PRÓLOGO PARA FRANCESES
I
Este libro —suponiendo que sea un libro— data… Comenzó a publicarse en un diario madrileño en 1926, y el asunto de que trata es demasiado humano para que no le afecte demasiado el tiempo.[1] Hay, sobre todo, épocas en que la realidad humana, siempre móvil, se acelera, se embala en velocidades vertiginosas. Nuestra época es de esta clase porque es de descensos y caídas. De aquí que los hechos hayan dejado atrás el libro. Mucho de lo que en él se anuncia fue pronto un presente y es ya un pasado. Además, como este libro ha circulado mucho durante estos años fuera de Francia, no pocas de sus fórmulas han llegado ya al lector francés por vías anónimas y son puro lugar común. Hubiera sido, pues, excelente ocasión para practicar la obra de caridad más propia de nuestro tiempo: no publicar libros superfluos. Yo he hecho todo lo posible en este sentido —va para cinco años que la casa Stock me propuso su versión— pero se me ha hecho ver que el organismo de ideas enunciadas en estas páginas no consta al lector francés y que, acertado o erróneo, fuera útil someterlo a su meditación y a su crítica.
No estoy muy convencido de ello, pero no es cosa de formalizarse. Me importa, sin embargo, que no entre en su lectura con ilusiones injustificadas. Conste, pues, que se trata simplemente de una serie de artículos publicados en un diario madrileño de gran circulación. Como casi todo lo que he escrito, fueron escritas estas páginas para unos cuantos españoles que el destino me había puesto delante. ¿No es sobremanera improbable que mis palabras, cambiando ahora de destinatario, logren decir a los franceses lo que ellas pretenden enunciar? Mal puedo esperar mejor fortuna cuando estoy persuadido de que hablar es una operación mucho más ilusoria de lo que suele creerse; por supuesto, como casi todo lo que el hombre hace. Definimos el lenguaje como el medio que nos sirve para manifestar nuestros pensamientos. Pero una definición, si es verídica, es irónica, implica tácitas reservas, y cuando no se la interpreta así, produce funestos resultados. Así ésta. Lo de menos es que el lenguaje sirva también para ocultar nuestros pensamientos, para mentir. La mentira sería imposible si el hablar primario y normal no fuese sincero. La moneda falsa circula sostenida por la moneda sana. A la postre, el engaño resulta ser un humilde parásito de la ingenuidad.
No; lo más peligroso de aquella definición es la añadidura optimista con que solemos escucharla. Porque ella misma no nos asegura que mediante el lenguaje podamos manifestar con suficiente adecuación todos nuestros pensamientos. No se comprende a tanto, pero tampoco nos hace ver francamente la verdad estricta: que siendo al hombre imposible entenderse con sus semejantes, estando condenado a radical soledad, se extenúa en esfuerzos para llegar al prójimo. De estos esfuerzos es el lenguaje quien consigue a veces declarar con mayor aproximación algunas de las cosas que nos pasan dentro. Nada más. Pero de ordinario no usamos estas reservas. Al contrario, cuando el hombre se pone a hablar, lo hace porque cree que va a poder decir cuanto piensa. Pues bien: esto es lo ilusorio. El lenguaje no da para tanto. Dice, poco más o menos, una parte de lo que pensamos, y pone una valla infranqueable a la transfusión del resto. Sirve bastante bien para enunciados y pruebas matemáticas; ya al hablar de física empieza a hacerse equívoco e insuficiente. Pero conforme la conversación se ocupa de temas más importantes que ésos, más humanos, más «reales», va aumentando su imprecisión, su torpeza y confusionismo. Dóciles al prejuicio inveterado de que hablando nos entendemos, decimos y escuchamos tan de buena fe, que acabamos muchas veces por malentendernos mucho más que si, mudos, procurásemos adivinarnos.
Se olvida demasiado que todo auténtico decir no sólo dice algo, sino que lo dice alguien a alguien. En todo decir hay un emisor y un receptor, los cuales no son indiferentes al significado de las palabras. Éste varía cuando aquéllas varían. Duo si idem dicunt non est idem. Todo vocablo es ocasional.[2] El lenguaje es por esencia diálogo, y todas las otras formas del hablar depotencian su eficacia. Por eso yo creo que un libro sólo es bueno en la medida en que nos trae un diálogo latente, en que sentimos que el autor sabe imaginar concretamente a su lector y éste percibe como si de entre las líneas saliese una mano ectoplásmica que palpa su persona, que quiere acariciarla —o bien, muy cortésmente, darle un puñetazo.
Se ha abusado de la palabra, y por eso ha caído en desprestigio. Como en tantas otras cosas, ha consistido aquí el abuse en el uso sin preocupaciones, sin conciencia de la limitación del instrumento. Desde hace casi dos siglos se ha creído que hablar era hablar urbi et orbi, es decir, a todo el mundo y a nadie. Yo detesto esta manera de hablar y sufro cuando no sé muy concretamente a quién hablo.
Cuentan, sin insistir demasiado sobre la realidad del hecho, que cuando se celebró el jubileo de Víctor Hugo fue organizada una gran fiesta en el palacio del Elíseo, a que concurrieron, aportando su homenaje, representaciones de todas las naciones. El gran poeta se hallaba en la gran sala de recepción, en solemne actitud de estatua, con el codo apoyado en el reborde de una chimenea. Los representantes de las naciones se iban adelantando ante el público, y presentaban su homenaje al vate de Francia. Un ujier, con voz de Esténtor, los iba anunciando:
«Monsieur le Représentant de l'Angleterre!» Y Víctor Hugo, con voz de dramático trémolo, poniendo los ojos en blanco, decía: «L'Angleterre! Ah Shakespeare!» El ujier prosiguió: «Monsieur le Représentant de l'Espagne!» Y Víctor Hugo: «L'Espagne! Ah Cervantes!» El ujier: «Monsieur le Représentant de l'Allemagne!» Y Víctor Hugo: «L'Allemagne! Ah Goethe!»
Pero entonces llegó el turno a un pequeño señor, achaparrado, gordinflón y torpe de andares. El ujier exclamó: «Monsieur le Représentant de la Mésopotamie!»
Víctor Hugo, que hasta entonces había permanecido impertérrito y seguro de sí mismo, pareció vacilar. Sus pupilas, ansiosas, hicieron un gran giro circular como buscando en todo el cosmos algo que no encontraba. Pero pronto se advirtió que lo había hallado y que volvía a sentirse dueño de la situación. En efecto, con el mismo tono patético, con no menor convicción, contestó al homenaje del rotundo representante diciendo: «La Mésopotamie! Ah l'humanité!»
He referido esto a fin de declarar, no sin la solemnidad de Víctor Hugo, que yo no he escrito ni hablado nunca para la Mesopotamia, y que no me he dirigido jamás a la humanidad. Esta costumbre de hablar a la humanidad, que es la forma más sublime y, por lo tanto, más despreciable de la democracia, fue adoptada hacia 1750 por intelectuales descarriados, ignorantes de sus propios limites, y que siendo, por su oficio, los hombres del decir, del logos, han usado de él sin respeto ni precauciones, sin darse cuenta de que la palabra es un sacramento de muy delicada administración.
