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Comunismo, liberalismo y socialdemocracia (1946-1973)
EL TRIUNFO DE LA REVOLUCIÓN CHINA: EL MARXISMO-MAOÍSMO
La china fue la tercera revolución del siglo XX y en ella el campesinado tuvo un papel clave. La primera habría sido la de México, en 1910, la de Emiliano Zapata y Pancho Villa, entre otros; la segunda, la bolchevique de 1917. Esa tercera revolución, la china, triunfó en 1949, liderada por Mao Tsé-tung, el dirigente comunista que en Occidente acabaremos conociendo mejor como «Mao Zedong» para adaptar la grafía al chino estándar.
China, como gran parte de Asía, había experimentado el colonialismo de los países desarrollados occidentales, pero era depositaria de una milenaria civilización con raíces en el confucionismo, el taoísmo y el budismo, y con una estructura social que permanece inalterable hasta el siglo XIX, en que entra en contacto con las potencias coloniales provocando una conmoción en la sociedad, especialmente en las clases dirigentes. Los emperadores de la dinastía Ching (o Qing), que reinaba desde 1644, gobernaban un inmenso territorio e intentaban cerrar el país a las influencias extranjeras. Pero a partir de 1885 perderán su capacidad para contenerlas y los distintos países coloniales se repartirán diferentes zonas de influencia, compartiéndolas también con Japón. Surge, a mediados del siglo XIX, un creciente movimiento nacionalista en China contrario a la monarquía, que se verá cada vez más asediada por los sectores republicanos cuyo principal líder será Sun Yat-sen, considerado el creador de la China moderna.
El 10 de octubre de 1911 se produce una gran rebelión contra la monarquía autocrática. Tropas imperiales se amotinan contra sus jefes y los rebeldes toman Nankín, y Sun Yat-sen es proclamado presidente provisional de la República, pero renuncia a la presidencia ante el enfrentamiento con uno de los jefes militares, Yuan Shikai. Este no cumple el programa previsto, suspende la Constitución y pretende, con la ayuda japonesa, fundar una nueva dinastía. Una etapa de desconcierto le permite mantenerse precariamente como presidente en todas las regiones. Los gobernadores de las provincias se convierten en señores de la guerra y crean poderes autónomos sin reconocer el Gobierno central, agravándose la situación con la muerte de Yuan Shikai. En esta coyuntura, cuatro grupos políticos fundan un nuevo partido, el Kuomintang (también Guomindang, Partido Nacional Popular), dirigido por Sun Yat-sen. Entre 1917 y 1926 la situación es de permanente caos. Sun Yat-sen busca el apoyo de los triunfantes bolcheviques rusos y se distancia de los países occidentales. Consigue ayuda militar de los soviéticos pero muere en 1925, sucediéndole Jiang Jieshi (también conocido como «Chiang Kai-shek»), que asume el liderazgo del Kuomintang y derrotará a los señores de la guerra estableciendo la unidad del país. Si Sun Yat-sen llegó a pactos con los comunistas formando un frente unido, las cosas cambiaron partir de 1927. La ruptura entre los nacionalistas y los comunistas chinos se hace irreversible y estos tienen que refugiarse en las zonas montañosas y pasar a la clandestinidad. Jiang Jieshi consigue derrotar a las milicias comunistas en una primera fase, rompe la relación con la Unión Soviética y obtiene la ayuda de Estados Unidos.
El Kuomintang no afronta la reforma agraria que reclamaban los campesinos mientras los comunistas insistían de manera frecuente en el reparto de la tierra. La labor del Kuomintang se centró principalmente en establecer acuerdos con las potencias europeas y acabar con los privilegios comerciales que estas tenían en China, que se convierte en una potencia asiática con representación en la Sociedad de Naciones, surgida después de la I Guerra Mundial.
Los japoneses consideraban el territorio de Manchuria como propio e invadieron la zona para evitar que China adquiriera un poder territorial grande. Jiang Jieshi, el líder del Partido Nacionalista, que se ha convertido en un dictador militar, les declara la guerra. De esta manera el Kuomintang tiene que luchar en dos frentes: contra los comunistas y los japoneses.
Para entonces, los comunistas crean un ejército propio y Mao Zedong se convierte en su líder indiscutible. Para él la revolución socialista debía ser protagonizada por el campesinado, alterando los principios del marxismo que hacía del proletariado industrial el principal elemento de la revolución. Entre 1927 y 1934, los comunistas, que están esparcidos en distintos núcleos de China, tienen su base principal en la zona de Jiangxi (también transcrita como Kiangsi), donde se mantuvieron hasta que sus tropas emprendieron la llamada «Larga Marcha» el 16 de octubre de 1934, cuando más de cien mil afiliados y simpatizantes comunistas iniciaron un largo camino desde la base de Jiangxi, sorteando por las montañas y ríos las tierras controladas por los nacionalistas del Kuomintang. Recorrieron más de 12 500 km para llegar al norte, escapar del cerco del ejército de Jiang Jieshi y contactar con otros focos guerrilleros comunistas aislados. Sobrevivieron unos treinta mil después de un año de marcha. Era el inicio del triunfo del comunismo chino y la figura de Mao se convirtió en un icono nacional, comparable a Lenin o Stalin.
Mao había nacido en Hunan en 1893, en una familia de pequeños propietarios. Obtiene el grado de maestro y estuvo empleado en la biblioteca universitaria de Pekín. En contacto con grupos marxistas, en 1921 asiste en Shanghai a la fundación del Partido Comunista de China (PCCh) y escribe sobre cómo adaptar el marxismo a las condiciones de un país con miles de kilómetros y cuya principal actividad productiva era la agrícola. En 1925 entra en el Kuomintang y publica trabajos sobre la situación de los campesinos. Cuando en 1927 Jiang Jieshi persigue a los comunistas, Mao se separa del Kuomintang, reclama la expropiación de las tierras a favor de los campesinos y se enfrenta con la facción del PCCh que piensa que la revolución debe surgir de los centros urbanos. Organiza las milicias armadas del partido y proclama la República Soviética de Jiangxi, a la que Jiang Jieshi trataría de aplastar.
El nuevo gobierno de la República Popular China asumió la difícil y costosa reconstrucción nacional después de la Larga Marcha. Mao se erigió en líder de la nueva República comunista.
Stalin tendrá una posición ambigua respecto de la revolución comunista china. Por una parte, se alegraba de que el comunismo progresara en el mundo, pero desde su defensa de los intereses de la URSS no le motivaba que un país potente como China se convirtiera, como así ocurrió, en otro país comunista que pudiera hacerle la competencia, y por eso su ayuda no fue sustanciosa. En cambio, el Kuomintang si recibiría armas y dinero de Estados Unidos para hacer frente al avance comunista. Mao Zedong intenta llegar a un acuerdo con el Kuomintang, proponiendo un Gobierno de coalición que negocie la rendición del Japón cuando termina la II Guerra Mundial. Pero el pacto no fue posible y se desencadena la guerra civil, en 1946, entre el Ejército Rojo comunista y las tropas comandadas por Jiang Jieshi. Después de la ofensiva de Manchuria y la toma de Yenan por los comunistas, Mao saldrá como triunfador y proclamará la República Popular China el 1 de octubre 1949, mientras Jiang Jieshi se exilia en la isla de Formosa. Comienza, a raíz del triunfo maoísta, una corriente propia del marxismo que tendrá amplia repercusión en Asia, África y también en Europa. El marxismo-maoísmo generará su peculiar interpretación de la revolución socialista y se irá alejando del modelo soviético, compitiendo en todo el mundo por la hegemonía comunista.
LA EVOLUCIÓN DE LAS DEMOCRACIAS POPULARES EN EL ESTE DE EUROPA
Como ya de alguna manera anticipamos en el capítulo anterior, al final de la II Guerra Mundial, el Ejército Rojo soviético ocupó siete Estados de la Europa oriental: Polonia, Checoslovaquia, Hungría, Rumania, Bulgaria, Yugoslavia, Albania, y el este de Alemania. Eran países que, en su mayoría, habían formado parte del Imperio Austro-Húngaro y que se habían constituido en Estados después de la I Guerra Mundial, pero, salvo Alemania y Checoslovaquia, no tenían tradición democrática. Rumanos, húngaros y búlgaros se habían alineado con la Alemania de Hitler, y los soldados soviéticos ocuparon estos territorios como vencedores y establecieron sus propias condiciones políticas. En el caso de Polonia, Checoslovaquia y Yugoslavia que estaban ocupados por las tropas alemanas, existía una resistencia de guerrillas y Gobiernos en el exilio. La URSS aprovechó, en cualquier caso, ambas circunstancias para implantar democracias populares con Gobiernos controlados por los partidos comunistas que fueron aplicando, de manera gradual pero sin pausa, modelos de dominación política, de corte parecido al régimen soviético, al tiempo que se establecía la nacionalización de todas las empresas que habían colaborado con los alemanes, aunque se permitió en los primeros años de posguerra una cierta economía de propiedad privada. Las grandes propiedades agrarias fueron expropiadas y aunque se admitió la legalidad de los partidos que se habían opuesto a los nazis, como liberales, conservadores y socialistas, se potenciaron los partidos comunistas, que en muchos casos contaban con escasos militantes, muchos de los cuales habían sido perseguidos o vivían exiliados en la URSS.
