Estaban presos ahí los monos, nada menos que ellos, mona y mono; bien, mono y mono, los dos, en su jaula, todavía sin desesperación, sin desesperarse del todo, con sus pasos de extremo a extremo, detenidos pero en movimiento, atrapados por la escala zoológica como si alguien, los demás, la humanidad, impiadosamente ya no quisiera ocuparse de su asunto, de ese asunto de ser monos, del que por otra parte ellos tampoco querían enterarse, monos al fin, o no sabían ni querían, presos en cualquier sentido que se los mirara, enjaulados dentro del cajón de altas rejas de dos pisos, dentro del traje azul de paño y la escarapela brillante encima de la cabeza, dentro de su ir y venir sin amaestramiento, natural, sin embargo fijo, que no acertaba a dar el paso que pudiera hacerlos salir de la interespecie donde se movían, caminaban, copulaban, crueles y sin memoria, mona y mono dentro del Paraíso, idénticos, de la misma pelambre y del mismo sexo, pero mono y mona, encarcelados, jodidos. La cabeza hábil y cuidadosamente recostada sobre la oreja izquierda, encima de la plancha horizontal que servía para cerrar el angosto postigo, Polonio los miraba desde lo alto con el ojo derecho clavado hacia la nariz en tajante línea oblicua, cómo iban de un lado para otro dentro del cajón, con el manojo de llaves que salía por debajo de la chaqueta de paño azul y golpeaba contra el muslo al balanceo de cada paso. Uno primero y otro después, los dos monos vistos, tomados desde arriba del segundo piso por aquella cabeza que no podía disponer sino de un solo ojo para mirarlos, la cabeza sobre la charola de Salomé, fuera del postigo, la cabeza parlante de las ferias, desprendida del tronco —igual que en las ferias, la cabeza que adivina el porvenir y declama versos, la cabeza del Bautista, sólo que aquí horizontal, recostada sobre la oreja—, que no dejaba mirar nada de allá abajo al ojo izquierdo, únicamente la superficie de hierro de la plancha con que el postigo se cierra, mientras ellos, en el cajón, se entrecruzaban al ir de un lado para otro y la cabeza parlante, insultante, con una entonación larga y lenta, llorosa, cínica, arrastrando las vocales en el ondular de algo como una melodía de alternos acentos contrastados, los mandaba a chingar a su madre cada vez que uno y otro incidía dentro del plano visual del ojo libre. «Esos putos monos hijos de su pinche madre». Estaban presos. Más presos que Polonio, más presos que Albino, más presos que El Carajo. Durante algunos segundos el cajón rectangular quedaba vacío, como si ahí no hubiera monos, al ir y venir de cada uno de ellos, cuyos pasos los habían llevado, en sentido opuesto, a los extremos de su jaula, treinta metros más o menos, sesenta de ida y vuelta, y aquel espacio virgen, adimensional, se convertía en el territorio soberano, inalienable, del ojo derecho, terco, que vigilaba milímetro a milímetro todo cuanto pudiera acontecer en esta parte de la Crujía. Monos, archimonos, estúpidos, viles e inocentes, con la inocencia de una puta de diez años de edad. Tan estúpidos como para no darse cuenta de que los presos eran ellos y no nadie más, con todo y sus madres y sus hijos y los padres de sus padres. Se sabían hechos para vigilar, espiar y mirar en su derredor, con el fin de que nadie pudiera salir de sus manos, ni de aquella ciudad y aquellas calles con rejas, estas barras multiplicadas por todas partes, estos rincones, y su cara estúpida era nada más la forma de cierta nostalgia imprecisa acerca de otras facultades imposibles de ejercer por ellos, cierto tartamudeo del alma, los rostros de mico, en el fondo más bien tristes por una pérdida irreparable e ignorada, cubiertos de ojos de la cabeza a los pies, una malla de ojos por todo el cuerpo, un río de pupilas recorriéndoles cada parte, la nuca, el cuello, los brazos, el tórax, los güevos, decían y pensaban ellos que para comer y para que comieran en sus hogares donde la familia de monos bailaba, chillaba, los niños y las niñas y la mujer, peludos por dentro, con las veinticuatro largas horas de tener ahí al mono en casa, después de las veinticuatro horas de su turno en la Preventiva, tirado en la cama, sucio y pegajoso, con los billetes de los ínfimos sobornos, llenos de mugre, encima de la mesita de noche, que tampoco salían nunca de la cárcel, infames, presos dentro de una circulación sin fin, billetes de mono, que la mujer restiraba y planchaba en la palma, largamente, terriblemente sin darse cuenta. Todo era un no darse cuenta de nada. De la vida. Sin darse cuenta estaban ahí dentro de su cajón, marido y mujer, marido y marido, mujer e hijos, padre y padre, hijos y padres, monos aterrados y universales. El Carajo suplicaba mirarlos él también por el postigo. Polonio pensó todo lo odioso que era tener ahí a El Carajo igualmente encerrado, apandado en la celda. «¡Pero si no puedes, güey…!». La misma voz de cadencias largas, indolentes, con las que insultaba a los celadores del cajón, una voz, empero, impersonal, que todos usaban como un sello propio, en que, a ciegas o a oscuras, no se les distinguiría unos de los otros sino nada más por el hecho de que era la forma de voz con la que expresaban la comodidad, la complacencia y cierta noción jerárquica de la casta orgullosa, inconsciente y gratuita de ser hampones; Claro que no podía. No a causa del meticuloso trabajo de introducir la cabeza por el postigo y colocarla, ladeada, con ese estorbo de las orejas al pasar, sobre la plancha, sobre la bandeja de Salomé, sino porque a El Carajo precisamente le faltaba el ojo derecho, y con sólo el izquierdo no vería entonces sino nada más la superficie de hierro, próxima, áspera, rugosa, pues por eso lo apodaban El Carajo, ya que valía un reverendo carajo para todo, no servía para un carajo, con su ojo tuerto, la pierna tullida y los temblores con que se arrastraba de aquí para allá, sin dignidad, famoso en toda la Preventiva por la costumbre que tenía de cortarse las venas cada vez que estaba en el apando, los antebrazos cubiertos de cicatrices escalonadas una tras de otra igual que en el diapasón de una guitarra, como si estuviera desesperado en absoluto —pero no, pues nunca se mataba—, abandonado hasta lo último, hundido, siempre en el límite, sin importarle nada de su persona, de ese cuerpo que parecía no pertenecerle, pero del que disfrutaba, se resguardaba, se escondía, apropiándoselo encarnizadamente, con el más apremiante y ansioso de los fervores, cuando lograba poseerlo, meterse en él, acostarse en su abismo, al fondo, inundado de una felicidad viscosa y tibia, meterse dentro de su propia raja corporal, con la droga como un ángel blanco y sin rostro que lo conduciría de la mano a través de los ríos de la sangre, igual que si recorriera un largo palacio sin habitaciones y sin ecos. La maldita y desgraciada madre que lo había parido. «¡Te digo que no puedes, güey, no sigas chingando!». Con todo, la madre iba a visitarlo, existía, a pesar de lo inconcebible que resultaba su existencia. Durante las visitas en la sala de defensores —un cuarto estrecho, de superficie irregular, con bancas, lleno de gente, reclusos, y familiares, donde era fácil distinguir a los abogados y tinterillos (más a éstos) por el aplomo y el aire de innecesaria astucia con que se referían a