9
Es natural que eche de menos a su madre, le decía el aya a Shigemoto, pero es su padre el que verdaderamente merece su cariño. Está muy solo. Debe usted ser un buen hijo y consolarle. Aunque no criticaba a la madre de Shigemoto, el aya al parecer estaba al tanto de lo de Heijū y no veía bien que Sanuki hiciera de intermediaria para él. Su antipatía hacia Sanuki pareció subir de grado cuando comprendió que también a Shigemoto se le había utilizado como intermediario. ¿Sería eso lo que la llevó a cortar las visitas de Shigemoto a la casa de su madre? Yo no puedo hacer nada para que vaya a ver a su madre, le dijo con una cara de enfado que daba miedo, pero el señorito no está para llevar recados a nadie.
Después de que la madre de Shigemoto se marchara, su padre desatendía sus deberes con frecuencia y permanecía encerrado en su habitación como un enfermo. Incluso un observador casual le habría encontrado demacrado y sombrío; su hijo le veía tétrico e inabordable, y no le daban ganas de ir a consolarle. El aya le decía: Su padre es un hombre bondadoso. ¡Qué feliz le haría que fuera a estar con él! Un día llevó de la mano a Shigemoto a la habitación de su padre, descorrió el tabique y le empujó adentro. Su padre siempre había sido flaco, pero ahora tenía los ojos hundidos y la cara erizada de pelos grises. Estaba sentado como un lobo al lado de la almohada, como si se acabara de levantar. Shigemoto tembló al sentir su mirada cortante; iba a decir «Padre», pero se le atragantó.
Mientras padre e hijo se examinaban mutuamente, el miedo que oprimía el corazón de Shigemoto fue cediendo, y en su lugar sintió una nostalgia de dulzura indescriptible. Al principio no supo cuál era su origen, pero no tardó en darse cuenta de que la habitación estaba impregnada de la fragancia de incienso que su madre llevaba siempre en la ropa. Entonces vio prendas que ella solía vestir, desparramadas en torno a su padre: túnicas exteriores, túnicas sin forro, túnicas de manga estrecha.
De repente su padre dijo:
–¿Te acuerdas de esto, hijo mío? –y alargando un brazo seco y duro como una barra de hierro asió por el cuello una túnica de colores.
Shigemoto se acercó a su lado. Su padre alzó la túnica frente a Shigemoto con las dos manos, y luego sepultó el rostro en ella y estuvo largo rato inmóvil. Por fin levantó los ojos.
–Tú también tienes que echar de menos a tu madre –dijo suavemente, en un tono de voz que invitaba a la cercanía. Era la primera vez que Shigemoto miraba atentamente el rostro de su padre. Tenía los ojos legañosos; había perdido casi todos los dientes de delante y su voz enronquecida hacía un poco difícil entender lo que decía. Aunque su acento era de intimidad, ni sonreía ni lloraba. Simplemente miraba a los ojos de su hijo con una expresión seria y preocupada que de nuevo le hizo parecer tétrico a Shigemoto.
–Ajá –asintió el niño.
Su padre frunció el ceño.
–Está bien, puedes irte –dijo con irritación.
Después de eso Shigemoto tardó un tiempo en volver a acercarse a él. Hoy su padre está otra vez en casa, le decían, pero el saberlo sólo le impulsaba a esquivar aquella habitación. Su padre se pasaba el día encerrado, prácticamente sin dejarse ver. De vez en cuando Shigemoto, al pasar junto a su habitación, se paraba en la puerta por ver si de dentro salía algún signo de vida, pero no oía nada. Imaginaba que su padre habría vuelto a sacar los vestidos de su madre y a sepultarse en su fragancia encantadora.
Aquel año, o quizá al siguiente, una tarde de otoño clara y fresca, su padre hizo una de sus raras apariciones en el jardín y se sentó distraídamente en una piedra junto al arroyo. Las ramas del trébol japonés se doblaban bajo el peso de los capullos. Hacía mucho tiempo que Shigemoto no le veía. Allí, descansando en aquella piedra, parecía un caminante exhausto que hiciera un alto en un largo viaje. Su ropa estaba sucia y arrugada, con rotos y descosidos en las mangas y los faldones. O era que ya no había criadas para atenderle o era que él no se dejaba. Shigemoto vio un brillo en sus mejillas consumidas cuando la figura del anciano recibió el arrebol del sol que declinaba hacia el oeste, pero guardó una distancia de cinco o seis pasos, dudando todavía si aproximarse. Oyó que su padre murmuraba.