El control de los mecanismos de información, del Ejército o de la Policía fue encargado a comunistas de confianza del PCUS y, de hecho, los partidos comunistas de estos países detentaron totalmente el poder entre 1947-1948 con instituciones políticas similares. Fueron las de la Europa oriental o del este, por tanto, «revoluciones» realizadas desde arriba y con el firme y decisivo apoyo soviético. En principio, se vio al Ejército Rojo como un liberador de la opresión fascista y como el defensor de las diferentes nacionalidades que exaltaron sus sentimientos patrióticos. En general, las medidas políticas y económicas se establecieron con el consenso de todas las fuerzas políticas democráticas entre 1945 y 1947 (reformas agrarias, construcción de nuevas infraestructuras, nacionalización de empresas, etcétera), pero los problemas comenzarían cuando los comunistas absorbieron todo el poder aun a costa de eliminar a aquellos que siendo antifascistas no comulgaban con la dirección que imponía Moscú. Ello se evidenció en los ajustes territoriales que Stalin impulsó arrebatando tierras de Polonia y de otros países centrales, al tiempo que establecía el criterio sobre los litigios territoriales que estos países tenían. Así, casi medio millón de húngaros que habitaban en Eslovaquia fueron obligados a trasladarse a Hungría, al tiempo que los eslovacos residentes allí tuvieron que trasladarse a su país de origen entre 1946 y 1948. En última instancia, la pretensión de la política soviética era asegurarse un control político-militar de sus fronteras a la vez que ampliaba su mercado económico. Solo la Yugoslavia de Josip Broz «Tito» rechazó las condiciones de este control, por lo que fue «excomulgada». Stalin había conseguido entre 1945 y 1948 construir un cordón sanitario político, o un «glacis», como señalan otros utilizando un símil geológico, para proteger sus fronteras entre Centroeuropa y la URSS. Las llamadas «democracias populares socialistas», en contraposición a las democracias burguesas occidentales, ocupaban en 1948, 1 275 000 km2, con una población de más de cien millones de habitantes.
El mundo occidental, con la hegemonía estadounidense, aplicó una política de contención que tendía a evitar al máximo la extensión de las fórmulas soviéticas revolucionarias. Bajo el Gobierno del presidente estadounidense Harry S. Truman, dominaron los partidarios de enfrentarse abiertamente al expansionismo revolucionario, especialmente cuando triunfaba la Revolución China y muchos países todavía colonizados confiaban en contar con el respaldo de la URSS para sus pretensiones de independencia. La creación de la OTAN y el Plan Marshall se encuadran en esta estrategia, aunque algunos políticos de la época consideraban que era una política equivocada puesto que la Unión Soviética no tenía la potencia suficiente para expandir el comunismo y que lo mejor era flexibilizar las posiciones y practicar una cierta convivencia que permitiera la no radicalización de las tesis marxistas-comunistas. En los primeros tiempos después de acabada la II Guerra Mundial, se habló entre los políticos comunistas, principalmente yugoslavos, y ciertos intelectuales occidentales, de un modelo revolucionario distinto al soviético, en el que se producía la colaboración de campesinos, obreros y cierta burguesía industrial y comercial. Ello sería posible si los dirigentes de la URSS entendían tanto que las condiciones históricas habían cambiado después de la II Guerra Mundial como que no era estrictamente necesaria la dictadura del proletariado sino una coalición de distintas fuerzas sociales en repúblicas democráticas, lo que permitiría un entendimiento con Estados Unidos. La lucha de clases todavía existiría pero se iría diluyendo pacíficamente. Pero esta tesis no prosperó y fue la del secretario de Estado del presidente Truman, Foster Dulles, la que se impuso, con una línea dura que fluctuó con los años pero que no desapareció del todo hasta la caída del muro de Berlín en noviembre de 1989, cuando las estructuras políticas de los llamados «países comunistas» comenzaron a desaparecer, sin que ningún analista del mundo lo hubiera previsto.
En septiembre de 1947, se reunieron en Polonia todas las democracias populares en una Conferencia presidida por un hombre de confianza de Stalin, Andrey Alexandrovich Zhdanov, miembro del PCUS pero de origen polaco. En su discurso, Zhdanov afirmó que la guerra había alterado la relación de fuerzas entre socialistas y capitalistas consiguiendo, por un lado, que el socialismo progresara mientras que las potencias imperialistas se habían debilitado, con la única excepción de Estados Unidos, dirigente del mundo capitalista, y, por otro, que pronto se produjera una crisis económica que haría aflorar las contradicciones sociales y políticas. No había vías intermedias, solo dos bandos, uno que representaba la conquista del socialismo frente al que encarnaba el imperialismo decadente que contaba con la colaboración de los partidos socialdemócratas, los socialistas de derechas, a los que había de denunciar ante la clase obrera de sus países. Era necesario, por tanto, protegerse ante la ofensiva que pudieran poner en funcionamiento los países capitalistas para derrotar a la URSS. En este sentido, se constituyó ese mismo año una alianza de los Estados controlados por los comunistas —exceptuando a Albania y la Alemania del Este ocupada por el Ejército Rojo— y de los partidos comunistas francés e italiano, que después de terminada la II Guerra Mundial formaban parte de los Gobiernos de sus países. Este frente anticapitalista se tradujo en la configuración del Kominform, que fundó un órgano de comunicación denominado «Para una Paz Permanente», dando a entender que las potencias capitalistas pretendían una tercera guerra mundial que tendría como objetivo destruir a los países socialistas.
El Plan Marshall financió parte de la reconstrucción de la Alemania Occidental.
Dos hechos contribuirán a la irremisible consolidación de los dos bloques: por una parte, la presión estadounidense para que los comunistas salieran de los Gobiernos de Francia e Italia en 1947, en contra de la mayoría de los socialistas, porque consideraban a los partidos comunistas de la Europa occidental una quinta columna que defendía principalmente los intereses de la URSS; y, por otra parte, las directrices del Kremlin obligando a las democracias populares a rechazar el Plan Marshall para reconstruir Europa.
La crisis yugoslava en un sistema estalinista
La dinámica de las repúblicas populares de la Europa oriental ocasionará una serie de conflictos que irán minando los regímenes comunistas y desembocará en el fracaso de un sistema que se reclamaba heredero del marxismo-leninismo. El primero de ellos se produce viviendo todavía Stalin y está protagonizado por el líder yugoslavo Josip Broz, conocido por «Tito», que había participado en la Guerra Civil española y había dirigido en su país las acciones guerrilleras más relevantes contra los alemanes. Vayamos unos años atrás: Hitler no reconoció el Estado yugoslavo y lo había desmembrado: Italia y Alemania se repartieron Eslovenia, en Croacia se estableció un Estado controlado por los nazis, Montenegro pasó a Italia, y Bulgaria y Hungría se apropiaron de zonas serbias. Los serbios, judíos y gitanos fueron perseguidos y exterminados en un gran número. Tito, de origen croata, consiguió articular un ejército guerrillero capaz de enfrentarse a las tropas alemanas con más de trescientos mil hombres y mujeres a principios de 1941, que llegarán a ser más de setecientos mil a finales de 1944, encuadrados en veinticuatro brigadas. Se constituyó un Gobierno provisional reconocido por Pedro I, el rey exiliado de Yugoslavia. Las tropas rusas solo intervinieron al final de la guerra para liberar Belgrado, pero se retiraron en 1945 después de una gran pérdida de vidas humanas, que se calcula en torno a 1 700 000. Un Frente Popular, con el Partido Comunista como partido más importante, ganó las elecciones y abolió la monarquía.
Churchill y Stalin habían decidido repartirse al 50% el territorio de Yugoslavia, pero Tito, que se adelantó proclamando la República Federal, mantendría una política exterior independiente, en convivencia con los que se denominarían «Países No Alineados». Y ello a pesar de que se declaraba seguidor del marxismo-leninismo y reconocía la trayectoria de la URSS y su papel en la revolución mundial. De hecho, Tito no siguió las consignas económicas soviéticas y aceleró la industrialización del país en contra de las directrices de Stalin, que pretendía que entre las repúblicas socialistas del este europeo se estableciera una división del trabajo y, en el caso de Yugoslavia, su papel sería la producción agrícola. Tito, con el asesoramiento de economistas yugoslavos, no se plegó a las normas económicas del Kremlin, propuso la autogestión en las empresas industriales y agrícolas, y desplazó del poder a los prosoviéticos, recibiendo ayuda occidental dentro de la estrategia de la Guerra Fría para debilitar a la URSS.
Stalin le acusará de traidor a los principios comunistas y de colaboracionista con el imperialismo, e impondrá una disciplina rígida, sin contemplaciones, sobre los dirigentes de las demás repúblicas, que debían aceptar sin ninguna crítica la estrategia que marcara el PCUS en un tiempo en que la economía estaba en bancarrota y las poblaciones sufrían grandes privaciones. Situación que provocó malestar en una gran mayoría de la población y se tradujo en algunas críticas por diversos líderes comunistas que, automáticamente, serían acusados de traidores al comunismo y agentes del imperialismo, lo que comportaba largas condenas de cárcel o fusilamientos después de juicios sin las suficientes garantías procesales. Ser comunista era, fundamentalmente, seguir ciegamente las directrices emanadas de los dirigentes del Kremlin, que imponía de esa manera una soberanía limitada a los países satélites donde el Estado era el principal referente de la sociedad, absorbiendo la economía, la educación y la cultura. Según algunos cálculos, entre 1947 y 1952, fueron depurados un 25% de dirigentes comunistas de las autoproclamadas repúblicas democráticas populares y se declaraba, sin ningún pudor, que estas eran una manera de instalar la dictadura del proletariado.
Y se llega al momento en que, el 28 de junio de 1948, el Comité Ejecutivo del Kominform publica una resolución por la que, a la manera de una condena herética, se expulsa de la organización al PC yugoslavo por considerarlo traidor a los principios comunistas. En 1979, en la VI Cumbre de Países No Alineados, a la que asistieron 138 representantes de distintos Estados, muchos de ellos recién descolonizados, Tito mantuvo su posición de permanecer equidistante de las dos grandes potencias.
Tito, que ocupaba desde 1953 la presidencia del Gobierno, pasó a ocupar de modo vitalicio la jefatura del Estado en 1974 y hasta su muerte. Pero Yugoslavia, en contra de sus planes, no llegará a perdurar como Estado a finales del siglo XX, resultando inútil el Consejo Federal que establecía la Constitución yugoslava. Con el estallido de una nueva guerra de los Balcanes, entre 1992 y 1996, Yugoslavia se dividió en varios países independientes.
