Nueva prisión

No solamente no había muerto, sino, que tal como lo explicaría más tarde, Tongané tampoco había sido herido cuando los sorprendieron en Kubo. Los rayos de los proyectores no lo alcanzaron y así pudo pasar desapercibido bajo los árboles sin que los asaltantes se ocuparan de él.

Actuando de ese modo, Tongané nunca había tenido la intención de abandonar a sus amos, y mucho menos desde el momento en que supo que Malik estaba con ellos. Sólo tenía la obsesión de ir en ayuda de ello, pero pensó que solo podría hacerlo si conservaba la libertad.

Lejos de huir, se había mantenido al acecho de los secuestradores.

Les había seguido la pista; al precio de privaciones sin cuento durante la travesía del desierto, había seguido los pasos a los que llevaban a Malik hacia Blackland, viviendo tan sólo de las migajas que éstos dejaban en los lugares donde se detenían antes que él. A pie, había avanzado tan rápidamente como los jinetes, haciendo cotidianamente unos cincuenta kilómetros.

Voluntariamente sólo se había dejado sacar ventaja en las proximidades de Blackland. Apenas llegó a un campo cultivado, se detuvo y esperó la noche para aventurarse en aquel terreno desconocido. Hasta la mañana, había estado oculto en un espeso arbusto. Mezclándose con la multitud de negros, había trabajado la tierra como ellos, como ellos había recibido los latigazos de los guardias, que los prodigaban con generosidad y, de noche, había regresado con ellos al barrio central sin que nadie le prestara atención.

Así habían transcurrido algunos días, en los que pudo robar esa cuerda de una caseta abandonada. Provisto del botín y siguiendo al Civil Body, había logrado llegar al río, donde durante dos largos días estuvo escondido en la arcada de un desaguadero, esperando la ocasión propicia.

Durante esos dos días había visto todas las tardes a los prisioneros ir y venir por la plataforma del bastión e infructuosamente trató de llamar su atención. La ocasión propicia recién se presentó al tercer día, el 8 de abril. Espesas nubes tornaban la noche muy oscura, circunstancia que aprovechó para salir del escondrijo y lanzar a sus amos la cuerda de la que se sirvió para llegar hasta ellos.

Como es de suponer, todas esas explicaciones sólo se conocieron más tarde. En el momento, Tongané se conformó con sugerir que sin duda todos podrían escapar por el mismo camino que él había empleado para venir. Abajo encontrarían una embarcación de la que había conseguido apoderarse y no tendrían más que seguir curso abajo por el Red River.

El proyecto fue aprobado sin discusión. Con cuatro hombres a los remos y ayuda de la corriente sería posible realizar seis millas por hora. Si partían antes de las once, al amanecer habrían hecho más de setenta y cinco kilómetros, es decir que habrían salido del radio de acción del cicloscopio a cuya vigilancia sin duda conseguirían escapar manteniéndose resguardados por las márgenes del río, y también del límite de las tierras de cultivo asimismo como al último de los puestos en pleno desierto. Luego para no ser descubiertos por los planeadores, bastaría con ocultarse durante el día en cualquier infructuosidad del terreno y proseguir navegando en las noches siguientes hasta llegar al Níger. El Red River, debía desembocar en los alrededores de Bikini, aldea en las proximidades de Saye, ya que estaba enlazada al antiguo lecho de Tafasasset; se trataba en total de un viaje de cuatrocientos cincuenta kilómetros, que demandaría cuatro o cinco noches de navegación.

El plan, rápidamente discutido, fue no menos rápidamente adoptado. Antes de proceder a su ejecución, convenía desembarazarse de Tchumuki. A veces ocurría que de noche el negro se demoraba una eternidad en la galería o en la plataforma. No era posible esperar a que se retirara. Había que actuar, y rápidamente.

Dejando a Jane Buxton, al inútil señor Poncin y a Tongané en la cima del bastión, los otros prisioneros se encaminaron hacia la escalera. Desde los primeros escalones, vieron en el piso inferior a Tchumuki tratando de terminar con sabia lentitud el trabajo de la jornada. Ni se preocupó por la presencia de los hombres, de los cuales, por otra parte, no tenía ningún motivo para sospechar. Éstos pudieron entonces acercarse a él sin despertar sospechas.