II
Esta tesis que sustenta la exigüidad del radio de acción eficazmente concedido a la palabra, podía parecer invalidada por el hecho mismo de que este volumen haya encontrado lectores en casi todas las lenguas de Europa. Yo creo, sin embargo, que este hecho es más bien síntoma de otra cosa, de otra grave cosa: de la pavorosa homogeneidad de situaciones en que va cayendo todo el Occidente. Desde la aparición de este libro, por la mecánica que en el mismo se describe, esa identidad ha crecido en forma angustiosa. Digo angustiosa porque, en efecto, lo que en cada país es sentido como circunstancia dolorosa, multiplica hasta el infinito su efecto deprimente cuando el que lo sufre advierte que apenas hay lugar en el continente donde no acontezca estrictamente lo mismo. Podía antes ventilarse la atmósfera confinada de un país abriendo las ventanas que dan sobre otro. Por ahora no sirve de nada este expediente, porque en el otro país es la atmósfera tan irrespirable como en el propio. De aquí la sensación opresora de asfixia. Job, que era un terrible prince-sans-rire, pregunta a sus amigos, los viajeros y mercaderes que han andado por el mundo: Unde sapientia venit et quis est locus intelligentiae? «¿Sabéis de algún lugar del mundo donde la inteligencia exista?»
Conviene, sin embargo, que en esta progresiva asimilación de las circunstancias distingamos dos dimensiones diferentes y de valor contrapuesto.
Este enjambre de pueblos occidentales que partió a volar sobre la historia desde las ruinas del mundo antiguo, se ha caracterizado siempre por una forma dual de vida. Pues ha acontecido que conforme cada uno iba formando su genio peculiar, entre ellos o sobre ellos, se iba creando un repertorio común de ideas, maneras y entusiasmos. Más aún. Este destino que les hacía, a la par, progresivamente homogéneos y progresivamente dispersos, ha de entenderse con cierto superlativo de paradoja. Porque en ellos la homogeneidad no fue ajena a la diversidad. Al contrario: cada nuevo principio uniforme fertilizaba la diversificación. La idea cristiana engendra las Iglesias nacionales: el recuerdo del Imperium romano inspira las diversas formas del Estado; la «restauración de las letras» en el siglo XV dispara las literaturas divergentes; la ciencia y el principio unitario del hombre como «razón pura» crea los distintos estilos intelectuales que modelan diferencialmente hasta las extremas abstracciones de la obra matemática. En fin, y para colmo: hasta la extravagante idea del siglo XVIII, según la cual todos los pueblos han de tener una constitución idéntica, produce el efecto de despertar románticamente la conciencia diferencial de las nacionalidades, que viene a ser como incitar a cada uno hacia su particular vocación.
Y es que para estos pueblos llamados europeos, vivir ha sido siempre —claramente desde el siglo XI, desde Otón III— moverse y actuar en un espacio o ámbito común. Es decir, que para cada uno vivir era convivir con los demás. Esta convivencia tomaba indiferentemente aspecto pacífico o combativo. Las guerras intereuropeas han mostrado casi siempre un curioso estilo que las hace parecerse mucho a las rencillas domésticas. Evitan la aniquilación del enemigo y son más bien certámenes, luchas de emulación, como la de los motes dentro de una aldea, o disputas de herederos por el reparto de un legado familiar. Un poco de otro modo, todos van a lo mismo. Eadem sed aliter. Como Carlos V decía de Francisco I: «Mi primo Francisco y yo estamos por completo de acuerdo: los dos queremos Milán».
Lo de menos es que a ese espacio histórico común, donde todas las gentes de Occidente se sentían como en su casa, corresponda un espacio físico que la geografía denomina Europa. El espacio histórico a que aludo se mide por el radio de efectiva y prolongada convivencia —es un espacio social—. Ahora bien: convivencia y sociedad son términos equipolentes. Sociedad es lo que se produce automáticamente por el simple hecho de la convivencia. De suyo, e ineluctablemente, segrega ésta costumbres, usos, lengua, derecho, poder público. Uno de los más graves errores del pensamiento «moderno», cuyas salpicaduras aún padecemos, ha sido confundir la sociedad con la asociación, que es aproximadamente lo contrario de aquélla. Una sociedad no se constituye por acuerdo de las voluntades. Al revés: todo acuerdo de voluntades presupone la existencia de una sociedad, de gentes que conviven, y el acuerdo no puede consistir sino en precisar una u otra forma de esa convivencia, de esa sociedad preexistente. La idea de la sociedad como reunión contractual, por lo tanto, jurídica, es el más insensato ensayo que se ha hecho de poner la carreta delante de los bueyes. Porque el derecho, la realidad «derecho» —no las ideas de él del filósofo, jurista o demagogo— es, si se me tolera la expresión barroca, secreción espontánea de la sociedad, y no puede ser otra cosa. Querer que el derecho rija las relaciones entre seres que previamente no viven en efectiva sociedad, me parece —y perdóneseme la insolencia— tener una idea bastante confusa y ridícula de lo que el derecho es.
No debe extrañar, por otra parte, la preponderancia de esa opinión confusa y ridícula sobre el derecho, porque una de las máximas desdichas del tiempo es que, al topar las gentes de Occidente con los terribles conflictos públicos del presente, se han encontrado pertrechados con un utillaje arcaico y torpísimo de nociones sobre lo que es sociedad, colectividad, individuo, usos, ley, justicia, revolución, etcétera. Buena parte del azoramiento actual proviene de la incongruencia entre la perfección de nuestras ideas sobre los fenómenos físicos y el retraso escandaloso de las «ciencias morales». El ministro, el profesor, el físico ilustre y el novelista suelen tener de esas cosas conceptos dignos de un barbero suburbano. ¿No es perfectamente natural que sea el barbero suburbano quien dé la tonalidad al tiempo?[3]
Pero volvamos a nuestra ruta. Quería insinuar que los pueblos europeos son desde hace mucho tiempo una sociedad, una colectividad, en el mismo sentido que tienen estas palabras aplicadas a cada una de las naciones que integran aquélla. Esta sociedad manifiesta todos los atributos de tal: hay costumbres europeas, usos europeos, opinión pública europea, derecho europeo, poder público europeo. Pero todos estos fenómenos sociales se dan en la forma adecuada al estado de evolución en que se encuentra la sociedad europea, que no es, claro está, tan avanzado como el de sus miembros componentes, las naciones.
Por ejemplo: la forma de presión social que es el poder público funciona en toda sociedad, incluso en aquellas primitivas donde no existe aún un órgano especial encargado de manejarlo. Si a este órgano diferenciado a quien se encomienda el ejercicio del poder público se le quiere llamar Estado, dígase que en ciertas sociedades no hay Estado, pero no se diga que no hay en ellas poder público. Donde hay opinión pública, ¿cómo podrá faltar un poder público, si éste no es más que la violencia colectiva disparada por aquella opinión? Ahora bien: que desde hace siglos y con intensidad creciente existe una opinión pública europea —y hasta una técnica para influir en ella— es cosa incómoda de negar.
