—¿Eso ha hecho? —preguntó Alexandra por teléfono.

En las ventanas de su cocina prevalecían los matices puritanos de noviembre; en el enrejado se enredaban los tallos desnudos de la parra; el comedero para los pájaros había sido llenado, ahora que las primeras heladas habían mustiado las bayas de los bosques y de la ciénaga.

—Así lo dice Sukie —aseguró Jane, arrastrando las eses—. Según ella, lo veía venir desde hace tiempo, pero que no quiso decir nada para no traicionarle. Aunque, si me lo preguntas, te diré que si nos lo hubiese dicho a nosotras no habría traicionado a nadie.

—Pero ¿desde cuándo conocía Ed a la muchacha?

Una ristra de tazas de té de Alexandra, colgadas de ganchos metálicos debajo de un estante de la despensa, oscilaron como si una mano invisible las hubiese acariciado a la manera de un arpista.

—Desde hace algunos meses. Sukie pensó que parecía diferente cuando estaba con ella. Generalmente sólo quería hablar, emplearla como a una caja de resonancia. Ahora se alegra: piensa en todas las dolencias venéreas que habría podido contraer. Todas esas niñas flores tienen al menos ladillas, ¿sabes?

El reverendo Ed Parsley se había fugado con una adolescente de la localidad: ni más ni menos.

—¿Había visto yo alguna vez a esa niña? —preguntó Alexandra.

—Desde luego —dijo Jane—. Siempre estaba con aquel grupo delante de la «Superette» después de las ocho de la noche, supongo que esperando a algún proveedor de droga. Una cara pálida y tiznada, más ancha que alta, con unos pelos sucios y lacios colgantes como los de una vieja, y vestida como un leñador hembra.

—¿No llevaba collares?

—Bueno —respondió seriamente Jane—, sin duda tenía alguno, para ponérselo cuando quería ir a una fiesta de puesta de largo. ¿Puedes imaginártelo? Era una de las que se manifestaron en marzo pasado en la reunión del Ayuntamiento y embadurnaron el monumento a los muertos en la guerra con sangre de cordero que habían cogido en el matadero.

—No puedo imaginármelo, querida, quizá porque no quiero. Esos chiquillos delante de la «Superette» me dan miedo; paso entre ellos a toda prisa sin mirar a la derecha ni a la izquierda.

—No deberías asustarte, pues ellos ni siquiera te ven. Para ellos no eres más que una parte del paisaje, como un árbol.

—¡Pobre Ed! Últimamente parecía atormentado. Cuando le vi en el concierto, tuve incluso la impresión de que quería agarrarse a . Pero pensé que Sukie no se merecía esto y me lo quité de encima.

—Esa chica ni siquiera es de Eastwick; siempre andaba rondando por aquí, pero vivía en Coddington Junction, en un horrible remolque por todo hogar, con su padrastro, porque su madre estaba siempre yendo de un lado a otro con una compañía de artistas de variedades y haciendo eso que llaman acrobacias.

Jane hablaba en un tono tan remilgado que cualquiera que no la hubiese visto actuar con Darryl van Horne la habría tomado por una solterona virgen.

—Se llama Dawn Polansky —siguió diciendo Jane—. No sé si el nombre de Dawn se lo pusieron sus padres o se lo puso ella misma; hoy en día, la gente gusta de ponerse nombres falsos, como Lotus Blossom o Heavenly Abatar o cualquier otra cosa.

Sus duras y pequeñas manos habían estado terriblemente atareadas, y cuando había brotado el semen frío, Jane había recibido la mayor parte de él. Los estilos sexuales de otras mujeres son algo que casi siempre hay que adivinar, y quizá sea esto lo mejor, pues podría ser demasiado fascinante. Alexandra trató de borrar aquellas imágenes de su mente y preguntó:

—Pero ¿qué van a hacer?

Yo apostaría a que no tienen la menor idea, después de haberse metido en cualquier motel y hecho el amor hasta hartarse de ello. Realmente, es patético.

Era Jane quien la había golpeado primero, no Sukie. Al imaginarse a Sukie, la suave llama blanca que había sido su cuerpo plantado sobre las pizarras, se abrió un pequeño espacio hueco en el abdomen de Alexandra, cerca de su ovario izquierdo. Sus pobres entrañas: estaba segura de que un día tendrían que operarla y de que la abrirían demasiado tarde, cuando estuviese llena de negras células de cáncer. Sólo que, probablemente, no serían negras, sino de un rojo brillante, y lustrosas, con la forma de una coliflor sanguinolenta.

—Después —proseguía Jane— supongo que se encaminarán a alguna ciudad importante y tratarán de ingresar en el Movimiento. Pienso que Ed se imagina que es como ingresar en el Ejército: buscas un centro de reclutamiento, te hacen un reconocimiento médico y, si el resultado es bueno, te aceptan.

—Todo esto parece muy engañoso, ¿no crees? Él es demasiado viejo. Mientras estuvo aquí, parecía bastante joven y audaz, o al menos interesante, y tenía su iglesia, que le daba un auditorio…

—Odiaba ser respetable —la interrumpió Jane, vivamente—. Pensaba que era una traición.

—¡Oh, qué palabra! —suspiró Alexandra, observando cómo una ardilla gris avanzaba cautelosamente, a sacudidas, sobre la ruinosa pared de piedra del fondo de su huerto. Un puñado de sus figuritas se estaba cociendo en el horno, en la habitación contigua a la cocina; había tratado de hacerlas mayores, pero entonces se había puesto más de manifiesto la crudeza de su técnica espontánea y su ignorancia de la anatomía—. ¿Y cómo lo ha tomado Brenda?

—Ya puedes imaginártelo. Histéricamente. De hecho, perdonaba que Ed le hiciese el salto, pero jamás pensó que la abandonaría. También era un problema para la iglesia. La rectoría es todo lo que tienen ella y sus hijos, y naturalmente, no es suya. En definitiva, les darán la patada. —El frío tono malicioso de la voz de Jane desconcertó un poco a Alexandra—. Tendrá que buscar un empleo. Y entonces sabrá lo que es depender sólo de ella.

—Tal vez nosotras…

Podríamos protegerla, pensó, pero no terminó la frase.

Nunca —respondió la telepática Jane—. Si me lo preguntas, te diré que presumía demasiado de ser la esposa del ministro, sentada allí como Greer Garson detrás de la cafetera, arrimándose a todas aquellas damas ancianas; hubieses debido verla entrar y salir de la iglesia durante nuestros ensayos. Ya sé —dijo—, que no debería alegrarme de las desgracias de otra mujer, pero me alegro. Piensas que hago mal. Piensas que soy una malvada.

—¡Oh, no! —dijo hipócritamente Alexandra. Pero ¿quién puede decir lo que es la maldad? La pobre Franny Lovecraft podía haberse roto la cadera aquella noche y quedarse en una silla de ruedas hasta bajar a la tumba. Alexandra había ido al teléfono llevando en la mano una cuchara de madera y, mientras esperaba a que Jane desahogase toda su malicia, torció aquel objeto con las ondas de su mente, de manera que el mango se encorvó hacia atrás como el rabo de un perro y descansó sobre la palita de la cuchara. Después hizo que se enroscase lentamente en su brazo. La caricia áspera de la madera le hizo rechinar los dientes.

—¿Y Sukie? —preguntó Alexandra—. ¿No la ha abandonado también en cierto modo?

—Está encantada. Según me dijo, ella misma le animó a sacar lo que pudiese de la pequeña Dawn. Pienso que ya estaba harta de Ed.

—Pero ¿significa esto que ahora va detrás de Darryl?

La cuchara se había enroscado a su cuello y le tocaba los labios con la palita. Sabía a aceite de ensalada. Ella lamió la madera y sintió la lengua como plumosa y ahorquillada. Coal husmeaba sus piernas, inquieto, oliendo a magia, un ligero olor a quemado, como un chorro de gas cuando se enciende.

—Yo me atrevería a decir —replicó Jane— que tiene otros planes. No se siente tan atraída por Darryl como tú. O como yo, dicho sea de pasada. A Sukie le gusta que los hombres estén por debajo de ella. Te aconsejo que no pierdas de vista a Clyde Gabriel.

—¡Oh, aquella esposa horrible! —exclamó Alexandra—. Habría que librarla de sus males.

Apenas pensaba en lo que estaba diciendo, pues, para incordiar a Coal, había dejado la retorcida cuchara en el suelo y los pelos del lomo del animal se habían erizado; la cuchara levantó la cabeza y los labios de Coal se separaron de sus dientes, y sus ojos se encendieron al disponerse a atacar.

—Hagámoslo —replicó vivamente Jane Smart. Distraída por esta nueva y aguda manifestación de maldad de Jane, y un poco asustada por ella, Alexandra dejó que la cuchara se desdoblase, y ésta dejó caer la cabeza sobre el linóleo.

—¡Oh! No creo que debamos hacerlo nosotras —protestó débilmente.

—Siempre le desprecié, y no me sorprende lo más mínimo —declaró Felicia Gabriel en su tono llano y satisfecho, como si se dirigiese a un grupo de amigos que pensaran unánimemente que era maravillosa, aunque en realidad sólo hablaba a su marido, Clyde.

Éste había estado tratando de comprender, entre la niebla de su embriaguez de después de la cena, un artículo de Scientific American sobre las más recientes anomalías de la astronomía. Estaba de pie, con una tensión malhumorada y expectante, en el umbral de la puerta de la habitación forrada de estantes que solía emplear como estudio ahora que Jenny y Chris no estaban ya allí para contaminarla con ruidos electrónicos, con Joan Baez y los Beach Boys.

Felicia no había superado nunca la presunción de la estudiante linda y vivaracha. Ella y Clyde habían ido juntos a las escuelas públicas de Warwick, y Felicia había destacado en todas las actividades extraescolares, desde las del consejo de estudiantes hasta las del equipo femenino de balonvolea, con un promedio de resultados excelentes, por no hablar de que había sido el primer capitán femenino del equipo de debates. Tenía una voz impresionante que se elevaba por encima de todas las demás en la parte imposiblemente aguda de The Star-Spangled Banner y que se clavó en él como un cuchillo. Ella había tenido docenas de amiguitos; conquistarla había sido toda una hazaña. Era algo que él se recordaba continuamente. Por la noche, cuando ella se quedaba dormida a su lado con la deprimente prontitud de las mujeres virtuosas y superactivas, dejando que él luchase solo durante horas con los demonios del insomnio que el licor de la velada había introducido en su sistema, examinaba las quietas facciones a la luz de la luna, y el sombrío ajuste de sus párpados cerrados sobre las cuencas de los ojos y de sus labios abrochados sobre alguna frase no pronunciada de un debate onírico, revelaba a su inspección una extraña perfección de huesos bellamente tallados. Felicia parecía frágil cuando estaba inconsciente. Él yacía incorporado sobre un codo y la miraba, y volvía a ver la forma de la vivaracha adolescente de quien se había enamorado, con sus peludos suéters de color pastel y sus largas faldas a cuadros, contoneándose en los pasillos flanqueados de altos armarios verdes de metal, junto con una sensación de volver a ser él mismo aquel desgalichado y «sesudo» adolescente; una enorme columna insustancial de tiempo perdido y malgastado se alzaba de las paredes del dormitorio, de manera que ellos parecían yacer como dos cuerpos encogidos en la base de un respiradero. Pero ahora ella estaba erguida ante él, imponente, vistiendo la falda negra y el suéter blanco con que había presidido la reunión de la tarde del Wetlands Watchdog Committee, donde Mavis Jessup le había comunicado la noticia sobre Ed Parsley.

—Era un hombre débil —declaró—, un hombre débil del que alguien dijo antaño que era guapo. A mí nunca me lo pareció, con su nariz falsamente aristocrática y sus ojos huidizos. Nunca hubiese debido ingresar en el ministerio; no tenía vocación, pensaba que podía engatusar a Dios como engatusaba a las viejas damas, que pasaban por alto su vaciedad. Para mí…, Clyde, mírame cuando te hablo…, no lograba en absoluto proyectar las cualidades de un hombre de Dios.

—Yo no estoy seguro de que los unitarios se preocupen mucho de Dios —respondió suavemente él, confiando todavía en poder leer.

Quasares, pulsares, estrellas que emiten cada milésima de segundo más materia de la contenida en todos los planetas: quizás en esta locura cósmica estaba buscando él mismo al anticuado Dios celestial. En los inocentes días en que era «sesudo», había escrito, para conseguir una calificación especial en Biología, un largo ensayo titulado «El Presunto Conflicto entre Ciencia y Religión», concluyendo que tal conflicto no existía. Aunque el trabajo había merecido, hacía ahora treinta y cinco años, una A por parte del afeminado y cara-de-torta Mr. Thurmann, Clyde veía ahora que había mentido. El conflicto era patente e implacable, y la ciencia llevaba las de ganar.

—Lo que a ellos les importa es algo más que permanecer eternamente jóvenes, que fue lo que arrojó a Ed Parsley en brazos de aquella apasionada y pequeña vagabunda —declaró Felicia—. Él debió darse cuenta un día de que esa deplorable Sukie Rougemont, a quien aprecias tanto, tenía más de treinta años y que le convenía más buscarse una amante joven, si no quería volverse él mismo viejo. Lo que no comprendo es cómo esa santa que es Brenda Parsley ha podido aguantarlo.

—¿Por qué? ¿Por qué no? ¿Qué alternativas tenía?

Clyde odiaba oír sus peroratas; sin embargo, no podía resistir la tentación de replicarle de vez en cuando.

—Bueno, ella le matará. Esa otra le matará irremediablemente. Se caerá muerto antes de un año en cualquier tugurio al que le habrá llevado ella, con los brazos llenos de pinchazos, y no seré yo quien le compadezca. Escupiré sobre su tumba. Deja de leer esa revista, Clyde. ¿Qué te he dicho?

—Que escupirás sobre su tumba.

Sin darse apenas cuenta, había imitado un ligero defecto en su dicción. Levantó la cabeza a tiempo de ver cómo se quitaba ella un poco de pelusa teñida de entre los labios. Ella hizo una bolita apretada con esta pelusa, moviendo rápidamente los dedos junto a un costado, mientras seguía hablando.

—Brenda Parsley dijo a Marge Perley que debió de ser esa amiga tuya, Sukie, quien le empujó para poder prestar toda su atención a ese tipo llamado Van Horne, aunque, según lo que se dice en la villa, su atención se divide…, en tres sentidos…, todos los jueves por la noche.

La desacostumbrada vacilación en su manera de hablar hizo que él levantase la mirada de las dentadas gráficas de los destellos de los pulsares; ella se había quitado algo más de la boca y estaba haciendo con ello otra bolita, mirándole de arriba abajo como si le desafiase a darse por enterado. Cuando estudiaba en la escuela superior, tenía los ojos redondos y brillantes; pero ahora, su cara, sin hacerse fofa, comprimía cada año más aquellos focos de su alma; sus ojos se habían vuelto porcinos y tenían un destello porcino y vengativo.

—Sukie no es amiga mía —dijo mansamente él, resuelto a no discutir. Haz que por esta vez no peleemos, suplicó a un Dios en el que no creía—. No es más que una empleada. Nosotros no tenemos amigos.

—Será mejor que le digas a ella que no es una empleada, pues, por la manera que actúa allá abajo, parece la verdadera reina del lugar. Pasea por Dock Street como si fuese su dueña, meneando las caderas y todas sus joyas de bisutería, mientras todo el mundo se ríe a su espalda. Dejarla fue la cosa más sensata que hizo nunca Monty, casi la única cosa sensata que hizo en su vida; no sé por qué esas mujeres desean seguir viviendo, tenidas por putas por la mitad de la población y sin cobrar siquiera. Y sus pobres hijos abandonados, no me dirás que no es un crimen.

Al llegar a cierto punto, que ella pugnaba invariablemente por alcanzar, él no podía aguantar más: el efecto suavizador y anestésico del whisky escocés se transformaba súbitamente en furor.

—Y la razón de que no tengamos amigos —gruñó, dejando caer al suelo la revista con sus monstruosas noticias celestes— es que hablas demasiado.

—Putas y neuróticas y una desgracia para la comunidad. Y , cuando se presume que Word debería ocuparse de la comunidad y de sus legítimas preocupaciones, das en cambio trabajo a esa…, a esa persona que ni siquiera sabe escribir una frase correcta en inglés, y permites que su columna vierta su ridículo veneno en los oídos de todos y dejas que tenga en un puño a los ciudadanos, a los pocos ciudadanos buenos que quedan, asustados como están y arrinconados por el vicio y la desvergüenza que reinan en todas partes.

—Las mujeres divorciadas tienen que trabajar —dijo Clyde, suspirando, conteniendo el aliento, procurando mantenerse razonable, aunque era inútil razonar con Felicia cuando ésta daba rienda suelta a su indignación, que era como una especie de reacción química; sus ojos se encogían hasta reducirse a puntos diamantinos, su cara se congelaba, palidecía más y más, y su auditorio invisible aumentaba, obligándola a levantar la voz—. Las mujeres casadas —le explicó él— no tienen nada que hacer y pueden andar de un lado a otro predicando programas liberales.

Ella no pareció oírle.

—Ese hombre horrible —gritó a las multitudes—, construyendo una pista de tenis en la marisma. Dizzen… —tragó saliva—, dicen que emplea la isla para entrar drogas de contrabando, que la traen en botes cuando está alta la marea…

Esta vez no pudo disimularlo; sacó de la boca una pequeña pluma rayada de azul, como una pluma de azulejo, y cerró rápidamente el puño sobre ella junto a su costado.

Clyde se levantó, totalmente cambiados sus sentimientos. La irritación y la impresión de estar atrapado se desvanecieron; el nombre cariñoso que antiguamente solía dar a su esposa brotó de sus labios.

—Lishy, ¿qué diablos…?

Dudaba de sus ojos; saturados de rarezas galácticas, tal vez le estaban gastando una jugarreta. Abrió el puño de su mujer, sin que ésta opusiera resistencia. Una pluma doblada y mojada apareció en la palma de su mano.

La tensa palidez de Felicia se convirtió en rubor. Estaba confusa.

—Me ha ocurrido otras veces, últimamente —dijo—. No sé por qué. Como si tuviese espuma en la boca, y después, estas cosas. Algunas mañanas tengo la impresión de que me estoy ahogando, y algo que parece trocitos de paja, de paja sucia, se desprende de mi boca cuando me lavo los dientes. Pero sé que no he comido nada. Mi aliento es terrible. ¡Clyde! ¡No sé lo que me pasa!

Al lanzar este grito, el cuerpo de Felicia se retorció angustiosamente, pareció como si fuese a volar a alguna parte, y esto hizo que Clyde pensara en Sukie: las dos mujeres tenían la piel blanca y seca, y una complexión ectomórfica. Cuando iba a la escuela superior, Felicia estaba llena de pecas y su actitud se parecía bastante al porte vivo y descarado de la reportera predilecta de Clyde. Sin embargo, una mujer era el cielo y la otra el infierno. Tomó a su esposa entre sus brazos. Ella sollozó. Era verdad: su aliento olía como el suelo de un gallinero.

—Quizá deberíamos ir a que te viese un médico —sugirió él.

Este destello de emoción marital, con la que envolvió su alma asustada en una capa de preocupación, despejó buena parte del alcohol que nublaba su mente.

Pero, después de aquel momento de rendición como esposa, Felicia se puso tiesa y reaccionó violentamente.

No. Pretenderán que estoy loca y te dirán que me encierres. No creas que no conozco tus pensamientos. Quisieras verme muerta. Esto es lo, que quieres, bastardo. Eres igual que Ed Parsley.

Todos sois unos bastardos. Despreciables, corrompidos…, lo único que os interesa son las mujeres malas…

Se retorció para escapar de sus brazos; él vio por el rabillo del ojo que se llevaba una mano a la boca. La mujer trató de ocultar esta mano detrás de la espalda, pero él, enfurecido sobre todo por la manera en que la verdad, por la que mueren los hombres, se mezclaba con la frenética y descabellada presunción de su esposa, le agarró la muñeca y la obligó a abrir los dedos. Tenía la piel fría, viscosa, y en la palma de su mano se veía una pluma mojada y retorcida, como de pollo, pero de pollo oriental, pues parecía teñida de color de espliego.

—Me envía cartas —dijo Sukie a Darryl van Horne—, sin dirección del remitente, diciendo que ha pasado a la clandestinidad. Ha ingresado con Dawn en un grupo que aprende a confeccionar bombas con despertadores y cordita. El Sistema no tiene salvación.

Hizo una mueca simiesca.

—¿Y qué sientes tú? —preguntó suavemente el hombrón, con voz hueca de psiquiatra.

Estaban almorzando en un restaurante de Newport, donde no era probable que encontrasen a nadie de Eastwick. Camareras maduras con minifalda tiesa de color castaño y delantal de tafetán atado a la espalda con grandes lazos evocadores de las colas de ardilla de Playboy les trajeron grandes menús impresos en castaño sobre beige, en los que abundaban las especialidades locales sobre tostadas. El peso no preocupaba a Sukie; su energía nerviosa lo quemaba todo.

Miró al espacio frunciendo los párpados, tratando de ser sincera, pues tenía la impresión de que aquel hombre le daba una oportunidad de mostrarse como la que era. Nada le chocaría ni le lastimaría.

—Me siento aliviada —dijo— de no tenerle ya en mis manos. Quiero decir que lo que él quería no podía dárselo una mujer. Quería poder. Una mujer puede dar a un hombre poder sobre ella misma, pero no puede meterle en el Pentágono. Esto era lo que entusiasmaba a Ed del Movimiento tal como él lo imaginaba; pensaba que iba a sustituir el Pentágono con un ejército propio, pero con las mismas cosas, ya sabes, uniformes y discursos y grandes habitaciones con enormes mapas y todo lo demás. Esto me sacaba de quicio, cuando él empezaba a delirar. A mí me gustan los hombres amables. Mi padre era amable; hacía de veterinario en esta pequeña población de la región de Finger Lakes, y le gustaba leer. Tenía todas las primeras ediciones de Thornton Wilder y Cari van Vechten, con esas fundas de plástico para proteger las cubiertas. Monty solía ser también bastante amable, salvo cuando agarraba su escopeta de caza y salía con los muchachos y mataba todos los pobres pájaros y animales peludos que se ponían a su alcance. Traía a casa conejos con el culo destrozado, porque, naturalmente, habían tratado de escapar. ¿Quién no lo habría hecho? Pero esto sólo ocurría una vez al año, aproximadamente en esta época, y sin duda ha sido esto lo que me lo ha hecho recordar. El aire huele a caza. Es la época de la caza menor. Su sonrisa fue estropeada por los trocitos de galletas saladas que se habían adherido a sus dientes formando manchas oscuras; la camarera había traído este aperitivo, obsequio de la casa, y Sukie se lo había comido todo.

—¿Qué me dices del viejo Clyde Gabriel? ¿Es lo bastante amable para ti?

Van Horne bajó su lanuda cabezota, como hacía siempre que hurgaba en la vida secreta de una mujer. Sus ojos tenían la mirada ardiente y medio oculta de los niños cuando se ponen caretas en carnaval.

—Pudo serlo en tiempos pasados, pero ya no lo es. Felicia ha influido en él de un modo pernicioso. A veces, en el periódico, cuando alguna chiquilla ignorante y nueva en el trabajo favorece por ejemplo a un anunciante concediéndole el ángulo inferior izquierdo de la página, se pone realmente hecha una furia. La muchacha no tiene más remedio que estallar en sollozos. Muchas de ellas se han despedido.

—Pero no tú.

—Por alguna razón, se porta mejor contigo. Sukie bajó los ojos, y estaba realmente deliciosa con sus cejas rojizas arqueadas y los párpados con sólo un toque de color de espliego, y los lisos y brillantes cabellos de color de albaricoque peinados modestamente hacia atrás y sujetados a ambos lados de la cabeza con pasadores de cobre que hacían juego con un collar de medias lunas enlazadas y también de cobre.

Levantó la mirada y sus ojos echaron destellos verdes.

—Pero es que yo soy una buena reportera. De verdad. Los viejos panzudos del Ayuntamiento que toman todas las decisiones, como Herbie Prinz o Ike Arsenault, me aprecian mucho y me informan de todo lo que pasa.

Mientras Sukie consumía las galletas con pasta de alubias, Van Horne chupaba un cigarrillo, desmañadamente, a la manera continental, con la punta encendida abrigada cerca de la palma de la mano.

—¿Qué hay entre tú y esos tipos casados?

