La caja de píldoras Cuento del año 8

I

En una esquina de la gran meseta de Castilla la Nueva, en medio de las enhiestas cumbres de rudas sierras, todas señaladas con pintorescos nombres por la imaginación del vulgo, gran geógrafo y gran poeta, hay una ciudad, capital de provincia y punto de residencia de un obispo. Esta ciudad se halla tendida a la mitad de una cuesta. Allá arriba, un ingente picacho, siempre arrebujado en nieves o en nubes, la saluda como exhortándola a proseguir su interrumpida ascensión; allá abajo, un río, que viene desde largas tierras, lava sus pies, y después de cumplida su misión de homenajes, déjase tragar por los tres ojos de un puente de piedra. Las casas se agarran unas a otras por no despeñarse en aquel plano inclinado, y las hay con tantos pies de altura como siglos de antigüedad, y estos no son menos de ocho; lo cual significa que la ciudad es de las históricas, según lo declaran señaladamente cuatro o cinco edificios, a cuyo alrededor los otros se agrupan. Es uno de estos edificios la catedral; otro, una desmantelada capilla que perteneció a los caballeros templarios, y hoy pertenece, si no de derecho, de hecho, a turba innumerable de murciélagos, bichos y lechuzas, que en las hornacinas fabricaron sus viviendas, y se dan grandes paseos bajo las solitarias arcadas de granito, libres de toda sorpresa; otro, la cárcel, hecha de pura piedra, con rejas machihembradas espesísimas, y el último, el castillo, en lo más alto de la ciudad y cual avanzada de la hueste de construcciones, detenida como por el cansancio en el escalamiento de aquel nido de águilas. Pero no se crea que es todo vejez antipática y antigüedad horrible en aquel pueblo. Tiene también su lado bello y poético, y es este aquel en que dos ríos celebran su himeneo y siguen ya unidos, y ya ensanchando su caudal, como acontece a los esposos humanos, y si no les acontece, debía. Embellécese de improviso el lecho de los ríos, y para celebrar sus bodas, sin duda alguna, surgen de ambas orillas ejércitos de juncos, que inclinan al aire su cabeza, flexibles cortesanos, golpeándose unos contra otros; algunas matas de lirios azules, estas más escasas, para probar aquel dicho de que lo bueno abunda poco, sin que falten en segundo término blancos álamos, gigantes del reino vegetal, que hunden sus pies de mil raíces en las blanduras de la tierra húmeda, y agitan sus pomposas cabezas en el cielo.

Otro puente se sube en zancos para mirar al desmedrado río que viene a su encuentro; y tan arriba se encarama, que no alcanza a descubrir el arroyuelo, semejante en esto a muchos sabios, que tanto se encumbran en alas del pensamiento, que no pueden distinguir luego las cosas más vulgares de la vida.

Esta es, plus minusve, la ciudad de Cuenca, cuyo nombre apunto porque no ha de ser para cosa que la deshonre ni quite su justa fama, adquirida en luengos años de historia agitadísima y sangrienta.

II

Fue al acabar el año de 1808, uno de los más borrascosos para la historia patria, cuando ocurrían en el continente europeo cosas memorables, que durante mucho tiempo han dado, dan y darán que hacer a las plumas y las prensas de todo el mundo; cuando comenzaba aquella pasmosa función de pólvora que nos dio el Gran Corso, y cuando tuvo origen la frase, repetidísima luego, de que «comenzaba a eclipsarse la estrella del Capitán del Siglo», de aquel hombre que nació a su vida extraordinaria de genio en Tolón.

Pero todo esto se halla escrito, y en cambio no lo están, por ser sin duda de menor trascendencia, ciertos sucesos que ocurrieron en la muy noble y muy leal ciudad de Cuenca, y que yo quiero referir a mis lectores si el cielo me da acierto y a ellos paciencia.

