Para Archibaldo Burns

Aquel gemir de Alicia entre las irremediables sábanas de hielo era seco, sin lágrimas, con sollozos breves a los que entrecortaba la respiración difícil igual que en un letargo inocente. A pesar de su origen sencillo, a pesar de no ser siquiera propiamente una enfermedad —un simple shock nervioso habían dicho en el Instituto para Señoritas y Varones cuando en compañía de su padre la trajeron a casa tres horas antes—, esto era tan parecido a la muerte que todos se impresionaron, todos se pusieron en movimiento, aunque sin propósitos definidos, en un afán de sentir que se hacía algo, por inconcreto y gratuito que fuese.

Alicia miraba a través de las pestañas, y cierta plenitud triunfante, algo muy tibio se adueñaba de su ser al sentir la obsequiosa alarma y los cuidados tan ingenuamente inútiles y llenos de cómica reserva de las personas mayores. Parecían extraños pájaros habitantes de un planeta vacío y desconocido en medio de esta alcoba infantil, inocente, candorosa, un poco como Gulliver junto a los reducidos muebles de niña, la mecedorcita donde monstruosamente su padre tomó asiento, sin fijarse, como un autómata; la pequeña cama para muñecas —¡para muñecas, Dios mío!—, apenas un poco más pequeña que la propia cama donde reposaba Alicia; las paredes con dibujos inspirados en Perrault, las cortinas, sobre la ventana, donde un perro de San Bernardo jugaba con un niño, y luego aquel friso de conejos que se perseguían tontamente, sin alcanzarse jamás. Extraños pájaros en medio de esta alcoba infantil a la que Alicia pertenecía hoy de manera tan distinta también, tan de otro modo. Es decir, a la que ya no pertenecía simplemente. Ahora ya no, aunque todos se empeñaran en lo contrario, sin que ella, por su parte, ofreciera resistencia alguna.

La servidumbre, a la cual no fue posible ocultarle el escándalo de aquel suceso, se había congregado en torno de Alicia con cierta compungida malevolencia al amparo de la anarquía que reinó en los primeros instantes y fue preciso desalojarla en la forma menos ofensiva posible.

Sin embargo, alguna de las recamareras se entretuvo para recoger el desgarrado uniforme de Alicia, y ahora lo doblaba escalofriantemente —como si doblase un cuerpo humano vacío, sin vértebras, pero vivo, después del tormento de los cuatro caballos que habrían tirado de sus extremidades—, aplastando, junto al escudo rojo del Instituto y las blancas letras de su leyenda latina, Per Aspera Ad Astra, los dos senos púberes que aún abultaran en la blusa vacía después de que se desnudó la joven. Los aplastaba pensando quién sabe qué inmundicias, con una inaparente y furtiva crueldad.

Lo extraordinario era que Alicia no sufría, pese a sus gemidos. Ella pensó —acordándose de su tía Ene, en la muerte del tío Reynaldo— que lo indicado era gemir, sollozar del mismo modo que lo hacen las viudas legítimas la tarde del entierro, no tanto como una expresión de su dolor, cuanto como una deferencia hacia los demás, en cierta forma para no defraudar a nadie, a toda esa gente de negro que rodea el ataúd y se estremece con los ayes de la pobre mujer que tanto amó al difunto y ahora quedará de tal modo sola. De tal modo sola e irremediablemente compadecida, mientras la amante del esposo muerto, esa viuda ilícita y secreta que hubiese sido tan mal vista en el cementerio, llorará silenciosas lágrimas en el rincón de un templo o se pegará un tiro en el cuartucho de algún hotel.

Una semana, recordaba Alicia, una semana entera, cuando la muerte del tío Reynaldo, en que la tía Ene no dejó de gimotear con un estertor rítmico, pausado, idéntico al suyo de hoy. Alicia sabía que en virtud del carácter indecible, escabroso, de estos gemidos suyos, aquellas oscuras sensaciones que en otro tiempo ella misma experimentó ante los gemidos de la tía Ene, aquella su aterrorizada piedad, su estremecida indulgencia, se trasladaban ahora a las gentes que la escuchaban ahí rodeándola en su alcoba de niña, a su padre, al rector del Instituto y, quién sabe, a esta odiosa enfermera blanca, a esta odiosa estatua de yeso, en la misma forma que entonces. Ellos sentirían lo mismo, lo que Alicia recordaba haber sentido en esa ocasión, una curiosidad sin fuerzas, llena de miedo, una imagen seca e informe de algún acontecimiento bárbaro pero impreciso, como si Alicia fuese una nueva tía Ene, una niña viuda. Sentirían prodigiosamente lo mismo, con una insólita placidez de todos modos, con una especie de perplejidad, sin embargo, ya tranquila a lo último.

Ellos, todos ellos, cuyo único propósito era disimular su convicción respecto a lo que tenían por una desgracia irremediable, que los juramentaba, a causa de la forma sin duda viscosa y húmeda en que cada quien reconstruiría los hechos, a no mencionar el asunto sino con absurdas palabras, horrorosamente sin sonido.

Una viuda legítima. Una alegre viuda legítima que gemía sin consuelo.

La forma fabulosa en que aquello había comenzado y cómo las voces se transformaron perdiendo diafanidad, perdiendo su origen, a partir de aquel grito espantoso que Alicia lanzó en la rectoría del Instituto ante la presencia del médico. En cuanto ella había comenzado a sacudirse, víctima de atroces convulsiones, su padre lo despidió, ya con unas palabras que parecían envueltas en trapos. Alicia pudo darse cuenta así, en ese mismo momento, de que todos la sabían inocente y que la daban por absuelta de antemano, como algo por encima de toda condenación.

—Sobre todo —éstas fueron las palabras que el rector dijo a su padre en la rectoría del Instituto, ante la propia Alicia, bajo una luz singular que exactamente no era luz—, es preciso guardar la reserva más absoluta.

