CAPÍTULO III
¡Se viene un zurdaje!
Que Néstor Kirchner, un hombre poco conocido para la mayoría de los porteños y el resto del país, se aposentara en el llamado sillón de Rivadavia fue un alivio. Algo empezaba a tomar un cauce racional. Todos resaltaron la cantidad de votantes. La causa: se quería volver a la democracia representativa. Todo el idilio con la democracia directa, con el asambleísmo, con el teórico John Holloway (que descartaba la posesión del Estado para tener real poder en la sociedad), las visitas de Toni Negri (que reclamaba realizado su sueño de la multitud en estas latitudes, sin tener idea, pero ni la menor, de que en la Argentina la bendita multitud remitía a un abominable libro positivista de una especie de Lombroso nacional como el doctor Ramos Mejía, autor, precisamente, de ese libro que hemos calificado de abominable, Las multitudes argentinas), de la viajera Naomi Klein que también se aparecía por aquí para verle la cara a la revolución, de tipos grandes que te decían: «Estoy viviendo los mejores momentos de mi vida», de Paolo Virno, otro italiano que te hablaba de la multitud y creía solucionar todo cambiando a Hobbes por Spinoza, algo que ya había hecho Deleuze, al que alevosamente copiaba, como lo habían copiado Negri y su socio Michael Hardt, de la academia norteamericana, que le aseguraba a Imperio la pata posmoderna que el viejo luchador de las Brigadas Rojas no podía darle, todo esto, en suma, había empezado a asustar a los buenos vecinos. Para colmo, con ese olfato infalible para el Error Incomprensible o Imperdonable o francamente boludo, los diseminados, los grupos de la izquierda argentina que viven en estado permanente de deconstrucción, se presentaban en las asambleas vecinales de dejmocracia directa, formadas por simples personas, por personas sin mayor experiencia política, sin una identidad clara, una identidad que justamente iban a buscar a las asambleas para constituirla junto a los otros vecinos, con todas sus banderas rojas, las pancartas con los grandes jetones de la revolución, los venerables Lenin, Trotsky, Guevara, y con la hoz y el martillo sacudidas por los vientos de las tardecitas de Plaza Constitución, que asustaban a todos los buenos vecinos, o les molestaban o los irritaban porque ellos no querían ser marxistas, ni trotskistas ni guevaristas, sino discutir qué era posible hacer entre todos para cuestionar a fondo la política —que tomaba su forma concreta en los políticos del Congreso Nacional— que se había entregado a los grandes capitales, a las corporaciones que habían saqueado el país. Así las cosas, las asambleas empezaron a perder su vitalidad inicial y muchos vieron al nuevo Presidente con pinta de tipo que podía conducir el país desde el Estado y recuperar algo, al menos algo, de todo lo perdido. Ésta es la etapa del Gobierno de Néstor Kirchner calificada como luna de miel. Un cheque en blanco de una sociedad agobiada de turbulencias, que busca un país estable, que no tenga que cambiar un presidente cada dos días y que no se vea ante la situación bastante extrema y riesgosa de esa democracia directa que posiblemente terminara por atornillar al poder al vecino del 1.º A del barrio de Flores, con el del 2° C de Villa Urquiza como Ministro de Economía. Del modo que sea, Kirchner asume en medio de un país todavía movilizado, que quiere discutir, participar, pensar la política y, en lo posible, hacerla, en el barrio, en la unidad básica, donde sea y se pueda.
