VIII
LAS COSAS Y SU SER. —LA PRE-COSA. —EL HOMBRE, EL ANIMAL Y LOS INSTRUMENTOS. —LA EVOLUCIÓN DE LA TÉCNICA
He gastado este poco de tiempo en desarrollar, aunque brevísimamente, los anteriores ejemplos, movido por el afán de que no quedase abstracto y confuso en la mente de ustedes qué sea ese programa, ese ser extranatural del hombre, en realizar el cual consiste nuestra vida, y, por otra parte, mostrar, aunque sea muy vagamente, cierta funcionalidad entre la cuantía o dirección de la técnica y el modo de ser hombre que se ha escogido. Por supuesto que todo este problema de la vida, del ser del hombre, tiene una última dimensión estrictamente filosófica, que yo he procurado eludir en este ensayo. Me urgía en él subrayar aquellos supuestos o implicaciones que el hecho de la técnica contiene y que suelen pasar desapercibidos, no obstante constituir lo más esencial en la esencia de la técnica. Porque una cosa es, ante todo, la serie de condiciones que la hacen posible —Kant decía «condiciones de su posibilidad», y, más sobria y claramente, Leibniz sus «ingredientes», sus «requisitos»—. Y es curioso observar que de ordinario ésos más auténticos ingredientes o requisitos de una cosa son los que nos pasan inadvertidos, los que dejamos a nuestra espalda, como si no fueron lo que son: el ser más profundo de la cosa. Con casi toda seguridad algunos de ustedes, que pertenezcan a un tipo de oyentes cuya psicología no quiero hacer ahora, para quienes oír es ir a buscar lo que ellos ya saben, sea en detalle, sea en vaga aproximación, en vez de, por lo pronto, ya que han decidido escuchar, abrirse sin más a lo que venga, cuanto más imprevisto, mejor; ésos, digo, habrán pensado: Bueno, pero eso no es la técnica yo no veo a la técnica en su realidad, que es funcionando. No se advierte que, en efecto, para responder a la pregunta: ¿Qué es tal cosa?, lo que hacemos es deshacerla; precisamente recurrir de su forma, tal y como está ahí funcionando, a sus ingredientes, que procuramos aislar y definir. Y claro está que, suelto, cada uno de los ingredientes no es la cosa: ésta es el resultado de sus ingredientes, y para que esté ahí funcionando es preciso que los ingredientes desaparezcan de nuestra vista como tales y sueltos. Para que veamos agua es preciso que desaparezcan ante nosotros el hidrógeno y el oxígeno. La definición de una cosa, al enumerar sus ingredientes, sus supuestos, lo que ella implica si ha de ser —se convierte, por tanto, en algo así como la pre-cosa. Pues esa pre-cosa es el ser de la cosa, y es lo que hay que buscar, porque ésta ya está ahí: no hay que buscarla. En cambio, el ser y la definición, la pre-cosa, nos muestra la cosa en statu nascendi, y sólo se conoce bien lo que, en uno u otro sentido, se ve nacer.
Los supuestos por mí subrayados hasta aquí no son, ciertamente, los únicos, pero son los más radicales; por lo mismo, los más ocultos y, en consecuencia, los que suelen pasar más desapercibidos.
En cambio, a todo el mundo se le ocurre advertir que si el hombre no tuviese inteligencia capaz de descubrir nuevas relaciones entre las cosas que le rodean, no inventaría instrumentos ni métodos ventajosos para satisfacer sus necesidades. Por lo mismo que esto es obvio, no urgía decirlo. Es tan obvio, que se pasa y lleva a un error: a creer que cuando un ente posee una cierta clase de actividad, basta el hecho de que la posee para explicar que la ejercite. A pesar de que con harta frecuencia observamos hombres que tienen ojos para ver y que, no obstante, no ven lo que les pasa por delante, merced, sencillamente, a que están absortos meditando algo. Aunque pueden ver, no ven; no ejercitan esta actividad, porque no les interesa lo que pase por delante de ellos y, en cambio, les interesa lo que pasa en su interior. Hay quien tiene talento para matemáticas, pero no lo ejercita porque no le interesa.
No basta, pues, poder hacer algo para que lo hagamos, ni basta que el hombre posea inteligencia técnica para que la técnica exista. La inteligencia técnica es una capacidad, pero la técnica es el ejercicio efectivo de esa capacidad, que muy bien podía quedar en vacación. Y la cuestión importante no es apuntar si el hombre tiene tal o cual aptitud para la técnica, sino por qué se da el hecho de ésta y ello solo se hace inteligible cuando se descubre que el hombre, quiera o no, tiene que ser técnico, sean mejores o peores sus dotes para ello. Y eso es lo que he intentado hacer en las lecciones anteriores.