En tiempos muy lejanos, su padre y el rector habían sido condiscípulos, tiempos de la escuela primaria, inimaginables, y ambos, su padre y el rector, se trataban a causa de esto con una detonante camaradería, muy ostentosa y marcada, como si se propusieran disfrazar un odio misterioso que los uniera.

—Desde niños, tú te acuerdas bien, nos hemos encubierto uno al otro —el padre de Alicia enrojeció en una forma extraña y trémula al escuchar estas palabras del rector—, digo, nos encubríamos uno al otro aquellas pequeñas diabluras que imaginábamos inconfesables… —el rector hizo una larga pausa, ausente, con una especie de maliciosa añoranza—. Tú sabes que hacer público este caso sería gravísimo para el Instituto —prosiguió—, terminaría por llevárselo el diablo. Por cuanto al maestro Mendizábal (perdona que le haya llamado maestro, es la fuerza de la costumbre), por cuanto al bribón de Mendizábal, recibirá un castigo ejemplar.

—El primero en no querer que las cosas se hagan públicas soy yo —repuso el padre entonces con una voz sorda, que le salía del estómago—, pero espero de todos modos tu ayuda junto a la familia del novio. Tu testimonio será definitivo. Ellos comprenderán las cosas y el compromiso con Alicia seguirá en pie.

—En cuanto a testimonio, tenemos algo que no puede ser más fehaciente —¿fue ésa la palabra, fehaciente?—, que no puede ser más fehaciente, y ese algo es la confesión del propio Mendizábal. Se la haremos firmar de su puño y letra en la reunión del Consejo. Te lo prometo —había añadido el rector.

Ante la propia Alicia, bajo una luz extraordinaria que nada tenía que ver con la luz. Su padre estaba de espaldas a la pared, y el escudo del Instituto, por encima de su cabeza, le daba una cierta curiosa condición, como si se tratase de un santo bizantino. Per Aspera Ad Astra. Todas las mañanas, antes de entrar a clases, se les hacía jurar este lema, a coro, las manos extendidas como en el antiguo saludo de los césares romanos. Per Aspera Ad Astra, por lo áspero a los astros, más o menos. Entonces los alumnos de los cursos superiores ligaban las sílabas con maliciosa rapidez y el grito se escuchaba al unísono, semejante a una descarga de fusilería: «¡Pederasta, pederasta!» Tres veces. Per Aspera Ad Astra. Las letras blancas en tomo del escudo rojo en la pared, como el halo de una imagen bizantina, en la pared desnuda, con los retratos ligeramente pederastas de todos los rectores que habían pasado por el Instituto.

Pero la tía Ene no comenzó a gemir sino más tarde. El cuerpo del tío Reynaldo se mostraba dentro de un féretro cuya tapa se mantenía abierta, lo que al parecer era la causa de que todas las personas, en cuanto entraban en la sala, se aproximasen al cadáver para mirar su rostro rubicundo con una especie de agrado. La tía Ene, antes que comenzaran a llegar las primeras amistades, hizo traer un peluquero, grueso y afable, que se condujo hacia el tío Reynaldo con un gran comedimiento y urbanidad, muy respetuoso y solícito. La llamaban Ene, que era la abreviatura de su nombre completo, Enedina. Fue más tarde, delante de todas las visitas, que parecían aterrorizadas, cuando sufrió el espantoso ataque nervioso. Se tiraba de los cabellos, con los ojos inyectados en sangre y pedía ser enterrada viva junto al tío Reynaldo. El peluquero realizaba su trabajo con manifiesta complacencia, la navaja española saliéndole de la mano igual a un extraño unicornio, mientras en voz queda decía frases afectuosas, monologando al modo de los médicos cuando tratan de disipar el miedo del paciente. —Ahora una pasadita aquí, mi señor, a que quede bien descañonado —y deslizaba la navaja por la mejilla, en tanto el índice y el pulgar de su otra mano distendían la piel, no porque fuese necesario en una cadáver, sino por un mero automatismo profesional. En seguida echaba la cabeza hacia atrás para examinar su obra en perspectiva.

—Aquí le quitamos un poquito a esta patilla ¡y listo!, queda al parejo con la otra, mi señor —un alegre e involuntario silbido salía de sus labios. Pero quién sabe por qué no se imaginaba lo del colorete y la tía Ene lo cubrió de insultos, mientras el pobre parecía a punto de llorar como si hubiera sufrido el más grande fracaso de su carrera. Estaba rojo por completo, el mentón caído sobre el pecho, y movía la cabeza con breves sacudidas como si negara rápidamente alguna cosa, mientras soportaba los insultos en silencio. Podría haberse suicidado, como un capitán después de la derrota. Por fin aplicaron color a las mejillas del tío Reynaldo, que adquirió de pronto el rostro de un maniquí de cera con dos epidermis, una encima de la otra, ensambladas, la primera de un rosa tierno y la segunda de un blanco sin luz, sordo.

De todos los recuerdos de su niñez, ése era el más fascinante para Alicia. Sentía admiración hacia el peluquero, hacia su gran barriga cordial, casi una especie de amor. Lo hizo con un pincel chino de bambú, del que dijo también que era de pelo de camello, sedoso, suave, algún triste camello del desierto con sus grandes ojos severos, delicadamente, desvaneciendo la pintura a los lados de los pómulos en gradaciones descendentes y luego acentuando la barbilla, hasta que el tío Reynaldo adquirió una extravagante y equívoca animación, como si estuviera un poquito ebrio.

Tan fascinante como un muñeco único, que nadie podría poseer, al grado de que jamás aceptaron sus amiguitas que aquello pudiera ser cierto, aunque cada una anhelaba que su propio tío muriese y se le pudiera pintar el rostro así, como Alicia lo decía.

