EL GUIA DE LA PARTIDA

El sábado por la tarde, Billy Buck, el peón, rastrilló la última parva del año anterior y, por encima de la alambrada, arrojó pequeñas horquilladas de heno a unas pocas vacas, mansas y curiosas. Nubéculas parecidas a bocanadas de humo de cañón se alejaban en lo alto, en la atmósfera, hacia el Este, empujadas por el viento de marzo. El silbido del viento resonaba en el monte, por las cimas de la colina. Pero ningún soplo penetraba en el área del rancho.

El pequeño Jody salió de la casa comiendo un gran pedazo de pan con manteca. Distinguió a Billy, quien acababa su labor en la parva. Jody marchaba pesadamente, arrastrando los pies en una forma que, según se le había dicho, era perjudicial para el cuero bueno. Una bandada de blancas palomas voló del negro ciprés cuando Jody pasaba por su cercanía; luego, rodeó el árbol y aterrizó. Un gato semicubierto por un caparazón de tortuga saltó del pórtico de la casa de los peones, cruzó el camino, giró velozmente y retornó. Jody cogió una piedra para tomar parte en el juego, pero ya era demasiado tarde, pues el gato se había refugiado en el pórtico antes de que la piedra pudiera ser lanzada. Jody la arrojó por el lado del ciprés y las blancas palomas iniciaron otro vuelo de rotación.

Al llegar a la consumida parva, el chico se apoyó en la alambrada de púas.

- ¿Crees que esto será todo? -preguntó.

El sereno peón interrumpió su cuidadoso rastrilleo y clavó la horquilla en el suelo. Quitóse el sombrero y se alisó el cabello.

- No ha quedado nada que no esté empapado por la humedad de la tierra -replicó.

Volvió a colocarse el sombrero y se frotó las manos secas y encallecidas.

- Debe haber muchas ratas -sugirió Jody.

- Esto está que hierve de ratas -confirmó Billy-. Se arrastra el heno con ratas.

- Bueno, tal vez cuando termines podría llamar a los perros y cazarlas.

- Claro, me figuro que sí -asintió Billy Buck.

Levantó una horquillada de heno húmedo y la arrojó al aire. Simultáneamente saltaron tres ratas que corrieron como flechas a perderse en su escondrijo.

Jody suspiró, satisfecho. Esas ratas gordas, bruñidas, insolentes, se hallaban al borde del desastre. Ocho meses habían vivido y se habían multiplicado en la parva, inexpugnables a gatos, trampas, venenos, y a Jody. Su seguridad las había hecho orondas, despóticas, arrogantes. Ahora les esperaba la catástrofe: no sobrevivirían un solo día más.

Billy miró hacia la cumbre de los cerros que rodeaban el rancho.

- Sería mejor que lo preguntaras antes a tu padre -sugirió.

- Bien, ¿dónde está? Se lo preguntaré en seguida.

- Se fue a caballo hasta la hacienda de la loma, después del almuerzo. Regresará pronto.

Jody se recostó contra el poste de la empalizada.

- No creo que se oponga.

Mientras reanudaba su trabajo, Billy, haciendo gala de su intuición, dijo:

- Es mejor que se lo preguntes, de todos modos. Tú sabes cómo es él.

Jody lo sabía. Su padre, Carl Tiflin, insistía, al solicitársele permiso para algo relativo a la hacienda, sobre si era importante o no. Jody fue resbalando pegado al poste hasta que se sentó en el suelo. Alzó su vista en dirección a las pequeñas bocanadas de nubes impulsadas por el viento.

- ¿Lloverá, Billy?

- Tal vez. El viento parece de lluvia, pero no es bastante fuerte.

- Bueno, confío en que no llueva hasta que yo aniquile a esas condenadas ratas.

Miró por encima del hombro, para observar si Billy había notado la encendida blasfemia. Billy siguió trabajando sin comentarios.

* * *

Jody se volvió hacia la ladera, desde donde bajaba el camino del mundo misterioso. La débil claridad del sol de marzo bañaba el cerro. Cardos plateados, lupinos azules y unas cuantas amapolas florecían entre las artemisas. A mitad de camino sobre el cerro, Jody vio a Doubletree Mutt, el perro negro, cavando un agujero. El animal tanteó unos instantes, luego cesó, para sacudirse los terrones de suciedad de sus patas traseras, y cavó con una energía que contradecía la certidumbre que debía poseer, la certidumbre de que ningún perro había cazado una ardilla cavando un hoyo. Repentinamente, mientras Jody observaba, el perro negro se puso rígido, retrocedió, y sus ojos buscaron el cerro, la grieta a través de la cual pasaba el camino. Jody también alzó la vista. En aquel instante, la figura de Carl Tiflin, montado en su caballo, se recortó contra el pálido cielo y descendió por el sendero rumbo a la casa. Llevaba algo blanco en una mano.

