VII
«Es que estoy soñando», pensó confusamente Ernesto. Escuchaba la voz de Marcos, pero al fijarse bien advertía su equívoco, pues aquélla no era otra que la voz de El Zapato, con su lobanillo a la espalda, inclinándose sobre las ramas mientras blandía su machete. «¡Ernesto! ¡Ernesto!» El Zapato volvíase con furia llameándole los ojos de una manera siniestra, para proferir frases entrecortadas que se convertían en gemidos. Eran largos gemidos dolorosos, inmensos gemidos que parecían una cama de hospital ininterrumpida y tan grande como la misma sala de cadáveres. Los cadáveres tomaban asiento en las planchas de mármol y decían rotundamente, silbando a semejanza de El Miles: «Peores que rateros y asesinos», y echaban a correr en medio de una nube de polvo que ardía en la nariz. El Zapato, que en esos momentos los conducía por entre las breñas —todos se habían vuelto niños y hasta Rosario era una niña muy conocida que en el colegio se llamaba Carmen—, tenía ahora la fisonomía exacta de «El Zapato Roto», héroe en las películas de episodios (1920-24). Movíase con rapidez, marcando los movimientos, y de pronto levantaba los brazos para alcanzar una escala que se le tendía desde un aeroplano, cuyo vuelo no podía ser más lento ni más ruidoso. En una forma extraña, atroz, el piloto abría los ojos desmesuradamente, gritando: «¡Ernesto!», y luego un gemido se escuchaba otra vez, hendiendo el aire con un rumor metálico.
—¡Ernesto, despierta!
Ahí estaba junto, desencajado como un cadáver, Marcos. La luz de una vela le subía por el rostro marcándole los pómulos, que se tornaban, de esta suerte, la parte más característica, negros, como dos perillas.
—¡Despierta, por favor!
Los labios le temblaban y bajo la nariz, la proyección del mentón, enérgico, le derramaba un bigote de sombra. Parecía una máscara viva y extraterrenal con unas huellas penosísimas de fatiga en las sienes y en las paredes transparentes del rostro.
Ernesto abrió poco a poco los ojos sin darse cuenta exacta de lo que ocurría. «Ha de tratarse de un sueño», repitióse, y el cansancio más inimaginable le paralizaba los brazos, las piernas, la cabeza, dejándolos inertes cual si estuviesen rellenos de plomo. Era una pesadilla de agotamiento, de absoluta extenuación. Se les había hecho trabajar desde que llegaron a la Isla. Por la tarde del primer día, ya en el crepúsculo, después de una caminata de doce kilómetros, cavaron un profundo pozo, metidos en el fango hasta la cintura —El Miles, que trabajó con ellos, estuvo cantando todo el tiempo aquello: «De la sierra morena, cielito lindo, vienen bajando»…—, y después a las nueve y media de la noche, por espacio de una hora, se dedicaron a afilar sus hachas en el mollejón para el trabajo del día siguiente. La salida del sol los sorprendió en el monte, después, entre árboles inmensos que se unían los unos a los otros como una muchedumbre defensiva y temerosa. ¿Catorce o diez y seis? ¿Cuántas horas? No podrían decirlo. Mucho más tarde de que el sol se ocultó ese día —apenas ayer—, regresaron al campamento, sintiéndose como hinchados, gruesos, sin tacto, y doliéndoles las pisadas.
Por eso hoy Ernesto se negaba a creer que las voces, los gemidos, y aquella presencia, ahí, de Marcos, fuesen realidad. Navegando penosamente entre las brumas de hierro que la fatiga ponía en su pecho, la razón inventaba explicaciones: «Ha de haber amanecido ya». En un costado reposaba el hacha, junto al machete. Extendió la mano para palpar el mango, pegajoso aún por la sangre que le brotara durante el día de las ampollas, ocurriéndosele que lo llamaban a trabajar.
—¡No se trata de eso! —replicó Marcos advirtiendo el gesto—. ¡Ven!
Se levantó pesadamente, tambaleándose. Afuera la noche estaba poblada de luciérnagas y los gemidos que Ernesto oía en su sueño eran ahora claros, se sentían en lo más profundo, como si alguien, sin ningún concierto ni medida, ejecutara un desquiciado solo de fagot.