Del mismo modo que los demás abreviaban el nombre de la tía Ene, ésta abreviaba el de su marido, al que le decía Rey. La condujeron a su recámara presa de convulsiones horrorosas. —Para ella ha sido un golpe terrible, pobrecilla —murmuró alguien en la sala. —Sí, pobre mujer, tan buena, tan abnegada —el peluquero, en un principio tan feliz, se excusaba de la mejor manera posible, confuso, aturdido. —No a todas las familias les gusta embellecer a sus muertos, señora. En la casa de la señora B., la viuda del contador, usted sabe, incluso se indignaron al verme sacar los pinceles. «No vale la pena con este mequetrefe», dijo la señora su viuda, tales fueron sus palabras. El pobre señor B, había perdido todo el cabello durante su enfermedad y, para ser franco, a mí se me había llamado tan sólo para aplicarle unos postizos a los dos lados de la cabeza, así que confieso que me excedí. Con el temor de incurrir hoy en lo mismo, dejé en casa los pinceles, pero eso no quiere decir que yo ignore mi oficio, señora; quedará usted muy satisfecha de mi trabajo. El señor B., con todo y no tratarse sino de unos simples postizos, adquirió un aspecto muy digno y respetable, el aspecto de un verdadero CPT —salió entonces en busca de sus utensilios, con movimientos muy singulares de las manos, como si nadase en el aire, pero impulsándose únicamente con los dedos, muy juntos, iguales a los de un palmípedo, los brazos pegados al cuerpo y aquellas dos cómicas aletas moviéndose hacia atrás.

Era difícil conciliar en esa ocasión aquellas diversas imágenes de la tía Ene, tan diferentes entre sí, tan opuestas. La forma curiosa en que el peluquero usaba aquella muletilla, «mi señor», como si en realidad el tío Reynaldo no estuviese muerto, bien muerto. —Un poquito de rojo vivo en los lagrimales y ya está, mi señor.

—¡Imbécil! —había exclamado la tía Ene en cuanto las absurdas manos del peluquero desaparecieron a la vuelta del corredor—. ¡Imbécil! Si la gente comienza a llegar antes de que Reynaldo esté presentable, no sabré qué hacer. Habrá que retenerla en la antesala. ¡Dios! Sería insufriblemente ridículo el que yo apareciese después de media hora exclamando: «¡Ya pueden pasar, hagan el favor, por aquí!», como si Reynaldo hubiera sufrido alguna indisposición —y la tía Ene se oprimía las sienes.

Gritaba que su único anhelo era que la enterraran viva con Rey, con su Rey. La espantosa voz se oía en toda la casa. El tío Reynaldo era malacólogo, especialista en el conocimiento científico de los caracoles. Su colección era extraordinaria y en cierta forma había sido un hombre famoso, lo que fue causa, sin duda, de aquella ocurrencia del colorete en las mejillas. Vendrían, cierto, algunos representantes de la prensa y, sobre todo, los viejos colegas, los viejos envidiosos colegas que se morderían los labios de ira al verlo, aun ahí en el féretro, aun ahí en los brazos de la muerte, rozagante y dichoso, apenas un poquito borracho después de morir.

Alicia no se daba cuenta exacta, sin embargo. Le había causado una extrañeza mortificante la figura de aquel anciano tristísimo, de mirada gris y melancólica, tan enfáticamente vestido de negro, al grado de que su luto parecía mayor al de todos los demás, cuya cabeza se inclinó hacia el féretro mientras bisbiseaba una oración con el semblante transido de piedad. Pero no rezaba. —Se ve que el mentecato reventó a su gusto —había dicho sin alterarse, con la actitud del sacerdote de un culto implacable y sombrío, la mirada envidiosamente fija en las mejillas sonrosadas del cadáver. Años más tarde Alicia supo que aquel caballero era presidente de quién sabe qué sociedad y que, muy poco tiempo después del tío Reynaldo, murió a consecuencia de un cáncer en el duodeno, en medio de espantosos dolores.

—A la pobre de Ene no le escatiman sufrimientos, más de los que ya tiene —dijo alguien con alarma desde el comedor, apresuradamente, con algo que parecía una fruición equívoca y gustosa. Fue cuando Alicia escuchó por primera vez la palabra «querida». Recordaba la entonación con que la pronunciaron. Muy quedamente, con un veneno corrosivo, con un odio.

Alicia había logrado deslizarse hasta la recámara de la tía Ene, a quien tenían sujeta con unas sábanas como loca furiosa. —A la pobre no le escatiman sufrimientos, más de los que ya tiene; ahí está la querida, qué descaro —todos estaban convencidos del inconmensurable dolor que embargaba a la pobre tía, quien de súbito se recobró, al escuchar aquello, y con un amplio y enérgico movimiento logró desprenderse de las sábanas lanzando a uno y otro lado, como ridículas marionetas, a las dos criadas que la mantenían sujeta.

—¿Qué quiere esa infeliz mujer en esta casa? —dijo con una voz rotunda, lúcida, igual a la de una generala que se dirigiese a su tropa. El cambio fue inaudito, increíble. Las criadas tenían una cara de espanto y una de ellas soltó una risa estúpidamente contagiosa.

—La pobre te suplica por lo que más quieras —intervino conciliadora la madre de Alicia en su papel de cuñada de la tía Ene—, te suplica que le permitas ponerle unas flores a Reynaldo en la caja. Tan sólo eso.

La criada, a pesar de sus angustiosos esfuerzos por no hacerlo, volvió a reír y ahora fue secundada por alguna de las personas de la familia, que se puso a toser y a reír con pequeñas explosiones de saliva. Se trataba de una pariente un tanto nebulosa del difunto tío Reynaldo. —¡Cállate, imbécil! —le gritó la tía Ene dirigiéndole una horrible mirada lúcida.

La tía Ene en persona salió a la calle en busca de los gendarmes, pues las cosas se complicaron mucho y la querida no quería abandonar el cubo del zaguán, como un perro, afianzada a la reja. Verlo salir, y ver cómo sacaban el cadáver, únicamente eso, decía a grandes gritos lastimeros de bestia. Hubo que arrancarla de ahí por la fuerza. La viuda ilícita que quería ver al amante por última vez. La viuda secreta.