Era un frío digno de Rusia el que se sentía aquella noche —porque era de noche cuando comenzó la cosa— y las nieves de la vecina sierra, a cuyo pie se acuesta la población, enviaban con las ráfagas del aire su aliento helador irresistible. En aquella bendita época en que nuestros padres se ocupaban en arrojar de España la plaga de franceses que nos cayeron encima a modo de destructora langosta, claro es que no había aún en las casas las chimeneas francesas que ahora nos templan las habitaciones, y las tertulias se congregaban en torno del hogar de la cocina, si no eran de las más encopetadas y linajudas.

Calentándose al amor de cuatro enormes leños y chisporroteadoras támaras hallábanse unas cuantas personas de diversos sexos y edades en la cocina del Sr. D. Diego de la Porcuna, canónigo magistral de la catedral conquense, poco después de las siete de la tarde. Eran estas personas: D. Felipe Hinestrosa, boticario, ex alcalde, ex joven y otros varios ex no menos dignos de remembranza; D.ª Inés Alegría, joven esposa del ex alcalde, bonita, pálida y con dos ojos negros como dos pedazos de azabache, y más charlatanes que un escolar; el referido señor Magistral, cuyo cuerpo rebosaba en el amplio sillón de cuero, con lo que dicho se está si era obeso y grande; don Ramón Solorzano y Gutiérrez, individuo de la Junta Suprema de Gobierno, varón heroico, decidido a demostrar con las armas el odio que en su pecho sentía hacia los gabachos, como él los llamaba; doña Isidora Peransurez, viuda también, sexagenaria, legado horrible que el siglo XVIII dejaba a su sucesor, cuya señora ejercía el cargo de ama de llaves del Magistral; y el padre Anselmo, a secas, fraile capuchino que tomaba tabaco ferozmente, y al respirar soplaba como un fuelle.

Estas eran las personas que, sentadas cuál en pequeña banqueta, cuál en silla de paja, cuál en sillón —que en esto se observaba en aquellos históricos días rigurosa etiqueta, según la posición social y jerarquía de los tertulianos—, conversaban junto al fuego la fría noche de diciembre en que comienza esta historia.

—Desengáñese V., padre Anselmo —dijo D. Ramón Solorzano mientras con ambas manos se atusaba el bigote—, desengáñese usted. Los franceses nos obligarán a salir de Cuenca esta misma semana, y yo estoy prevenido para ello. Esos avisos divinos que V. recibe serán muy ciertos —añadió luego de un rato de silencio Solorzano, que a no dudar estaba tocado de la filosofía de Voltaire—; pero en otra ocasión nos engañamos de medio a medio. No, sino fiémonos de Dios y no pongamos de nuestra parte aquello que sea menester, y nos dejarán como a San Bartolomé desollados.

—Usted todo lo ve oscuro, D. Ramón —contestó el fraile, sacando su caja de rapé, que era un bote de hoja de lata que podía contener hasta media libra de polvo—. Yo creo que a ese Napoleón de los diablos le ocurrirá una desgracia el día menos pensado. Ya verá V. como después de una de esas famosas batallas que meten tanto ruido, y cuando él se imagine que superó con sus glorias las de un Alejandro macedón, le sale al encuentro el demonio en persona, en figura de caballero andante, y le reta a singular duelo, y con un montante de llamas lo divide por la cintura y…

—Niñerías, padre Anselmo —replicó el juntero—. Lo propio decía V. la noche del 2 de julio, cuando entraban por la Carretería las tropas de ese maldito Carlincourt, y al día siguiente… ¡Ah!… no quiero acordarme.

—Sí; más vale no hablar de aquella infame acción —exclamó D.ª Isidora, suspendiendo un instante la esgrima que continuamente tenían trabada las agujas de la media, en cuya obra era consumada maestra—. ¡Qué de robos, qué de asesinatos, que de…! El diablo no se atreve a hacer lo que ese Caricruz o como se llame… Romper la custodia de plata de la catedral, que pesaba cuatro arrobas, y llevársela… ¡Ave María Purísima!… El señor Magistral y yo rezamos todas las noches antes de acostarnos un trisagio para aplacar la cólera de Dios, que habrá de haber excitado tamaña herejía.