Por esto recomiendo al lector que ahorre la malignidad de una sonrisa al encontrar que en los últimos capítulos de este volumen se hace con cierto denuedo, frente al cariz opuesto de las apariencias actuales, la afirmación de una pasión, de una probable unidad estatal de Europa. No niego que los Estados Unidos de Europa son una de las fantasías más módicas que existen, y no me hago solidario de lo que otros han pensado bajo estos signos verbales. Mas, por otra parte, es sumamente improbable que una sociedad, una colectividad tan madura como la que ya forman los pueblos europeos, no ande cerca de crearse su artefacto estatal mediante el cual formalice el ejercicio del poder público europeo ya existente. No es, pues, debilidad ante las solicitaciones de la fantasía ni propensión a un «idealismo» que detesto, y contra el cual he combatido toda mi vida, lo que me lleva a pensar así. Ha sido el realismo histórico el que me ha enseñado a ver que la unidad de Europa como sociedad no es un «ideal», sino un hecho y de muy vieja cotidianidad. Ahora bien: una vez que se ha visto esto, la probabilidad de un Estado general europeo se impone necesariamente. La ocasión que lleve súbitamente a término el proceso puede ser cualquiera: por ejemplo, la coleta de un chino que asome por los Urales o bien una sacudida del gran magma islámico.
La figura de ese Estado supranacional será, claro está, muy distinta de las usadas, como, según en esos mismos capítulos se intenta mostrar, ha sido muy distinto el Estado nacional del Estado-ciudad que conocieron los antiguos. Yo he procurado en estas páginas poner en franquía las mentes para que sepan ser fieles a la sutil concepción del Estado y sociedad que la tradición europea nos propone.
Al pensamiento grecorromano no le fue nunca fácil concebir la realidad como dinamismo. No podía desprenderse de lo visible o sus sucedáneos, como un niño no entiende bien de un libro más que las ilustraciones. Todos los esfuerzos de sus filósofos autóctonos para trascender esa limitación fueron vanos. En todos sus ensayos para comprender actúa, más o menos, como paradigma, el objeto corporal, que es para ellos la «cosa» por excelencia. Sólo aciertan a ver una sociedad, un Estado donde la unidad tenga el carácter de contigüidad visual; por ejemplo, una ciudad. La vocación mental del europeo es opuesta. Toda cosa visible le parece, en cuanto tal, simple máscara aparente de una fuerza latente que la está constantemente produciendo y que es su verdadera realidad. Allí donde la fuerza, la dynamis, actúa unitariamente, hay real unidad, aunque a la vista nos aparezcan como manifestación de ella sólo cosas diversas.
Sería recaer en la limitación antigua no descubrir unidad de poder público más que donde éste ha tomado máscaras ya conocidas y como solidificadas de Estado; esto es, en las naciones particulares de Europa. Niego rotundamente que el poder público decisivo actuante en cada una de ellas consista exclusivamente en su poder público inferior o nacional. Conviene caer de una vez en la cuenta de que desde hace muchos siglos —y con conciencia de ello desde hace cuatro— viven todos los pueblos de Europa sometidos a un poder público que por su misma pureza dinámica no tolera otra denominación que la extraída de la ciencia mecánica: el «equilibrio europeo» o balance of Power.
Ese es el auténtico Gobierno de Europa que regula en su vuelo por la historia al enjambre de pueblos, solícitos y pugnaces como abejas, escapados a las ruinas del mundo antiguo. La unidad de Europa no es una fantasía, sino que es la realidad misma, y la fantasía es precisamente lo otro, la creencia de que Francia, Alemania, Italia o España son realidades sustantivas e independientes.
Se comprende, sin embargo, que no todo el mundo perciba con evidencia la realidad de Europa, porque Europa no es una «cosa», sino un equilibrio. Ya en el siglo XVIII el historiador Robertson llamó al equilibrio europeo the great secret of modern politics.
¡Secreto grande y paradojal, sin duda! Porque el equilibrio o balanza de poderes es una realidad que consiste esencialmente en la existencia de una pluralidad. Si esta pluralidad se pierde, aquella unidad dinámica se desvanecería. Europa es, en efecto, enjambre: muchas abejas y un solo vuelo.
Este carácter unitario de la magnífica pluralidad europea es lo que yo llamaría la buena homogeneidad, la que es fecunda y deseable, la que hacía ya decir a Montesquieu: L'Europe n'est qu'une nation composée de plusieurs,[4] y a Balzac, más románticamente, le hacía hablar de la grande famille continentale, dont tous les efforst tendent à je ne sais quel mystère de civilisation.[5]
III
Esta muchedumbre de modos europeos que brota constantemente de su radical unidad y revierte a ella manteniéndola es el tesoro mayor del Occidente. Los hombres de cabezas toscas no logran pensar una idea tan acrobática como ésta en que es preciso brincar, sin descanso, de la afirmación de la pluralidad al reconocimiento de la unidad, y viceversa. Son cabezas pesadas nacidas para existir bajo las perpetuas tiranías de Oriente.
Triunfa hoy sobre todo el área continental una forma de homogeneidad que amenaza consumir por completo aquel tesoro. Dondequiera ha surgido el hombre-masa de que este volumen se ocupa, un tipo de hombre hecho de prisa, montado nada más que sobre unas cuantas y pobres abstracciones y que, por lo mismo, es idéntico de un cabo de Europa al otro. A él se debe el triste aspecto de asfixiante monotonía que va tomando la vida en todo el continente. Este hombre-masa es el hombre previamente vaciado de su propia historia, sin entrañas de pasado y, por lo mismo, dócil a todas las disciplinas llamadas «internacionales». Más que un hombre, es sólo un caparazón de hombre constituido por meros idola fori; carece de un «dentro», de una intimidad suya, inexorable e inalienable, de un yo que no se pueda revocar. De aquí que esté siempre en disponibilidad para fingir ser cualquier cosa. Tiene sólo apetitos, cree que tiene sólo derechos y no cree que tiene obligaciones: es el hombre sin la nobleza que obliga —sine nobilitate—, snob.[6]
Este universal esnobismo, que tan claramente aparece, por ejemplo, en el obrero actual, ha cegado las almas para comprender que, si bien toda estructura dada de la vida continental tiene que ser trascendida, ha de hacerse esto sin pérdida grave de su interior pluralidad. Como el snob está vacío de destino propio, como no siente que existe sobre el planeta para hacer algo determinado e incanjeable, es incapaz de entender que hay misiones particulares y especiales mensajes. Por esta razón es hostil al liberalismo, con una hostilidad que se parece a la del sordo hacia la palabra. La libertad ha significado siempre en Europa franquía para ser el que auténticamente somos. Se comprende que aspire a prescindir de ella quien sabe que no tiene auténtico quehacer.
Con extraña facilidad, todo el mundo se ha puesto de acuerdo para combatir y denostar al viejo liberalismo. La cosa es sospechosa. Porque las gentes no suelen ponerse de acuerdo si no es en cosas un poco bellacas o un poco tontas. No pretendo que el viejo liberalismo sea una idea plenamente razonable: ¡cómo va a serlo si es viejo y si es ismo! Pero sí pienso que es una doctrina sobre la sociedad mucho más honda y cara de lo que suponen sus detractores colectivistas, que empiezan por desconocerlo. Hay además en él una intuición de lo que Europa ha sido, altamente perspicaz.