Jody saltó velozmente.

- ¡Tiene una carta! -gritó.

Echó a correr hacia la hacienda, porque probablemente la carta sería leída en voz alta y él quería estar allí. Llegó antes que su padre, y entró apresuradamente. Allí oyó cómo Carl se apeaba de su crujiente silla y palmoteaba al caballo en un flanco para enviarlo a la cuadra, donde Billy lo desensillaría y largaría al campo.

Jody penetró corriendo en la cocina.

- ¡Hemos recibido una carta! -exclamó.

La madre apartó la mirada de una cazuela de habas.

- ¿Quién la ha recibido?

- Papá. La vi en su mano.

Carl entró entonces, a grandes zancadas, y la madre de Jody inquirió:

- ¿De quién es la carta, Carl?

Él frunció el ceño rápidamente.

- ¿Cómo supiste que había una carta?

Ella movió la cabeza señalando al niño.

- Don Jody entrometido me lo dijo.

Jody se sintió aturdido.

Su padre lo miró despectivamente.

- Va a convertirse en un Don Entrometido -declaró Carl con brusquedad-. Presta atención a los asuntos de todo el mundo menos a los suyos. Mete la nariz en todo.

Mistress Tiflin se apiadó un tanto.

- Bueno, no tiene bastante de qué ocuparse. ¿De quién es la carta?

Carl siguió poniendo mala cara a Jody.

- Le daré trabajo para que tenga en qué ocuparse si no se modera.-Extendió una carta sellada-. Creo que es de tu padre.

Mistress Tiflin sacó una horquilla de su cabello y cortó el sobre. Sus labios se plegaron juiciosamente. Jody vio que sus ojos se iluminaron al recorrer de un extremo a otro las líneas.

- Dice -comunicó ella-, dice que vendrá el sábado para quedarse aquí algún tiempo. ¡Pero hoy es sábado! La carta debe haberse retrasado. -Se fijó en el sello-. Fue despachada ante ayer. -Escrutó a su marido y su rostro se obscureció luego coléricamente-. ¿Qué significa esa mirada? Él no viene a menudo.

Carl desvió sus ojos de aquella indignación. Podía ser áspero con su esposa la mayor parte del tiempo, pero cuando ocasionalmente ella se enfurecía, sentíase incapaz de contrariarla.

- ¿Qué te ocurre? -interrogó nuevamente mistress Tiflin.

En su explicación hubo un tono de disculpa que el mismo Jody podía haber usado.

- Es que él habla -dijo Carl tímidamente-. No hace más que hablar.

- Bien, ¿y qué? ¿No hablas tú también?

- Naturalmente. Pero tu padre sólo habla de una cosa.

- ¡De los indios! -Jody prorrumpió con entusiasmo -: ¡De los indios y de cruzar las praderas!

Carl se volvió contra él ferozmente.

- ¡Tú te retiras, Don Entrometido! ¡Vamos, en el acto! ¡Retírate!

Jody se marchó humildemente por la puerta del fondo y cerró la persiana con esmerada calma. Debajo de la ventana de la cocina, sus avergonzados y mustios ojos tropezaron con una piedra de forma curiosa, una piedra tan fascinante, que el niño se inclinó para recogerla y examinarla atentamente.

Las voces le llegaban claramente a través de la abierta ventana.

- Jody está en lo cierto, ¡diablos! -oyó que decía su pa dre-. Sólo de los indios y de cruzar las praderas. Le he escuchado esa historia de los caballos robados más de mil veces. Sigue y sigue, sin cambiar jamás una palabra en las cosas que cuenta.

Cuando mistress Tiflin contestó, su tono era tan distinto, que Jody no pudo continuar examinando la piedra. La voz de su madre se había hecho suave y explicativa. Jody sabía que su rostro cambiaría en consonancia con el tono. Sosegadamente, comenzó:

- Ciertamente, así es, Carl. Aquello fue lo esencial en la vida de mi padre. Él encabezó una partida de cairomatos que se abrió camino desde las llanuras hasta la costa; al terminar aquello, se acabó su vida. Era una empresa extraordinaria, pero no duró lo suficiente. ¿Sabes? -continuó-. Es como si él hubiera nacido para realizarla. Después de hacerlo, sólo le resta pensar y hablar de ello. Si hubiera existido un Oeste más lejano adonde ir, él habría proseguido. Él mismo me lo dijo. Pero al final estaba el océano. Vive muy cerca del océano, allí donde tuvo que detenerse.

Había vencido a Carl; le había atrapado y enredado en su tono suave.