En octubre de 1952 se celebró el XIX Congreso del PCUS, reunión del máximo órgano político soviético que no se celebraba desde 1936. Stalin está en su máximo apogeo, con un poder indiscutible y admitiendo toda clase de alabanzas hacia su persona, como la que en agosto de 1936 publicaba el diario oficial Pravda: «Oh gran Stalin, oh jefe de los pueblos/Tú, por quien el hombre viene al mundo/Tú, que haces fructificar la Tierra/Tú, que restauras los siglos […]», o como el folleto firmado por él unos días antes de este Congreso, titulado Los problemas económicos del socialismo en la URSS, difundido por todos los partidos comunistas del mundo, y que fue calificado por los dirigentes de los partidos comunistas de todo el mundo vinculados a la estrategia del PCUS como una aportación genial de la ciencia marxista-leninista, cuando en realidad no decía nada nuevo e incluso contenía un implícito reconocimiento de las tensiones económicas que había provocado la resistencia ante las medidas de colectivización de la agricultura.
Stalin intervino solo en la clausura del Congreso para justificar su política y salvaguardar la seguridad de la URSS. Dio algunas señales de no querer entrar en conflicto y buscar la alianza con el otro gran país comunista, la China de Mao, e instó a los partidos comunistas para que lucharan por la independencia nacional contra las burguesías que habían capitulado ante el imperialismo. Los asistentes se deshicieron en elogios delirantes calificándole de «gran jefe genial», aunque la documentación consultada después de la caída del régimen soviético demuestra las desconfianzas de los dirigentes de la URSS y la actitud despótica y de suspicacia del propio Stalin hacia sus principales colaboradores. Veía conspiraciones por todas partes. Se cuenta la anécdota de un destacado militante de la época, Gregory Bulganin, quien le dijo a quien sería años después sucesor del dictador soviético, Nikita Kruschev, que cuando te invitaba Stalin no sabías si ibas a dormir en tu casa o en la cárcel. Mientras, en el mundo occidental, se agudizaba el anticomunismo que veía en el comunismo un peligro que pretendía eliminar las sociedades dotadas de libertades de mercado, asociación y opinión.
El 6 de marzo de 1953, el Comité Central del PCUS anunciaba que el camarada Stalin había muerto el día anterior, sin aclarar suficientemente las causas del fallecimiento, aunque todo indicaba un ataque cerebral, según testimonios posteriores de sus médicos, aunque desde Occidente se especuló con el envenenamiento. La conmoción nacional se extendió por toda la URSS, especialmente en Rusia, y la gente se amontonaba para ver el cadáver del «padrecito», produciéndose, incluso, atropellos que ocasionaron la muerte de algunas de las miles de personas que ocuparon los alrededores del Kremlin. Stalin había gobernado durante veintinueve años (desde 1922 hasta ese año de 1953), consiguiendo un poder absoluto como presidente del Gobierno, secretario del partido y ministro de Defensa. Comenzaba con su desaparición una nueva época.
Después de la muerte de Stalin hubo una crítica a su forma de gobernar y una condena de sus métodos, pero la relación de la URSS con las repúblicas populares no cambió sustancialmente hasta la llamada «perestroika», durante la penúltima década del siglo XX.
El intento de deshielo en la política internacional y el mantenimiento del control de las repúblicas populares
En un principio, con el fin de establecer la sucesión de Stalin, se constituyó en la URSS un modelo colegiado formado por el todopoderoso Laurent Beria, jefe de la Policía y ministro de Interior; Georgi Naxinmilianovich Malenkov, que fue nombrado jefe del Gobierno, Viachesla Mijailovich Scriabin, conocido como «Molotov»; y una nueva figura desconocida en el mundo occidental, Nikita Kruschev, nacido en 1894, y de origen ucraniano, que se había distinguido por su eficacia en la resistencia contra el Ejército nazi invasor y al que se le atribuyó la secretaría general del PCUS, al destacarse su carácter de persona discreta. Comenzó, entonces, la lucha entre los estalinistas y los reformistas, que proponían una amnistía, una suavización de las condiciones laborales. Disminuyó la política antisemita de los últimos años de Stalin y se produjo la supresión de distintos campos de trabajo en que estaban confinados los presos considerados políticos, los «Gulags» que describiera el escritor Alexander Soljenitsin en Un día en la vida de Iván Denisovich, que fue publicada en el mismo año de la denuncia del estalinismo en el XX Congreso del PCUS: una obra muy criticada y repudiada por los dirigentes soviéticos, de tal modo que el autor no pudo publicar en su país su segunda novela, la cual acabaría siendo distribuida en Occidente: El primer círculo. Los límites a la libertad de creación siguieron vigentes y una censura estricta predominó sobre muchos escritores, como se puso de manifiesto con el escritor Boris Pasternak, autor de Doctor Zhivago, quien tuvo que renunciar al Premio Nobel de Literatura de 1958 por orden de las autoridades de la URSS y fue acusado por la prensa soviética de traidor a la patria, aunque no fue detenido ni se exilió, algo que no sucedió con otros escritores menos conocidos que sí fueron represaliados. En la época de Stalin hubieran sido ejecutados, pero después de su muerte padecieron algún tiempo de cárcel y no pudieron ejercer su oficio de narradores o ensayistas. Algo parecido les ocurrió a muchos pintores, escultores o directores de cine en los años sesenta del siglo XX. Sin embargo, algunos escritores fueron rehabilitados, como Isaac Babel, e incluso algunas obras de Kafka e Ionesco acabaron por ser traducidas al ruso. De una manera tímida, la literatura y las artes rusas, así como las de los países satélites, abandonaron el monolitismo y mantuvieron un equilibrio entre la censura y la tolerancia, si bien siempre vigiladas por el aparato del partido.
En el orden internacional, en 1953 se alcanzó un armisticio en Corea que dejó dividido el país en dos Estados, como Alemania, donde se produjeron manifestaciones contra la política comunista en la zona de Berlín y en otras ciudades del este que provocaron la intervención de los tanques rusos. Todo ello produjo la caída de Beria, acusado de establecer el control policial sobre las demás instituciones. Sería ejecutado, con otros colaboradores, el 25 de diciembre de 1953. En 1955 Malenkov dimitía de su cargo de ministro de Exteriores alegando que no tenía experiencia política, y entonces Molotov, uno de los más destacados estalinistas, con el apoyo del Ejército, se encargó de la política internacional, mientras Kruschev fortalecía su posición como secretario del PCUS.
En mayo de 1955 nacería el Pacto de Varsovia, como un tratado de amistad, cooperación y asistencia mutua. Fue más, como algunos autores han señalado, una comunidad militar ideológica que una cooperación de países con intereses comunes. Aun así, comenzó en 1956 una etapa de distensión con la Conferencia de Ginebra de los grandes líderes de las potencias que habían ganado la II Guerra Mundial. La URSS trató de entenderse con la Alemania Occidental dirigida por el democristiano Conrad Adenauer, devolviendo prisioneros alemanes todavía encarcelados en la URSS. Sin embargo, el deshielo tendrá un alcance limitado.
El duro control sobre las repúblicas populares y la represión ante movimientos de resistencia no cejaron. En Polonia, en 1948, viviendo aún Stalin, hubo diversos enfrentamientos entre obreros y la Policía, y el líder soviético había adoptado una política sin paliativos, haciendo dimitir al jefe de Gobierno polaco, Wladislaw Gomulka. En su lugar colocó provisionalmente al mariscal Konstantinovich Rokossovsky, polaco nacionalizado ruso, que estableció campos de trabajo para los disidentes y persiguió a la Iglesia católica, convirtiendo al cardenal Stefan Wyszynski en símbolo de la resistencia, y después ocupó el poder el nuevo jefe del Partido Comunista polaco, Boleslaw Bierut, quien moriría mientras asistía al XX Congreso del PCUS en febrero de 1956. Ante las revueltas populares de Poznan en julio de 1956 Gomulka volvió a ser nombrado jefe de Gobierno. Fueron igualmente reprimidos distintos intentos de articular una política nacional propia en Hungría en 1956, donde se enfrentaron estalinistas y reformistas. El cardenal József Mindszenty tuvo que refugiarse en la embajada estadounidense y más de un millón de húngaros huyeron a través de la frontera de Austria hasta que las tropas de la URSS restablecieron el control y se hizo cargo del poder el ortodoxo Janos Kadar. Todo ello provocaría la desafectación de muchos intelectuales occidentales del régimen soviético. En Checoslovaquia el proceso contra el secretario general del Partido Comunista Checoslovaco en 1952, todavía vivo Stalin, fue Rudolf Slansky, veterano comunista y judío, acusado de agente peligroso del imperialismo occidental y ejecutado con la intervención de la KGB, y el terror alcanzó su máximo apogeo. Se interpretó su eliminación como un gesto antisionista, como ocurrió en otros procesos. De los judíos se desconfiaba en los partidos comunistas. Otros, como el escritor Arthur London, sufrieron torturas para conseguir su confesión y fueron condenados a cadena perpetua, aunque este fue rehabilitado en 1956, fallecido ya Stalin. El cineasta Costa Gravas se basó en los testimonios de London para realizar el film La Confesión, protagonizada por Ives Montand en 1970.
Nikita Kruschev, que se había distinguido por su eficacia en la resistencia contra el Ejército nazi, fue el máximo dirigente de la URSS entre 1953 y 1964.
Años más tarde, en 1968, ocurrió otra disputa entre la URSS y Checoslovaquia, con el Gobierno del reformista Alexander Dubcek, que había desplazado a los ortodoxos comunistas del poder en el partido y en el Gobierno: las tropas del pacto de Varsovia, que eran principalmente rusas, acabaron con el experimento de liberalización invadiendo el país y reprimiendo las manifestaciones de estudiantes. Fue el fin de lo que se denominó «la primavera de Praga».