—Prudencio se cayó de la barraca —explicó Marcos.
La barraca era de ladrillo, alta, con dos pisos. En el piso superior había un pasillo sin barandal, donde Prudencio pasó la noche.
—¡Qué absurdo! —dijo Ernesto, sintiendo en la garganta un golpear de lágrimas.
Dieron vuelta a la barraca y en la parte posterior, hacia el extremo, encontraron a El Miles con un mechero de bencina en la mano, frente al cuerpo fabuloso de Prudencio, suelto como un costal.
Marcos y Ernesto sufrían lo indecible. En un segundo vertiginoso, su imaginación se pobló de presentidas situaciones: Prudencio se habría quebrado la espina dorsal, fracturado el cráneo y sus ordenadas vísceras se encontrarían revueltas, mientras la sangre correría desesperada, en su interior, fuera de los vasos y las arterias, derramada como un líquido sin orden. ¿Qué inenarrable dolor, qué tortura de cosas rotas y subvertidas se alojaría en ese pobre y querido cuerpo?
Prudencio se encontraba boca abajo, desarticulado como una mancha. A la altura de sus labios, chico como una moneda, estaba un coágulo de sangre. Eso era todo.
Ernesto y Marcos temblaban. ¡Qué atroz era aquello! ¡Y ni siquiera sangre, ni siquiera un cuerpo destrozado! Todo transcurría en el interior, bajo la piel, obedeciendo a un caos específico y oculto.
El Miles fruncía el ceño con cólera, como si protestara enérgicamente contra el destino, contra los mandatos de la muerte.
—¡Ambulante! —gritó con rabia aproximándose al borde de la colina donde estaba asentada la barraca.
De ésta, se levantó un clamor airado:
—¡Dejen dormir, no sean jijos de la…!
Entonces El Miles se desprendió por la pendiente de la colina hasta llegar a la casita blanca donde el «ambulante» —encargado del «servicio médico» en el campamento— dormía.
—¡Si no abres te lleva la chingada…! —exclamó golpeando con rudeza.
Cuando el cuerpo de Prudencio estuvo sobre la camilla —en un extremo lo sostenía El Miles, en otro el enfermero y adelante caminaba Marcos con el mechero de bencina—, parecía un conjunto de piedras dentro de un pantalón y una camisa. Su gemido era ya entrecortado, no de notas largas y profundas, sino de borboteantes golpes parecidos a estertor. En la inclinada pendiente, el enfermero soltó los extremos de la camilla, haciendo rodar el cuerpo de Prudencio.
El Miles ennegreció de cólera y prorrumpió en una maldición terrible:
—¡Si todavía estás dormido, pendejo!
En efecto, el «ambulante» estaba dormido aún y mantenía los ojos cerrados, sin darse cuenta de nada. El Miles soltó la camilla, desentendiéndose provisionalmente de Prudencio, y aproximándose al sonámbulo enfermero:
—¡Esto te va a quitar lo imbécil! —exclamó asestándole un brutal puñetazo en el rostro.
Ernesto y Marcos sintieron una ola de viva simpatía por El Miles, cuya generosa lealtad lo hacía lleno de sedantes virtudes, como un descanso en medio de la angustia.
Recogieron el cuerpo de Prudencio, cuyo rostro, bañado en sudor frío, estaba cubierto de tierra.
—¡A la enfermería! ¡Pronto!
En el pequeño cuarto de madera el enfermero empezó a frotar desconsideradamente los pies de Prudencio (no era ningún enfermero el tal ambulante, sino un «comisionado», un reo sin conocimientos, encargado a lo más de proporcionar quinina a los que padecían de paludismo). Prudencio abrió los ojos, como enloquecido, gritando desaforadamente.
A ambos lados de él, estaban El Miles y Ernesto, fija la mirada en aquellos pies sueltos, cuyos dedos rotos colgaban sobre la planta, inertes.
De la barraca salían voces, perforando la noche:
—¡Ya callen a ese desgraciado!…
A poco apareció en el dintel de la puerta, sin proferir una sola palabra, la figura de Santos, seminterrogante; tenía los ojos vagos y estúpidos como si lo que estaba ocurriendo fuera totalmente incomprensible.