De acuerdo con el plan previamente trazado, fue Saint-Bérain quien inició el ataque. De pronto sus robustas manos se anudaron a la garganta del negro que ni siquiera tuvo tiempo de lanzar un grito. Entonces los otros tres tomaron por las manos y piernas al bribón, quien fue atado y amordazado cuidadosamente. Finalmente lo depositaron en una celda que cerraron con llave, la que fue arrojada al Red River. Así se retrasaría lo más posible el descubrimiento de la evasión.

Una vez terminada esa primera operación, al subir a la plataforma, los cuatro europeos fueron azotados por la lluvia que era un diluvio. Como era de prever las gruesas nubes se resolvían en agua y caían del cielo verdaderamente cataratas en violentas ráfagas. La suerte se decidía evidentemente a favor de los fugitivos. El horizonte era borrado a veinte metros por aquella pantalla líquida y apenas si podían distinguirse, confusas y vagas, las luces del barro de los Merry Fellows, al otro lado del río.

El descenso comenzó de inmediato y se llevó a cabo sin incidentes. Uno tras otro, Amédée Florence el primero, Tongané cerrando la fila, los fugitivos se dejaron caer por la cuerda cuyo extremo inferior estaba atado a una embarcación de tamaño suficiente como para contenerlos a todos. Inútilmente le propusieron a Jane Buxton que dejara la tarea a los hombres. Se negó enérgicamente e insistió en probar que su habilidad deportiva era igual a la de sus compañeros.

Antes de abandonar la plataforma, Tongané tuvo cuidado de desatar la cuerda de la almena a la que había sido enganchada y alrededor de la que no dejó más que una media vuelta. Reuniendo de inmediato las dos puntas en sus manos, bajó, se juntó con los compañeros y atrajo toda la cuerda tirando hacia si por uno de los extremos. No quedaba ningún indicio acerca de cómo se había realizado la evasión.

Poco después de las diez, se desató la amarra y la embarcación, arrastrada por la corriente, comenzó a derivar. Los fugitivos se mantenían ocultos tras los bordes, con la cabeza por debajo de ellos. Cuando salieron de la ciudad, cuya muralla exterior distaba apenas seiscientos metros, tomarían los remos y aumentarían la velocidad. Hasta entonces, a pesar de que la lluvia torrencial formaba una cortina impenetrable, más valía no dejarse ver.

Transcurrieron algunos minutos y cuando ya estimaban encontrarse más allá del cerco, la embarcación chocó contra un obstáculo y quedó inmovilizada. Al tanteo, los fugitivos comprobaron con desesperación que habían chocado contra una reja de hierro muy elevada, coronada por paneles de palastro y cuya base desaparecía bajo el agua. Infructuosamente se debatieron a lo largo de aquella reja. Sus extremos estaban soldados a la muralla exterior que limitaban por un lado con los barrios de Civil Body y de los Merry Fellows y por el otro con el camino circular construido alrededor del muro particular de la Usina. Les fue forzoso reconocer que no había escapatoria.

Harry Killer tenía razón. Había tomado muy bien todas las precauciones. Libre durante el día, por la noche el curso del Red River era cerrado con una reja.

Un largo momento transcurrió antes de que los consternados fugitivos recobraran el ánimo. Profundamente abatidos, no sentían la lluvia que los iba calando hasta los huesos. ¿Volver atrás y presentarse con la cabeza inclinada a la puerta del Palacio tendiendo las manos para que se las ataran? No llegaban a resolverse. Y, sin embargo, ¿qué otra cosa podían hacer? Franquear aquellos paneles de palastro que no ofrecían ningún asidero era evidentemente imposible. A Fortiori, había que pensar también en subir la embarcación por encima del obstáculo. Porque sin embarcación, la huida era imposible. En cuanto a subir a alguna de las orillas, a la izquierda estaba la Usina y a la derecha, los Merry Fellows. Por todas partes el camino estaba cerrado.

—No iremos a dormir aquí, me supongo —dijo finalmente Amédée Florence.

—¿Dónde quiere que vayamos? —preguntó Barsac muy confundido.

