Capítulo 9
JOELLE apenas podía respirar.
No quería sentir aquello. Aquel hombre destruía su capacidad de razonar, de controlarse.
—Sólo estuvimos juntos una noche —murmuró.
—Si eso era todo lo que querías, no deberías haberme entregado tu virginidad —Leo volvió a inclinarse para besarla, pero en aquella ocasión lo hizo en los labios.
Y no fue un beso precisamente delicado.
Para cuando se apartó, Joelle sentía que la cabeza le daba vueltas.
Cuando Leo la soltó, fue incapaz de moverse.
—La inocencia es algo muy valioso.
—No soy tan inocente...
—Sabes mucho menos de lo que crees —dijo Leo antes de volver a besarla.
Sus lenguas se encontraron y Joelle se sintió como si estuvieran haciendo estallar fuegos artificiales en su interior. Cuando Leo le acarició un pecho con su mano mojada temió derretirse, y cuando deslizó las manos entre sus muslos y entreabrió delicadamente los labios de su sexo temió enloquecer.
—Leo...
—¿Sí, Josie?
—Me estás volviendo loca.
—Entonces ya sabes cómo me siento —acarició un pecho de Joelle antes de apartarla. Luego se volvió para tomar una toalla—. Y ahora es hora de vestirse, bambina. Vamos a salir a cenar y no podemos llegar tarde.
Joelle salió del baño, tomó la toalla y se cubrió con ella rápidamente.
—¿Vamos a salir?
—Sí.
—¿A un lugar público?
—Esa es la idea.
—¿Y adónde vamos a ir?
—Tenemos reserva en Henri's.
Henri's era el mejor restaurante de Mejia. Estaba en una zona escarpada y un tanto inaccesible, pero nadie protestaba cuando llegaba y disfrutaba de las impresionantes vistas que ofrecía el lugar. Solía decirse que no se podía cenar en Henri's sin ver media docena de los rostros más famosos del mundo.
Joelle miró a Leo, perpleja. Las pocas ocasiones en que había comido en Henri's había sido con su familia, pero acudir allí con alguien como Leo...
—¿Por qué? —preguntó.
—Eres mi prometida —al ver que no decía nada, Leo tomó a Joelle por la barbilla y la besó en la comisura de los labios—. Ya has comido antes en público conmigo.
—Sí, pero recuerdo muy bien cómo fueron las cosas. Las bebidas, la cena...
—¿Y el postre?
—Por supuesto.
Leo volvió a besarla y Joelle sintió que su deseo aumentaba.
—Voy a vestirme —murmuró.
—Buena idea.
Cuando entró en el vestidor, Joelle comprobó que gran parte del vestuario que sus hermanas y ella tenían en la villa de Mejia había sido trasladado allí. Eligió un corto vestido rojo bordado con cuentas que Nic solía ponerse alegando que cuando lo usaba normalmente siempre conseguía lo que quería.
Una vez vestida y maquillada, salió a la sala de estar.
—¿Lista? —pregunto Leo mientras dejaba a un lado el periódico que estaba leyendo.
—Sí.
—Bien —Leo se levantó—. Tengo algo para ti que te sentará muy bien con ese vestido —tomó una cajita que había en la mesa a su lado, alzó la tapa y se lo enseñó a Joelle.
Una pulsera. Una pulsera ancha. De plata.
—Qué bonita —dijo Joelle, desconcertada.
Leo se la puso en torno a la muñeca. Luego le dio un ligero apretón y la pulsera se encogió misteriosamente.
Joelle la alzó para mirarla.
—Gracias —murmuró.
—De nada. Ha sido una suerte que tu cuñado la llevara consigo.
—¿Malik o Demetrius?
—Demetrius, por supuesto. Es él quien está especializado en vigilancia y seguridad.
Joelle sintió un escalofrío y miró de nuevo la pulsera.
—¿Qué es esto?
—Un artilugio para rastrear a quien lo lleva.
—Una especie de esposas.
—Es lo que se pone a los criminales de guante blanco cuando están bajo arresto domiciliario.
—Unas esposas —repitió Joelle. Aquel hombre estaba completamente loco. Y lo peor era que estaba comprometida con él. O eso al menos creía su familia.
—Sabes que no son unas esposas. No estás encadenada.
—No, pero sabrás dónde estoy cada vez que quieras.
Leo tuvo el valor de sonreír.
—Sí.
La serenidad de su sonrisa hizo que Joelle sintiera ganas de gritar.
—Quiero que me lo quites.
—No.
—Ahora mismo.
—No.
Joelle tiró de la pulsera con todas sus fuerzas, pero fue en vano.
—No puedes hacer esto, Leo.
—Ya lo he hecho.
—¡Quítamela! Me está haciendo daño.
