XII. El positivismo y su influencia en la historiografía

UNA DE las grandes reacciones contra las construcciones metafísicas del idealismo alemán fue el positivismo. El idealismo se había elevado tanto que olvidaba casi completamente la experiencia empírica. El positivismo, nacido de las ideas de Hegel, tiene sin duda relaciones con la filosofía idealista e incluso conserva huellas dialécticas y el empeño de considerar a la realidad como una totalidad. La influencia de las ciencias naturales, evidente desde el siglo XVII, llega a su culminación en el positivismo. Éste se va empeñar en comprobar y fijar leyes, aun en los conocimientos sobre el hombre, y funda una nueva ciencia, la sociología, que va más allá de la meta de la historia, en busca de las leyes que rigen el desarrollo de la sociedad.

El positivismo había resultado de la combinación de la teoría del progreso humano con intereses prácticos, políticos y sociales, lo que lo convirtió en una de las ideologías que causaron un efecto más hondo en el siglo XIX. En muchos países, particularmente en América, se vio en el positivismo la teoría que explicaba y aseguraba la reorganización de la sociedad. Sus postulados comprendían algunos que significaban la demolición de las grandes atribuciones de la metafísica y la teología; en segundo lugar, una religión y una filosofía positivas. En realidad, la doctrina alcanzó éxito en lo que significaba demolición, pero muy pocos siguieron la doctrina en cuanto a la religión y la política. Algunos de los discípulos de Comte, como John Stuart Mill y Herbert Spencer, le dieron diferentes matices que aumentaron su práctica.

De hecho, el positivismo convertía a la historia en un mero auxiliar de la nueva ciencia, la sociología; pero como no había una negación abierta, los historiadores decidieron aprovechar el esquema positivo para explicar la historia. De esta manera, el positivismo, mezclado con los fines de la historia científica, preparó la tarea de conseguir, por lo menos, cumplir la exigencia de demostración de los hechos, dejando para más tarde la búsqueda y formulación de leyes. Esto sirvió para refinar la metodología que había empezado a perfeccionar la escuela científica alemana. Aparecieron entonces todas las «ciencias auxiliares» de la historia: arqueología, numismática, lingüística. Los historiadores se empeñaron en la exactitud, para que lo más pronto posible, sus estudios condujeran al descubrimiento de las leyes. Ese momento, claro, nunca llegó.


Augusto Comte (1798-1857), nacido en Montpellier, estudió matemáticas en la Escuela Politécnica de Paris y más tarde medicina. Hacia 1822 publicó su Opúsculo fundamental, que ya lo hizo notorio. Colaborador de Saint-Simon, absorbió muchas de sus ideas, sobre todo el proyecto de reorganizar la sociedad bajo la dirección de una élite de artistas, científicos y empresarios. También es evidente en él la influencia de Montesquieu y la de Condorcet, con su visión del progreso intelectual, social y político del hombre. En 1826 decidió abrir un curso publico para exponer su sistema positivo. Tuvo que retirarse por enfermedad, pero volvió a abrir su curso en 1829. Comte dejó muchas obras, entre las que sobresalen: Curso de filosofía positiva, Sistema de política positiva, y Discurso sobre el espíritu positivo.

La teoría de Comte se basa en la idea fundamental de que el hombre no debe hacer preguntas que no pueda contestar, de reducirse a preguntar lo que está a su alcance contestar. En lugar de preguntar por qué, debe preguntar cómo. Insiste en que no debe aceptarse ningún conocimiento si no está experimentado y demostrado. Los conocimientos positivos no tratan, pues, de encontrar causas, tratan de establecer leyes. Observan la regularidad constante entre fenómenos distintos. Sin embargo, Comte acepta que la ciencia no se puede quedar sólo en esta labor, para conocer verdaderamente ha de levantarse sobre los hechos. Asimismo, concede valor a la imaginación como motivadora de hipótesis.

Comte concibe el conocimiento como una estructura jerarquizada, cuyas ramas han ido apareciendo a lo largo de la historia: primero aparecieron las matemáticas, luego la astronomía, la física, la química, la biología y, por último, la sociología o física social. Esta ciencia, por de pronto, está en perspectiva, tanto por la complejidad de los fenómenos que maneja, como por su misma novedad. Además, no hay que olvidar que descansa en un conocimiento desordenado que no le entrega el material que necesita para su desarrollo:

Es, pues, sensible que la sociología deba tomar exclusivamente de la incoherente complicación de hechos impropiamente denominada historia, las enseñanzas susceptibles de poner en evidencia, según los principios de la teoría biológica del hombre, las leyes fundamentales de la sociabilidad; lo que exige así, siempre, para cada dato una preparación especial y a veces muy delicada, para pasarle del estado concreto al abstracto, despojándole de las circunstancias puramente particulares y secundarias de clima, localidad, etc., sin alterar en él la parte verdaderamente esencial y general de la observación.