Shigemoto observó que el murmullo eran versos que su padre recitaba melodiosamente por lo bajo. Aparentemente ajeno a que Shigemoto escuchaba junto a él, repitió los mismos versos dos o tres veces, con la mirada puesta en la superficie del agua.
–¡Hijo mío! –dijo por fin volviéndose al niño–. Te voy a enseñar un poema chino. Lo escribió un hombre llamado Po Chü-i, de los T’ang. Probablemente es demasiado difícil para que lo entienda un niño, pero no importa. Lo único que tienes que hacer es aprendértelo de memoria como yo te lo diga. Luego, cuando seas mayor, ya verás el sentido. Ven, siéntate aquí conmigo.
Shigemoto se sentó junto a su padre en el borde de la piedra. Al principio su padre habló despacio, haciendo pausas entre las frases para facilitar que el niño las memorizara y esperando a que repitiera cada una antes de pasar a la siguiente; pero conforme iba avanzando la lección se olvidó de su papel de maestro, y dando rienda suelta a sus emociones alzó la voz y empezó a cantar con sentimiento.
Perdida, se ha vuelto nieve en el
jardín;
en vuelo, sigue al viento sobre el mar.
En el empíreo habrá encontrado compañero;
son ya tres noches que no vuelve a su percha.
Su voz se apaga más allá de las nubes verdes;
su forma se hunde en la brillante luna.
Desde ahora, en la residencia del gobernador,
¿quién hará compañía a estas viejas canas?
Shigemoto descubrió de mayor que era un poema de versos medidos, de cinco palabras cada uno, titulado «Al perder mi grulla», de las Obras completas de Po Chü-i. Entonces no entendió de qué hablaba el poema, pero después su padre canturrearía tantas veces los versos cuando se emborrachaba que Shigemoto se cansó de oírlo. Retrospectivamente vio que su padre, equiparando a la madre perdida de Shigemoto con la grulla, transmitía su angustia por medio de aquel poema; y ya de niño sentía cómo se le comunicaba el dolor cuando oía a la voz afligida recitar aquellos versos. La ronquera impedía a Kunitsune emitir notas altas, y tampoco podía elevar mucho la voz porque no respiraba bien. Desde un punto de vista técnico, pues, su canto no era bueno; pero al decir «En el empíreo habrá encontrado compañero», o «Su voz se apaga más allá de las nubes verdes; su forma se hunde en la brillante luna», o «¿Quién hará compañía a estas viejas canas?», el patetismo de su voz trascendía la técnica y no podía por menos de conmover a quien le escuchaba.
Una vez que Shigemoto aprendió a recitar el poema, su padre dijo: «Ya que has sido capaz de aprender ése, te voy a poner otro más largo». Y, en efecto, el poema que a continuación enseñó a Shigemoto, «Lluvia nocturna», era mucho más largo que el primero:
Hay alguien a quien amo,
lejos, muy lejos, en una ciudad distante.
Hay algo que siento,
que toma forma en lo hondo de mi pecho.
Aunque la ciudad está lejos y no puedo ir,
no pasa un día sin que mire hacia allá;
aunque lo que siento es hondo y no puedo cambiarlo,
no hay una noche en que no piense en ello.
Es que a la luz menguante de la lámpara
hoy vivo solo en un cuarto vacío.
El cielo otoñal todavía no clarea;
el viento y la lluvia son desapacibles.
A menos que estudie el dharma de la ascesis,
¿cómo me olvidaré de este corazón?