Cuando Guizot, por ejemplo, contrapone la civilización europea a las demás, haciendo notar que en ellas no ha triunfado nunca en forma absoluta ningún principio, ninguna idea, ningún grupo o clase, y que a esto se debe su crecimiento permanente y su carácter progresivo, no podemos menos de poner el oído atento.[7] Este hombre sabe lo que dice. La expresión es insuficiente porque es negativa, pero sus palabras nos llegan cargadas de visiones inmediatas. Como del buzo emergente trascienden olores abisales, vemos que este hombre llega efectivamente del profundo pasado de Europa donde ha sabido sumergirse. Es, en efecto, increíble que en los primeros años del siglo XIX, tiempo retórico y de gran confusión, se haya compuesto un libro como la Histoire de la civilisation en Europe. Todavía el hombre de hoy puede aprender allí cómo la libertad y el pluralismo son dos cosas recíprocas y cómo ambas constituyen la permanente entraña de Europa.
Pero Guizot ha tenido siempre mala prensa, como, en general, los doctrinarios. A mí no me sorprende. Cuando veo que hacia un hombre o grupo se dirige fácil e insistente el aplauso, surge en mí la vehemente sospecha de que en ese hombre o en ese grupo, tal vez junto a dotes excelentes, hay algo sobremanera impuro. Acaso es esto un error que padezco, pero debo decir que no lo he buscado, sino que lo ha ido dentro de mí decantando la experiencia. De todas suertes, quiero tener el valor de afirmar que este grupo de los doctrinarios, de quien todo el mundo se ha reído y ha hecho mofas escurriles, es, a mi juicio, lo más valioso que ha habido en la política del continente durante el siglo XIX. Fueron los únicos que vieron claramente lo que había que hacer en Europa después de la Gran Revolución, y fueron además hombres que crearon en sus personas un gesto digno y distante, en medio de la chabacanería y la frivolidad creciente de aquel siglo. Rotas y sin vigencia casi todas las normas con que la sociedad presta una continencia al individuo, no podía éste constituirse una dignidad si no la extraía del fondo de sí mismo. Mal puede hacerse esto sin alguna exageración, aunque sea sólo para defenderse del abandono orgiástico en que vivía su contorno. Guizot supo ser, como Buster Keaton, el hombre que no ríe.[8] No se abandona jamás. Se condensan en él varias generaciones de protestantes nimeses que habían vivido en perpetuo alerta, sin poder bogar a la deriva en el ambiente social, sin poder abandonarse. Había llegado en ellos a convertirse en un instinto la impresión radical de que existir es resistir, hincar los talones en tierra para oponerse a la corriente. En una época como la nuestra, de puras «corrientes» y abandonos, es bueno tomar contacto con hombres que «no se dejan llevar». Los doctrinarios son un caso excepcional de responsabilidad intelectual, es decir, de lo que más ha faltado a los intelectuales europeos desde 1750; defecto que es, a su vez, una de las causas profundas del presente desconcierto.
Pero yo no sé si, aun dirigiéndome a lectores franceses, puedo aludir al doctrinarismo como a una magnitud conocida. Pues se da el caso escandaloso de que no existe un solo libro donde se haya intentado precisar lo que aquel grupo de hombres pensaba,[9] como, aunque parezca increíble, no hay tampoco un libro medianamente formal sobre Guizot ni sobre Royer-Collard.[10] Verdad es que ni uno ni otro publicaron nunca un soneto. Pero, en fin, pensaron hondamente, originalmente, sobre los problemas más graves de la vida pública europea, y construyeron el doctrinal político más estimable de toda la centuria. Ni será posible reconstruir la historia de ésta si no se cobra intimidad con el modo en que se presentaron las grandes cuestiones ante estos hombres.[11] Su estilo intelectual no es sólo diferente en especie, sino como de otro género y de otra esencia que todos los demás triunfantes en Europa antes y después de ellos. Por eso no se les ha entendido, a pesar de su clásica claridad. Y, sin embargo, es muy posible que el porvenir pertenezca a tendencias de intelecto muy parecidas a las suyas. Por lo menos, garantizo a quien se proponga formular con rigor sistemático las ideas de los doctrinarios, placeres de pensamiento no esperados y una intuición de la realidad social y política totalmente distinta de las usadas. Perdura en ellos activa la mejor tradición racionalista en que el hombre se compromete consigo mismo a buscar cosas absolutas; pero, a diferencia del racionalismo linfático de enciclopedistas y revolucionarios, que encuentran lo absoluto en abstracciones bon marché, descubren ellos lo histórico como el verdadero absoluto. La historia es la realidad del hombre. No tiene otra. En ella se ha llegado a hacer tal como es. Negar el pasado es absurdo e ilusorio, porque el pasado es «lo natural del hombre y vuelve al galope». El pasado no está ahí y no se ha tomado el trabajo de pasar para que lo neguemos, sino para que lo integremos.[12] Los doctrinarios despreciaban los «derechos del hombre» porque son absolutos «metafísicos», abstracciones e irrealidades. Los verdaderos derechos son los que absolutamente están ahí, porque han ido apareciendo y consolidándose en la historia: tales son las «libertades», la legitimidad, la magistratura, las «capacidades». De alentar hoy, hubieran reconocido el derecho a la huelga (no política) y el contrato colectivo. A un inglés le parecería todo esto lo más obvio; pero los continentales no hemos llegado todavía a esa estación. Tal vez desde el tiempo de Alcuino, vivimos cincuenta años, cuando menos, retrasados respecto a los ingleses.
Parejo desconocimiento del viejo liberalismo padecen los colectivistas de ahora cuando suponen, sin más ni más, como cosa incuestionable, que era individualista. En todos estos temas andan, como he dicho, las nociones sobremanera turbias. Los rusos de estos años pasados solían llamar a Rusia «el Colectivo». ¿No sería interesante averiguar qué ideas o imágenes se desperezaban al conjuro de ese vocablo en la mente un tanto gaseosa del hombre ruso que tan frecuentemente; como el capitán italiano de que habla Goethe, bisogna avere una confusione nella testa? Frente a todo ello, yo rogaría al lector que tomase en cuenta, no para aceptarlas, sino para que sean discutidas y pasen luego a sentencia, las tesis siguientes:
Primera: el liberalismo individualista pertenece a la flora del siglo XVIII; inspira, en parte, la legislación de la Revolución francesa; pero muere con ella.
Segunda: la creación artística del siglo XIX ha sido precisamente el colectivismo. Es la primera idea que inventa apenas nacido y que, a lo largo de sus cien años, no ha hecho sino crecer hasta inundar todo el horizonte.
Tercera: que esta idea es de origen francés. Aparece por primera vez en los archirreaccionarios De Bonald y De Maistre. En lo esencial es inmediatamente aceptada por todos, sin más excepción que Benjamín Constant, un «retrasado» del siglo anterior. Pero triunfa en Saint-Simon, en Ballanche, en Comte, y pulula dondequiera.[13] Por ejemplo, un médico de Lyon, M. Amard, hablará en 1821 del collectisme frente al personnalisme.[14] Léanse los artículos que en 1830 y 1831 publica L'Avenir contra el individualismo.
