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LAS ÚLTIMAS SETENTA Y DOS HORAS DE MI PADRE

 

 

 

Al cabo de una larga búsqueda en distintos lugares de Medellín, finalmente encontré la casa de Luz, una prima de mi padre, la última persona que el 2 de diciembre de 1993 lo vio con vida junto a Limón, su chofer y guardaespaldas.

Luz es una señora de aspecto amable que no se involucró en actividades ilícitas, pues la unía a mi padre un amor de familia, no un interés económico. Él lo sabía muy bien y por eso le confió su vida y su seguridad en los momentos finales de su existencia.

Luego de contarle el propósito de mi repentina aparición en su casa, Luz aceptó hablar por primera vez con alguien sobre las setenta y dos horas que antecedieron a la muerte de mi padre. Su relato, lleno de datos que yo desconocía, me produjo tristeza porque no deja duda del proceso de deterioro que él vivía cuando ya sus enemigos le habían quitado prácticamente todo y nosotros, su familia, afrontábamos un serio peligro en Bogotá.

Ello explica por qué en sus últimas horas de vida mi padre violó todos los protocolos de seguridad e hizo numerosas llamadas —incluidas las que realizó a Residencias Tequendama para hablar con nosotros—, sin importarle que al identificarse con su nombre propio les facilitaría la tarea a los policías, que tenían intervenidos los teléfonos y aprovecharían para rastrear el lugar desde donde provenía la llamada.

Luz me contó que tres meses después de escapar de la cárcel La Catedral —aproximadamente, en octubre de 1992—, mi padre llegó inesperadamente a su casa del barrio La Paz, de Envigado. Ya era pasada la medianoche cuando alguien tocó varias veces en la puerta, hasta que ella y sus dos hijos mayores despertaron.

La sorpresa de Luz fue inmensa al ver que mi padre —de nuevo el hombre más buscado del mundo— se arriesgaba a ir al barrio que lo vio nacer y crecer como benefactor y delincuente. Justamente allí se había concentrado buena parte de la búsqueda de mi padre, y los allanamientos, detenciones y operaciones policiales y militares eran cosa de todos los días.

—¿Qué hubo, primita? ¿Qué más? ¿La desperté? Qué pena, pasaba a saludarla. ¿Cómo han estado? —dijo mi padre, disfrazado con peluca, gorra y gafas transparentes.

—Ay, Pablo, qué emoción verlo por aquí, mijo; venga, bien pueda, pase. ¿Vino solo? —preguntó Luz, entre desconcertada y emocionada por la llegada de su primo, al que no veía desde hacía tiempo.

—Sí, fresca, que vine solo.

Un rato después de recordar anécdotas de la familia, mi padre le pidió que hablaran en privado en una de las habitaciones de la casa. Ella asintió.

—Oiga, primita, ¿a usted le daría miedo cuidarme en secreto en una casita en Medellín?

—Mijito, para mí sería una alegría poder ayudarle en lo que humanamente pueda. Cuente conmigo —respondió de inmediato, sin medir el problema en que se iba a meter.

—Ah, pues yo sí le agradezco mucho. Cuente con que le voy a colaborar también. Entonces, vea, le voy a dejar esta platica para que compre una casa en el barrio Los Olivos. Es un sector tranquilo donde me puedo esconder por algún tiempo. Mucho ojo pues, que no le puede contar a nadie, ni a sus hijos, ni a su mamá siquiera. ¡A nadie!

Luz recordó que en las siguientes semanas mi padre la visitó con regularidad aunque por pocos minutos, para darle a conocer sus reglas de seguridad, enfocadas ahora en la puntualidad. No exagero cuando digo que mi padre le exigía a todo aquel que estuviera con él que sus relojes estuvieran perfectamente sincronizados, incluido el segundero. Él siempre nos decía que un minuto era la diferencia entre vivir o morir. A Luz también le insistió en no usar el teléfono, porque sabía lo peligroso que era. Y le repitió la misma frase que muchas veces me dijo a mí: «El teléfono es la muerte». Asimismo, eligieron tres sitios de la ciudad donde se reunirían si era necesario y les pusieron nombres en clave.

Así pasaron varios meses hasta que a mediados de noviembre de 1993 Luz adquirió la casa en la carrera 79 número 45 D-94, la que sería la última guarida de mi padre; era una construcción tradicional de clase media, con garaje, sala, comedor y cocina, escalera de acceso a la segunda planta, tres habitaciones y dos baños. A mi padre le gustó especialmente, recuerda Luz, porque en la parte de atrás del segundo piso tenía una salida al tejado, que colindaba con la vivienda vecina.