- Yo lo he visto -asintió él, apaciblemente-. Va y clava su vista en el Oeste, en el fondo del océano. -Su voz se afinó un poco-. Y luego va al Club de la Herradura, en Arboleda del Pacífico, y cuenta a toda la gente la historia de los indios que ahuyentaron los caballos.

Ella trató de conquistarlo de nuevo.

- Eso es todo para él. Deberías tener paciencia y hacer como si le hicieses caso.

Alejándose, Carl dijo impaciente:

- Bueno, si se pone muy pesado, me queda el recurso de ir a la casa de los peones y sentarme con Billy.

Atravesó la casa y dio un portazo al salir.

Jody corrió a proseguir sus quehaceres. Tiró alpiste a los pollos sin perseguir a ninguno. Recogió los huevos de los nidos. Se apresuró hacia la casa con la leña y la esparció tan sabiamente en la leñera, que dos brazadas parecieron llenarla con exceso.

Su madre había ya terminado con las habas, en ese instante. Removió el fuego y limpió la parte externa del hornillo con el ala de un pavo. Jody la observó prudentemente, con el objeto de comprobar si subsistía algún rencor hacia él.

- ¿Llegará hoy? -preguntó.

- Así lo dice su carta.

- Estaría bien, quizá, que me fuera por el camino a su en cuentro.

Mistress Tiflin arrancó un sonido retumbante al cerrar la tapa del hornillo.

- Estaría muy bien -dijo-. Le encontrarás pronto, probablemente.

- Pues lo haré en seguida.

* * *

Afuera, Jody silbó agudamente a los perros.

- ¡A subir el cerro! -ordenó.

Los dos perros agitaron sus colas y salieron corriendo. Al borde del camino, la salvia ostentaba nuevos y tiernos brotes. Jody arrancó algunos y los frotó en sus manos hasta que el aire se embalsamó con la fragancia silvestre y penetrante. Con un movimiento impetuoso, los perros saltaron del camino y se perdieron ladrando en el matorral, persiguiendo a un conejo. Fue la última vez que Jody los vio, porque, al fracasar en su intento, regresaron a la casa.

Jody ascendió trabajosamente el cerro hacia la cima de la colina. Al llegar a la pequeña abertura por donde pasaba el sendero, se sintió acometido por el viento de la tarde, que jugueteó con sus cabellos y alborotó su camisa. Miró las pequeñas colinas y cerros de abajo, y luego el inmensa y verde valle de Salinas. Distinguió la blanca ciudad de Salinas, a lo lejos, en la llanura, y el refulgir de sus ventanas, bajo el pálido sol. Exactamente a sus pies, en un roble, un congreso de cuervos estaba en sesión. El árbol negreaba de cuervos graznando todos a la vez.

Después, los ojos de Jody siguieron la carretera, desde la colina en que se hallaba, la perdieron detrás de un cerro, y la recobraron al otro lado. Sobre esa distante extensión, divisó un carro arrastrado lentamente por un caballo bayo, que desapareció tras el cerro. Jody se sentó en el suelo y observó el lugar por donde debía reaparecer. El viento cantaba en las cumbres, y las nubes -pelotas infladas -se precipitaban hacia el Este. Luego el carro se ofreció a la vista y paró. Un hombre vestido de negro se apeó del asiento y se acercó a la cabeza del caballo. A pesar de hallarse tan lejos, Jody supo que había desenganchado la rienda del freno, porque la cabeza cayó hacia delante. El caballo continuó su marcha y el hombre ascendió lentamente el cerro del frente. Jody lanzó un alegre grito y corrió cuesta abajo. Las ardillas estallaron a lo largo del camino y un cuclillo agitó su cola, se deslizó por el borde del cerro y voló sin aletear, como un patinador.

Jody trataba de saltar a cada paso en el centro de su sombra. Una piedra rodó bajo su pie. A la vuelta de una pequeña curva tomó mayor impulso, y allí, a escasa distancia, vio de nuevo a su abuelo y al carro. El chico cesó su indecorosa carrera y se aproximó a paso digno.

El caballo avanzaba torpemente y el anciano marchaba a su lado. Bajo el moribundo sol, sus gigantescas sombras fluctuaban obscuramente detrás de ellos. El abuelo lucía un traje negro, borceguíes de cabritilla y una corbata negra en un cuello corto y duro. Llevaba en la mano un negro sombrero alicaído. Su blanca barba aparecía cortada en punta y sus blancas cejas colgaban sobre sus ojos, como bigotes. Los ojos azules eran austeramente alegres. La cara y la figura entera irradiaban una dignidad granítica, de tal modo que todo movimiento parecía una cosa imposible. Al descansar, se pensaba que el viejo convertiríase en piedra, que no se movería nunca más. Sus pasos eran lentos y seguros. Una vez dado, ningún paso podía desandarse; una vez orientado, su curso no se torcería ni se aceleraría o retardaría su ritmo.