un determinado escrito, en un bisbiseo lleno de afectación, solemne y tonto, cuyas palabras deslizaban al oído de sus clientes, mientras dirigían rápidas miradas de falsa sospecha hacia la puerta (recursos mediante el que lograban producir, del mismo modo, una mayor perplejidad a la vez que un acrecentamiento de la fe, en el ánimo de sus defensos)—, durante estas entrevistas, la madre de El Carajo, asombrosamente tan fea como su hijo, con la huella de un navajazo que le iba de la ceja a la punta del mentón, permanecía con la vista baja y obstinada, sin mirarlo a él ni a ninguna otra parte que no fuese el suelo, la actitud cargada de rencor, reproches y remordimientos, Dios sabe en qué circunstancias sórdidas y abyectas se habría ayuntado, y con quién, para engendrarlo, y acaso el recuerdo de aquel hecho distante y tétrico la atormentara cada vez. La cosa era que de cuando en cuando lanzaba un suspiro espeso y ronco. «La culpa no es de nadien, más que mía, por haberte tenido». En la memoria de Polonio la palabra nadien se había clavado, insólita, singular, como si fuese la suma de un número infinito de significaciones. Nadien, este plural triste. De nadie era la culpa, del destino, de la vida, de la pinche suerte, de nadien. Por haberte tenido. La rabia de tener ahora aquí a El Carajo encerrado junto a ellos en la misma celda, junto a Polonio y Albino, y el deseo agudo, imperioso, suplicante, de que se muriera y dejara por fin de rodar en el mundo con ese cuerpo envilecido. La madre también lo deseaba con igual fuerza, con la misma ansiedad, se veía. Muérete muérete muérete. Suscitaba una misericordia llena de repugnancia y de cólera. Con lo de las venas no le sucedía nada, puros gritos, a pesar de que todos esperaban en cada ocasión, sinceramente, honradamente, que reventara de plano. A propósito se arrimaba a la puerta de la celda —un día u otro, cualquiera de aquellos en que debía permanecer apandado dentro—, ahí junto al quicio, para que el arroyo de la sangre que le brotaba de la vena saliera cuanto antes al estrecho andén, en el piso superior de la Crujía, y de ahí resbalara al patio, con lo que se formaba entonces un charco sobre la superficie de cemento, y calculado el tiempo en que esto habría ocurrido, El Carajo ya se sentía con la confianza de que se dieran cuenta de su suicidio y lanzaba entonces sus aullidos de perro, sus resoplidos de fuelle roto, sin morirse, nada más por escandalizar y que lo sacaran del apando a Enfermería, donde se las agenciaba de algún modo para conseguir la droga y volver a empezar de nuevo otra vez, cien, mil veces, sin encontrar el fin, hasta el apando siguiente. En una de éstas fue cuando Polonio lo conoció, mientras El Carajo, a mitad de uno de los senderos en el jardín de Enfermería, bailaba una suerte de danza semi-ortopédica y recitaba de un modo atropellado y febril versículos de la Biblia. Llevaba al cuello, a guisa de corbata, una cuerda pringosa, y a través de los jirones de su chaqueta azul se veían, con los ademanes de la danza, el pecho y el torso desnudos, llenos de bárbaras cicatrices, y bajo la piel, de lejanos y desvaídos tatuajes. El ojo sano y la flor resultaban nauseabundos, escalofriantes. Era una fresca flor, natural y nueva, una gladiola mutilada, a la que faltaban pétalos, prendida a los harapos de la chaqueta con un trozo de alambre cubierto de orín, y la mirada legañosa del ojo sano tenía un aire malicioso, calculador, burlón, autocompasivo y tierno, bajo el párpado semi-caído, rígido y sin pestañas. Flexionaba la pierna sana, la tullida en posición de firmes, las manos en la cintura y la punta de los pies hacia afuera, en la posición de los guerreros de ciertas danzas exóticas de una vieja revista ilustrada, para intentar en seguida unos pequeños saltitos adelante, con lo que perdía el equilibrio e iba a dar al suelo, de donde no se levantaba sino después de grandes trabajos, revolviéndose a furiosas patadas que lo hacían girar en círculo sobre el mismo sitio, sin que a nadie se le ocurriera ir en su ayuda. Entonces el ojo parecía morírsele, quieto y artificial como el de un ave. Era con ese ojo muerto con el que miraba a su madre en las visitas, largamente, sin pronunciar palabra. Ella, sin duda, quería que se muriera, acaso por este ojo en que ella misma estaba muerta, pero, entretanto, le conseguía el dinero para la droga, los veinte, los cincuenta pesos y se quedaba ahí, después de dárselos —convertidos los billetes en una pequeña bola parecida a un caramelo sudado y pegajoso, en el hueco del puño— sobre la banca de la sala de defensores, con el vientre lleno de lombrices que le caía como un bulto encima de las cortas piernas con las que no alcanzaba a tocar el suelo, hermética y sobrenatural a causa del dolor de que aún no terminaba de parir a este hijo que se asía a sus entrañas mirándola con su ojo criminal, sin querer salirse del claustro materno, metido en el saco placentario, en la celda, rodeado de rejas, de monos, él también otro mono, dando vueltas sobre sí mismo a patadas, sin poderse levantar del piso, igual que un pájaro al que le faltara un ala, con un solo ojo, sin poder salir del vientre de su madre, apandado ahí dentro de su madre. Como más o menos de esto se trataba y Polonio era el autor del plan, trató de convencerla y al fin —sin muchos trabajos— ella estuvo dispuesta. «Usted ya es una persona de edad, grande, de mucho respeto; con usted no se atreven las monas». La cosa era así, por dentro, algo maternal. Se trataba —decía Polonio— de unos tapones de gasa con un hilo del tamaño de una cuarta y media más o menos, cuyo extremo quedaba fuera, una puntita para tirar de él y sacarlo después de que todo había concluido, muy en uso ahora, en la actualidad, por las mujeres —era cuestión de que la instruyeran y auxiliaran Meche y la Chata— para no embarazarse y no tener que echar al hijo por ahí de mala manera, uno de los recursos más modernos de hoy en día, podrían decírselo La Chata o Meche, y ayudarla a que le quedara bien puesto. Ahí moría todo, ahí quedaban sin pasar los espermatozoides condenados a muerte, locos furiosos delante del tapón, golpeando la puerta igual que los celadores, también monos igual que todos ellos, multitud infinita de monos golpeando las puertas cerradas. Polonio se rio y las dos mujeres, Meche y La Chata igual, contentas por lo maciza, por lo macha que resultaba ser la vieja con haber aceptado. Pero bueno: claro que nadie pensaba que la madre quisiera servirse del asunto para una cosa distinta de la que se proponían llevar a cabo, y aquello no era sino una explicación. La gasa iba a llevar, dentro de un nudo bien sólido, unos veinte o treinta gramos de droga que las otras dos mujeres le entregarían a la madre de El Carajo. «Con usted no se han atrevido las monas, ¿verdad?, porque usted es una señora grande y de respeto, pero a nosotras, en el registro, siempre nos meten el dedo las muy infelices». El recuerdo y la idea y la imagen cegaban de celos la mente de Polonio, pero extraños, totales, una especie de no poder estar en el espacio, no encontrarse, no dar él mismo con sus propios límites, ambiguo, despojado, unos celos en la garganta y en el plexo solar, con una sensación cosquilleante, floja y atroz, involuntaria, atrás del