—Y es poco un trisagio —dijo D. Diego—; poquísimo. Misas diarias, funciones incesantes, el Santísimo Sacramento en perpetuo manifiesto; todos los órganos y todos los niños de coro del mundo entonando las lamentaciones de David, y todos los hombres ayunando a pan y agua siete años, no fueran parte a calmar la irritada justicia de Dios entre las impiedades del siglo… ¡Esa Francia, ese extranjero está en poder de Satanás! Después de haber cortado la cabeza al Rey, al representante de Dios, osan poner la mano en lo más respetable. ¿No opina usted como yo, Sr. D. Facundo, que los hombres van derechamente al abismo de su total perdición y ruina? ¿No imagina V. que Dios acabará por enviarnos una nube de fuego como a las ciudades de la Pentápolis? Siquiera hubo entonces un Lot, un justo. No acontecerá ahora lo mismo; sino que todos, unos por criminales y otros por negligentes, mereceremos la cólera divina.

Y al acabar este párrafo, dio un hondo suspiro de su hercúleo pecho, y tomó de manos del padre Anselmo el bote del rapé, que abrió cuidadosamente.

—Cierto, señor Magistral —contestó Solorzano— que somos dignos de todo castigo por nuestros pecados; pero no se trata de eso. Uno de los grandes deberes del cristiano es defender su patria, y aquí, francamente, no hemos respondido al llamamiento de nuestra madre. Este es nuestro crimen mayor. Madrid ha escrito la más brillante página de su crónica el 2 de mayo, y aquí… vergüenza me da decirlo… aquí solo hemos logrado ponernos en ridículo con inútiles bravatas, bien pronto desmentidas.

Sonaron dos golpes en la puerta de la calle, y don Felipe Hinestrosa, que hasta entonces permaneció mudo, dijo con tono de mal humor:

—Vamos… Ya está ahí el médico.

III

En efecto, tenía razón el boticario. Era aquel señor rubio, mozo y bien parecido que entraba en la estancia, un médico licenciado por la Complutense, que ejercía su misión humanitaria en Cuenca. Tendría como unos treinta años; barba sedosa y abundante, y sus ojos muy expresivos y agradables; el semblante con todas las señales de la robustez, la salud y la inteligencia; ancha la frente, desdeñosos los labios, que se contraían a menudo con suave sonrisa, enseñando dos filas de dientes blancos y pequeñitos, dignos de una dama. Su estatura era alta; su mano breve y cuidada como joya que se estima en mucho, y en todas sus partes demostraba gentileza y donaire. Atendía al nombre de D. Antonio Olivares, y era hijo único de un marchante de Extremadura, rico en extremo, si bien desprovisto de todo escudo, blasón o ejecutoria noble, de lo que no se le daba un ardite ni al marchante ni a su unigénito.

Este era quien entró en la cocina del Magistral, sombrero en mano, diciendo afablemente:

—Buenas noches… ¿Usted por aquí, D.ª Inés?… Felices, señor Magistral… ¡Calle!, pues si también ha venido mi señor boticario… ¡Cuánto lo celebro!… Hete aquí reunido todo el arte de curar… Muy buenas, D.ª Isidora… Vengan esas manos, Sr. D. Ramón… Déjeme besar la suya, Padre.

Y así fue saludando a todos con festivas palabras y cariñoso tono.

—¿Qué se corre por la ciudad, Sr. doctor? —preguntó el canónigo—. Usted, como médico, entra y sale en todas partes, y no es mucho que sepa las noticias con oportunidad.

—Poco o nada he oído —contestó el médico, sentándose en una silla en el corro que los contertulios formaban junto al hogar—. Verdad es que adonde yo voy más bien me preguntan que me dicen noticias.

—¿Y cómo es eso? —exclamó el fraile.

—Claro se está, y no necesita explicación. Pídenme noticias del enfermo, y donde hay uno, este es el acontecimiento más notable de cuantos ocurren. Usted es quien sabe lo que sucede y lo que sucederá, padre Anselmo.