Pero volvamos a la URSS. En el XX Congreso del PCUS, celebrado en Moscú el 24 de febrero de 1956, Stalin pasó de ser «el genio más grande de la humanidad» a ser considerado responsable de muchas atrocidades. Kruschev, que ya se había deshecho del estalinista Malenkov, venía pensando desde 1955 en desenmascarar lo que había supuesto la etapa de Stalin, porque creía que era el único medio para iniciar un cierto camino de reformas moderadas dentro del orden soviético. Constituyó una comisión secreta de investigación sobre las actuaciones del sucesor de Lenin, presidida por el historiador Pyotr Pospelov, que había sido uno de los biógrafos aduladores de Stalin. El documento elaborado afirmaba que existía una diferencia entre la modestia de Lenin y la egolatría de Stalin y señalaba la brutalidad de este contra personas que no habían cometido ningún delito y habían sido fieles comunistas cuyas confesiones resultaron obtenidas por la tortura. Incluso Kruschev, en su discurso ante el XX Congreso, acusa a Stalin de no atender las informaciones de la probable invasión de la Alemania nazi y de genocida de algunas nacionalidades, desmitificando su fama de «capitán más grande de la historia». Sin embargo, en la rehabilitación de muchos ajusticiados o encarcelados, Kruschev no llegó muy lejos y no incluyó a los trotskistas. Se cuenta la anécdota de que mientras pronunciaba su discurso en el XX Congreso le entregaron un papel anónimo de algún congresista que le preguntaba: «¿Y tú qué hacías mientras ocurrían estos hechos?». Kruschev interrumpió su intervención y preguntó quién lo había escrito. Se produjo un tenso y absoluto silencio y contestó: «Hice como todos vosotros, conservar la vida».
En el mundo comunista estas denuncias produjeron una gran convulsión, especialmente porque la crítica se centró en la figura de Stalin sin extenderla a las instituciones que le ayudaron en sus planes. Se prohibió difundir al mundo occidental el discurso de Kruschev por considerar que era proporcionar argumentos al capitalismo. A la postre, la actuación de un personaje no debía empañar la lucha por el socialismo. Los servicios secretos occidentales desconocían los planes de Kruschev y su plan de desestalinización, salvo los de Israel. Comenzaba, de todas formas, una nueva época, con una cierta distensión mundial, sin que los dos grandes bloques bajaran la guardia. Se mantuvo la guerra soterrada de espías y de influencias sobre los nuevos países descolonizados de Asia y África, sobre los movimientos revolucionarios guerrilleros de Sudamérica, o el apoyo a sectores cristianos que propiciaban un diálogo con el marxismo, y el deseo de reconciliarse con la Yugoslavia de Tito, pero manteniendo la soberanía limitada sobre los países del este de Europa.
La propaganda comunista siguió defendiendo a la URSS y aprovechaba cualquier conflicto para desacreditar a Estados Unidos y a los países occidentales, aunque se admitió la táctica del PC italiano, defendida por su líder Palmiro Togliatti, de alcanzar el poder por métodos democráticos y la vía libre para que el PCE cambiara su estrategia política proponiendo la «reconciliación nacional» defendida por Santiago Carrillo y el abandono de la lucha guerrillera de los llamados «maquis» contra el dictador Francisco Franco. Se trataba de combinar la coexistencia pacífica con la agitación social y política en cada uno de los bloques, utilizando todo tipo de propaganda a favor y en contra del otro bando, como ocurrió con la pugna por la conquista del espacio, la exaltación de los que viajaban más allá de la atmósfera —se nombró héroe de la URSS al astronauta Yuri Gagarin—, y de igual modo la rivalidad se extendió a las armas nucleares. Eso mismo ocurriría en la guerra del Vietnam, que transcurrió entre 1964 y 1975, donde los norteamericanos no lograron evitar la división del país entre un régimen comunista, la República Democrática del Vietnam dirigida por Ho Chi Minh con capital en Hanoi, y otro prooccidental con capital en Saigón, después de que los colonizadores franceses abandonaron la zona. Y también, anteriormente, en 1961, con la construcción del muro de Berlín, en una ciudad dividida en una parte occidental y otra prosoviética a donde solo se podía acceder por avión, para impedir el paso de los alemanes del Este a la República Federal Alemana que los países democráticos ganadores de la II Guerra Mundial habían contribuido a crear en la parte controlada por británicos, estadounidenses y franceses.
Estados Unidos, por su parte, acentuó la rivalidad que estalló entre soviéticos y chinos a partir de 1957, y quince años después el propio presidente estadounidense Richard Nixon se entrevistaría con Mao. Hubo escisiones en los partidos comunistas de todo el mundo, pero principalmente en Italia, España y Argentina, porque algunos militantes optaron por el marxismo-maoísmo que alcanzó su paroxismo en la denominada «Revolución Cultural», que significó una radicalización con respecto a los valores occidentales e incluso soviéticos, después de un periodo aperturista, entre 1956 y 1958, denominado «campaña de las cien flores».
En lo que respecta a China, El libro rojo de Mao se convirtió en un catecismo para millones de seguidores, y se llegó incluso a efectuar el cambio del simbolismo de los semáforos: podía transitarse en rojo, color de la revolución, y debía pararse cuando aparecía el color verde. Mao había publicado en 1957 un folleto titulado Sobre el tratamiento correcto de las contradicciones en el seno del Pueblo, en el cual se decía que «el marxismo solo puede desarrollarse en la lucha, y esto no es solo para el pasado y presente, también es necesariamente para el futuro». La literatura occidental y parte de la rusa fueron consideradas antirrevolucionarias y burguesas. Los sectores reformistas del PCCh se vieron apartados de sus cargos y una fuerte represión se extendió entre aquellos considerados tibios con los principios marxistas-maoístas. Solo pudieron retomar el poder a la muerte de Mao, a los 82 años, cuando se eliminó a la llamada «banda de los cuatro», a la que pertenecía la esposa oficial de Mao y algunos de los dirigentes más radicales en la defensa de los principios revolucionarios. Todos ellos habían contado, mientras el máximo dirigente comunista vivía, con su apoyo para llevar a cabo las depuraciones de los «aburguesados y contrarrevolucionarios» acusados durante la llamada «Revolución Cultural», o con los que tenían un pasado considerado insuficientemente revolucionario.
LOS MOVIMIENTOS SOCIALISTAS EN LATINOAMÉRICA: DE LA CUBA DE FIDEL CASTRO AL CHILE DE SALVADOR ALLENDE
Las condiciones económicas y sociales de lo que se ha dado en llamar «Latinoamérica» o «Iberoamérica» eran lo suficientemente propicias para que cuajara un movimiento revolucionario de signo marxista o anarquista, tanto entre la población autóctona con presencia de indígenas en los pueblos andinos y México, como en el conglomerado multirracial en Brasil o entre los nuevos emigrantes que se habían trasladado principalmente desde Europa, en especial de España y en menor medida de Italia. Los lugares más proclives eran Argentina, Chile y Uruguay, aunque también Cuba, que hasta 1898 había formado parte de la corona española, así como Colombia, Venezuela, y en menor medida Perú. Las condiciones en que quedó el mundo, dividido en dos bloques ideológicos y económicos, afectarían a la estrategia de las dos superpotencias en su relación con los países latinoamericanos. Durante la II Guerra Mundial, Argentina, Chile o México entre otros, se vieron favorecidos por las exportaciones, que continuaron hasta la guerra de Corea, pero después disminuyeron drásticamente y conviene además no olvidar que el Plan Marshall no fue aplicado a Sudamérica. Solo Brasil había mandado un contingente militar a luchar en la guerra contra Alemania, mientras en el país había una dictadura de corte corporativista, el Estado Novo de Getulio Vargas, que se vio obligado a dimitir y convocar elecciones en diciembre de 1945 para elaborar una nueva Constitución. Sería elegido presidente de la República el general Enrique Dutra, con el apoyo de los socialdemócratas, aunque Vargas volvería al poder al ganar de nuevo la presidencia con el Partido Trabalhista Brasileiro (PTB) en 1950 al obtener el 48,7% de los votos. Sin embargo, su populismo le llevó al aislamiento político en el interior de su país y ante Estados Unidos, y acabaría suicidándose en 1954. Escribió una carta culpando a los intereses de ciertos grupos internacionales conectados con sectores del país para concluir que dejaba «la vida para entrar en la historia». En 1955 sería elegido presidente el socialdemócrata Juscelino Kubitschek, quien practicó una política de sustitución de importaciones. Los comunistas en Brasil eran un grupo reducido con escasa influencia política. En Argentina, la dictadura del general Juan Perón fue la más próxima a los alemanes y ayudó a España en la posguerra. Por otro lado, su mujer, Eva Perón, que visitaría varias ciudades españolas, fue convertida en mito por el sindicalismo de la Confederación General del Trabajo (CGT) que pasó a defender la política peronista que adquirió formas peculiares de populismo. En ella existían posiciones de extrema izquierda y de ultraderecha. Sus orígenes se encuentran en la sindical Federación Obrera Regional Argentina (FORA) controlada por anarcosindicalistas entre los cuales tuvieron un papel relevante los exiliados anarquistas españoles como Diego Abad de Santillán y Emilio López Arango.
A pesar de las diferencias entre los distintos países latinoamericanos existían tendencias sociales parecidas: una lengua similar, el español, además del portugués en Brasil, junto a un crecimiento demográfico expansivo entre 1950 y 1980: Argentina pasó en esos años de diecisiete millones de personas a veintiocho, Brasil de cincuenta y dos a ciento veinte millones, Venezuela de cinco a quince y Chile de seis a once. Hasta los años 70 los calificados como analfabetos no podían votar en la mayoría de los países, salvo en México y Argentina, y las mujeres adquirieron el derecho al voto de manera discontinua, según los Estados, entre 1945 y 1961.