Kirchner asume el 25 de mayo de 2003. Al cumplirse exactamente 30 años del 25 de mayo de 1973, cuando el doctor Héctor J. Cámpora, luego de una poderosa campaña electoral desarrollada por la Juventud Peronista, con decenas de miles de personas en las calles, con un acto de cierre en la cancha de Independiente que fue la apoteosis de la esperanza, una Oda a la alegría no escrita por Schiller, sin música de Beethoven, pero con una afinación que parecía tener años de ensayo y que duraría eternamente, aunque ya se empezaban a hacer sentir los grupos que voceaban la consigna de derecha Perón, Evita, la Patria Peronista, que brotaba de los vozarrones pendencieros de los militantes de Guardia de Hierro, del C de O y de la Juventud Sindical, llega al Gobierno con una abrumadora cantidad de votos y se dispone a gobernar de acuerdo a las promesas que Perón les había hecho a los pibes de la Tendencia, a los que luego, el león herbívoro enfurecido, arrojaría a las fauces de la Triple A, organización terrorista, clandestina, armada ante sus ojos y con su inocultable aprobación. Pero si de algo carecerá Kirchner será de los pliegues, de los dobles mensajes de Perón. También carecerá de sus ardores represivos, de su furia ante quien se le plante. Al contrario, la consigna pública y autoimpuesta de no reprimir será uno de los pilares de su gobierno y del de Cristina Fernández. Es notable y merecerá que nos volquemos reflexivamente sobre el hecho, que, cuando por fin logran tirarle un muerto encima, apenas si llega a vivir unos días más. Carótida o no carótida, el hecho tiene que haber influido. Era, para él, un fracaso inmenso. Yo no le voy a pegar a nadie. Pero en la Argentina —como, en general, en política, es una de sus reglas— siempre hay un muerto para tirarle a alguien que prometió no matar. La norma: tenemos que hacer algo que nos permita acusar a nuestro enemigo de causarlo y justifique nuestras acciones, las que tenemos que hacer y no podíamos. Ahora podemos. Nuestro enemigo ha cometido un acto horrendo. Nosotros sólo reaccionamos ante él. La Primera Guerra Mundial empieza o por el hundimiento del Lusitania o por el asesinato de un archiduque, Roosevelt estaba totalmente enterado del ataque a Pearl Harbour, las torpederas atacadas por el Vietcong que justifican el inicio de las acciones bélicas en Vietnam nadie sabe si han existido, las Torres Gemelas fueron derribadas por la ultraderecha norteamericana y sus socios islámicos. Hay siempre un momento del desarrollo de la política en que uno de los grupos se encuentra con la perfecta coyuntura para producir un muerto o un acto bélico que será atribuido a su enemigo, pocos la dejan pasar.
Kirchner fue caminando hacia el Congreso. Su custodia enloquecía. Se les iba una y otra vez. Se tiraba sobre la gente. Tocaba, lo tocaban, lo abrazaban. Un fotógrafo lo lastimó en la frente con su cámara. Era de Clarín. Premonición. No, pura casualidad. Llega al Congreso con un apósito en la frente. Empieza su discurso.
Pocos días antes había ido —visita que pareciera inevitable en este país— al programa de la Señora que Almuerza. Él y Cristina, sólo ellos. La Señora que Almuerza, con su mejor sonrisa, les larga una frase gestada sin duda en los círculos del establishment con los que tan buena relación siempre ha tenido.
—¿Saben lo que se dice? ¡Se viene un zurdaje!
Cristina reacciona casi de un salto. Con claro fastidio, dice:
—¡Ay, esa palabra!
Más sereno, Néstor dice:
—Señora, esa palabra ha costado más de treinta mil vidas en la Argentina.
La Señora que Almuerza, sin dejar de sonreír, sin dejar traslucir que esa cifra, treinta mil, es, para ella y sus amigos, la cifra de los subversivos y sus madres, un invento, porque podemos asegurarle, señora, que si fueron ocho mil ya estamos concediendo demasiado, dice:
—Bueno, igual un poco de zurdaje no le va a venir mal al país en el estado en que está. Hay tanta pobreza, ¿no?
La Señora que Almuerza ha concedido que es el «zurdaje» el que se preocupa por la pobreza. Que los otros, sus amigos, los empresarios, los militares, los estancieros, no.
La palabra «zurdaje» queda instalada para definir al gobierno de Kirchner. Se vino el «zurdaje». Tiempo después, cuando Macri le gana las elecciones a Daniel Filmus, cuando un tirifilo que no sabe ni armar una frase derrota, en la que se pretende la «capital cultural de América del Sur», a un intelectual de larga trayectoria, alguien que (recurro a mi testimonio personal) me recibió en el Flacso siempre que fui a dar una conferencia, la escuchó, opinó con autoridad y exhibió siempre una formación intelectual sólida, escucho en mi contestador telefónico una frase poco agradable, dicha por una voz cascada, pendenciera:
—¡Se acabó el zurdaje, gil! ¡Se acabó el zurdaje!