—Bueno, la ventaja de una esposa es que te libra de tomar decisiones. Esto era lo que empezaba a asustarme en Brenda Parsley: en realidad, había dejado de controlar a Ed; estaban demasiado alejados como pareja. Nosotros solíamos pasar noches enteras en aquellas horribles habitaciones llenas de pulgas. Y, después de la primera media hora ya no era como si estuviésemos haciéndonos el amor; él despotricaba contra la maldad de la estructura del poder corporativo que enviaba a nuestros chicos a Vietnam para beneficio de sus accionistas, aunque yo nunca comprendí en qué les beneficiaba exactamente, ni tuve la impresión de que Ed se preocupase realmente de aquellos muchachos, ya que los soldados actuales sólo eran para él basura blanca y negra… —Había bajado los ojos y los levantó de nuevo; Van Horne sintió una oleada de orgullo posesivo al observar su belleza, su espíritu vital. Era suya. Su juguete. Era deliciosa la manera en que, durante aquella pausa reflexiva, el labio superior dominaba al inferior—. Entonces yo —siguió diciendo— tenía que levantarme y marcharme a casa y preparar el desayuno para los pequeños, que estaban aterrorizados porque había pasado fuera toda la noche, y dirigirme corriendo al periódico, mientras él podía dormir durante todo el día. Nadie sabe nunca lo que está haciendo un ministro, salvo cuando predica su tonto sermón del domingo: en realidad se encuentra aislado.

—Los años me han enseñado —dijo sabiamente Darryl— que el hecho de estar aislado no suele considerarse como una gran desgracia.

La camarera de piernas varicosas descubiertas hasta la mitad de los muslos trajo a Van Horne colas de gamba peladas sobre triángulos de pan sin corteza, y a Sukie pollo á la king, carne blanca en dados y champiñones cortados y cocidos en su propio jugo sobre una concha de hojaldre, y también trajo un «Bloody Mary» para él, y para ella un Chablis más pálido que la limonada, porque Sukie tenía que volver a su trabajo y escribir sobre los últimos apuros presupuestarios del Departamento de Carreteras de Eastwick al acercarse el invierno con sus ventiscas. Dock Street había sufrido este verano una desacostumbrada afluencia de turistas y de camiones de ocho ejes, y las losas de hormigón sobre las atarjeas, junto a la «Superette», se estaban desintegrando hasta el punto de que, mirando por las grietas, se podía ver subir la corriente con la marea.

—Así, pues, piensas que Felicia es una mujer malvada —siguió diciendo Van Horne, a propósito de las esposas.

—Yo no diría malvada, exactamente…, pero, sí. En realidad lo es. En cierto modo es como Ed: muchas teorías y ningún respeto por la gente de carne y hueso que las rodea. El pobre Clyde se está derrumbando ante sus ojos, y ella sólo piensa en telefonear para pedir que se restablezca el reglamento sobre indumentaria en la escuela superior. Americana y corbata negra para los chicos y sólo faldas para las chicas, nada de jeans ni de leotardos. Ahora se habla mucho de los fascistas, pero en realidad ella lo es. Hizo que en el puesto de periódicos guardasen el Playboy detrás del mostrador y después le dio un ataque porque en una revista anual de fotografía se veían algunas tetas, modelos en alguna playa del Caribe, con el sol resplandeciendo sobre todas ellas a través de un filtro «Polaroid». Ahora quiere que metan al pobre Gus Stevens en la cárcel por tener esta revista que le habían mandado sus proveedores sin que él la pidiese. A propósito, también quiere que a ti te metan en la cárcel, por cubrir de tierra la marisma sin autorización. Quiere meter a todo el mundo en la cárcel y la persona a quien realmente ha encarcelado ha sido su marido.

—Bien. —Van Horne sonrió, con los labios aún más rojos de lo normal a causa del zumo de tomate de su «Bloody Mary»—. Y tú quieres ponerle en libertad bajo palabra.

—No es exactamente esto; me atrae —confesó Sukie, de pronto a punto de llorar, pues todo eso de la atracción era una insensatez y una tontería—. Se muestra tan agradecido…, sólo por lo mínimo.

—Viniendo de ti, lo mínimo es casi lo máximo —dijo galantemente Van Horne—. Tú eres una ganadora, tigresa.

—Pues no lo soy —protestó Sukie—. La gente tiene estas fantasías acerca de las pelirrojas; supongo que presumen que somos ardientes, como esos corazoncitos de caramelo de cinamomo, pero en realidad somos personas como las demás, y aunque yo me muevo mucho y trato, bueno, de parecer elegante, al menos para Eastswick, no pienso que tenga el verdadero eso (poder, misterio, femineidad) que tiene Alexandra, o incluso Jane a su apelmazada manera, ¿sabes lo que quiero decir?

También en otros hombres había observado Sukie la necesidad que sentían de hablar de las otras dos brujas, de buscar comodidad en la conversación al evocar a las tres, a este cuerpo trino bajo su cono de poder que era lo que se acercaba más a una madre que nunca había tenido. La madre de Sukie —una mujercita con aire de pájaro y siempre atareada, físicamente parecida a Felicia Gabriel, ahora que pensaba en ello, y como ésta fascinada por hacer el bien— estaba siempre fuera da casa o telefoneando a uno de sus grupos o comités o juntas de la iglesia; siempre estaba acogiendo a huérfanos o refugiados —aquellos años, los pequeños coreanos perdidos estaban de moda— para tenerlos después abandonados junto con Sukie y los hermanos de ésta en la casa grande de ladrillos con su huerto de atrás descendiendo hasta el lago. Sukie tenía la impresión de que otros hombres se sentían interesados cuando sus pensamientos y su lengua giraban alrededor del aquelarre y de su intimidad y malignidad, pero no así Van Horne; en cierto modo, era su vianda; él era como una mujer en su firme amabilidad, aunque desde luego, terriblemente masculino en la forma: cuando hacía el amor, causaba daño.

—Son como perros —dijo ahora simplemente él—. No tienen tus buenas cualidades.

—¿Hago mal? —preguntó, sintiendo que a Van Horne podía decírselo todo, arrojar cualquier pedazo de sí misma al negro caldero de aquel hombre sonriente que hervía a fuego lento—. Quiero decir con Clyde. Sé que todos los libros dicen que esto no debería hacerse nunca con un patrono, pues acaba perdiéndose el empleo, y además Clyde es tan desesperadamente desgraciado que la cosa resulta en todo caso peligrosa. El blanco de sus ojos tiene un color amarillento. ¿De qué es esta señal?

—Los blancos de sus ojos estaban ya en adobo cuando tú aún jugabas con muñecas —le aseguró Van Horne—. Ve a lo tuyo, muchacha. No te asuste la culpa. Nosotros no tiramos la baraja; jugamos las cartas.

Pensando que, si seguía hablando de esto, su aventura con Clyde sería tanto de Darryl como suya, Sukie desvió de sí misma la conversación durante el resto del almuerzo. Van Horne habló de él mismo, de su esperanza de encontrar una escapatoria a la segunda ley de termodinámica.

Tiene que haber una —dijo, empezando a sudar y enjugándose excitadamente los labios—, y es la misma maldita grieta por la que vino todo de la nada. Es la singularidad en el fondo del Gran Estallido. Sí, ¿y qué me dices sobre la gravedad? Esos presumidos científicos que todo el mundo piensa que están tan asustados hablan como si todos la comprendiésemos desde que Newton estableció sus fórmulas, pero la verdad es que hay aquí un misterio endiablado, Einstein dice que es como un papel pautado para gráficos que se está doblando continuamente pero no desaparece, pequeña Sukie; es una fuerza. Hace subir las mareas; sal de un avión y te absorberá directamente hacia abajo, ¿y qué clase de fuerza puede ser que opera instantáneamente a través del espacio y nada tiene que ver con el campo electromagnético? —Se estaba olvidando de comer; salpicaduras de saliva aparecían sobre la superficie de laca de la mesa—. Hay una fórmula para esto, tiene que haberla, y va a ser tan elegante y tan buena como la vieja E=mc2. La espada sacada de la piedra, ¿entiendes lo que quiero decir? —Sus manazas, inquietantes como las hojas de esas plantas tropicales que parecen de plástico pero sabemos que son naturales, hicieron un ademán decisivo como de sacar una espada. Después, con sal y pimienta y un cenicero de cerámica con la delicada y rosada imagen de la histórica Old Colony House de Newport, Van Horne trató de ilustrar lo que son las partículas subatómicas y su convencimiento de que podía hallarse una combinación que generase electricidad sin añadirle más energía—. Es como el jiu-jitsu: arrojas a tu adversario por encima del hombro con más fuerza que la que él llevaba al arrojarse sobre ti. Un apalancamiento. Hay que bambolear esos electrones. —Sus manos repulsivas mostraron la manera de hacerlo—. Si piensas en esto sólo mecánica o químicamente, estás perdido; la vieja segunda ley te pilla indefectiblemente. ¿Sabes qué son los pares de Cooper? ¿No? Bromeas. ¿Eres o no periodista? Las noticias no deben limitarse a quién se acuesta con quién, ¿sabes? Hay pares de electrones flojamente enlazados que constituyen el corazón de los superconductores. ¿Sabes algo acerca de los superconductores? ¿No? Muy bien, su resistencia es cero. No quiero decir que es muy pequeña, quiero decir que es cero. Bueno, supongamos que descubrimos algunos triples de Cooper. Tendríamos una resistencia de menos de cero. Tiene que haber un elemento, como fue el selenio para el proceso Xerox. Aquellos imbéciles de Rochester no tuvieron nada hasta que dieron con el selenio, como caído del cielo, sin buscarlo. Bien, en cuanto nosotros consigamos el equivalente del selenio, no habrá nada que pueda detenernos, querida Sukie. Métete debajo de la epidermis química, y todos los tejados del mundo podrán convertirse en generadores con sólo una capa de pintura. En realidad, la célula fotovoltaica que emplean en los satélites no es más que un sandwich. Lo que necesitas no es jamón, queso y lechuga (tradúcelo por silicona, arsénico y boro), sino ensalada de jamón, donde la macrocombinación no represente un problema. Lo único que yo tengo que hacer es imaginarme la maldita mayonesa.

Sukie se echó a reír y, como aún tenía hambre, tomó un palito de pan de un pequeño bote que había sobre la mesa, le quitó la funda y empezó a mordisquearlo. Todo aquello le parecía de una presunción fantástica. Allí estaban todos aquellos hombres de Rochester y de Schenectady cuyo tipo conocía bien, personajes científicos de labios finos y apretados y calvas incipientes y fundas de plástico en el bolsillo de la camisa, para el caso de que sus plumas rezumasen tinta, trabajando sistemáticamente en estos problemas con fondos del gobierno y disponiendo de una esposa y unos hijos con quienes reunirse por la noche. Pero entonces reconoció que esta idea no era más que un simple prejuicio que conservaba de su antigua vida, de antes de que la femineidad estallase dentro de ella y se diese cuenta de que todo lo que habían hecho los hombres sistemáticamente era un veneno mortal, sólo bueno para los campos de batalla y los lugares devastados. ¿Por qué no podía un salvaje como Darryl tratar de penetrar uno de los secretos del universo? Piensa en Thomas Edison, que se había quedado sordo porque, cuando era chico, le habían subido a una carreta tirando de sus orejas. Piensa en aquel escocés, ¿cómo se llamaba?, que había observado cómo levantaba el vapor la tapa de la cafetera e inventado después el ferrocarril. A punto estuvo de decirle a Van Horne cómo, para divertirse. Jame Smart y ella habían realizado hechizos contra la horrible esposa de Clyde; empleando un libro de oraciones que Jane había sustraído de la iglesia episcopaliana, habían bautizado solemnemente una caja de galletas con el nombre de Felicia y arrojado en ella diferentes cosas: plumas, alfileres, barreduras de la casa increíblemente antigua de Sukie en Hemlock Lane.

En ésta, menos de diez horas después de almorzar con Darryl van Horne, había recibido a Clyde Gabriel. Los niños estaban durmiendo. Felicia había ido en una caravana de autobuses de Boston, Worcester, Hartford y Providence, a protestar contra algo en Washington: pensaban encadenarse a las columnas del Capitolio y estropearlo todo, echar arena humana en los engranajes del Gobierno. Clyde podía pasar allí la noche, con tal de que se levantase antes de que se despertase el primero de los hijos. Era un marido de imitación conmovedor, con sus gafas bifocales y su pijama de franela y un trozo de dentadura postiza que envolvió discretamente en un «Kleenex» y se metió en un bolsillo de la chaqueta cuando pensó que Sukie no lo veía.

Pero lo vio, pues la puerta del cuarto de baño no se cerraba del todo, debido a que la vieja estructura de la casa se había desencajado a lo largo de los siglos, y ella tuvo que estar varios minutos sentada en el water esperando que saliese el pipí. Los hombres eran capaces de conjurarlo inmediatamente; era una de sus virtudes, aquel chorro estruendoso mientras se erguían majestuosamente ante la taza. En ellos, todo era más directo; sus entrañas no eran, como las de las mujeres, un laberinto a través del cual tenía que encontrar el pipí su camino. Sukie atisbó, mientras esperaba; Clyde, con aquella inclinación de cabeza propia de los hombres maduros y el abultado occipucio de los estudiosos, cruzó la rendija vertical por la que ella podía ver el dormitorio.

Por sus brazos levantados, supo que se estaba quitando algo de la boca. Vio el breve destello de una encía falsa y, después, que introducía algo pequeño y envuelto en «Kleenex» en el bolsillo lateral de su chaqueta, para encontrarlo fácilmente cuando saliese a tientas de la habitación al amanecer. Sukie siguió sentada, juntas sus lindas rodillas ovaladas y conteniendo el aliento: desde su infancia le había gustado espiar a los hombres, esa otra raza entretejida con la de ella, tan jactanciosos y mal hablados, pero infantiles en realidad, como lo demostraban cuando una les ofrecía el pecho o se abría de piernas y ellos parecían querer volver al lugar del que habían venido. A ella le gustaba sentarse como ahora, pero en una silla, y separar las piernas para que la mata de vello pareciese más grande y los rizos más resplandecientes, y dejar que ellos la besasen y la mordiesen. Pastel de vello, solía llamarlo un chico al que había conocido en el Estado de Nueva York.

Por fin salió el pipí. Sukie apagó la luz del cuarto de baño y pasó al dormitorio, cuya única iluminación procedía del farol de la esquina de Hemlock Lane y Oak Street. Hasta ahora, ella y Clyde no habían pasado una noche juntos, aunque últimamente solían ir en coche a los bosques de Cove a la hora de almorzar (ella caminando por Dock Street hasta el monumento de los muertos en la guerra, y él recogiéndola allí en su «Volvo»); el otro día, ella se había cansado de besar su cara triste y seca, con aquellos largos pelos saliendo de sus fosas nasales y aquel aliento que olía a tabaco, y, para divertirse y divertirle a él, le había desabrochado el pantalón y rápidamente, dulcemente (según había pensado), le había provocado un orgasmo con sólo observarle fríamente. Aquellos cómicos chorros de semen, como gritos de un animalito en las garras de un halcón… Él se había quedado pasmado ante aquel truco de bruja, y, cuando al fin se había echado a reír, sus labios se habían dilatado de un modo extraño, descubriendo dos hileras de dientes mellados con manchas de plata ennegrecida. Había sido un poco espantoso, como si la corrosión y el dolor y el tiempo se hubiesen puesto al desnudo. Ahora volvió a sentirse tímida, entrando a ciegas en su propia habitación, con aquel hombre en ella, todavía no adaptados sus ojos a la oscuridad al salir del cuarto de baño. Clyde estaba sentado en un rincón y su pijama brillaba como una lámpara fluorescente que acabase de apagarse. La punta roja de un cigarrillo ponía un destello cerca de su cabeza. Ella podía verse —sus flancos blancos y sus costados nerviosos con las costillas marcadas— más claramente de lo que le veía a él, pues varios espejos —con marco dorado, antiguos, heredados de una tía de Ithaca— pendían de las paredes. Estos espejos estaban moteados por el tiempo; las paredes de yeso húmedo de las viejas casas de piedra habían roído el mercurio de sus dorsos. Sukie prefería estos antiguos espejos a los perfectos; le devolvían su belleza sin menos cavilaciones. La voz de Clyde gruñó:

—No estoy seguro de estar en condiciones.

—Si no lo estás tú, ¿quién lo estará? —preguntó Sukie a las sombras.

—Oh, puedo pensar en varios —dijo él, pero se puso en pie y empezó a desabrocharse la chaqueta del pijama.

Se había llevado a la boca el cigarrillo encendido y la punta roja de éste saltaba al hablar él.

Sukie sintió un escalofrío. Había esperado que él la tomase inmediatamente en sus brazos y le prodigase largos y hambrientos besos, a pesar de su mal aliento, como los que le había dado en el coche. Al desnudarse tan de prisa, se había colocado en desventaja; se había devaluado ella misma, en una de esas terribles fluctuaciones que experimenta una mujer en la bolsa de valores de la mentalidad masculina, subiendo y bajando de un minuto a otro, según la oferta y la demanda de sus energías vitales; y del superego. Sintió el impulso de dar media vuelta y encerrarse de nuevo en el iluminado cuarto de baño, y que él se fuese al infierno. Clyde no se había movido. Su antaño hermosa y hoy deshidratada cara, tensa en los pómulos, estaba contraída reflexivamente alrededor del cigarrillo, con un ojo cerrado para resguardarlo del humo. Igual podría haber estado sentado corrigiendo unas pruebas, con su lápiz blando deslizándose sobre el texto y tachando, cobijados sus ojos ictéricos bajo una visera verde y con el humo de su cigarrillo trazando volutas galácticas en el cono de luz de la lámpara de su mesa, su propio cono de poder. A Clyde le gustaba cortar, encontrar un párrafo totalmente superfluo que pudiese ser eliminado por entero; aunque últimamente se había encariñado con su propia prosa y sólo corregía las faltas de ortografía.

—¿Cuántos? —preguntó ella.

Él pensaba que era una ramera. Sin duda, Felicia no paraba de decírselo. El escalofrío que había sentido Sukie, ¿era por el frío de la habitación o por la chocante visión de su propia carne blanca reflejada simultáneamente en tres espejos?

Clyde apagó su cigarrillo y acabó de desabrocharse el pijama. Ahora también él estaba desnudo. Los pálidos reflejos se duplicaron en los espejos. Su pene era impresionante, flaco como él, colgando desvalido y pesado a la manera característica de estos órganos, de estos precarios trozos de carne. Por fin inició un abrazo y su piel se pegó ansiosamente a la de ella; su cuerpo era huesudo, pero sorprendentemente cálido.

—No demasiados —respondió—. Sólo los bastantes para que esté celoso. Eres adorable. Casi me dan ganas de llorar.

Ella le condujo a la cama, tratando de evitar los movimientos que pudiesen despertar a los niños. Bajo las sábanas, la cabeza de él, con sus ángulos agudos y sus punzantes patillas, descansó pesadamente sobre el pecho de ella; el pómulo presionaba la clavícula de la mujer.

—Esto no debería hacerte llorar —dijo ella con dulzura, tratando de aligerar la presión del hueso de él sobre el de ella—. Deberías sentirte dichoso.

Mientras Sukie decía esto, la ancha cara de Alexandra apareció en su mente: ancha, un poco tostada por el sol incluso en invierno, debido a sus paseos al aire libre, los delicados hoyuelos en el mentón y en la punta de la nariz, que le daban aquel aire impasible y extraño de diosa, la imperturbabilidad de la persona que se aferra a un credo: Alexandra creía que la Naturaleza, el mundo físico, era una cosa feliz. En cambio, este hombre acurrucado, pellejo de perro sobre huesos cálidos, no lo creía así. Para él, el mundo se había vuelto tan insípido como el papel, compuesto como estaba por una maraña de sucesos inconsecuentes que pasaban por encima de su mesa camino de la imprenta. Para él todo había llegado a ser secundario y agrio. Sukie se preguntó sobre su propia fuerza, sobre el tiempo que podría aguantar a aquellos hombres apesadumbrados y vacilantes sobre su pecho sin contagiarse.

—Si pudiese tenerte todas las noches, me causaría gran felicidad —concedió Clyde Gabriel.

—Entonces… —dijo Sukie, en tono maternal, mirando asustada al techo, tratando de prepararse para la convenida rendición, ese vuelo al sexo que su cuerpo prometía a otros.

El cuerpo de este hombre de más de medio siglo exhalaba un olor masculino complejo que incluía el aroma corrompido del whisky, un olor que a menudo había advertido al inclinarse sobre él en la mesa mientras el lápiz saltaba sobre su texto escrito a máquina. Era parte de él, algo inherente a él. Le acarició los cabellos sobre el cráneo con su larga protuberancia de inteligencia. Sus cabellos se aclaraban cada día más: ¡qué finos eran! Como si cada pelo hubiese sido numerado. Él le besó un pezón, rosado y erecto. Ella se acarició el otro con el índice y el pulgar, para animarse. Él había proyectado su tristeza sobre ella y ahora no podía sacudírsela del todo. El clímax del hombre, aunque lento a la deliciosa manera de los individuos maduros, dejó insatisfecho el propio demonio de ella. Necesitaba más de él, aunque ahora Clyde quería dormir. Sukie le preguntó:

—¿Te sientes culpable con Felicia, por estar conmigo de esta manera?

Esta frase era de una coquetería necia, pero a veces, después de hacer el amor, se sentía resbalar desesperadamente, en una devaluación demasiado brusca.

La única ventana de la habitación retenía la luz fría de la luna. El calvo noviembre reinaba en el exterior. Los sillones del jardín habían sido entrados en la casa; el suelo herboso estaba muerto y liso como el del interior de una vivienda; el patio estaba desierto como una casa después de ser desamueblada. El pequeño peral tiempo atrás enjoyado de fruta se había convertido en un haz de palos secos. Un geranio muerto permanecía en una maceta de la ventana. El estrecho armario junto a la fría chimenea tenía restos de moho. Un hechizo dormía debajo de la cama. Clyde buscó una respuesta en la modorra que precede al sueño.

—No es culpa —dijo—. Sólo rabia. Esa perra se apoderó de mi vida y la destruyó. Generalmente estoy adormecido. El hecho de que seas tan adorable me despierta un poco, y esto no es bueno. Me muestra lo que he perdido, lo que esa recta y fastidiosa perra ha hecho que me faltase.

—Pienso —dijo Sukie, todavía con coquetería— que tengo fama de ser un poco superior a lo normal; no creo que esto debiese enfadarte.

Queriendo decir también que no era ella quien debiese cargar con él y sacarle del pozo, pues estaba demasiado triste y envenenado; aunque sentía aún impulsos de esposa, viendo a los hombres en su vida diaria: la inclinación de sus hombros cuando se levantan de un sillón, la descarada torpeza con que se ponen y quitan los pantalones, la docilidad con que se afeitan todos los días y salen a la calle en busca de dinero.

—Lo que me muestras me causa vértigo —dijo Clyde, acariciando ligeramente los firmes senos y el plano y largo abdomen—. Eres como un risco. Me dan ganas de saltar.

—Por favor, no saltes —dijo Sukie.

Había oído a una de sus hijas, la menor, volviéndose en la cama. La casa era tan pequeña que hubiérase dicho que todos se abrazaban por la noche, a través de las paredes empapeladas.

Clyde se quedó dormido con una mano sobre el vientre de ella, de modo que Sukie tuvo que levantarle el pesado brazo —los suaves ronquidos se interrumpieron, para continuar después— para poder bajar de la inclinada cama. Trató de orinar de nuevo y no pudo; tomó su camisón y su albornoz de la parte de atrás de la puerta del cuarto de baño y fue a echar un vistazo a su inquieta hijita, que había arrojado la colcha al suelo en la agitación debida, sin duda, a una pesadilla. De nuevo en la cama, Sukie trató de conciliar el sueño volando mentalmente a la vieja «Mansión Lanox» y pensando en los partidos de tenis que podrían jugar durante todo el invierno ahora que Darryl había instalado caprichosamente una gran cubierta de lona sostenida por aire caliente, y en las bebidas que Fidel les serviría después, coloreadas con lima y licor de cerezas y menta y pimiento, y en la manera en que sus miradas y risitas y murmuraciones se entrelazarían como los círculos húmedos que sus vasos dejaban sobre la mesa de cristal en la espaciosa habitación de Darryl donde las obras de pop art se cubrían de polvo. Aquí las mujeres eran libres, como en unas vacaciones de una vida que olía a rancio y roncaba a sus costados. Cuando Sukie se durmió, soñó empero en otra mujer, Felicia Gabriel, con su cara tensa y triangular, hablando y hablando, cada vez más furiosa, acercando la cara, con la punta de la lengua del color de un trozo de pimiento y moviéndose con impecable indignación detrás de sus dientes, ora fluctuando entre éstos, ora tocando a Sukie aquí y allí; tal vez no deberíamos, pero causa sensación, ¿y quién puede decir lo que es natural?, todo lo que existe tiene que ser natural y, en todo caso, nadie está observando, nadie, ¡oh!, esa dura y rápida puntita roja, realmente tan considerada, tan buena. Sukie se despertó un momento y se dio cuenta de que el clímax que Clyde no había podido provocar lo había conseguido la aparición de Felicia. Sukie terminó la obra con su propia mano izquierda, al compás de los ronquidos de Clyde. La pequeña y vacilante sombra de un murciélago pasó por delante de la luna y también esto pareció consolador a Sukie: la idea de algo despierto además de su mente, como cuando un tranvía chirriaba a altas horas de la noche en una esquina lejana e invisible cuando ella era una niña y vivía en el Estado de Nueva York, en aquella pequeña ciudad de ladrillos que era como una uña en el extremo de un pequeño lago helado.