También compartieron una población que mayoritariamente vivía en precarias condiciones y había empezado a trasladarse del campo a las grandes ciudades instalándose en territorios no urbanizados sin tener las mínimas condiciones de salubridad. Las favelas brasileñas en Rio de Janeiro o Sao Pablo, así como los barrios de México D. F. son ejemplos de estas nuevas condiciones sociales que se extenderían por las grandes ciudades de Iberoamérica.
Las posibilidades de desarrollo no se tradujeron en un crecimiento equilibrado, provocando un desajuste entre una minoría que controlaba la mayor parte de la riqueza, agrícola, comercial e industrial, y unas clases obreras y campesinas, indígenas, criollas o emigradas, que apenas contaban con el mínimo sustento para subsistir. Algunos empresarios invirtieron, apoyados por sus Gobiernos, para desarrollar una industria propia basada en bienes de consumo pero no pudieron competir con los estadounidenses o con los europeos, así que el mercado se restringió a sus territorios. Y además, Estados Unidos buscaba ampliar sus intereses en el continente. Como diría el presidente mexicano Gustavo Díaz Ordaz, «México tan lejos de Dios y tan cerca de los Estados Unidos», lo que reflejaba el sentimiento que se extendió por toda Latinoamérica y provocó distintos movimientos revolucionarios que desbordaban a los partidos socialistas o comunistas que existían en Europa.
La democracia liberal tuvo un estado precario durante largos periodos. Era frecuente el establecimiento de dictaduras militares que han quedado reflejadas en una literatura en castellano de gran calidad, como la del escritor colombiano y premio Nobel de Literatura Gabriel García Márquez quien, entre sus obras narrativas, retrató la figura del militar que se convierte en jefe de un Estado al que controla por su única voluntad en El otoño del patriarca. En 1947 se establecieron en Río de Janeiro unas bases para la constitución de la Organización de Estados Americanos (OEA), con el objetivo de afrontar una defensa conjunta ante una amenaza proveniente del interior o del exterior. En 1954, en la Conferencia de Caracas, se aprobó una resolución, cuando era el presidente estadounidense Ike Eisenhower, que declaraba que el comunismo suponía un ataque a la soberanía de los países, y en base a ello la Central de Inteligencia de Estados Unidos (CIA) reclutó a un contingente para derribar, en Guatemala, al Gobierno de Arbenz Guzmán, elegido democráticamente. Sin embargo, durante el mandato de John F. Kennedy en 1961 se lanzará la idea de la Nueva Frontera en un intento de reconducir las relaciones con América Latina desde posiciones de diálogo y fomento de la democracia, algo que no tuvo tiempo de cuajar por su asesinato, pero que volvió a retomarse durante la presidencia de Jimmy Carter, ya en 1980.
Modelos representativos del comunismo y socialismo
La Cuba de Fidel Castro y el triunfo de la Unidad Popular en Chile con la elección de Salvador Allende como presidente de la República son dos ejemplos de la especificidad del socialismo y el comunismo en Latinoamérica. Junto a ellos predominan fórmulas populistas o de partidos que permanecen en el poder durante muchos años. Es el caso del peronismo en Argentina o del Partido Revolucionario Institucional (PRI), que después de la Revolución Mexicana —una «revolución agrarista» sin una ideología concreta—, iniciada en 1910 y que contaría con las míticas figuras de Maximiliano Zapata y Pancho Villa reclamando el reparto de tierras para los campesinos. El PRI se constituyó en México en el principal eje de la política mexicana durante más de 60 años, estructurando un sistema de poder que creó distintas redes de intereses durante casi todo el siglo XX.
La Cuba de Fidel Castro
Cuba, desde su independencia en 1898, estaba siendo absorbida por la cultura estadounidense y había algunas propuestas de crear un Estado asociado a la gran potencia americana, al igual que Puerto Rico.
El Partido Ortodoxo, que aglutinaba a la izquierda, quedó descabezado con el suicidio de su líder, Eduardo Chibas, que se preveía que iba a ganar las elecciones convocadas en 1952, pero que al final no se celebraron por la presión norteamericana. Se hizo cargo de la presidencia interina el candidato Fulgencio Batista quien, desde posturas progresistas, había pasado a acentuar el anticomunismo, lo que en plena Guerra Fría le venía bien a Estados Unidos. Batista convocó unas elecciones amañadas en 1954, fue elegido presidente de Cuba e inició una intensa represión de cualquier tipo de protesta. Fidel Castro, nacido en 1926, hijo de un emigrante gallego que tenía una pequeña empresa, estudió con los jesuitas y, después, Derecho en la Universidad de La Habana, donde entró en contacto con círculos marxistas activistas. Estuvo en la cárcel por el intento de asalto al cuartel de Moncada, en Santiago de Cuba, salió libre por una amnistía, y se exilió en México y desde allí consiguió llegar a Cuba en el yate Granma, en noviembre de 1956, y comenzó la insurrección guerrillera acompañado del mítico argentino Ernesto Che Guevara. Desde la Sierra Maestra de la isla, combatieron contra la dictadura de Fulgencio Batista quien había permitido la corrupción y la penetración de negocios norteamericanos vinculados en parte a la mafia. La victoria definitiva se produjo con la entrada en La Habana el 1 de enero de 1958, levantando la bandera nacionalista y la lucha contra la corrupción. Batista perdió el apoyo estadounidense y se exilió hasta recabar en la ciudad malagueña de Marbella, donde moriría en 1973.
En la guerrilla cubana habían convivido distintas tendencias políticas, pero el liderazgo de Fidel Castro se impuso y proclamó que la revolución solo podía ser comunista, lo que despertó inquietud del Gobierno estadounidense. Fidel, al principio, designó para la política económica a jóvenes economistas, bajo la dirección del Che Guevara, que tenían como objetivo industrializar el país y superar los monocultivos de la caña de azúcar y del tabaco, ampliando el mercado interior de la isla y eliminando los incentivos de productividad por los incentivos «morales» como debía corresponder a un país socialista. Las medidas no tuvieron éxito y se abandonó el plan de industrialización acelerada. En 1970, Castro optaría por volver a los cultivos tradicionales y propuso que la zafra azucarera debía llegar a los diez millones de toneladas, algo que no pudo alcanzarse. La política económica no tuvo un camino único y fue cambiando a medida que el régimen castrista se aislaba más de Estados Unidos y se acercaba pronto a la URSS, lo que produjo un paulatino empobrecimiento de la población, teniendo en cuenta que Cuba había tenido estándares de vida superiores a otros países del Caribe y de Sudamérica. Un número importante de cubanos se exiliaron, instalándose principalmente en el estado norteamericano de Florida, y conspiraron para derrocar a Castro con el apoyo estadounidense. Su hermano Raúl Castro controló el Ejército para evitar levantamientos internos, llevando a cabo una profunda remodelación y colocando a mandos de confianza en los puestos clave.
Muchos intelectuales y militantes de partidos de izquierdas de todo el mundo se sintieron atraídos por el régimen castrista, que intentó exportar su modelo revolucionario a otros países latinoamericanos como una manera de romper el aislamiento diplomático que cada vez era mayor por parte de Estados Unidos. Tropas cubanas lucharon incluso en Angola y Mozambique contra el colonialismo portugués. Y además el Che Guevara intentará una maniobra guerrillera en Bolivia, pero morirá en el intento en 1967 a los 39 años.
En 1961, durante el mandato del presidente Kennedy, se preparó una invasión de la isla en Bahía Cochinos con la ayuda de la CIA, pero al parecer los servicios de espionaje soviéticos avisaron a los cubanos de la operación y esta acabó en fracaso. En 1962 surgió la crisis de los misiles que Kruschev quiso instalar en Cuba con la oposición frontal de Estados Unidos, que no estaba dispuesto a que se consolidara una amenaza para su territorio con armas de gran alcance. Hubo un momento de gran tensión en el mundo porque podía declararse una nueva guerra, esta vez con la utilización de armas nucleares. Sin embargo, la situación se tranquilizó y Kruschev dio marcha atrás. De todas formas, en 1965 el pacto cubano-soviético le llevó a Fidel Castro a considerar al Partido Comunista de Cuba como la única opción política autorizada. Con el tiempo el castrismo perdió credibilidad en todo el mundo, especialmente cuando los países comunistas comenzaron su declive a partir de 1989. Su permanencia en el poder, sin cambios sustanciales en el control político, reprimiendo la disidencia, y con una estructura económica dirigida, provoca un deseo de huida de la isla, junto a un proceso de burocratización que origina casos de corrupción incluso para conseguir una casa o poder salir de la isla.
El experimento chileno de Salvador Allende
Chile tuvo en los años 30 del siglo XX una república socialista en un país que no tenía una tradición amplia de dictaduras militares como otros países sudamericanos. Entre 1927 y 1931 el general Carlos Ibáñez, sin embargo, implantó una, pero con la crisis de 1930 el país entró en una profunda recesión y se desencadenaron diferentes estallidos: la insurrección de los marineros de la Armada chilena ante la reducción de los salarios —que los comunistas intentaron considerarla como una rebelión dirigida por ellos—, o la huelga general el 11 de enero de 1932 dirigida por el abogado socialista Rubén Morales. Se declaró la ley marcial y se aprobó una Ley de Seguridad del Estado. La economía cayó en picado y las rentas fijas sufrían retrocesos importantes. El 4 de junio de 1932, un grupo de militares y civiles tomaron el poder y proclamaron una república socialista, la primera en América Latina. Entre las medidas adoptadas destaca una profunda reforma agraria, y además se actuó bajo el lema de «pan, techo y abrigo». Algunos comunistas, que estaban divididos entre ortodoxos y trotskistas, y los militares más moderados, se enfrentaron al Consejo Revolucionario. Al final los militares contrarios al rumbo que tomaban las cosas decidieron detener y enviar a islas del Pacifico a los principales dirigentes obreros, militares y civiles partidarios de continuar con el proceso revolucionario que duró solo hasta el 16 de junio de 1932. A partir del 19 de abril de 1933, diez meses después de la revolución fracasada, surgió un Partido Socialista que declaraba el marxismo como método de interpretación de la realidad, «enriquecido y rectificado por todos los aportes científicos del constante devenir social».