Todavía no. Para la derecha, el gobierno de Kirchner es el «zurdaje». Para el «zurdaje» es apenas otro experiemento nacional-burgués-populista que, aliado a la alta burguesía y a las burocracias sindicales, pretende mantener el modelo capitalista sometido al imperialismo. Uno de los que conducen a los pibes que vocean este dislate y hasta arriesgan la vida por él es un tipo que se llama Jorge Altamira. Un curioso revolucionario. Un revolucionario jodón. En pleno menemismo, en plena fiesta impune, en plena joda farandulesca, la vedette Moria Casán, que se confesó después admiradora de Videla, algo que se podía más que sospechar desde hacía largo tiempo, inauguró un programa de tele: A la cama con Moria. Fueron todos los políticos del país. Algunos, como Carlos Auyero, no. Carlos Auyero sabía muy bien quién era quién. Además, su estilo sobrio, y, desde luego, su inteligencia le hacían detectar que el jueguito propuesto por la vedette era parte de la ética y la estética del menemismo. Pero no faltó nadie del inconmensurable boludaje político de los noventa. Y ahí estuvo Altamira. El punto álgido del programa era meterse en una cama con Moria, en la cama de Moria, los dos vestidos, pero haciéndose los piolas, los pícaros, y jugar el juego de la doble intención. Bravo, Altamira. Ni Marx, ni Trotsky, ni Lenin se hubieran perdido una joda así. Imaginate, ¡a la cama con ese pedazo de mina! A partir de ese día a Altamira lo bautizaron Altamoria. Altamoria es el que dice que el gobierno de Cristina Fernández es un engendro sindical-burgués y se acerca a Duhalde y a la Pando que nos van dar, qué duda cabe, un Gobierno socialdemócrata y, si Altamoria logra imponer sus criterios, socialista nomás, sin vueltas. Entre tanto, los pibes de este activista meten el cuerpo, arriesgan la vida, y siempre piensan que la revolución (por creer vivir incesantemente en medio de situaciones prerrevolucionarias) está a la vuelta de la esquina. Es la historia de siempre. La historia de la falta de sutileza política de la llamada izquierda argentina, su elemental, constitutiva tosquedad. Todos son iguales porque ninguno se propone derrocar al imperialismo. ¿Por qué? Porque todos son la burguesía. El 7 de mayo de 2003, Luis Zamora dice que es lo mismo votar a Kirchner o a Menem. ¿O acaso alguna de ellos se propone hacer la reforma agraria? En el pasado, el ideologismo extremo los llevó a opciones trágicas para todos, para ellos y para los que recibieron las represalias de los militares. Cuando los militares dieron el golpe del ’76, el Robi Santucho lanzó una Proclama que decía: «¡Argentinos a las armas!». El ataque a Monte Chingolo aceleró el golpe de Videla y le tendió una alfombra roja hacia el horror. Santucho no tenía la menor idea de nada. Estaba infiltrado hasta en los bolsillos del pantalón. Se abría la bragueta para hacer pipí y, en lugar de su pirulín, aparecía un tipo de la SIDE con un walkie talkie: «Por ahora no abran fuego. El Robi está meando». Como sea, el Robi Santucho —a pesar del cambio de los tiempos— no habría ido a la cama con Moria. Era un pésimo estratega, un estratega delirante, pero ponía el cuerpo y tenía una moral. Lo mataron aquí luego de una implacable —aunque atrozmente tardía— autocrítica que supo hacer. Firmenich, en México. Vestido de milico. En medio de estos tipos, los que quieren hacer política, los que rechazan los fierros, tienen que moverse con gran sabiduría. Lo peor que puede pasar es la violencia. El descontrol que se busca con los motines, con los escándalos. Altamoria tiene a sus pibes a un paso de los fierros o a un paso de justificar los fierros de los otros, algo que ya ocurrió: el pibe Ferreyra. Ese cadáver es tuyo, Altamoria. Hacete cargo. Y punto.