Prudencio clavaba los ojos en El Miles frunciendo el entrecejo en actitud de recordar viejos sucesos olvidados.
—¡Allá abajo está el toro! —gritó, y aunque la escena era dramática, rieron todos con una carcajada nerviosa y lóbrega.
Se adivinaba que Prudencio había querido decir algo muy diferente, algo distinto en lo absoluto, pero las palabras huían de su cerebro poniendo en el lugar de los conceptos, frases sin sentido que, empero, Prudencio juzgaba correspondientes exactas a sus ideas, como ocurre con los locos. El cerebro, en realidad, es un almacén lleno de orden donde el lenguaje articulado está dispuesto de tal manera que a cada sentimiento o concepción corresponde aproximadamente una frase o una palabra. Mas cuando todo esto se revuelve y altera, a una sensación, a un deseo, a un estado de ánimo, corresponden locuciones absurdas que el paciente no advierte jamás y que, por el contrario, juzga absolutamente atinadas y legítimas, puesto que la idea abstracta, el concepto que guarda en las celdillas del cerebro, es decir, el proceso preverbal, no puede ser más fidedigno e indudable.
Prudencio lloraba crispando las manos y haciendo intentos por levantarse y huir.
—¡No, no! —decía apretando los dientes.
Imaginaba cosas prodigiosamente extrañas. Había olvidado quiénes eran los sujetos que estaban ahí y no podía darse una explicación satisfactoria. Desde luego, aquello no era un sueño. Era la muerte. Había muerto y todo esto se desarrollaba después de la muerte. Era ésta como una explosión blanca, de electricidad que removía los nervios y los levantaba hacia el aire. Pero, además, era un golpe asestado sobre el tiempo y el espacio, que hacía perdedizo el pasado, del cual no volvía a saberse nada en absoluto. Se vivía nada más el instante preciso, sin memoria y sin capacidad de porvenir, como una briznita de paja, abandonada en mitad del universo. Prudencio hubiera querido levantarse y correr, gritando: «¡Quiero saber algo!», porque todo lo ignoraba y no existía ya como ser, brotando tan sólo de su pecho confusos estertores, que apenas eran como una versión elemental de las palabras, antes del verbo. Y éstos no eran en modo alguno estertores involuntarios o que surgieran del cuerpo por cuenta propia. No; él los ordenaba con regularidad y conocimiento; eran su lenguaje, sus palabras. (Es decir, Prudencio creía estar hablando y propiciaba aquel ronquido descomunal, terrible, que se extendía por el campamento en medio de la noche negra y cálida.)
«Que no me hagan daño. Ya he muerto. Quiero un poco de tierra.»
El Miles movió la cabeza, conmovido:
—¡Éste se muere! —musitó.
Marcos apartó la mirada de los pies rotos de Prudencio para preguntar negligentemente:
—¿Lo crees tú?
El Miles hizo una mueca:
—Sobre todo porque él mismo lo quiere…
Afuera empezaba a soplar un viento furioso. La tempestad se cernía amenazadora sobre el campamento y a los pocos instantes un aguacero torrencial y huracanado se despeñaba en medio de amarillos relámpagos, y prolongados truenos.
—¡El cordonazo, el cordonazo!… —se oyó en la barraca.
La naturaleza estaba sobrecogida, temblando bajo el agua. Se adivinaban en la impenetrable noche, los gigantescos árboles en movimiento; las corpulentas higueras, abatidas por el vendaval; la selva toda, crepitante, como llena de lamentos y de sordas protestas. Más allá, el mar embravecido se sacudiría, negro y porfiado, primitivo como al comienzo del mundo, capaz de reinar él solo sobre toda la tierra. Embarcaciones consternadas donde hombres lívidos sujetarían las velas, se pasaban en la soledad de la tormenta, mientras los diminutos e impotentes faros se perderían entre las amargas montañas marinas.