—No importa donde, excepto a casa de Su Majestad Harry Killer —replicó el reportero—. Ya que no tenemos problemas para elegir, ¿por qué no intentamos alquilar un nuevo apartamento en esa construcción que al parecer se llama la Usina?

En efecto, era tentador. Quizás en aquel microcosmos tan diferente del resto de la ciudad encontraran ayuda. De todos modos, la situación no podria empeorar aunque lo intentaran.

Se dirigieron entonces hacia la margen izquierda y llegaron junto al muro, en la parte que daba aguas abajo y, por lo tanto, junto al camino circular que existía alrededor de la Usina. Era tan espesa la cortina de lluvia que a esa escasa distancia de cincuenta metros no podía verse ni siquiera la propia Usina.

Aunque el estruendo de los elementos desencadenados dominaba cualquier ruido, del mismo modo que el torbellino de gotas de agua impedía la visibilidad, los fugitivos procedieron con toda circunspección una vez que tomaron el camino circular, zona que no podía evitar de ningún modo. A medio camino, se detuvieron.

Entonces comenzaron a distinguir a una veintena de metros a lo sumo el ángulo donde se soldaban las murallas oeste y norte de la Usina, la primera llegando desde la derecha, paralela a la muralla de la ciudad, la segunda prolongándose aguas arriba, bordeando el Red River. Contrariamente a lo que sucedía con la fachada del Palacio, que estaba orientada de la misma manera, esta última parte de la muralla no caía directamente al agua, sino que estaba separada de ella por un muelle bastante ancho.

Una vez reconocidos los lugares, los fugitivos no se decidían aún a reanudar la marcha. Era porque habían descubierto, en el propio ángulo de la muralla de la Usina, un objeto muy ínquietante: una garita, cuyas líneas clásicas se dibujaban confusamente a través de la lluvia. Como toda garita supone un centinela, si bien no se lo veía por ningún lado, debía suponerse que éste había buscado protección adentro del refugio.

Sin embargo, no podían eternizarse en aquel sitio. Hubiera sido el mejor modo de que los sorprendieran en caso de que el presunto centinela saliera de la garita si la lluvia cesaba de improviso.

Haciendo señas a sus compañeros para que lo siguieran, Amédée Florence subió algunos metros por el camino circular alejándose del Red River, luego terminó de atravesarlo y volvió sobre sus pasos sin despegarse del muro de la Usina. De ese modo llegarían a la garita por el lado de atrás, ya que su única puerta abría hacia el río.

Llegados al ángulo del muro, se detuvieron nuevamente para deliberar y luego de ponerse de acuerdo, Amédée Florence, Saint-Bérain y Tongané dieron la vuelta, tomaron por el muelle y corrieron hacia la garíta donde irrumpieron impetuosamente.

En efecto, en ella se encontraba un hombre, un Merry Fellow. Sorprendido por aquel súbito ataque, que nada le hacia prever, no tuvo tiempo de hacer uso de sus armas y el grito que llegó a lanzar se perdió en la tormenta. Saint-Bérain lo asió por la garganta y lo abatió como había abatido a Tchumuki. El blanco se desmoronó como se había desmoronado el negro.

Entonces Tongané corríó hacia la embarcación, de donde trajo la cuerda con la que el Merry Fellow fue prolijamente atado y luego, sin esperar nada más, los fugitivos remontaron el río en dirección al Palacio, bordeando, uno tras otro, el muro de la Usina.

Una de las singularidades de aquella Usina era la ausencia hasta entonces completa de aberturas hacia el exterior. Del lado de la explanada no las había, tal como lo habían podido comprobar desde la cima del bastión. Del lado opuesto tampoco las habían visto, por lo menos hasta donde era posible ver a través de la densa cortina de agua. Y lo mismo parecía suceder en aquel sector norte que daba al río.

Sin embargo, si habían hecho un muelle, ese muelle debía servir para algo. ¿Y para qué podía servir sino para descargar las mercaderías traídas por los barcos? Entonces existía necesariamente algún sitio por dunde introducirías en la Usina.