Dos días más tarde se hablaba respecto a la tía Ene de una manera sumamente extraña, como si las palabras que a ella se referían carecieran de sonido, pero al mismo tiempo con una gran compasión, con una indulgencia llena de misericordia.

La tía Ene, encerrada en su alcoba, no hacía otra cosa que gemir sin consuelo. En el ambiente de toda la casa, igual, igual que hoy, había una cosa elusiva, intangible, absolutamente no dicha, pero que merced a los gemidos de la tía Ene se condensaba en tomo de ella en la forma de una absolución sin reservas, una absolución total, como si la tía Ene hubiera sido víctima de la injusticia más atroz.

Una injusticia horrible que se habría cometido contra la tía Ene, en un hotel de barriada, donde se encontró el cadáver de la querida del tío Reynaldo, la cual se había pegado un tiro.

—Estoy de acuerdo, es un testimonio fehaciente, irrecusable —dijo el padre—, pero me ayudarás a convencerlos, de todos modos, que esto ha sido una desgracia, como si la hubiera atropellado un tranvía, una desgracia atroz de la cual Alicia no ha sido responsable, lo que es verdad, tú lo sabes bien.

Bajo una luz que propiamente no era luz, en la oficina de la rectoría, una claridad lánguida y enferma, con una voz inhumana, que brotaba de quién sabe dónde, no del cuerpo, no de la garganta, desde luego, como si las palabras carecieran de sonido. —Sin embargo, debieras llamar a un médico —como si las palabras no se refiriesen a la pobre Alicia, sino que giraran nebulosamente en torno al injusto dolor que le impuso a la tía Enedina, algunos años antes, el estúpido suicidio de una mujerzuela en el cuarto de un hotel remoto.

Alicia miraba irónicamente a través de las pestañas esta alcoba infantil donde ella era el centro de toda la inquietud. Su padre, una sombra curiosa, un pájaro singular, un negro Gulliver con los hombros agudos, un pájaro flaco y feo, se puso en pie y en seguida tiró de la cortina para disipar aquella raya de sol que caía sobre la almohada, junto al cabello en desorden de Alicia.

La luz brincó hacia la alfombra, huyendo, para caer junto al pie de la pequeña mecedora de niña donde el padre volvió a sentarse, largo y desproporcionado, el aspecto mucho más triste a causa de estar ahí, encogido igual que una rata, igual que un patético renacuajo negro, entre los brazos de la mecedora infantil, como entre fórceps. La enfermera hizo un movimiento de aquiescencia hacia él por haber corrido la cortina, apenas con una sonrisa triste e indulgente para no quedar al margen de ninguna de las cosas que se hicieran por la pequeña y desdichada Alicia, y desde sus fórceps el padre agradeció en silencio esa aprobación, a su vez diciendo sí con la cabeza y con un breve cerrar de párpados.

Por su parte el rector lanzó un hondo suspiro que, curiosamente, parecía de satisfacción, sin duda porque tenía las manos cruzadas sobre el vientre y la vista baja, mirándose los pulgares, como si hubiese terminado de comer. Ante esto, en cambio, la enfermera frunció el entrecejo con una mirada colérica —en fin de cuentas el rector no era miembro de la familia y además había sido en su maldito Instituto donde ocurrieron los hechos—, obligando a que el rector rectificara con un nuevo suspiro, luego la vista hacia lo alto, las manos ya no entrelazadas en esa actitud abacial que tanto chocara a la enfermera, sino de pronto contraídas, oprimiéndose en una súplica aparentemente dirigida al cielo. La mujer replicó entonces con una vaga inclinación, mientras su barbilla enfilada hacia el padre con un movimiento oscilatorio y trémulo parecía indicar que, sin duda, ella, la fiel enfermera, era la única capaz de sentir con auténtica sinceridad la terrible pena que se abatía sobre la casa.

Alicia miraba a través de sus pestañas la actitud de solapado orgullo, de escondida concupiscencia de la enfermera y el aire untuoso y avícolo que tenía, muy satisfecha de participar en aquel grave secreto de familia, que al parecer le daba acceso a quién sabe qué esfera superior donde, por primera vez en su vida, le era permitido tratar a las personas que siempre consideró por encima de ella, con un cierto despego triste y deferente, como atestiguando, satisfecha, el no poder romper su sagrado voto de discreción. Debía ser muy feliz. Parecía fascinarle particularmente la alcoba de niña. Sus ojos se velaban con una más intencionada tristeza al fijarse en los objetos infantiles de la habitación, y entonces dejaba escapar de su pecho largos suspiros, como si con ello quisiera poner de relieve que poseía mayor número de detalles del secreto que aun los más enterados. La abominable estatua de yeso, con sus suspiros en aquel cuarto de niña.

En aquel cuarto de la Bella Durmiente, del perro de San Bernardo, de las cortinas con adornos ingenuos, de las paredes con cenefas, como si Alicia no hubiera dejado de pertenecer desde hacía tiempo a esa alcoba y hasta la enfermera, ¡aun ella!, se empeñase con sus largos suspiros en no sacarla de ahí, sin querer aceptar, negándose a que pudiera existir, un contrasentido entre Alicia y el carácter de su habitación, de su encubridora habitación.

Cierto, Alicia y su alcoba habían sido un concepto único durante aquel tiempo en que aún vivía su madre, pensó Alicia. Aquellas ideas de la buena mujer, su ingenuidad, su castidad interior, como si la alcoba le perteneciese a ella más legítimamente que a su propia hija. Era muy parecida a una limpia olla de peltre; su madre era muy parecida por su honestidad, por lo circunspecto de sus costumbres, a una blanca olla de peltre, doméstica y tranquila en el fogón, con el ordenado y metódico puchero que rumorea a los intervalos precisos en que el vapor levanta la tapa, sin desórdenes, con las ideas más sólidas y sencillas acerca de la familia, una blanca y limpia olla de peltre con aquella cofia de hilo en la cabeza de la cual escapaba el aroma sano del puchero, su laboriosidad, su virtud, mientras junto a la ventana tejía incansables esferas de estambre. Aunque Alicia pensaba entonces todo eso con una ternura no exenta de ironía.