pene, como de cierta eyaculación previa, no verdadera, una especie de contacto sin semen, que aleteaba, vibraba en diminutos círculos microscópicos, tangibles, más allá del cuerpo, fuera de todo organismo, y La Chata aparecía ante sus ojos, jocunda, bestial, con sus muslos cuyas líneas, en lugar de juntarse para incidir en la cuna del sexo, cuando ella unía las piernas, aún dejaban por el contrario un pequeño hueco separado entre las dos paredes de piel sólida, tensa, joven, estremecedora. Si era visto a través del vestido, a contraluz —y aquí sobrevenía una nostalgia concreta—, de cuando Polonio andaba libre: los cuartos de hotel olorosos a desinfectantes, las sábanas limpias pero no muy blancas en los hoteles de medio pelo, La Chata y él de un lado a otro del país o fuera, San Antonio Texas, Guatemala, y aquella vez en Tampico, al caer de la tarde sobre el río Pánuco, La Chata recostada sobre el balcón, de espaldas, el cuerpo desnudo bajo una bata ligera y las piernas levemente entreabiertas, el monte de Venus como un capitel de vello sobre las dos columnas de los muslos —aquello resultaba imposible de resistir y Polonio, con las mismas sensaciones de estar poseído por un trance religioso, se arrodillaba temblando para besarlo y hundir sus labios entre sus labios—. «Nos meten el dedo». Mo-nas hi-jas- de to-da su chin-ga-da ma-dre, cabronas lesbianas. La madre de El Carajo llevaría allí dentro el paquetito de droga —aunque los planes se hubieran frustrado inesperadamente por culpa de esto del apando no se alteraban por lo que se refería al papel que la madre iba a desempeñar—, el paquetito para alimentarle el vicio a su hijo, como antes en el vientre, también dentro de ella, lo había nutrido de vida, del horrible vicio de vivir, de arrastrarse, de desmoronarse como El Carajo se desmoronaba, gozando hasta lo indecible cada pedazo de vida que se le caía. Ahora mismo enlazaba con el brazo el cuello de Polonio suplicándole que lo dejara mirar por el postigo, y a un lado de la nuca, un poco atrás y debajo de la oreja, Polonio sentía sobre la piel el beso húmedo de la llaga purulenta en que se había convertido una de las heridas no cicatrizadas de El Carajo, los labios de un beso de ostra que lo mojaba con algo semejante a un hilito de saliva que le corría por el cuello hacia la espalda, todo por descuido, por la incuria más infeliz y el abandono sin esperanza al que se entregaba. Polonio le dio un puñetazo en el estómago, con la mano izquierda, un torpe puñetazo a causa de la incómoda posición en que estaba, con la cabeza metida en el postigo, y un puntapié abajo, éste mucho mejor, que lo hizo rodar hasta la pared de hierro de la celda, con un grito sordo y sorprendido. «Pinche ojete —se quejó sin cólera y sin agravio—, si lo único que yo quería es nomás ver cuando llegue mi mamá». Hablaba como un niño, mi mamá, cuando debía decir mi puta madre. De verdad así. Fue necesario improvisar nuevos planes y la encargada de llevarlos a cabo era Meche, la mujer de Albino. No vendrían a visitarlos a ellos sino con el nombre de otros reclusos, pues ahora ellos no tenían derecho a visita, ya que estaban apandados. El que se desesperaba más en el apando era Albino, tal vez por ser el más fuerte, hasta llorar por la falta de droga, pero sin recurrir a cortarse las venas aunque todos los viciosos lo hacían cuando ya la angustia era insoportable. Había sido soldado, marinero y padrote, pero con Meche no, ella no se dejaba padrotear, era mujer honrada, ratera sí, pero cuando se acostaba con otros hombres no lo hacía por dinero, nada más por gusto, sin que Albino lo supiera, claro está. Así se había acostado con Polonio muchas veces. Estaba buena, mucho muy buena, pero era honrada, lo que sea de cada quien. Los primeros días del apando Albino los entretuvo y distrajo con su danza del vientre —más bien tan sólo a Polonio, pues El Carajo permanecía hostil, sin entusiasmo y sin comprender ni mierda de aquello—, una danza formidable, emocionante, de gran prestigio en el Penal, que producía tan viva excitación, al extremo de que algunos, con un disimulo innecesario, que delataba desde luego sus intenciones en el tosco y apresurado pudor que pretendía encubrirlo, se masturbaban con violento y notorio afán, la mano por debajo de las ropas. Era un verdadero privilegio para Polonio haberlo contemplado aquí, a sus anchas, en la celda, por cuanto en otras partes Albino siempre ponía enorme celo respecto a la composición de su público, como buen juglar que se respeta, y desechaba a los espectadores inconvenientes desde su punto de vista, frívolos, poco serios, incapaces de apreciar las difíciles cualidades de un auténtico virtuoso. Tenía tatuada en el bajo vientre una figura hindú —que en un burdel de cierto puerto indostano, conforme a su relato, le dibujara el eunuco de la casa, perteneciente a una secta esotérica de nombre impronunciable, mientras Albino dormía profundo y letal sueño de opio más allá de todos los recuerdos—, que representaba la graciosa pareja de un joven y una joven en los momentos de hacer el amor y sus cuerpos aparecían rodeados, entrelazados por un increíble ramaje de muslos, piernas, brazos, senos y órganos maravillosos —el árbol brahmánico del Bien y del Mal— dispuestos de tal modo y con tal sabiduría quinética, que bastaba darle impulso con las adecuadas contracciones y espasmo de los músculos, la rítmica oscilación, en espaciado ascenso, de la epidermis, y un sutil, inaprehensible vaivén de las caderas, para que aquellos miembros dispersos y de caprichosa apariencia, torsos y axilas y pies y pubis y manos y alas y vientres y vellos, adquiriesen una unidad mágica donde se repetía el milagro de la Creación y el copular humano se daba por entero en toda su magnífica y portentosa esplendidez. En el cubículo que servía para el registro de las visitas, las manos de la celadora la palpaban por encima del vestido —después vendría lo otro, el dedo de Dios—, pero Meche no se podía apartar de la cabeza, precisamente, la danza de Albino, una semana antes, en la sala de defensores, no bien terminaron de urdir los últimos detalles del primer plan, del que había fracasado a causa del apando, y la madre de El Carajo contemplaba las contorsiones del tatuaje con el aire de no comprender, pero con una solapada sonrisa en los labios, muy capaz de que todavía hiciera el amor la vieja mula, pese a sus cerca de sesentaitantos años. En el rincón de la sala, a cubierto de las demás miradas por el muro de las cinco personas: las tres mujeres, El Carajo y Polonio, se había desbraguetado los pantalones, la camiseta a la cintura como el telón de un teatro que se hubiera subido para mostrar la escena, y animaba con los fascinantes estremecimientos de su vientre aquel coito que emergía de las líneas azules y se iba haciendo a sí mismo en cada paso, en cada ruptura o reencuentro o reestructuración de sus equidistancias y rechazos, en tanto que todos —menos El Carajo y su madre, que evidentemente luchaba por ocultar sus reacciones— se sentían recorrer el cuerpo por una sofocante masa de deseo y una risita breve y equívoca —a Meche y La Chata— les bailaba tras del paladar. Desvestida ya de su ropa interior Meche presentía los próximos movimientos de la mano de la celadora, y la agitaban