Cuando Jody dobló la curva, su abuelo, al verle, sacudió lentamente su cabeza, dando la bienvenida, y llamó:

- ¡Oh, Jody! Has venido a buscarme, ¿verdad?

Jody colocóse al flanco y acompasó su paso al del anciano; irguió su cuerpo y arrastró un poco los talones.

- Sí, señor -replicó-. Recibimos su carta hoy.

- Debió haber llegado ayer -dijo el abuelo-. Ayer, claro está. ¿Qué tal estáis todos?

- Bien, señor. -Titubeó y luego sugirió tímidamente-. Le gustaría asistir mañana a una cacería de ratas, señor?

- ¿Cacería de ratas, Jody? -rió el abuelo-. ¿Las gentes de esta generación han descendido a cazar ratas? No son muy fuertes los jóvenes de hoy, pero no habría podido imaginar que las ratas resultaran un deporte para ellos.

- No, señor. Es un juego, simplemente. La parva ha desapa recido. Yo les paso las ratas a los perros. Y usted puede obser var, o hasta golpear un poco el heno.

Los alegres y austeros ojos se volvieron hacia él.

- Comprendo. No te las comes, pues. Todavía no has lle gado a eso.

Jody aclaró:

- Los perros se las comen, señor. Eso no se asemejará mucho a cazar indios, me imagino.

- No, no mucho; pero en un instante dado, cuando los ejércitos cazaban indios y fusilaban niños y quemaban tiendas, aquello no se diferenciaba gran cosa de tu cacería de ratas.

Llegaron a la cima e iniciaron el descenso hacia el recinto de la hacienda. El sol se desprendió de sus hombros.

- Has crecido -manifestó el abuelo-. Casi una pulgada.

¿No es cierto?

- Más- se vanaglorió Jody-. He sobrepasado la marca de la puerta en más de una pulgada desde el día de Acción de Gracias.

La sonora voz del abuelo dijo:

- Quizá bebas demasiada agua y te transformes en médula y tallo. Cuando cuajes, ya verás.

Jody escrutó rápidamente la cara del viejo para observar si su intención era herirlo, pero no había voluntad de injuria, ni de castigo, ni una lucecilla de «quédate quieto en tu sitio» en los penetrantes ojos azules.

- Podríamos matar un cerdo -propuso Jody.

- ¡Oh, no! No te dejaría hacerlo. Te estás burlando. Ahora no es su tiempo, y tú lo sabes.

- ¿Conoce a Riley, el gran verraco, señor?

- Sí, lo recuerdo perfectamente.

- Bueno, Riley comió un pedazo de esa misma parva, se le cayó encima y estuvo a punto de ahogarse.

- Los cerdos hacen eso siempre que pueden -comentó el abuelo.

Riley era espléndido como verraco, señor. Lo monté varias veces, y no se molestaba.

Una puerta cerróse estrepitosamente en la casa, allá abajo, y vieron a la madre de Jody parada en el pórtico, blandiendo su delantalcito en señal de bienvenida. Y vieron también a Carl Tiflin, que avanzaba desde la cuadra a fin de hallarse en la casa para la llegada.

El sol había desparecido ya de los cerros. El humo azul de la chimenea de la casa estaba suspendido formando capas bajas en el purpúreo hueco del rancho. Las nubes, que sugerían la forma de pelotas infladas, abandonadas por el viento, decaído, pendían indiferentemente en el cielo.

Billy Buck salió de la casa de los peones y vació en el suelo una palangana de agua jabonosa. Habíase afeitado hacia mediados de la semana, porque Billy respetaba al abuelo. Y el abuelo decía que era uno de los pocos hombres de la nueva generación que no se había afeminado. Aunque Billy era de edad mediana, el abuelo quería considerarlo aún como a un jovencito. También acudió de prisa a la casa.

Cuando Jody y el abuelo llegaron, los otros tres aguardaban frente a la entrada del patio.

Carl saludó.

- Hola, señor. Hemos estado esperándolo.

Mistress Tiflin besó al abuelo junto a la barba, y permaneció en silencio mientras la manaza de aquél acariciaba su hombro. Billy le estrechó las manos solemnemente, mostrando los dientes debajo de su bigote de paja.

- Guardaré su caballo -dijo, y se llevó el carro.

El abuelo, contemplándolo alejarse, dijo, dirigiéndose al grupo en la misma forma que lo había dicho cien veces antes:

- Éste sí que es un buen muchacho. Conocí a su padre, el viejo Cola de Muía Buck. Nunca supe por qué le llamaban Cola de Mula, salvo que hubiera sido porque cargaba mulas.