El 25 de mayo, Kirchner da su discurso de asunción como Presidente de la República Argentina ante la Asamblea Legislativa. Poco antes, Duhalde le ha puesto la banda. Hay una foto divertida. Los dos más jóvenes. Kirchner, por desdicha, algo mucho más importante que joven: vivo. Duhalde se ve petisito frente a él, pero sonríe con aparente felicidad. El Flaco lo mira desde arriba y también le sonríe. ¿El futuro les sonríe? Que no le crean. Cuando el futuro sonríe hay que prepararse. Nos prepara una de sus más feroces emboscadas. El futuro sonríe para que vayamos entregados hacia él. Con la guardia baja. El futuro es la derecha. Como siempre lo ha tenido todo o como nunca ha perdido lo esencial, sabe que no hay nada que no le pertenezca. El futuro también. Cuando pierde un poco de poder empieza a prepararlo. A preparar el futuro. Porque ahí va a recuperar lo que perdió, aunque haya sido poco. Si es mucho, si tarda en recuperarlo, se enfurece y prepara la reconquista contrainstitucional y casi siempre sangrienta. Hoy, la derecha está enfurecida. Difícil que se quede tranquila y respetando las normas de la democracia si Cristina gana las elecciones de 2011. Porque ahí empezará a proferir sus frases lamentablemente conocidas: «Esto ya no puede tolerarse», «Esto ya duró demasiado», «No podemos seguir aguantando esto», «Esto no puede seguir». Argentina, y una América latina hermanada en mantener la democracia en sus países, deberá permanecer alerta. El futuro ni siquiera sonríe. Es tal su enojo que ni puede fingir.
Miré y escuché el discurso por televisión. Sin mayor interés. Esperaba un discurso más, un discurso de circunstancias, el país tambaleaba y todos buscarían tratarse con cuidado. Había venido el rey Juan Carlos de España. No era la primera vez que venía por aquí. Todavía no le había dicho a Hugo Chávez que se callara la boca. En Madrid, con este hecho a todas luces impropio, me sucedió algo inesperado. Di, en una conferencia, este ejemplo como el poder del colonizador para hacer callar al colonizado, en todo caso era un reflejo tardío, encarnado ahora en el rey Juan Carlos, de la larga presencia colonial de España en América latina. Saltó un tipo y empezó a defender al Rey. Yo sabía que algún riesgo conllevaba citar ese ejemplo del Rey. Pero no imaginé que algunos defendieran con ardor a la monarquía. De hecho, yo la detesto. Me resultan inconcebibles las monarquías que aún perduran. El tipo dijo un montón de cosas, la mayoría disparatadas. Pero, créase o no, ¡era un argentino! Algunos lo apoyaron, otros no o fueron cautelosos. Lástima que no tuve a mano una contratapa que la revista argentina Barcelona sacó a propósito del incidente. Estaban en ella el rey Juan Carlos, la reina y… el general Jorge Rafael Videla, ejerciendo de Jefe de la Junta Militar y Presidente de la República. Los tres sonrientes, en algún acto oficial, compartiendo un momento agradable, un elegante protocolo entre personas que se respetan. En grandes letras, los de Barcelona habían escrito: ¿Por qué te callaste? Caramba, no haber tenido en mis manos esa contratapa excepcional para fregársela por la cara al energúmeno monárquico y sus amigos que hasta llegaron a decir que a su majestad se le había hecho «una cama». Desde luego: nadie imagina a su majestad haciéndose la cama, no se habrá hecho una en su vida. Pero los monárquicos se referían al uso que todos conocemos: hacerle una cama a alguien es tenderle una trampa. A la salida todavía me dijeron que había tenido suerte, que le agradeciera al rey el haberme dejado entrar a España, que no se le permite entrar a cualquier inmigrante. Los mandé a la mismísima y les dije la verdad: que me había invitado la Casa de América de Cataluña y que, luego de la conferencia en Barcelona, acepté dar una en Madrid, cosa que lamento ya que en Barcelona no me habría sucedido algo así. ¿Qué pasa en España? ¿Qué pasa en Europa? Qué fuerte y decidida está la derecha. Qué xenofobia. El futuro no sonríe en ninguna parte.