El hecho de estar enamorado de Sukie hacía que Clyde bebiese más; borracho, podía hundirse más tranquilamente en el fiemo de su anhelo. Ahora había dentro de él un animal cuya roedura era sociable, como una especie de conversación. Que antaño hubiese deseado a Felicia de esta manera hacía que su situación pareciese aún más satisfactoriamente irremediable. Para su desgracia, veía a través de todo. Había dejado de creer en Dios cuando tenía siete años, en el patriotismo cuando tenía diez, en el arte cuando tenía catorce y se había dado cuenta de que nunca sería un Beethoven, un Picasso o un Shakespeare. Sus autores predilectos eran los que sabían ver a través de las cosas: Nietzsche, Hume, Gibbon, las mentes lúcidas y jubilosas e implacables. Su mente se nublaba más y más entre el tercer y el cuarto whisky, incapaz de recordar la mañana siguiente qué libro había tenido sobre sus rodillas, de qué reuniones había vuelto Felicia, cuándo se había ido él a la cama, cómo había cruzado las habitaciones de la casa que, ahora que Jennifer y Christopher se habían marchado, parecía un cascarón enorme y frágil. El tráfico palpitaba en Lodowick Street como los insensatos latidos del corazón y la sangre de Clyde. En su solitario aturdimiento, producido por el licor y el deseo, había bajado de un alto y polvoriento estante el Lucrecio de sus días de estudiante, garrapateado entre las líneas con las traducciones del entonces aplicado y esperanzado estudiante. Niligitur mors est aá nos ñeque pertinet hilum, quandoquidem natura animi mortalis habetur. Hojeó el delicado librito, con su lomo azul gastado hasta volverse blanco donde sus húmedas manos juveniles lo habían asido una y otra vez. Buscó en vano el pasaje donde se describen las desviaciones de los átomos, estas desviaciones accidentales e indeterminadas por las cuales se complica la materia y, a través de una acumulación de colisiones, son creadas todas las cosas, incluidos los hombres con su maravillosa libertad: pues, sin estas desviaciones, todos los átomos habrían caído a través del inane profundum como gotas de lluvia.

Durante años había tenido la costumbre de salir al relativamente tranquilo patio de atrás antes de irse a la cama, y contemplar durante un minuto aquella inverosímil rociada de estrellas; sabía que una ínfima posibilidad había permitido que estos cuerpos ígneos estuviesen en el cielo, pues, si la bola de fuego primigenia hubiese sido un poquitín más homogénea, no habrían podido formarse las galaxias, y si lo hubiese sido una pizca menos, las galaxias se habrían consumido haría miles de millones de años en una heterogeneidad demasiado precipitada. Se quedaba plantado junto a la orinienta reja portátil de la barbacoa, ahora nunca utilizada desde que se habían ido los hijos, recordándose que debía entrarla en el garaje ya que se acercaba el invierno, pero sin llegar a hacerlo nunca, pues, noche tras noche, permanecía con la cara sedienta levantada hacia el enigmático milagro de la bóveda celeste. Llegaba a sus ojos una luz que había emprendido su camino cuando el hombre de las cavernas recorría el ancho mundo en pequeñas bandas como hormigas sobre una mesa de billar. El Cisne, con su cruz sin terminar, y Andrómeda, con su V volante, uniéndose casi a la segunda estrella, la vedija que —su olvidado telescopio lo había demostrado a menudo— es una galaxia en espiral más allá de la Vía Láctea. Noche tras noche, el cielo era siempre el mismo; Clyde era como una placa fotográfica expuesta una y otra vez; las estrellas le habían horadado como perforarían las balas un tejado de cinc.

Esta noche, su vieja De Rerum Natura cerró las páginas anotadas en su juventud y se deslizó entre sus rodillas. Clyde estaba pensando en salir para su contemplación ritual de las estrellas cuando Felicia entró en su estudio. Aunque, en realidad, el estudio no era de él, sino de ellos, como eran de ellos todas las habitaciones de la casa y todas las tablas desconchadas y hasta el último pedazo de estropeado envoltorio del viejo cable de cobre de un solo hilo de su instalación eléctrica, y la herrumbrosa barbacoa y, sobre la puerta de la entrada, la placa de madera con el águila, roja, blanca y azul, convertida en amarilla y negra por la lluvia de átomos.

Felicia se quitó de la cabeza y del cuello los pañuelos de lana a rayas y pataleó con indignación.

—¡Cuán estúpidos son los que gobiernan esta población! Han acordado cambiar el nombre de Landing Square por Kazmierczak Square, en honor de aquel idiota que salió de aquí y se hizo matar en Vietnam.

Dicho lo cual, se quitó las botas.

—Bueno —dijo Clyde, resuelto a mostrarse diplomático. Desde que la carne y la piel y el olor de Sukie habían llenado las células de su cerebro reservadas para la pareja, Felicia le parecía diáfana, una imagen de mujer pintada sobre un globo de papel de seda que podía reventar—. En realidad, nadie ha desembarcado en aquel sector desde hace ochenta años. Y el fango lo invadió todo durante el temporal de 1888.

Se enorgullecía inocentemente de la exactitud de sus datos; además de la astronomía, solía interesarse, cuando tenía la cabeza clara, en los desastres que habían afligido al mundo: la erupción del Krakatoa, que había envuelto a la Tierra en un sudario de polvo; las inundaciones de China, en 1931, que habían matado a casi cuatro millones de personas; el terremoto de Lisboa, en 1755, que se había desencadenado cuando todos los fieles estaban en la iglesia.

—Pero era tan agradable —dijo Felicia, con una de aquellas impertinentes y breves sonrisas con las que pretendía demostrar que sus palabras eran indiscutibles—, allá arriba, al final de Dock Street, con bancos para los viejos y aquel antiguo obelisco de granito que ni siquiera parecía un monumento conmemorativo de la guerra.

—Todavía puede ser agradable —sugirió él, preguntándose si un dedo más de whisky le sumiría piadosamente en la inconsciencia.

—No, no lo será —dijo rotundamente Felicia. Se quitó el abrigo. Llevaba un ancho brazalete de cobre que Clyde no había visto nunca. Le recordó a Sukie, que a veces sólo se dejaba puestas las joyas y entraba desnuda, resplandeciente, en las sombrías habitaciones donde hacían el amor—. Lo primero que harán ahora será cambiar los nombres de Dock Street y de Oak Street y de la propia Eastwick por los de algunos elementos de la chusma que pensaron que no tenían nada mejor que hacer que ir allá abajo y arrasar aldeas con napalm.

—Kazmierczak era un buen chico. Recuerda que, hace pocos años, era capitán del equipo de rugby y, al mismo tiempo, figuraba en la lista de honor del colegio. Por eso la gente lo sintió tanto cuando le mataron el verano pasado.

—Pues yo no lo sentí —dijo Felicia, sonriendo como si la cuestión hubiese quedado definitivamente zanjada.

Se acercó al fuego que él había encendido en el hogar, para calentarse las manos después de haberse quitado los mitones. Se volvió a medias de espaldas y se llevó los dedos a la boca, como para desprender un pelo de sus labios. Clyde no sabía por qué le irritaba este ahora frecuente ademán, pues, entre los muchos defectos que había adquirido con los años, éste era quizás el único del que no podía culparla. Por la mañana, veía plumas, pajas y moneditas de un centavo, todavía mojadas de saliva, pegadas a su almohada, y quería sacudirla para que se despertase y sentía que le daba vueltas la cabeza.

—Si hubiese nacido y se hubiese criado en Eastwick —insistió ella—, sería diferente. Pero su familia llegó aquí hace sólo unos cinco años, y su padre se niega a tener un empleo fijo; sólo trabaja en el ferrocarril el tiempo necesario para conseguir otros seis meses de desempleo. Esta noche estuvo en la reunión y llevaba manchas de huevo en la corbata. La pobre señora K. trató de vestirse correctamente para no parecer una cualquiera, pero siento decir que no lo consiguió.

Felicia amaba mucho a los humildes, en teoría; pero cuando alguno de ellos se le acercaba tendía a taparse la nariz. Había algo fascinador en esta actitud de Felicia, y Clyde no siempre podía resistir la tentación de pincharla para que siguiese hablando.

—No creo que Kazmierczak Square suene tan mal —dijo.

Los ojos como abalorios de Felicia echaron chispas.

—No me extraña que lo pienses así. Si la llamasen plaza del Cagadero tampoco te parecería que suena mal. Te importa un bledo el mundo que transmitimos a nuestros hijos o las guerras que infligimos a los inocentes o que nos envenenemos hasta morir; tú mizmo te eztás envenenando ahora mizmo y no te importa que el mundo se hunda contigo, es lo que pienzas.

Su dicción se había vuelto estropajosa al final de su discurso, y se quitó cuidadosamente de la lengua un pequeño alfiler y lo que parecía un trocito de goma de borrar.

—Nuestros hijos —se burló él— no están aquí para recibir el mundo en forma alguna.

Apuró el vaso de whisky: un sabor a humo y brezo entre cubitos de agua con fluoruro. El hielo chocó con su labio superior, y pensó en los labios de Sukie, en su muelle expresión de placer incluso cuando trataba de mostrarse solemne y triste. Él la ponía triste, y éste era uno de sus pesares. Su pintura de labios tenía siempre un ligero sabor de cereza y, a veces, dejaba una línea sobre los dos dientes de delante de Sukie. Se levantó para llenar de nuevo el vaso y se tambaleó. Pedazos de Sukie —los gordezuelos y paralelos dedos de los pies con sus puntas escarlata, su collar de medias lunas de cobre, el vello anaranjado de sus axilas— revolotearon volublemente a su alrededor. La botella vivía en un estante inferior, debajo de una larga hilera uniforme de obras de Balzac, semejantes a otros tantos ataúdes diminutos de color castaño.

—Sí, ésta es otra cosa que no puedes soportar: que Jenny y Chris se marchasen de casa. Como si se pudiese retener a los hijos eternamente en casa, como si el mundo no tuviese que cambiar y crecer. Despierta, Clyde. Tú pensabas que la vida iba a ser como la describían aquellos libros infantiles que papá y mamá amontonaban encima de tu cama cada vez que estabas enfermo, todos aquellos Pequeños Astrónomos y Clásicos Infantiles y cuadernos de dibujo con siluetas para colorearlas con afilados lápices guardados en lindos estuches, cuando en realidad es un organismo, Clyde… El mundo es un organismo, es vital, es sensible, se mueve, Clyde, mientras tú te estás ahí sentado, jugando con ese tonto papelucho, como si todavía fueses el niño mimado de mamá, enfermito en la cama. Tu llamada reportera, Sukie Rougemont, estuvo en la reunión esta noche, levantando su descarada nariz con ese aire de yo-sé-algo-que-tú-no-sabes.

«Quizá la maldición está en el lenguaje —pensaba él—; por su culpa fuimos arrojados del Edén. Y ahora estamos tratando de enseñarlo a los pobres y bonachones chimpancés y a los sonrientes delfines».

¡Ooh! —exclamó Felicia, arrebatada en un furioso torbellino—, ¿te imaginas que no sé nada de lo que hay entre tú y esa mozuela? Puede leer en ti como en un libro y sé lo que te gustaría acostarte con ella si tuvieses agallas para hacerlo; pero no las tienes, no.

La imagen de Sukie cuando le hacía el amor, confusa y gentil y con una especie de asombro tranquilo en su expresión, acudió a su mente, y su fuerte dulzor paralizó su lengua, que hubiese querido protestar diciendo: Pues lo hago.

—Tú estás ahí sentado —siguió diciendo Felicia, con un rencor químico que se había hecho independiente de su cuerpo, una posesión que dominaba su boca, sus ojos—, estás ahí sentado, soñando en Jenny y en Chris, que al menos tuvieron valor para despedirse para siempre de este pueblo olvidado de Dios y tratar de hacer carrera donde ocurren cosas. Te estás sentado ahí soñando en ellos, pero ¿sabes lo que solían decirme, hablando de ti? ¿Quieres saberlo, Clyde? Pues me decían: «Mamá, ¿no sería estupendo que papá nos dejase? Pero bueno —añadían—, no tiene agallas». Y despectivamente, como imitando aún la voz de otros: «No es más que eso…, que no tiene… agallas».

«Su retórica pulida —pensó Clyde— era lo que la hacía realmente insoportable: las artificiosas pausas y repeticiones, la manera en que tomaba la palabra “agallas” y la convertía en un tema musical, la manera en que exponía sus rotundas opiniones ante un numero, su público imaginario y extasiado». Un puñado de chinches habían subido de su garganta durante el clímax de su perorata, pero ni siquiera esto la detuvo. Felicia escupió rápidamente los clavitos en su mano y los arrojó al fuego que él había encendido. Chirriaron débilmente; sus cabezas coloreadas se ennegrecieron.

—No tiene agaüaz —dijo, extrayendo de la boca una última chinche y arrojándola al hueco entre los ladrillos y la pantalla de la chimenea—, pero quiere convertir toda la villa en un monumento conmemorativo de esta horrible guerra. Todo coincide; debe ser…, ¿cómo lo llaman…?, un síndrome. El borracho encanijado quiere que todo el mundo se derrumbe con él. Me recuerdas a Hitler, Clyde. Otro hombre débil a quien el mundo no supo plantar cara. Bueno, esta vez no ocurrirá lo mismo. —Ahora la muchedumbre imaginaria se había colocado detrás de ella, como soldados bajo su mando—. ¡Alcémonos contra el mal! —gritó, fijando la mirada más allá de la cabeza de él.

Y se quedó plantada, con las piernas firmes en el suelo, como si él pudiese tratar de agredirla. Pero si él había avanzado un paso había sido porque el fuego, bajo aquel puñado de clavitos húmedos, parecía a punto de extinguirse. Apartó la pantalla y atizó los leños con el hurgón de mango de bronce. Los leños desprendieron chispas al juntarse más. Esto le recordó a Sukie y él mismo. Una curiosa ventaja de hacer el amor con Sukie era la somnolencia que le infundía su proximidad; al suave contacto de su piel, le invadía una feliz languidez, después de toda una vida de insomnio. Antes y después del acto, el cuerpo desnudo de ella rodaba tan ligero a su lado que él tenía la impresión de haber encontrado al fin su sitio en el espacio. La sola idea de esta paz que le daba la pelirroja divorciada hizo que su cerebro se sumiese en una piadosa inconsciencia.

Quizá pasaron varios minutos. Felicia seguía hablando con vehemencia. El profundo desprecio que sus hijos sentían por él había sido incrementado por su actitud al quedarse sentado mientras guerras injustas, gobiernos fascistas y explotadores codiciosos asolaban el mundo. Él empuñaba aún el liso mango del hurgón. La cara de ella, por efecto químico de su indignación, se había vuelto blanca como una calavera; sus ojos ardían como llamas diminutas de velas votivas en cavidades de cera producidas por ellas mismas. Sus cabellos parecían erizados en una mellada y mísera aureola. Pero lo más horrible era que seguían saliendo cosas de su boca: plumas de loro, avispas muertas, trozos de cáscara de huevo, mezclado todo ello con una especie de puré claro que ella se enjuaga continuamente del mentón con un rítmico ademán como de amartillar un arma. Clyde consideró estas expulsiones como una señal; esta mujer era una poseída, no tenía nada que ver con aquélla con quien se había casado de absoluta buena fe.

—Vamos, Lishy —suplicó—, no te acalores. Tengamos la fiesta en paz.

La acción química y mecánica que había sustituido a su alma cobró aún más ímpetu; en su trance de indignación, la mujer había dejado de ver y de oír. Sus voces despertarían a los vecinos. Su voz era cada vez más fuerte, alimentada inagotablemente desde dentro. Él tenía el vaso en la mano izquierda; levantó el hurgón con la derecha y lo descargó sobre la cabeza de la mujer, sólo para interrumpir por un instante aquel torrente de energía, para cerrar el agujero del que manaban demasiadas cosas. El hueso del cráneo produjo un ruido seco sorprendente, como si dos bloques de madera se hubiesen juntado de pronto. Ella puso los ojos en blanco y sus labios se abrieron involuntariamente, mostrando una inverosímil plumita azul sobre la lengua. Él sabía que estaba cometiendo un error, pero aquel silencio parecía un don del cielo. Su propia química rigió sus actos; golpeó una y otra vez aquella cabeza, siguiéndola en su lenta caída sobre el suelo, hasta que el mido de los golpes fue más blando que el de la madera al chocar contra madera. Había cerrado el agujero en una paz cósmica y eterna.

Una inmensa funda de alivio se desprendió de Clyde Gabriel; una película que se deslizó de su cuerpo empapado en sudor, como una bolsa protectora de polietileno al ser levantada de un traje limpio. Sorbió el whisky, evitando mirar al suelo. Pensó en las estrellas de allá fuera y en su inconmovible disposición en esta noche de su vida, como en cualquier otra durante los eones transcurridos desde que se condensó la galaxia. Aunque tenía todavía muchas cosas que hacer, algunas de ellas muy difíciles, una perspectiva milagrosamente refrescante daba a cada una de sus acciones una claridad total, como si hubiese vuelto ciertamente a aquellos libros infantiles ilustrados que Felicia le había recordado en son de burla. Era curioso que lo hubiese hecho; había tenido razón: él había adorado aquellos días en que, por estar enfermo, se había quedado en casa y faltado al colegio. Ella le conocía demasiado bien. El matrimonio es como dos personas que se encierran para leer una lección, una y otra vez, hasta que las palabras pierden todo su sentido. Le pareció que ella gemía en el suelo, pero decidió que no era más que el fuego al digerir una venita de savia.

Como niño concienzudo y amante de la pulcritud, a Clyde le habían encantado los dibujos arquitectónicos: los que mostraban cada moldura y dintel y cornisa, y ponían de manifiesto las reducciones triangulares de la perspectiva. Con una regla y un lápiz azul, solía prolongar las líneas decrecientes de los dibujos de las revistas y de los cuadernos de historietas hasta el punto de encuentro, aunque este punto estuviese fuera de la página. El hecho de que tal punto existiese era un concepto agradable para él, y quizá su primer atisbo de la fraudulencia de los adultos fue el descubrimiento de que, en muchos dibujos de apariencia deslumbradora, los artistas habían hecho trampa: no había ningún punto de encuentro exacto. Ahora, Clyde en persona había llegado a este lugar de perspectiva final, y todo era idealmente lúcido y claro a su alrededor. Vastas áreas problemáticas —el número de Word del miércoles próximo, el arreglo de su próxima cita con Sukie, el perpetuo esfuerzo de los amantes para encontrar un sitio reservado y una cama que no parezca charra, la molestia reiterada de ponerse la ropa interior y abandonar a la pareja, la necesidad de consultar con Joe Marino sobre el mal estado (ya imposible de ignorar) del viejo horno de la casa y de los deteriorados radiadores y tuberías, la parecida condición de su hígado y de las paredes de su estómago, los periódicos análisis de sangre y consultas con Doc Pat y todas las hipócritas resoluciones determinadas por su deplorable estado, y ahora las infinitas complicaciones con la Policía y los tribunales de justicia— habían sido borradas de su mente, dejando sólo el perfil de esta habitación, las líneas de sus obras de carpintería, limpias como rayos láser.

Apuró su vaso. Le escocieron las tripas. Felicia se había equivocado al decir que no tenía agallas[1]. Al dejar el vaso sobre la repisa de la chimenea, no pudo evitar la visión periférica de sus pies, torcidos de un modo raro, como en mitad de un complicado paso de danza. Había sido en realidad una ágil bailarina de jitterbug en la escuela superior de Warwick. Aquel maravilloso ritmo de gran orquesta que incluso las orquestinas locales podían elaborar en aquellos tiempos. Al girar a impulso de su pareja, ella solía mostrar la punta de su lengua infantil entre los dientes. Clyde se agachó para recoger el libro de Lucrecio y volvió a ponerlo en su sitio en el estante. Después bajó al sótano en busca de una cuerda. El estropeado y viejo horno chupaba el carburante con un gemido estridente; su herrumbroso caparazón tenía tantas filtraciones que el sótano era el lugar más cómodo de la casa. Había un viejo lavadero donde los anteriores propietarios habían dejado una «Bendix» antigua con exprimidores para la ropa y olor a nafta e incluso una cesta con pinzas sobre la tapa del depósito. ¡Las veces que había jugado él con las pinzas de la ropa, pintándolas como hombres de largas piernas y con sombreros redondos parecidos a las gorras de los marineros! En cuanto a las cuerdas de tender la ropa, nadie las usa ya hoy en día. Pero había un rollo limpiamente enroscado y metido detrás de la vieja lavadora en un mundo de telarañas. La mano transparente de la Providencia, pensó súbitamente Clyde, le estaba guiando. Con sus propias y opacas manos —venosas, nudosas, garras de viejo, odiosas— dio un fuerte tirón a la cuerda e inspeccionó dos o tres metros de ella, por si había algún punto estropeado por el que pudiese romperse. Había unas tijeras grandes al alcance de su mano y cortó con ellas el trozo necesario.

Como cuando trepaba a una montaña —avanzando paso a paso y sin mirar demasiado lejos hacia arriba—, subió resuelta y lentamente la escalera, llevando consigo la cuerda polvorienta. Giró a la izquierda, entró en la cocina y miró al techo. Éste había sido bajado en una obra de renovación y presentaba una endeble superficie de placas de celulosa sujetas por una rejilla de aluminio. En las otras habitaciones de la planta baja, los techos estaban a una altura de casi tres metros; pero los adornados rosetones para las lámparas —no pendía una lámpara de ninguno de ellos—, no aguantarían su peso, aunque se subiese a una escalera y encontrase una protuberancia donde atar la cuerda.

Volvió a la biblioteca para servirse otra copa. El fuego ardía con menos fuerza y convenía añadirle un trozo de leña; pero ésta era una de las muchas preocupaciones que habían dejado de tener importancia para él. Era un poco difícil acostumbrarse a esto, pero tal dificultad tampoco le importaba ahora. Sorbió la bebida y sintió que el líquido ambarino y con sabor a humo descendía para una digestión que estaba ya fuera de lugar, que no se produciría. Pensó en el cómodo sótano y se preguntó si, en el caso de que se quedase a vivir allí, en una de las viejas carboneras, y no saliese nunca de casa, sería todo olvidado y perdonado. Pero esta idea rastrera contaminaba la pureza que había creado en su mente hacía unos minutos. Debía pensar en otra cosa.

Quizás el problema estaba en la cuerda. Él era periodista desde hacía treinta años y conocía la enorme variedad de métodos empleados por las personas que se quitaban la vida. El suicidio en automóvil era actualmente uno de los más corrientes; suicidas automovilistas eran enterrados todos los días por sacerdotes satisfechos y parientes que no tenían de qué avergonzarse. Pero el método era inseguro y provocaba una desagradable publicidad y, en estos últimos momentos, todos los prejuicios estéticos que Clyde había destruido en el curso de su vida revivieron dentro de él con imágenes de su infancia. Algunas personas, teniendo en cuenta el fuego del hogar, la horrible prueba que yacía en el suelo y el hecho de que la casa fuese de madera, se habrían sacrificado en una enorme hoguera. Pero esto dejaría a Jenny y Chris sin herencia alguna, y Clyde no era de esos que, como Hitler, querían llevarse el mundo consigo; Felicia había errado de medio a medio en esta comparación. Además, ¿podía estar seguro de que no saldría corriendo para salvar el chamuscado pellejo? Él no era un monje budista adiestrado en la disciplina de esa bestia pusilánime que es el cuerpo y capaz de permanecer sentado, en tranquila protesta, hasta que la carne quemada se derrumba. Se decía que el gas era indoloro, pero él tampoco era mecánico, para encontrar la cinta adhesiva y la masilla necesarias para cerrar herméticamente las muchas ventanas de la cocina, cuya espaciosidad y exposición al sol había sido uno de los factores que habían inducido a Felicia y a él mismo a comprar la casa, haría este diciembre trece años. Todo este año es diciembre, se le ocurrió pensar con satisfacción culpable; diciembre, con sus días cortos y oscuros y adornados, y las lívidas multitudes empeñadas en comprar y el mecánico homenaje a una religión muerta (los villancicos en las tiendas de baratillo, el patético pesebre en Landing-Kazmierczak-Square, el árbol de Navidad erigido en aquella grande y redonda urna de mármol llamada Abrevadero), todo diciembre estaba ahora entre las muchas cosas borradas del sublimemente simplificado calendario de Clyde. Tampoco tendría que pagar la factura del petróleo el próximo mes. Ni la factura del gas, y no quería que su última visión de la realidad fuese el interior de un horno de gas en el que tendría que introducir la cabeza poniéndose a cuatro patas, en la posición servil de un perro disponiéndose a comer. También rechazó la suciedad de los cuchillos y navajas y la sangre en la bañera. Las píldoras eran indoloras y limpias, pero uno de los objetivos de Felicia había sido una caprichosa lucha contra las compañías de productos farmacéuticos y contra lo que ella decía que intentaban para crear una América petrificada, una nación de zombies dependientes de las drogas. Clyde sonrió, y se acentuó la profunda arruga de su mejilla. Algo de lo que había dicho la vieja tenía sentido. No había sido mero parloteo. Pero no creía que tuviese razón en lo tocante a Jennifer y a Chris; él no había esperado ni deseado que se quedaran en casa para siempre; sólo le irritaba que Chris se hubiese dedicado a una profesión tan inestable como la de la escena, y que Jenny se hubiese ido tan lejos, nada menos que a Chicago, para someterse a un bombardeo de rayos X sobre los ovarios, de manera que nunca podría traerle ningún nieto. Pero también los nietos estaban fuera del mapa. Los hijos son algo que pensamos que hemos de tener porque los tuvieron nuestros padres, pero después, y aunque sea inquietante tener que reconocerlo, los hijos no son más que otros miembros de la raza humana. Jenny y Chris habían sido unos hijos buenos y tranquilos, y también esto había sido un poco inquietante; por ser buenos se habían apartado de Felicia, que, cuando era más joven y estaba menos entregada al altruismo, había tenido muy mal genio (en el fondo por frustración sexual, sin duda alguna, pero ¿cómo podía un marido proteger y excitar a una mujer al mismo tiempo?), y, por ello mismo, se habían apartado también de él. Cuando tenía unos nueve años, Jenny se preocupaba por la muerte y, una vez, le había preguntado por qué no rezaba con ella como solían hacer los otros padres, y, aunque él no había sabido contestarle, aquél había sido el momento en que habían estado más unidos. Él siempre había tratado de leer, y ella le interrumpía al acercarse. Con unos padres mejores, Jenny habría podido ser una santa, con sus ojos pálidos y claros y una cara tan suave como las de las fotografías después de retocadas. Hasta que había tenido una hijita hembra, Clyde no había visto nunca realmente un órgano genital femenino, liso y abultado como un panecillo diminuto en una fuente de pasteles.