Mistress Tiflin se volvió y señaló el camino hacia la casa.

- ¿Cuánto tiempo vas a quedarte, papá? Tu carta no lo dice.

- Pues no sé. He pensado quedarme dos semanas, más o me nos. Pero nunca me quedo tanto como me propongo.

Pronto estuvieron sentados ante la mesa de hule blanco cenando. La lámpara con pantalla de hojalata colgaba sobre la mesa. Por fuera de las ventanas del comedor las mariposas nocturnas batían suavemente sus alas contra el vidrio.

El abuelo cortó su tajada de carne en pedacitos y masticó lentamente.

- Tengo hambre -dijo-. El viaje hasta aquí me ha des pertado el apetito. Es como cuando «cruzábamos». Sentíamos tanta hambre todas las noches, que apenas podíamos esperar a que la comida estuviera lista. Yo era capaz de comerme cinco libras de carne de búfalo cada noche.

- Eso sucede cuando uno anda mucho -corroboró Billy-.

Mi padre era acemilero del Gobierno. Yo le ayudaba de chico.

Los dos casi podíamos limpiar un pemil de ciervo.

- Conocí a tu padre, Billy -declaró el abuelo-. Era una excelente persona. Le llamaban Cola de Muía Buck. No sé por qué, salvo que hubiera sido porque cargaba mulas.

- Así es -asintió Billy-. Cargaba mulas.

El abuelo dejó su cuchillo y tenedor y miró en torno de la mesa.

- Recuerdo que una vez buscábamos carne… -La voz descendió a una curiosa cadencia, cayó en una rutina tonal como si el cuento se hubiera elaborado para sí mismo-. No había búfalos, ni antílopes, ni conejos siquiera. Los cazadores no podían conseguir ni un coyote. Era el turno de vigilancia del guía. Yo era el guía y mantuve mis ojos bien abiertos. ¿Sabéis por qué? Pues porque sabía que la gente, apenas comenzara a sentir hambre, degollaría la yunta de bueyes. ¿Me creéis? Me he enterado de partidas que se comieron sus animales de tiro. Empezaron por la mitad y terminaron en los extremos. Por último se comieron la pareja principal y los caballos de varas. El guía de una partida debía disuadirlos para que no hicieran tal cosa.

Un mariposón entró no se sabe cómo en la habitación y circundó la lámpara colgante de petróleo. Billy se puso de pie y trató de atraparla entre sus manos. Carl maniobró con la palma ahuecada, cogió el mariposón y lo destrozó. Aproximándose luego a la ventana lo tiró hacia fuera.

El abuelo iba a empezar de nuevo a hablar:

- Como decía…

Pero Carl le interrumpió.

- Sírvase más carne. Nosotros ya estamos listos para el postre.

Jody vio un relámpago de ira en los ojos de su madre. El abuelo recogió sus cubiertos.

- Muy bien; tengo bastante apetito. Os lo contaré después.

* * *

Cuando acabaron la cena y la familia y Billy Buck se sentaron frente al hogar, en el cuarto contiguo, Jody observó ansiosamente al anciano. Notó los rasgos que conocía. La barbuda cabeza se inclinó hacia adelante; los ojos perdieron su severidad y miraron el fuego, embelesados; los dedos largos y finos se entrelazaron sobre las negras rodillas.

- Me pregunto -comenzó-, me pregunto si les habré con tado alguna vez cómo esos indios ladrones se llevaron treinta y cinco de nuestros caballos.

- Creo que sí -interrumpió Carl-. ¿No sucedió antes de que usted se marchara a la región de Tahde?

El abuelo se volvió inmediatamente hacia su yerno.

- Correcto. Me parece que les he relatado ese episodio.

- Muchísimas veces -dijo Carl cruelmente, y evitó la mi rada de su mujer. Pero sintiendo sobre sí aquellos ojos enojados, agregó -: Claro que me gustaría escucharlo de nuevo.

El abuelo tornó a contemplar el fuego. Sus dedos se desenlazaron y volvieron a entrelazarse. Jody estaba como fuera de sí mismo, sintiendo una especie de vacío en su interior. ¿No le habían dicho Don Entrometido esa misma tarde? Se elevó hasta el heroísmo, se quedó encantado con el calificativo de Don Entrometido.

- Cuéntanos algo acerca de los indios -pidió dulcemente.

Los ojos del abuelo recobraron su expresión austera.

- Los chicos siempre quieren escuchar historias de indios. Aquélla era una cosa de hombres, pero los chicos quieren oírla contar. Bueno, veamos. ¿Les dije alguna vez que mi deseo era que cada galera llevara una larga plancha de acero?

