I. HISTORIA Y ESPÍRITU

Golpeamos con los nudillos en la puerta. «¿Quién anda ahí?», preguntamos. Hemos oído ruidos en la habitación vecina. La puerta está cerrada. No podemos entrar. Del interior nos llegan sólo rumores. Oímos éstos perfectamente, pero cuanto mejor los oigamos y menos problemas nos sean por sí mismos, no podemos contentarnos con ellos. Inevitablemente llegan a nosotros convertidos en signos o síntomas de un acontecimiento o serie de ellos, en suma, de algo que pasa bajo ellos, de que ellos son manifestación parcial, anuncio incompleto. Y ese algo que pasa del otro lado de la puerta sólo se nos aclara cuando averiguamos a quién le pasa: el algo sospechado empuja nuestra mente hacia un alguien. Por eso preguntamos: «¿Quién anda ahí?» Tal vez es la criada que golpea los muebles o un hombre en frenesí que se martiriza. Cuando logramos averiguarlo, el tropel desordenado de ruidos cobra súbito orden, se organiza, como claro acontecimiento cuyo centro es el alguien que lo produce o padece.

Una vida individual es, por lo pronto, no más que un tropel de hechos pululantes e inconexos, como aquellos rumores. Pero al ser los hechos de una vida sabemos quién es el alguien a quien pasan. A cada cual le pasa su vida —es decir, la serie de hechos que la integran. En todos y cada uno de ellos está, solapado, el Mismo. Yo soy el Mismo, el punto de identidad o mismidad latente bajo la diversidad e inconexión aparente de los hechos que urden mi vida.

Pero los hechos de mi vida no terminan en ella, en su órbita individual, sino que actúan sobre la órbita de otras vidas como la mía, penetran en ellas produciendo múltiples efectos. Y viceversa, lo que a otros les pasa —su vida— rezuma sobre la mía. Tengo un amigo. La amistad es un hecho que me pasa a mí, pero que también le pasa a mi amigo. Por tanto, su realidad no consiste sólo en la parte de amistad que me toca a mí, sino también en la que toca al otro. No es, pues, rigorosamente hablando, un hecho exclusivo de mi vida, sino que es el hecho de dos vidas, entre dos vidas —es un hecho de convivencia. ¿Quién es, entonces, el «alguien» de la amistad? Evidentemente, ese alguien es un personaje extraño que se llama «dos seres humanos». Un alguien dual, que no es ninguno de los dos, ni la simple suma, sino alguien sobre ellos, sujeto del hecho amistad, y a quien podemos llamar indiferentemente «convivencia» o «compañía» o «sociedad».

Como se advierte, el «alguien» a quien las cosas pasan es el substrato del acontecer; pero, al mismo tiempo, es el punto de vista, el principio de la perspectiva desde el cual el acontecimiento se entiende. La vida individual es, en este sentido, una perspectiva. La convivencia es otra.

Pero no se puede negar que no nos parecen igualmente claros el alguien o mismo que soy yo o que eres tú y el alguien o mismo que es la compañía. Este nuevo personaje está menos a la mano; su perfil es más difuso y problemático. Por lo menos, a primera vista. No voy ahora a entrar en esta cuestión; pero, de paso, sugiero que esa presunta claridad de quién sea el alguien que soy yo se oscurece desesperantemente cuando con ánimo de hallar una respuesta rigorosa nos preguntamos: ¿Quién soy yo? Porque yo no soy mi cuerpo ni mi alma. Cuerpo y alma son cosas mías, cosas que me pasan a mí; los más próximos y permanentes acontecimientos de mi vida, pero no son yo. Yo tengo que vivir en este cuerpo enfermo o sano que me ha tocado en suerte y con esta alma dotada de voluntad, pero acaso deficiente de inteligencia o de memoria. ¿Qué diferencia últimamente esencial existe entre la relación de mi cuerpo y mi alma conmigo y la que conmigo tienen la tierra en que nazco y vivo, la suerte social, mejor o peor, que tengo, etc., etc.? Ninguna. Y si yo no soy mi alma ni mi cuerpo, ¿quién es el alguien, quién es el mismo a quien acontece la sarta de sucesos que integran mi vida? Como se ve, hay aquí un problema tremendo que va oculto y en cierto modo cloroformizado por la facilidad de habituación con que decimos «yo». La identidad de la palabra nos finge una evidencia de la cosa.