La primera frase que me llamó la atención fue: Sabemos a dónde vamos y sabemos a dónde no queremos ir o volver. Antes de esta frase había notado y lamentado que el Flaco leyera y que su dicción fuera endeble. No era endeble, en cambio, el modo en que decía su discurso. Tenía firmeza, convicción, el tipo era, a todas luces, un apasionado. La siguiente frase en que me detuve ya fue decisiva. Este tipo venía a enfrentar al neoliberalismo. Venía a poner la política sobre el tapete. La política, esa gran negada durante la década anterior, sometida descaradamente a la economía, a una economía de pocos, de exclusión, de marginación, de mercado libre para las corporaciones. Dijo: Sabemos que el mercado organiza económicamente, pero no articula socialmente, debemos hacer que el Estado ponga igualdad allí donde el mercado excluye y abandona.
Es el Estado el que debe actuar como el gran reparador de las desigualdades sociales en un trabajo permanente de inclusión y creando oportunidades a partir del fortalecimiento de la posibilidad de acceso a la educación, la salud y la vivienda, promoviendo el progreso social basado en el esfuerzo y el trabajo de cada uno. Es el Estado el que debe viabilizar los derechos constitucionales protegiendo a los sectores más vulnerables de la sociedad, es decir, los trabajadores, los jubilados, los pensionados, los usuarios y los consumidores. Afirmar que el mercado excluye y abandona es declararle la guerra al neoliberalismo. O, al menos, negar con firmeza sus postulados primarios. Porque es así: el mercado excluye y abandona. Esto no lo van a aceptar Martínez de Hoz, ni Álvaro Alsogaray, ni López Murphy, ni Friedrich Hayek, ni Domingo Cavallo, ni Vargas Llosa (que, aunque no sea economista, es un firme y efectivo cuadro de las corporaciones y la deificación del mercado), ni ninguno de los economistas neoliberales de este mundo. Kirchner fue claro: lo que el mercado, por su naturaleza, no puede hacer lo tiene que hacer el Estado. El Estado es la herramienta de la política. El Estado debe intervenir en la economía. La economía no es entonces «libre». ¡Horror! El intervencionismo estatal es una de las grandes pesadillas del orden imperante. Si Grondona llama a su endeble pero ilustrativo pequeño libro (177 vacilantes, elementales páginas) Los pensadores de la libertad es porque el neoliberalismo (en una maniobra hipócrita pero hábil que hay que desenmascar) llama libertad a la libertad del capital, a la libertad de mercado. En un mercado «libre» las corporaciones se mueven a su gusto. Se devoran a los pequeños y forman los «grupos». Los grupos son los monopolios. El libro prioritario de Hayek se llama Los fundamentos de la libertad. Y el mamotreto de Karl Popper, todavía utilizado por sus compinches del empirismo lógico, lleva el orgulloso, opulento título de La sociedad abierta y sus enemigos. ¿Qué es la sociedad abierta? La sociedad libre. La sociedad del alegre vagabundeo del capital. Lo peor que puede pasarle a esta sociedad es: el Estado. De aquí que sus enemigos sean Platón, Hegel, Marx. Y siguen los villanos. Todas las teorías que avalan la sustantividad del mercado son el instrumento ideológico del que se valen las grandes empresas para formar a sus cuadros. El esquema establecido es: libertad–libertad política–democracia— pluralismo–libertad de mercado–igualdad de oportunidades para todos–la formación de monopolios la debe regular la mano invisible, nunca el Estado. Los regímenes socialistas del siglo XX llevaron el estatismo a la dictadura personalista del líder, a la negación de la democracia, y al autoritarismo de un partido con un solo dogma ideológico permitido (lamentablemente, aunque les duela a los seguidores incondicionales de Fidel Castro, esto se sigue dando