Todos guardaron silencio, excepto Jody.

- No, nunca.

- Bien. Cuando los indios atacaban, nosotros solíamos colo car las galeras en círculo y combatíamos por entre las ruedas. Se me ocurrió que si cada galera llevaba una plancha larga, con agujeros para los rifles, los hombres podrían sostenerlas fuera de las ruedas cuando las galeras se hallaran en círculo y estarían protegidos. Eso salvaría vidas y recompensaría el peso extra del acero. Pero, naturalmente, la partida no lo hizo. Ninguna partida lo había hecho antes y no podían comprender la razón de hacer gastos de más. Algunos vivieron para arrepentirse.

Jody miró a su madre y dedujo por su expresión que no escuchaba en absoluto. Carl estaba arrancándose un callo del pulgar y Billy observaba a una araña que trepaba por la pared.

El tono del abuelo decayó nuevamente a su rutina narrativa. Jody sabía por anticipado qué palabras seguirían. La historia se hizo un susurro; se aceleró en el ataque; tornóse triste en las heridas; resonó como un canto fúnebre en los entierros en las inmensas praderas. Jody permanecía sentado, contemplando silenciosamente al abuelo. Los austeros ojos azules parecían distintos. Su mirada inducía a pensar que él mismo no estaba muy interesado en el cuento.

Cuando hubo terminado, cuando la pausa hubo sido gentilmente aceptada como el punto final del relato, Billy Buck se levantó, y arregló sus pantalones.

- Bueno, me retiraré -anunció.

Luego se dirigió al abuelo.

- Tengo un viejo frasco de pólvora, de asta, y una cápsula y una pistola en el dormitorio. ¿Se los enseñé alguna vez?

- Sí, me parece que sí, Billy. Me acuerdo de una pistola que tuve cuando guié a la gente en la travesía…

Billy permaneció de pie, cortésmente, hasta que la historia llegó a su término; luego saludó:

- Buenas noches -y abandonó la casa.

Carl Tiflin intentó cambiar de tema entonces.

- ¿Qué tal la comarca de aquí a Monterrey? He oído que está muy seca.

- Está seca, en efecto -afirmó el abuelo-. No hay una gota de agua en Laguna Seca. Pero no hay comparación con el año 87. La región entera era polvo entonces, y en el año 67, creo, todos los coyotes perecieron de hambre. Tuvimos quince pulga das de lluvia aquel año.

- Sí, pero llegó muy temprano. Nos arreglaríamos con un poco ahora.

Carl se dirigió a Jody.

- Deberías irte a la cama ya.

Jody se levantó obedientemente.

- ¿Puedo matar las ratas de la parva vieja, señor?

- ¿Ratas? ¡Oh, sí! Acaba con ellas. Billy dijo que no ha quedado buen heno.

Jody cambió una secreta mirada de satisfacción con el abuelo.

- Las mataré una por una, mañana -prometió.

Jody yacía en su cama y pensaba en el mundo irreal de indios y búfalos, un mundo que había terminado para siempre. Sintió el deseo de haber podido vivir en la época heroica, pero sabía que él no era de material heroico. Ninguno de sus contemporáneos, salvo Billy Buck posiblemente, era digno de hacer las cosas que entonces se habían hecho. Una raza de gigantes había vivido en aquellos tiempos; hombres valientes, hombres de una firmeza desconocida actualmente. Jody pensaba en las amplias praderas y en las carretas que las cruzaban como ciempiés. Pensaba en el abuelo montado en un gran caballo blanco, conduciendo a la multitud. En su mente los grandes fantasmas poníanse en marcha, recorrían la tierra y se alejaban.

Volvió al rancho por un momento. Oyó la vibración lánguida y opresiva que el espacio y el silencio producían. Oyó a los perros, afuera, en la caseta, rascándose las pulgas y golpeando con el codo en el suelo cada vez. Luego el viento se elevó de nuevo, el negro ciprés gimió mientras Jody se dormía.

Se levantó media hora antes de que el triángulo anunciara el desayuno. Cuando entró en la cocina, su madre estaba abanicando el hornillo para que las llamas rugieran.

- Te has levantado temprano -dijo-. ¿Adonde vas?

- Tengo que conseguir un buen palo. Hoy nosotros vamos a matar las ratas.

- ¿Quiénes son «nosotros»?

- Pues abuelo y yo.

- ¿De manera que lo has metido en eso? Siempre te gusta tener alguien contigo para el caso de que haya culpas que compartir.

- Regresaré en seguida -exclamó Jody-. Sólo quiero pre parar un buen palo para después del desayuno.