La villa había crecido silenciosa a su alrededor: no pasaba un solo automóvil por Lodowick Street. Ahora le dolía el estómago: generalmente le dolía a esta hora de la noche: una úlcera incipiente. Doc Pat le había dicho: «Si tienes que beber, al menos come». Uno de los inconvenientes de su relación amorosa con Sukie era que se saltaba el almuerzo para acostarse con ella. A veces, ella traía un bote de anacardos, pero el mal estado de su dentadura había hecho que él perdiese su afición por ellos; los trocitos se metían debajo de la prótesis y le cortaban las encías.

Era sorprendente que las mujeres no se hartasen nunca del amor. Si uno se portaba bien, querían más al cabo de un minuto; lo deseaban tanto como salir en un periódico. Incluso Felicia, por más que dijese que le odiaba. A esta hora de la noche, él estaría dando cabezadas ante el fuego moribundo, dándole tiempo para que se metiese en la cama y se durmiese esperándole. Y es que Felicia, después de haber soltado todo lo que llevaba dentro, se sumía en un minuto en el olvido de los justos. Clyde se preguntó ahora si sería hipoglucémica: por la mañana, tenía clara la cabeza y había desaparecido el fantástico público al que dirigía sus discursos. Nunca había parecido captar lo mucho que a él le enfurecía. Algunas mañanas, el sábado o el domingo, conservaba su camisón, como provocándole, como una manera de hacer las paces. Uno pensaría que un hombre y una mujer que viven juntos durante tantas horas de sus vidas tienen que encontrar un momento para reconciliarse. Oportunidades perdidas. Si esta noche hubiese hecho él oídos sordos y hubiese dejado que subiese sana y salva al piso de arriba… Pero también esta posibilidad, como las de tener nietos y curar su estómago saturado de licor y acabar con las molestias de su pequeña prótesis dental, estaba fuera del mapa.

Clyde tenía la impresión de ser varios a la vez, como imágenes fantásticas en la televisión. A esta hora de la noche, él, en un desfile de estas fantásticas imágenes, subiría la escalera. La escalera. El trozo de cuerda seca y vieja seguía colgando de su mano. Las telarañas se habían pegado a su pantalón de pana. ¡Que el Señor me dé fuerza!

La escalera era una construcción victoriana bastante majestuosa, que giraba en dirección contraria después de un descansillo a media altura y desde el que se veía el patio de atrás y su jardín, antaño muy bonito pero bastante descuidado en los últimos años. Una cuerda atada a la base de uno de los balaustres de arriba tendría espacio suficiente para balancearse sobre la escalera inferior, que podría servir como una especie de plataforma de patíbulo. Subió con la cuerda al rellano de la segunda planta. Trabajó rápidamente, temiendo que el alcohol le privase de conocimiento. Para hacer un buen nudo tenía que pasar la cuerda de derecha a izquierda y después de izquierda a derecha. ¿O no era así? Fracasó en el primer intento. Era difícil mover las manos en el estrecho espacio entre las bases cuadradas de los balaustres; se despellejaba los nudillos. Sus manos parecían estar a gran distancia de sus ojos y haberse convertido en luminosas, como si las hubiese sumergido en un agua etérea. Se necesitaban prodigios de cálculo para saber dónde quedaría el lazo de la cuerda (a no más de uno o dos centímetros por debajo de la estrecha tabla exterior con sus deliciosas molduras victorianas, o sus pies podrían tocar la escalera y el ciego animal que era su cuerpo lucharía para mantenerse vivo) y la anchura que debía tener para poder pasar la cabeza. Si era demasiado grande, él resbalaría y se caería; si era demasiado ajustado, moriría por asfixia. El arte del verdugo: más de una vez había leído que el cuello tenía que romperse gracias a la súbita y fuerte presión sobre las vértebras cervicales. Los presos empleaban sus cinturones en la cárcel, pero morían con la cara amoratada. Chris había estado en los boy scouts, pero esto había sido hacía años y había habido un escándalo con el jefe del grupo que había dado al traste con éste. Por fin consiguió Clyde hacer una especie de nudo corredizo y dejó que el lazo colgase sobre el costado de la escalera. Visto desde arriba, inclinándose sobre la baranda, la perspectiva era estremecedora: la cuerda oscilaba débilmente, convertida en un péndulo por alguna ráfaga de aire que había entrado sin invitación en la aireada casa.

Clyde ya no ponía en ello el corazón, pero con la decisión metódica con que había puesto diez mil periódicos en prensa, bajó al cálido sótano (el viejo horno seguía chupando combustible) y buscó la escalera de aluminio. Parecía ligera como una pluma; la fuerza de los ángeles descendía sobre él. También subió unos cuantos pedazos de madera para poder colocar la escalera sobre los peldaños alfombrados, de manera que dos de sus patas de plástico descansasen tres escalones más arriba que las otras, apoyadas sobre los trozos de madera, y toda la estructura inclinada en forma de A se cayese al ser empujada con los pies. Calculó que lo último que vería sería la puerta de la entrada y la luz plomiza de los cristales opacos, iluminado su simétrico dibujo que parecía vagamente un amanecer por el resplandor de sodio de un farol lejano. Una luz más próxima hacía que unas melladuras del aluminio pareciesen las huellas dejadas por un chorro desviado de átomos en una cámara de burbujas. Todo estaba dotado de transparencia; las muchas líneas ahusadas y entrelazadas de la escalera eran como el arquitecto había soñado que serían; y Clyde Gabriel pensó, extasiado, que no había nada que temer; desde luego, nuestros espíritus pasaban a través de la materia como chispas que eran de la divinidad; desde luego, habría otra vida llena de oportunidades, en la que podría arreglarse con Felicia y tener también a Sukie, no una vez, sino una infinidad de veces, como había presumido Nietzsche. La niebla de toda una vida se estaba desvaneciendo; todo estaba tan claro como una letra de imprenta rectificada: el sentido de lo que le habían estado cantando las estrellas, candida sidera, iluminando su tardo espíritu sumido en su orgulloso fiemo.

La escalera de aluminio tembló ligeramente, como un joven corcel extremadamente nervioso, al cargar él su peso en ella. Un peldaño, dos y tres. La cuerda pasó, seca, alrededor de su cuello; la escalera se tambaleó al levantar él los brazos hacia atrás para apretar el lazo sobre el punto que le pareció correcto. Ahora la escalera oscilaba violentamente de un lado a otro; la sangre agitada de su jinete la empujaba hacia la valla, y allí se levantó, como él había previsto, al menor impulso, y cayó. Clyde oyó el repique y el golpe. En cambio, no había esperado aquel ardor, como si algo muy caliente y áspero pasara hacia arriba por su esófago, ni la manera en que giraban los ángulos de la madera y de la alfombra y del papel de la pared, unos giros tan rápidos que, por un segundo, le dieron la impresión de que le habían salido ojos en el cogote. Después, la rojez que llenaba su cráneo fue seguida de oscuridad, y ésta dio paso a un vacío total.

—¡Oh, pequeña, esto tiene que haber sido horrible para ti! —dijo Jane Smart a Sukie, por teléfono.

—Bueno, no es como si lo hubiese visto con mis ojos. Pero los chicos de la comisaría de Policía hicieron una descripción muy vivida. Por lo visto, ella quedó con la cara completamente destrozada.

Sukie no lloraba, pero su voz parecía arrugada como un papel que ha estado mojado y, aunque se seque, nunca volverá a quedar completamente liso.

—Bueno, era una mujer ruin —dijo con firmeza Jane, tratando de consolarla, aunque su cabeza, sus ojos y sus oídos, habían vuelto a la suite de Bach sin acompañamiento, esa regocijada y en cierto modo maliciosamente arrebatadora Cuarta en Mi Bemol Mayor—. Tan enfadosa, tan virtuosa —silbó.

Su mirada se posó en el suelo desnudo de su cuarto de estar, mellado por repetidos y descuidados golpes de la afilada punta de acero de su violoncelo.

La voz de Sukie subía y bajaba, como si acercase y apartase el teléfono de su boca.

—Nunca conocí a un hombre más amable que Clyde —dijo, en un tono un poco ronco.

—Los hombres son violentos —dijo Jane, empezando a perder la paciencia—. Incluso los más apacibles. Es algo biológico. Están llenos de ira porque no son más que accesorios para la reproducción.

A él le repugnaba incluso reprender a alguien por su trabajo —siguió diciendo Sukie, mientras aquella música sublime (su diabólico ritmo, sus maravillosamente crueles exigencias de destreza por parte del intérprete) se borraba despacio de la mente de Jane, así como el escozor del lado del pulgar izquierdo, con el que había apretado vigorosamente las cuerdas—. Aunque de vez en cuando le cantaba las cuarenta a algún corrector de pruebas que había dejado pasar demasiadas erratas.

—Bueno, es evidente, querida. Ésta es la razón. La guardaba toda en su interior. Cuando arremetió contra Felicia, tenía veinte años de ira acumulada; no es extraño que le arrancase la cabeza.

—No es justo decir que le arrancó la cabeza —dijo Sukie—. Sólo la…, ¿cómo suelen decirlo hoy en día…?, la eliminó, la liquidó.

—Y después se eliminó él mismo —añadió Jane, esperando abreviar la conversación con este eficaz resumen, para poder volver a su música.

Le gustaba practicar dos horas por la mañana, desde las diez hasta las doce, y prepararse después un delicado almuerzo de queso de granja o de ensalada de atún sobre una sola hoja grande y rizada de lechuga. Esta tarde tenía convenida una sesión con Darryl van Horne a la una y media. Trabajarían durante una hora en una de las dos Brahms o en una divertida y pequeña Kodály que Darryl había descubierto en una tienda de música instalada en el sótano de un edificio de granito de Weybosser Street un poco más allá de la Arcade, y después, siguiendo la costumbre, tomarían Asti Spumante o leche con tequila que prepararía Fidel en la batidora, y un baño. A Jane le dolían todavía los dos extremos del perineo, de la última vez que habían estado juntos. Pero la mayor parte de las cosas buenas que le ocurren a la mujer pasan por el dolor, y ella se había sentido halagada de que él quisiera tenerla sin público, a menos que se considerase como tal a Fidel y a Rebecca, que entraban y salían con bandejas y toallas; había algo precario en la lujuria de Darryl que se veía favorecido y aplacado cuando estaban allí las tres, y necesitaba de los más extravagantes incentivos cuando estaba a solas con Jane. Después siguió diciendo a Sukie, con irritación:

—Lo que me parece sorprendente es que tuviese la mente lo bastante clara para realizarlo. Sukie defendió a Clyde.

—El licor nunca le aturdió demasiado; en realidad, la bebida era una especie de medicina para él. Pienso que buena parte de su depresión debía de ser metabólica; una vez me dijo que su presión sanguínea era de setenta y una décima, lo cual era realmente extraordinario en un hombre de su edad.

—Estoy segura de que muchas de sus cosas eran extraordinarias para un hombre de su edad —saltó Jane—. Desde luego, yo le prefería a ese desgraciado de Ed Parsley.

—¡Oh, Jane! Sé que estás deseando que cuelgue el teléfono, pero hablando de Ed…

—¿Qué?

—¿Te has dado cuenta de lo amiga que se ha hecho Brenda de los Neff?

—Francamente, me he apartado bastante de los Neff.

—Sé que lo has hecho, y has hecho bien —dijo Sukie—. Lexa y yo siempre pensamos que él abusaba de ti y que tú valías demasiado para su grupito; cuando decía que eras afectada con el arco o con lo que fuese, se dejaba llevar por la envidia.

—Gracias, querida.

—En todo caso, los dos y Brenda están visiblemente tan unidos como una pandilla de ladrones; siempre están comiendo en el «Bronze Barrel» o en ese nuevo restaurante francés cerca de Pettaquamscutt, y es evidente que Ray y Greta la han animado a solicitar la plaza de Ed en la iglesia y convertirse en la nueva ministra unitaria. Por lo visto, los Lovecraft son también partidarios de esto, y ya sabes que Horace pertenece al consejo de la iglesia.

—Pero ella no ha sido ordenada. Y hay que haber sido ordenado, ¿no? Los episcopalianos, a los que pertenezco, son muy severos en estas cosas; ni siquiera se puede ingresar como miembro si un obispo no te ha puesto las manos en alguna parte, creo que sobre la cabeza.

—No, pero ella está en la parroquia con todos esos muchachos revoltosos (absolutamente indisciplinados; ni Ed ni Brenda querían ponerlos a raya) que preferirán que sea su nueva ministra a dejarla marchar. Quizás hay algún curso o algo parecido que puede seguirse por correspondencia.

—Pero ¿sabe ella predicar? Hay que predicar.

—Oh, no creo que esto constituya un verdadero problema. Brenda tiene un aplomo maravilloso. Estaba estudiando para bailarina moderna cuando conoció a Ed en un acto electoral de Adlai Stevenson; era una de las animadoras, y él tenía que implorar la bendición del cielo. Ed me lo contó más de una vez, y yo solía preguntarme si, a fin de cuentas, no seguiría enamorado de ella.

—Es una mujer sosa y estúpida —dijo Jane.

—¡Oh! No hagas eso, Jane.

—Que no haga, ¿qué?

—No hables así. Solíamos decir cosas parecidas de Felicia, y mira lo que ha pasado.

Sukie se había encogido en su extremo de la línea, como una hoja de lechuga al marchitarse.

—¿Nos estás culpando a nosotras? —preguntó vivamente Jane—. Yo diría que a quien hay que culpar es a su triste e imbécil marido.

—Superficialmente, sí; pero nosotras hicimos aquel hechizo, y pusimos aquellas cosas en el bote de galletas, y desde entonces no paró de echar cosas por la boca; Clyde me lo dijo, sin sospechar nada; y trató de llevarla al médico, pero ella no quiso, pues decía que la medicina tenía que estar completamente nacionalizada en este país, como lo está en Inglaterra y en Suecia. Y también odiaba a las compañías de productos farmacéuticos.

—Estaba llena de odio, querida. Y fue el odio que brotaba de su boca lo que causó su muerte, no unas cuantas plumas y alfileres inofensivos. Había perdido el contacto con su feminidad. Necesitaba sufrir para recordarse que era mujer. Necesitaba ponerse de rodillas y beber las frías emanaciones de algún hombre horrible. Necesitaba que la golpeasen, y Clyde hizo lo que debía; sólo que golpeó demasiado fuerte.

—Por favor, Jane. Me espantas cuando hablas así, cuando dices esas cosas.

—¿Por qué no decirlas? Realmente, Sukie, pareces infantil.

«Sukie era una hermana débil —pensó Jane—. La aguantaba por los chismes que recogía y por la alegría de hermana pequeña que solía traer a sus jueves, pero en realidad era una muchacha presumida e inmadura que no podía gustar a Van Horne como le gustaba Jane, la ardorosa; incluso Greta Neff, ese viejo y desaliñado fardo, con sus gafas de abuela y su acento patético y pedante, era más mujer en este sentido, una mujer que podía retener reinos enteros de noche en su interior, ardiente».

—Las palabras sólo son palabras —añadió.

—No es verdad: ¡hacen que ocurran cosas! —gimió Sukie, con voz que pareció encogerse en patética súplica—. Ahora dos personas están muertas y dos hijos han quedado huérfanos por nuestra causa.

—No creo que pueda llamarse huérfano a un hijo pasando de cierta edad —dijo Jane—. No digas tonterías. —Sus eses silbaban como un escupitajo sobre la plancha de un horno—. La gente se cuece en su propio jugo.

—Estoy segura de que, si no me hubiese acostado con Clyde, no se habría vuelto loco hasta este punto. Me amaba mucho, Jane. Solía sujetar mi pie entre sus dos manos y besarlo entre los dedos.

—Es natural que lo hiciese. Era una de esas cosas que se presume que hacen los hombres. Se presume que éstos nos adoran. Pero son una mierda, no lo olvides. Los hombres son una mierda, pero en definitiva los aceptamos porque podemos sufrir más que ellos. La mujer puede sufrir más que el hombre en cualquier momento. — Jane sentía crecer su impaciencia; las negras notas que había engullido aquella mañana se erizaban, vivas, dentro de ella. ¿Quién habría pensado que el viejo luterano tuviese tanta fuerza? Siempre habrá hombres para ti, querida —dijo a Sukie—. No te preocupes más por Clyde. Le diste lo que él te pedía y, si no pudo aguantarlo, tú no tuviste la culpa. De veras. Y ahora tengo que salir corriendo —mintió—. Tengo una lección a las once.

En realidad, su lección no era hasta las cuatro. Volvería corriendo de la vieja «Mansión Lenox», dolorida y limpia y vaporosa, y la visión de aquellas manitas torpes sobre sus puras teclas de marfil, destrozando una valiosa y simplificada melodía de Mozart o de Mendelssohn, haría que tuviese ganas de coger el metrónomo y aplastar con su pesada base los gordezuelos dedos como si moliese alubias en un almirez. Desde que Van Horne había entrado en su vida, Jane estaba más apasionada que nunca por la música, por la dorada y triunfal salida de este pozo de dolor y de ignominia.

—Parecía tan dura y extraña —dijo Sukie a Alexandra por teléfono, unos días más tarde—. Es como si pensara que Darryl está chalado por ella y luchase por defender su amor.

—Ésta es una de las artes diabólicas de Darryl: dar esta impresión a cada una de nosotras. Yo estoy completamente segura de que es a mí a quien quiere —dijo Alexandra, riendo con animosa desesperanza—. Ahora me obliga a hacer esas esculturas grandes con papier-máché barnizado, que es lo que emplea esa tal Saint-Phalle, aunque no sé cómo se las arregla, pues la cola se pega en los dedos y en los cabellos. Consigo que un lado de una figura parezca perfecto y luego me encuentro con que el otro lado no tiene forma alguna, no es más que un montón de bultos y de cabos sueltos.

—Sí; a mí me dice que cuando pierda mi empleo en Word, debería probar a escribir una novela. No puedo imaginarme sentada día tras día, redactando la misma historia. Y los nombres de los personajes… La gente no existe sin sus verdaderos nombres.

—Bueno —suspiró Alexandra—. Él nos desafía. Nos está estirando.

Hablando por teléfono parecía estirarse, más difusa y lejana a cada segundo que pasaba, hundiéndose en unas translúcidas arenas movedizas de extrañamiento. Sukie había vuelto a su casa después del entierro de Clyde Gabriel; ninguno de sus hijos había vuelto todavía del colegio, pero la pequeña y vieja casa suspiraba y murmuraba para sí, llena de recuerdos y de ratones. No había nueces ni galletas en la cocina, y el mejor consuelo que había podido encontrar había sido el teléfono.

—Echo en falta nuestros jueves —confesó de pronto, con voz infantil.

—Lo sé, pequeña, pero, en cambio, tenemos nuestros partidos de tenis. Y nuestros baños.

—A veces me asustan. Me encontraba más a gusto cuando estábamos nosotras solas.

—¿Vas a perder tu empleo? ¿Qué pasa con esto?

No lo sé; circulan muchos rumores. Dicen que el propietario, en vez de buscar un nuevo director, venderá el periódico a una cadena de semanarios provincianos que regentan unos gángsters desde Providence. Todo se imprime en Pawtucket y las únicas noticias locales son las que dan por teléfono los corresponsales: el resto son artículos de ámbito estatal y cosas que compran a un sindicato y ofrecen a todo el mundo como género de supermercado.

—Nada es tan agradable como solía ser, ¿verdad?

No —gimió Sukie, pero no pudo echarse a llorar como una criatura.

Se produjo una pausa, cuando en los buenos y viejos tiempos a duras penas podían dejar de hablar. Ahora cada mujer tenía su parte, su tercio, de Van Horne, sobre lo cual debía mostrarse reservada: sus indiscutidas visitas en solitario a la isla que, en el mortecino y gris diciembre, se había vuelto más hermosa que nunca; el plateado horizonte oceánico era ahora visible desde las ventanas de arriba, parecidas a ojos de Argos, detrás de las cuales tenía Van Horne su dormitorio de paredes negras; visible a través de las ramas sin hojas de los abedules y los robles y los alerces: oscilantes que rodeaban el enorme toldo de la pista de tenis, donde solían anidar las garzas reales.

—¿Cómo ha estado el entierro? —preguntó Alexandra al fin.

—Bien; ya sabes cómo son los entierros. Tristes y toscos al mismo tiempo. Los cadáveres fueron incinerados, y resultaba muy extraño ver enterrar aquellas cajitas redondeadas como pequeñas neveras de plástico, pero de color castaño y aún más pequeñas. Brenda Persley dijo la oración en la funeraria porque todavía no han encontrado un sustituto de Ed y, en realidad, los Gabriel no eran gran cosa, aunque Felicia siempre se metía con el ateísmo de todos los demás. Pero supongo que la hija quiso dar un toque religioso al acto. De hecho, acudió muy poca gente, teniendo en cuenta la publicidad dada al asunto. En su mayoría eran empleados de Word, que asistían con la esperanza de conservar sus empleos, y unos cuantos que habían formado parte de comités con Felicia; pero ya sabes que ésta se había peleado casi con todo el mundo. Los del Ayuntamiento están encantados de habérsela quitado de encima; todos decían que era una bruja.

—¿Has hablado con Brenda?

—Sólo un momento, al salir del cementerio. ¡Éramos tan pocos!

—¿Qué actitud adoptó contigo?

—Oh, muy cortés y fría. Está en deuda conmigo, y lo sabe. Llevaba un traje azul marino con una blusa de seda con frunces que le daba un aire maravillosamente clerical. Y también iba peinada de un modo diferente, con los cabellos severamente estirados hacia atrás y sin aquellos cerquillos como la mujer de Peter, Paul and Mary, que le daban un aspecto, ya sabes, de muñeca. En realidad, ha mejorado. Era Ed quien le hacía llevar aquellas minifaldas, para sentirse más hippie, y la cosa resultaba bastante humillante para ella, sobre todo teniendo esas piernas como patas de un piano. Habló muy bien, principalmente en el cementerio. Su bella voz aflautada parecía flotar sobre las lápidas. Habló de los grandes servicios que ambos difuntos habían prestado a la comunidad y trató de establecer alguna relación entre sus muertes y Vietnam, la confusión moral de nuestros tiempos…, no pude seguirla del todo.

—¿Le preguntaste si había tenido noticias de Ed?

—Oh, no me atreví. De todos modos, lo dudo, ya que yo no he tenido ninguna. Pero fue ella quien habló de él. Después, mientras los hombres estaban arreglando las hierbas de plástico, me miró fijamente a los ojos y dijo que su marcha había sido lo mejor que a ella le había ocurrido en la vida.

—Bueno, ¿qué más puede decir? ¿Qué más puede decir cualquiera de nosotras?

—¿Qué quieres decir, dulce Lexa? Parece como si estuvieses flaqueando.

—Bueno, una se cansa. Tener que cargar sola con todo. La cama está tan fría en esta época del año…

—Deberías comprar una manta eléctrica.

—Tengo una. Pero no me gusta sentir la electricidad encima de mí. Suponte que viniese el fantasma de Felicia y arrojase un cubo de agua fría sobre la cama; moriría electrocutada.

—No hables así, Alexandra. No me asustes mostrándote tan deprimida. Todas confiamos en ti. En la madre-fuerza.

—Sí, y también esto es deprimente.