—Duré un año viéndome con su papá mientras yo organizaba las cosas. Él me decía qué hacer y yo hacía caso en todo. Pero vea, qué tristeza, en esa casa solo alcanzamos a permanecer como diez días, nada más.

Luz recuerda que durante los primeros días de permanencia en la casa, notó a mi padre muy abatido, preocupado por la incertidumbre que le generaba nuestra seguridad, pues se había enterado de los hostigamientos de los Pepes —la organización clandestina creada por sus enemigos para perseguirlo— al edificio Altos en Medellín, donde mi madre, Manuela, mi novia y yo estábamos refugiados, presuntamente bajo la protección de la Fiscalía.

La desazón de mi padre aumentaba con el paso de las horas, porque ya en ese momento no podíamos comunicarnos y solo se enteraba de lo que sucedía por los noticieros de televisión. Su descontrol aumentó entre el 28 y 29 de noviembre, cuando se produjo nuestro intempestivo y a la vez fallido viaje a Alemania, donde buscábamos permanecer en calidad de exiliados.

Intrigado por la manera como se desarrollaron las últimas horas de vida de mi padre, temía que Luz fuera desvelando a cuentagotas la intimidad de esos momentos al lado de él, en tan triste época de mi vida personal y familiar. En efecto, ella terminaría por describir a mi padre como jamás yo lo hubiese querido ver, como nunca se habría mostrado ante nosotros, que fuimos sus más grandes afectos. En otras palabras, Luz vio a Pablo Escobar derrotado por la impotencia de no poder proteger a su familia.

—El hombre sufrió mucho con la expulsión de ustedes de Alemania; él no esperaba eso porque como a Nicolás, el hijo de Roberto Escobar, lo habían dejado entrar sin problema, pensó que a sus hijos y a su esposa les sucedería lo mismo.

Tal como dice Luz, el hecho de que el Gobierno alemán nos forzara a regresar a Colombia obligó a mi padre a repensar la manera de contraatacar y continuar la guerra. Con su familia en Colombia, él quedaba maniatado porque sabía que los siguientes objetivos de los Pepes éramos nosotros, que ahora estábamos confinados en un apartamento en Residencias Tequendama en Bogotá, y sin salida a la vista.

—Él estaba desesperado. Lo veía muy preocupado, caminaba de un lado para otro. Yo me acostaba y lo sentía caminar por la casa. Entonces me quedaba dándole conversación para distraerlo un poco. Hablaba mucho de ustedes, de la niña y de las novelas que veían juntos. Por la noche escribía y me daba pesar verlo cómo caminaba para arriba y para abajo sin parar. Él era muy callado, pero cada rato me preguntaba si no me daba miedo estar ahí, con una persona tan buscada. Yo le contestaba que estaría con él sin importar lo que me pasara. Pero algo debió ocurrir a última hora porque el 30 de noviembre me dijo que se iba a hablar con el Gordo y que más tarde regresaba —recuerda Luz.

Intrigado por el inesperado impulso de mi padre de buscar al Gordo ese día de noviembre, a menos de setenta y dos horas de su muerte, fui a un lugar donde me dijeron que trabajaba en el centro de Medellín y ahí lo encontré.

El Gordo y su ahora exesposa, Gladys, fueron los dos guardianes de más confianza que mi padre llegó a tener a su servicio. Con ellos estuvimos más de un año encerrados en diferentes lugares de Medellín y jamás lo entregaron, pese a la gran cantidad de dinero que el Gobierno ofrecía de recompensa por su paradero.

Según el relato del Gordo, ese martes, el último día de noviembre, mi padre se veía desconsolado porque nosotros habíamos caído en una encerrona del Gobierno, y ello lo obligaba a replantearse las opciones que había contemplado para arrodillar nuevamente al Estado. Pero como ha sucedido con otros relatos de este libro, lo que me contó el Gordo me llamó la atención porque nunca había escuchado que mi padre tuviera intenciones de seguir peleando, pues tenía entendido que se había quedado prácticamente solo después de la muerte de su último lugarteniente, Alfonso León Puerta Muñoz, el Angelito, abatido por el Bloque de Búsqueda el 7 de octubre anterior.