entonces, cosa que antes no ocurriera, extrañas e indiscernibles disposiciones de ánimo y una imprecisa prevención, pero en la cual se transparentaba la presencia misma de Albino (con el recuerdo inédito, cuando se poseyeron la primera vez, de curiosos detalles en los que jamás creyó haberse fijado y que ahora aparecían en su memoria, novedosos en absoluto y casi del todo pertenecientes a otra persona) que no la dejaban asumir la orgullosa indiferencia y el desenfado agresivo con los que debiera soportar, paciente, colérica y fría, el manoseo de la mujer entre sus piernas. Por ejemplo, la respiración agitada y sin embargo reprimida, contenida, o mejor dicho, ese resoplar intermedio, ni muy suave ni muy violento —y ahora se daba cuenta que había sido únicamente por la nariz— de Albino, margen del tiempo y del espacio, las ligaba a unas con otras, por más distantes que estuviesen entre sí y las convertía en símbolos y claves imposibles de ser comprendidas por nadie que no perteneciera, y en la forma más concreta, a la conjura biográfica en que las cosas mismas se autoconstituían en su propio y hermético disfraz. Arqueología de las pasiones, los sentimientos y el pecado, donde las armas, las herramientas, los órganos abstractos del deseo, la tendencia de cada hecho imperfecto a buscar su consanguinidad y su realización, por más incestuoso que parezca, en su propio gemelo, se aproximan a su objeto a través de una larga, insistente e incansable aventura de superposiciones, que son cada vez la imagen más semejante a eso de que la forma es un anhelo, pero que nunca logra consumar, y quedan como subyacencias sin nombre de una cercanía siempre incompleta, de inquietos y apremiantes signos que aguardan, febriles, el instante en que puedan encontrarse con esa otra parte de su intención, al contacto de cuya sola presencia se descifren. Así un rostro, una mirada, una actitud, que constituyen el rasgo propio del objeto, se depuran, se complementan en otra persona, en otro amor, en otras situaciones, como los horizontes arqueológicos donde los datos de cada orden, un friso, una gárgola, un ábside, una cenefa, no son sino la parte móvil de cierta desesperanzada eternidad, con la que se condensa el tiempo, y donde las manos, los pies, las rodillas, la forma en que se mira, o un beso, una piedra, un paisaje, al repetirse, se perciben por otros sentidos que ya no son los mismos de entonces, aunque el Pasado apenas pertenezca al minuto anterior. Cuando Meche trasponía la primera reja hacia el patio que comunicaba con las diferentes crujías, dispuestas radialmente en torno de un corredor o redondel donde se erguía la torre de vigilancia —un elevado polígono de hierro, construido para dominar desde la altura cada uno de los ángulos de la prisión entera—, todavía estaban fijos en su mente, quietos, imperturbables y atroces, los ojos de la celadora, negros y de una elocuencia mortal, como si se la hubieran quedado mirando para siempre. Polonio ya no pudo soportar por más tiempo con la cabeza incrustada en el postigo, y decidió ceder el puesto de vigía para que Albino lo ocupara, pero al mirar de soslayo muy forzadamente hacia el interior de la celda, le pareció advertir movimientos extraños, a la vez que se daba cuenta de que El Carajo había cesado de gemir después de haberlo hecho sin parar desde que recibiera el puñetazo en el estómago. Con gran cuidado y lentitud, atento, precavido, se dobló la oreja que sobresalía del marco, para retirar hacia atrás la cabeza, con la preocupación de si, entretanto, Albino no habría terminado ya de estrangular al tullido. En realidad —pensó— no le faltaban razones para hacerlo, pero que esperara un poco, lo matarían entre los dos en circunstancias más propicias y cuando la droga ya estuviera segura en sus manos, no antes ni aquí dentro de la celda, pues el plan podría venirse a tierra y, lo quisieran o no, la madre de El Carajo contaba de modo principal en todo aquello. Era cuestión de pensar bien dónde y cuándo matarlo después (o despuesito, si así lo quería Albino), pero todas las cosas en su punto. En efecto, se había puesto a gemir sin detenerse, desde que Polonio le propinara el puñetazo y el puntapié, en una forma irritante, repetida, monótona, artificiosa, con la que expresaba sin embozo alguno, en todos los detalles, la monstruosa condición de su alma perversa, ruin, infame, abyecta. Los golpes no había sido para tanto y a más y mayores y más brutales estaba acostumbrado su cuerpo miserable, así que esta impostura del dolor, hecha tan sólo para apiadar y para rebajarse, obtenía los resultados opuestos, una especie de asco y de odio crecientes, una cólera ciega que desataba desde el fondo del corazón los más vivos deseos de que sufriera a extremos increíbles y se le infligiera algún dolor más real, más auténtico, capaz de hacerlo pedazos (y aquí un recuerdo de su infancia), igual a una tarántula maligna, con la misma sensación que invade los sentidos cuando la araña, bajo el efecto de un ácido, se encrespa, se encoge sobre sí misma —produce, por otra parte, un ruido furioso e impotente—, se enreda entre sus propias patas, enloquecida, y sin embargo no muere, no muere, y uno quisiera aplastarla pero tampoco tiene fuerzas para ello, no se atreve, le resulta imposible hasta casi soltarse a llorar. Gemía en un tono ronco, blando, gargajeante, con el que simulaba, a ratos, un estertor lastimoso y desvergonzado, mientras en su ojo sucio y lleno de lágrimas lograba hacer que permaneciera quieta, conmovedora, transida de piedad, una implorante mirada de profunda autocompasión, hipócrita, falsa, repleta de malévolas reconditeces. Si Polonio y Albino habían hecho alianza con él, era tan sólo porque la madre estaba dispuesta a servirles, pero liquidado el negocio, a volar con el tullido, que se largara mucho a la chingada, matarlo iba a ser la única salida, la única forma de volverse a sentir tranquilos y en paz. «¡Déjalo!», ordenó Polonio con un vigoroso empellón de todo el cuerpo sobre Albino. Libre de las garras de Albino, El Carajo quedó como un saco inerte en el rincón. Estuvo a punto de que Albino lo estrangulara, en realidad, y ya no se atrevía a gemir ni a manifestar protesta alguna. Con una mano que ascendió torpe y temblorosa sobre su pecho, se acariciaba la garganta y se movía la nuez entre los dedos como si quisiera reacomodarla en su sitio. El ojo le brillaba ahora con un horror silencioso, lleno de una estupefacción con la que parecía haber dejado de comprender, de súbito, todas las cosas de este mundo. Nomás en cuanto el plan se llevara a cabo y la situación tomara otro curso, pensaba contárselo a su madre, decirle de los sinsabores espantosos que padecía, y cómo ya no le importaba nada de nada sino nada más el pequeño y efímero goce, la tranquilidad que le producía la droga, y cómo le era preciso librar un combate sin escapatoria, minuto a minuto y segundo a segundo, para obtener ese descanso, que era lo único que él amaba en la vida, esa evasión de los tormentos sin nombre a que estaba sometido y, literalmente, cómo debía vender el dolor de su cuerpo, pedazo a pedazo de la piel, a cambio de un lapso indefinido y sin contornos de esa libertad en que naufragaba, a cada nuevo suplicio, más feliz. Introducir —o sacar— la