EPÍLOGO

Tras el discurso, mis índices de popularidad subieron desde menos de un treinta por ciento hasta más del ochenta por ciento. Sabía que no iba a durar, pero qué bien me sentó verme fuera de las mazmorras.

Recibí algunas críticas por utilizar el discurso para impulsar mi programa político, pero quería que los estadounidenses supieran lo que deseaba hacer por ellos y aun así abrir posibilidades para trabajar con los del otro lado.

El presidente de la Cámara ha colaborado a regañadientes. En el transcurso de dos semanas, las dos cámaras han aprobado con amplias mayorías una ley que exige unas elecciones más honestas, inclusivas y verificables y que cuenta con una partida económica para la transición a un sistema de voto que no se pueda piratear, empezando con las papeletas de papel de toda la vida. El resto del programa sigue pendiente, pero tengo la esperanza de que, con las concesiones y los incentivos apropiados, podremos sacar adelante muchas más cosas. Ha habido, incluso, algunos movimientos respecto a la prohibición de las armas de asalto y sobre una ley que establezca una comprobación de antecedentes penales verdaderamente exhaustiva.

El presidente de la Cámara sigue sin decidirse sobre su próxima jugada. Se enfadó conmigo por haber denunciado su conducta en público, pero también le quitó un peso de encima que no le contara al pueblo norteamericano que Rhodes quiso que la vicepresidenta Brandt nombrase a su hija para el Tribunal Supremo a cambio de convertirla a ella en presidenta.

A Carolyn Brock le cayó una lista de veinte cargos que la acusaban de diversas modalidades de traición, actos terroristas, uso indebido de información clasificada, asesinato, conspiración para cometer asesinato y obstrucción a la justicia. Sus abogados están negociando una declaración de culpabilidad con la esperanza de evitar la cadena perpetua. Es tan descorazonador en tantos aspectos… Su traición a todo aquello por lo que tanto trabajamos, el brillante futuro que podría haber tenido de no haber sucumbido a una ambición irresponsable, pero, sobre todo, el impacto sobre su familia. Todavía hay ocasiones en que me sorprendo pronunciando su nombre cuando estoy perdido en mis pensamientos con alguna cuestión complicada.

Mientras tanto, por fin he dejado que la doctora Lane me recete el tratamiento de proteínas además de una inyección de esteroides. Mi recuento de plaquetas ronda tranquilamente las seis cifras. Me siento mejor, y no tengo que preocuparme por si voy a caerme muerto como se me pase un poco la hora de tomarme las pastillas. Además, también es agradable que no te disparen.

Y, gracias a Dios, mi hija ha retomado su vida y respira más tranquila.

La cobertura informativa de los medios generalistas, de derecha a izquierda, se ha vuelto más franca, no tanto a causa de mi discurso sino porque, al menos por ahora, los estadounidenses se están alejando de los medios extremistas hacia otros que les ofrecen más explicaciones y menos ataques personales.

Envié a alguien a ver al vagabundo, el veterano que conocí en la calle después de desaparecer. Ahora está en terapia de grupo y recibe ayuda para encontrar un trabajo decente y una vivienda asequible. Y parece que el Congreso apoyará un programa para reducir las muertes de ciudadanos desarmados, aumentar la seguridad de los agentes de policía y poner a las juntas vecinales a trabajar con las fuerzas del orden.

No sé qué nos deparará el futuro. Lo único que sé es que el país que yo amo ha recuperado la esperanza.

Al finalizar la Convención Constitucional de Filadelfia, un ciudadano le preguntó a Benjamin Franklin qué tipo de gobierno nos habían dado los fundadores, y él respondió: «Una república, si son ustedes capaces de conservarla». Eso es un trabajo que ningún presidente puede hacer solo. A todos nosotros nos corresponde conservarla. Y llevarla a su máxima expresión.