—No es cierto. Eres tú la que se está haciendo daño. Relájate.
—¿Cómo voy a relajarme con esto en la muñeca?
—Es sólo una banda de titanio. La gente pensará que es una pulsera. Tú lo has pensado.
Joelle estaba tan conmocionada, que sintió náuseas.
—¿De verdad crees que vas a resolver algo con esto?
—No volverás a escaparte.
—Nunca me he escapado.
—Te he encontrado esta mañana en el embarcadero de Mejia y se suponía que tenías que estar haciéndote unas fotos conmigo en Melio.
—Sólo eran unas fotos...
—Que significaban mucho para tu abuelo.
—Jamás te perdonará cuando descubra lo que has hecho conmigo.
—Tu abuelo me ha sugerido que aproveche a fondo estas dos semanas contigo.
Joelle no pudo ocultar su incredulidad.
—No.
—De hecho, ha sentido un gran alivio al saber que estás aquí, a salvo y conmigo. Me ha confesado que ya no sabe qué hacer contigo. Puede que yo tenga más éxito que él —Leo dio un paso atrás para inspeccionar de nuevo a Joelle—. De hecho, la pulsera no te queda mal.
—¿No me queda mal? —repitió Joelle—. ¡Pero si es un maldito localizador!
—Pero nadie sabrá para qué es. A menos que se lo digas —Leo miró su reloj—. Y ahora será mejor que nos vayamos. No quiero perder nuestras reservas.
¿Y eso era todo?, pensó Joelle mientras miraba con asombro la espalda de Leo alejándose.
—No pienso ir —dijo, tensa, a la vez que buscaba con su mano la cremallera del vestido—. Puedes ir tú si quieres, pero yo me quedo.
—Nos vamos ahora —Leo ni siquiera se molestó en volverse.
—Puedes irte cuando quieras —Joelle bajó la cremallera del vestido, se lo quitó y luego se quitó los zapatos, consciente de que, antes o después, él se volvería.
¿Por qué no había podido resistirlo hacía un rato? ¿Por qué la afectaba tanto que la tocara?
Porque lo amaba demasiado, por eso.
Leo se volvió lentamente. Su expresión se endureció al verla.
—No estoy de humor para esto, querida.
—Ni yo —los ojos de Joelle se llenaron de lágrimas a causa de la vergüenza. ¿Cómo podía esperar alguien que se casara con un hombre tan arrogante y machista, un hombre capaz de ponerle grilletes?
Agitó la muñeca, irritada. Leo había sido capaz de ponerle aquel artilugio para tenerla localizada de continuo.
—Tu vestido.
Joelle no se movió.
—¿También vas a obligarme a vestirme, Leo? ¿Así es como imaginas una relación?
—No. No es mi idea de lo que debe ser una relación. Creía que era la tuya. No has hecho más que pelear conmigo...
—Porque desprecias todo lo que quiero, todo lo que necesito...
—Necesitas un marido. Me querías a mí.
—Necesitaba un marido, y te quería, pero antes de descubrir que eras mi prometido y que el único motivo por el que fuiste a Nueva Orleans fue porque dudabas de mi integridad.
—Estaba preocupado por ti.
—Y en lugar de decirme quién eras...
—Te dije quién era y lo hice con bastante claridad. Pero tú no me reconociste. Y no te encontré precisamente en un exclusivo conservatorio, sino en un club de mala muerte, contoneándote ante un montón de hombres babeantes —Leo miró su reloj con gesto impaciente—. ¿Podemos irnos ahora?
Joelle sabía que las cosas podían complicarse mucho si se enfrentaba abiertamente a Leo.
—Iré, pero quiero que la pulsera desaparezca de mi vista en cuanto regresemos a casa. ¿Está claro?
El viaje a Henri's en la limusina fue muy tenso. Joelle permaneció todo lo apartada que pudo de Leo en el asiento. Aquel hombre era una bestia. Un monstruo. Un diablo.
¿Cómo podía haber aceptado alguna vez casarse con él? ¿Pero cómo iba a haber imaginado que, en lugar de una persona normal perteneciente a la realeza, era un príncipe demente con ideas medievales sobre el matrimonio?
Cuando la limusina se detuvo ante el restaurante, tuvo que hacer acopio de todo su coraje para salir. La cena en Harri's con Leo no iba a ser fácil, y la perspectiva no resultaba especialmente alentadora.
Una vez en el interior, Leo saludó cálidamente al maître.
—Es un placer tenerlo aquí de nuevo, Excelencia —dijo el maître con una inclinación de cabeza—. Y no sé si es una coincidencia o no, pero su madre también está aquí. Está cenando en una sala privada, pero me ha pedido que le diga que espera reunirse con usted más tarde.
