido, reconoce su error, dice sentirlo hondamente. La respuesta de la prudente mujer revela, como al descuido, un abismo de la conducta humana que acaso se hace patente especialmente en las épocas de crisis. «Yo puedo perdonar —dice ella— no te guardaré ningún rencor… pero tú no puedes reparar lo que has echado a perder». Sí, hay momentos en los que se descubre muy cerca de los pies ese vacío de lo irreparable, en los que se siente la impotencia, la limitación del hombre, que ni siquiera puede recuperar lo que ha perdido por sus propias impulsivas acciones. El mismo tema aparece más adelante, en la ejemplar historia del joven Fernando, contada por el anciano religioso. Dicho protagonista, que en un principio había cometido robos sustrayendo dinero de un escritorio que era de su padre se arrepiente de ello en determinado momento, desiste de cometer más acciones delictivas y se dedica con empeño a trabajar; hasta se le presenta la oportunidad de juntar el dinero suficiente para devolver todo lo que ha robado… Pero, de pronto, el padre echa de menos el dinero; la madre descubre por una serie de coincidencias que el responsable es Fernando, y pide explicaciones a éste. Él se desespera, no tanto porque se descubre su mala acción cuanto porque así se frustra su buen propósito de reparar el daño que ha cometido. Todo su entusiasmo por trabajar y vivir se transforma entonces en deseo de morir; pero es uno de los pocos momentos del libro en que se vislumbra un motivo religioso. Pues el narrador comenta que el personaje necesita «un auxilio superior», que suplica, casi requiere, en apasionada plegaria. Ésta es escuchada, como lo indica el desenlace de la historia… La sabiduría de Goethe no sería completa si no percibiera los límites con los que se topa el hombre. Hay situaciones en las que no basta el espíritu de sacrificio, la comprensión, la tolerancia. Se observará por ejemplo que hacia el final del fantástico relato que cierra la obra se proclama que el dominio del mundo está en manos de la sabiduría, del esplendor del arte y del poder; sin embargo, más adelante, se corrige o se agrega: «…Pero has olvidado la cuarta fuerza». Es decir, la del amor.

Si este libro del gran maestro alemán impresiona por la sutileza de su lenguaje, por el arte con qué hasta las palabras y situaciones más comunes están cargadas de significación, satisface plenamente por el equilibrio que penetra hasta los últimos detalles. El análisis estilístico del «Cuento fabuloso» ha llevado a un crítico a la conclusión de que en él el lenguaje adquiere el aspecto, por la estructura de su sintaxis, de «una sociedad que ha adquirido forma[7]» Hasta tal punto, pues, el equilibrio o la armonía han sido tomados en serio por el autor. Pero el suave movimiento de la balanza goetheana no se nota sólo en la cuidadosa obra del lenguaje —que el traductor no puede jactarse de haber reproducido impecablemente—, sino también en personajes, situaciones, juicios. La corrección, esa figura que los retóricos explican como una manera de retractarse de lo dicho o de corregirlo agregándole o quitándole algo, se encuentra en algunos pasajes como el anteriormente citado sobre el poder del amor, y también en la estructura general de la obra, como una distribución equitativa de las contradicciones, para mantener el equilibrio. El primer párrafo parece una declaración de guerra a la Revolución Francesa y a sus consecuencias, por haber dado origen a «desdichados días», haber amenazado a «todas las personas distinguidas»… Tanto que un crítico de la época consideró que Goethe, en las Conversaciones, había manifestado su simpatía a favor del Ancien Régime, y se había apartado del propósito de imparcialidad política manifestado por Schiller[8]. Pero si se sigue leyendo se notará cómo ya el segundo párrafo corrige ese aparente partidismo; pues al trazar la caracterización de la baronesa —que es el personaje realmente ejemplar del libro— no destaca en ella ninguna adhesión política, sino su modalidad decidida y activa, y su disposición a «servir a muchos» (y no ser servida por muchos). Esta obligación de servicio a la sociedad es una de las consecuencias que Goethe sacó de la Revolución, tanto para el individuo como para la nobleza. Lleva, pues, el juicio hacia la otra perspectiva. Sabe mantener el fiel de la balanza, ya inicialmente, también respecto a distribuir equilibradamente las cargas de dolor y de alegría; aunque el párrafo primero deja entrever las penurias a que se sometieron los emigrados debido a la guerra y a las nuevas concepciones sociales, el segundo descubre inesperadamente cómo tales experiencias no excluían «el buen humor», «momentos de alegría», «bromas y risa». Y en la caracterización de los personajes del marco narrativo, hecha con tanta sobriedad y penetración sicológica, el narrador no es menos equilibrado. Obsérvese el retrato que hace del primo Carlos, el personaje más conflictivo, enamorado de esa «belleza» llamada libertad, que «había sabido procurarse tantos adoradores». ¡Con qué prudencia describe Goethe al imprudente! ¡Con qué humor lo censura, por su ofuscación, por su apasionamiento, por su manía de sacar a los otros de sus casillas! Pero inmediatamente pone el contrapeso, porque advierte la injusticia de la señorita Luisa, que quería hacer dudar —aprovechándose de los defectos señalados— respecto al carácter y la razón del fogoso joven. También cuando se produce el incidente con el consejero, y la baronesa toma la palabra para censurar con todo el peso de su autoridad lo que ha ocurrido; en ese momento en que todos miran hacia Carlos, el culpable, convicto y confeso; ella, la dueña de casa, la primera perjudicada por la partida del consejero, porque también se ha ido la esposa de éste, amiga íntima de ella, no lanza el alegato contra el joven, sino que prorrumpe en una irónica crítica contra los hombres. En sus palabras se ve cómo brota, casi directamente, el alma de una mujer; y quiere hacer implícitamente justicia, porque no se limita a acusar a uno de los dos contrincantes, sino, con el giro general que da a su recriminación, a los dos… A Carlos y al consejero, al enamorado de la libertad y al fiel servidor del antiguo régimen.

