V

Andreas no tenía aún ni idea de la existencia de su rival, que podía llamarse peligroso en razón de su oficio. Era el joven y esbelto subinspector de policía Vinzenz Topp, que vivía en la casa número 37, seductor de pies a cabeza, mimado por las mujeres de los barrios donde se hallaba de servicio. Era un hombre que sabía conciliar su dignidad profesional con una atenta afabilidad, campechano con los transeúntes y los subordinados, y de una simpática corrección con sus superiores, mezclada no obstante con una sumisión algo envarada. También en su porte sabía introducir Vinzenz una nota personal, de suerte que no sólo resultaba más vistoso que sus camaradas, sino también más reglamentario. Era humano en el servicio y militar en el trato privado.

Durante la prolongada enfermedad de su marido, la señora Blumich, con un sentido que la abstinencia agudizaba doblemente, había descubierto las ventajas de su vecino en toda su desconcertante profusión, y no pocas veces se había recreado en un sonriente saludo. Con todo, veía claro que el subinspector podía ser una breve distracción para las mujeres necesitadas de ella, pero en ningún caso un marido de toda confianza. A esto había que añadir el servicio nocturno tres veces por semana. La señora Blumich tenía miedo de quedarse sola con su hijita de cinco años en las dos pequeñas habitaciones que, con la oscuridad de la noche, le parecían casi inmensas. Y aunque, por lo general, confiaba en su facultad de mantener a raya a los hombres inclinados a la variación, creía que tal vez tuviese que ceder ante la juvenil arrogancia del señor Vinzenz Topp. Sin duda ni su instinto era tan certero, ni su inteligencia tan penetrante como para saber hasta qué punto el subinspector, tan arrogante en apariencia, anhelaba justamente la existencia segura de un hombre casado con una viuda. Porque en el fondo Vinzenz Topp estaba descontento de su vida. Gradualmente se iba deslizando por la pendiente de los años en que resulta fatigoso dedicar los pensamientos, los días e incluso el dinero a unos amores eternamente cambiantes. El corazón siente la nostalgia de las reglas tranquilizadoras del matrimonio decente. Por así decirlo, no deseamos ya estar siempre a medio camino de satisfacer nuestros justificados deseos de la cálida proximidad de la mujer. Ya nuestro oficio nos convierte en gente sin hogar propio. Y necesitamos un hogar confortable, que no excluya ocasionales excursiones, perdonadas en silencio. Necesitamos una vivienda propia de dos habitaciones, ahora imposible de alcanzar, una vivienda amueblada, y un sobresueldo respetable para mujer e hijo. Y finalmente el nombramiento de inspector, que tal vez no dependa directamente de un matrimonio, pero que podía activarse ante un superior favorablemente dispuesto, con la alusión a un aumento de los gastos familiares.

De todo ello, como hemos dicho, no tenía ni idea la señora Blumich —que por lo demás se llamaba Katharina—, porque estaba acostumbrada a impresionar a los hombres y nada veía de extraño en el hecho de que también Vinzenz Topp le hubiese dedicado una de aquellas miradas emprendedoras y a la vez respetuosas que todas las mujeres saben apreciar. Cada día coleccionaba un montón de tales miradas en casa y en la calle, en el parque y en la tienda. Y no tenían por qué significar nada. De los hombres, no hay uno solo que sea menos frívolo que el otro, todos quieren el placer sin la responsabilidad, todos quieren tener y ninguno quiere pagar, como dice un proverbio. Katharina Blumich era una mujer sensata. A su primer marido lo había elegido ya con todo cuidado. Que luego enfermara de los pulmones había sido la voluntad de Dios. Contra el destino nada se puede, pero a pesar de ello hay que dejar hablar a la sensatez. Y ésta abogaba por un hombre de edad madura, posiblemente con un defecto físico que no pudiese impedir la felicidad matrimonial; la razón exigía un pájaro de plumaje ya recortado, que fuese fácil de retener y no requiriese una disciplina enervante. La posición social jugaba un papel nulo o muy escaso, dado que a la señora Blumich le parecía más práctico elevar hasta ella a una persona de una esfera inferior que ser elevada ella misma. Esto último la habría comprometido a la gratitud y le habría robado la autoridad. Y en todo hogar, la autoridad de la mujer es lo más importante.