Habían sido un concepto único, un poco hasta la misma manera de ser, el mismo perfume, Alicia y su habitación. Pero luego se fueron separando cada vez más, casi por minutos, como dos trenes que corren en sentido opuesto hasta que sobreviene esa ruptura asombrosa, cuando después de haber estado uno frente al otro breves instantes mirándose con ansiedad y una desesperanzada sensación de cosas imposibles, los dos viajeros de cada uno de los vagones opuestos desaparecen recíprocamente hacia atrás, se pierden en la nostálgica lejanía, junto con todas las otras cosas, el vestido de percal azul de una campesina, el incrédulo rostro del vendedor a quien algún viajero no devolvió el envase del refresco y espera no sé qué remota extraña restitución algún día, el niño que orina atentamente absorto sobre los durmientes, la humedad del terraplén donde el blanquísimo vapor de la locomotora dejó su rocío. Todo ese mundo increíble.

Pero se empeñaban en lo del tranvía, ese involuntario tranvía del que Alicia no era responsable, y aun la trajeron —Alicia sintió en su cuerpo aquel temblor angustiado de los músculos de su padre—, aun la trajeron en brazos como a una niña inválida, para restituirla a la grotesca alcoba que se había quedado tan impune y deleitosamente atrás. El retorno de Alicia del país secreto de las horribles maravillas. «Como si la hubiera atropellado un tranvía.»

Quizá las voces fueron emitidas con un aparato especial, una especie de tubo invisible en los labios del rector. —Sin embargo, debes llamar a un médico; un médico de confianza, pues posiblemente no sucedió lo irreparable —Alicia sintió unos aterradores deseos de reír. Lo que ellos pensaban como irreparable. El médico vendría para cerciorarse si no había ocurrido lo irreparable.

Pero no pudo, la risa no podía brotar de su pecho, ni de ningún otro lado. Voces, la de su padre, la del rector —también allá arriba, en el desván y después, en la oficina, la del pobrecillo maestro Mendizábal—, que tampoco eran voces. «Un médico de confianza.»

Trató de imaginar a este médico de confianza. Recorría las imágenes de los dos o tres que frecuentaban la casa. Feos en suma, gelatinosos. Aquel Iriarte o Ugarte o Duarte o Duarteriartegarte, en fin, que llevaba un apellido vascuence y tenía unas cejas descomunales, enmarañadas. Lo imaginó primero confuso, aprensivo, excusándose de atender el asunto. Pero después de haberla examinado —Alicia casi sentía el frío metálico de los instrumentos y ese ruido que uno, horizontal sobre la plancha, no ve, el ruido de aquella persona mal educada que hace chocar los cuchillos y los tenedores en la mesa, a la hora de comer—, después de haberse inclinado sobre ella con sus potros de níquel en las manos, lo veía malicioso, burlón, con un brillo de deseo en las pupilas. Un médico, un sacerdote de confianza.

En realidad no fue un médico de confianza, sino un desconocido, enjuto, de grandes ojos negros y expresión ascética, las manos delgadas y místicas, como se ve en las pinturas de algunos apóstoles. —¿Qué edad tiene? —preguntó con una timidez alarmante, sin hacerse oír de nadie, pues lo dijo en voz muy queda y quizá con la idea repentina de que fuese una pregunta inconveniente.

Se había preferido por último a un desconocido, para evitar posibles indiscreciones, un médico ajeno a los círculos de la familia, probablemente casi no un médico. —¿Decía usted? —se volvió el rector hacia el apóstol en el tono con que se habla a un chantajista. El médico quiso sonreír. —La edad, señor. Es necesaria para mi diagnóstico —había enrojecido hasta casi desmayarse. —Dieciséis —se apresuró a decir el padre, sin fijarse en la severa mirada reprobatoria del rector. Iba vestido de negro, un traje negro tornasolado, muy digno, con las mangas lustrosas y desleídas, y sin duda debía ser un médico de barriada, un médico de pobres. Asombraba el que no lo hubiesen traído, como en las juramentaciones carbonarias, con los ojos vendados.

Lanzó un curiosísimo graznido de felicidad cuando le fueron cubiertos los honorarios, aun sin que se requirieran sus servicios. Con aquel hermoso rostro de santo medieval, un graznido. Evidentemente la cantidad fue mucho mayor de la que esperaba, pese a que, desde su punto de vista, lo poco que esperaba ya sería mucho. Un voraz graznido que dejó una impresión penosa y cómica, como si se hubiera tratado de un loco. Para entonces ya Alicia se debatía, convulsa, presa de un ataque. —Es mejor que se retire, doctor; ya ve usted, su sola presencia ha trastornado a la niña.

Le era imposible imaginarse la figura que haría ese San Francisco de Asís, después de haberla examinado con esas mariposas niqueladas, esas mandíbulas ortopédicas que extrajo del maletín ahí mismo en la oficina del rector, lo cual se juzgó de muy mal gusto. Imposible. Tal vez el pobre habría llorado. O tal vez no habría dicho la verdad. Pero en todo caso, nunca los ojos del doctor Duarteriartegarte, o como se llamara. Guardó sus instrumentos con un aire nervioso, aprensivo, con una especie de miedo a cosas domésticas, a regaños de mujer, a niños llorones, a ropa húmeda que jamás se secaría, tendida de un cordel en la propia habitación, sobre el insufrible lecho nupcial. Debía de ser muy desgraciado.

La esperanza que tenían de que no hubiese ocurrido lo irreparable, de que las cosas, en última instancia, se hubiesen consumado a medias. Pensaban, no cabe duda, situaciones muy cómicas, un poco de ridícula pesadilla, en aquel desván tan estrecho, lleno de esferas terrestres, de mapamundis, de sistemas solares fuera de uso, donde Alicia fue sorprendida. Donde todos esperaban, con asustada fe, que las cosas hubieran sucedido solamente a la mitad.