La sociología aspira a ser, según podemos ver, ni más ni menos que una ciencia paralela a las naturales, sólo que aplicada a la mecánica de la sociedad. Mediante esta ciencia, la filosofía positiva cree poder llegar a cumplir su fin más general, el de reformar a la sociedad.

La sociología ha aparecido al final de un proceso de desarrollo de la ciencia, pero este desarrollo del conocimiento científico es parte de un proceso evolutivo del espíritu que, para cumplir el proceso, tiene que pasar por tres diferentes etapas. Esta idea fundamenta la ley de los tres estados, «ley fundamental de la evolución humana, a la vez mental y social», consistente en el paso necesario y universal de la humanidad por tres estados sucesivos: el teológico o preparatorio, el metafísico o transitorio y el positivo o final. Con esta ley, Comte cree que están explicadas las grandes fases históricas, «desde el primer destello de la inteligencia y de la sociabilidad hasta el actual estado refinado de la humanidad».

El estado teológico se lleva a cabo en tres fases sucesivas: fetichista durante su iniciación, politeísta en su época esplendorosa y monoteísta en su decadencia. La fase fetichista es el momento en que el espíritu humano es «esencialmente análogo al estado mental de los animales superiores». El hombre se explica los fenómenos como resultado de actos humanos. Es la época de mayor preponderancia individual del espíritu religioso y con gérmenes sociales primordiales; tanto el ejercicio primitivo de la actividad militar como el desarrollo de un verdadero sacerdocio le dan extensión y consistencia al naciente orden.

Se pasa del nomadismo a la vida sedentaria, con todas sus consecuencias.

El politeísmo surge en el momento en que la «primordial actividad divina, resultante de la asimilación espontánea de todos los fenómenos a los actos humanos, es apartada ahora de los seres reales para convertirla en atributo exclusivo de seres puramente ficticios». Comte considera que es ésta la época principal de la vida religiosa, tanto porque el predominio de la imaginación produce un resurgimiento intelectual como porque fue capaz de establecer un orden social regular y estable, con una fuerte organización política basada en una gran actividad militar.

El monoteísmo surgió poco a poco, cuando los seres puramente ficticios fueron eliminados racionalmente por una serie de ideas filosóficas que, como no pudieron vencer a la teología, la obligaron a la simplificación monoteísta. En esta fase había ya la gran contradicción que la había de desintegrar, había empleado simultáneamente dos filosofías incompatibles: una natural, «llegada ya al estado metafísico», la otra moral, manteniéndose esencialmente teológica. El régimen monoteísta vino a constituir la última fase suficientemente duradera del estado preliminar de la humanidad. Antes de su desintegración, el organismo militar y teológico, tan modificado, iba a cumplir aún finalidades civilizadoras imponiendo una moral universal y haciendo evolucionar los elementos propios de la sociedad moderna. Pero el elemento metafísico implícito en el monoteísmo lo llevó a su total desintegración.

El estado metafísico es sólo un estado de tránsito, por lo tanto, no es constructivo y organizador como el teológico, todo lo contrario, es destructivo. Contiene dos fases: una de descomposición general y otra de reorganización parcial. La primera comprende los siglos XIV y XV: en ella el poder temporal anula socialmente al espiritual (la Reforma). La segunda se inicia cuando la desorganización provocada por las nuevas fuerzas es reorganizada sistemáticamente (absolutismo) y llega hasta la total demolición del antiguo régimen.

El estado positivo, aunque está empezando a advenir y no se abre aún paso completamente, es inevitable.

Lo más selecto de la humanidad, después de haber agotado las fases sucesivas de la vida teológica y aun los diversos grados de la transición metafísica, llega ahora al advenimiento directo de la vida plenamente positiva, cuyos principales elementos han recibido ya la necesaria elaboración parcial y no esperan más que su coordinación general para constituir un nuevo sistema social, más homogéneo y estable que jamás pudo serlo el sistema teológico propio de la sociabilidad preliminar. Esta indispensable coordinación debe ser, por su naturaleza, primero intelectual, después moral y finalmente política… El simple conocimiento de la ley de evolución viene a ser el principio general de tal solución, estableciendo entera armonía en el sistema total de nuestro entendimiento, por la universal preponderancia así procurada al método positivo, tras su extensión directa e irrevocable al estudio racional de los fenómenos sociales.