Pero más importante que todo esto es otra cosa. Cuando, avanzando por la centuria, llegamos hasta los grandes teorizadores del liberalismo —Stuart Mill o Spencer— nos sorprende que su presunta defensa del individuo no se basa en mostrar que la libertad beneficia o interesa a éste, sino todo lo contrario, en que beneficia e interesa a la sociedad. El aspecto agresivo del título que Spencer escoge para su libro —El individuo contra el Estado— ha sido causa de que lo malentiendan tercamente los que no leen de los libros más que los títulos. Porque individuo y Estado significan en este título dos meros órganos de un único sujeto —la sociedad—. Y lo que se discute es si ciertas necesidades sociales son mejor servidas por uno u otro órgano. Nada más. El famoso «individualismo» de Spencer boxea continuamente dentro de la atmósfera colectivista de su sociología. Resulta, a la postre, que tanto él como Stuart Mill tratan a los individuos con la misma crueldad socializante que los termites a ciertos de sus congéneres, a los cuales ceban para chuparles luego la sustancia. ¡Hasta ese punto era la primacía de lo colectivo, el fondo por sí mismo evidente sobre que ingenuamente danzaban sus ideas!
De donde se colige que mi defensa lohengrinesca del viejo liberalismo es por completo desinteresada y gratuita. Porque es el caso que yo no soy un «viejo liberal». El descubrimiento —sin duda glorioso y esencial— de lo social, de lo colectivo, era demasiado reciente. Aquellos hombres palpaban, más que veían, el hecho de que la colectividad es una realidad distinta de los individuos y de su simple suma, pero no sabían bien en qué consistía y cuáles eran sus efectivos atributos. Por otra parte, los fenómenos sociales del tiempo camuflaban la verdadera economía de la colectividad, porque entonces convenía a ésta ocuparse en cebar bien a los individuos. No había aún llegado la hora de la nivelación, de la expoliación y del reparto en todos los órdenes.
De aquí que los «viejos liberales» se abriesen sin suficientes precauciones al colectivismo que respiraban. Mas cuando se ha visto con claridad lo que en el fenómeno social, en el hecho colectivo, simplemente y como tal, hay, por un lado, de beneficio, pero, por otro, de terrible, de pavoroso, sólo puede uno adherir a un liberalismo de estilo radicalmente nuevo, menos ingenuo y de más diestra beligerancia, un liberalismo que está germinando ya, próximo a florecer en la línea misma del horizonte.
Ni era posible que, siendo estos hombres, como eran, de sobra perspicaces, no entreviesen de cuando en cuando las angustias que su tiempo no reservaba. Contra lo que suele creerse, ha sido normal en la historia que el porvenir sea profetizado.[15] En Macaulay, en Tocqueville, en Comte, encontramos predibujada nuestra hora. Véase, por ejemplo, lo que hace más de ochenta años escribía Stuart Mill: «Aparte las doctrinas particulares de pensadores individuales, existe en el mundo una fuerte y creciente inclinación a extender en forma extrema el poder de la sociedad sobre el individuo, tanto por medio de la fuerza de la opinión como por la legislativa. Ahora bien: como todos los cambios que se operan en el mundo tienen por efecto el aumento de la fuerza social y la disminución del poder individual, este desbordamiento no es un mal que tienda a desaparecer espontáneamente, sino, al contrario, tiende a hacerse cada vez más formidable. La disposición de los hombres, sea como soberanos, sea como conciudadanos, a imponer a los demás como regla de conducta su opinión y sus gustos, se halla tan enérgicamente sustentada por algunos de los mejores y algunos de los peores sentimientos inherentes a la naturaleza humana, que casi nunca se contiene más que por faltarle poder. Y como el poder no parece hallarse en vía de declinar, sino de crecer, debemos esperar, a menos que una fuerte barrera de convicción moral no se eleve contra el mal, debemos esperar, digo, que en las condiciones presentes del mundo esta disposición no hará sino aumentar».[16]
Pero lo que más nos interesa en Stuart Mill es su preocupación por la homogeneidad de mala clase que veía crecer en todo Occidente. Esto le hace acogerse a un gran pensamiento emitido por Humboldt en su juventud. Para que lo humano se enriquezca, se consolide y se perfeccione, es necesario, según Humboldt, que exista «variedad de situaciones».[17] Dentro de cada nación, y tomando en conjuro las naciones, es preciso que se den circunstancias diferentes. Así, al fallar una, quedan otras posibilidades abiertas. Es insensato poner la vida europea a una sola carta, a un solo tipo de hombre, a una idéntica «situación». Evitar esto ha sido el secreto acierto de Europa hasta el día, y la conciencia de este secreto es la que, clara o balbuciente, ha movido siempre los labios del perenne liberalismo europeo. En esa conciencia se reconoce a sí misma, como valor positivo, como bien y no como mal, la pluralidad continental. Me importaba aclarar esto para que no se tergiversase la idea de una supernación europea que este volumen postula.
Tal y como vamos, con mengua progresiva de la «variedad de situaciones», nos dirigimos en vía recta hacia el Bajo Imperio. También fue aquél un tiempo de masas y de pavorosa homogeneidad. Ya en tiempo de los Antoninos se advierte claramente un extraño fenómeno, menos subrayado y analizado de lo que debiera: los hombres se han vuelto estúpidos. El proceso venía de tiempo atrás. Se ha dicho, con alguna razón, que el estoico Posidonio, maestro de Cicerón, es el último hombre antiguo capaz de colocarse ante los hechos con la mente porosa y activa, dispuesto a investigarlos. Después de él, las cabezas se obliteran y, salvo los alejandrinos, no van a hacer más que repetir, estereotipar.
Pero el síntoma y documento más terrible de esta forma, a un tiempo homogénea y estúpida —y lo uno por lo otro—, que adopta la vida de un cabo a otro del Imperio, está donde menos se podía esperar y donde todavía, que yo sepa, nadie la ha buscado: en el idioma. La lengua, que no nos sirve para decir suficientemente lo que cada uno quisiéramos decir, revela, en cambio, y grita, sin que lo queramos, la condición más arcana de la sociedad que la habla. En la porción no helenizada del pueblo romano, la lengua vigente es la que se ha llamado «latín vulgar», matriz de nuestros romances. No se conoce bien este latín vulgar y, en buena parte, sólo se llega a él por reconstrucciones. Pero lo que se conoce basta y sobra para que nos produzcan espanto dos de sus caracteres. Uno es la increíble simplificación de su mecanismo gramatical en comparación con el latín clásico. La sabrosa complejidad indoeuropea, que conservaba el lenguaje de las clases superiores, quedó suplantada por un habla plebeya, de mecanismo muy fácil, pero a la vez, o por lo mismo, pesadamente mecánico, como material; gramática balbuciente y perifrástica, de ensayo y rodeo, como la infantil. Es, en efecto, una lengua pueril o gaga, que no permite la fina arista del razonamiento ni líricos tornasoles. Es una lengua sin luz ni temperatura, sin evidencia y sin calor de alma, una lengua triste que avanza a tientas. Los vocablos parecen viejas monedas de cobre, mugrientas y sin rotundidad, como hartas de rodar por las tabernas mediterráneas. ¡Qué vidas evacuadas de sí mismas, desoladas, condenadas a eterna cotidianidad, se adivinan tras este seco artefacto lingüístico!