Es muy obvio, repito, hablar de la inteligencia en cuanto se habla de la técnica, y con excesiva celeridad atribuir a aquélla la distancia entre el hombre y el animal. No se puede hoy con la misma tranquila convicción que hace un siglo, definir al hombre como hace Franklin, llamándole animal instrumentificum, animal tools making. No sólo en los famosos estudios de Köhler sobre los chimpancés, sino en otras muchas provincias de la psicología animal, aparece más o menos problemáticamente la capacidad del animal para producir instrumentos elementales. Lo importante en todas estas observaciones es advertir que la inteligencia estrictamente requerida para la invención del instrumento parece existir en él. La insuficiencia, lo que en efecto hace imposible al animal llegar con eficaz plenitud a la posesión del instrumento, no está, pues, en la inteligencia sensu stricto, sino en otro lado de su condición. Así Köhler muestra que lo esencialmente defectuoso del chimpancé es la memoria, su incapacidad de conservar lo que poco antes le ha pasado y, consecuentemente, la escasísima materia que ofrece a su inteligencia para la combinación creadora.
Sin embargo, la diferencia decisiva entre el animal y el hombre no está tanto en la primaria que se encuentra comparando sus mecanismos psíquicos, sino en los resultados que esta diferencia primaria trae consigo y que dan a la existencia animal una estructura completamente distinta de la humana. Si el animal tiene poca imaginación, será incapaz de formarse un proyecto de vida distinto de la mera reiteración de lo que ha hecho hasta el momento. Basta esto para diferenciar radicalmente la realidad vital de uno y otro ente. Pero si la vida no es realización de un proyecto, la inteligencia se convierte en una función puramente mecánica, sin disciplina ni orientación. Se olvida demasiado que la inteligencia, por muy vigorosa que sea, no puede sacar de sí su propia dirección; no puede, por tanto, llegar a verdaderos descubrimientos técnicos. Ella, por sí, no sabe cuáles, entre las infinitas cosas que se pueden «inventar», conviene preferir, y se pierde en sus infinitas posibilidades. Sólo en una entidad donde la inteligencia funciona al servicio de una imaginación, no técnica, sino creadora de proyectos vitales, puede constituirse la capacidad técnica.
Lo dicho hasta aquí, entre sus múltiples intenciones, llevaba una: la de reobrar contra una tendencia, tan espontánea como excesiva, reinante en nuestro tiempo, a creer que, en fin de cuentas, no hay verdaderamente más que una técnica, la actual europeo-americana, y que todo lo demás fue solo torpe rudimento y balbuceo hacia ella. Yo necesitaba contrarrestar esta tendencia y sumergir la técnica actual como una de tantas en el panorama vastísimo y multiforme de las humanas técnicas, relativizando así su sentido y mostrando cómo a cada proyecto y módulo de humanidad corresponde la suya. Pero una vez hecho eso, claro está que necesito destacar lo que la técnica actual tiene de peculiar, lo que en ella da lugar precisamente a ese espejismo que, con algún viso de verdad, nos la presenta como la técnica por antonomasia. Por muchas razones, en efecto, la técnica ha llegado hoy a una colocación, en el sistema de factores integrantes de la vida humana, que no había tenido nunca. La importancia que siempre le ha correspondido, aun aparte de los razonamientos en que he procurado demostrarla, trasparecería sin más en el simple hecho de que, cuando el historiador toma ante sus ojos vastos ámbitos de tiempo, se encuentra con que no puede denominados si no es aludiendo a la peculiaridad de su técnica. La edad más primitiva de la humanidad, que inciertamente, como entre dos luces, logra entreverse, se llama la edad auroral de la piedra o eolítica —luego es la edad de la piedra vieja e impoluta, paleolítica, la edad del bronce, etcétera. Pues bien, no sería descaminado situar en esa lista nuestro tiempo, calificándolo como la edad, no de ésta o la otra técnica, sino simplemente de la «técnica» como tal. ¿Qué ha pasado en la evolución de la capacidad técnica del hombre para que llegue una época en que, a pesar de haber sido él siempre técnico, merezca con alguna congruencia ser fichada formalmente por la técnica? Evidentemente, esto no ha podido acontecer sino porque la relación entre el hombre y la técnica se ha elevado a una potencia peculiarísima que conviene precisar, y esa elevación, a su vez, sólo ha podido producirse porque la función técnica misma se haya modificado en algún sentido muy sustancial.
Para hacernos cargo, pues, de lo que es nuestra técnica, conviene de intento destacar su peculiar silueta sobre el fondo de todo el pasado técnico del hombre; en suma, conviene dibujar, aunque sea somerísimamente, los grandes cambios que la función técnica misma ha sufrido o, dicho todavía con otras palabras, sería oportuno definir los grandes estadios en la evolución de la técnica. De este modo, haciendo algunos cortes en el pasado o peraltando algunos jalones, ese pretérito confuso adquirirá perspectiva y movimiento; nos dejará ver de dónde, de qué formas ha ido viniendo y hacia dónde, a qué forma ha ido llegando la técnica.