El recelo con que aguardaron al médico, y luego aquella sensación de descanso al despedirlo sin que realizara el examen, como si tuvieran miedo a quién sabe qué aterradora y confusa verdad. Era un espía, con las pavorosas libélulas niqueladas brotando del maletín igual que de una sucia y extraña placenta de cuero, un espía que graznó de felicidad del mismo modo que un cuervo desvalido. Alicia había suspirado con una dicha burlona, que se interpretó como de inenarrable dolor.

El desván era un mundo extraordinario, como la bodega de un barco llena de desperdicios marinos, de cartas de navegación, igual que en los cuentos de piratas. Había un aroma a cosas húmedas, a lana mojada y esos globos terráqueos obscenos, con su anatomía de hierros desnudos y amarillos como los dientes de una calavera.

Por todas partes esqueletos cosmogónicos, una sastrería geográfica de maniquíes terrestres, con caderas, con hombros, con cuellos, bajo un polvo infinito, una sastrería abandonada. Pero sobre todo el polvo, sobre todo aquellas cabezas de medusa cubiertas por el polvo.

Cuando fueron descubiertos se produjo en ella algo abrumador, enervante y oscuro, que se escurría por las venas, pero después aquello se volvió una cosa blanda y lejana, donde las gentes hablaban desde el estómago, con una voz sin sonido. Andrés se contrajo igual que una rana de laboratorio, a la que se le hubiera aplicado una corriente eléctrica, cuando Mendizábal apareció en el desván.

Alicia recordaba esto mucho más con un odio seco. Hubiera querido detener los acontecimientos, echarlos hacia atrás un poco. Bien, no detenerlos, sino únicamente que las partes que los formaban no se correspondieran, la cabeza de un caballo en el cuerpo de un león, alguna de esas deidades egipcias o un toro alado de Nínive, no importaba lo que fuese. Pero impedir que se ordenasen en la misma corriente del suceder, uno después de otro, lógicos y consecuentes, el acontecimiento anterior y el actual y los que le seguirían, de tal modo que, disociados, sin relación alguna entre sí, nadie pudiera tomarla como protagonista de los hechos, como su cómplice.

Lo estúpido que había sido sacudirse el polvo del uniforme con aquel falso desenfado, con aquel aire atroz, inconcebible, como si hubiera sido a otra persona y no a ella a quien descubrieran allí, en aquel universo absurdo del desván, entre los muertos planetas. Y luego aquella frase, «Andrés, Amor», que había dibujado con el dedo sobre el polvo, en la superficie del globo terrestre. Estúpido, sencillamente.

Porque Alicia había pensado antes de que Andrés llegase a la cita que ella era un ángel, el ángel del tiempo, que vagaba por el espacio después de la muerte de los universos, el ángel del desván, un inspector de las ruinas siderales. Sus movimientos abarcaban distancias sólo concebibles en años luz, inconcebibles.

Un pie que avanzaba, una mano que se extendía, el ángel solo y soberano en medio de la eternidad.

Allá lejos, derribado como un guerrero antiguo, estaba Saturno con su escudo roto, Venus partida en dos, con la superficie llena de cenizas; Marte sin mandíbulas, abierto, triste; Mercurio con los pies rotos, cadáveres quietos en la extensión sin nombre. Un silencio reinaba en el tiempo sobre aquel sistema abandonado: las cosas, los muebles, las camas, las atmósferas, los ruidos, ya no estaba en ese orgulloso espacio. El ángel, melancólico, iba de uno a otro lugar, de esta a la otra tumba, de aquel planeta al de más allá, como un ángel ciego. De pronto, algo lo atrajo sin que pudiera resistir.

Una redonda esfera de polvo aguardaba ser vista por el ángel y entonces el ángel sintió piedad y fue hacia ella. Era el más muerto de todos los planetas, porque probablemente era el único entre todos que había visto y oído, el único que había contemplado a los demás y les había dado un nombre, un peso, una dimensión, un sitio, el más sabio y triste de todos los planetas. El ángel del tiempo miró con pena profunda a esta culpable esfera, cuya muerte parecía ser la más amarga de todas. En otro tiempo estuvo poblada por unos animales impiadosos y ciegos, que hablaban y lloraban, reproduciéndose tercamente, con una esperanza llena de furia. De todos los cadáveres del universo ése era el más necesitado de compasión, a causa de sus culpas, y entonces el ángel extendió el índice para escribir sobre aquella superficie muerta una palabra, la primer palabra sagrada que lo reviviese. La yema del índice roturó el polvo de ese planeta, llamado Tierra por sus antiguos habitantes, y con la palabra sagrada, bajo el inocente dedo del ángel, brotaron aquellos nombres increíbles: Roma, Jerusalén, Constantinopla, Singapur, aquellos nombres que no decían nada pero que, resucitados del polvo, estaban dispuestos otra vez a vivir y a poblarse de sus enloquecidos animales.

De todos modos un gesto estúpido. Alicia lo comprendía con rabia, los dientes apretados, mirando furiosa al maestro Mendizábal. —Es un simple anhelo de inmortalidad —había dicho éste con un irritante tono didáctico—, el mismo anhelo de inmortalidad en que incurre la subconsciencia de los criminales al dejar, en el propio sitio del delito, el indicio que los condena —Alicia sintió unos vivos deseos de matarlo.

El maestro Mendizábal, sin embargo, se advertía muy confundido, triste. —Huye por la ventana —ordenó al muchacho—; anda, no hay tiempo que perder —en voz queda, con una gran congoja. Pero después esa voz se hizo muy extraña, muy parecida quizá a la de un condenado a muerte, con aquella opacidad de tambor, para ser escuchada más bien con el tacto, un poco con el vientre.

Alicia sintió una especie de cólera sencilla y sin fuerzas al ver cómo Andrés huía por la ventana con una expresión absurda en el rostro, del mismo modo que si intentara reír, pero en una forma más lamentable.