Pero el hombre muere y otras vidas suceden a la suya. La convivencia actual o sociedad de ahora se prolonga asimismo en la de mañana, en la de dentro de un siglo, como, viceversa, es continuación de la de ayer y de la de hace centurias y centurias. Es decir, que nos encontramos con un nuevo tropel de hechos —los históricos— enormemente más rico, multiforme, caótico, que el atribuible a la vida individual o a la sociedad de hoy. En suma, nos encontramos con el rumor innumerable de la historia universal. Guerras y paces, angustias y alegrías, usos, leyes, Estados, mitos, ciencias: es la pululación superlativa, el mare magnum de lo confuso e ininteligible. Al pronto la mente se pierde en esa selva indómita de hechos inconexos y dispares. La historia es como el oído con que oímos tales ruidos; nos cuenta esto y esto y esto. Pero con ello no hace sino incitar nuestra incomprensión y movernos a demandar: ¿Qué pasa en la historia y a quién pasa?

En sus Memorias, la marquesa de La Tour-du-Pin, que vivió en tiempos de la Revolución francesa, nos cuenta que, siguiendo la moda anglómana de la época, encarga de sus caballos a un palafrenero inglés. Este hombre no consigue aprender da lengua francesa, e, incomunicante con el contorno, vive ensimismado, atento sólo a su menester. Cuando la revolución comienza y ve a las gentes ir y venir enloquecidas, juntarse y separarse, gritar y estremecerse, el pobre hombre Cae en estupefacción. No entiende nada de lo que acontece, y cada cinco minutos se acerca a su señora y, quitándose la gorra, pregunta: Please, miladi, what are they all about? (Señora, perdón, ¿qué les pasa a todos éstos?)

El palafrenero no podía entender lo que a éstos les pasaba, porque en realidad, la Revolución francesa no era un hecho de la vida privada o individual de ninguno de ellos, ni siquiera de su vida colectiva o social. Era un hecho de la historia, y sólo resultará comprensible cuando se golpee con los nudillos sobre el telón gigantesco de los hechos y se pregunte. ¿Quién anda ahí? ¿Quién produce y padece todos esos ruidos? En suma: ¿a quién le pasa la historia universal como a mí me pasa mi vida? ¿Quién es el alguien, el Mismo de la historia que pulsa y late bajo sus sucesos?

La Filosofía de la Historia Universal es el golpe de nudillos que da Hegel sobre los fenómenos del destino humano. Al buscar el Mismo de la historia, su substrato y sujeto, tiene que buscar también, como antes indiqué, una nueva perspectiva, distinta de la vida individual y de la vida social. Ahora se trata de la vida histórico— universal que comprende aquellas otras dos formas de vida; es decir, que la perspectiva histórico-universal que incluye la perspectiva individual y la social, es la perspectiva integral de lo humano.