El viejo religioso que se encarga de contar las principales narraciones del libro soporta pacientemente muchas agresivas réplicas de la joven Luisa. En uno de los diálogos previos, cuando él explica que muchos de los cuentos que conoce, que integran su colección, traían del amor, ella le pregunta con punzante ironía si acaso pretende ofrecerles como motivo de entretenimiento «chistes obscenos». No tarda el religioso en desmentirla y en explicarle por qué no gusta de ese tipo de relatos, que «suscitan falsos deseos en lugar de ocupar agradablemente a la razón». Es posible que Goethe, con este problema, aluda a una de las colecciones francesas de las cuales él sacó uno de sus asuntos, es decir a las Cent Nouvelles Nouvelles, libro en el que un crítico actual reconoce una «búsqueda sistemática de lo picaresco, hasta de la obscenidad[9]». Pero este tema no se plantea al acaso; porque después, cuando llega el momento de contar, aparecen las historias de amor. También en torno a este motivo la balanza goetheana alcanza el equilibrio. Hacia el final de la primera velada en la que se cuentan varias historias, toma la palabra Carlos y ofrece a la tertulia un relato sacado de las Memorias del mariscal francés Bassompierre. Desde el comienzo se percibe la nota sensual: durante varios meses, al pasar el mariscal por un puente de la ciudad, ve que una bella tendera se asoma y lo observa significativamente. El ofrecimiento, aunque no tiene el carácter de la prostitución sino que va dirigido a Bassompierre en especial, se confirma cuando éste manda un sirviente para arreglar una cita con la mujer… Aunque con sobria elegancia y finura, la narración penetra de lleno en lo sensual; pero pronto surge el contrapeso. Como al pasar advierte el sirviente al mariscal que tome ciertas precauciones, pues la peste se ha manifestado en varios lugares de la ciudad. Sensualidad y horror se combinan entonces y se compensan mutuamente. También de fuente francesa, de la citada colección de «nouvelles», es la historia que cuenta el religioso al día siguiente, sobre la manera como un joven y prudente procurador evita convertirse en amante de una mujer casada. Frente a la fuerza natural con la que el cuerpo arrastra como una pendiente a los personajes, surge una inesperada reacción, que primero parece una especie de juego, pero al fin lleva a los personajes a descubrir en su interior lo que podríamos llamar la fuerza moral. Significativas son las palabras de gratitud mediante las cuales la joven esposa agradece al procurador que le haya hecho sentir que además del afecto o de la inclinación hay en nosotros algo «que ha de hacer contrapeso» —insistamos una vez más en la imagen de la balanza—, le agradece que le haya hecho conocer ese «yo bueno y fuerte que habita tan sereno y tranquilo» en el interior de cada uno. Acaso no esté de más apuntar que en este pasaje la narración de Goethe, que en otros sigue al modelo francés casi tan fielmente como una traducción, se aparta de él en consideraciones propias. Es decir, para el narrador alemán no se trata solamente de que la esposa ha salvado así su castidad, el honor y el buen nombre de ella y de su familia como dice más o menos el texto francés[10] se trata de que ha descubierto una dimensión de su ser que hasta ese momento había estado oculta para ella.