cabeza en este rectángulo de hierro, en esta guillotina, trasladarse, trasladar el cráneo con todas sus partes, la nuca, la frente, la nariz, las orejas, al mundo exterior de la celda, colocarlo ahí del mismo modo que la cabeza de un ajusticiado, irreal a fuerza de ser viva, requería un empeño cuidadoso, minucioso, de la misma manera en que se extrae el feto de las entrañas maternas, un tenaz y deliberado autoparirse con fórceps que arrancaban mechones de cabello y que arañaban la piel. Ayudado por Polonio, Albino terminó por colocar la cabeza ladeada encima de la plancha. Allá abajo estaban los monos, en el cajón, con su antigua presencia inexplicable y vacía de monos prisioneros. A tiempo de recostar la espalda contra la puerta, junto al cuerpo guillotinado de Albino, Polonio prendió lumbre a un cigarro y aspiró larga y profundamente con todos sus pulmones. El sol caía a la mitad de la celda en un corte oblicuo y cuadrangular, una columna maciza, corpórea, dentro de cuya radiante masa se movían y entrechocaban con sonámbula vaguedad, erráticas, distraídas, confusas, las partículas de polvo, y que trazaba sobre el piso, a corta distancia de Polonio, el marco de luz con rejas verticales de la ventana. Al otro lado del contrafuerte solar, la figura de El Carajo, rencorosa y muda, se desdibujaba en la sombra. Los impetuosos montones de la bocanada de humo que soltó Polonio, invadieron la zona de luz con el desorden arrollador de las grupas, los belfos, las patas, las nubes, los arreos y el tumulto de su caballería, encimándose y revolviéndose en la lucha cuerpo a cuerpo de sus propios volúmenes cambiantes y pausados, para en seguida, poco a poco, a merced del aire inmóvil, integrarse con leve y sutil cadencia en una quietud horizontal, a semejanza de la revista victoriosa de diversas formaciones militares después de una batalla. Aquí el movimiento transfería sus formas a la ondulada escritura de otros ritmos y las lentísimas espirales se conservaban largamente en su instantánea condición de ídolos borrachos y estatuas sorprendidas. La voz de Albino le llegó del otro lado de la puerta de hierro, queda, confidencial, con ternura. «Ya comienza a entrar la visita». La visita. La droga. Los cuerpos del humo desleían sus contornos, se enlazaban, construían relieves y estructuras y estelas, sujetos a su propio ordenamiento —el mismo que decide el sistema de los cielos— ya puramente divinos, libres de lo humano, parte de una naturaleza nueva y recién inventada, de la que el sol era el demiurgo, y donde las nebulosas, apenas con un soplo de geometría, antes de toda Creación, ocupaban la libertad de un espacio que se había formado a su propia imagen y semejanza, como un inmenso deseo interminable que no deja de realizarse nunca y no quiere ceñir jamás sus límites a nada que pueda contenerlo, igual que Dios. Pero ahí estaba El Carajo, un anti-Dios maltrecho, carcomido, que empezó a sacudirse con las broncas convulsiones de una tos frenética, galopante, que lo hacía golpear con el cuerpo en forma extraña, intermitente y autónoma, con el ruido sordo y en fuga de un bongó al que le hubieran aflojado el parche, el muro del rincón en que se apoyaba. Parecía un endemoniado con el ojo de buitre colérico al que asomaba la asfixia. Las líneas, las espirales, los caracoles, las estatuas y los dioses enloquecieron, huyeron, dispersos y resquebrajados por las trepidaciones de la tos. Le faltaba un pulmón y a la mejor Albino habría apoyado la rodilla con demasiada fuerza contra su pecho cuando, momentos antes, tratara de estrangularlo. Era un verdadero estorbo este tullido. Con gran esfuerzo Albino sacó la mano por el postigo, pegada al rostro y encima de la nariz, con el propósito de estar listo a recibir la droga en el momento en que las mujeres se aproximaran a la puerta de la celda. De pronto una espantosa rabia le cegó la vista: esa pequeña costra húmeda, no endurecida todavía, el pus, el pus de la herida abierta de El Carajo que éste le dejara adherido a la mano durante el forcejeo y que Albino estuvo a punto de untarse en los labios. Cerró los ojos mientras temblaba con un tintineo de la cabeza sobre la plancha de hierro, a causa de la violencia bestial con que tenía apretados los dientes. Estaba decidido a matarlo, decidido con todas las potencias de su alma. Abrió los párpados para mirar otra vez. No tardaría en comenzar el desfile de los familiares, pues las dos puertas del cajón, una frente a la otra en cada reja, ya estaban sin candado, para permitirles la entrada. Ellas no llegarían juntas, sino a distancia, confundidas entre las visitas. Albino conjeturaba acerca de cuál sería la primera en aparecer, si La Chata, la madre o Mercedes, Meche, con su bello cuerpo, con sus hombros, con sus piernas, alada, incitante. (Pero como que la evocación de Meche en las circunstancias de este momento, se distorsionaba a influjo de nuevos factores, inciertos y llenos de contradicciones, que añadían al recuerdo una atmósfera distinta, un toque original y extraño: Meche vendría de pasar por una experiencia cuyos detalles ignoraba Albino pero que, desde que lo supo, una semana antes —cuando planeaban la forma de introducir la droga al Penal y Polonio había pensado en servirse de la madre de El Carajo— permanecía fija en su mente en una forma u otra, pero aludiendo en todo caso a imágenes físicas concretas. Con toda exactitud la celadora, en primer lugar, y luego el diverso e inquietante contenido que adquirirían dos palabras escuchadas por Albino quién sabe dónde y cómo —entre enfermeras o médicos, mientras esperaba ser atendido de algo en alguna parte, esto era como un sueño o quizá fuese un sueño en efecto—, palabras que a favor de su carácter de circunloquio técnico, condensaban una serie de movimientos y situaciones muy vastos y sugerentes: postura ginecológica. La celadora y su forma de registrar a cierto número de las visitantes, no a todas, sino de modo especial a quienes venían para ver a drogadictos y de éstos a los que se señalaban como agentes más activos del tráfico en el interior de la Preventiva: Albino y Polonio. ¿Se les registraría en esa postura ginecológica? Esta situación —y las dos palabras absurdas— hacían de Meche algo ligeramente distinto a la Meche habitual: violada y prostituida, pero sin que tal cosa constituyera un elemento de rechazo, sino por el contrario, de aproximación, como si le añadiera un atractivo de naturaleza no definida, que Albino no se sentía capaz de formular. No le importaba que Meche pudiera haberse visto en un trance equívoco —y se lo preguntaría a ella misma con todos los detalles— en el supuesto de una exploración más o menos excesiva por parte de la celadora, durante el registro: esto lo excitaba con un deseo renovado, de apariencia desconocida, y un relato minucioso y verídico de Meche lo haría esperar, en lo sucesivo, una nueva forma de enlace entre ellos dos, más intensa y completa, a la que no le faltaría, sin duda, un cierto toque de alegre y desenvuelta depravación, en la que aquellas dos palabras médicas desempeñarían, de algún modo, determinado papel). Aunque el «cajón» formara parte de la Crujía, separado de ésta únicamente por las mismas rejas que servían a los dos de límite, la presencia de los celadores de