Ahora bien, ¿cómo, sumergidos en el enjambre de los hechos históricos, podremos descubrir su sustancia permanente, ese alguien o Mismo de que ellos son manifestación, variación, modificación incesante? Hay varios caminos o métodos. Uno consiste en aplicar a los fenómenos históricos la misma táctica mental que seguimos para descubrir las leyes de los fenómenos naturales. Es el método empírico. Observando los hechos, ensayando hipótesis que esta observación nos sugiere, vemos si aquéllos se dejan reducir a un orden o regularidad. Este orden, si transparece, nos mostrará todos los cambios históricos con transformaciones comprensibles de algo que es el substrato de la transformación. Y, en efecto, la obra de Hegel, que no usa este método, provoca durante todo el siglo XIX una serie de ensayos inspirados en este procedimiento. Todos ellos coinciden en elegir una clase de hechos como realidad fundamental de que todos los demás son consecuencias. Así, Carlos Marx cree haber hallado la sustancia, el alguien de la historia en la economía. Lo que diferencia las épocas y hace salir una de otra es el proceso de la producción. Cada etapa humana tiene su última realidad en lo que, a la sazón, sean los medios de producción. Cada nueva forma de éstos crea una nueva forma de organización social; suscita una clase social propietaria de ellos y otras sometidas a ésta. Las ideas, la moral, el derecho, el arte, no son más que reacciones de cada clase social según sea su puesto en la jerarquía colectiva. Ni las ideas ni la moral ni el derecho ni el arte son fuerzas primarias de la historia, sino, por el contrario, resultado de lo sustancial: la realidad económica. El hombre no actúa según sus ideas, sentimientos, etc., sino, al revés, las ideas, sentimientos de un hombre, son consecuencia de su situación social, esto es, económica. El alguien de la historia es, pues, el hombre como animal económico.

Frente a esta interpretación económica cabe poner innumerables otras en que se prefiere como sustancial otra especie de fenómenos. Cabe, por ejemplo, una interpretación bélica de la historia. Según ella, lo decisivo en los cambios históricos sería el cambio en los armamentos, en los medios de destrucción. Es el exacto pendant del marxismo. He aquí un ejemplo de su manera de razonar. Durante el siglo v dominan todavía sobre los estados griegos las viejas aristocracias, porque las guerras entre ellos se hacen con milicias poco numerosas compuestas de soldados calificados, portadores de armas cuyo empleo requiere largo y difícil entrenamiento. Pero he aquí que se anuncia la bajada de los persas contra Grecia. Los persas llegan por tierra y por mar. Temístocles tiene la genial intuición de que la parte decisiva de la lucha habrá de ser marina, y propone a Atenas la creación de una poderosa escuadra. Pero esto supone el empleo de catorce mil remeros. Los aristócratas no pueden pensar en proporcionar tan elevado contingente ni están dispuestos a remar. Es preciso recurrir a las clases inferiores, poner en sus manos la nueva arpia —el remo. El efecto fue fulminante. La extensión del servicio militar trae consigo la extensión del poder político. Los. catorce mil remeros son todo Atenas, y no ya unas cuantas familias nobles. El remo, como arma bélica, como medio de destrucción, suscita la democracia y todo lo que ésta trae inevitablemente consigo: el abandono de la tradición, el racionalismo, la ciencia, la filosofía (5).

La interpretación bélica de la historia no es ni más ni menos fantástica que cualquiera otro de los ensayos parejos emprendidos empíricamente con ánimo de reducir a un orden el caos que es la historia. Quien haya leído la Historia del arte de la guerra, compuesta por Delbrück, reconocerá que es esta interpretación una idea luminosa, capaz de esclarecer admirablemente no pocos estratos de la realidad histórica.

Es sorprendente la docilidad de la historia ante la furia de orden que lleva a ella el pensamiento. Se puede llegar a sistemas francamente cómicos y que, en principio, no son menos verídicos que los de aspecto más trágico y solemne. Cabe, por ejemplo, lo que yo llamaría la interpretación hidrológica de la historia. En efecto, la historia comienza con una civilización que brota entre dos ríos menores —la mesopotámica. Pasa luego a las riberas de un gran río —el Nilo. Se derrama después sobre un mar interior —el Mediterráneo. Avanza más tarde al mar abierto —el Atlántico—, y en nuestros días comienza a bañarse en el mar máximo —el Pacífico. Pero al seguir la línea de esta evolución caemos en la cuenta de otras posibilidades de interpretación: la interpretación sideral. En efecto, el centro de la historia se ha desplazado en el mismo sentido en que marchan las estrellas. El proceso universal de lo humano gira de Oriente a Occidente.