Hasta 1970 no se vivió un momento parecido, con el triunfo en las elecciones a la presidencia del médico de Valparaíso, Salvador Allende. Ya había alcanzado fama como dirigente estudiantil y llegó a ejercer como médico en su provincia natal. En 1958 se presentó a la elección presidencial como candidato del Frente de Acción Popular, frente al candidato del Partido Demócrata Cristiano, Eduardo Frei, y al conservador Jorge Alessandri, que ganó con un 31,2% de los votos mientras que Allende quedaba en segundo lugar con un 28,5%, y Eduardo Frei obtenía el 20,4%. Algunos analistas interpretaban que la sociedad chilena estaba dividida en tres partes casi iguales: la izquierda, la derecha y el centro.
Alessandri no pudo establecer una economía equilibrada y durante su mandato se produjeron múltiples protestas y huelgas.
En las elecciones de 1970 se presentó una coalición formada por socialistas, comunistas, el Partido Radical y una escisión del Partido Demócrata Cristiano, bajo la denominación de «Unidad Popular», encabezada por Allende, que obtuvo el 36,2% de los votos frente al candidato de la derecha, Alessandri, con el 34,9% y el 27,8 para Radomiro Tomic, del Partido Demócrata Cristiano. Se abrió entonces una discusión sobre si era necesario acelerar el proceso de reformas o consolidar lo ya legislado. Ambas posibilidades han sido analizadas posteriormente desde distintas ópticas: si fue o no conveniente practicar una política radical cuando el país no tenía una mayoría clara de izquierdas, aunque Allende intensificó la industrialización y redujo la inflación en sus primeros tiempos de mandato, a la vez que nacionalizaba la minería del cobre, una de las principales riquezas del país.
La Unidad Popular fue adquiriendo cada vez más respaldo en las elecciones legislativas y las municipales, y en 1971 superó en muchos pueblos y ciudades el 50% de los votos. Sin embargo, la situación económica fue empeorando con la bajada del precio del cobre en los mercados internacionales y los empresarios se resistían a invertir por la inseguridad de sus beneficios. La alianza con Fidel Castro, que visitó Chile durante una larga temporada, provocó la animadversión de Estados Unidos, al tiempo que se producían discrepancias fundamentales entre los partidos de la colación ante una situación económica que se iba deteriorando día a día. Allende incorporó militares a su Gobierno para darle autoridad a su política e intentó un acuerdo con los democristianos. La hostilidad de los diputados de la derecha en el Parlamento aumentó y las huelgas alcanzaron una dimensión importante, como la de los transportistas que llegaron a colapsar el comercio del país. Los militares realizaban reuniones clandestinas y obligaron a dimitir al general Juan Prats, ministro y comandante en jefe de las fuerzas Armadas. En su lugar se nombró a Augusto Pinochet que, el 11 de noviembre de 1973, dio un golpe de Estado, bombardeando el Palacio de la Moneda, residencia oficial de Salvador Allende, quien murió luchando contra el asalto del edificio. Se iniciaba así, con la colaboración de la CIA estadounidense, un periodo novedoso en la historia del país, con una constante y dura represión de los sectores de izquierdas contrarios a la dictadura, durante la que desaparecieron asesinadas miles de personas que habían simpatizado con las ideas de la Unidad Popular.
Allende murió defendiendo el Palacio de la Moneda, símbolo del régimen constitucional de Chile.
ÁFRICA: UN SOCIALISMO ANTICOLONIALISTA
En África hay que distinguir tres zonas principales que a grandes rasgos comprenden la zona norte del continente, de población árabe y religión principalmente musulmana, a la que habría que añadir el Oriente Medio, situado en el oeste de Asía. Otra es el África Ecuatorial donde se combina el colonialismo francés con el británico, y el África Negra, al sur. En el caso de la primera, el socialismo penetró a finales del siglo XIX y principios del XX, aunque de una manera peculiar porque combinó las ideas socialistas con las tradiciones árabes. Sin embargo, salvo en el caso de Turquía, donde el movimiento de militares dirigidos por Mustafá Kemal pretendió tras la I Guerra Mundial una occidentalización completa de la sociedad turca —que no triunfó del todo en muchos lugares de la península de Anatolia—, el resto de países árabes tuvo siempre presente la tradición arabista y la mitificación de su historia triunfal en el pasado medieval. El retorno a los orígenes ha sido un elemento primordial que ha impedido la configuración de un socialismo a la europea, e incluso, en los últimos años, los valores religiosos han sido utilizados para defender la lucha contra el Occidente explotador y han sustituido a la interpretación marxista de los procesos sociales. Desde la revuelta, en 1952, de los oficiales egipcios, dirigidos por Gamal Abdel Nasser, la consiguiente nacionalización del canal de Suez en 1956, la proclamación de la República en Irak en 1958, la independencia de Sudán en 1955, la de Marruecos en 1956 y la de Argelia en 1962 —con costes sociales de gran envergadura por la lucha entre los independentistas y los partidarios de mantener Argelia como parte del territorio de Francia—, con repercusiones políticas en la IV República francesa que llevó al general De Gaulle al poder y dio paso a una nueva Constitución con la V República, el mundo árabe tuvo siempre presente el elemento musulmán. En algunos casos trató de combinar el arabismo con el marxismo, o con ideas socialistas deslavazadas, sin mucho éxito, como ocurrió con el partido Baaz que se extiende en todo el mundo árabe y que incide en la independencia y en la unidad de todos los pueblos árabes en una misma comunidad política y religiosa. El nasserismo pretendió liderar desde Egipto los cambios sociales y políticos desde una perspectiva social propia, y proponía instaurar el socialismo sin socialistas declarados para modernizar al mundo árabe y competir con el desarrollo occidental, aunque los distintos Estadosnaciones como Libia, Siria y Jordania —nacidos de la división colonial— y las diferentes tribus árabes harían difícil el proyecto. De ahí que el intento de una República Árabe Unida constituida en 1958 por Egipto, Siria y más tarde, Yemen no duraría mucho. El comunismo intentaría penetrar como un contranacionalismo incidiendo en los factores de independencia y explotación secular, pero nunca pudo superar los factores arabistas y populistas, salvo en pequeños círculos occidentalizados. No se ha creado una tradición parlamentaria con suficientes garantías de libertad de expresión. El control militar y político ha partido siempre de un solo partido o un grupo de poder que ha impuesto el ritmo de la política y que, en muchos casos, ha dividido a la sociedad árabe en dos sectores diferenciados, el prooccidental y los partidarios de rescatar los principios arabistas desde la tradición y el Corán.
En el África Negra, el socialismo y el sindicalismo apenas habían surgido antes de la II Guerra Mundial. Los países europeos vencedores en aquel conflicto mantendrían sus colonias y, en todo caso, se preveían pequeñas reformas, consistentes principalmente en inversiones en infraestructuras que, contrariamente a los propósitos de los colonialistas, contribuyeron a extender las ideas de independencia entre la población autóctona. Muchos indígenas habían sido reclutados para luchar contra el nazismo y habían entrado en contacto con quienes defendían la causa de la libertad y la independencia de los pueblos. Unos pocos tuvieron la oportunidad de estudiar en universidades europeas y se impregnaron de la cultura occidental que implicaba el reconocimiento de la nacionalidad de los pueblos y la formación de Estados y empezaron a reivindicar, desde los territorios arbitrariamente divididos por los europeos colonialistas, la constitución de unidades políticas que muchas veces no coincidían con la etnia dominante.
El proceso de descolonización se consolida entre 1960 y 1968, en unos casos con guerras cruentas y en otros con acuerdos con la metrópoli que pacta la independencia política intentando mantener sus intereses a salvo. Es el caso de Gran Bretaña, que constituirá la Commonwealth con sus antiguas colonias, aunque en Rodesia (actualmente Zimbabue) y en Kenia hubo tensiones importantes por la presencia de colonos ingleses que explotaban las tierras. Francia, en cambio, tenía un modelo colonial que consideraba a sus territorios como unas provincias más de la República francesa e intentó impedir los movimientos de independencia, y algo parecido ocurrió con Portugal en el caso de Angola y Mozambique.