El otro carácter aterrador del latín vulgar es precisamente su homogeneidad. Los lingüistas, que acaso son, después de los aviadores, los hombres menos dispuestos a asustarse de cosa alguna, no parecen inmutarse ante el hecho de que hablasen lo mismo países tan dispares como Cartago y Galia, Tingitania y Dalmacia, Hispania y Rumania. Yo, en cambio, que soy bastante tímido, que tiemblo cuando veo cómo el viento fatiga unas cañas, no puedo reprimir ante ese hecho un estremecimiento medular. Me parece, sencillamente, atroz. Verdad es que trato de representarme cómo era por dentro eso que mirado desde fuera nos aparece, tranquilamente, como homogeneidad; procuro descubrir la realidad viviente de que ese hecho es la quieta impronta. Consta, claro está, que había africanismos, hispanismos, galicismos. Pero al constar esto quiere decir que el torso de la lengua era común e idéntico, a pesar de las distancias, del escaso intercambio, de la dificultad de comunicaciones y de que no contribuía a fijarlo una literatura. ¿Cómo podían venir a coincidencia el celtíbero y el belga, el vecino de Hipona y el de Lutecia, el mauritano y el dacio, sino en virtud de un achatamiento general, reduciendo la existencia a su base, nulifícando sus vidas? El latín vulgar está ahí en los archivos, como un escalofriante putrefacto, testimonio de que una vez la historia agonizó bajo el imperio homogéneo de la vulgaridad por haber desaparecido la fértil «variedad de situaciones».
IV
Ni este volumen ni yo somos políticos. El asunto de que aquí se habla es previo a la política y pertenece a su subsuelo. Mi trabajo es oscura labor subterránea de minero. La misión del llamado «intelectual» es, en cierto modo, opuesta a la del político. La obra intelectual aspira, con frecuencia en vano, a aclarar un poco las cosas, mientras que la del político suele, por el contrario, consistir en confundirlas más de lo que estaban. Ser de la izquierda es, como ser de la derecha, una de las infinitas maneras que el hombre puede elegir para ser un imbécil: ambas, en efecto, son formas de la hemiplejía moral. Además, la persistencia de estos calificativos contribuye no poco a falsificar más aún la «realidad» del presente, ya falsa de por sí, porque se ha rizado el rizo de las experiencias políticas a que responden, como lo demuestra el hecho de que hoy las derechas prometen revoluciones y las izquierdas proponen tiranías.
Hay obligación de trabajar sobre las cuestiones del tiempo. Esto, sin duda. Y yo lo he hecho toda mi vida. He estado siempre en la brecha. Pero una de las cosas que ahora se dicen —una «corriente»— es que, incluso a costa de la claridad mental, todo el mundo tiene que hacer política sensu stricto. Lo dicen, claro está, los que no tienen otra cosa que hacer. Y hasta lo corroboran citando de Pascal el imperativo d'abêtissement. Pero hace mucho tiempo que he aprendido a ponerme en guardia cuando alguien cita a Pascal. Es una cautela de higiene elemental.
El politicismo integral, la absorción de todas las cosas y de todo el hombre por la política, es una y misma cosa con el fenómeno de rebelión de las masas que aquí se describe. La masa en rebeldía ha perdido toda capacidad de religión y de conocimiento. No puede tener dentro más que política, una política exorbitada, frenética, fuera de sí, puesto que pretende suplantar al conocimiento, a la religión, a la sagesse en fin, a las únicas cosas que por su sustancia son aptas para ocupar el centro de la mente humana. La política vacía al hombre de soledad e intimidad, y por eso es la predicación del politicismo integral una de las técnicas que se usan para socializarlo.
Cuando alguien nos pregunta qué somos en política o, anticipándose con la insolencia que pertenece al estilo de nuestro tiempo, nos adscribe a una, en vez de responder, debemos preguntar al impertinente qué piensa él que es el hombre y la naturaleza y la historia, qué es la sociedad y el individuo, la colectividad, el Estado, el uso, el derecho. La política se apresura a apagar las luces para que todos estos gatos resulten pardos.
Es preciso que el pensamiento europeo proporcione sobre todos estos temas nueva claridad. Para eso está ahí, no para hacer la rueda del pavo real en las reuniones académicas. Y es preciso que lo haga pronto, o, como Dante decía, que encuentre la salida:
… studiate il passo
Mentre que l'Occidente non s'annera.
(Purg., XXVII, 62-63).
Eso sería lo único de que podría esperarse con alguna vaga probabilidad la solución del tremendo problema que las masas actuales plantean.
Este volumen no pretende, ni de muy lejos, nada parecido. Como sus últimas palabras hacen constar, es sólo una primera aproximación al problema del hombre actual. Para hablar sobre él más en serio y más a fondo, no habría más remedio que ponerse en traza abismática, vestirse la escafandra y descender a lo más profundo del hombre. Esto hay que hacerlo sin pretensiones, pero con decisión, y yo lo he intentado en un libro próximo a aparecer en otros idiomas bajo el título El hombre y la gente.
Una vez que nos hemos hecho bien cargo de cómo es este tipo humano hoy dominante, y que he llamado el hombre-masa, es cuando se suscitan las interrogaciones más fértiles y más dramáticas. ¿Se puede reformar este tipo de hombre? Quiero decir: los graves defectos que hay en él, tan graves que si no se los extirpa producirán de modo inexorable la aniquilación de Occidente, ¿toleran ser corregidos? Porque, como verá el lector, se trata precisamente de un hombre hermético, que no está abierto de verdad a ninguna instancia superior.
La otra pregunta decisiva, de la que, a mi juicio, depende toda posibilidad de salud, es ésta: ¿Pueden las masas, aunque quisieran, despertar a la vida personal? No cabe desarrollar aquí el tremebundo tema, porque está demasiado virgen. Los términos en que hay que plantearlo no constan en la conciencia pública. Ni siquiera está esbozado el estudio del distinto margen de individualidad que cada época del pasado ha dejado a la existencia humana. Porque es pura inercia mental del «progresismo» suponer que conforme avanza la historia crece la holgura que se concede al hombre para poder ser individuo personal, como creía el honrado ingeniero, pero nulo historiador, Herbert Spencer. No; la historia está llena de retrocesos en este orden, y acaso la estructura de la vida en nuestra época impide superlativamente que el hombre pueda vivir como persona.
Al contemplar en las grandes ciudades esas inmensas aglomeraciones de seres humanos que van y vienen por sus calles y se concentran en festivales y manifestaciones políticas, se incorpora en mí, obsesionante, este pensamiento: ¿Puede hoy un hombre de veinte años formarse un proyecto de vida que tenga figura individual y que, por lo tanto, necesitaría realizarse mediante sus iniciativas independientes, mediante sus esfuerzos particulares? Al intentar el despliegue de esta imagen en su fantasía, ¿no notará que es, si no imposible, casi improbable, porque no hay a su disposición espacio en que poder alojarla y en que poder moverse según su propio dictamen? Pronto advertirá que su proyecto tropieza con el prójimo, como la vida del prójimo aprieta la suya. El desánimo le llevará, con la facilidad de adaptación propia de su edad, a renunciar no sólo a todo acto, sino hasta a todo deseo personal, y buscará la solución opuesta: imaginará para sí una vida stándard, compuesta de desiderata comunes a todos, y verá que para lograrla tiene que solicitarla o exigirla en colectividad con los demás. De aquí la acción en masa.