Allá en la Isla, la tierra despertaba. Las víboras abrían los ojos escuchando el correr del agua y trepando hacia las ruidosas plantas de hojas anchas; los chivos salvajes huían en dirección a los barrancos, y el arroyo crecía, cada vez más turbio y más grueso. En los corrales el ganado golpeaba las trancas, gimiendo roncamente y los perros gruñían, torvos y empavorecidos, bajo los pesebres.
Prudencio había cesado de gemir y estaba sin conocimiento, respirando ruidosamente.
Ernesto y El Miles sintieron un alivio al verlo desmayado —«lo que importa es que no grite»— y salieron al pequeño mirador de la enfermería para dejarse bañar por el aguacero.
—¡Hermosa tormenta! —suspiró Ernesto.
Sentía el corazón empequeñecido por la pena y la soledad, diríase que una sombra espesa le había invadido el pecho dejándolo como abandonado en un océano sin costas, irremediable y oscuro. La sola posibilidad de que Prudencio muriese lo llenaba de una congoja desolada. Sentía entonces que el mundo estaba rodeado de impiedad; que era un mundo sin abrigo, frío, donde los hombres caminaban ciegos y brutales, furiosos en la lucha por sí mismos, sin volver la vista atrás ni a los lados, apretando los dientes.
—¿Por qué le has dicho a Marcos esas palabras? —preguntó—. ¿Crees que Prudencio quiera la muerte?
No se veía El Miles en la oscuridad. Amparado en las sombras dejaba que la cabeza se le humillase sobre el pecho y que todo su valor, toda su audacia, y altivez, rodaran vencidas por la noción del destino.
—¡Sí! —dijo—. ¡Intentó suicidarse…!
Eran espantosas estas palabras no sólo por su significación específica, sino por el dolor y la angustia colectivas que representaban. Prudencio no había querido soportar la pesadilla de las Islas, el trabajo enloquecedor, aquella fatiga inhumana que caía como una maldición de plomo sobre el cuerpo.
El Miles contó entonces cómo Prudencio, creyéndolo dormido, hizo girar su cuerpo en el vacío, rodando.
Estaban ambos tirados en el pasillo, con la cara al cielo. Prudencio acezaba con violencia y los latidos de su corazón eran tan fuertes que El Miles podía oírlos. «¡Qué cansancio tiene el pobre!», pensó. Prudencio se estremecía como si sollozase, aunque sus ojos eran claros, limpios, únicamente lastimeros.
—¿Nunca has embarazado a una mujer? —preguntó con húmeda voz.
El Miles se encogió de hombros:
—¡Es probable! —dijo, no sin cierto espontáneo cinismo.
Entonces Prudencio cambió inopinadamente de expresión tornándose tierno, agitado por una vivísima nostalgia.
—¡Por estos días debe haber dado a luz…! —suspiró.
Hablaba en un tono como si las cosas irrevocablemente estuvieran perdidas; como si volver atrás fuera de todo punto imposible.
Ernesto oía el relato de El Miles gravemente, con profunda tristeza, sintiendo junto a sí los ademanes que éste hacía y la voz, que sonaba a hueca de una manera extraña e insospechada.
«Es probable que sí muera, entonces», pensó refiriéndose a Prudencio, y un abandono soñoliento, recuerdo del cansancio, le soltó los músculos como si le hubiesen desatado mil ligaduras de desvelo.
Recordó muy vivamente los sucesos de los últimos dos días, desde la tarde en que llegaron al campamento. En primer término la figura de Maciel, el «cabo» de Arroyo Hondo. Era alto, muy moreno, de nariz aguileña. Los recibió con una sonrisa fría y desdeñosa encaminándose desde luego al teléfono:
—¿Tarea doble? —preguntó a la Ayudantía General—. ¡Muy bien! ¡Oritita los pongo a trabajar…!
Luego se dirigió muy en serio a todos:
—Aquí —expuso— no nos gusta pegarle a nadie —y se golpeaba con el fuete la musculosa pierna extendida—, pero si ustedes no cumplen, tengo instrucciones de darles veinticinco machetazos…
Los cuatro camaradas hicieron un gesto indefinido. El Miles, por su parte, levantó la cara con inaudita insolencia.