—¿Ya no crees en nada de aquello?

En la libertad, en la brujería. En sus poderes, en sus éxtasis.

—Claro que creo, querida. ¿Estaban allí los hijos? ¿Qué aspecto tienen?

—Bueno —dijo Sukie, con voz de nuevo animada al dar noticias—, son bastante notables. En cierto modo, ambos parecen estatuas griegas, majestuosas y pálidas y perfectas. Y permanecen juntos como mellizos, aunque la chica es un poco mayor. Jennifer, que así se llama, tiene más de veinticinco años, y el chico está en la edad de estudiante universitario, aunque no va a ninguna universidad; quiere ser algo en el mundo del espectáculo y pasa todo su tiempo yendo y viniendo de Los Ángeles a Nueva York. Estaba trabajando como tramoyista en un teatro de verano de Connecticut, y la chica vino en avión desde Chicago, donde pidió licencia en su labor de técnico en rayos X. Marge Perley dice que van a quedarse un tiempo aquí, para resolver las cuestiones de la herencia. Yo pensaba que quizá deberíamos hacer algo por ellos. Parecen niños perdidos en el bosque, y me horroriza la idea de que caigan en las garras de Brenda.

—Mira, pequeña, seguramente habrán oído hablar de ti y de Clyde, y te echarán la culpa de todo.

—¿De veras? ¿Cómo podrían hacerlo? Lo único que hice fue mostrarme amable.

—Trastornaste su equilibrio interior. Su ecología.

Sukie confesó:

—No me gusta sentirme culpable.

—¿A quién le gusta? ¿Qué piensas que siento yo cuando el pobre y querido e inconveniente Joe me ofrece abandonar por mí a Gina y a su caterva de gordos hijos?

—Pero nunca lo hará. Es demasiado mediterráneo. Los católicos nunca se meten en conflictos como nosotros, los pobres protestantes apóstatas.

—Apóstatas —dijo Alexandra—. ¿Es esto lo que tú te consideras? Yo no estoy segura de haber tenido algo de lo que apostatar.

Aquí entró en la mente de Sukie, radiada por la de Alexandra, la imagen de una iglesia de madera del Oeste, de bajo campanario batido por la intemperie, encumbrada en la montaña y que nadie visitaba.

—Monty era muy religioso —dijo Sukie—. Siempre estaba hablando de sus antepasados. —Y, en la misma longitud de onda, llegó a ella la imagen de las suaves y blancas nalgas de Monty, y al fin supo con certeza que había tenido una aventura con Alexandra. Bostezó y dijo— Creo que iré a casa de Darryl para tranquilizarme. Fidel está inventando un nuevo y maravilloso combinado al que llama «Ron Místico».

—¿Estás segura de que no es el día de Jane?

—Creo que fue el día en que hablé con ella. Estaba realmente excitada.

—La cosa está qué arde.

—Exacto. Oh, Lexa, deberías ver a Jennifer Gabriel; es deliciosa. Hace que yo parezca una bruja vieja y cansada. Tiene la cara blanca y redonda y los ojos claros y pálidos, como los tenía Clyde, y la barbilla puntiaguda, como la tenía Felicia, y una nariz pequeña y delicada, con el borde fino y recto, como esculpida con espátula, pero ligeramente hundida en la cara como la de un gato, si es que me entiendes. ¡Y qué piel!

—Deliciosa —convino Alexandra, en tono soñador.

Sukie sabía que Alexandra la había amado. Aquella primera noche en casa de Darryl, bailando a los acordes de Joplin, se habían estrechado con fuerza y llorado por la maldición de la heterosexualidad que las mantenía apartadas como si cada una fuese una rosa en un tubo de plástico. Ahora había desapego en la voz de Alexandra. Sukie recordó el hechizo que había hecho, con el triple lazo mágico, y se dijo que tenía que sacarlo de debajo de su cama. Los hechizos se estropean, pierden eficacia al cabo de un mes, si no ha habido sangre humana.

Y pocos días más tarde, Sukie encontró a la huérfana Gabriel que caminaba sin su hermano por Dock Street: en aquella acera batida por el viento y ligeramente curva, la mitad de las tiendas estaban cerradas durante el invierno y las otras se dedicaban a vender velas aromáticas de colores y adornos navideños de estilo austríaco importados de Corea, como si dos estrellas se hubiesen atraído desde lejos con la fuerza de su gravedad, mientras los escaparates de la agencia de viajes y de la «Superette», de «El Zorro Aullador» con sus suéters de punto y sus serias faldas a cuadros, de «El Cordero Hambriento» con sus prendas ligeramente más provocativas, de la «Inmobiliaria Perley» con sus fotos desvaídas de Capeand-a-halfs y de grandes y arruinadas joyas victorianas a lo largo de Oak Street, esperando que una joven pareja emprendedora las comprase y convirtiese la tercera planta en apartamentos, de la panadería y de la barbería y del salón de lectura de Christian Science, contemplaban fijamente. La sucursal en Eastwick del «Old Stone Bank» había instalado, contra las objeciones de muchos ciudadanos, un vado para la entrada y salida de automóviles, y Sukie y Jennifer tuvieron que esperar, como en orillas opuestas de un torrente, a que pasaran varios vehículos por el inclinado acceso a través de la acera. La oposición, acaudillada por la hoy difunta Felicia Gabriel, había sostenido en vano que el barrio comercial estaba demasiado poblado y era demasiado histórico para esta mayor complicación del tráfico.

Por fin llegó Sukie al lado de la joven, pasando por detrás de las aletas gigantescas de un rojo «Cadillac» conducido cuidadosamente por el remilgado y miope Horace Lovecraft. Jennifer llevaba un viejo y sucio chaquetón de ante y una bufanda de Felicia, de punto flojo y color granate, enrollada sobre el cuello y el mentón. Varios centímetros más baja que Sukie, parecía un arrapiezo mal alimentado, y tenía los ojos llorosos y la nariz colorada. El termómetro estaba aquel día cerca de los quince grados bajo cero.

—¿Cómo te va? —preguntó Sukie, con forzada animación. En tamaño y en edad, esta chica era para Sukie lo que Sukie era para Alexandra, aunque Jennifer se daba cuenta de que tenía que inclinarse ante poderes superiores.

—No mal del todo —respondió, con una vocéenla aún más debilitada por el frío. En Chicago había adquirido un poco del acento nasal propio del Mediano Oeste. Estudió el semblante de Sukie y, con súbita resolución, añadió confiadamente—: Hay tantas cosas que hacer; Chris y yo estamos abrumados. Los dos hemos estado viviendo como gitanos, y mamá y papá lo guardaban todo: dibujos hechos por nosotros en el jardín de infancia, notas que obtuvimos en los exámenes, cajas y más cajas de viejas fotografías… —Debe de ser muy triste.

—Bueno, triste y desalentador. Ellos hubiesen debido tomar algunas de las decisiones con que nosotros nos enfrentamos. A la vista está cómo abandonaron las cosas estos últimos años. Mr. Perley nos ha dicho que nos estafaríamos nosotros mismos si no esperásemos a vender la casa hasta después de hacerla pintar en primavera. Esto nos costaría dos mil dólares, pero el valor de la casa aumentaría en diez mil.

—Escucha. Estás helada. —Sukie iba muy abrigada y parecía majestuosa con su abrigo largo de piel de cordero y un gorro de zorro rojo que hacía juego con el color cobrizo de sus cabellos—. Vayamos a «Nemo’s» y te invitaré a una taza de café.

—Bueno…

La muchacha vaciló, buscando una salida, pero tentada por la idea del calor. Sukie insistió:

—Tal vez me odias, por cosas que habrás oído decir. Si es así, quizás te sentirás mejor cuando te haya dado una explicación.

—¿Por qué tendría que odiarla, Mrs. Rougemont? Pero Chris está en el taller con el coche, el «Volvo»… Incluso el coche que nos han dejado necesitaba desde hacía tiempo una reparación.

—Sean cuales fueren sus averías, sin duda tardarán más tiempo en arreglarlas de lo que os han dicho —declaró Sukie, con autoridad—, y estoy segura de que Chris está encantado. A los hombres les gustan los talleres mecánicos, con todo su ruido. Además, podemos sentarnos en una mesa de delante y así podrás verle si sale del taller. Por favor. Quiero decirte lo mucho que siento lo de tus padres. Él era un jefe muy amable y, ahora que se ha ido, yo me encontraré también en dificultades.

Un herrumbroso «Chevrolet ’59», con el portaequipajes en forma de alas de gaviota, casi las rozó con sus protuberancias cromadas al cruzar bamboleándose la acera en dirección a la entrada del aparcamiento del Banco; Sukie asió un brazo de la chica para protegerla. Después, sin soltarla, le hizo cruzar la calle hacia «Nemo’s». Dock Street había sido ensanchada más de una vez en este siglo, al aumentar el tráfico motorizado; sus tortuosas aceras habían sido reducidas en algunos puntos a la anchura de un solo peatón, y algunos de los edificios más viejos sobresalían en ángulos extraños. «Nemo’s Diner» era una larga caja de aluminio con las esquinas redondeadas y una ancha franja roja a lo largo de los lados. A media mañana, sólo estaban allí los parroquianos del bar, hombres retirados o con empleos parciales, algunos de los cuales saludaron a Sukie con un movimiento casual de la mano o la cabeza, pero, según le pareció, menos alegremente que antes de que Clyde Gabriel horrorizase a la población.

Las mesitas de la parte delantera estaban vacías, y la ancha ventana que daba a la calle tenía empañados los cristales por el vapor condensado. Al fruncir Jennifer los párpados, aparecieron pequeñas arrugas en las comisuras de sus pálidos ojos y Sukie se dio cuenta de que no era tan joven como le había parecido en la calle, envuelta en sus harapos. Dejó ceremoniosamente el sucio chaquetón, remendado con rectángulos de vinilo castaño, sobre la silla que tenía al lado, y dobló sobre él la larga bufanda de color granate. Debajo llevaba una sencilla falda gris y un suéter blanco de lana. Su figura era linda y llenita, y toda ella tenía unas redondeces que parecían demasiado simples: sus brazos, sus senos, sus mejillas y su cuello estaban marcados por los mismos limpios trazos circulares.

Rebecca, la desaliñada antigualla a quien se decía que Fidel solía acompañar, se acercó con sus curvas caderas y apretados taimadamente los gruesos y grises labios, como callando todo lo que sabía.

—Bueno, ¿qué desean tomar las señoras?

—Dos cafés —dijo Sukie y, cediendo a un impulso, pidió también johnnycakes.

Tenía debilidad por estos panecillos; eran tan crujientes y mantecosos…, y hoy calentarían sus entrañas.

—¿Por qué dijo que yo podía odiarla? —preguntó la otra mujer sin andarse por las ramas, pero con voz suave y ligera.

—Porque… —Sukie decidió poner las cartas boca arriba—. Porque yo era algo de tu padre. Ya sabes. Su amante. Pero sólo desde el verano pasado. No quería perjudicar a nadie; sólo pretendía darle algo, y yo misma era todo lo que tenía. Y él era adorable, como debes de saber.

La muchacha no pareció sorprendida, sino que bajó reflexivamente los ojos.

—Sé que lo era —dijo—. Pero no mucho recientemente, según creo. Incluso cuando nosotros éramos pequeños, parecía tan distraído y triste. Y olía de un modo raro por las noches. Una vez hice caer un libro gordo que tenía sobre las rodillas, al tratar de abrazarle, y empezó a zurrarme y pareció que nunca iba a acabar. —Levantó los ojos y cerró la boca para interrumpir su confesión; había una curiosa vanidad, la vanidad de los mansos, en su manera de apretar los labios bien formados y sin pintar. El superior se levantó un poquitín, con ligerísima expresión de disgusto—. Cuénteme usted algo de él. De mi padre.

—¿Qué quieres saber?

—Cómo era.

Sukie se encogió de hombros.

—Cariñoso. Agradable. Tímido. Bebía demasiado, pero cuando sabía que íbamos a vernos procuraba no hacerlo, para no mostrarse… estúpido. Ya sabes. Remiso.

—¿Tenía muchas amigas?

—¡Oh, no! No lo creo —dijo Sukie, ofendida—. Sólo yo; al menos, ésta era mi vanidosa impresión. Y amaba a tu madre, ¿sabes? Al menos hasta que estuvo tan… obsesionada.

—Obsesionada, ¿por qué?

—Estoy segura de que lo sabes mejor que yo. Por hacer del mundo un lugar perfecto.

—Es buena cosa que lo quisiera así, ¿verdad?

—Supongo. —Sukie no había pensado nunca que fuese buena cosa la manera que tenía Felicia de despotricar en público: más bien era muestra de un yo resentido, con más que una pizca de histerismo. A Sukie no le gustaba verse puesta a la defensiva por aquella suave y fría doncellita que, por el sonido de su voz, hubiérase dicho que estaba pillando un resfriado. Dijo— Ya sabes, cuando una se encuentra sola en una población como ésta, tiene que tomar lo que encuentra.

—No, no lo sé —dijo Jennifer, pero con suavidad—. Aunque supongo que sé muy poco sobre esta clase de cosas.

¿Qué quería decir? ¿Que era virgen? Era difícil saber si era una chica de pocos alcances o si su extraña calma manifestaba un excepcional aplomo interior.

—Háblame de ti —dijo Sukie—. ¿Vas a ser médica? Clyde estaba muy orgulloso de ello.

—¡Oh, esto es un timo! No paro de gastar dinero y siempre me suspenden en Anatomía. Lo que me gustaba era la Química. Un empleo como técnico es lo más que podré conseguir. Estoy en un atasco.

Sukie le dijo:

—Deberías conocer a Darryl van Horne. Está tratando de desatascarnos a todas.

Inesperadamente, Jennifer sonrió, palideciendo su chata naricita a causa de la tensión. Sus dientes de delante eran redondos como los de una niña.

—Un nombre estupendo —dijo—. Parece inventado. ¿Quién es él?

«Pero tiene que haber oído hablar de nuestros sábados», pensó Sukie. Era difícil ver a través de aquella chica; láminas de una inocencia nada natural, como si la vida no la hubiese afectado, bloqueaban la telepatía, como bloquea el plomo los rayos X.

—Oh, un hombre excéntrico, maduro pero con espíritu joven, que ha comprado la vieja «Mansión Lenox». Ya sabes, aquella casa grande de ladrillos próxima a la playa.

—Nosotros solíamos llamarla la plantación encantada. Yo tenía quince años cuando mis padres vinieron aquí y, en realidad, nunca conocí muy bien este sector. Parece que es muy grande, aunque apenas se ve en el mapa.

La insolente y tropical Rebecca les sirvió el café en las grandes tazas blancas de «Nemo’s», y los dorados johnnycakes; junto con las fuertes fragancias de estos productos depositados sobre la mesa de vidrio, trajo un olor picante y agrio que Sukie relacionó con la propia camarera, con su ancha pelvis y sus opulentos pechos color café, al inclinarse para dejar las tazas y los platos.

—¿Desean las señoras algo más? —preguntó la camarera, mirándolas desde su gran altura.

Su cabeza parecía pequeña y nerviosa —peinados sus negros cabellos en apretadas trenzas— sobre la masa de su carne.

—¿Tenéis un poco de crema, Becca? —preguntó Sukie.

—Ésta es la única que tengo —dijo la mujer, bajando la jarrita de aluminio—. Puede llamarla «crema» si quiere, pero el jefe pone leche todas las mañanas.

—Gracias, querida; quería decir leche.

Sólo para bromear un poco, dijo para sí la fórmula Sator arepa tenet opera rotas y la leche salió espesa y amarilla como crema. Unos grumos blanquecinos giraron sobre la superficie circular de su café. El johnnycake se convirtió en fragmentos mantecosos en su boca. Fantasmas indios de harina de maíz se deslizaron a través del bosque de sus papilas gustativas. Engulló y dijo, refiriéndose a Van Horne:

—Es simpático. Te gustaría, en cuanto te acostumbrases a sus modales.

—¿Qué hay de malo en sus modales?

Sukie se quitó unas migas de sus labios sonrientes.

—Es un poco bruto, pero en realidad lo finge. En realidad, no es peligroso; cualquiera puede manejar a Darryl. Dos amigas mías y yo solemos jugar al tenis en la fantástica pista cubierta que ha montado. ¿Juegas tú al tenis?

Jennifer encogió los redondos hombros.

—Un poco. Sobre todo en el campamento de verano. Y algunas de nosotras solíamos ir de vez en cuando a las pistas de la Universidad de Chicago.

—¿Cuánto tiempo vas a estar aquí, antes de volver a Chicago?

Jennifer observaba los grumos que giraban en su propio café.

—Una temporada. Puede ser que tengamos que esperar hasta el verano para vender la casa, y, en realidad, Chris tiene poco que hacer y nos arreglamos fácilmente; siempre nos hemos apañado. Quizá no vuelva allí. Como le he dicho, no obtenía grandes resultados en Michael Reese.

—¿Algún problema con los hombres?

—¡Oh, no! —Levantó los ojos, mostrando debajo de los pálidos iris arcos de un blanco puro y juvenil—. Los hombres no parecen sentir el menor interés por mí.

—¿Por qué? Si me permites decirlo, eres encantadora.

La chica bajó los ojos.

—¿No tiene esa leche algo raro? Tan espesa y tan dulce… ¿Se habrá estropeado?

—No, creo que la encontrarás muy fresca. Pero no has comido tu johnnycake.

—Lo he probado. Nunca me han entusiasmado mucho; no son más que pasta frita.

—Por eso nos gustan a los de Rhode Island. Son productos naturales. Me acabaré el tuyo, si tú no lo quieres.

—Debo hacer alguna cosa mal, y los hombres se dan cuenta. A veces hablaba de esto con mis amigas. Mis amigas.

—Una mujer debe tener amigas —dijo Sukie, complaciente.

—Pero tampoco tenía muchas. Chicago es una ciudad muy dura. Todas aquellas mujercitas paganas estudiando toda la noche y teniendo respuesta para todo… Pero si les preguntas sobre algo personal, como la causa de que no les caigas bien a los hombres que conoces, se quedan mudas como ostras.

—En realidad, es difícil entenderse con los hombres. Están irritados contra nosotras porque podemos parir hijos y ellos no. Los pobres son terriblemente envidiosos. Así nos lo dice Darryl. Aunque yo no sé si he de creerle o no; como te decía, todo es ficticio en él. El otro día, mientras almorzábamos, trató de exponerme sus teorías; todas ellas tienen que ver con un producto químico cuyo nombre es algo como «lelo».

—Selenio. Es un elemento mágico. Es el secreto de aquellas puertas de los aeropuertos que se abren automáticamente delante de uno. También quita el color verde que el hierro da al vidrio. El ácido selénico puede disolver el oro.

—¡Dios mío, cuánto sabes! Si eres tan entendida en química, quizá podrías ayudar a Darryl.

—Chris no para de decir que debería quedarme una temporada con él en nuestra casa, al menos hasta que la vendamos. Está harto de Nueva York; es una ciudad difícil. Dice que los gays dominan todos los campos que le interesan: decoración de escaparates, escenografía.

—Creo que deberías hacerlo.

—Hacer, ¿qué?

—Quedarte una temporada. Eastwick es una población divertida. —Con cierta impaciencia, pues la mañana tocaba a su fin, Sukie se sacudió las migas de johnnycake del suéter—. Ésta no es una ciudad difícil. Es como un pastel de confitura.

Tragó las migas que tenía en la boca con el último sorbo de café y se levantó.

—Me lo había parecido —dijo la otra mujer, captando la señal y recogiendo su bufanda y su remendado chaquetón. Se levantó y se los puso, y entonces realizó una acción sorprendente y varonil: asió la mano de Sukie y la estrechó con fuerza—. Gracias —dijo— por hablarme. La otra única persona que se ha tomado algún interés por nosotros, salvo los abogados, desde luego, es esa simpática ministra, Brenda Parsley.

—No es ministra, sino esposa de un ministro, y tampoco estoy segura de que sea simpática.

—Todo el mundo me ha dicho que su marido se portó de un modo indecente con ella.

—O ella con él.

Sabía que diría esto —dijo Jennifer y sonrió, no con desagrado.

Pero hizo que Sukie se sintiese desnuda; se podía ver a través de ella, porque no podía protegerse con un velo de inocencia. Su vida estaba a la vista de toda la población; incluso esta joven forastera sabía algunas cosas de ella.

Antes de que Jennifer se envolviese con la bufanda, Sukie advirtió que llevaba en el cuello una fina cadena de oro, de esas que emplean algunas personas para llevar una cruz. Pero en la base del suave y blanco cuello de la muchacha pendía una cruz tau egipcia, con el lazo de la cima como la cabeza de un hombre diminuto: el ankh, símbolo de la vida y también de la muerte, antiguo signo de misterios puesto nuevamente de moda.

Al ver lo que miraba Sukie, Jennifer miró a su vez el collar de medias lunas de cobre de aquélla y dijo:

—Mi madre llevaba también algo de cobre. Un ancho brazalete liso que yo nunca había visto. Como si…

—¿Qué, querida?

—Como si tratase de protegerse de algo.

—¿Acaso no lo hacemos todos? —preguntó vivamente Sukie—. Te llamaré por lo del tenis.

El espacio dentro de la gran pista cubierta de Van Horne era atmosférica y acústicamente extraño: los sonidos de los gritos y de la pelota al ser golpeada parecían amortiguados a pesar de su fuerza, y Sukie experimentaba una débil y punzante sensación de presión sobre la pecosa frente y los antebrazos. El vello ambarino de éstos se erizaba como electrificado. Debajo del inmenso firmamento de oscura lona, todo parecía moverse a un ritmo retardado; los jugadores se movían a través de un aura comprimida, aunque, en realidad, el toldo se mantenía hinchado porque el aire del recinto, bombeado por un ventilador incansable a través de una boca de plástico fijada en la parte baja de un rincón, era más caliente que el aire invernal del exterior. Hoy era el día más corto del año. Una tierra dura como el hierro yacía bajo un cielo cuyas nubes moteadas escupían nieve, como ceniza que, después de subir por una chimenea, es dispersada con el humo. Finas rayas polvorientas aparecían al pie de los muros de ladrillo y junto a las raíces descubiertas de los árboles, pero se fundían bajo el pálido sol del mediodía; no había acumulación, aunque todas las tiendas y todos los Bancos, con sus repiques de campanillas y su nieve de algodón, propias de la temporada, invitaban a unas Navidades blancas. Dock Street, al sorprender la prematura oscuridad a los embozados compradores, parecía desolada, con sus luces de gala convertidas en precursoras del sueño, pero en un desesperado y ciego intento de encontrar alguna promesa en el aire crudo y negro. Jugando al tenis con leotardos y suéters de esquí y dos pares de calcetines embutidos dentro de los zapatos deportivos, las jóvenes madres divorciadas de Eastwick se tomaban una fiesta dentro de la fiesta.

Sukie temía haberla estropeado para los demás al traer consigo a Jennifer Gabriel. Y no era que Darryl van Horne hubiese puesto el menor reparo a su sugerencia cuando ella se lo dijo por teléfono; por naturaleza, daba la bienvenida a las nuevas reclutas, y quizá su pequeño círculo de cuatro estaba resultando estrecho para él. Como la mayoría de los hombres, en especial los ricos, y particularmente los ricos de la ciudad de Nueva York, se aburría fácilmente. Pero Jennifer se había tomado la libertad de traer a su hermano, y sin duda Darryl se horrorizaría al ver entrar en su casa a aquel muchacho que, de acuerdo con la última moda de la juventud, era callado y adusto, de ojos vidriosos, mentón laxo y cubierto de pelusa, y cabellos enmarañados y rizosos, tan sucios que apenas si parecían rubios. En vez de zapatos de tenis, calzaba zapatillas de goma con clavos, de las que usan los corredores, y que, incluso en aquel vasto y fresco espacio cubierto, despedían un olor rancio a sudor masculino. Sukie se preguntaba cómo podía la prístina Jennifer soportar la compañía de un hermano tan desaliñado. Monty, a pesar de todos sus defectos, había sido muy meticuloso, duchándose continuamente y lavando las tazas de café que había dejado sobre una punta de la mesa después de una conversación telefónica. El muchacho había alquilado una raqueta y era incapaz de hacer pasar la pelota por encima de la red, pero no había mostrado la menor confusión por su torpeza, sino una indolente petulancia. Incluso el cortés anfitrión y presunto caballero, Darryl, aunque vestido para jugar, con un equipo de jogging compuesto de pantalón castaño y chaqueta púrpura que hacía que pareciese un guacamayo, había sugerido que las cuatro mujeres jugasen un partido de dobles y se había llevado a Christopher a dar una vuelta por la biblioteca, el laboratorio y el pequeño invernadero de plantas tropicales venenosas. El muchacho siguió con lánguida desgana los ademanes y las palabras farfulladas por Darryl; a través de las paredes de la pista, las mujeres pudieron oír sus exclamaciones mientras se dirigían a la casa. Sukie se sintió culpable.