Por el contrario, según el Gordo, mi padre no se quedó quieto a pesar del duro golpe que significó la muerte de Ramón —como le decíamos en clave a Angelito— y se proponía ejecutar un macabro plan para recuperar el dinero que había perdido a causa de la confrontación.

—Su papá me dijo que iba a secuestrar a todos los ricos de Llanogrande y Rionegro cuando estuvieran reunidos en las fiestas de diciembre; que les iba a caer de sorpresa, y para hacerlo tenía listos cien muchachos con fusiles porque el plan era quitarles un billete bien largo. También dijo que sabía de varios lugares para esconder a los secuestrados mientras pagaban el rescate. Al final me pidió que cuando me diera una señal yo me fuera para Bogotá a buscar un par de lugares para quedarnos quietos durante un tiempo.

El Gordo debió observar mi cara de sorpresa porque agregó que vio a mi padre muy decidido a llevar a cabo ese plan, solo cuando nosotros estuviésemos a salvo.

—Pero, Gordo, ¿no era pues que mi padre ya tenía decido unirse al ELN como lo había contemplado desde comienzos de enero de ese año, cuando sacó un comunicado en el que hablaba de Antioquia Rebelde? —pregunté desconcertado porque evidentemente había cambiado de planes.

—No. Su papá estaba decidido por la vuelta grande de secuestrar a ese poco de gente y refugiarse en Bogotá para continuar con los secuestros masivos en las zonas donde viven los más ricos.

El Gordo recuerda que mi padre le dijo que regresaba al lugar donde estaba escondido con una prima y con Limón porque quería estar con ellos al día siguiente, el de su cumpleaños número cuarenta y cuatro.

De regreso a la charla con la prima Luz, en la mañana del miércoles 1 de diciembre de 1993, mi padre se levantó, como siempre, poco antes del mediodía, y se encontró con una botella de champán y una torta de chocolate que ella había comprado con una de mis tías.

Quedaron en partir el bizcocho antes de la comida y entre tanto mi padre se fue a su habitación y de forma inusual llamó por teléfono al Gordo a un escondrijo conocido como la «casa azul», algo que no había hecho antes; con esa actitud dejó en evidencia que estaba perdiendo el control de la situación, pues claramente empezaba a dejar de lado las reglas de seguridad que hasta ese momento lo habían mantenido con vida.

—Ah, Gordo, yo estuve pensando y definitivamente no nací para trabajar para nadie, hermano. Yo no me voy para ningún monte, las güevas. Por allá le llego mañana, no se vayan a ir de ahí que seguimos con el otro plan.

Sobre las seis y media de la tarde, Luz llamó a mi padre y a Limón al comedor de la casa para partir la torta y brindar con una copa de champán.

—Yo canté el Happy birthday, pero pasó una cosa muy rara porque cuando íbamos a brindar, a Limón se le cayó la copa pero no se rompió. Cayó parada. Yo dije «ay, qué alegría», pero Limón respondió: «Eso no es bueno, eso es que algo malo va a pasar». Su padre se quedó callado.

Luego de comer un pedazo de torta y de beber varios sorbos de champán, mi padre subió de nuevo a su habitación.

En la mañana del día siguiente, 2 de diciembre, mi padre volvió a violar sus reglas de seguridad y llamó a la casa azul. Para complementar esta parte del relato localicé en Medellín a Gladys —exesposa del Gordo—, quien me dijo que recordaba ese momento como si fuera hoy.

—Fue muy raro hablar ese día por teléfono con el Patrón porque él había dejado órdenes expresas de que bajo ninguna circunstancia atendiéramos ni hiciéramos llamadas. Es que ese número solo lo tenía su papá. Usted sabe que él nos decía que para comunicarnos lo hiciéramos desde teléfonos públicos. Pero ese día tuve la corazonada de que era él el que llamaba, porque el teléfono no paraba de sonar. Pensé que me iba a regañar por haber contestado, pero me decidí y en efecto era el Patrón. Me dijo que no nos moviéramos de ahí, que lo esperáramos al día siguiente y me pidió que le pasara al Gordo.

Tras la descripción de esta breve charla con mi padre, Gladys, una mujer «sin nervios», como se define ella misma, me contó varias cosas más que contribuyeron a descifrar las últimas horas de vida de mi padre.