El socialismo y el comunismo fueron dos formas de justificar la descolonización aludiendo a la necesidad de acabar con la explotación colonial. Precisamente las ideas de Lenin de que el imperialismo era la última fase del capitalismo —que fueron en parte extraídas del politólogo y economista británico John Atkinson Hobson en su obra de 1902 Estudios sobre el imperialismo— prendieron en sectores de la población que exigían el derecho a la autodeterminación. Pero también aquí se entremezcló el socialismo con las tradiciones ancestrales de los pueblos africanos. Las reivindicaciones empezaron con la creación de sindicatos de trabajadores que reclamaban mejores salarios y jornadas laborales más cortas, siguiendo el modelo de los sindicatos europeos. Ferroviarios, portuarios y funcionarios fueron los primeros en asociarse sindicalmente y desde estos sindicatos fluyeron en paralelo las influencias políticas socialistas y comunistas que muchos líderes africanos reclamaron para defender sus reivindicaciones independentistas. No obstante, las luchas tribales y la corrupción de los nuevos Gobiernos derivaron en dictaduras militares o civiles que han desestabilizado el poder político en la segunda mitad del siglo XX. Destacaron líderes como Sékou Touré en Guinea, Patricio Lumumba en la actual República Democrática del Congo desde 1997, Kwame Nkrumah en Ghana, o Michel Imudu en Nigeria, país con una fuerte tradición musulmana en el norte, quien dirigió las huelgas en los ferrocarriles y en la minería y creó las bases para la construcción de un Partido Comunista. En Kenia los colonos europeos dominaban el territorio e hicieron todo lo posible para ilegalizar los movimientos sindicalistas y socialistas, pero los sindicatos británicos, las Trade Unions, apoyaron su formación. En Zambia el sindicalismo africano comienza a partir de 1950, bajo la dirección de Lawrence Katilungu, y tuvo que enfrentarse al de los trabajadores blancos. En Tanzania el socialismo y sindicalismo fue liderado por Julius Nyerere. En Rodesia, controlada por los blancos y unilateralmente independizada de Gran Bretaña, pretendieron impedir la formación de una conciencia de clase obrera negra, pero por la influencia socialista y comunista se organizaron sindicatos interraciales que tuvieron que enfrentarse a los de tendencia racista. En Sudáfrica el apartheid duró mucho tiempo y la lucha contra segregación impuesta por los antiguos colonos de raíz anglosajona u holandesa costó muchas vidas. Este fue el principal problema reivindicativo de la población de color y su principal líder en el combate contra el segregacionismo. Nelson Mándela pasó muchos años en la cárcel hasta convertirse en un símbolo por la igualdad de los pueblos y la libertad de todos los seres humanos por encima del color de su piel. Fundó en 1944 las juventudes del Partido del Congreso Nacional Africano, que en 1958 pasará a llamarse «Congreso Panafricano», y crea en 1961 una sección armada donde militan desde socialistas y comunistas a cristianos. Será capturado en 1962 y condenado a cadena perpetua. Fue liberado en 1990, cuando se consiguió abolir el apartheid condenado por todas las instancias internacionales. Recibe el Premio Nobel de la Paz en 1993, y en 1994 Mandela es elegido presidente del país con el renacido Partido del Congreso Nacional Africano (CNA). Estuvo apoyado por todas las fuerzas políticas antiapartheid, especialmente socialistas, comunistas y sectores cristianos. En otros países que tuvieron un proceso de descolonización convulso, como Angola y Mozambique, colonias portuguesas, la penetración de la influencia de la URSS fue intensa así como la respuesta de Estados Unidos para evitar que los nuevos Estados africanos entraran en la órbita soviética.
Nasser se convirtió en referente principal del nacionalismo árabe o panarabismo.
LAS FRONTERAS DE LA SOCIALDEMOCRACIA EN LAS CRISIS DEL LIBRE MERCADO
Desde finales de la década de 1950 hasta 1973 el crecimiento europeo, norteamericano y japonés fue exponencial y se constató que, sin grandes convulsiones revolucionarias, la sociedad capitalista podía crecer y dar cobertura social —desde el nacimiento hasta la tumba— a todos los trabajadores. Alemania, por ejemplo, tras el derrumbamiento económico y la miseria de la postguerra, reconstruyó su economía en la parte occidental hasta alcanzar los estándares más altos del desarrollo económico, consiguiendo la renta más elevada por habitante de Europa. Los emigrantes italianos, españoles y turcos contribuyeron al desarrollo del país y también al crecimiento económico de sus respectivos países a través de las remesas de dinero que enviaban. Sanidad gratuita, escuelas públicas, prestaciones por desempleo, accidentes de trabajo y jubilación, vacaciones pagadas… se convirtieron en algo natural.
Todos estos logros se extenderán de manera generalizada por la mayor parte del mundo occidental, que había visto cómo el liberalismo clásico no pudo evitar afrontar la crisis de los años 30 del siglo XX con medidas económicas basadas en el predominio de la oferta y la demanda del mercado y en el rechazo a que el Estado tuviera un papel predominante en la dirección de la política económica y dirigiera, también, los presupuestos dirigidos a la política social. De esta manera se establecieron, además, subsidios agrarios para evitar la ruina de los agricultores ante una mala cosecha o una superproducción que abaratara los costes de los productos.
Las ideas del gran economista británico de la primera mitad del siglo XX John Maynard Keynes se aplicaron en la mayoría de los países occidentales desarrollados con mayor o menor intensidad y dieron como resultado la construcción del estado de bienestar durante más de dos décadas y media. William Henry Beveridge, un aristócrata dedicado a las causas humanitarias y a eliminar la miseria de los más desfavorecidos, las defendería en su informe para las reformas sociales que le pidió, en 1940, el ministro de Trabajo británico, Ernest Beverin. En 1944 presenta un segundo «Informe Beveridge» (Full employment in a free society, es decir, «Trabajo para todos en una sociedad libre») y cuando en 1945 el laborista Atllee le gana las elecciones a Churchill, hace suyo su programa. Esas reformas sociales se extenderían por países como Suecia —donde el socialdemócrata Axel Wigfords impulsó las mayores prestaciones—, Dinamarca, Noruega y más lentamente en Alemania e Italia. El llamado «neoinstitucionalismo» crea un ambiente que parece irrebatible y que consolida el capitalismo en el mundo. El Partido Laborista británico se convierte en la única alternativa frente a los conservadores en la alternancia del poder y ya no se pone en cuestión un mercado sin regulación directa del Estado. De hecho, la socialdemocracia enarbolará el estado de bienestar como su gran logro —con la aceptación del capitalismo social—, aunque en su construcción hayan participado, también, la democracia cristiana italiana y alemana así como la derecha francesa, y lo defenderá como el mejor medio para liberar a la clase obrera de su secular miseria en contraposición a la situación de los trabajadores de los países comunistas, arguyendo que su modelo proporcionaba mejoras más contundentes a toda la población trabajadora.
El crecimiento sostenido que se había producido empezó a tener problemas. Por un lado, se produjo en 1973 la crisis del petróleo, principal fuente de energía, en la que los países productores organizados en la Organización de Países Exportadores de Petróleo (OPEP), temerosos de que sus reservas se agotaran ante la creciente demanda, encarecieron su precio; y, por otra parte, no conviene ignorar las enormes sumas que las prestaciones sociales suponían para el erario público. Parecía que las prestaciones del estado de bienestar se hacían insostenibles y comenzó a discutirse si la aplicación de las ideas de Keynes favorecía o perjudicaba el crecimiento económico y si podían mantenerse los beneficios que disfrutaban la mayoría de ciudadanos. Un claro ejemplo de todo ello es el caso de Dinamarca, donde si uno iba a una oficina de desempleo y afirmaba que su profesión era «domador de leones» recibía permanentemente los subsidios por desempleo hasta que se le encontrara un puesto de trabajo igual.
John Maynard Keynes. Todos sus escritos económicos fueron respuesta a problemas acuciantes de la economía de su tiempo.
Los Gobiernos conservadores de Margaret Thatcher en Gran Bretaña y de Ronald Reagan en Estados Unidos intentaron entre finales de la década de 1970 y la de 1980 aplicar las ideas neoliberales defendidas por los economistas de la Universidad de Chicago, cuyo máximo representante fue el economista estadounidense y premio Nobel de Economía Milton Freedman, quien tuvo una capacidad divulgadora para convencer de que el Estado debía disminuir el gasto público y reducir los impuestos para que fueran los ciudadanos quienes decidieran sus propias opciones económicas, invirtiendo en lo que pudiera parecerles más adecuado. Así, también fue discutida la enseñanza pública o la sanidad completamente gratuita porque muchas personas querían elegir otras opciones y exigían la reducción de los impuestos para decidir libremente en qué gastar su dinero. Con todo, el estado de bienestar no pudo ser desmantelado como querían algunos. La presión de los partidos socialdemócratas, y de algunos demócratas cristianos, así como la postura de los sindicatos, impidió que desaparecieran muchos servicios públicos aunque, por ejemplo, en Gran Bretaña se privatizaron los ferrocarriles y empresas del Estado creadas con posterioridad a la II Guerra Mundial.
La ola neoliberal se extendió por toda Europa, e incluso los partidos socialdemócratas admitieron un cierto liberalismo en sus planteamientos políticos hasta llegar en algunos casos a reconocerse como socialistas liberales. Se dejó que las distintas monedas de los países occidentales, antes de la entrada del euro, no tuvieran cambios constantes, de acuerdo con las directrices del Fondo Monetario Internacional (FMI) y variaran según las fluctuaciones de la bolsa y el mercado financiero, lo que provocó una cierta desvalorización del dólar. Atajar el crecimiento de la inflación fue un objetivo prioritario para disminuir las tasas de desempleo, restringiendo la cantidad monetaria en circulación. Las prestaciones sociales fundamentales no desaparecieron y, en todo caso, se ajustaron durante los años 80 y 90 del siglo pasado a las realidades del crecimiento y la productividad de las empresas, procurando que las jubilaciones no se deterioraran ante el aumento de años de vida media que alcanzaban los trabajadores. En algunos casos pudo servir como acicate para la investigación, el diseño y el marketing de muchos productos industriales o de servicios. Con la entrada en el mercado de los nuevos Estados emergentes, China e India principalmente, las condiciones económicas y sociales empezaron a cambiar. Además, la masiva emigración de Latinoamérica, del Magreb o de las zonas subsaharianas para ocupar puestos de trabajo que los europeos —con una demografía en recesión— desechaban, provocaron la reconversión de muchas industrias europeas y la necesidad de adaptarse a los nuevos ajustes de un mercado cada vez más globalizado.