Cerró la persiana tras de sí y se hundió en la fresca mañana azul. Los pájaros se agitaban bulliciosos en el alba y los gatos del rancho venían cerro abajo como lerdas serpientes. Habían estado cazando sabandijas en la obscuridad y, aunque saciados de esa carne, se sentaron en semicírculo ante la puerta del fondo y con maullidos lastimeros reclamaron su leche. Doubletree Mutt y Smasher avanzaban olfateando a lo largo del borde de la pradera, cumpliendo así su deber con rígida ceremonia, pero cuando Jody silbó irguieron bruscamente las cabezas, y agitaron las colas y se acercaron hacia él, retorciendo la piel y bostezando. Jody palmoteo gravemente sus cabezas y se dirigió a la pila de trastos inútiles. Escogió un viejo mango de escoba y un pedacito de madera cuadrada. Con un cordón de zapato, que sacó de su bolsillo, ató los extremos de los palos, flojamente, para que formaran un mayal. Hizo silbar al aire su nueva arma y golpeó el suelo a manera de prueba, mientras los perros brincaban alrededor gruñendo con recelo.

Jody se puso en camino y atravesó la casa en dirección a la parva vieja para inspeccionar el campo de matanza; pero Billy Buck, sentado pacientemente en los escalones de atrás, lo llamó:

- Mejor será que vuelvas. Falta un par de minutos para el desayuno.

Jody desvió su curso y marchó hacia la casa. Recostó su mayal contra los escalones.

- Esto es para obligarlas a salir -explicó-. Apuesto a que son gordas. Apuesto a que no saben lo que va a sucederles hoy.

- No, ni tú tampoco -sentenció Billy filosóficamente-. Ni yo. Ni nadie.

Jody vaciló ante esa idea. Sabía que era cierto. Su imaginación se alejó súbitamente de la cacería de ratas. En ese momento su madre se asomó al pórtico del fondo, golpeó el triángulo y todos los pensamientos se le cortaron de raíz.

El abuelo no se encontraba en la mesa cuando ellos se sentaron. Billy indicó moviendo la cabeza la silla vacía.

- ¿Está bien? ¿No se encuentra enfermo?

- Tarda mucho en vestirse -manifestó mistress Tiflin-. Se peina la barba y las patillas, se lustra los zapatos, cepilla sus trajes.

Carl esparció azúcar en su polenta.

- Un hombre que ha conducido un convoy de galeras a tra vés de las praderas debe ser muy pulcro en su vestimenta.

Mistress Tiflin se volvió a él.

- ¡ No digas eso, Carl! ¡ Por favor!

Había más amenaza que ruego en su tono. Y la amenaza irritó a Carl.

- Pues bien. ¿Cuántas veces tengo que escuchar el cuento de las planchas de acero, y el de los treinta y cinco caballos? -Se encolerizaba más a medida que hablaba, y su voz arreciaba-.

¿Por qué ha de relatarnos lo mismo una y otra vez? Atravesó las llanuras. ¡Muy bien! Ahora eso se acabó. Nadie quiere oírlo una y otra vez.

Una puerta cerróse suavemente. Los cuatro que estaban sentados a la mesa se quedaron estupefactos. Carl dejó su cuchara y se tocó la barba con los dedos.

Luego abrióse la puerta de la cocina y entró el abuelo. Su boca sonreía apretadamente y sus ojos miraban de soslayo.

- Buenos días -dijo y, sentándose, clavó la vista en su plato de gachas.

Carl no podía dejar las cosas así.

- ¿Oyó,… usted lo que dije?

El abuelo asintió con un leve cabeceo.

- No sé qué me pasó. No quise decir eso. Sólo bromeaba.

Jody, avergonzado, echó un vistazo a su madre, y notó que ella miraba a Cari, sin respirar casi. Era terrible lo que estaba haciendo. Se desgarraba a jirones al hablar así. Retractarse de una sola palabra era algo terrible para él, pero retractarse humillándose resultaba infinitamente peor.

El abuelo miró oblicuamente.

- Trato de comprender la verdad. No estoy enojado. No me importa lo que dijiste, pero podría ser cierto, y eso sí me importaría.

- No lo es -dijo Carl-. No me siento bien esta mañana. Lamento haberlo dicho.

- No te lamentes, Carl.. Un viejo no ve las cosas a veces.

Quizá tengas razón. La travesía se acabó. Debería olvidarse ahora que ya está terminada.

Carl se levantó de la mesa.

- He comido demasiado. Me voy a trabajar. ¡Date prisa, Billy!

Billy engulló el resto de su comida y le siguió poco después. Pero Jody no podía despegarse de su silla.

- ¿No contará más historias? -preguntó.