en Cuba bajo el amparo de la torpeza norteamericana del bloqueo, que se utiliza para justificarlo todo, en especial el sofocamiento de toda disidencia). Quedó, así, asociada la figura del Estado a la del régimen totalitario, al autoritarismo. Estatismo y totalitarismo terminaron por ser sinónimos. No faltaron los ideólogos liberales que interpretaron la totalidad del siglo XX como una lucha entre la libertad (las democracias occidentales) y el totalitarismo estatal (donde, sin inconvenientes y casi con júbilo, mezclaron a Hitler y Stalin, negando que el origen del socialismo soviético fue un acontecimiento verdadero, un radical evento de la Historia que luego se negó a sí mismo por llevar en sí los mecanismos de su autodestrucción: la dictadura del proletariado que terminó en una vanguardia revolucionaria, que implantó un Partido y un dogma únicos y un líder al frente de todo, que encarnó el culto a la personalidad, la negación perfecta del socialismo). Sin embargo, Kirchner se va a desmarcar por completo de estas experiencias fracasadas. Su retorno es al Estado de Bienestar. Este Estado, lejos de ser totalitario, está en función de la equidad social, se hará presente en todo lugar donde se produzcan desigualdades, injusticias. No estamos inventando nada nuevo, los Estados Unidos en la década del treinta superaron la crisis económica financiera más profunda del siglo de esa manera. El tema de la seguridad (por medio del que se movilizará la oposición en sus primeros enfrentamientos al Gobierno y siempre que lo necesite) ya estaba claramente enunciado en este discurso: El cumplimiento estricto de la ley que exigiremos en todos los ámbitos debe tener presente las circunstancias sociales y económicas que han llevado al incremento de los delitos en función directa del crecimiento de la exclusión, la marginalidad y la crisis que recorren todos los peldaños de la sociedad.
Una sociedad con elevados índices de desigualdad, empobrecimiento, desintegración familiar, falta de fe y horizontes para la juventud, con impunidad e irresponsabilidad, siempre será escenario de altos niveles de inseguridad y violencia. Una sociedad dedicada a la producción y proveedora de empleos dignos para todos resultará un indispensable apoyo para el combate contra el delito.
El discurso parecía llegar a su fin. No había estado mal. Tendríamos, según parecía, un presidente keynesiano. Esto habría de irritar al establishment nacional porque no quieren nada que implique el crecimiento del Estado. Recordemos la consigna de Martínez de Hoz que todos los buenos argentimedios pegaban en el vidrio trasero de sus automóviles: Achicar el Estado es agrandar la Nación. Aunque los liberales del equipo económico de los desaparecedores comprendían la contradicción que se producía. Los militares, al estar enfrentados en una «guerra sucia» a un adversario tan poderoso, que tanto requería de las fuerzas de toda la nación para ser al menos inicialmente controlado y luego derrotado, necesitaban un Estado poderoso. ¿Cómo achicar el Estado ante un ejército enemigo de tamañas dimensiones dispuesto a trastocar nuestro estilo de vida? Así, el delirio militarista no achicó el Estado. Y Martínez de Hoz se entregó a los grandes negociados con la deuda externa (que no necesitaba tomar) y todo se fue desgajando hasta que ya no hubo más remedio que declararles la guerra a los ingleses para tener una nueva hipótesis de conflicto que les permitiera seguir al frente del gigantesco Estado desaparecedor. (NOTA: Me dije que no sería necesario, que la triste broma macabra arrojada sobre el delirio militarista de enfrentar a un adversario poderoso quedaría clara. Pero se vive en un clima bastante enrarecido y poblado de conciencias indecentes, capaces de