Tomó a Jenny como compañera, para el caso de que la muchacha resultase ser una mala jugadora, aunque, durante los ejercicios de precalentamiento, había demostrado tener un golpe fuerte tanto de drive como de revés; en el partido, se mostró como jugadora vivaz y bastante aceptable, aunque sin mucha movilidad, lo cual podía ser en parte como deferencia al estilo veloz y de gran alcance de Sukie. Cuando ésta tenía unos once años y aprendía a jugar en una vieja pista de cemento y flanqueada de rododendros que un amigo de su familia tenía en su finca de la orilla del lago, había sido felicitada por su padre por una «devolución» espectacular; y desde entonces había practicado un estilo móvil, corriendo de un ángulo a otro de la pista para que todas sus devoluciones fuesen espectaculares. Eran las pelotas lanzadas sobre su cuerpo las que a veces no podía alcanzar. Ella y Jenny aventajaron rápidamente a Alexandra y Jane por cuatro juegos a uno, y entonces empezaron los trucos. Aunque el objeto dirigido sobre la derecha de Sukie era una pelota «Wilson» amarilla, lo que golpeó con su raqueta —dobladas las rodillas, inclinada la cabeza, tratando de devolver la bola con efecto— fue un pedazo de masilla, y su peso le hizo sentir la misma impresión que un esguince en el hombro. Pero lo que rodó hacia la red entre los pies de Jennifer volvió a ser, indiscutiblemente, una pelota. En el punto siguiente, el servicio fue sobre su revés y, al apercibirse para devolver otra bola de masilla, algo más ligero que un gorrión salió despedido de sus cuerdas; desapareció en la oscura bóveda, más allá del círculo de claros tragaluces de plástico, y fue a caer muy lejos de la línea del fondo de la pista en forma de una «Wilson» amarilla.

—Jugad limpio, malas pécoras —gritó Sukie por encima de la red.

Jane Smart le replicó con voz aflautada:

—Fíjate bien en la pelota, encanto, y no te ocurrirán cosas extrañas.

—Vete al diablo, Jane Pain. He golpeado perfectamente ambas bolas.

Sukie sentíase enojada porque esto no era justo, habida cuenta de que su pareja estaba en la higuera. Jennifer, que se había colocado sobre la línea de la mitad de la pista, sólo había visto los dos saques y se volvió a Sukie con expresión de perdón y de ánimo en su cara ovalada y ahora vivamente enrojecida. En el siguiente cambio, la chica corrió hacia la red en un resto flojo de Jane, y Sukie quiso que Alexandra quedase como petrificada; la fuerte volea de Jenny fue a dar en la carne inmovilizada de la corpulenta mujer. Librada del hechizo en un abrir y cerrar de ojos, Alexandra se frotó el muslo dolorido.

En son de reproche, dijo a Sukie:

—Si no llevase un pantalón de lana debajo de los leotardos, me habría hecho mucho daño.

Pero, sin duda, le saldría allí una roncha, y Sukie dijo, como disculpándose:

—Bueno, juguemos a tenis de verdad.

Pero las dos adversarias estaban ahora dolidas. Sukie sintió un fuerte dolor en las articulaciones al estirarse para devolver de volea una pelota fácil que pasaba por encima del centro de la red; detenida en seco, observó, impotente, cómo botaba la pelota sobre la línea del centro. Pero oyó las pisadas de Jenny detrás de ella y vio cómo la bola, milagrosamente devuelta, caía entre Jane y Alexandra, que pensaban que habían ganado ya el punto. Esto hizo que el partido se endureciese de nuevo, y Sukie, todavía tambaleándose a causa del súbito dolor inyectado en sus articulaciones, pero resuelta a proteger a su pareja de todos estos maleficios, pronunció rápidamente para sus adentros las blasfemas palabras invertidas Retson Retap y creó una bolsa de aire, un defecto en el cristal del espacio, sobre la parte anterior del campo adversario, de modo que Jane cometió dos dobles faltas, al caer la pelota en mitad de su trayectoria, como desprendida del borde de una mesa.

Esto hizo que el tanteador se pusiese en cinco a uno, con el servicio ahora para Jenny. Al lanzar ésta la bola hacia lo alto la pelota se convirtió en un huevo, que se partió y se derramó sobre su cara entre las cuerdas de la raqueta. Sukie, asqueada, arrojó al suelo su propia raqueta, que se convirtió en una serpiente que no pudo escapar a ninguna parte, pues el gran recinto estaba herméticamente cerrado en todos sus bordes; la criatura, maldita desde los albores de la creación, serpenteó de un lado a otro sobre el AsPhlex de color de sangre que flanqueaba la verde pista y el diagrama de sus rayas y linderos.

—Muy bien —anunció Sukie—. Ya es bastante. El partido ha terminado.

La pequeña Jenny trataba de enjugar con un inadecuado pañuelo femenino, alrededor de sus ojos, la viscosa clara y la yema con su lunar de sangre. El huevo había sido fertilizado. Sukie le tomó el pañuelito y la enjugó.

—Lo siento, lo siento mucho —dijo—. No saben perder; son terribles.

—Al menos —gritó Alexandra desde el otro lado de la red, en tono de disculpa— no era un huevo podrido.

—Está bien —dijo Jennifer, un poco sofocada pero con voz todavía serena—. Sabía que teníais estos poderes. Brenda Parsley me lo dijo.

—Esa idiota parlanchina —dijo Jane Smart. Las otras dos brujas habían pasado alrededor de la red para ayudar a limpiar la cara de Jennifer—. No tenemos ningún poder que ella no tenga, ahora que ha sido abandonada.

—¿Es éste el secreto? ¿Que la abandonen a una?

—O ser una la que abandona —dijo Alexandra—. Lo extraño es que no supone ninguna diferencia. Parece que no debería ser así. En todo caso, siento lo del huevo. Pero mañana tendré el muslo amoratado porque Sukie impidió que me moviese; realmente, esto no es jugar al tenis.

—Tampoco lo era lo que tú me estabas haciendo —replicó Sukie.

—Tú fallaste aquellos golpes, ni más ni menos —gritó Jane Smart, que había ido hacia el borde de la pista, buscando algo.

—Yo también lo pensé —dijo suavemente Jennifer, adulando a las otras—. Levantaste demasiado la cabeza, al menos en el revés.

—No estabas mirando.

—Sí que estaba. Y tiendes a poner rígidas las rodillas al golpear.

No es verdad. Pensaba que eras mi pareja. Pensaba que me animarías.

—Estuviste maravillosa —dijo, sumisamente, la muchacha.

Jane volvió, llevando en la palma de la mano un montoncito de arena negra que había extraído con las uñas del borde de la pista.

—Cierra los ojos —ordenó a Jennifer, y le arrojó aquella arena a la cara.

Los viscosos restos del huevo se evaporaron mágicamente, dejando empero la arenilla, que dio a las suaves facciones una expresión sorprendida y bárbara, como si llevase una máscara moteada.

—Creo que es hora de que tomemos nuestro baño —declaró Alexandra, mirando la sucia cara de Jennifer con aire maternal.

Sukie se preguntó cómo podrían tomar su baño acostumbrado con aquellos forasteros entre ellas, y se arrepintió de haberse precipitado al invitarles. La culpa era de su madre; cuando vivían en el Estado de Nueva York, siempre se sentaban forasteros a su mesa, gente de la calle, posibles ángeles disfrazados, según pensaba su madre. En voz alta, protestó:

—¡Pero Darryl no ha jugado todavía! Ni Christopher —añadió, aunque el muchacho se había mostrado absoluta y presuntuosamente inepto.

—Me parece que no van a volver —observó Jane Smart.

—Será mejor que hagamos algo, o pillaremos un catarro —dijo Alexandra.

—Había tomado el húmedo pañuelo de Jenny (con la inicial J) y con una punta del mismo, cuidadosamente doblada, estaba quitando, uno a uno, los granos de arena de la cara dócil y redonda de la chica, que tenía la cabeza levantada como una flor colorada hacia el sol.

Sukie sintió una punzada de celos. Extendió los brazos y dijo:

—Subamos a la casa —aunque sus músculos podían todavía aguantar mucho tenis—. A menos que alguien quiera jugar un single.

—Tal vez Darryl —dijo Jane.

—Oh, es demasiado bueno; me haría trizas.

—No lo creo —dijo suavemente Jenny, que, habiendo observado los ejercicios de precalentamiento de su anfitrión, no veía todavía su excelencia—. Tú estás mucho más en forma. Él es muy bruto, ¿verdad?

Jane Smart dijo fríamente:

—Darryl van Horne es la persona más civilizada que conozco. Y la más tolerante. —Después prosiguió, con irritación—: Deja de enredar con eso, querida Lexa. Todo se irá con el baño.

—No he traído traje de baño —dijo Jennifer, abriendo mucho los ojos y mirando las caras de las otras.

—Allí hay mucha oscuridad; no se puede ver nada —le dijo Sukie—. Aunque, si lo prefieres, puedes irte a casa.

—¡Oh, no! Es demasiado deprimente. Siempre me imagino el cuerpo de papá colgado allí, y esto me da tanto miedo que no puedo subir al desván a empezar a ordenar las cosas.

Y a Sukie se le ocurrió pensar que, si ellas tres tenían chiquillos a los que deberían estar cuidando, Jennifer y Christopher eran chiquillos que tenían que cuidarse solos. Tuvo una triste visión del falo de Clyde, un falo de padre, que en realidad habría podido ser de su propio padre y que en verdad había parecido una triste reliquia, de un color ictérico en la parte inferior cuando estaba en erección, y unos pelos grises enormemente largos, como cabellos de una vieja, colgando de los testículos. No era de extrañar que hubiese reaccionado en demasía cuando ella separaba las piernas. Sukie condujo a las otras mujeres fuera del recinto del tenis, cuya puerta ovalada se abría desde ambos lados y había que cerrar rápidamente para evitar que escapase el aire caliente del interior.

El día moribundo de diciembre se cebó en sus caras y en sus calzados pies. Coal, el repelente labrador de Alexandra, y el nervioso y manchado collie de Darryl, Noodlenose, que habían atrapado y despedazado juntos alguna criatura peluda en el bosquecillo de la isla, llegaron y empezaron a saltar a su alrededor, ensangrentados los negros hocicos. La tierra del antaño delicadamente combado prado que conducía a la casa había sido arrancada por los bulldozers en otoño, para construir la pista de tenis, y los terrones de residuos vegetales y de arcilla, congelados, formaban un paisaje lunar traidor bajo los pies. Lágrimas de frío en los ojos de Sukie dieron a sus compañeras una aureola irisada que la hería en las mejillas y le impedía hablar. Al llegar al paseo afirmado, empezó a correr; las otras la siguieron como un solo y torpe animal sobre la gravilla. La gran puerta de roble cedió a su impulso, como si tuviese conocimiento, y, en el vestíbulo embaldosado de mármol, con su pata de elefante hueca, una ola sulfurosa de calor le azotó la cara. No se veía a Fidel por parte alguna. Guiándose por un murmullo de voces, las mujeres encontraron a Darryl y a Christopher sentados frente a frente a la redonda mesa forrada de cuero de la biblioteca. Cuadernos viejos de historietas y una bandeja con el té hallábanse sobre la mesa, entre los dos. Sobre ellos pendían las melancólicas cabezas disecadas de antes y ciervos dejadas allí por los Lenox cazadores: tristes ojos de cristal que no pestañeaban a pesar de estar llenos de polvo.

—¿Quiénes han ganado? —preguntó Van Horne—. ¿Las buenas o las malvadas?

—¿Quién es la bruja? —preguntó Jane Smart, dejándose caer en un mullido sillón carmesí, al pie de una montaña de misteriosos volúmenes encuadernados y de lomos descoloridos, identificables por sus títulos en latín—. Ha ganado la sangre joven —dijo—, como de costumbre.

El peludo y deforme Thumbkin había permanecido quieto como una estatuilla sobre las losas del hogar, tan cerca del fuego que las puntas de su bigote parecían echar chispas; ahora, con gran dignidad, se acercó a los tobillos de Jane y, como si los blancos calcetines deportivos de Jane fuesen postes para arañar, clavó profundamente en ellos sus curvas uñas, alzando al mismo tiempo la cola temblorosa como si estuviese orinando con toda satisfacción. Jane chilló y, con la punta de un zapato, envió al animal volando por los aires. Thumbkin giró como un enorme copo de nieve antes de aterrizar sin ruido sobre sus cuatro patas cerca del sitio donde el hurgón con mango de bronce, las tenazas y la pala para la ceniza, resplandecían en su soporte. Los ojos del gato ofendido pestañearon y brillaron después como aquellos utensilios metálicos; las pupilas verticales se estrecharon dentro de los iris amarillos, contemplando a los reunidos.

—Ellas empezaron a jugar sucio —dijo Sukie—. Me sentí defraudada.

—Así se conoce a la mujer de verdad —bromeó Darryl van Horne, con su voz gutural y lejana—. Siempre se siente defraudada.

—No seas malo y epigramático, Darryl —dijo Alexandra—. Chris, ¿sabe ese té tan bien como parece?

—Está bien —consiguió decir el chico, sonriendo desdeñosamente y sin mirar a nadie.

Fidel se había materializado. Su chaqueta caqui parecía más arrugada que de costumbre. ¿Había estado con Rebecca en la cocina?

Té para las señoras y la señorita, por favor[2] —le dijo Darryl.

El inglés de Fidel era fluido y cada vez más correcto, pero la relación amo-criado exigía que hablasen en español mientras Van Horne conociese las palabras.

—Sí, señor.

Rápidamente —ordenó Van Horne.

—Sí, .

El hombre salió.

—¡Oh, qué bien se está aquí! —exclamó Jane Smart.

Pero, en realidad, había algo allí que no gustaba a Sukie y hacía que se sintiese triste: toda la casa era como un escenario, asombrosa en algún aspecto, pero llena de boquetes y desaliño sin resolver en otros. Era como una imitación de una casa verdadera que estuviese en otra parte.

Sukie gimoteó:

—Todavía tengo ganas de jugar al tenis. Darryl, ¿por qué no bajamos y jugamos un single? Sólo hasta que se vaya la luz. Estás vestido para ello.

Él dijo gravemente:

—¿Y qué me dices del joven Chris aquí presente? Él tampoco ha jugado.

—Estoy segura de que no tiene ganas —terció Jennifer, en tono fraternal.

—Apesto —convino el muchacho.

«Realmente era un voceras», pensó Sukie. A su edad, una chica habría sido divertida, vivaracha y socialmente sensible, recogiendo impresiones y convirtiéndolas en coqueteo y simpatía, haciendo de la habitación su red, su nido, su teatro. Sukie se sentía frenética, de pie allí y arreglándose el cabello, al borde de la rudeza y del exhibicionismo, y no sabía a qué atribuir la culpa, a no ser que estuviese confusa por haber traído aquí a los Gabriel —¡nunca más!— y por no haberse acostado con ningún hombre desde que Clyde se había suicidado hacía dos semanas. Últimamente se había despertado por las noches pensando en Ed y preguntándose qué estaría haciendo en la clandestinidad con aquella joven pelandusca que era Dawn Polansky.

Darryl, intuitivo y amable a pesar de sus toscos modales, se levantó con sus pantalones de jogging, se puso de nuevo la chaqueta púrpura, más una gorra de cazador anaranjada, con visera y orejeras, que a veces se ponía en broma, y cogió su raqueta, una «Head» de aluminio.

—Un set rápido —advirtió— con tie break si empatamos a seis. Si una pelota se convierte en un sapo, habrás perdido. ¿Quiere venir alguien a verlo?

Nadie quiso: estaban esperando el . Solos como marido y mujer, salieron los dos al gris atardecer —los árboles y las matas de espliego estaban silenciosos y el cielo tenía un verde de esmalte en el Este— y se dirigieron al recinto, aislado y tranquilo como un cementerio.

El partido fue estupendo; no sólo jugó Darryl como un robot, aparentemente torpe pero infalible, sino que obligó a Sukie a dar golpes sorprendentes, a devolver pelotas imposibles, hasta el punto de que la anchura y la longitud de la pista parecían reducirse con la rapidez y la destreza de aquella mujer. La pelota pendía como una luna al correr ella para alcanzarla; su cuerpo se convertía en un instrumento de la idea, presente dondequiera que ella estuviese. Incluso dio unos cuantos reveses de espalda y por encima de la cabeza. Cuando sacaba, se sentía tirante como un arco al lanzar una flecha. Era Diana, Isis, Astarté. Era la gracia y la fuerza femeninas liberadas, por un glorioso momento, de su ruda apariencia de servidumbre. La penumbra se acumuló en los rincones del pardo recinto; los tragaluces se cernían en lo alto como una enorme corona de aguamarinas; Sukie ya no podía ver a su oscuro adversario golpeando y jadeando al otro lado de la red. La bola seguía volviendo, y con ritmo, brincando delante de ella como un predador constantemente renacido del pintado asfalto. Dale, dale, y seguía golpeando, y la pelota se hacía más y más pequeña —del tamaño de una pelota de golf, del tamaño de un guisante dorado—, hasta que al fin no hubo rebote al otro oscuro lado de la red, sino solamente un chasquido apagado, como de cuero, y terminó el partido.

—Ha sido estupendo —declaró Sukie a quienquiera que pudiese oírla.

La voz de Van Horne, áspera y tonante, dijo:

—He sido un buen compañero para ti. ¿Quieres ser tú una buena compañera para mí?

—Muy bien —dijo Sukie—. ¿Qué tengo que hacer?

—Besarme el culo —dijo roncamente él.

Se lo presentó por encima de la red. Era peludo, o velloso, según lo que pensara una de los hombres. A la derecha, a la izquierda…

—Y en el medio —pidió él.

El olor pareció ser un mensaje que él tenía que entregar, una palabra traída de muy lejos, no del todo desagradable, una ráfaga de esencia de camello viniendo a través de las paredes de seda de las tiendas del campamento del Trono del Dragón en el desierto de Gobi.

—Gracias —dijo Van Horne, subiéndose los pantalones. En la oscuridad, su áspera voz sonaba como la de un taxista de Nueva York—. Sé que te parecerá una tontería, pero esto me ensalza de un modo endiablado.

Caminaron juntos cuesta arriba, sintiendo Sukie que el sudor formaba una costra sobre su piel. Se preguntó cómo se las apañarían en el baño caliente, estando allí Jennifer Gabriel, que no parecía dispuesta a marcharse. De nuevo en la casa, encontraron al rústico hermano solo en la biblioteca, leyendo un gordo volumen azul que, al mirar por encima del hombro, vio Sukie que eran historietas encuadernadas. Un hombre con capa y una capucha azul y orejas puntiagudas: Batman.

—La maldita serie completa —se jactó Van Horne—. Me costó un buen montón hacerme con alguno de los antiguos, que se remontan a los tiempos de la guerra; si de pequeño hubiese tenido la precaución de guardarlos, habría podido hacer una fortuna. Cuando era chico, esperaba con ansiedad el número del mes próximo. Me encantaba The Joker. Me encantaba The Penguin. Me encantaba el Batmobile en su garaje subterráneo. Vosotros dos erais demasiado jóvenes para contagiaros de esta afición.

El muchacho pronunció ahora una frase completa: —Solían aparecer en la tele.

—Sí, pero lo estropearon. No tenían que hacerlo. Lo convirtieron en algo cómico, y esto fue de muy mal gusto. Las viejas historietas, allí hay verdadera maldad. Aquella cara blanca solía turbar mi sueño, no lo digo en broma. ¿Qué me dices del Capitán Maravilla? —Van Horne sacó de la estantería un volumen de otra serie, encuadernado rojo en vez de azul, y exclamó con cómico fervor—: ¡Sha-ZAM!

Para sorpresa de Sukie, se acomodó en un sillón de orejas y empezó a hojear el libro, resplandeciente el semblante de placer.

Sukie siguió el débil ruido de voces femeninas a través del largo salón de esculturas pop art, la pequeña habitación llena de paquetes sin abrir y la doble puerta que daba al baño embaldosado de pizarra. Las luces emplazadas en las redondas oquedades estaban muy bajas. El ojo colorado del estéreo observaba las amables cadencias de una sonata de Schubert. Tres cabezas con los cabellos recogidos hacia arriba aparecían sobre la superficie del agua humeante. Las voces siguieron murmurando y ninguna cabeza se volvió a mirar cómo se desnudaba Sukie. Ésta se quitó las rígidas prendas de tenis y caminó desnuda a través del aire húmedo, se sentó sobre el borde de piedra del baño y arqueó la espalda para meterse en el agua, al principio demasiado caliente, pero después muy agradable. ¡Oh! Poco a poco, se sintió como nueva. El agua, como el sueño, nos libra de nuestra pesadez natural. Los cuerpos familiares de Alexandra y Jane se movieron a su alrededor; sus ondas y las producidas por ella misma se confundieron en una sola agitación beneficiosa. La cabeza redonda y los hombros redondos de Jennifer Gabriel ocuparon el centro de su visión; los senos redondos de la muchacha flotaban justo por debajo de la superficie del agua negra y transparente, y, en ella, sus caderas y sus pies parecían acortados como los de un feto nacido prematuramente.

—¿No es estupendo? —le preguntó Sukie.

—Lo es.

—Él maneja todos los controles —le explicó Sukie.

—¿Va a bañarse con nosotras? —preguntó, asustada, Jennifer.

—Creo que no —dijo Jane Smart—, por esta vez.

—En atención a ti, querida —añadió Alexandra.

—Aquí me siento segura. ¿Con razón?

—¿Por qué no? —preguntó una de las brujas.

—Siéntete segura mientras puedas —le aconsejó otra.

—Las luces son como estrellas, ¿no es verdad? Quiero decir como distribuidas al azar.

—Observa esto. Ahora todas conocían los controles. Un dedo pulsó un botón y se descorrió el techo. Los primeros pálidos destellos —planetas, gigantes rojas— demostraron que la bóveda turquesa del anochecer era una ilusión, una nada. Allí había esferas y más esferas, transparentes u opacas, mientras giraban los días y los años.

—¡Dios mío! Estamos al aire libre.

—Y, sin embargo, no siento frío.

—El calor sube.

—¿Cuánto dinero pensáis que habrá gastado en todo esto?

—Miles.

—Pero ¿por qué? ¿Con qué objeto?

—Para nosotras.

—Nos quiere.

—¿Sólo a nosotras?

—En realidad no lo sabemos.

—No interesa preguntarlo.

—¿No estáis contentas?

—Sí.

—Sssí.

—Pero estoy pensando que Chris y yo deberíamos volver a casa. Hay que dar de comer a los animalitos.

—¿Qué animalitos?

—Felicia Gabriel solía decir que no había que gastar proteínas con los animales cuando todo el mundo se estaba muriendo de hambre en Asia.

—No sabía que Clyde y Felicia tuviesen animales.

—No los tenían. Pero, poco después de llegar nosotros aquí, alguien dejó un perrito en el «Volvo» una noche. Y, al cabo de un tiempo, vino un gato a nuestra puerta.

—Piensa en nosotras. Nosotras tenemos hijos.

—Pobrecitas criaturas abandonadas —dijo Jane Smart, en un tono burlón indicador de que estaba imitando otra voz, una voz «de fuera» alzada en hostil murmuración contra ellas.

—Bueno, yo fui criada por unos padres protectores —declaró Sukie—, pero su protección llegó a hacerse opresiva. Al considerarlo ahora, pienso que mis padres no me hicieron ningún favor; sólo trataban de resolver problemas propios.

—No se pueden vivir las vidas de los demás por cuenta de éstos —dijo Alexandra, desviándose un poco del tema.

—Las mujeres debemos dejar de servir a todo el mundo y tratar después de ponernos psicológicamente a la par. Ésta será nuestra política de ahora en adelante.

—¡Oh! Esto parece muy bueno —dijo Jenny.

—Es una terapéutica.

—Cerrad de nuevo el techo. Quiero sentirme cómoda.

—Y apagad ese maldito Schubert.

—Supongamos que entra Darryl.

—Con ese odioso muchacho.

—Christopher.

—Por mí, pueden entrar.

—¡Hum! Tú eres fuerte.

—Mi arte, me da músculos incluso ünter las uñas de mis dedos.

—Lexa, ¿cuánta tequila había en tu té?

—¿Hasta qué hora está abierto el supermercado de Old Wick?

—No tengo la menor idea; he dejado de ir allí. Si la «Superette» de la población no tiene nada, no comeremos.

—Pero apenas si tienen verdura tierna y, desde luego, nada de carne fresca.

—Nadie se da cuenta. Lo único que quieren son comidas frías, para no tener que sentarse a la mesa e interrumpir la tele, y bocadillos heroicos. ¡La de cebolla que meten en ellos! Creo que por eso dejé de besar a mis pequeños al darles las buenas noches.

—El mayor de los míos, es increíble: sólo come patatas fritas y nueces desde que tenía doce años, y mide un metro noventa y no tiene un solo diente cariado. El dentista dice que nunca había visto una boca tan hermosa.

—Es el fluoruro.

—A mí me gusta Schubert. No va siempre detrás de ti como Beethoven.

—O Mahler.

—¡Dios mío, Mahler!

—Realmente, es demasiado monstruoso.