- Claro que las contaré, pero únicamente cuando… cuando esté seguro de que la gente quiere escucharlas.

- A mí me gusta escucharlas, señor.

- ¡Oh, naturalmente! Pero tú eres un chiquillo. Era una em

presa para hombres, pero sólo los chiquillos quieren enterarse de ella.

- Lo esperaré afuera, señor. He conseguido un buen palo para esas ratas.

Aguardó en la entrada hasta que el anciano apareció en el pórtico.

- Vamonos a matar las ratas ahora -llamó Jody.

- Creo que yo me sentaré al sol, Jody. Ve tú a matarlas.

- Puede usar mi palo, si quiere.

- No. Me quedaré sentado aquí un rato.

* * *

Jody giró desconsolado y se encaminó hacia la parva vieja. Trataba de excitar su entusiasmo con imágenes de las gordas y exuberantes ratas. Golpeaba el suelo con su mayal. Los perros lo rodeaban, ladrando y haciendo mimos, pero no pudo proseguir. El abuelo, a quien divisaba sentado en el pórtico, allá en la casa, veíase pequeño, delgado, negro. Jody desistió y fue a sentarse sobre los escalones, a los pies del anciano.

- ¿De vuelta ya? ¿Las mataste?

- No, señor. Cualquier otro día las mataré.

Las moscas de la mañana zumbaban pegadas a la tierra y las hormigas pasaban presurosas frente a los escalones. El pesado olor a salvia resbalaba por el cerro. Las tablas del pórtico se habían calentado al influjo del sol.

Jody apenas supo cuándo empezó a hablar el abuelo.

- No debería permanecer aquí, sintiéndome como me siento.

- Examinó sus viejas y fuertes manos-. Me siento como si la travesía no hubiera valido la pena. -Los ojos se elevaron hacia la ladera y se detuvieron en un halcón inmóvil, posado en una rama marchita-. Yo cuento esos viejos episodios, pero no son los que deseo contar. Sólo deseo saber cómo se siente la gente cuando los cuento.

»No son los indios lo importante, ni las aventuras, ni siquiera nuestra llegada. Se trataba de un puñado de hombres transformado en una enorme bestia que se arrastraba. Y yo era el guía. Aquello era marchar rumbo al Oeste, siempre al Oeste. Cada hombre anhelaba algo para sí mismo, pero la enorme bestia que eran todos ellos sólo quería marchar rumbo al Oeste. Yo era el cabecilla, pero si no hubiera estado allí, cualquier otro lo habría sido. La cosa requería un cabecilla.

»Bajo los pequeños arbustos, en el blanco mediodía, las sombras eran negras. Al ver las montañas, por último, gritamos, gritamos todos. Pero no era llegar allí lo que importaba, sino el movimiento y la marcha hacia el Oeste.

»Nosotros llevábamos a cuestas nuestra vida allí, y la depositábamos, como esas hormigas que cargan huevos. Y yo era el cabecilla. Marchar rumbo al Oeste era tan grande como Dios, y los lentos pasos de nuestro movimiento se acumularon y acumularon hasta que la travesía del continente fue llevada a cabo.

»Luego llegamos al mar, y todo se acabó.

Al quedarse en silencio se restregó los ojos hasta que los bordes enrojecieron.

- Esto es lo que debería contar en vez de historias.

El abuelo estremecióse y miró a Jody cuando le oyó decir:

- Quizá yo pueda guiar una partida algún día.

El anciano sonrió.

- No hay adonde ir. Allí está el océano para detenerte. Una hilera de ancianos vive a lo largo de la costa odiando al océano, porque los detuvo.

- Podría seguir en bote, señor.

- No hay adonde ir, Jody. Todos los lugares están ocupados.

Pero no es eso lo peor, no, no es lo peor. El ímpetu de marchar rumbo al Oeste se ha apagado en la gente. Ya no es una sed.

Todo se acabó. Tu padre tiene razón. Se terminó.

Entrelazó sus dedos sobre la rodilla y los contempló. Jody se sentía muy triste.

- Si quiere un vaso de limonada, puedo preparársela.

El abuelo estuvo a punto de rehusar, pero se dio cuenta de lo que expresaba la cara de Jody.

- Estaría bien -dijo-. Sí, estaría bien tomar una limonada.

Jody corrió a la cocina, donde su madre estaba lavando el último de los platos del desayuno.

- ¿Me das un limón para prepararle una limonada al abuelo?

La madre imitó su actitud.

- ¿Y otro limón para preparártela a ti?

- No, mamá. Yo no quiero.

- ¡Jody, estás enfermo! -Luego se interrumpió repentinamente-. Saca un limón de la heladera -dijo suavemente-. Yo te alcanzaré el exprimidor.