todo. Aclaro, entonces, que no había tal adversario de gigantescas proporciones, sino que los militares lo inventaron para justificar su praxis de muerte. A comienzos de 1976, la guerrilla ya casi estaba derrotada. La lucha se llevó a todos los campos de la nación que pudieran incomodar el plan económico. Emilio Mignone narra —en Iglesia y dictadura— que el padre del segundo de Martínez de Hoz (Walter Klein) le contaba su disgusto por la persistente lucha de los delegados de Acindar, que eran veintitrés y no cejaban en sus intentos reivindicativos. Apareció el general López Aufranc y le dijo con su sonrisa tan elegante que helaba de espanto a cualquiera: «No se preocupe, doctor. Ya están todos bajo tierra». Ahí estuvo la lucha contra la «subversión armada». Y con los abogados, los psicólogos, los intelectuales [llamados «ideólogos de la subversión»] y también se desarrolló en medio de actos aberrantes como los botines de guerra y el robo de niños). De modo que la reivindicación que hacía Kirchner del Estado no caería bien entre los hombres de las corporaciones. Pero no mucho más. El resto era el discurso más o menos tolerable de un presidente que asumía con una cantidad de votos muy reducida, herencia que su adversario le había dejado. Pero, de pronto, el Flaco dice: «Formo parte de una generación diezmada, castigada con dolorosas ausencias; me sumé a las luchas políticas creyendo en valores y convicciones a las que no pienso dejar en la puerta de entrada de la Casa Rosada». ¿Cómo, qué decía, me hablaba a mí, a mis amigos, a nuestra generación? Absurdamente tuve ganas de decirle al televisor, mirándolo a él, ahí, en la pantalla:
—Yo también formo parte de una generación diezmada.
Era la primera vez que un presidente se asumía como tal. Hacia fines de 1982, Alfonsín dijo en un discurso:
—«Una represión brutal segó vidas sin piedad».
Recuerdo que me estremecí. Fue un acto de gran coraje. Además me gustó la frase «segó vidas sin piedad». El uso del verbo segar y su evocación a la siniestra guadaña de la Muerte eran potentes, expresivos. Todos le dijeron a Alfonsín que era un provocador. Los radicales que se le oponían y la mayoría de los peronistas. Pero se la jugó a fondo en ese discurso. Alfonsín es un político que tiene momentos brillantes y, luego de la aflojada ante los carapintadas («La casa está en orden», etc.), momentos opacos, que yo, al menos, lamenté mucho: derogación de las leyes de Punto Final y Obediencia Debida y sobre todo el Pacto de Olivos, que posibilitó la reelección de Menem y está rubricada por una foto ilevantable, sin retorno, que se tomó con el riojano abrazándolo y con una sonrisa de triunfo, de alegría, de no sé qué mierda. Pero el hombre de Chascomús era un radical y nada tenía que ver con nuestra generación. Este Flaco, en cambio, lo decía claro: Pertenezco a una generación diezmada. Hay politólogos de los diarios hegemónicos que afirman que los problemas del gobierno de Kirchner se originan en esta frase: en su adhesión al setentismo. Sucede que para estos señores el setentismo son los Montoneros. Han bajado esa línea desde los medios y, hoy, cualquier tipo que anda por ahí dispuesto a que le llenen la cabeza con cosas de las que no sabe ni sabrá nada porque no se ocupará en averiguar ni en preguntar, dice: «Tenemos un gobierno Montonero». Por si fuera poco, la burrada mayor y también la canallada mayor radican en totalizar en la fórmula los setenta toda la riqueza de una época. No existen los setenta. Había tantos grupos y proyectos diferenciados que, en caso de existir, sólo pueden existir en tanto diferencia, en tanto caleidoscopismo, en tanto enfrentamientos continuos, acuerdos también continuos, en tanto riqueza de una época imposible de meter en una simple fórmula.