guardia, encerrados ahí dentro, le daba el aspecto de una cárcel aparte, una cárcel para carceleros, una cárcel dentro de la cárcel, por donde la visita tendría que pasar de modo forzoso antes de entrar al patio de la Crujía propiamente dicha. Éste era el campo visual que Albino dominaba desde el postigo, una verdadera tortura. Más alto que el ventanillo —que en el caso de una estatura media estaba al nivel del pecho—, Albino tenía que mantenerse encorvado, en una posición muy forzada, para conservar la cabeza metida allí, lo que al cabo de algunos minutos le había ocasionado un agudo dolor muscular en el cuello y la espalda, aparte de hacer que le temblaran las piernas de un modo ridículo y mortificante pues daba la impresión de que tenía miedo. Traspuestas por cualquiera de las tres mujeres —Meche, La Chata o la madre— la primera y segunda rejas del cajón, era cosa de hacer algo —un ruido, golpear la puerta a patadas— a fin de que repararan en el punto preciso donde se encontraba la celda del apando. Lo más correcto, naturalmente, pensó, sería lanzar un insulto, gritarles una mentada de madre a los monos, pues para eso estaban ahí. La cosa era verlas llegar, verlas entrar al cajón y luego al patio, para sentirse seguros de que todo había marchado bien con el registro, con las monas. Por cuanto a Meche y La Chata no habría problema: las manosearían y ya, sin encontrarles nada dentro. La madre era lo importante. Que pasara, que pasara, que la pinche vieja pasara con los treinta gramos metidos en los entresijos. A falta de otra palabra, llamaban huelga a esto que iba a ocurrir: huelga de mujeres. Pero antes de que Meche, La Chata y la madre subieran hasta aquí, a la puerta de la celda, para soltarse a chillar, a gritar y patalear, antes de que la bronca comenzara en serio, la madre debería entregarles a ellos, precisamente al que estuviera con la cabeza en el postigo, el paquetito de droga. En este caso Albino, el Bautista en turno sobre la bandeja. Después, ya amacizado con la droga, se ocuparía de la muerte de El Carajo. Era fácil liquidar el asunto, en alguna función del cine, entre las sombras. Meterle la punta del fierro a través de las costillas, mientras Polonio le tapaba la boca, pues querría gritar como un chivo. No lo habían asociado con ellos debido precisamente a su linda cara. Albino rio: nomás a causa de que tenía madre. Tener madre era la gran cosa para el cabrón, un negocio completo. Las visitas formaban cola en el redondel, a poca distancia —pero aún fuera del ángulo visual de Albino—, para entrar por turno a las respectivas crujías. Madres, esposas, hijas, muchachos, muy pocos hombres maduros, dos o tres en cada grupo, el aire receloso, la mirada baja. Las conversaciones, curiosamente, jamás giraban en torno a las causas que habían traído a la cárcel a sus parientes. Nadie ponía en tela de juicio la culpabilidad o la inocencia del hijo, del marido, del hermano: estaban ahí, eso era todo. No ocurría lo mismo con otro tipo de visitas. Cuando alguna señora de la clase alta llegaba a pisar estos lugares, las primeras veces, su preocupación única, obsesiva, manifiesta —que terminaba por carecer de toda lógica y aún de simple ilación— era la de establecer un límite social preciso entre su preso —las causas por las que estaba detenido, lo pasajero y puramente incidental de su tránsito por la prisión— y los presos de las demás personas. Al suyo se le «acusaba de», sin tener ningún delito —aunque las apariencias resultasen de todos modos sospechosas— y ya se habían movilizado en su favor grandes influencias, y dos o tres ministros andaban en el asunto. Quienes la escuchaban asentían invariablemente, sin discutir ni sorprenderse, con indulgencia e incredulidad, sin que la gran señora parara cuentas en este género de piadosa cortesía, que ella tomaba como deslumbramiento, si se añade cierto lujo recargado con el que iba vestida. Pero a medida que su presencia se hacía más constante en la cola de las visitas, la señora de alcurnia iba modificando poco a poco su actitud y haciendo concesiones a la realidad. Cada vez hablaba menos de los personajes influyentes, la inocencia o la culpa de «su» preso decaían notablemente como tema de conversación y sus vestidos eran más sencillos, hasta que por fin entraba a la categoría de las visitantes normales y terminaba por pasar inadvertida. La Chata distinguió la figura de Meche, atrás, entre otras mujeres de la cola. Suspiró. La envidiaba con ganas. Le gustaba mucho su hombre, su Albino, y desde que éste les mostrara la danza del vientre en la sala de defensores, se sentía mareada por él en absoluto. Le pediría a Meche que, sin perder la amistad, le permitiera acostarse con Albino. Una o dos veces nomás, sin que hubiera fijón, es decir, como si Meche no se fijara en ello. Un poco alejada de Meche, la madre de El Carajo se aproximaba renqueante, taimada. Se había dejado introducir el tapón anticonceptivo, por Meche y La Chata, como si tal cosa, con la indiferencia de una vaca a la que se ordeñara. Ahí estaban las ubres, pues; ahí estaba la vagina. Como lo calcularan, con ella no hubo registro, la respetaron por su edad, la vaca ordeñada pasó tan insospechable como una virgen. Pero habían llegado ya a la jaula de los monos, al cajón. El Carajo porfiaba en que lo dejaran asomar la cabeza por el postigo, porque, decía, su madre no iba a querer entregarle la droga a ningún otro más que a él. Pero porfiaba sin fuerza, sin esperanza. La cabeza de Albino le respondía desde afuera de la celda, con ira. Aparecían por fin, allá abajo, Meche y La Chata. «¡Esos putos monos hijos de su pinche madre!». Los ojos de las dos mujeres giraron hacia la voz: era su hombre. Pero faltaba la mula vieja de la madre, tardaba la infeliz. La cabeza de la guillotina se negó en seco a ceder el puesto de vigía. Su mamá no iba a ser tan tonta como para darles la droga a otros, terqueaba El Carajo. Puras mentiras. Tanto como deseaba ver a su madre ahora mismo, aquí, necesitándola tan desesperadamente. Le contaría todo, sin quedarse callado como otras veces. Todo. Las inmensas noches en vela de la enfermería, sujeto dentro de la camisa de fuerza, los baños de agua helada, lo de las venas: por supuesto que no quería morir, pero quería morir de todos modos; la forma de abandonarse, de abandonar su cuerpo como un hilacho, a la deriva, la infinita impiedad de los seres humanos, la infinita impiedad de él mismo, las maldiciones de que estaba hecha su alma. Todo. Terqueaba, «¡Te digo que no jodas!». En estos momentos la madre de El Canijo cruzó las dos rejas del cajón y entró al patio de la Grujía. Estaban salvados. Orientadas por el grito que había dado Albino, las mujeres se encaminaron hacia la celda de los apandados, pero con una suerte de traslación mágica, invisible y apresurada, unidas a los movimientos, al ir y venir y al buscarse entre sí de las demás gentes, de un modo tan natural, propio y desenvuelto, que no parecían distintas, ni particulares, ni tener un objetivo propio y determinado, al grado de que ya estaban aquí, de pronto, y Meche se había lanzado sobre la cabeza de Albino y la cubría de besos por todas partes, en las orejas, en los ojos, en la nariz, a la mitad de los labios, sin que la cabeza de Holofernes acertara a