—Juan Pablo, me da pena lo que le voy a decir pero a lo último él ya estaba muy corridito, qué tristeza. Después de la muerte del Angelito y para probar que todavía era capaz de todo, se le dio por salir a hacer retenes en Medellín con uno o dos muchachos más. Yo le decía «señor, ¿qué me le está pasando?». Y él me respondía «no me está pasando nada»; luego le daba una fumada a su cigarrillo de marihuana y bromeaba lanzándome el humo en la cara.

Saber que mi padre estaba perdiendo la lucidez me produjo una gran congoja porque significaba que había dado resultado la estrategia de sus enemigos de aislarlo de su familia y acorralarlo para que cometiera errores.

—Es que él no les dijo nada, pero cuando ustedes se fueron de la casa azul para Altos del Campestre a someterse a la protección de la Fiscalía, estaba seguro de que no los volvería a ver. Se la pasaba sentado todo el día. Yo le decía que comiera y él respondía que más tarde, que no tenía hambre. Lo agobiaba la incertidumbre de no saber qué pasaría con usted y con Manuela. Él estaba muy mal. Se estaba enloqueciendo. Caminaba y caminaba sin parar por toda la casa.

Luz continúa el relato y me cuenta que hacia las once de la mañana, como había previsto con mi padre, salió de la casa a hacer algunas compras y de paso a visitar a sus hijos. Mi padre le pidió regresar a las tres en punto porque tenía que salir a hacer algo y le advirtió que si no llegaba a esa hora no lo encontraría. Ella respondió que no había problema y que llevaba apuntada la lista de encargos: varios blocs de notas, cajas de lapiceros, lápices, borradores, artículos de aseo, medicinas, encendedores y linternas.

—Les dejé el almuercito listo. Hice tajadas de plátano maduro fritas y una olla llena de espaguetis en salsa blanca. Recuerdo que cuando salí él estaba marcando el número para llamarlos a ustedes.

En la tarea de reconstruir esas últimas horas de mi padre encontré que mientras Luz estaba de compras, él llamó a un teléfono móvil que semanas atrás le había hecho llegar a mi abuela Nora para que solo hablaran en caso de emergencia. Era la única manera de enterarse en detalle de qué sucedía con nosotros. Según constaté, minutos antes de las tres de la tarde del 2 de diciembre, mi padre marcó ese número pero la llamada no la contestó mi abuela, sino un viejo amigo de la familia que estaba de visita en ese momento. Era Narquito, como cariñosamente él le decía.

Busqué a Narquito y me contó que en efecto mi padre le reconoció la voz enseguida y lo saludó como siempre, como si nada estuviera pasando; pero recuerda que quienes estaban en ese momento en el apartamento de mi abuela se asustaron mucho porque un helicóptero sobrevoló frente al edificio. Presa del pánico, mi abuela le gritó a Narquito que colgara el teléfono; mi padre entendió el motivo de la gritería y solo atinó a decirle a Narquito: «¿Qué hubo pues, hermano, muy amañadito vivo? Fresco que de esta salimos».

Sin saber lo que sucedía, Luz se encontraba en ese momento en un supermercado cerca de la casa, cuando una señora cayó al suelo y ella la ayudó a reincorporarse. Luego le compró un café y solo en ese instante se dio cuenta de que estaba retrasada. Salió corriendo. Iba muy preocupada porque mi padre le había advertido que tenía que salir de la casa alrededor de las tres.

Eran las tres y media de la tarde cuando llegó al barrio Los Olivos y observó movimientos anormales. La calle donde estaba la casa había sido acordonada y la gente empezaba a aglomerarse alrededor. Luz intuyó que algo había pasado con mi padre y no dudó un segundo en tomar un taxi rumbo a su casa en el barrio La Paz.

Ella sabría mucho tiempo después que en sus momentos finales mi padre se obsesionó en hablar con nosotros y esa fue su perdición. En aquella hora fatal mi padre tenía claro que las opciones se le habían agotado y ya no tuvo duda de que debía elegir entre su vida o la de sus seres más queridos. Entonces optó por el camino de permitirnos seguir con vida y suicidarse él; con ello confirmó el infinito amor que le profesó a mi madre, a mi hermanita —que era su adoración— y a mí.

Desde la soledad de su encierro y cada vez más aislado sin poder reaccionar, mi padre tenía claro que era cuestión de días que nosotros fuéramos víctimas de un atentado porque estábamos sometidos al «esquema de seguridad» proporcionado por el Gobierno y por la Fiscalía. Los Pepes sabían de sobra que si nos atacaban a nosotros, mi padre sería muy vulnerable.