Así que Mendizábal trataba de hacerse cómplice de ellos, pensó; el monstruo se proponía mantenerlos sujetos entre sus manos por los siglos de los siglos. Experimentó una repugnancia activa, violenta, un odio negro. Con toda el alma sintió el deseo, religioso y profundo, de que si Mendizábal tenía una hija, ésta terminara de ramera, vendiéndose en la calle como la puta más infeliz, como la más desgraciada e infeliz de las putas. —Ha sido una imprudencia —dijo Mendizábal con algo que más bien parecía una fatiga indecible—, una verdadera imprudencia —Alicia se sentía desfallecer de ira.

Naturalmente era una imprudencia. Si Mendizábal quería saberlo —pensó con extraordinaria rapidez—, ella hubiera preferido aquel cuarto de alquiler, ¿no lo sabía?, aquellos muebles mal pintados, aquel cuarto con sus muebles húmedos y roñosos, con todo eso, su olor a la loción barata, la horrible bacinica en el interior del buró, el piso amarillo congo, y la dueña gorda y equívoca, que le hacía guiños de inteligencia cada vez. Sí, si Mendizábal deseaba saberlo, aquel cuarto había existido en otros tiempos, algunos meses antes y no era una imprudencia. Alicia llegaba cubierta con una gabardina de Andrés, para ocultar su uniforme de tonta colegiala, y ni siquiera faltó la mueca cómplice y procaz de la dueña cuando supo desde el primer día que aquello le sucedía a Alicia por vez primera. Después Alicia no quiso volver más, justamente a causa de la mujer, y ahora debían entrevistarse en ese cosmos absurdo, sepultándose en medio del polvo. Hubiera querido gritárselo a voz en cuello. Gritárselo.

—Una verdadera imprudencia —repitió Mendizábal. Alicia se había sentido helada de asombro. Mendizábal no hablaba de aquello, de lo que contemplara ahí, sobre los mapamundis, de los dos cuerpos entrelazados de Alicia y Andrés. No, no hablaba de eso. Su negro antebrazo de casimir borraba, tan sólo, la frase escrita sobre la superficie terrestre, «Amor, Andrés», eso tan sólo. El anhelo de inmortalidad de los criminales. Si aquellas palabras eran descubiertas, ambos, Andrés y Alicia, serían expulsados del Instituto, dijo con aire vago.

—Ahora vayámonos de aquí; usted saldrá primero —una imprudencia del ángel del tiempo, del inspector de las ruinas siderales que intentó revivir, con la palabra sagrada, un mundo muerto para siempre.

Pero antes de que Alicia diera un paso, ambos quedaron inmóviles de terror. Alguien subía por las escaleras, hacia el desván. El rostro de Mendizábal había palidecido hasta lo sobrenatural. —Grite usted —exclamó con una inspiración súbita a tiempo que le desgarraba el uniforme de un tirón—, ¡grite por el amor de Dios, yo me haré responsable de lo ocurrido!

A partir de ese instante la voz comenzó a salirle muy rara, desde muy lejos y muy adentro, del mismo modo como ocurre con ciertos agonizantes, con ciertos cadáveres antes de morir, cuando todavía conservan vivas algunas partes superiores del cuerpo, la cabeza, los ojos, y la voz ya viene, desesperada y colérica, de abajo, de las partes muertas, con una desesperanzada cólera del otro mundo.

El empleado que acudió a los gritos de Alicia tuvo una mirada quieta, horrorosamente con los ojos sin movimiento, iguales a los de un saurio, fijos hasta el vértigo sobre el maestro Mendizábal, atravesados por una aguja amarilla como en la mariposa de un coleccionista. Con exactitud, voces que salían de abajo, de la parte inferior del tórax. Aunque el empleado no era una cosa blanda y lejana, como después fue todo lo demás. No era eso, ni probablemente nada, pues lo blando y lejano de los acontecimientos radicaba en la naturaleza de las voces y él no articuló un sonido, ni siquiera el más leve rumor, las mandíbulas juntas, idénticas a una llave de tuercas. Su primer impulso sin duda fue golpear al maestro Mendizábal. Sin duda eso fue.

Alicia trató de sentirse inaparente, subterránea. La extraña impresión de que las voces salían desde el fondo del estómago y ella era un instrumento auricular, una placa vibrátil a través de cuya desconocida materia se alteraba el tono de las escalas, no precisamente salido del ser humano, sino de algún pedazo de madera, un tono grave, bajo, desde las profundidades de una catedral vacía.

En aquellos instantes la enervó el instinto involuntario de sustraerse, de no ser, de no estar ahí en medio de aquellas esferas y aquellos mapamundis aterradores. —Vayamos a la oficina del rector —creyó escuchar al maestro Mendizábal, blanco como un muerto, la voz desde lo profundo de una tumba.

El empleado aún tenía la piel pálida hasta las náuseas, cuando el maestro Mendizábal descendió los escalones con cierta solemnidad heroica, con cierta altivez de ajusticiado. Luego, ya en la oficina de la rectoría, dijo algunas palabras ininteligibles, mientras señalaba al maestro trémulamente, con una mano que no era suya, que no podía ser suya. Mucho más que palabras, en rigor una especie de signos que se comprendían de golpe, unos signos que podían comprender incluso los habitantes de cualquier otro planeta. Estaba segura que el empleado no habló, era imposible.

Algo se produjo en los rostros, entonces, un lenguaje de facciones preciso y terrible, en el rector y el secretario, dirigido hacia el criminal.

—Reconozco mi falta —musitó Mendizábal—, y acepto de antemano el castigo que se me aplique —algo sonreía con infinita indulgencia y tristeza en sus ojos, y entonces el rector le volvió la espalda con un desdén trémulo y enfermizo.

—Se le llamará al Consejo del Instituto, puede retirarse —exclamó. Se hizo un silencio enmarañado y confuso en tanto Mendizábal se retiraba arrastrando los pies sumamente vencido y ausente.