La cosa es horrible, pero no creo que exagera la situación efectiva en que van hallándose casi todos los europeos. En una prisión donde se han amontonado muchos más presos de los que caben, ninguno puede mover un brazo ni una pierna por propia iniciativa, porque chocaría con los cuerpos de los demás. En tal circunstancia, los movimientos tienen que ejecutarse en común, y hasta los músculos respiratorios tienen que funcionar a ritmo de reglamento. Esto sería Europa convertida en termitera. Pero ni siquiera esta cruel imagen es una solución. La termitera humana es imposible, porque fue el llamado «individualismo» el que enriqueció al mundo y a todos en el mundo, y fue esta riqueza la que prolificó tan fabulosamente la planta humana. Cuando los restos de ese «individualismo» desaparecieran, haría su reaparición en Europa el famelismo gigantesco del Bajo Imperio, y la termitera sucumbiría como al soplo de un dios torvo y vengativo. Quedarían muchos menos hombres, que lo serían un poco más.
Ante el feroz patetismo de esta cuestión que, queramos o no, está ya a la vista, el tema de la «justicia social», con ser tan respetable, empalidece y se degrada hasta parecer retórico e insincero suspiro romántico. Pero, al mismo tiempo, orienta sobre los caminos acertados para conseguir lo que de esa «justicia social» es posible y es justo conseguir, caminos que no parecen pasar por una miserable socialización, sino dirigirse en vía recta hacia un magnánimo solidarismo. Este último vocablo es, por lo demás, inoperante, porque hasta la fecha no se ha condensado en él un sistema enérgico de ideas históricas y sociales; antes bien, rezuma sólo vagas filantropías.
La primera condición para un mejoramiento de la situación presente es hacerse bien cargo de su enorme dificultad. Sólo esto nos llevará a atacar el mal en los estratos hondos donde verdaderamente se origina. Es, en efecto, muy difícil salvar una civilización cuando le ha llegado la hora de caer bajo el poder de los demagogos. Los demagogos han sido los grandes estranguladores de civilizaciones. La griega y la romana sucumbieron a manos de esta fauna repugnante que hacía exclamar a Macaulay: «En todos los siglos, los ejemplos más viles de la naturaleza humana se han encontrado entre los demagogos».[18] Pero no es un hombre demagogo simplemente porque se ponga a gritar ante la multitud. Esto puede ser en ocasiones una magistratura sacrosanta. La demagogia esencial del demagogo esta dentro de su mente y radica en su irresponsabilidad ante las ideas mismas que maneja y que él no ha creado, sino recibido de los verdaderos creadores. La demagogia es una forma de degeneración intelectual que, como amplio fenómeno de la historia europea, aparece en Francia hacia 1750. ¿Por qué entonces? ¿Por qué en Francia? Éste es uno de los puntos neurálgicos del destino occidental y, especialmente, del destino francés.
Ello es que desde entonces cree Francia, y por irradiación de ella casi todo el continente, que el método para resolver los grandes problemas humanos es el método de la revolución, entendiendo por tal lo que ya Leibniz llamaba una «revolución general»,[19] la voluntad de transformar de un golpe todo y en todos los géneros.[20] Merced a ello, esta maravilla que es Francia llega en malas condiciones a la difícil coyuntura del presente. Porque ese país tiene o cree que tiene una tradición revolucionaria. Y si ser revolucionario es ya cosa grave, ¡cuán más serio, paradójicamente, por tradición! Es cierto que en Francia se ha hecho una gran revolución y varias torvas o ridículas; pero si nos atenemos a la verdad desnuda de los anales, lo que encontramos es que esas revoluciones han servido principalmente para que durante todo un siglo, salvo unos días o unas semanas, Francia haya vivido más que ningún otro pueblo bajo formas políticas, en una u otra dosis, autoritarias y contrarrevolucionarias. Sobre todo, el gran bache moral de la historia francesa que fueron los veinte años del Segundo Imperio se debió bien claramente a la botaratería de los revolucionarios de 1848,[21] gran parte de los cuales confesó el propio Raspail que habían sido antes clientes suyos.
En las revoluciones intenta la abstracción sublevarse contra lo concreto; por eso es consustancial a las revoluciones el fracaso. Los problemas humanos no son, como los astronómicos, o los químicos, abstractos. Son problemas de máxima concreción, porque son históricos. Y el único método de pensamiento que proporciona alguna probabilidad de acierto en su manipulación es la «razón histórica». Cuando se contempla panorámicamente la vida pública de Francia durante los últimos ciento cincuenta años, salta a la vista que sus geómetras, sus físicos y sus médicos se han equivocado casi siempre en sus juicios políticos, y que han sabido, en cambio, acertar sus historiadores. Pero el racionalismo fisicomatemático ha sido en Francia demasiado glorioso para que no tiranice a la opinión pública. Malebranche rompe con un amigo suyo porque vio sobre su mesa un Tucídides.[22]
Estos meses pasados, empujando mi soledad por las calles de París, caía en la cuenta de que yo no conocía en verdad a nadie de la gran ciudad, salvo las estatuas. Algunas de éstas, en cambio, son viejas amistades, antiguas incitaciones o perennes maestros de mi intimidad. Y como no tenía con quién hablar, he conversado con ellas sobre grandes temas humanos. No sé si algún día saldrán a la luz estas Conversaciones con estatuas, que han dulcificado una etapa dolorosa y estéril de mi vida. En ellas se razona con el marqués de Condorcet, que está en el quai Conti, sobre la peligrosa idea del progreso. Con el pequeño busto de Comte que hay en su departamento de la rue Monsieur-le-Prince he hablado sobre el pouvoir spirituel, insuficientemente ejercido por mandarines literarios y por una Universidad que ha quedado por completo excéntrica a la efectiva vida de las naciones. Al propio tiempo he tenido el honor de recibir el encargo de un enérgico mensaje que ese busto dirige al otro, al grande, erigido en la plaza de la Sorbona, y que es el busto del falso Comte, del oficial, del de Littré. Pero era natural que me interesase sobre todo escuchar una vez más la palabra de nuestro sumo maestro Descartes, el hombre a quien más debe Europa.
El puro azar que zarandea mi existencia ha hecho que redacte estas líneas teniendo a la vista el lugar de Holanda que habitó en 1642 el nuevo descubridor de la raison. Este lugar, llamado Endegeest, cuyos árboles dan sombra a mi ventana, es hoy un manicomio. Dos veces al día —y en amonestadora proximidad— veo pasar los idiotas y los dementes que orean un rato a la intemperie su malograda hombría.