El sentimiento del deber, las reglas morales, se fortalecerán vigorosamente y, lo más importante políticamente, se impondrá una nueva autoridad espiritual que después de haber disciplinado las inteligencias y reconstruido las costumbres, asimilará pacíficamente a Europa y después a toda la humanidad.

Así, Comte concebía el desarrollo de la humanidad y anunciaba la llegada a la etapa positiva, meta del progreso humano. Quería convencer a sus congéneres de la necesidad de comprenderlo cuanto antes, atender el mensaje y emprender la reconstrucción que dejara atrás «la anarquía mental» en que se vivía desde la Revolución Francesa. Ofrecía el único camino posible, todo un sistema de reorganización social, mediante el cual se aseguraban las metas anheladas: orden y progreso.


Tomás Buckle (1821-1862), inició el estudio de la historia como consecuencia de las inquietudes despertadas por sus viajes. Después de un concienzudo estudio, empezó a escribir su Historia de la civilización en Inglaterra. La obra gozó de un gran éxito debido a su aspecto decididamente científico, tan de acuerdo a las exigencias de la época.

Buckle había quedado hondamente impresionado por la teoría positivista de Comte; e interpretó la demanda de aplicar el método científico al estudio social, como introducirse en el descubrimiento de las regularidades en las acciones humanas a través de la historia. Inició, pues, un minucioso trabajo con el fin de coleccionar series de hechos en grupos semejantes, que pudieran permitirle deducir leyes acerca del desarrollo histórico. Estaba convencido de que un instrumento importantísimo para la historia era la estadística. Además, le preocupaban hondamente los factores físicos de las culturas. Buckle pensó que el clima, la topografía, la alimentación, etc., tenían una influencia decisiva para la diferenciación de las culturas. Aquí encontraba que había estado el factor afortunado en la historia europea: en Europa el hombre logró subordinar a la naturaleza; en cambio, en unos medios menos benignos, como los de las otras civilizaciones, el hombre fue dominado por la naturaleza. De esto deduce, como Herder, la superioridad de la cultura europea.

El factor esencial del progreso humano es también para Buckle el desarrollo del conocimiento. Las leyes según las cuales la vida intelectual progresa, encierran la explicación de la historia europea, ya que el estado moral ha variado muy poco.


Hipólito Taine (1828-1883), filósofo y profesor de historia del arte, miembro de la Academia Francesa, nos dejó una serie de obras históricas de decidida influencia positivista: Los orígenes de la Francia contemporánea, Ensayo sobre Tito Livio, Ensayo de crítica histórica, Filosofía del arte e Historia de la literatura inglesa.

Taine fue también un discípulo de Comte, sólo que un discípulo tardío, que llegaba al positivismo ya formado. Por lo tanto, en él iban a actuar diversas influencias anteriores. La más importante era, sin duda, la idea romántica de la nacionalidad, pero también operaron en su pensamiento el sistema hegeliano y la idea del factor clima como influencia decisiva en el carácter de las naciones, formulada por Montesquieu. Con estos elementos, Taine formó su propia visión y creyó encontrar la clave del desarrollo histórico en tres factores: raza, medio y momento.

Con un sentimiento sincero de imparcialidad, se introdujo en el análisis de la cultura inglesa y del desarrollo artístico, tratando de demostrar cómo estos tres factores determinaban los acontecimientos y, sobre todo, las creaciones artísticas. De tal manera, para Taine sólo tenían importancia los hechos que aparecían regular y repetidamente en la historia. Taine tenía una aguda penetración psicológica que le permitió hacer buenas caracterizaciones colectivas, sobre todo, la inglesa. Esto y sus comparaciones siempre tan naturalistas debidas a sus previos estudios de anatomía y medicina, le dieron un tono muy «positivo».

Historiador cultural, se vio de repente comprometido en la historia política, después del fracaso terrible de Francia ante las tropas alemanas en 1870-1871. Su patriotismo intelectual le hizo sentir como una obligación moral ayudar con el análisis de la historia de los errores franceses a la reconstrucción de su patria. Quería dar una lección práctica y fueron apareciendo los tres volúmenes de Los orígenes de la Francia contemporánea: El Antiguo Régimen, La Revolución y el Régimen Moderno. Sus puntos de vista contra la revolución fueron celebrados por la derecha francesa, pero sus fuentes eran pobres y los puntos dé vista eran fácilmente rebatibles. No obstante, sus reflexiones son sumamente interesantes. Esta obra hizo que el escritor mesurado y objetivo se viera de repente atacado y satirizado sin límites. Sentía vivamente que mientras Inglaterra había encontrado el camino correcto, Francia andaba perdida; este sentimiento, era suficiente para sacarlo de su búsqueda fría de acontecimientos paralelos y sentir el pasado personalmente.