Por esta razón, la señora Katharina Blumich renunció al subinspector Vinzenz Topp. Que hiciese desgraciada a otra, o que se pasase la vida andando con cualquier comadre sin demasiados escrúpulos. Como una amenaza constante para el legítimo consorte y como motivo para darle celos, siempre se le podía echar mano, dada su vecindad, y como tal era perfectamente utilizable. Hay que aprovecharlo todo, pero una no debe degradarse.

El día en que Andreas Pum hizo su visita oficial de presentación en el patio de la casa 37 era oscuro y plomizo; a pesar del bochorno, propio de fines de verano, anunciaba el otoño y tenía un alto grado de humedad, lo que producía dolores en la inexistente pierna de Andreas. En tales días, Andreas necesitaba especialmente que le protegiesen, se sentía como un niño abandonado, pesaroso y nostálgico. Apenas hubo atacado en el patio la Lorelei, como una señal de reconocimiento tácitamente acordada, cuando compareció la señora Blumich, le pidió que dejase de tocar y que continuase la interpretación en su casa. Era una canción triste, melancólica y no contravenía el luto.

A la música siguió una gentil y cortés reverencia de la pequeña y pálida Anna, que llevaba una delgada trenza con un enorme lazo negro semejante a un murciélago. La niña estaba aturdida y silenciosa por las tristes emociones vividas. Aquel hombre nuevo, con la pata de palo y el instrumento, le gustó a pesar de su singularidad. Le inspiró mucha confianza. Tenía cinco años, la edad en que una persona es todavía como un oráculo ante el cual la bondad oculta de los demás resulta visible como las piedras de colores bajo el agua clara del torrente.

Luego fluyó la conversación, interrumpida por el café y las pastas de confección casera, un pacífico funeral para el difunto señor Blumich.

—Tenía una buena provisión de ropa —encareció la mujer— y era de una estatura semejante a la de usted. Hay dos trajes marrones que apenas tienen cinco años; por entonces estaba aún en el ejército y yo me ocupaba de él. ¡Si hubiera muerto fuera de casa, quién sabe, tal vez el dolor habría sido menos grande, y la niña no hubiera estado presente, la pobrecita huérfana! ¡Ah, no sabe usted cómo vive, en este mundo malvado, una mujer sola y desamparada!

—Mi madre, Dios la tenga en su gloria, también se quedó viuda en plena juventud —se creyó obligado a decir Andreas.

—¿Y no volvió a casarse?

—Sí, con un hojalatero.

—¿Era buena persona?

—Muy buena persona.

—¿Vive todavía?

—No, los dos murieron en la guerra.

—¿Los dos en la guerra?

—Sí, los dos.

—Cuando una es tan feliz y el segundo marido es también un fiel compañero…

Aquí, la señora Blumich creyó indicado echarse a llorar. Buscó un pañuelo, lo encontró y estalló en lágrimas.

Andreas consideró, no sin razón, que aquella triste escena era una ocasión favorable. Ahora podía lanzarse con probabilidad de éxito. Y mientras se inclinaba sobre la sollozante mujer y le rozaba el pecho como al azar, dijo:

—Yo le seré siempre fiel.

La señora Blumich apartó el pañuelo y preguntó con una voz casi normal:

—¿De veras?

—Tan cierto como que estoy aquí sentado.

La señora Blumich se levantó y estampó un beso en la frente de Andreas. Él le buscó la boca. Ella cayó sobre sus rodillas. Y allí se quedó sentada.

—¿Dónde vives ahora? —preguntó.

—En una pensión —dijo Andreas.

—Es sólo por el qué dirán. De lo contrario podríamos ponernos mañana mismo a vivir juntos. Esperemos tal vez cuatro semanas.

—¿Tanto? —preguntó Andreas.

Enlazó a Katharina con ambos brazos, sintió la tensa blandura de su cuerpo y repitió con un gemido:

—¿Tanto?

Katharina se separó con una enérgica sacudida.

—Que ocurra todo lo que tiene que ocurrir —dijo severa, y tan convencida, que Andreas le dio la razón y se sometió, pero desde ese mismo instante empezó a urdir los más dulces sueños de futuro.