El campamento estaba situado a orillas del arroyo, en la vertiente formada por los cerros y tenía mucha semejanza con las misérrimas y pequeñísimas aldeas de la Huasteca o del Istmo: unas cuantas casuchas y enfrente la finca de don Macario Solís, el jefe, ahora en Balleto curándose una herida. Junto al arroyo se erguía una frondosa higuera de cuyas ramas colgaba una soga gruesa, de ixtle. El Miles hizo un gesto significativo señalando la soga: de ella colgaban a los remisos, a los que no cumplían su tarea o a los que amenazaban el buen orden.
Maciel meneó de arriba a abajo la cabeza, y dijo con sorna, señalando la higuera:
—¡No olviden esa «reatita»…!
A la sazón había cuatro mujeres en el campamento y las cuatro eran queridas de Maciel. Gobernaba éste sin freno (naturalmente, en ausencia del jefe), despóticamente, en un lugar que, por la distancia, estaba a salvo del propio reglamento; en un lugar donde sus deseos de sátrapa grotesco eran cumplidos al pie de la letra y donde ninguna vigilancia sobre sus actos podría importunarlo.
Correspondía Maciel a ese rango de colonos conocidos en la Isla como «de gobierno», esto es, los no sentenciados por autoridad competente, y que son apresados en las razzias sin ninguna culpabilidad demostrada. Se agrupan en esta categoría los delincuentes habituales —rateros, por lo general—, a quienes desde el punto de vista jurídico no se les puede comprobar nada. Para esquivar la acción de los jueces la policía los mantiene por temporadas en diversas cárceles de la ciudad de México, en la Sexta, en la Penitenciaría, en el Carmen, hasta que hay una «cuerda» y los «remite» a las Islas Marías. En el penal duran años para obtener su libertad, pues no habiendo jueces ahí ni autoridad regular alguna, el director de la colonia, cuando se le demandan informes, dice ignorar todo. Si por ventura hay algún juez tan intrépido como para arriesgarse en un viaje que le permita verificar por sí mismo los hechos, el sujeto a quien la justicia federal pretende amparar es borrado de las listas e internado en la parte más remota, hasta que el juez desaparece.
Los presos «de gobierno», por su parte, son tipos insignificantes, de poca monta, que rara vez llegan a robar quinientos pesos juntos. En la ciudad de México pululan por los mercados, «descontando» bolsas, o aparecen en las colonias ricas donde se «enjaulan» en las casas cuando sus dueños están ausentes, para sustraer objetos que la prisa y el miedo nunca les permiten discriminar sensatamente: abrigos, relojes, a veces joyas, y muy pocas ocasiones dinero en efectivo, pues son incapaces de ponerse a meditar con frialdad en los detalles del atraco. La vida que llevan estos hombres es triste, agitada, y ofrece muy pocas ventajas. Los objetos robados forzosamente deben ser vendidos con ciertos compradores —en otro sitio es imposible, y se comprende— quienes pagan cantidades ínfimas, risibles. Esta clase de delincuente actúa siempre con un «compañero» que es quien realiza todas las labores anexas al atraco. Existe tan poca solidaridad en este gremio que cuando uno de ellos cae en las redes de la policía delata a su cómplice, señalando la hora precisa y el lugar exacto donde puede echársele el guante.
Esta gente es siempre de lo más abyecto y ruin: cruel, egoísta, malvada, resentida, miedosa. Se ensaña con los débiles y ante los fuertes es humilde y sumisa hasta el servilismo.
Maciel era un tipo clásico en esta categoría. Ya se comprenderá entonces el efecto que en su espíritu podía ejercer el hecho de ser «cabo» en el campamento. Se vengaba de su complejo de inferioridad dictando insensatas órdenes que no podían discutirse; castigaba cruelmente gozándose en la humillación de las gentes que él creía superiores; la soberbia y la locura del poder lo habían transformado en un tipo enfermo, desquiciado, en cuya presencia se experimentaba de la manera más palpable lo que puede ser una viviente pesadilla. Todos lo odiaban profundamente, pero todos, también, se sometían.
Ordenó a los «políticos» ponerse a trabajar en un fétido agujero lleno de fango. Los pies descalzos tocaban en el fondo materias blandas y asquerosas, animalejos fríos que se escurrían resbalosamente. Cuando ya estaban a punto de terminar, Maciel les ordenaba que debían cargar unas carretillas de tierra y guijarros para llenar nuevamente el agujero.