El razonamiento era correcto. Después de recorrer ciento cincuenta metros, los fugitivos descubrieron, en efecto, una puerta de dos hojas, que parecía hecha en láminas de hierro tan rígidas y tan gruesas como las planchas de un acorazado. ¿Cómo abrir esa puerta que no tenía ninguna cerradura al exterior? ¿Cómo quebrarla? ¿Cómo atraer la atención de quienes habitaban la Usina sin llamar al mismo tiempo la atención de los otros centinelas que aparentemente debían montar guardia en los alrededores?

Junto a aquella gran puerta, unos pasos más adelante, existía otra, de idéntica construcción, pero mucho más pequeña, de una sola hoja, que sí tenía el agujero de la cerradura. Faltando la llave o cualquier otro instrumento que pudiera hacer las veces de llave, esa particularidad no era una gran ventaja.

Después de largas vacilaciones, los fugitivos iban a resolver golpear a la puerta con los puños y si era necesario con los pies cuando una sombra que venía desde la explanada apareció aguas arriba. Incierta en medio del torrente de lluvia, la sombra se dirigía hacia ellos. Como el muelle no tenia otra salida que el camino de cintura, el que después de rodear la Usina volvia a la explanada adonde debía llegar el visitante nocturno, existían posibilidades de que el destino de éste fuera una de las dos puertas que daban al muelle.

Los fugitivos, que ya no podían retroceder, se ocultaron lo mejor que pudieron en el vano de la puerta grande, listos a saltar sobre el intruso en el momento oportuno.

Pero éste avanzaba tan despreocupadamente, pasó tan cerca de ellos que casi hubieran podido tocarlo y evidenciaba una ignorancia tan perfecta de la presencia de los fugitivos, que renunciaron a un acto de violencia cuya necesidad no quedaba demostrada del todo. Alentados por la extraordinaria ceguera del paseante, fueron cerrándole el paso a medida que iba pasando junto a cada uno de ellos de modo que si se detenía, como era previsible ante la más pequeña de las puertas e introducía la llave en la cerradura, tendría a sus espaldas, alineadas en semicírculo, a ocho espectadores atentos, cuya existencia ni siquiera sospechaba.

La puerta se abrió. Empujando sin escrúpulos a quien la había abierto, los fugitivos se dieron a perseguirlo y el último se ocupó de cerrar la puerta con un golpe seco.

Se encontraron entonces en medio de una profunda oscuridad de la que surgía una voz dulce que en un tono que denotaba cierta sorpresa profería exclamaciones cuya moderación no dejaba de ser bastante sorprendente.

—¡Pues bien! —decía esa voz—. ¿Qué significa esto?… ¿Qué pretenden de mí?… ¿Qué pasa?…

De pronto brilló una débil luz que en medio de aquellas tinieblas pareció enceguedora. A Jane Buxton se le había ocurrido encender la linterna eléctrica de bolsillo que le había sido tan útil en Kokoro. En el cono de luz aparecieron Tongané y frente a él un hombre delicado, de cabellos rubio pálido, con la ropa chorreando agua, el que, algo sofocado, se apoyaba contra el muro.

Al descubrirse mutuamente, Tongané y el hombre rubio prorrumpieron simultáneamente, pero de un modo diferente, en una exclamación análoga:

—¡El sargento Tongané! —dijo el segundo con la misma voz dulce y el mismo acento de moderada sorpresa.

—¡Señor Camaret!… —exclamó el negro con los ojos en blanco.

¡Camaret!… Jane Buxton se estremeció al oír aquel nombre que conocía muy bien ya que era el nombre de un viejo compañero de su hermano.

Sin embargo, Amédée Florence juzgó oportuno intervenir. Ya que se encontraban en terreno conocido, se podían obviar las presentaciones. Dio un paso al frente y entró al cono de luz.

—Señor Camaret —dijo—, mis compañeros y yo desearíamos hablar con usted.

—Nada más sencíllo —respondió Camaret sin inmutarse. Oprimió un botón y las lamparitas eléctricas brillaron en el techo.

Los fugitivos reconocieron que se encontraban en una pieza abovedada que no tenía un solo mueble. Se trataba de algún vestíbulo en toda apariencia.

Marcel Camaret abrió una puerta, tras la que comenzaba una escalera y desapareciendo por la misma dijo con toda sencillez:

—Si quieren tomarse la molestia de entrar…