—Ahora me toca a mí.

—Me toca a mí.

—¡Oh, qué delicia! Has encontrado el sitio.

—¿Qué significa cuando te duele siempre el cuello y el dolor sé extiende hasta cerca de los sobacos?

—Es la linfa. Cáncer.

—No lo digas ni en broma, por favor.

—Entonces, quizá la menopausia.

—Eso no me importaría.

—Yo la espero con ilusión.

—Una se pregunta a veces si la fertilidad será una cosa anticuada.

—Ahora se oyen cosas tremendas acerca de los aparatos intrauterinos.

—Aunque parezca extraño, donde hay mejores cosas para comer es en aquella pizzería tan destartalada de East Beach. Pero cierran en octubre, hasta agosto. Tengo entendido que el dueño y su mujer van a Florida y viven con los millonarios en Fort Lauderdale; mira si les va bien el negocio.

—¿Aquel tuerto que cocina en camiseta?

—Yo nunca he estado segura de si es tuerto o está continuamente guiñando el ojo.

—Su mujer es la que prepara las pizzas. Quisiera saber qué hace para que la corteza no se ponga blanda.

—Yo tengo toda aquella salsa de tomate y ahora mis hijos se han declarado en huelga contra los spaghetti.

—Dásela a Joe para que se la lleve a casa.

—Ya se lleva bastantes cosas.

—Bueno, también te deja algo.

—No seas grosera.

—¿Qué se lleva a casa?

—Olores.

—Recuerdos.

—¡Oh! ¡Qué bien!

—Déjate flotar.

—Todas estamos aquí.

—Contigo.

—Ya lo siento —dijo Jenny, con una voz más débil y suave que de costumbre.

—Eres adorable.

—¿No sería divertido volver a ser joven como ella?

—Yo no creo haberlo sido nunca. Debió de ser otra persona.

—Cierra los ojos. Tiene un último granito de tierra aquí, en la comisura de los párpados. Ya está.

—El cabello mojado es el verdadero problema en esta época del año.

—El otro día, el aliento se heló en mi bufanda, pegándola a la cara.

—Estoy pensando en hacerme laquear el pelo. Dicen que el nuevo barbero al otro lado de Landing Square, en aquel pequeño y largo local donde antes afilaban sierras, hace cosas estupendas.

—¿En peinados de mujeres?

—¡Qué remedio! Los hombres han dejado de ir a las peluquerías. Aunque han subido los precios. Siete cincuenta, sin ondulación ni lavado del cabello, ni nada.

—Lo último que hice por mi padre fue llevarle en silla de ruedas a la peluquería, para que le cortasen el pelo. Y él sabía también que era la última vez. Se lo dijo a todos los que estaban allí sentados: «Les presento a mi hija, que me trae para el último corte de pelo de mi vida».

—Kazmierczak Square. ¿Habéis visto el nuevo rótulo?

—Horrible. No creo que dure mucho.

—La gente olvida pronto. Para los colegiales de hoy, la Segunda Guerra Mundial no es más que un mito.

—¿No quisieras tener una piel así? Sin una cicatriz, sin una espinilla.

—En realidad, el otro día advertí una manchita colorada, aquí arriba. Más arriba.

—¡Ah, sí! ¿Te duele?

—No.

—Bien.

—¿Te has dado cuenta de que, cuando empiezas a examinarte en busca de bultitos, como dicen que hay que hacer, parecen estar en todas partes? El cuerpo es terriblemente complicado.

—Por favor, no me hagáis pensar en eso.

—En el nuevo diccionario que han comprado en el periódico hay esas transparencias aplicadas sobre las páginas del texto en el artículo «Hombre», aunque sólo se ve allí el cuerpo de una mujer. Venas, músculos, huesos, cada uno en una lámina propia; es increíble cómo se adapta todo.

—No creo que sea realmente complicado; sólo es nuestro pensamiento lo que lo complica. Como otras muchas cosas.

—Qué redondez tan maravillosa. Semicírculos perfectos.

—Hemisferios.

—Esto suena demasiado a político.

—Hemisferios de influencia.

—Éste es uno de los inconvenientes. Hundimiento de zona eurógena. El otro día me miré el trasero en el espejo y vi en él arrugas innegables. Tal vez por eso tengo tortícolis.

—En «Nemo’s» hacen unas salchichas bastante buenas.

—Demasiado pimentón. Fidel se ha aficionado a Rebecca. La está condimentando.

—¿De qué color crees que serán sus pequeños?

—Crema.

—Café.

—¿Parece esto demasiado impertinente?

—No exactamente.

—¡Qué bien habla!

—¡Señor! Lo malo de ser joven y hermosa es que nadie te ayuda a apreciarlo. Cuando yo tenía veintidós años y estaba en la cúspide, creo que sólo me preocupaba de gustar a mi suegra y de portarme en la cama como las rameras que había conocido Monty en la Universidad.

—Es como cuando se es rico. Sabes que tienes algo y temes que se aprovechen de ti.

—A Darryl no parece preocuparle.

—Pero ¿es realmente muy rico?

—Yo sé que todavía no ha pagado la factura de Joe.

—Los ricos son así. Retienen su dinero y cobran los intereses.

—Presta atención, amor.

—¿Cómo podría no hacerlo?

—Tengo las puntas de los dedos completamente arrugadas.

—Tal vez es hora de que veamos si los anfibios pueden poner sus huevos en tierra.

—Está bien.

—Vamos allá.

Chapotearon y salieron dificultosamente del agua: plata nacida del plomo en un tumulto químico. Buscaron a tientas las toallas.

—¿Dónde está él?

—Quizá durmiendo. Le he dado un buen tute en el partido, si me permitís decirlo.

—Dicen que, a menos que después te untes con aceite, el agua no es buena para la piel, pasada cierta edad.

—Nosotras tenemos ungüentos.

—Estírate un poco. ¿Estás todavía relajada?

—¡Oh, sí! Lo estoy.

—Aquí hay otro, justo debajo del lindo pechito. Como un pequeño bulto sonrosado.

Aunque había muy poca luz en la estancia, no parecía extraño que pudiesen verlo, pues las pupilas de las cuatro mujeres se habían dilatado como si quisieran salir del iris gris, castaño, pardo y azul. Una de ellas pellizcó el falso pezón y preguntó:

—¿Sientes algo?

—No.

—Bien.

—¿Sientes vergüenza? —preguntó otra.

—No.

—Bien —declaró la tercera.

—¿No es ella buena?

—Lo es.

—Sólo piensa: «Floto».

—Siento que estoy volando.

—También nosotras.

—Siempre.

—Estamos contigo.

—Es terriblemente divertido.

—En realidad, me gusta ser mujer —dijo Sukie.

—Mejor es así —dijo secamente Jane Smart.

—Quiero decir que no es sólo propaganda —insistió Sukie.

—Mi pequeña —estaba diciendo Alexandra.

—¡Oh! —exclamó Jenny.

—Suavemente. Suavemente.

—Esto es el paraíso.

—Bueno, yo pensé —dijo enfáticamente Jane Smart por teléfono, como segura de ser desmentida— que era demasiado complaciente. Demasiado gazmoña, al estilo de Alicia en el País de las Maravillas. Creo que se propone algo.

—Pero ¿qué podría ser? Todas nosotras somos pobres como ratas y, además, el escándalo de la villa.

La mente de Alexandra estaba todavía en su taller, con los armazones a medio cubrir de carne de dos mujeres flotantes y ligeramente entrelazadas, preguntándose, mientras aplicaba aquí y allá puñados de retazos de papel impregnados en pasta, por qué no podía tener la confianza que solía sentir cuando confeccionaba sus figuritas de arcilla, sus lindas muñequitas destinadas a descansar seguras sobre las rinconeras y las repisas de los cuartos de juego de las casas.

—Piensa en la situación —dijo Jane—. Súbitamente, se encuentra huérfana. Sin duda, se había armado un lío en Chicago. Aquí, la casa es demasiado grande para tener que pagar la calefacción y los impuestos. Pero no tiene otro sitio adónde ir.

Últimamente, Jane parecía resuelta a envenenarlo todo. Fuera, delante de la ventana, las ramitas castañas de un invierno aún sin nieve se agitaban bajo la fría brisa, y el oscilante comedero de los pájaros necesitaba que lo llenasen de nuevo. Los jóvenes Spofford estaban en casa para las vacaciones de Navidad, pero habían ido a patinar sobre el hielo, dejando a Alexandra una hora para las labores de la casa; debía aprovecharla.

—Pensé que Jennifer sería un bonito complemento —dijo a Jane—. No debemos encerrarnos dentro de nosotras mismas.

—Y tampoco debemos salir nunca de Eastwick —dijo, sorprendentemente, Jane—. ¿No es horrible lo de Ed Parsley?

—¿Qué le pasa? ¿Ha vuelto con Brenda?

—Si vuelve, será a pedazos —fue la cruel respuesta—. Él y Dawn Polanski volaron por los aires en una casa de vecindad de Nueva Jersey, cuando trataban de fabricar bombas. —Alexandra recordó la cara cadavérica de Ed la noche del concierto, que era la última vez que le había visto, y su aureola teñida de un verde enfermizo y la punta de su larga y presuntuosa nariz pareciendo tan estirada que su cara se torcía a un lado como una máscara de goma. Ya entonces habría podido ella decir que estaba condenado. La cruda imagen de Jane, de que él volvería en pedazos, impresionó a Alexandra, que apartó el teléfono con el brazo doblado y la mano flotante, mientras sus ojos y su cuerpo dejaban que las columnitas de la ventana pasaran a través de ellos como los alambres paralelos de un rebanador de huevos—. Él fue identificado por las huellas dactilares de una mano que encontraron entre los escombros —siguió diciendo Jane—. Sólo esta mano. Han dado la noticia esta mañana por televisión; me extraña que Sukie no te haya telefoneado.

—Sukie parece estar un poco de morros conmigo, quizá porque se sintió un poco desplazada por Jennifer la otra noche. ¡Pobre Ed! —dijo Alexandra, sintiéndose ella misma como arrebatada por una lenta explosión—. Sukie debe de estar desolada.

—No me lo pareció cuando hablé con ella hace media hora. Sobre todo parecía preocupada por el espacio que querría dedicar al suceso la nueva dirección de Word; ahora ocupa el puesto de Clyde un muchacho más joven que nosotras; ha sido enviado por los propietarios, que todo el mundo piensa que son hombres de paja de la Mafia que vive, ya sabes, en Federal Hill. Acaba de salir de Brown y no sabe nada de dirección de periódicos.

—¿Se considera ella culpable?

—No, ¿por qué? Ella nunca incitó a Ed a separarse de Brenda y escaparse con aquella ridícula putilla; antes al contrario, hacía todo lo posible por mantener unido el matrimonio. Sukie me dijo que le había dicho que siguiese con Brenda y con su ministerio hasta que pudiese encontrar algún empleo en relaciones públicas. Es lo que hacen todos los pastores y sacerdotes que abandonan la Iglesia.

—No sé —dijo débilmente Alexandra—. ¿Encontraron también las manos de Dawn?

—Ignoro lo que encontraron de Dawn, pero no creo que pudiese salvarse a menos que…

A menos que fuese una bruja, fue lo que pensó.

—Ni siquiera eso podría mucho contra la cordita, o como llamen a eso. Darryl lo sabría.

—Darryl piensa que estoy en condiciones de tocar alguna pieza de Hindemith.

—Esto es magnífico, querida. Ojalá me dijera que yo puedo volver a mis muñecas. En primer lugar, echo en falta el dinero.

—Alexandra S. Spofford —la riñó Jane Smart—, Darryl está tratando de hacer algo maravilloso por ti. Esos marchantes de Nueva York cobran mil dólares por una chuchería.

—No por mis chucherías —dijo Alexandra, y colgó.

Estaba deprimida. No quería ser un mero ingrediente en el frasco de veneno de Jane, parte de la comidilla local cotidiana; quería mirar por la ventana y ver kilómetros y kilómetros de tierra dorada vacía, salpicada de salvia, y las cimas de las altas montañas, de un blanco tan vaporoso como el de las nubes, sólo que afilado en punta.

Sukie debió de haber perdonado a Alexandra que se interesase tanto por Jenny, pues la llamó después del funeral de Ed para relatarle el acto. Mientras tanto había nevado: uno no se olvida de esta maravilla anual, de su grandeza, de la presencia del aire, de las líneas diagonales trazadas por los copos sobre todas las cosas, como en un dibujo a la pluma, de la grande y torcida boina blanca que luce la mañana siguiente la pila donde se bañan los pájaros, del color más fuerte de las hojas castañas del roble que aún no se han caído y de los abetos con sus ramas colgantes de un verde oscuro, del cielo azul que es como un cuenco definitivamente vaciado, de la excitación que vibra en las paredes dentro de la casa, de la súbitamente sobrecargada vida del papel de aquellas paredes, de la misteriosa y apremiante intimidad de que disfruta la amarilídea en su maceta de la ventana con su pálida sombra fálica.

—Brenda habló —dijo Sukie—. Y también un hombre gordo y siniestro de la Revolución, con barba y cabellos en cola de caballo. Dijo que Ed y Dawn eran mártires de la asquerosa tiranía, o algo por el estilo. Se excitó mucho, y le acompañaba una pandilla de tipos con uniforme a lo Castro que temía que nos golpeasen si alguien decía algo o se salía de la formación. Pero Brenda fue muy valiente, de veras. Estuvo muy bien.

—¿Ah, sí?

Alexandra recordaba a Brenda como una mujer de relumbrón: una cabeza de cabellos rubios y lisos recogidos en apretado moño, que se volvía en el concierto entre la confusión multicolor de las aureolas. De otros encuentros, los ojos de su mente recordaban una cara larga, más bien grisácea, con unos labios complacientes y más pintados de lo que habría cabido esperar, con el afanoso lustre de la rosa que está a punto de perder sus pétalos.

—Ahora viste perfectamente: trajes oscuros con hombreras y una corbata de seda tan ancha que parece que se haya olvidado de quitarse la servilleta después de comer una langosta. Habló durante unos diez minutos sobre la abnegación de Ed como ministro, tan interesado en Eastwick y en su delicada ecología y en su conflictiva juventud, etcétera, hasta que su conciencia (y aquí al pronunciar la palabra «conciencia», se le quebró la voz, te habría gustado oírlo, y se enjugó los ojos con su pañuelito, sólo una lágrima de cada uno, exactamente lo preciso), hasta que su conciencia, dijo, le exigió que llevase su energía fuera de los confines de esta villa, donde eran tan apreciada —ahora la facultad de imitación de Sukie había llegado al grado máximo, y Alexandra pudo ver que su labio superior se fruncía y sobresalía cómicamente—, y la dedicó, esta maravillosa energía, a tratar de corregir, querida, la espantosa dolencia que está envenenando la sangre de nuestra nación. Dijo que nuestra nación está trabajando bajo un hechizo maligno, y me miró directamente a los ojos.

—¿Qué hiciste tú?

—Sonreí. No fui yo quien le envió a Nueva Jersey con la pandilla de terroristas; fue Dawn. A propósito, ésta fue apenas mencionada cuando el gordo terminó de hablar. Como si no hubiese existido. Por lo visto, no encontraron ningún pedazo de su cuerpo; sólo trozos de ropa que igual podían haber estado en un armario. Era tan poquita cosa que quizá salió volando a través del tejado. Sin embargo, los Polanski, o comoquiera que se llamen, acudieron al funeral, vestidos como en una película de los años treinta. Supongo que no salen a menudo de su remolque. Yo estuve mirando a la madre, preguntándome qué acrobacias hará en el circo; debo decir que conserva su figura, pero ¡su cara…! Algo espantoso. Tan correosa que hubiérase dicho que tenía en ella esas durezas que nos salen en los pies cuando nos aprietan los zapatos. Nadie sabía qué decirles, ya que la chica no era más que la barragana de Ed y, en realidad, no había sido dada oficialmente por muerta. Ni siquiera Brenda sabía muy bien lo que tenía que hacer, ya que, en cierto modo, aquella familia era el origen de sus preocupaciones; pero debo decir que estuvo magnífica: muy cortés y a lo grande dame, les dio el pésame, brillándole los ojos. Brenda no es como nosotras, ya lo sé, pero realmente admiro la manera en que se sobrepuso y resolvió la situación. Y hablando de situaciones…

—¿Qué? —preguntó Alexandra, percibiendo la señal.

La pausa había sido para saber si todavía prestaba atención. Alexandra había estado haciendo marcas con las puntas de los dedos en los empañados cristales inferiores de la ventana de la cocina, conjurando medio inconscientemente la nieve, o las pecas de Sukie, o los agujeros del micro del teléfono, o los puntos de pintura con que Niki de Saint-Phalle decoraba sus internacionalmente famosas «Nanas». Alexandra se alegraba de que Sukie volviese a hablarle; a veces temía que, de no ser por Sukie, perdería todo contacto con el mundo de los sucesos diarios y saldría volando hacia la estratosfera, como había hecho la pequeña Dawn desde aquella casa de Nueva Jersey.

—Me han despedido —dijo Sukie.

—¡Pequeña! ¡No puede ser! ¿Cómo podrían hacerlo, si eres lo único que no es repelente en ese horrible periódico?

—Bueno, tal vez diría mejor que he dimitido. El muchacho que ocupa el puesto de Clyde…, un nombre judío que no puedo recordar, Bernstein, Birnbaum, ni siquiera quiero recordarlo… cortó mi artículo necrológico sobre Ed de una columna y media a dos insulsos párrafos; dijo que esta semana tenían un problema de espacio porque otro pobre muchacho de la villa murió en Vietnam, pero yo sé que es porque todo el mundo le habrá dicho que Ed había sido mi amante y tiene miedo de que me pase de la raya al escribir y la gente ría entre dientes. Hace mucho tiempo, Ed me había dado aquellas poesías que escribió al estilo de Bob Dylan, y yo había reproducido un par de ellas en mi crónica; pero no me habría quejado si me hubiesen pedido que las suprimiese; pero incluso cortaron la mención de que había sido fundador del Grupo en pro de Viviendas Dignas y había figurado en el primer tercio de la Facultad de Teología de Harvard. Yo dije al muchacho: «Acaba usted de llegar a Eastwick y no se da cuenta de lo mucho que querían aquí al reverendo Parsley», y el mozuelo de Brown sonrió y dijo: «He oído decir que era muy querido», y yo le dije: «Me voy. He trabajado de firme en mi sección, y Mr. Gabriel casi nunca me suprimió una sola palabra». Esto hizo que el insoportable chiquillo sonriese aún más, y nada pude ya hacer, salvo largarme. En realidad, antes de salir, le arranqué el lápiz de la mano y lo rompí en dos pedazos delante de sus narices.

Alexandra rió, satisfecha de tener una amiga tan animosa, una amiga en tres dimensiones, diferente de las malignas caras de payaso de su dormitorio.

—¡Oh, Sukie! ¿De veras hiciste eso?

—Sí, e incluso le dije: «Ve y rómpete una pierna», y arrojé los dos pesados del lápiz sobre la mesa. Pero ¿qué voy a hacer ahora? Todo lo que tengo son unos setecientos dólares en el Banco.

—Tal vez Darryl…

Los pensamientos de Alexandra volaban hacia Darryl van Horne a todas horas: su cara sobrexcitada con sus copos de saliva, y ciertos rincones polvorientos de su hogar que esperaban una mano femenina, y el helado momento en que, después de lanzar una risa áspera como un ladrido, cerraba de golpe la boca como si ésta hubiese sido abierta por un hechizo momentáneo. Estas imágenes no acudían al cerebro de Alexandra invitadas por ella o con un fin determinado, sino como una emisora de radio interfiere a otra cuando viajamos por una serpenteante carretera. Mientras Sukie y Jane parecían haber adquirido nuevas fuerza y vehemencia con sus ritos en la isla, Alexandra se encontraba con que su existencia independiente se había convertido, sustancialmente, de arcilla en papel, y que sus lazos con la Naturaleza se habían aflojado. Había dejado que sus rosales entrasen en el invierno sin protegerlos con paja y estiércol; no había abonado las plantas como otros noviembres; se olvidaba de llenar el comedero de los pájaros y ya no se molestaba en golpear el cristal de su ventana para espantar a las codiciosas ardillas grises. Se abandonaba a una lasitud que incluso Joe Marino advertía y que le desanimaba. El tedio, en una esposa, es parte del contrato social; pero, en una amante, corroe al hombre. Lo único que quería Alexandra era remojar sus huesos en el baño caliente de teca y apoyar la cabeza sobre el velloso torso de Van Horne, mientras Tiny Tim cantaba en el estéreo Living in the sunlinght, lovin in the moonlinght, havin a wonderful time!

—Darrly está con el agua al cuello —le dijo Sukie—. El Ayuntamiento va a cerrarle el agua por no haber pagado la factura, y, creo que a sugerencia mía, ha contratado a Jenny Gabriel como ayudante de laboratorio.

—¿A sugerencia tuya?

—Bueno, ella era técnica en esto en Chicago, y aquí se encuentra bastante sola ahora…

—Eres picara, Sukie. ¿No te estarás pasando de lista?

—Pensé que estaba un poco en deuda con ella, y ella parece tan mona y tan seria con su abriguito blanco… Varias de nosotras estuvimos ayer allí.

—¿Hubo allí una fiesta ayer, y nadie me lo dijo?

—No fue una verdadera fiesta. Nadie se desnudó.

Tenía que sobreponerse, se dijo Alexandra. Tenía que encontrar un nuevo centro para su vida.

—Estuvimos menos de una hora, querida. Palabra. Simplemente, ocurrió. También estaba el hombre del agua, con una orden judicial o algo por el estilo. Pero no pudo encontrar la llave de paso y aceptó una copa y todos nos probamos su casco de seguridad. Ya sabes que Darryl te quiere a ti más que a nadie.

—No es verdad. No soy tan bonita como tú, ni le hago todas las cosas que le hace Jane.

—Pero tú eres su tipo —le aseguró Sukie—. Hacéis una buena pareja. Ahora tengo que salir corriendo, querida. He oído decir que la «Inmobiliaria Perley» aceptaría una nueva agente, en previsión del trabajo de primavera.

—¿Vas a vender fincas?

—Quizá tenga que hacerlo. He de hacer algo; estoy gastando millones en odontología, y no puedo imaginar por qué; Monty tenía unos hermosos dientes, y los míos no son tan malos, sólo un poco salientes.

—¿Pero es Marge…, ¿cómo dijiste de Brenda?…, de nuestra clase?

—Si me da un empleo, lo es.

—Pensaba que Darryl quería que escribieses una novela.

—Darryl quiere, Darryl quiere —dijo Sukie—. Si Darryl paga mis facturas, podrá tener lo que quiera.

Cuando Sukie hubo colgado, Alexandra pensó que estaban apareciendo grietas en lo que durante un tiempo había parecido perfecto. Se dio cuenta de que estaba atrasada. Quería que las cosas no cambiasen nunca, o, mejor dicho, que se repitiesen siempre de la misma manera, como hace la Naturaleza. La misma maraña de zumaque venenoso y enredadera de Virginia en la arruinada pared del borde de la marisma, la misma mezcla mineral resplandeciente en las chinas del camino. ¡Qué magníficas y misteriosas son las chinas! Yacen a nuestro alrededor con miles de millones de años de antigüedad, no sólo redondeadas y pulidas por los embates del mar durante siglos, sino revuelta y mezclada su propia materia por el levantamiento y la crónica erosión de las montañas, no una vez, sino muchas, en el cono invertido de los eones; montañas que surgieron donde están ahora las ciénagas de Rhode Island y Nueva Jersey, mientras los mares sembraban algas unicelulares donde se alzan ahora las Rocosas, con fósiles de trilobites enterrados en sus riscos. Los museos habían deslumbrado a Alexandra cuando era pequeña, con sus muestras minerales, entrelazados prismas cristalinos de colores vulgares, pero que procedían directamente de la Naturaleza, lepidolita y crisoberilo y turmalina, con sus majestuosos nombres, como chispas gigantes inmovilizadas, surgidas de la tierra hirviente, cuando los bloques de granito que nos rodean eran fluidos y los continentes se mecían en basalto. A veces se sentía mareada, atada a todo este macizo y creciente surgimiento donde su conciencia no era más que una pizca de mica. Persistía la sensación de que no sólo cabalgaba en el universo, sino que era como una asociada de él, interiormente enorme, capaz de extraer medicamentos de hierbas hervidas y de provocar tormentas con el pensamiento. Ella y la ebullición eran una misma cosa.