—Sí que estoy enterado, sí que lo estoy. Esta tarde me han asegurado que un ejército de 30.000 españoles, al mando del Duque del Infantado, viene a Cuenca.

—Mucho ejército me parece —observó Solorzano.

—Lo propio oí yo anoche —añadió el boticario, que desde la entrada del médico no había desarrugado el entrecejo—. Tendremos toros y cañas cuando lleguen, y vaquilla en la Plaza Mayor, y volteo de campanas, y todo género de festejos… Vaya, Inés, despídete de estos señores, que nos vamos.

—¿Tan pronto? Aguárdese, por su vida… ¡Irse ahora, que íbamos a jugar unas cuantas loterías —dijo D.ª Isidora—. Espérense y verán qué juego tan bonito. Un sobrino del señor Magistral, que está en Valencia de recaudador de la contribución del noveno, nos lo ha mandado.

Doña Isidora, no contenta con estas exhortaciones dirigidas al boticario para que se volviera a sentar (pues ya se había levantado y se arreglaba la capa con mucho tiento), cogiole por los hombros con sus manos y debió de hacerle bastante fuerza, porque él cayó de nuevo sobre el sillón que ocupaba y se resignó a esperar, aunque de malísimo gusto. No así su esposa, que, viéndole ya resignado a prolongar su permanencia en la tertulia, le dirigió una sonrisa que parecía indicar «¡qué hemos de hacer!, esposo, esperemos; complazcamos a estas gentes tan amables». Le dijo en voz alta como para quitarle el último medio de defensa contra D.ª Isidora:

—Juan cuida del despacho. Bien sabes que podemos fiarnos de su honradez.

El esculapio dirigió a su mujer, o por mejor decir, fulminó a su mujer una mirada parecida a un rayo…

IV

Este rayo, como todos los que lleva en su seno el dios de las tormentas, procedía de la combinación de los fluidos negativo y positivo que en dos nubes negrísimas se habían desarrollado, cuyas dos nubes —válgame el tropo— llenaban el corazón de D. Felipe. Sí, D. Felipe sentía dentro de su pecho unas a modo de culebras que se enroscaban, mordiéndole por dentro el corazón, envenenando su sangre. A esto le llama el vulgo estar celoso. Don Felipe hubiera dicho que era estar rabiando, porque él experimentaba todos los suplicios más horribles que el alma puede soportar, y cuantas fibras había en su cuerpo que palpitasen y viviesen, agitábanse con movimientos de indignación y furor.

—¡Yo —pensaba el boticario, mientras se deshacía una mano contra la otra a puros apretones—, yo me tengo la culpa! El hombre que a los cincuenta y seis años casa con mujer joven siembra simientes de infelicidad y desgracia. Inés cumple por mayo los veintitrés años. Yo cumpliré la semana que entra los cincuenta y seis. ¡Qué desigualdad tan propicia a deslealtades!… Y la cuerda se rompió siempre por lo más delgado, y claro es que aquí Felipe es lo flaco, lo débil y lo quebradizo… No; pues ¡vive Cristo! que no ha de ser aunque me cueste la vida. Ella se ha enamorado de ese maldito mediquillo, y el mediquillo se ha enamorado de ella. ¡Ah!… El hombre es fuego, la mujer estopa, viene el diablo y… ¿Habrá soplado ya el diablo, Dios mío?

Y el buen hombre, al llegar a este punto de sus pensamientos, se llevó las manos a la cabeza, que sudaba copiosamente.