Su padre decía a menudo los últimos versos, «A menos que estudie el dharma de la ascesis, ¿cómo me olvidaré de este corazón?», como si hablara solo; y quizá fuera por influencia de esa clase de versos por lo que poco tiempo después abrazó el budismo. Shigemoto recordaba retazos de muchos otros, pero no está claro de qué poemas son: «A altas horas de la noche me acuesto solo; ¿para quién voy a orear la cama?»; «Enfermo veo cómo mengua el desayuno; sin sosiego veo lo larga que es la noche»; «Cabellos grises caen al amanecer, odio peinarme; los dos ojos se debilitan en primavera; muchas medicinas»; «Claro que me echaré el jarro al estómago, ¿por qué no voy a desplomarme borracho?». A veces su padre recitaba esos versos tristemente por lo bajo, de pie en un rincón del jardín; otras veces se encerraba a solas con el sake y los cantaba con voz apasionada y las mejillas surcadas de lágrimas.
Sanuki ya no estaba en la casa. Debió de dejar al padre de Shigemoto y refugiarse al lado de su madre poco tiempo después de la marcha de ésta. Hasta donde Shigemoto alcanzaba a recordar, Emon, el aya, cuidaba de él y de su padre. De vez en cuando reprendía a su padre en el mismo tono que empleaba con el niño. Lo que más censuraba era su afición a la bebida.
–Ya que el señor no tiene otros placeres a su edad, no haría mal si bebiera sólo un poco, pero...
Cuando el aya le hablaba así, el padre de Shigemoto la escuchaba cabizbajo, como un niño reñido por su madre.
–Siento mucho haberte preocupado –decía sumisamente.
Se comprende que el padre de Shigemoto, abandonado en la vejez por la mujer a la que amaba, se entregara más que nunca al sake, al que siempre había tenido afición, e hiciera de él su único compañero; pero también era natural que el aya se preocupara, porque sus borracheras llegaron a rebasar todos los límites de lo normal. Cada vez que el aya le amonestaba, pedía disculpas dócilmente, pero no había pasado un día y ya estaba otra vez borracho de caerse. Que recitara poemas chinos y sollozara a gritos se le podía perdonar, pero a menudo se iba en mitad de la noche y no regresaba en varios días.
–¿Adónde se habrá ido? –suspiraban el aya y las criadas en conciliábulo; y no pocas veces enviaban a alguien a buscarle discretamente. También Shigemoto se afligía. Al cabo de dos o tres días su padre aparecía de improviso en la puerta, o se escurría a su habitación sin ser visto y se metía en la cama, o alguien daba con él y le traía a casa. Una vez le encontraron tendido en un campo apartado, lejos de la capital. Cuando llegó parecía un clérigo mendicante, desgreñado, con la ropa hecha jirones y los brazos y las piernas enlodados. El aya se llevó tal impresión que sólo pudo gritar «¡Ay!» y deshacerse en llanto. El padre de Shigemoto miraba al suelo avergonzado. Se metió en su habitación sin decir palabra y escondió la cara en la cama.
–A este paso se va a volver loco de verdad, o le va a pasar algo –rezongaba el aya a sus espaldas. Hasta que un buen día dejó el sake que tanto le gustaba.
Shigemoto no explica qué fue lo que llevó a su padre a dejar el sake. Él no se percató del cambio hasta que el aya le dijo: «¡Qué admirable se ha vuelto su padre! Todo el día está leyendo apaciblemente los sutras». Seguramente había intentado ahogar en sake la nostalgia de su madre, y al ver que la bebida era inútil buscó auxilio en la compasión del Buda. En otras palabras, se aplicó el poema de Po Chü-i: «A menos que estudie el dharma de la ascesis, ¿cómo me olvidaré de este corazón?». Sería como un año antes de morir, cuando Shigemoto tenía cerca de siete. Por entonces su padre ya había salido del enloquecimiento: era normal verle pasar el día en su oratorio, meditando, leyendo sutras o escuchando a un virtuoso monje al que invitaba a hablarle sobre el dharma. El aya y las criadas respiraban aliviadas. El señor se ha serenado, decían contentas; ya no hay que preocuparse. A Shigemoto, sin embargo, su padre le seguía pareciendo tan tétrico e inabordable como siempre.
Cuando el oratorio estaba demasiado silencioso, el aya decía: «Señorito, vaya a asomarse a ver qué hace su padre». Shigemoto se acercaba temeroso al oratorio, se arrodillaba en el umbral, ponía la mano en la puerta corredera sin hacer ruido y la abría un par de dedos. Frente por frente colgaba de la pared una pintura del bodhisattva Samantabhadra; ante ella estaba su padre, sentado muy derecho y perfectamente inmóvil. Shigemoto sólo le veía de espaldas. Aunque estuviera un buen rato observándole, su padre ni recitaba un sutra ni miraba un libro ni quemaba incienso; no hacía más que permanecer sentado en silencio.