—Monstruo —había exclamado su padre después, cuando fue llamado al Instituto. Lo dijo en un tono sencillo y afligido, igual que si elevase una oración—: Es un monstruo —con un tubo no propiamente acústico, sino para que nada se escuchase. Estaba ahí, en la mitad de la oficina, con unos surcos de ceniza endurecida en el rostro, unos cauces como labrados con instrumentos de la Edad de Piedra. Parecía sonreír con la mitad de los labios, de un solo lado, muy cómicamente, casi en virtud de un tirón hemipléjico, mientras una de sus mejillas temblaba. Una sola.

—Quizá no haya sucedido lo irreparable —volvió a decir el rector con una especie de fúnebre urbanidad, llena de fatiga.

Pero ése no era su padre, especialmente una cosa como su padre, sentado en la mecedorcita de la alcoba, el rostro entre las manos, con una mancha negra de luz en la punta charolada del zapato. ¡Se balanceaba, Cristo santo! No una cosa especialmente como su padre, de ningún modo, prisionero de los fórceps, balanceándose. Era la misma luz que momentos antes había huido, desde la almohada hasta el pie de la mecedorcita, al correr su padre la cortina, y ahora subía y bajaba, una vez en la punta del zapato y otra sobre la alfombra verde nilo, primero, ahí, negra, y luego acá amarillenta como las mordeduras en una manzana que se guardó largamente en el pupitre. De ningún modo su padre que se balanceaba como un niño horrible y grande.

Y luego la enfermera. Los ojos concupiscentes de la enfermera, plácida y untuosa, mirando con enternecida languidez los objetos infantiles de la habitación, pero también con algo secreto, como si lo supiera todo y a la vez disimulara lo contrario.

En cierto modo una versión disfrazada, sutilmente equívoca, de aquella otra mujer, la patrona del cuarto que Andrés alquilaba para las entrevistas de ambos. ¡Por su maldita culpa, Dios mío! Por culpa de aquella maldita mujer.

Andrés salía primero y luego Alicia lo seguía una hora más tarde. Era un cuarto horrible, con las paredes empapeladas y una figura corpórea de la Inmaculada Concepción en la cabecera de la cama, igual que una muerta, la nariz transparente, rosada, como en el tío Reynaldo. Consistía en un busto de tamaño natural, inclinado sobre la cama, para velar por el sueño de quien ahí durmiese, y eso daba la impresión, entonces, de que el resto de su cuerpo estaría cruelmente empotrado, aprisionado en el muro, torturándose a sí mismo con un misterioso placer alucinante, que denunciaban las dulces facciones, la mirada angélica, las mejillas como una pálida manzana.

Sin embargo, aquél era el cuarto verdadero de Alicia, al que sí pertenecía del todo, inalienablemente. Su cuarto. Un papel tapiz decolorado por el sol, enfermizo, cuyo dibujo consistía en unas franjas que debieron ser violeta, verticales, punteadas de moscas; el lavamanos, cuyo soporte de hierro lo hacía aparecer como un arácnido; el cielo raso pintado con arabescos dorados. Y la bacinica. Sí, la bacinica, aquel pequeño y redondo vientre sucio.

La mujer se introdujo en el cuarto después de unos minutos, cuando Andrés se había marchado, aquella mañana de la tercera entrevista. Igual que la enfermera, la misma mirada inaparente, lúbrica y luctuosa a la vez. Dueña del secreto, dulce. La Inmaculada Concepción.

—Él no lo sabrá, tu muchacho ése no lo sabrá. Tú podrás quedarte aquí, después de que él se vaya. Entonces vendrá uno que otro amigo mío. Decente, por supuesto.

Dijo que sí, para poder escaparse sin riesgos, y aquel cuarto se perdió para siempre. Culpa de la maldita mujer. Y luego todo esto, luego esa alcoba de niña.

Volvió a mirar los pies de su padre sobre la pequeña mecedora. La mancha de luz negra se inmovilizó de pronto, junto con el pie que se balanceaba, y todos giraron el rostro hacia un punto invisible. Alicia lanzó un aullido largo, un grito furioso, lleno de angustia. Allí estaba la tía Enedina.

La tía Ene le acarició la frente con una indecible ternura. —¡Pobrecilla mía! —exclamó en voz alta. En su rostro se retrataba el más profundo dolor. Alicia recordó a aquel tristísimo caballero, cuando la muerte del tío Reynaldo, que inclinado sobre el féretro parecía rezar, pero que a cambio de eso no hacía otra cosa que injuriar al muerto. Se estremeció.

Grandes lágrimas rodaban por las mejillas de la tía Ene, al grado de que todos se sintieron transidos de la más amarga pena. El padre, vuelto de espaldas hacia un rincón, la mirada fija, sin comprender, sobre el friso de conejos que corrían unos tras otros en una forma que le pareció obsesionante, se mordía los labios tratando de contenar a duras penas los sollozos. La enfermera rompió a llorar con un hipo comedido y lleno de agradecimiento.

Por su parte, el rector, después de mirar hacia el padre, se puso en pie para reunírsele. Sin saber qué hacer o decir, puso la palma de la mano sobre el hombro de su amigo y lanzó un hondo suspiro. Pero, gracias a quién sabe qué diabólico mecanismo, ese suspiro, nuevamente, volvió a resultarle de satisfacción, lo que le hizo finalmente encogerse de hombros con un aire desesperado.

La tía Ene se inclinó sobre Alicia y su voz, apenas audible, se hizo suave, dulce, arrulladora.

—Llora, hija mía, descarga tu alma: a mí no me engañas. ¡Llora, pequeña puta desvergonzada, llora, que yo no te traicionaré!

Alicia sonrió con cierta alegría casi involuntaria. Sobre toda la superficie de la tierra, la única persona capaz de descubrir con una sola mirada su secreto era la tía Ene, la tía Enedina, la viuda legítima, quien había pronunciado por fin a su oído la palabra justa, una de las cuantas palabras sagradas que tiene el lenguaje humano para expresarse.