Goethe ha puesto al fin de su colección un cuento fabuloso, un «Märchen»: es una misteriosa joya literaria. No se lo puede interpretar alegóricamente, como si cada personaje, cada objeto, cada acontecimiento que en él aparecen tuvieran un determinado significado previamente fijado[11]. Pero tampoco se lo ha de separar del conjunto de las Conversaciones y de su tema; al contrario, esta fantasía completa el libro, no sólo por el placer de su insuperable música verbal, sino también porque sus símbolos sugieren, entrelazando diversos motivos, la concepción de armonía moral, política y cósmica que han hecho patente desde distintas perspectivas tanto las narraciones como los comentarios y las discusiones de los emigrados. Ha indicado Hans Mayer, basándose en testimonios de las cartas de Goethe, la influencia de un cuento de Voltaire titulado El toro blanco (Le Taureau blanc) para la elaboración de este extraño relato[12]. Aunque el irónico y escéptico francés prefiere para el desarrollo de su fábula un ambiente determinado histórica y geográficamente —el antiguo Egipto, Babilonia—, no se puede negar el parecido en varios aspectos: el reencuentro de una joven princesa con su amado, el desdichado príncipe; la vieja, misterioso personaje encargado de prestar ciertos servicios; y la serpiente… Sobre todo ésta, a la que Voltaire describe inicialmente con palabras que se ve impresionaron la imaginación de Goethe, «una serpiente que no era como las serpientes comunes, pues sus ojos expresaban tanto ternura como animación; su fisonomía era noble e interesante; la piel le brillaba con los colores más vivos y más dulces[13]», sobre todo ésta, aunque adquiere un papel distinto, más activo, parece proceder del cuento francés. En un pasaje de éste se la define como «símbolo de la eternidad» cuando se muerde la cola[14]; y así tendríamos la aclaración de uno de los tantos símbolos del relato goetheano, en el que falta no obstante esa permanente ilusión burlesca a motivos bíblicos y religiosos de que al parecer no puede abstenerse el gran incrédulo francés. Además Goethe ha dado más densidad a sus símbolos de tal manera que no es tan fácil reconocer en ellos el propósito crítico, satírico, dirigido contra tales o cuales personas o realidades contemporáneas, que se transparentó a vuelta de cada página en el relato de Voltaire. De todas maneras no estará de más recordar que la laboriosidad de algunos estudiosos ha desentrañado ciertos secretos del «Cuento fabuloso»: por ejemplo que el cuarto rey, de extraño aspecto y balbuciente voz, alude al desdichado Luis XVI[15], o que la sombra del gigante, como ya apuntó Schiller en una de sus cartas, remite a la Revolución Francesa[16]. Valgan estas señales sólo como una manera de sugerir la densidad histórica de esta fantasía; pero no para favorecer la falsa tendencia a interpretarla como si se sirviera de uno de los tantos códigos unívocos que pululan hoy por todas partes.

Hay, en suma, una verdadera confluencia de tradiciones en esta obra de Goethe, que, por lo demás, fue elaborada con tan inmediata referencia a la candente actualidad. Además se reconocen varios matices en su actitud narrativa: desde la modesta traducción de relatos extranjeros hasta la compleja elaboración creadora de la fantasía final. Queda patente el ideal de equilibrio, tanto para la expresión como para la concepción de la vida y del mundo; es la realización plena del clasicismo literario alemán, en la conjunción única de los dos geniales escritores que colaboraron en Las Horas. Pero las Conversaciones no han concluido con su época. Porque siguen hablando todavía, con su lenguaje espontáneo, fresco, familiar, con su sabio mensaje de humanidad; y porque han impulsado la imaginación literaria hacia un camino que aún se sigue recorriendo. Bastará recordar el entusiasmo que provocó en los jóvenes románticos el «Märchen» de Goethe: a partir de él elaboró Novalis gran parte de su concepción de la poesía (como receptáculo de lo maravilloso, de lo absoluto, como creación musical); y no es raro encontrar en los cuentos de Hoffmann varios de los motivos fabulosos que nos intrigan en las páginas finales de este libro del clásico de Weimar… Pero habrá que esperar, siguiendo el desarrollo histórico desde entonces, dejando atrás el siglo XIX, hasta el surrealismo, para comprender plenamente qué sentido puede tener un relato sin planes, que continuamente cambia de dirección (así lo caracteriza, antes de contarlo, el anciano religioso) y cuya fuerza consiste fundamentalmente en el poder de las imágenes.

OSCAR CAEIRO