–¿Qué hace mi padre? –preguntó al aya.
–Está practicando lo que llaman la Contemplación de la Impureza –respondió ella.
Como la Contemplación de la Impureza entraña una teoría sumamente difícil, el aya no sabía explicársela muy bien. Dicho brevemente, el que practica la Contemplación de la Impureza llegará a comprender que los diversos placeres carnales de la humanidad no son sino ilusiones momentáneas, y a partir de entonces el ser amado no le parecerá digno de amor; y sabrá que las cosas que son hermosas a la vista, deliciosas al gusto o agradables al olfato no son en realidad ni hermosas ni deliciosas ni agradables, sino inmundas. Su padre practica esa disciplina, dijo el aya, porque intenta superar la pérdida de su madre.
A ese respecto Shigemoto tenía un recuerdo aterrador de su padre, que nunca pudo olvidar. Sucedió por entonces. A veces su padre permanecía días y días sentado en meditación continua. Una noche, dominado por la curiosidad de saber cuándo comía y dormía, Shigemoto se escurrió de su dormitorio con cuidado de que el aya no lo advirtiera y se dirigió al oratorio. Al otro lado del tabique ardía una luz débil, y su padre estaba sentado en la misma postura que había guardado durante el día. Por mucho rato que pasara Shigemoto acechando por la abertura, su padre permanecía inmóvil como una estatua. Shigemoto cerró sigilosamente el tabique, volvió a su habitación y se acostó. Inquieto también a la noche siguiente, otra vez fue a mirar, y halló a su padre exactamente igual que la noche anterior. A la tercera noche, de nuevo empujado por la curiosidad, se acercó de puntillas al oratorio, descorrió el tabique un par de dedos y contuvo el aliento. La llama de la lámpara parpadeó, aunque no se sentía corriente. En ese momento los hombros de su padre se balancearon y su cuerpo se movió. Eran movimientos tan lentos que al principio Shigemoto no entendió su finalidad, pero por fin su padre puso una mano en el suelo y, respirando hondo, como si izara un objeto pesado, se irguió lentamente. La edad le habría obligado en cualquier caso a levantarse despacio; al cabo de tanto tiempo de permanecer sin moverse no habría podido hacerlo de otro modo. Una vez en pie, salió de la estancia tambaleándose.
Sorprendido y curioso, Shigemoto le siguió. Su padre, siempre mirando al frente, bajó la escalinata, se calzó unas sandalias de paja tosca y salió al jardín. La luna brillaba con luz clara y cantaban los insectos: era otoño sin duda alguna. Pero cuando Shigemoto salió al jardín tras él y se puso unas sandalias de adulto pensó que podría ser invierno, porque sintió tanto frío en las plantas de los pies que le pareció estar pisando agua helada, y el suelo a la luz de la luna estaba blanco como si lo cubriera la escarcha. La sombra de su padre, recortada nítidamente sobre el suelo, oscilaba al andar. Shigemoto, siguiéndola a cierta distancia, cuidaba de no pisarla. Podría haber sido descubierto si su padre hubiera mirado atrás, pero parecía ir sumido en sus meditaciones. Al franquear el portillo aceleró el paso, como si supiera muy bien adónde se dirigía.
Un hombre de ochenta años y un niño de seis o siete no podrían caminar demasiado lejos, pero a Shigemoto se le hizo muy largo. Aunque iba rezagado por detrás de su padre, no temía perderle, porque a esas horas de la noche el camino estaba desierto y su figura distante reflejaba la blancura de la luna. Al principio el camino discurría por delante de una hilera de mansiones, cada una de ellas cerrada por imponentes muros de tierra. Poco a poco dieron paso a cercas de mimbre desvencijadas y casuchas de techos bajos, con piedras encima de las tejas. Después también aquellas chozas se fueron espaciando, entre lodazales y trechos de campo abierto donde crecían hierbas altas y plumosas. El coro de insectos cesaba bruscamente cuando se acercaban a los matojos y se reanudaba cuando habían pasado, cada vez más insistente y clamoroso, como una lluvia, a medida que los arrabales de la ciudad fueron quedando atrás. Finalmente se acabaron las casas, y no hubo más que un herbazal impenetrable hasta donde alcanzaba la vista, atravesado por el sendero estrecho que serpeaba sin bifurcarse, torciendo para acá y para allá entre malezas más altas que una persona. Entonces Shigemoto empezó a perder de vista a su padre, y acortó la distancia a unos cuantos pasos. Las hierbas inclinadas a los lados del sendero le mojaban de rocío las mangas y los faldones, y por el cuello le entraban gotas frías.