El voto de la izquierda aumentó en la década de 1970 en todos los países europeos y el SPD alemán obtuvo los mejores resultados de su historia en 1972, liderado primero por Willy Brandt y después por el pastor protestante Helmut Schmidt. En Suecia la figura de Olof Palme, asesinado posteriormente mientras paseaba con su mujer después de salir del cine un 28 de febrero de 1986 por una calle de Estocolmo, fue un símbolo de la socialdemocracia escandinava que muchos querían imitar. En Francia, después de lograr la unidad socialista, François Mitterrand consiguió la presidencia en 1981, formó un Gobierno de comunistas y socialistas que no pudo evitar el deterioro económico y pronto tuvo que aceptar una realidad más conforme con políticas liberales. Pero el voto socialdemócrata comenzó a disminuir progresivamente en la década de los ochenta en Gran Bretaña, Alemania y los países escandinavos, mientras que aumentaba en el sur de Europa —España, Portugal y Grecia.
LAS REINTERPRETACIONES DEL MARXISMO EN LOS AÑOS 70 DEL SIGLO XX: EUROCOMUNISMO Y SOCIALDEMOCRACIA
Todos estos cambios repercutieron en la interpretación política y social que hacía el marxismo en sus dos versiones, socialista y comunista, sobre los procesos sociales. Se inició un nuevo revisionismo en la década de 1960, cuando los partidos socialdemócratas estuvieron mucho tiempo en la oposición. Pero en esta ocasión ya no ocurrió como en los tiempos del socialdemócrata alemán, E. Bernstein, que tuvo en contra, al menos formalmente, a la II Internacional: en la segunda mitad del XX la socialdemocracia ya no ponía en duda la propiedad privada. La abolición del capitalismo no fue el elemento distintivo de la socialdemocracia, se referían a la igualdad de oportunidades y a la necesidad de compensar las desigualdades sociales, sin centrar sus objetivos en las nacionalizaciones ni en la planificación, ante el fracaso de la experiencia soviética. En noviembre de 1959 el SPD alemán ya había ratificado, en su Congreso ordinario de Bad Godesberg, el cristianismo humanista como una corriente más del socialismo democrático: «Que arraiga profundamente en la ética cristiana, el humanismo y la filosofía clásica», dejando fuera cualquier alusión al marxismo. Lo mismo había hecho el socialismo austriaco en 1958 al manifestar que el socialismo y el cristianismo «como religión de hermandad, eran perfectamente compatibles», no sin la oposición de sectores de izquierda dentro de los propios partidos. Los socialdemócratas abandonaron el anticlericalismo y trataron de atraerse a distintos sectores cristianos, especialmente después del Concilio Vaticano II —que supuso una transformación de la Iglesia católica tradicional para intentar adaptarse a los nuevos tiempos—, no sin padecer las reacciones de los sectores más conservadores. Fue en Portugal, y sobre todo en España, donde costó más deshacerse del marxismo como interpretación principal de las realidades sociales. La decisión firme del líder socialista español Felipe González lo conseguiría, en 1978, en el XVIII Congreso del PSOE. González había recibido la influencia de la socialdemocracia alemana, que le había ayudado a conquistar el poder dentro del partido en el Congreso de Suresnes en 1974, cerca de París, tras enfrentarse a los viejos dirigentes que habían vivido la Guerra Civil española y desbancar a Rodolfo Llopis, dirigente histórico del socialismo español. Llopis creará un PSOE histórico que se presentará con las mismas siglas a las elecciones de 1977, las primeras democráticas después de la muerte de Franco, sin lograr representación parlamentaria, mientras que el PSOE renovado sobrepasaba los 110 escaños. Este hecho supuso toda una sorpresa para el PCE, ya que sus miembros esperaban convertirle en el primer partido de la izquierda, como en Italia. Quien años después sería líder de Izquierda Unida —una aglutinación de tendencias de izquierdas cuya organización fundamental será el PCE—, Julio Anguita, justificará en 1995 aquel fracaso del comunismo español en su retorno a la arena democrática porque, según él, lo que se produjo fue en realidad la equivocación del pueblo español debido a la manipulación de las fuerzas burguesas internacionales.
Pensadores marxistas empezaron a cuestionar la interpretación que Marx había realizado en el siglo XIX. Uno de los principales autores, que había formado parte de los intelectuales polacos que se acercaron al marxismo, fue Leszek Kolakowski, católico practicante, quien en 1954 tuvo problemas con la ortodoxia oficial y fue tachado, cuando tenía 27 años, de desviarse del marxismo-leninismo. Era un hombre conocedor de varias lenguas —francés, alemán, polaco e inglés— y con una gran cultura, que se exilió en Inglaterra e impartió clases en Oxford y en distintos cursos en Francia, Italia y Estados Unidos. Su obra más famosa y controvertida fue Las principales corrientes del marxismo, originalmente publicada en París en 1976, en tres tomos, en polaco, y después traducida a muchos idiomas. Venía de estudiar las distintas interpretaciones cristianas, herejías o sectas, desde el final de la Edad Media. En 1966 el dirigente comunista Gomulka le llamó al orden públicamente por revisionista después de un curso sobre marxismo en la Universidad de Varsovia, posteriormente sería expulsado de su cátedra y cuando llegó a Gran Bretaña había ya abandonado el marxismo. Los últimos capítulos de su obra los dedica al marxismo soviético, con una especial relevancia para el estudio de Stalin, Trotsky y filósofos como Gramsci, György Lukács, Ernst Bloch y Herbert Marcuse, entre otros, además de analizar el marxismo agrarista de Mao. Para Kolakowski la principal fuerza del marxismo está en la ilusión romántica de que la historia tenía un camino ineluctable que desembocaría en el socialismo y la desaparición del capitalismo. El libro recibió muchas críticas de marxistas reconocidos como el inglés E. P. Thompson, autor de La formación de la clase obrera en Inglaterra, publicada originalmente en 1963, que marcó un hito en la interpretación del nacimiento de esa clase social. En Gran Bretaña surgió una serie de intelectuales, principalmente historiadores como Eric Hobsbawm o George Rudé, y sociólogos como Perry Anderson o Anthony Giddens, que hacen del marxismo una metodología de interpretación original que se despega de las versiones ortodoxas economicistas y deterministas que estaban siendo publicadas en la URSS o en las repúblicas populares.
En una posición diametralmente opuesta está el marxismo francés de Louis Althusser (1918-1990), que acabó su vida en un manicomio después de haber estrangulado a su esposa Hélène en 1980. Era miembro del PCF desde 1948, aunque siempre se mostró crítico con otros dirigentes de su mismo partido, como Roger Garaudy, que finalmente abrazó el mahometismo. En sus obras más importantes, escritas a finales de los sesenta del siglo XX, Para leer El Capital y La revolución teórica de Marx, Althusser abogó por una concepción antihumanista del marxismo, considerándolo como una ciencia que explicaba la realidad como lo hace la física o la química a partir del conocimiento de la historia por Marx, donde pueden distinguirse en su obra dos etapas. Una primera que participa del idealismo filosófico de Hegel, y otra segunda que rompe con él e interpreta la realidad por medio del «materialismo científico» donde establece la lucha de clases como proceso fundamental de la historia, a partir de su análisis en su obra cumbre, El Capital. A este cambio Althusser lo denomina «ruptura epistemológica» en relación con sus escritos anteriores. Tuvo relación con otro disidente del PCF, Michel Foucault, el cual concebía las enfermedades mentales como una forma de represión social. Pero es bajo la influencia de Jacques Lacan, quien lo psicoanalizó, que define la ideología como la representación de una relación imaginaria con las condiciones reales de existencia. Según Althusser, los neomarxistas habían abandonado el materialismo dialéctico y por ello matizó las tesis del marxista italiano A. Gramsci, que concebía la cultura como una manera de interpretar la dialéctica materialista y utilizó la concepción de «cultura hegemónica dominante» como una forma de sometimiento de la clase trabajadora por las fuerzas políticas, mientras que en su caso esta se relaciona con el psicoanálisis. La historia, para Althusser, sería, por tanto, un proceso sin sujeto ni fines cuyo motor son las fuerzas productivas y la lucha de clases que las controla. E. P. Thompson criticaría, desde las posiciones del marxismo inglés, el análisis althusseriano en su obra Miseria de la teoría, publicada en España en 1981.
Althusser, el teórico del marxismo antihumanista que acabó matando a su mujer.
También los filósofos de la llamada «Escuela de Frankfurt», Theodor Adorno, Herbert Marcuse, Eric Fromm, entre otros miembros de la misma, intentaron redefinir el marxismo-leninismo porque los enemigos de clase que habían detectado Marx o Lenin tenían un carácter sectario, y para ellos los enemigos del proletariado no necesariamente están situados en la cúpula del poder político o económico: son principalmente los que distribuyen prejuicios sobre la lucha de clases o las ideas socialistas, y reprimen la sexualidad. Algunos teólogos católicos intentaron hacer compatible el mensaje evangélico de igualdad de todos los seres humanos con las ideas marxistas de la alienación y explotación de la clase obrera y campesina: nació así la llamada «teología de la liberación» que no fue aceptada por la jerarquía vaticana.
Los partidos comunistas occidentales, a medida que la realidad del denominado «socialismo real» iba conociéndose, cambiaron su estrategia y aceptaron el término «eurocomunismo» para definir la nueva forma en que los comunistas iban a proyectar su política en el mundo desarrollado, principalmente en Europa. Al principio el término fue criticado por los propios partidos comunistas, pero al final fue aceptado por españoles e italianos, y en menor medida por comunistas franceses. Rechazado por la URSS y por las Repúblicas democráticas socialistas del este de Europa, sin embargo acabó siendo la orientación que adoptaron los comunistas de los países capitalistas desarrollados o en vías de desarrollo, incluyendo Portugal y España, que hasta 1974-1977 vivieron bajo dictaduras militares pero que habían alcanzado un grado mayor de crecimiento económico que los países del Tercer Mundo. Era la fórmula para derrotar al capitalismo por medios democráticos, lo que tácticamente no les distinguía de los partidos socialistas o socialdemócratas, pero no aceptaban que la sociedad de mercado fuera la solución para construir una sociedad más justa. Creían en la desaparición del capitalismo como forma productiva y en la implantación paulatina del socialismo por métodos pacíficos.