En invierno, cuando caían las hojas, las charcas olvidadas se acercaban más, heladas y brillantes, a través de los bosques, y los faroles vestidos de verano de la villa brillaban amistosos y proyectaban toda una nueva población de sombras y de rectángulos luminosos en el papel de las paredes de las habitaciones que ella, en su implacable insomnio, recorría. Sus poderes la angustiaban sobre todo por la noche. Las caras de payaso creadas por las móviles peonías de sus cortinas estampadas acumulaban las sombras y echaban a Alexandra de su dormitorio. El sonido de la respiración de sus hijos resonaba en toda la casa, lo mismo que los gruñidos de la caldera. A la luz de la luna, con un breve y confiado ademán de sus manos gordezuelas, que empezaban a mostrar manchas amarillas en sus dorsos, ordenaba al historiado armario de arce (había pertenecido a la abuela de Oz) que se moviese cinco centímetros hacia la izquierda; o mandaba a una lámpara con la base parecida a un jarrón chino —su cordón oscilaba y se retorcía en el aire como el absurdo plumaje de la cola de un pájaro lira— que cambiase de sitio con un candelero de bronce situado al otro lado del cuarto de estar. Una noche, los ladridos de un perro en el jardín de un vecino, más allá de la hilera de sauces del fondo del suyo, la irritó sobremanera, y, sin pensarlo demasiado, deseó que muriese. Era un cachorro que no estaba acostumbrado a que le tuviesen atado, y ella pensó demasiado tarde que habría podido desatar fácilmente la no vista correa, pues las brujas son sobre todo expertas en el nudo, la aiguilette, con el que provocan enamoramientos y alianzas, esterilidad en las mujeres o en el ganado, impotencia en los hombres y desavenencias en los matrimonios. Con nudos atormentan al inocente y enredan el futuro. El cachorro era amigo de sus hijos y, a la mañana siguiente, la pequeña Linda volvió a casa llorando. Los dueños del perro estaban tan furiosos que encargaron al veterinario que le hiciese la autopsia. El veterinario no encontró rastro de veneno ni señales de enfermedad. Era un misterio.

Pasó el invierno. En la cámara oscura de las ventiscas nocturnas, fueron reveladas las fotos de postal de Nueva Inglaterra; el sol de la mañana las mostró en color. Las aceras no demasiado rectas de Dock Street, traspalada la nieve en algunos lugares, mostraban huellas comprimidas de pisadas, como sucias galletas azucaradas de blanco. Una mellada confusión de trozos de hielo verdoso iba y venía con las olas, golpeando los mohosos pilotes cubiertos de lapas que servían de soporte a la Bay Superette. El nuevo y joven director de Word resbaló sobre un charquito helado delante de la peluquería y se fracturó una pierna. El hielo acumulado durante las vacaciones de invierno de los dueños en Sea Island, Georgia, obligó a litros de agua a filtrarse por acción capilar entre las tablas del techo de la tienda de regalos «El Zorro Aullador» y deslizarse por el interior de la pared delantera, destrozando una fortuna en muñecas Raggedy Ann y en juegos de découpage para subnormales.

En invierno, privada de turistas, la villa se encogía más sobre sí misma, como un leño al consumirse en el hogar a hora avanzada de la noche. Una reducida pandilla de adolescentes haraganeaba delante de la «Superette», esperando la furgoneta «VW» psicodélicamente pintada y que conducía el droguero oriundo de Providence. En los días más fríos permanecían dentro, arracimados al calor a un lado de la célula fotoeléctrica y junto a la máquina de goma de mascar «Kiwanis» y otras que, por cinco centavos, daban un puñado de pistachos rancios en conchas teñidas de un rojo psicodélico, hasta que eran expulsados por el colérico gerente (inspector fiscal que, a causa del pluriempleo, sólo podía dormir cuatro horas por la noche). A su manera, estos chicos eran mártires, como lo era el borracho de la villa que, con sus zapatos de baloncesto y su abrigo sin botones, apuraba la botella de brandy de zarzamora que sacaba de una bolsa de papel, sentado en un banco de Kazmierczak Square, exponiéndose a morir a la intemperie; y también eran mártires en cierto modo los hombres y mujeres que se apresuraban para acudir a citas adulterinas, arriesgándose a la deshonra y al divorcio por un rato de amor en un motel: sacrificando todos ellos el mundo exterior al interior, proclamando con esta prioridad que todo lo que parece sólido y sustancial es en realidad un sueño, menos importante que una piadosa ola de sentimiento.

Los parroquianos de «Nemo’s» —el guardia de servicio, el cartero que se tomaba un respiro, los tres o cuatro tipos que cobraban la pensión por desempleo antes de que renaciesen en primavera la construcción y la pesca— llegaban a conocerse tan bien los unos a los otros y a las camareras, cuando el invierno tocaba a su fin, que incluso se callaban las rituales observaciones sobre el tiempo y sobre la guerra, y Rebecca les servía sin preguntarles lo que querían, pues ya lo sabía de antemano. Sukie Rougemont, que ya no necesitaba de las habladurías para llenar su columna «Ojos y Oídos de Eastwick» en Word, prefería buscar sus clientes y posibles compradores en el más refinado y femenino ambiente del «Bakery Coffee Nook», unas puertas más allá, entre el taller de marcos dirigido por dos ganapanes oriundos de Stonington y la quincallería regida por una familia al parecer interminable de armenios; diferentes armenios, de distintos tamaños, pero todos ellos con ojos acuosos e inteligentes y negros cabellos caídos sobre la frente, le atendían a uno en cada ocasión. Alma Sifton, la propietaria del «Bakery Coffee Nook», había empezado en lo que era un viejo merendero, con sólo una cafetera y dos mesas, donde los que iban de compras y no quería desafiar las miradas de los parroquianos de «Nemo’s» podían tomar unas pastas y descansar los pies; después había añadido más mesas y una variedad de bocadillos, principalmente de huevo, de jamón y de pollo, cosas que no exigían lavar mucho los platos. El segundo verano, Alma había construido un anexo de doble tamaño que el «Nook» original, e instalado una parrilla y un horno de microondas, los manjares grasientos de «Nemo’s» se estaban convirtiendo en cosas del pasado.

A Sukie le gustaba su nuevo empleo: meterse en casas ajenas, incluso en los desvanes y sótanos y lavaderos y retretes, era como dormir con otros tantos hombres, una sucesión de aromas sutilmente diferentes. No había dos hogares que tuviesen exactamente el mismo estilo o color. El continuo bullicio, abriendo y cerrando puertas, subiendo y bajando escaleras, saludando o despidiendo constantemente a personas que estaban también en movimiento, y lo que se jugaba en todo ello, era una atracción para su espíritu aventurero y un desafío para su encanto. Estar sentada todo el día ante una máquina de escribir, inhalando el humo de los cigarrillos de los demás, no le había resultado saludable. Siguió un curso nocturno en Westerly, aprobó el examen y, en marzo, obtuvo su título de agente de la propiedad inmobiliaria.

Jane Smart siguió dando lecciones, tocando el órgano en las iglesias de South County y practicando el violoncelo. Había algunas suites sin acompañamiento de Bach —la Tercera, con su adorable bourrée, y la Cuarta, con su primera página de octavas y terceras descendentes que se convierten en un grito que es como un torbellino, inconsolable, e incluso la casi imposible Sexta, compuesta para un instrumento con cinco cuerdas—, en cuyos compases se sentía absolutamente con Bach, identificada con su mente, con su desvanecida pasión, más tenue que polvo dispersado, estirando los dedos y llenando de triunfo sus lóbulos cerebrales, sintiendo que la insistente interrogación de la armonía operaba sobre su propia alma en peligro. Ésta era, pues, la inmortalidad por la que los hombres habían construido sus pirámides y realizado sacrificios sangrientos, el renacimiento de un viejo y afanoso Kapellmeister luterano en el sistema nervioso de una soltera joven, pero no ya en su primera juventud, de finales del siglo XX. Poca comodidad podía traer ello a sus huesos. Pero la música hablaba, con su sintaxis de variación y estribillo, de estribillo y variación; los procedimientos mecánicos se acumulaban para formar un espíritu, un aliento que rizaba las rápidas matemáticas de todo ello como esas pisadas que hace el viento en el agua negra y tranquila. Era una comunión. Jane veía poco a los Neff, integrados ahora en el círculo que Brenda Parsley había formado a su alrededor, y habría estado siempre solitaria de no haber sido por el grupo de la casa de Van Horne.

Donde antes habían sido tres y después cuatro, ahora eran seis, y algunas veces ocho, cuando Fidel y Rebecca eran invitados a participar en la diversión, por ejemplo en el fútbol de salón que jugaban con una bolsa de alubias en el resonante espacio del largo cuarto de estar, donde la gigantesca hamburguesa de vinilo y las cajas de Brillo envueltas en seda y la lámpara fluorescente habían sido arrimadas a un lado y apretujadas debajo de los cuadros, como trastos viejos en un desván. Cierto desprecio por el mundo físico, un apetito voraz por almas inmateriales, impedían que Van Horne cuidase como era debido de sus posesiones. El parquet del salón de música, que había pulido y revestido de poliuretano, sin reparar en gastos, tenía ya numerosas mellas producidas por el afilado soporte de acero del violoncello de Jane Smart. El equipo estereofónico del baño se había mojado tan a menudo que todos los discos chirriaban o estaban agrietados. Y, más espectacular aún, un pinchazo había deshinchado misteriosamente la cubierta de la pista de tenis una noche helada, y ahora la lona gris yacía allí tirada, en la nieve y el frío, como el pellejo de un brontosaurio muerto, esperando que llegase la primavera, ya que Darryl no veía motivo de preocuparse por eso mientras la pista no pudiese utilizarse de nuevo como campo al aire libre. En los partidos de touch-football, era siempre uno de los capitanes, haciendo rodar sus ojos miopes y congestionados al echarse a un lado para efectuar el pase, y con una espumita de concentración en las comisuras de los labios. No paraba de gritar pidiendo protección, queriendo, digamos, que Sukie y Alexandra bloqueasen a Rebecca y a Jenny que avanzaban para tocar al poseedor de la pelota, mientras Fidel daba un rodeo para recibir el pase largo y Jane Smart trataba de cortarle el camino. Las mujeres reían y gritaban durante el juego, incapaces de tomarlo en serio. Chris Gabriel realizaba lánguidamente los movimientos, como un ángel incrédulo, fuera de lugar en estas gansadas de adultos. Sin embargo, solía acudir, pues no tenía ningún amigo de su edad; las pequeñas poblaciones americanas están generalmente vacías de gente de la edad de Chris, pues se hallan en el college o en las fuerzas armadas, o empezando su carrera entre las tentaciones y las fatigas de la ciudad. Jennifer trabajaba muchas tardes con Van Horne en el laboratorio de éste, midiendo gramos y decilitros de polvos de colores y de líquidos, o desplegando grandes láminas de cobre untadas de tal o cuál producto y exponiéndolas a baterías de lámparas de sol instaladas en lo alto, mientras unos cables finísimos conectaban con los aparatos que registraban la corriente eléctrica. Un salto brusco de la aguja, y más riqueza de la que había en todo el Oriente caería sobre Van Horne; al menos, así lo había dado a entender a Alexandra; mientras tanto, flotaba allí un olor acre y desagradable procedente de las mazmorras del universo, y había un revoltillo de cubetas de aluminio sin lavar y de elementos desparramados, de sifones de plástico empañados y derretidos como por una combustión sulfurosa, y de vasos picudos y alambiques con negros sedimentos endurecidos incrustados en el fondo y en los lados. Jenny Gabriel, con una bata blanca manchada y las grandes gafas de sol que, lo mismo que Van Horne, llevaba para resguardar los ojos del continuo resplandor azul, se movía entre aquel caos con curiosa autoridad, con seguridad y tranquila decisión. Aquí, como en las orgías, la niña —desde luego, más que una niña, pues sólo tenía diez años menos que Alexandra— se movía incontaminada y en cierto sentido intacta pero entre ellos, observadora, sumisa, divertida, sin juzgar, como si nada fuese completamente nuevo para ella, aunque su vida anterior parecía haber sido de excepcional inocencia, como si la misma barbarie de la época en Chicago le hubiese servido para mantenerse dentro de su ciudadela. Sukie había dicho a las otras que la chica había dado a entender en «Nemo’s» que todavía era virgen. Sin embargo, descubría su cuerpo con cierta desvergonzada sencillez en el baño y en las danzas, y aceptaba sus caricias no insensiblemente y sí correspondiendo a ellas. El acto de sus manos, no bruscamente poderoso como el de los dedos callosos de Jane, ni rápido e insinuante como el de Sukie, tenía una penetración propia, una suave prolongación como de despedida, un algo indulgente y delicadamente inquisitivo, cada vez menos tentativo, pero que llegaba hasta los huesos. A Alexandra le encantaba que Jennifer la untase con aceite, mientras yacía estirada sobre los negros cojines o sobre varias toallas extendidas sobre las pizarras, con la humedad del baño envuelta y acentuada entre esencias de áloe y de coco y de almendra, de lactato de sodio y extracto de valeriana, de acónito y de cannabis índica. En los empañados espejos instalados por Van Horne y la parte de fuera de las puertas de las duchas, resplandecían pliegues y olas de carne, y la mujer más joven, pálida y perfecta como una figurita china, podía verse arrodillada en las profundas y angulosas distancias que crean los espejos. Las mujeres inventaron un juego llamado Sírveme, una especie de charada, pero completamente distinta de las charadas que trataba de organizar Van Horne en su cuarto de estar cuando estaban borrachos, pero que se colapsaban bajo las detonaciones de telepatía mental y el torpe fervor de la mímica del hombre, que desdeñaba la exposición palabra por palabra y trataba de concentrar en una feroz expresión facial títulos tan largos como Historia de la decadencia y la caída del Imperio romano, o Las desventuras del joven Werther, o El origen de las especies. Las pieles y los espíritus sedientos gritaron: Sírveme, y Jennifer untó pacientemente a cada cual, pasando los transformadores ungüentos por las fruncidas arrugas, sobre las manchas cutáneas, alrededor de los bultos, frotando los granos del tiempo con delicados arrullos de simpatía y de lisonja.

—Tienes un cuello adorable.

—Siempre pensé que era demasiado corto. Rollizo. Siempre odié mi cuello.

—Oh, no debías hacerlo. Los cuellos largos son grotescos, salvo en los negros.

—Brenda Parsley tiene muy pronunciada la nuez de Adán.

—No seamos crueles. Pensemos serenamente.

—Ahora a mí. Ahora a mí, Jenny —suplicó Sukie con voz infantil.

Se dio la vuelta, espectacularmente, y sólo le faltaba chuparse el dedo pulgar mientras Jenny la frotaba.

Alexandra gruñó:

—Este deleite es obsceno. Yo me siento como una marrana gorda revolcándose de un lado a otro.

—Menos mal que no hueles como ellas —dijo Jane Smart—. ¿O acaso sí, Jenny?

—Huele muy bien y a limpio —dijo remilgadamente Jenny.

Desde dentro de aquella campana transparente de inocencia o de ignorancia, su voz ligeramente nasal parecía venir de muy lejos, aunque con toda claridad; reflejada en el espejo, de rodillas, la niña tenía la forma y el tamaño y el brillo de esos pájaros huecos de porcelana, con orificios en ambos extremos, a los que los niños arrancan unas cuantas notas al soplar.

—La parte de atrás de mis muslos, Jenny —suplicó Sukie—. Sólo la parte de atrás, y despacio, muy despacio. Y emplea las uñas. No tengas miedo de la cara interna de los muslos. El dorso de las rodillas es maravilloso. Maravilloso. ¡Oh, Dios mío!

Y se llevó el pulgar a la boca.

—Vamos a cansar a Jenny —advirtió Alexandra, con voz considerada, vaga, indiferente.

—No; me gusta —dijo la niña—. Sois todas tan agradecidas…

—Después te lo haremos a ti —le prometió Alexandra—. En cuanto nos libremos de esta impresión de somnolencia.

—En realidad, no me gustaría que me frotaseis tanto —confesó Jenny—. Prefiero hacerlo a que me lo hagan. ¿Acaso es esto perverso?

—A nosotras nos va muy bien —dijo Jane, alargando la última palabra.

—Sí —convino cortésmente Jenny.

Van Horne, quizá por respeto a la delicada iniciada, raras veces se bañaba ahora con ella o, si lo hacía, salía rápidamente de la estancia, envuelto el velludo cuerpo desde la cintura hasta las rodillas en una toalla, para distraer a Chris con una partida de ajedrez o de chaquete en la biblioteca. Sin embargo, se presentaba más tarde luciendo ropas cada vez más afectadas —por ejemplo, una bata granate y pantalones acampanados a finas rayas verdes, y un pañuelo malva alrededor del cuello— y asumiendo unos modales aún más afectados de benevolencia magistral, para presidir el té o los licores o una rápida cena a base de sancocho dominicano o mondongo cubano, o de pollo picado con tocino mexicano o soufflé de sesos colombiano. Van Horne observaba más bien con tristeza cómo engullían sus invitados femeninos aquellos picantes manjares, mientras chupaba cigarrillos de colores a través de una boquilla de concha curiosamente retorcida que solía usar últimamente: había perdido peso y parecía febril con la esperanza de solventar, a base de selenio, el problema de la energía. Cuando no hablaba de este tema, se quedaba a menudo apáticamente silencioso, y a veces salía bruscamente de la habitación. Retrospectivamente, Alexandra, Sukie y Jane habrían sacado quizá la conclusión de que se aburría con ellas; pero ellas mismas estaban tan lejos de aburrirse con él que la idea del tedio no entraba siquiera en su imaginación. Su vasta casa, a la que habían dado el apodo de Toad Hall, dilataba sus mezquinos domicilios; en el reino de Van Horne, dejaban atrás a sus hijos y se convertían ellas mismas en chiquillas.

Jane acudía puntualmente a sus sesiones de Hindemith y Brahms y, más recientemente, el vertiginoso y deslumbrado Concertó en Si Menor para violoncelo de Dvorak. Sukie, mientras el invierno se fundía lentamente, empezó a ir y venir con notas y diagramas para su novela, que ella y su mentor creían que podía proyectarse y montarse como una simple máquina verbal para despertar y después aliviar la tensión. Y Alexandra invitó tímidamente a Van Horne a ver las grandes, ingrávidas y esmaltadas estatuas de mujeres flotantes que había compuesto con manos pegajosas y espátulas y cucharas de madera. Sentía timidez al tenerle en su casa, que necesitaba pintura nueva en todas las habitaciones de la planta baja y linóleo nuevo en el suelo de la cocina; y, entre sus paredes, él parecía reducido y más viejo, con su mandíbula azulada y el cuello de su camisa Oxford arrugado, como si el desaliño fuese contagioso. Llevaba aquella holgada chaqueta verde y negra de tweed con coderas de cuero que había llevado también el día en que le había conocido, y se parecía tanto a un profesor cesante, o a uno de esos hombres tristes que frecuentan todas las ciudades universitarias como eternos estudiantes de último curso, que Alexandra se preguntaba cómo había podido ver en él tanta magia y tanto poder. Pero él encomió su trabajo:

—Pequeña, ¡creo que has dado en el clavo! Esa especie de cualidad carnavalesca que tiene Lindner, pero sin su dureza metálica, con más sentimentalismo a lo Miró, y sexy…, ¡oh, muy sexy! —Con alarmantes rapidez y brusquedad, cargó tres de sus figuras de papier-máché en el asiento de atrás de su «Mercedes», desde donde miraron a Alexandra como llamativas autostopistas, cruzados los relucientes miembros y enredados los alambres que las suspenderían del techo—. Pasado mañana, más o menos, iré a Nueva York y las mostraré a mi amigo de la Calle 57. Les prestará atención, apuesto lo que quieras; has dado realmente con algo que tiene actualidad cultural, una especie de sentimiento definitivo. Esa irrealidad. Incluso los recortes sobre la guerra en la tele parecen irreales; hemos visto demasiadas películas de guerra.

Al aire libre, junto al coche de ella, vestido con una chaqueta de piel de cordero con los puños y los codos sucios, y un gorro también de piel de cordero haciendo juego con aquélla pero demasiado pequeño para su cabezota, miró a Alexandra como algo inalcanzable, una causa perdida; pero, con un giro imprevisible, cediendo a una orden de su mente, volvió a entrar en la casa y, respirando con dificultad, subió a su habitación y a la cama que Alexandra había negado últimamente a Joe Marino. Gina estaba de nuevo embarazada y esto hacía la cosa demasiado pesada. La potencia de Darryl tenía algo de infalible y de insensible, y su pene frío hacía daño, como si estuviese cubierto de diminutas escamas; pero hoy, el hecho de que hubiese tomado tan de prisa sus pobres creaciones para venderlas, y su aspecto compuesto y ligeramente marchito, y el grotesco gorro puntiagudo de piel de cordero sobre su cabeza, todo esto se había combinado para derretirle el corazón y hacer su sexo extraordinariamente receptivo. Pensando que podía convertirse en una nueva Niki de Saint-Phalle, habría sido capaz de emparejarse a un elefante.

Las tres mujeres, al encontrarse en Dock Street o al hablar unas con otras por teléfono, compartían tácitamente la hermandad dolorosa de ser amantes del nombre tenebroso. Si Jenny sufría también este dolor, su aureola no lo revelaba. Cuando un visitante la descubría por la tarde en la casa, llevaba siempre su bata de laboratorio y observaba una franca y formal actitud de eficacia. Van Horne la empleaba, en parte, porque era opaca, con sus modales ligeramente quebradizos, respetuosos, y su manera de dejar pasar a través de ella ciertas vibraciones e insinuaciones, y la un tanto esquemática redondez de su cuerpo. Dentro de un grupo, cada miembro cae en una ranura de utilidad especial, y la de Jenny era de condescendencia, de ser «aceptada», atesorada como una versión de la juventud de cada una de aquellas mujeres maduras, divorciadas, desilusionadas y poderosas, aunque ninguna de ellas había sido completamente como Jenny, ni había vivido con su hermano menor en una casa donde sus padres habían encontrado una muerte violenta. La querían a su manera, y, dicho sea en honor a la verdad, ella nunca había indicado qué manera habría preferido. El aspecto más doloroso de la imagen que había dejado la niña, al menos en la mente de Alexandra, era la impresión de que había confiado en ellas, de que se había confiado a ellas como suele la mujer confiarse por primera vez a un hombre, arriesgándose a la destrucción al decidirse a saber. Ella se había arrodillado entre ellas como una dócil esclava y dejado que su cuerpo blanco y redondeado derramase el brillo de su perfección sobre sus formas oscuras e imperfectas tumbadas sobre los negros cojines, debajo de un techo que no había vuelto a abrirse desde una helada noche en que Van Horne había apretado el botón y un chispazo había formado un guante de fuego azul alrededor de su vellosa mano.

Por el hecho de ser brujas, eran como fantasmas en la mente de la comunidad. Uno sonreía, como ciudadano, para saludar la cara alegre y descarada de Sukie al pasar por la combada acera; otro reconocía cierta grandeza en Alexandra cuando, con su chaqueta verde de brocado y sus polvorientas botas de montar, charlaba con la dueña de «El Zorro Aullador», Mavis Jessup, también divorciada, de cutis hético y cabellos teñidos de rojo y colgando sueltos como rizos de Medusa. Otro atribuía cierta distinción a la frente nublada y airada de Jane Smart, cuando se encerraba con un golpe de la portezuela en su «Plymouth Valiant» verde musgo; un hervor interior como el que había producido en otras poblaciones claustrales los versos de Emily Dockinson y la inspirada novela de Emily Bronte. Las mujeres correspondían a los saludos, pagaban las facturas y, en la quincallería de los armenios, trataban, como todo el mundo, de describir, con dibujos trazados con los dedos en el aire, la cosa de nombre ignorado que necesitaban para reparar la vieja casa, para combatir la entropía; pero todos sabíamos que había algo más en ellas, algo tan monstruoso y obsceno como lo que pasaba en el dormitorio de incluso el subdirector de la escuela superior y su esposa, que parecían tan tolerantes y bonachones cuando se sentaban en las gradas, en su papel de carabinas, y escuchaban aquellos discos que helaban la sangre en las venas.

Todos soñamos, y todos nos quedamos espantados en la boca de las cavernas de la muerte; y ésta es nuestra entrada. Al mundo inferior. Antes de que existiesen las instalaciones de fontanería en los viejos retretes exteriores, las deyecciones de la familia se amontonaban en invierno como heladas y puntiagudas estalagmitas, y este fenómeno nos ayuda a creer que hay en la vida algo más que los aireados anuncios de las portadas de las revistas, las formas platónicas de frascos de perfume, camisones de nilón y parachoques de «Rolls-Royce». Quizás en los pasadizos de nuestros sueños nos encontramos, más que nos conocemos: asombrada la cara iluminada al encontrarse con otra. Ciertamente, el hecho de la brujería pendía en la conciencia de Eastwick; se respiraba una masa, una densidad nubosa producida por mil capas translúcidas, una especie de cuerpo celestial, y, aunque era espantoso, ofrecía el consuelo de la terminación, de completar el cuadro, como las tuberías del gas en el subsuelo de Oak Street o las antenas de televisión que extraían del cielo Kojak y anuncios de «Pepsi-Cola». Tenía la vaga silueta de algo visto a través de la puerta de una ducha y era pegajoso, lento en su evaporación: años después de los sucesos que desmañadamente, e incluso de mala gana, se relatan aquí, el rumor de la brujería manchaba este rincón de Rhode Island, hasta el punto de que la más inocente mención del nombre de Eastwick provocaba una ráfaga de incomodidad y de inquietud en el ambiente.