moverse, apenas aleteante, igual que el cuerpo de un pez monstruoso, con cabeza humana, al que hubiese varado un golpe de mar. «¡Mijo! ¿On tá mijo?», exclamaba la madre de El Carajo con una voz cavernosa y como sin sentido, pues parecía estar segura que desde el primer momento iba a toparse cara a cara con su hijo y al no ser así se mostraba extraviada y confusa, con una expresión llena de miedo y desconfianza hacia las otras dos mujeres. «¿On tá, on tá?», repetía sin apartar los ojos de la cabeza y la mano expuestas sobre la planchuela del postigo y bamboleándose con torpeza como si estuviera ebria. La cabeza separada del tronco, guillotinada y viva con su único ojo que giraba en redondo, desesperado, en la misma forma en que lo hacen las reses cuando se las derriba en tierra y saben que van a morir, desató desde el principio en Meche y La Chata un furor enloquecido, pero diríase también jovial y, no obstante lo desquiciado de la situación, alegre. Se veían incluso más jóvenes de lo que eran —pues no llegarían a los veinticinco—, unas muchachas con poco menos de veinte años, deportivas, elásticas, ágiles y gallardas al mismo tiempo que bestiales. Se habían montado sobre el barandal del corredor con las piernas cruzadas, sujetas con los pies cada quien a uno de los travesaños verticales, y desde tal posición, las faldas levantadas y los muslos al descubierto, lanzaban los gritos y aullidos más inverosímiles, agitando en el aire sin cesar las manos, ya crispadas, ya en un puño, y los brazos, parecidos a robustas y torneadas raíces de acero, sacudidos por cortas y violentas descargas eléctricas, mientras los ojos, abiertos más allá de lo imaginable, descompuestos y enrojecidos, tenían destellos de una rabia sin límites. «Sáquenlos, sáquenlos» la palabra dividida en dos coléricas emisiones: sáquen-lós, sáquen-lós. La madre permanecía inmóvil en medio de las dos mujeres aferrada con ambas manos al barandal como al puente de un navío, vuelta hacia el patio y mirando de reojo, de vez en vez, hacia el postigo, en espera de ver ahí la cabeza de su hijo y no la de este otro hombre a quien no la unía afecto ni ternura alguna. La cabeza, a sus espaldas, reclamaba, apremiante, nerviosa, con asomos de histeria. «Venga el paquete, vieja», primero conciliadora, pero en seguida agresiva dentro del sofoco de la entonación cautelosa. «¡Venga la droga, vieja pendeja! ¡Venga el paquete, vieja jija de la chingada!». Era muy posible que la madre no escuchara en realidad. Parecía una mole de piedra, apenas esculpida por el hacha de pedernal del periodo neolítico, vasta, pesada, espantosa y solemne. Su silencio tenía algo de zoológico y rupestre, como si la ausencia del órgano adecuado le impidiera emitir sonido alguno, hablar o gritar, una bestia muda de nacimiento. Únicamente lloraba y aún sus lágrimas producían el horror de un animal desconocido en absoluto, al que se mirara por primera vez, y del que fuese imposible sentir misericordia o amor, igual que con su hijo. Las lágrimas gruesas y lentas que resbalaban por la mejilla correspondiente al viejo navajazo que iba desde la ceja al mentón, en lugar de la línea vertical seguían el curso de la cicatriz y goteaban de la punta de la barba, ajenas a los ojos, ajenas a todo llanto humano. En el patio de la Crujía, los reclusos y sus familiares, con un aire de inaparente distracción y como necesitados de algo que no era suyo y a lo que no podían resistir, se agrupaban poco a poco bajo las mujeres del barandal. Nadie osaba lanzar un grito o una voz, pero de toda aquella masa salía un avispeo sordo, entre dientes, un zumbar unánime de solidaridad y de contento, del que a nadie podrían culpar los monos. Durante la visita de los familiares, el patio de la Crujía se transformaba en un estrafalario campamento, con las cobijas extendidas en el suelo y otras, sujetas a los muros entre las puertas de cada celda, a guisa de techumbre, donde cada clan se reunía, hombro con hombro, mujeres, niños, reclusos, en una especie de agregación primitiva y desamparada, de náufragos extraños unos a otros o gente que nunca había tenido hogar y hoy ensayaba, por puro instinto, una suerte de convivencia contrahecha y desnuda. La marea, abajo de las tres mujeres, crecía en pequeñas olas sucesivas, despaciosas, que se aproximaban como en un paseo, los hombres sin apartar la mirada, abierta y cínica, expectantes y a un tiempo divertidos y temerosos, de las trusas negras de Meche y La Chata. «¡Sal pues, pinche Carajo!». No entendía. «¡Tú, que salgas tú!». La cabeza de Albino se sumió trabajosamente en la celda y la madre pudo ver, casi en seguida, igual que si se mirara en un espejo, cómo paría de nueva cuenta a su hijo, primero la pelambre húmeda y en desorden y luego, hueso por hueso, la frente, los pómulos, el maxilar, carne de su carne y sangre de su sangre, marchitas, amargas y vencidas. Colocó la mano trémula y tosca sobre la frente del hijo como si quisiera proteger al ojo ciego de los rayos vivos del sol. «El paquete, mamacita linda, el paquetito que tráis,» pedía el hombre en un tono quejumbroso y desolado. Aterrada, aturdida, sonámbula de sufrimiento, con aquella mano que se posaba, sin conciencia alguna, sobre la frente del hijo, tenía, de súbito, un poco el aspecto alucinante y sobrecogedor de una Dolorosa bárbara, sin desbastar, hecha de barro y de piedras y de adobes, un ídolo viejo y roto. Dentro del repiquetear, allá abajo, de tambores en sordina, cada vez se oía con más frecuencia, distinta y aislada, alguna voz que coreaba el grito de las mujeres. Sáquen-lós, sáquen-lós. Proveniente de la Comandancia, un rondín de diez celadores traspuso el cajón. La gente, sin dar el rostro, abrió el paso a sus zancadas disparejas y temerosas, de monos a los que se había puesto en libertad y no se acostumbraban del todo a correr, atentos más que nada a no aislarse del grupo, de la tribu, y no quedar a solas en medio de la multitud procelosa, impersonal, impune, que fingía no verlos pasar, ni, rencorosamente, darles existencia física, y miraba a través de ellos del mismo modo que si se tratara de cuerpos transparentes. La lucha contra Meche, La Chata y la vieja parecía no terminar nunca, con el aspecto de una acción incruenta, sin dolor y muy lejana. Ya semi desnudas, las ropas en jirones, encontraban siempre un punto, una saliente, un travesado, una hendedura a la cual atorarse, mientras tres o cuatro monos por cada una, hacían grotescos esfuerzos por arrastrarlas hacia la escalera. De la ronca voz, allá abajo, de la multitud, brotaba toda clase de las más diversas exclamaciones, gritos, denuestos, carcajadas, ya de protesta o compasión, o de salvaje gozo que exigía mayor descaro, brutalidad y desvergüenza al espectáculo fabuloso y único de los senos, las nalgas, los vientres al aire. La madre, los cortos brazos levantados por encima de la cabeza, se interponía en medio de las mujeres y los monos, sin hacer nada, con los pesados y dificultosos saltos de un pajarraco al que se le hubiera olvidado volar, un eslabón prehistórico entre los reptiles y las aves. En uno de estos saltos cayó, resbalando sobre la superficie de hierro del corredor, hasta quedar horquetada con el travesaño del barandal en medio de las piernas abiertas, cosa que le impedía