—Sí, yo me vengaré; yo haré juntarse el cielo y la tierra, y en todo el orbe quedarán muestras de mi venganza —continuó diciéndose a sí mismo D. Felipe, con ese mudo, pero elocuente lenguaje que nuestro espíritu en ocasiones modula—. Convénzame de su crimen, y mi resolución enérgica, violenta, cruentísima, no se hará esperar ni un solo instante. La perjura morirá a mis manos, y su sangre se mezclará con la del vil amador, que así desprecia y huella con sus infames plantas los fueros de la amistad. El domingo último se vieron en la iglesia… Era misa de nueve… en San Felipe… Él le dio agua bendita al entrar en el templo… Sí, lo sé de buena tinta; lo sé por mi fiel mancebo Juan… ¡Ah! ¡Que no hubiera podido yo ser entonces el edificio para hundirme sobre los canallas y enterrarlos entre el polvo y los escombros! Y me decía ahora mismo la sierpe con faldas: «Bien sabes que podemos fiarnos de la honradez de Juan…». ¡De la tuya es de quien no debí fiarme nunca!… Ahora, ahora se han mirado… Y aún tiene la mala esposa atrevimiento para mirarme a la cara frente a frente sin que el rubor de la vergüenza tiña su rostro… ¿No dicen que el criminal declara con su propio turbado semblante el delito de que es reo?… Estos unen la falsedad al cinismo. ¡Infames!… Hace ocho días que lo ignoraba todo y era feliz… Pues a mí no me ha ocurrido lo que a los otros que tarde o nunca se enteran del grave mal que les ocurre. Yo lo supe a tiempo… ¿A tiempo?… ¡Negros cielos! No quiero pensarlo… Sí, a tiempo, puedo decirlo, a tiempo, porque aún es el de la venganza.

Estas ideas pasaban atropelladamente por la frente de D. Felipe, arrugada y contraída, mientras que D.ª Isidora Peransurez, la obesa y redonda ama del señor Magistral, acercaba ligeramente junto al fuego una mesilla de pino y la cubría con un paño de estameña negra rameada, en que se representaba muy al vivo una lidia de toros azules, que eran famosamente rejoneados por seis moros amarillos montados en potros verdes, y sacaba de un armario frontero a la chimenea reluciente cajón de hoja de lata, dentro del cual había hasta treinta cartones llenos de números, y un bolsón henchido de esferitas de boj, en que se leían todos los números, desde el 1 al 100; cuyos cartones y esferas no eran sino el juego de lotería que el recaudador del Noveno regalara a su tío el magistral Porcuna, y que, según este, era distracción nobilísima y muy propia para gentes de entendimiento y buena educación. Pronto se armó el tinglado, y fueron sentándose en torno a la mesa los tertulianos del canónigo; este lo más cerca posible del hogar, a su lado el juntero, luego el boticario, y a instancia del dueño de la casa, cerca del boticario, el médico.

—Aquí V. —dijo D.ª Isidora a Inesita, señalándole un sillón colocado junto a Olivares.

—¡Y la perjura será capaz de ponerse junto a su… —murmuró el boticario, rojo de indignación.

En efecto; D.ª Inés —nosotros no nos atrevemos a llamarla perjura— fue capaz de dejar caer su agraciado cuerpo sobre el sillón que le señalaba el ama del canónigo.

Don Felipe se revolvía como si su asiento fuera un manojo de zarzas; estiraba sus pies por debajo de la mesa; clavaba en el techo sus ojos cual si pidiese auxilio al cielo para que le conservara la calma en el supremo trance, y estrujaba entre sus manos el tapete, sobre el que ya estaban extendidos los cartones de la lotería.

—Usted y yo —exclamó jovialmente el licenciado mirando a su vecina— formaremos compañía. Verá usted qué suerte tan loca la nuestra, y cómo ganamos cuantos premios haya… Digo —añadió Olivares después de una pausa y con seriedad cómica— si el señor boticario no tiene inconveniente.

—Yo… —dijo el aludido pegando un salto en la silla—, yo… no… no, señor… ninguno…

Su rostro era una rotunda y enérgica rectificación de aquellas palabras. En sus apretados dientes, en sus furiosos ojillos, que giraban vertiginosamente en las órbitas, había tal expresión de rabia, que a haberse fijado en ellos el médico, habría sospechado la ruda tormenta que sobre el viejo se deshacía.

Ya, a todo esto, que ocurrió en menos tiempo del que se emplea en contarlo mal, habíanse echado en el cajón de hojalata hasta doce o catorce cuartos, y doña Isidora se había apoderado del taleguillo de la lotería, y empezaba a revolver las esferillas con su mano arrugada y crecidísima.