Al llegar a un puente sobre un riachuelo, su padre lo cruzó, y en vez de continuar por el sendero adelante bajó hasta el borde del agua y echó a andar aguas abajo por una estrecha orilla de arena. A unos cien metros del puente había un terreno elevado y plano, y encima tres o cuatro tumbas en forma de túmulo. Eran de tierra blanda y reciente, y los carteles de madera hincados en cada uno de los túmulos estaban todavía blancos, con inscripciones que se leían claramente a la luz de la luna. Algunas tumbas tenían un plantón de pino o de cedro en vez de cartel; otras no estaban hechas en forma de túmulo, sino rodeadas por una cerca y marcadas con una pirámide de guijarros y un monumento de cinco lajas de piedra. En las tumbas más sencillas sólo había una estera tejida cubriendo el cuerpo y una ofrenda de flores. Unos cuantos carteles yacían derribados por un tifón reciente, y en algunos túmulos se había corrido la tierra, dejando parcialmente a la intemperie los cuerpos de debajo.
El padre de Shigemoto deambulaba entre los túmulos como si buscara algo, y Shigemoto le iba pisando los talones; fuera o no consciente de ser seguido, ni una sola vez volvió la vista atrás. Un perro que se estaba atracando de carroña saltó de detrás de una mata y huyó despavorido, pero el padre de Shigemoto no se inmutó. Incluso viéndole de espaldas se notaba que iba extraordinariamente tenso y concentrado. Pronto se detuvo, y Shigemoto se paró en seco. Lo que vio entonces le puso los pelos de punta.
La luz de la luna, como una manta de nieve, lo pinta todo uniformemente de un color fosfórico, y en un primer momento Shigemoto no distinguió bien la forma extraña que yacía en tierra frente a él; pero al aguzar la vista se dio cuenta de que era el cadáver en descomposición de una mujer joven. Por la carne que quedaba en los miembros y por el tono de la piel supo que era una mujer joven, pero la larga cabellera, con piel y todo, se había desprendido del cráneo como una peluca, la cara era un amasijo de carne informe, las vísceras se derramaban del abdomen y todo el cuerpo era un hervidero de gusanos. No es difícil imaginar el horror de ver tal cosa bajo una luz de luna clara como el día. Shigemoto se quedó clavado, atenazado por el miedo, incapaz de apartar el rostro ni de moverse, y menos aún de exhalar un grito. Su padre se acercó con tranquilidad al cadáver, se inclinó reverentemente ante él y se arrodilló a su lado en una esterilla. Tieso e inmóvil como en el oratorio, se puso a meditar, ora mirando al cadáver, ora entornando los ojos.
La luna ascendió todavía más radiante, como abrillantada, acentuando la desolación que les rodeaba. Aparte del crujir de la maleza bajo algún soplo de brisa, sólo se oía el estridor de los insectos. Viendo a su padre prosternado como una sombra solitaria en aquel entorno, Shigemoto se sintió transportado a un mundo de sueños fantásticos, pero el olor a podrido que asaltaba su olfato le obligó a volver a la realidad.
Exactamente dónde vio el padre de Shigemoto el cadáver de la mujer no está claro. Tuvo que haber muchos sitios donde se dejaran cadáveres abandonados en el Kioto de aquella época. Cuando sucumbían muchas víctimas a una epidemia de viruela o de sarampión, el temor al contagio y la falta de medios obligaba a llevar los cadáveres al baldío más próximo y sepultarlos sin otra cobertura que un palmo de tierra o una estera. Aquél debía de ser uno de esos lugares.