Maciel reía a carcajadas:
—¡Pa que no anden de agitadores…!
Prudencio abría los ojos lleno de angustia. Comenzó a trabajar de prisa, casi con entusiasmo, con el anhelo de terminar pronto, y cuando Maciel dio la orden de recomenzar todo, se sintió anonadado, como si le hubiesen dicho que su madre había muerto. En un arranque súbito sintió deseos de arrojar lejos de sí la pala, gritando. Pero se detuvo, pálido, como loco, sin poder articular un sonido. El Miles lo miró con un aire de fraternal reconvención: «Hágase fuerte, chingao», pronunció a su oído, y se puso a cantar:
Cuatrocientos kilómetros tiene
la ciudad donde vive Zenaida…
Los ojos de Maciel se empequeñecieron por la rabia:
—¿Tú eres muy machito, verdad, valedor…?
Pero El Miles hizo como que no oía.
Los «políticos» terminaron exhaustos; sólo aquel demonio de El Miles, vigoroso como un toro, antes de acostarse tuvo aún la energía suficiente para pulsar su guitarra un buen rato:
Vida le pido a mi Dios y amistad a mis amigos…
Antes de retirarse a la barraca Prudencio apareció en el dintel del cuarto que ocupaba Ernesto, para decir, únicamente, con voz desesperada:
—¡Es el infierno! —y desapareció.
Al asentir Ernesto con tristeza —al reconocer que aquello «era el infierno»—, un golpe como de martillo, que era el cansancio, le cerró los ojos como si se los hubiesen pegado con goma.
Antes de amanecer fueron conducidos hasta el «corte» por un hombre pequeño, de ademanes rápidos, que tenía un lobanillo en la espalda. El Zapato —su apodo—, convertido en el «cabo» de los comunistas y El Miles. Los conducía con diabólico regocijo por entre las breñas:
—Nada que los quiere a ustedes el gobierno —comentaba. El grupo permaneció silencioso.
—¡Miren que darles tarea doble!
La pesadilla comenzaba a los primeros golpes del hacha. Derrumbar árboles es un trabajo prodigioso y que requiere una destreza especial. Si no se ejecuta conforme a determinadas reglas que la costumbre ha fijado, los golpes que se asestan sobre el tronco repercuten en todo el cuerpo y destrozan las manos. Es tan agotador, exige tanto esfuerzo, que a los primeros hachazos se siente como si se hubiese dado una carrera descomunal, y el pecho estalla agitado por latidos vertiginosos. Si no se sabe manejar el hacha los árboles parecen una pesadilla; puede uno golpear incansablemente sin ningún resultado, pues la corteza, a lo más, se desmadeja superficialmente como si se le hubiese mordido con los dientes.
El monte era nutrido, compacto. Por entre sus altas ramas no se advertía el cielo y apenas unos rayos de luz oblicua, verde, sombría como la que se cuela en los templos, entraba sordamente, doblándose en la tierra espesa de «humus». El golpear de las hachas sonaba musical y trágicamente. Los pájaros, allá arriba, huían con ruido de hojas, y enormes bandadas de pequeños loros, como pajaritas de papel verde, aleteaban con gritería de vidrios y cuerdas.
Al pie de los árboles las manos sangraban; primero eran las blancas ampollas, grandes, y después un líquido transparente, precursor de la sangre.
Prudencio levantó las manos rojas, soltando el hacha:
—¡Agua! —gritó cayendo.
Recordando hoy toda la aventura trágica, Ernesto sentía enorme gratitud hacia El Miles. Cuando terminó su tarea, se fue aún a ayudarles, sano, potente, invencible, y después todavía cargó con Prudencio a las espaldas hasta el campamento.
Ernesto, sintiendo ahora bajo la tormenta la alentadora presencia de El Miles hubiera querido estrecharle la mano con cariño. Pero El Miles habría reído de este gesto infantil; habría reído homéricamente, mirando a Ernesto con sus ojos leales, un tanto matizados por la burla.