por lo pronto despeñarse desde lo alto, pero que no evitaría que cayera al patio de un momento a otro, la mitad del cuerpo suspendida en el vacío. Hubo un rugido de pavor lanzado simultáneamente por todos los espectadores y se produjo entonces un silencio asfixiante, raro, igual que si no hubiera nadie sobre la superficie de la tierra. Los apandados mismos enmudecieron en su celda, sin ver, únicamente por la adivinación de que estaba a punto de ocurrir algo sin medida. La mujer sacudía los brazos en un aleteo irracional y desesperado. «¡No te muevas, vieja güey!», rompió el silencio uno de los monos y arrastró a la madre fuera del peligro tirando de ella por debajo de las axilas. Volvió a reinar el mismo silencio de antes, pero ahora no sólo por cuanto a la ausencia de ruido y de voces, sino por cuanto a los movimientos, movimientos en absoluto carentes de rumor, que no se escuchaban, como si se tratara de una lenta e imaginaria acción subacuática, de buzos que actuaran por hipnosis y donde cada quien, actores y espectadores, estuviese metido dentro de la propia escafandra de su cuerpo, presente y distante, inmóvil pero desplazando sus movimientos fase a fase, por estancos, en fragmentos autónomos e independientes, a los que armonizaba en su unidad exterior, visible, no el enlace de una coherencia lógica y causal, sino precisamente el hilo frío y rígido de la locura. Algo ocurría en esta película anterior a la banda de sonido. Quién sabe qué dijo el Comandante a los monos y a las mujeres: se hizo una calma insólita y tensa, dos monos se inclinaron sobre el candado de la celda y desapandaron a los tres reclusos, y todo el grupo —las tres mujeres, sus hombres y los celadores—, tranquilo a pesar de las miradas de loco de Polonio, Albino e incluso El Carajo, se dirigió a descender las escaleras. En la puerta del cajón, el Comandante hizo pasar a dos celadores y luego se volvió hacia las mujeres. Estaba muy seguro de la eficacia de su trampa. «Aquí dentro podrán hablar con sus presos todo lo que quieran a la vista de todos», dijo, «pasen primero las señoras y luego los machos». Las mujeres obedecieron dóciles, con un aire de victoria fatigada. Pero no bien habían entrado, los dos primeros monos, con una celeridad relampagueante, las empujaron en un abrir y cerrar de ojos fuera del cajón, por la puerta que daba al redondel, cerrando de inmediato el candado tras de ellas. Habían quedado de golpe, sin esperarlo y sin darse cuenta, al otro lado de la Crujía, al otro lado del mundo. No le dio tiempo al Comandante de reír su trampa. Albino y Polonio, con El Carajo en medio, irrumpieron con desencadenada y ciega violencia dentro, seguidos inconscientemente por el Comandante y un celador más. Con un solo y brusco ademán Albino cerró el candado de la puerta que comunicaba con la Crujía. Ahora estaban solos con el Comandante y los tres celadores, encerrados en la misma jaula de monos. Cuatro contra tres; no, dos contra cuatro, habida nota de la nulidad absoluta de El Carajo. «Ora vamos a ver de a cómo nos toca, monos hijos de su puta madre», bramó Albino a tiempo que se despojaba de su cinturón de baqueta para blandirlo en la pelea. Un garrotazo en pleno rostro, sobre el pómulo y la nariz, le hizo brotar una repentina flor de sangre, sorprendente, como salida de la nada. Polonio y Albino estaban convertidos en dos antiguos gladiadores, homicidas hasta la raíz de los cabellos. La pelea era callada, acechante, precisa, sin un grito, sin una queja. Tiraban a matar y herirse en lo más vivo, con los pies, con los garrotes, con los dientes, con los puños, a sacarse los ojos y romperse los testículos. Las miradas, las actitudes, la respiración, el calculado movimiento de un brazo, el adelantar o retroceder de un pie, consagrados por entero a la tensa voluntad de un solo y unívoco fin implacable, trasudaban la muerte en su presencia más rotunda, más increíble. Las mujeres, impotentes al otro lado de la reja, gritaban como demonios, pateaban al celador que se ofrecía más próximo y tiraban de los cabellos a los que por un momento caían cerca, para arrancarles mechones cuyas raíces sangraban con blancuzcos trozos de cuero cabelludo. La madre, de rodillas, se golpeaba la frente contra el suelo repetidas veces, en una especie de oración desorbitada y extravagante, mientras El Carajo, replegado entre los barrotes, encogido en un intento feroz por reducir al máximo el volumen de su cuerpo, aullaba largamente, no hacía otra cosa que aullar. Llegaron de la Comandancia otros monos, veinte o más, provistos de largos tubos de hierro. La cuestión era introducirlos, tubo por tubo, entre los barrotes, de reja a reja de la jaula, y con la ayuda de los celadores que habían quedado en el patio de la Crujía, mantenerlos firmes, con dos o tres hombres sujetos a cada extremo, a fin de ir levantando barreras sucesivas a lo largo y lo alto del rectángulo, en los más diversos e imprevistos planos y niveles, conforme a lo que exigieran las necesidades de la lucha contra las dos bestias, y al mismo tiempo atentos a no entorpecer o anular la acción del Comandante y los tres monos, en un diabólico sucederse de mutilaciones del espacio, triángulos, trapecios, paralelas, segmentos oblicuos o perpendiculares, líneas y más líneas, rejas y más rejas, hasta impedir cualquier movimiento de los gladiadores y dejarlos crucificados sobre el esquema monstruoso dé esta gigantesca derrota de la libertad a manos de la geometría. Las tres primeras de las cinco barras horizontales que hacían perpendicular con los barrotes de cada reja del cajón, primero como punto de apoyo para los tubos que irían de lado a lado, y después como estructuración vertical del espacio, bastaban a los propósitos de la operación, pues la inferior, a la altura de las rodillas, y las de en medio y superior, a los niveles del bajo vientre y del cuello en un hombre de dimensiones regulares —Albino, no obstante, rebasaría con la cabeza la línea superior—, permitirían tender los trazos invasores con los cuales aherrojar, hasta la inmovilidad más completa, al par de rebeldes enloquecidos. Ellos, los gladiadores, eran invencibles, incluso por encima de Dios, pero no podían con esto. Empujaban los tubos hacia arriba, saltaban, forcejeaban de mil maneras, pero al fin no pudieron más. Los celadores entraron a la jaula para sacar al Comandante y a los tres compañeros suyos, convertidos en guiñapos. Las mujeres fueron retiradas a rastras, de tal modo enronquecidas, que sus gritos no se oían. Al mismo tiempo El Carajo logró deslizarse hasta los pies del oficial que había venido con los celadores. «Ella —musitó mientras señalaba a su madre con un sesgo del ojo opaco y lacrimeante—, ella es la que trái la droga dentro, metida entre las verijas. Mándela a esculcar pa que lo vea». Fuera del oficial nadie lo había escuchado. Sonrió con una mueca triste. Colgantes de los tubos, más presos que preso alguno, Polonio y Albino parecían harapos sanguinolentos, monos descuartizados y puestos a secar al sol. Lo único claro para ellos era que la madre no había podido entregar la droga a su hijo ni a nadien, como ella decía. Pensaban, a la vez, que sería por demás matar al tullido. Ya para qué.

Cárcel Preventiva de la Ciudad.

México. Febrero-Marzo (15), 1969