La expresión de Leo no se alteró externamente, pero Joelle notó que toda emoción abandonaba sus ojos. Siguió sonriendo, pero su rostro pareció volverse de granito.
Mientras se sentaban, Joelle se preguntó si el maître se habría referido a la princesa Marina, o a Clarissa, la segunda esposa del padre de Leo. A pesar de que nunca se había interesado por los cotilleos de la realeza en Europa, sabía que el divorcio de los padres de Leo había sido muy desagradable.
Cuando el camarero de los vinos se acercó a la mesa, Leo hizo un gesto para que esperara. Estaba lívido. Parecía totalmente desolado.
—¿Leo? —murmuró Joelle al ver que pasaban los minutos sin que dijera nada.
Él se movió en el asiento, incómodo.
—¿Sí?
—No tenemos por qué quedarnos.
Leo miró a Joelle a los ojos con una intensidad que hizo que ella bajara la mirada.
—No voy a permitir que ella nos eche de aquí.
—¿Te refieres a Clarissa?
—No, claro que no —Leo estuvo a punto de reír—. Clarissa es una santa. La que está aquí es Marina, mi madre.
—¿Y eso es malo?
Leo se limitó a mirarla y luego hizo una seña al camarero. Tras encargar las bebidas, se levantó bruscamente.
—Enseguida vuelvo —dijo.
Joelle supo por su expresión adónde iba. Mientras esperaba se preguntó qué habría pasado entre su madre y él.
Leo no tardó. Regresó cuando acababan de llevarles las bebidas. Tras sentarse, tomó un largo trago de su martini.
—Ya está arreglado.
Por su expresión, parecía que acabara de tragarse una caja de clavos.
—¿Qué...?
—No va a reunirse con nosotros. Ha comprendido.
—Pero yo no —susurró Joelle. En su familia había peleas y conflictos, como en todas, pero nada parecido a aquello.
—Más vale que sigas sin saber nada.
—¿Y si quisiera saberlo?
—No te lo contaría.
Leo supo que su respuesta había dolido a Joelle, pero no sabía qué decirle para aliviarla.
Su madre estaba allí. Su madre, la princesa Marina, la princesa más bella, vivaz y desconcertante de la realeza de su tiempo, como la describió en una ocasión una revista. Pero no estaba allí por casualidad. Debía haber sabido que él iba a ir.
Pero la revista había olvidado unos cuantos adjetivos, pensó Leo mientras se esforzaba por controlar su enfado. Podrían haber incluido también las palabras «egoísta», «voraz», «inestable»...
Debería haber sabido que no podía volver a Mejia. Debería haber permanecido en el otro extremo del mundo.
En el reflejo de la ventana más cercana vio que Joelle lo estaba observando. Estaba preocupada. Por él. Y aquello lo dejó anonadado. Observó su rostro, sus ojos, su boca, y vio lo que no había querido ver. Su juventud. Su inexperiencia.
—Eres preciosa —murmuró.
Joelle negó rápidamente con la cabeza y tomó su copa de champán a la vez que sus ojos se llenaban de lágrimas.
¿Qué estaban haciendo?, se preguntó Leo. ¿Qué estaba haciendo él? ¿Cómo iba a lograr algo de aquel modo? Aquél no podía ser precisamente el camino hacia la felicidad.
O tal vez no creía en la felicidad. Tal vez la felicidad no existía.
Él no quería hacerle daño a Joelle, ni a nadie, pero las cosas no eran nunca fáciles y, obviamente, ellos no eran dos personas normales tomando decisiones normales. Ninguno de los dos podía permitirse olvidar sus responsabilidades.
Eran unos seres privilegiados. Y malditos.
La diferencia entre ellos era que él había aceptado su maldición y Joelle no. Ella estaba convencida de que aún podía conseguir algo diferente... algo más.
Pero ese algo más no existía. Él lo sabía muy bien.
Impulsivamente, se inclinó hacia ella y la besó. Oyó que contenía el aliento y sintió cómo se le ablandaban los labios bajo la presión de los suyos. Su cuerpo se endureció al instante. Deseó poder olvidar la cena y regresar a la villa. No quería seguir allí.
—Vamonos de aquí —dijo con aspereza.
En el trayecto de regreso se sentó muy cerca de Joelle. Mientras trataba de ignorar el calor que emanaba de él, Joelle pensó en las miradas que le había dedicado en el restaurante. Nadie la había mirado nunca tan directamente, con tanta concentración.
Trató de no pensar durante el trayecto y él tampoco habló. Pero la quietud de Joelle no se debía precisamente a la calma. Por dentro se sentía desesperada y asustada.
Cuando entraron en la villa, Leo la tomó de la mano y se encaminó con ella directamente hacia las escaleras.
—Vamos a la cama —dijo sin rodeos.