Tres siglos de experiencia «racionalista» nos obligan a recapitular sobre el esplendor y los límites de aquella prodigiosa raison cartesiana. Esa raison es sólo matemática, física, biológica. Sus fabulosos triunfos sobre la naturaleza, superiores a cuanto pudiera soñarse, subrayan tanto más su fracaso ante los asuntos propiamente humanos e invitan a integrarla en otra razón más radical, que es la «razón histórica».[23]
Ésta nos muestra la vanidad de toda revolución general, de todo lo que sea intentar la transformación súbita de una sociedad y comenzar de nuevo la historia, como pretendían los confusionarios del 89. Al método de la revolución opone el único digno de la larga experiencia que el europeo actual tiene a su espalda. Las revoluciones, tan incontinentes en su prisa, hipócritamente generosa, de proclamar derechos, han violado siempre, hollado y roto el derecho fundamental del hombre, tan fundamental, que es la definición misma de su sustancia: el derecho a la continuidad. La única diferencia radical entre la historia humana y la «historia natural» es que aquélla no puede nunca comenzar de nuevo. Köhler y otros han mostrado cómo el chimpancé y el orangután no se diferencian del hombre por lo que, hablando rigorosamente, llamamos inteligencia, sino porque tienen mucha menos memoria que nosotros. Las pobres bestias se encuentran cada mañana con que han olvidado casi todo lo que han vivido el día anterior, y su intelecto tiene que trabajar sobre un mínimo material de experiencias. Parejamente, el tigre de hoy es idéntico al de hace seis mil años, porque cada tigre tiene que empezar de nuevo a ser tigre, como si no hubiese habido antes ninguno. El hombre, en cambio, merced a su poder de recordar, acumula su propio pasado, lo posee y lo aprovecha. El hombre no es nunca un primer hombre: comienza desde luego a existir sobre cierta altitud de pretérito amontonado. Éste es el tesoro único del hombre, su privilegio y su señal. Y la riqueza menor de ese tesoro consiste en lo que de él parezca acertado y digno de conservarse: lo importante es la memoria de los errores, que nos permite no cometer los mismos siempre. El verdadero tesoro del hombre es el tesoro de sus errores, la larga experiencia vital decantada gota a gota en milenios. Por eso Nietzsche define el hombre superior como el ser «de la más larga memoria».
Romper la continuidad con el pasado, querer comenzar de nuevo, es aspirar a descender y plagiar al orangután. Me complace que fuera un francés, Dupont-Withe, quien, hacia 1860, se atreviese a clamar: «La continuité est un droit de I'homme: elle est un hommage à tout ce qui le distingue de la bête».[24]
Delante de mí está un periódico donde acabo de leer el relato de las fiestas con que ha celebrado Inglaterra la coronación del nuevo rey. Se dice que desde hace mucho tiempo la monarquía inglesa es una institución meramente simbólica. Esto es verdad, pero diciéndolo así dejamos escapar lo mejor. Porque, en efecto, la monarquía no ejerce en el Imperio británico ninguna función material y palpable. Su papel no es gobernar, ni administrar la justicia, ni mandar el ejército. Mas no por esto es una institución vacía, vacante de servicio. La monarquía en Inglaterra ejerce una función determinadísima y de alta eficacia: la de simbolizar. Por eso el pueblo inglés, con deliberado propósito, ha dado ahora inusitada solemnidad al rito de la coronación. Frente a la turbulencia actual del continente, ha querido afirmar las normas permanentes que regulan su vida. Nos ha dado una lección más. Como siempre, ya que siempre pareció Europa un tropel de pueblos, los continentales, llenos de genio, pero exentos de serenidad, nunca maduros, siempre pueriles, y al fondo, detrás de ellos, Inglaterra… como la nurse de Europa.
Este es el pueblo que siempre ha llegado antes al porvenir, que se ha anticipado a todos en casi todos los órdenes. Prácticamente deberíamos omitir el casi. Y he aquí que este pueblo nos obliga, con cierta impertinencia del más puro dandysmo, a presenciar un vetusto ceremonial y a ver cómo actúan —porque no han dejado nunca de ser actuales— los más viejos y mágicos trabajos de su historia, la corona y el cetro, que entre nosotros rigen sólo al azar de la baraja. El inglés tiene empeño en hacernos constar que su pasado, precisamente porque ha pasado, porque le ha pasado a él sigue existiendo para él. Desde un futuro al cual no hemos llegado, nos muestra la vigencia lozana de su pretérito.[25] Este pueblo circula por todo su tiempo, es verdaderamente señor de sus siglos, que conserva con activa posesión. Y esto es ser un pueblo de hombres: poder hoy seguir en su ayer sin dejar por eso de vivir para el futuro; poder existir en el verdadero presente, ya que el presente es sólo la presencia del pasado y del porvenir, el lugar donde pretérito y futuro efectivamente existen.
Con las fiestas simbólicas de la coronación, Inglaterra ha opuesto, una vez más, al método revolucionario el método de la continuidad, el único que puede evitar en la marcha de las cosas humanas ese aspecto patológico que hace de la historia una lucha ilustre y perenne entre los paralíticos y los epilépticos.
V
Como en estas páginas se hace la anatomía del hombre hoy dominante, procedo partiendo de su aspecto externo, por decirlo así, de su piel, y luego penetro un poco más en dirección hacia sus vísceras. De aquí que sean los primeros capítulos los que han caducado más. La piel del tiempo ha cambiado. El lector debería, al leerlos, retrotraerse a los años 1926-1928. Ya ha comenzado la crisis en Europa, pero aún parece una de tantas. Todavía se sienten las gentes en plena seguridad. Todavía gozan de los lujos de la inflación. Y, sobre todo, se pensaba: ¡ahí esta América! Era la América de la fabulosa prosperity.
Lo único que cuanto va dicho en estas páginas que me inspira algún orgullo, es no haber padecido el inconcebible error de óptica que entonces sufrieron casi todos los europeos, incluso los mismos economistas. Porque no conviene olvidar que entonces se pensaba muy en serio que los americanos habían descubierto otra organización de la vida que anulaba para siempre las perpetuas plagas humanas que son las crisis. A mí me sonrojaba que los europeos, inventores de lo más alto que hasta ahora se ha inventado —el sentido histórico— mostrasen en aquella ocasión carecer de él por completo. El viejo lugar común de que América es el porvenir había nublado un momento su perspicacia. Tuve entonces el coraje de oponerme a semejante desliz, sosteniendo que América, lejos de ser el porvenir, era en realidad un remoto pasado, porque era primitivismo. Y, también contra lo que se cree, lo era y lo es mucho más América del Norte que la América del Sur, la hispánica. Hoy la cosa va siendo clara, y los Estados Unidos no envían ya al viejo continente señoritas para —como una me decía a la sazón— «convencerse de que en Europa no hay nada interesante».[26]
Haciéndome a mi mismo violencia, he aislado en este casi libro, del problema total que es para el hombre y aun especialmente para el hombre europeo su inmediato porvenir, un solo factor: la caracterización del hombre medio que hoy va adueñándose de todo. Esto me ha obligado a un duro ascetismo, a la abstención de expresar mis convicciones sobre cuanto toco de paso. Más aún: a presentar con frecuencia las cosas en forma que, si era la más favorable para aclarar el tema exclusivo de este estudio, era la peor para dejar ver mi opinión sobre esas cosas. Baste señalar una cuestión, aunque fundamental. He medido al hombre medio actual en cuanto a su capacidad para continuar la civilización moderna y en cuanto a su adhesión a la cultura. Cualquiera diría que esas dos cosas —la civilización y la cultura— no son para mí cuestión. La verdad es que ellas son precisamente lo que pongo en cuestión casi desde mis primeros escritos. Pero yo no debía complicar los asuntos. Cualquiera que sea nuestra actitud ante la civilización y la cultura, está ahí, como un factor de primer orden con que hay que contar, la anomalía representada por el hombre-masa. Por eso urgía aislar crudamente sus síntomas.
No debe, pues, el lector francés esperar más de este volumen, que no es, a la postre, sino un ensayo de serenidad en medio de la tormenta.[*]
JOSE ORTEGA Y GASSET.
«Het Witte Huis», Oegstgeest-Holanda, mayo de 1937.