—Vamos —dijo—. Comienzo a cantar… sesenta y siete… cuarenta… Usted tiene ese número, don Felipe… Pero, señor, V. no ve… ¿Qué le pasa?

Don Felipe ni oía ni veía; odiaba tanto en aquel momento a su antes adorada Inés y al supuesto cómplice del nefando delito de adulterio, que no le quedaba espíritu que poner en el oído ni en la retina. Estaba ciego y sordo. Todas sus funciones anímicas habíanse paralizado, y abstraída su alma en la contemplación de aquel desfile de nubes sangrientas que iban atravesando por delante de su vista, ni recordaba el lugar donde se había dejado el cuerpo del boticario jugando a la lotería. Es más, creemos que en aquel momento el alma sublimemente irritada de D. Felipe desdeñábase de encerrarse en la naturaleza débil, encorvada y grotesca que le servía de envoltura y caja, soñando en medio de aquella embriaguez de venganza que le dominaba con ser la animadora del trágico perfil de Otelo. Cuando el ama de Porcuna le llamó la atención hacia los dos cartoncillos que delante de sus ojos le habían puesto, alargó la mano y colocó un garbanzo de los que servían para apuntar sobre el número que el dedo índice de doña Isidora señalaba.

Y para no cansar con otros detalles, diré solo que el juego continuó durante una hora, y que al dar las ocho un reloj de cucú, que enfrente de la chimenea oscilaba su péndola, se deshizo la reunión, y el padre Anselmo se caló el capuchón de su grueso hábito, y después de tomar un polvo, se despidió de sus amigos; que el juntero encendió una linterna para salir a la calle, que estaba oscurísima, como es de suponer, en aquellas nubladas noches del invierno de 1808, en que no tenía España otras luces que las de los altares; que el médico, embozándose hasta los ojos en la pañosa azul, se dirigió a visitar a cierto enfermo grave que en aquella noche debía, según su fallo científico, entregar el alma al Creador; que D. Felipe y D.ª Inés abandonaron asimismo la casa del canónigo, y a oscuras, por no haber traído farol ni linterna, se aventuraron en aquella cuesta de la calle de San Pedro, que parece la cuesta de la vida, según es áspera y pendiente; y que el magistral y su rolliza compañera, después de apagado el velón de cuatro rutilantes mecheros, se acostaron, bendiciendo a Dios y maldiciendo a Napoleón.

Cuando el boticario puso el pie en las frías losas de la calle, las indiscretas nubes, que cubrían absolutamente el cielo, desgarraron su tapiz, y a través del desgarrón pudo mirar el colérico esposo la brilladora luna, que por ser de cuarto menguante, representaba cierto ominoso signo que él juzgó epigrama sangriento del astro protector de los amores.

V

Ya es hora —dirá el lector— de que sepamos cómo era el desgraciado boticario. —Sí que lo es —contesto yo— y vamos a verlo sin necesidad de que ninguno de aquellos providenciales relámpagos que el novelista por entregas forma en el caótico antro de su alborotado cerebro nos lo ponga de manifiesto.

Era enjuto, seco y cargado de espaldas, reparado de un ojo y calvo. Sus piernas eran como cañas, y sus pies largos, anchos y montuosos; las manos, grandísimas, flacas y descarnadas cual el metatarso de un esqueleto. Llevaba como colgadas las prendas de su traje, que eran holgadísimas; casaca de paño, chupa raída y grasienta de rasete, calzones de pana muy traídos, y medias de estambre negro sin puntos ni otros signos ortográficos; una bufanda liada al cuello; capa sobre los desiguales hombros, y en la cabeza, que era enorme y deprimida hacia la frente, un sombrero tripico. Con esto y con decir que al andar renqueaba un tantico del pie derecho, y que cuando estaba parado echaba el peso del cuerpo sobre el pie izquierdo para dar descanso, sin duda alguna, al que, según todas las muestras, padecía de gota o reumatismo, creemos haber consignado los datos suficientes para que se sepa cuál era la estampa, nada simpática en verdad, del pobre hombre.