Pero Kirchner había dicho mucho más. Había mencionado las luchas y las convicciones. Eso le dio entidad a esa generación. Todo tenía peso. Nada era líquido. Se vivía una ontología fuerte. No una ontología virtual como hoy. Las luchas y las convicciones entregaban un sentido a la vida. No eran elecciones frívolas. No se tomaban por frivolidad, aburrimiento o indiferencia. El riesgo era un factor constante. Todos lo sabían: en cualquier lugar de la militancia en que se estuviera se corría el riesgo de perderlo todo. El riesgo, al ser total, se identificaba con la muerte. Se estuviera o no en los fierros. Los militantes de superficie podían pasarla peor. Podían, por ejemplo, militar en una Unidad Básica y una tardecita cualquiera pasa una camioneta del C de O y descarga las balas de tres metralletas al azar, contra cualquiera. Total, el que esté en esa Unidad Básica de la jotapé tiene que ser un enemigo. Por eso Kirchner habla de luchas y convicciones. Sólo convicciones muy fuertes podían justificar compromisos tan hondos, tan extremos. Pero dice todavía algo más agresivo para sus oyentes de derecha. Dice que esas luchas y esas convicciones no las piensa dejar en la puerta de la Casa Rosada. Es decir, va a gobernar con ellas. No ha dejado de ser el que fue, como tantos. Y lo aclara: «No creo en el axioma de que cuando se gobierna se cambia convicción por pragmatismo. Eso constituye, en verdad, un ejercicio de hipocresía y cinismo. Soñé toda mi vida que este, nuestro país, se podía cambiar para bien. Llegamos sin rencores, pero con memoria. Memoria no sólo de los errores y horrores del otro, sino también memoria sobre nuestras propias equivocaciones. Memoria sin rencor que es aprendizaje político, balance histórico y desafío actual de gestión». Advierte que no se entregará al pragmatismo. (Atención desde ya a esta promesa). Y después: «Llegamos sin rencores pero con memoria». Aquí estaba contenida la decisión de los juicios a los militares genocidas. Sin rencor, pero con memoria. Tengamos siempre presente que en nuestro país la existencia de las Madres y las Abuelas fue la que frenó las venganzas por mano propia. No se mató a ningún represor. Por eso es falso hablar de venganza. A los asesinos se los juzga. No se los tortura. No se los tira de un avión al Río de la Plata. Y las familias siempre saben dónde están. Revancha sería aplicar el mismo procedimiento que los desaparecedores aplicaron. Aunque, ¿de dónde sacar tanta crueldad? ¿Quién sino nuestros militares desaparecedores se educaron bajo la Doctrina Francesa de Seguridad Nacional? Esa memoria, sigue, abarca los «errores y horrores del otro» y las equivocaciones propias. Pero es justo que hable de los «horrores del otro», porque en el campo de los masacrados se padecieron los horrores, no se cometieron. Y las organizaciones guerrilleras tuvieron algunos lamentables, imperdonables errores que han sido cuestionados a fondo y sobre el gran error de haber acudido a la violencia luego del 25 de mayo de 1973, cuando un Gobierno Popular, el del doctor Cámpora, recupera la democracia. Ahí debió terminar la violencia. (Todos estos temas están exhaustivamente tratados en mis dos volúmenes sobre Peronismo. Filosofía política de una persistencia argentina. Pronto saldrá el segundo tomo. Necesito, de todos modos, anotar algunos puntos aquí).
El discurso termina con una frase también alentadora, también irritativa para el establishment. ¿Saben por qué? Seamos claros: porque el establishment está básicamente de acuerdo con Videla. Lamenta que lo haya hecho tan mal, con una brutalidad que no podía sino trascender, con un plan económico arruinado por la corrupción, por la deuda innecesariamente contraída y por una guerra contra un eterno aliado de la Argentina (el Imperio Británico, del que fuimos una de sus joyas más preciadas) que sólo podía terminar en el desastre conocido. Dice Kirchner y finaliza: «Les vengo a proponer que recordemos los sueños de nuestros patriotas fundadores y de nuestros abuelos inmigrantes y pioneros, de nuestra generación que puso todo y dejó todo pensando en un país de iguales». ¿Qué es esto? Este hombre está loco. ¿Cómo se permite situar en un mismo nivel a nuestros patriotas fundadores y a su maldita generación de guerrilleros? Imperdonable. «Tendremos que estar muy atentos», se dicen. Se lo dicen ellos, la Embajada de Estados Unidos y la CIA. Se viene un gobierno populista. Que, además, reivindica las luchas que en el pasado tuvimos que sofocar a sangre y fuego.