Su esposa era una hermosísima mujer, tal vez demasiado robusta, tal vez demasiado alta, con la boca demasiado grande acaso, pero con indisputable gallardía en los movimientos, formas lozanas y bien dispuestas, semblante animadísimo y gracia suma en la nariz, artísticamente cortada, y en los negros ojos, que brillaban con chispas de malicia y voluptuosidad. El vulgo, que suele formular sus profundas observaciones de manera tan brusca como gráfica, dijo sin duda al ver al matrimonio, que ahora sale de casa de Porcuna: «Es mucha mujer y poco hombre». Esta proporcionalidad de la materia que entra a componer el matrimonio es, piensen lo que piensen algunos visionarios, la causa principal de mil domésticas desventuras, y a ella, sin duda, se referiría el boticario cuando exclamaba, metiendo su barba entre los pliegues del embozo:

—¡Yo debía esperar esta infamia!

Los hombres argüimos de igual suerte siempre que la desventura se cuadra en medio de nuestro camino para saludarnos con una bofetada. Preferimos declarar que hemos buscado el mal a declarar que no lo habíamos previsto.

Doña Inés caminaba todo lo ligera que le consentía el vestido de medio paso, porque su esposo corría tan deprisa como si hubiese fiado a sus pies la salvación del honor conyugal, que él presumía en ruina inminente e irremediable. Al fin de la calle de San Pedro la linda boticaria no pudo más; su corpulencia, la impedimenta de los vestidos, el cansancio, la detuvieron, y cogiendo con una mano la capa de don Felipe, tiró suavemente de ella y le dijo:

—¿Adónde vamos, Felipe? ¿A ganar el jubileo?

—¡A ganar el infierno! —respondió Hinestrosa, que con la rápida detención de su veloz marcha quedó desembozado, mostrando debajo de la capa ambos puños apretadísimos.

—¿Qué es eso? ¿Qué mala pulga te ha picado? —exclamó Inés con el semblante alterado por la sorpresa, pero sin que le abandonara aquella expresión característica de malicia y burla—. Hace días que estás irresistible.

Miró Hinestrosa a su compañera ferozmente, y produjo con los trémulos labios un rumor entre suspiro y bufido para desahogar la fervorosa rabia de su pecho. Alguna frase horrible iba a salir de su boca, algún insulto vergonzoso hormigueaba en la punta de su lengua, y se delató a sí mismo en la ojeada con que fue medida Inés desde la altura del historiadísimo peinado hasta la aguda punta del breve pie. Ese atolondramiento singular que precede a las grandes sublimidades del héroe y a los grandes disparates del barbero agitaba convulsivamente todas las fibras del cuerpo de D. Felipe; algo extraordinario se acercaba. Y en efecto, hubo un momento en que el ofendido esposo se sintió Héctor implacable y vengativo; pero este momento pasó, y como a una ola irritada y espumarajeante sucede otra que con mansedumbre lame las arenas de la playa, el rápido instante de valentía y crecimiento de aquel ánimo diminuto fue dominado por otro instante de reflexión —esa útil virtud de los cobardes—. No se decidió a dar la batalla, pensó para sus adentros que aun cuando estaba seguro de la infidelidad, le faltaban pruebas con que aplastar a sus enemigos, confundirlos, pulverizarlos, hundir su frente bajo el peso del desprecio público, y decidido a esperar esas pruebas que él se prometía buscar, respondió:

—¡Irresistible! Me encuentras irresistible. Pues bien; tú también me pareces irresistible. Ea… Y vamos aprisa, que el frío no convida a pararse en la calle.

Inés no se apuró por esta contestación, que distaba mucho de ser la de un esposo amante y complaciente. Hizo una mueca de supremo y altísimo desdén, y se arrebujó en su manto, a tiempo que llegaban a la botica.

VI

Y aquella noche el necio del boticario habló hasta la una de la madrugada con su mancebo, el cual le confesó que, para no ocultarle ni una palabra de verdad, él tenía por indudable el adulterio de D.ª Inés; que siempre piensa el necio mal del virtuoso. El odio encendió en el alma del boticario los celos más trágicos y terribles que hombre alguno ha sentido.

—¡Ah! —decía en alta voz, mientras el mancebo subía a su cuchitril en busca del sueño—; ¡soy tan feo, tan ridículo, tan viejo y enclenque, que el desprecio de esa mujer me está merecido!… ¡Necio de mí, que imaginé poder conservar su afecto! ¡Conservarlo! ¿Acaso lo he tenido alguna vez?

Creyó que las sanguijuelas que llenaban la pecera de cristal sobre el mostrador salían del frasco y se le colgaban de la frente. Mil mordeduras horribles, dadas por otros tantos crueles pensamientos, le hicieron experimentar allí dolor espantoso. La luz se apagó, y se encontró más solo, más triste, más iracundo en medio de la sombra. Sus pupilas dilatadas en lo negro le hicieron ver fantasmas. Imaginó que el médico Olivares le salía al paso, blandiendo su bastón, burlón y provocativo, y que le escupía al rostro, y que le apaleaba, y que se le llevaba a Inés, a su Inés, a su mujer, que era suya, exclusivamente suya. Un ansia de matar, de herir, de aplastar al objeto de sus odios le dominó, le cegó, le puso nubes rojas en las pupilas… Alzose del asiento, agitó sus brazos, y frascos y redomas cayeron al suelo con estrépito.

—¡Así —rugió él—, así caerás tú, demonio burlón, ser maléfico, espíritu del crimen… adúltero!

Entonces la contracción nerviosa violentísima de Hinestrosa, el frío de la noche y el espasmo del horror que le acometió, le arrebataron el sentido, la fuerza muscular de las piernas, la noción del equilibrio… Rodó por el suelo.

VII

Pasó una hora. El lento reloj de la catedral dio las dos. ¡Hora tétrica, helada, silenciosa! Solo se escuchaba cada diez minutos el «¡Alerta!» de las patrullas. Cuenca dormía vigilada por sus heroicos defensores. Una mano llamó a la puerta de la botica.

—¡Abrid, Hinestrosa, que el chantre se muere! ¡Dadme la caja de píldoras de morfina! ¡Despertad, dormilón! ¡No está bien que dejemos ahogarse a ese pobre hombre!… Ya veis que cuando yo mismo vengo a por las píldoras, no será el trance para andarse con calma… ¡Ira del diablo!… ¿Despertáis?… ¡La caja de píldoras!

Quien así gritaba, aporreando la puerta de la botica, era el mismo médico Olivares, que mal envuelto en su capote, con el rostro aún no bien despierto y el embozo sobre la helada nariz, no parecía dispuesto a abandonar la calle sin el remedio que el chantre necesitaba. Tantos fueron los porrazos que dio en las puertas, que el boticario volvió en sí, se restregó los párpados, y como si las palabras del médico respondiesen a las ideas que habían correteado por su cerebro mientras el desmayo, se incorporó, dando un salto de fiera, y una sonrisa espantable corrió por sus labios.

—¡Las píldoras! —gritó—. ¿Quieres las píldoras? ¡Yo te las daré como las mereces!

Abrió la puerta, sacó por ella una mano armada de una pistola, y descargando sobre el pecho de Olivares sus dos tiros, añadió, ebrio de odio:

—¡Esas son las píldoras que tú mereces, seductor, ladrón adúltero!

Una feroz carcajada le acometió, y con el cabello erizado, la boca abierta, desgarradas las ropas, salió a la calle, saltando sobre el cadáver ensangrentado.


Un estruendoso alarido de cornetas sonó entonces hacia el barrio del Castillo. ¡Los franceses, los franceses! Venían, venían. El mariscal Azincourt invadió otra vez el pueblo, y aquel drama tremendo de la guerra envolvió y arrastró en su torrente de sangre el cadáver del médico. La víctima de los celos ha pasado a la historia como víctima de la patria.