1
Una remota ciudad de tres ríos, en el sur del hemisferio norte, sufrió una inundación el 16 de febrero de 1963. Era sábado. La ciudad se llamaba Granada. El domingo, a mediodía, las limpiadoras de un hotel encontraron muerto en la cama al huésped de la habitación 201. El Hotel Nevada Palace acababa de celebrar un baile por el sexto aniversario de su apertura. Ofrecía los más modernos servicios, cafetería, restaurante, sala de fiestas y cocktail bar, pero la desgracia de la 201 fue el primer asesinato cometido en una de sus doscientas cincuenta habitaciones.
No se había conocido en aquel siglo un día más lluvioso, veinte horas de lluvia hasta las siete de la tarde: 500.000 litros de agua por segundo, dijo la prensa.
El viernes 15 de febrero el oculista Federico Saura había recibido en su consulta de la calle Ganivet, frente al Hotel Nevada Palace, a un señor que se presentó a última hora para graduarse la vista. No era un hombre gordo: era globoso. Parecía pesar menos de lo que prometía su volumen y, a punto de elevarse de la silla hinchado de aire, levantaba la cabeza y aspiraba más aire. Boqueaba, pero no se movía, no cerraba los ojos. Cuando el oculista le preguntó su nombre, el paciente le dio una tarjeta de visita: Fidel Ferrando Sola, abogado, con domicilio en Benidorm, Alicante y Madrid. El oculista copió los datos en la ficha médica.
–¿Edad?
–Tengo una habitación en el Nevada Palace. Somos vecinos.
La voz era ronca, y Saura temió que el paciente no fuera un paciente, sino alguien enviado por el propietario de uno de los pisos de la entreplanta, donde, en el techo que servía de suelo a la consulta del oculista, había aparecido una mancha de humedad con la forma de Groenlandia, motivo de quejas y posibles pleitos. Dos albañiles y un fontanero habían comprobado que el escape de agua no procedía del piso superior, pero el propietario de la entreplanta, Zafra, un ingeniero de Montes que vivía en Madrid, se negó a aceptar el dictamen de los profesionales, alegando que sólo eran empleados de la parte que le estaba arruinando la propiedad.
–¿No ve bien?
–Me gustaría ver más claras algunas cosas –respondió el abogado.
–¿Algunas cosas? ¿Quién le ha recomendado mi consulta?
–Un amigo que quiere comprar la casa que tiene usted en la orilla izquierda del río.
Acabó la frase, abrió más la boca y los ojos de globo, y el oculista siguió a la escucha como quien oye las campanadas de un reloj, cuenta las horas dadas y al final de todas se queda esperando la última, que no llegará nunca. Ferrando pronunciaba roída la erre, esa letra que un perro irritado pronuncia mejor que los hombres.
–¿Ferrando es usted o su amigo? ¿A cuál de los dos tengo que graduarle la vista?
–Jabón o hilo verde, ¿qué más da? Todo es para la ropa –dijo como una adivinanza el visitante, que no quería graduarse la vista, sino ofrecerle al médico una cantidad ridícula de dinero por una casa a orillas del río Genil. La oferta de compraventa fue rechazada por el oculista, que no pensaba vender la antigua propiedad familiar ni siquiera por una cantidad que multiplicara por treinta el dinero que ofrecía el desconocido.
Al día siguiente el río se desbordó, inundó la casa y derribó una pared. Parecía hacerse realidad uno de los males que el desconocido sugirió como posibles en caso de que no fuera aceptada su proposición: el hundimiento de la casa a orillas del río.
A primeras horas de la mañana del sábado el aluvión empujaba árboles descuajados y arrastraba cabras, perros, mulos, sillas, un armario, incluso un simio vestido de mujer. No paraba la lluvia. Las autoridades cerraron el acceso a los puentes entre el paseo de los Basilios y los paseos del Salón y de la Bomba. El diluvio cortó el suministro de agua potable. Se inundaban las huertas. Empezaron a ser evacuadas las casas. Ramas, troncos, la greña de los matorrales, escoria y carroña superaron el primer puente y cegaron los ojos del segundo, que, a las dos de la tarde, saltó convertido en una maraña de hierros. Llovía. Las aguas rebosaron el cauce del río y anegaron glorietas y jardines. Una multitud acudió a ver el paso rojo y virulento de la crecida. Arrasó dos atracciones de feria que invernaban a orillas del río Genil, y coches de choque, focas y caballos de carrusel navegaron perdidos por el paseo de San Sebastián. Un caballo se estrelló contra el muro de una casa, derribándolo. Se movilizó al ejército. Se fue la luz. Los bomberos nunca volvían a sus cuarteles. El juez de instrucción levantó dos cadáveres en una cueva del Sacromonte, hundida por la tormenta. El mismo juez, muy cansado, acudió al día siguiente a la habitación 201 del Hotel Nevada Palace.
Estaba cansado el juez, pero, maniático del deber cumplido y a pesar de que sabía que no había nada que investigar, sólo las causas médicas de una muerte repentina, hizo comparecer en la habitación 201 a las camareras que, cuando fueron a limpiar, a las once poco más o menos, según precisaron, habían descubierto el cadáver del señor Ferrando Sola. Los policías, el fotógrafo, el forense y el secretario del juzgado sabían que el levantamiento del cadáver era un trámite –especialmente molesto en domingo– que ya podía estar ventilado, pero conocían los caprichos del juez, quien por lo que se veía disfrutaba del ambiente del Hotel Nevada Palace y de la compañía del director del establecimiento, un individuo solemne y vestido de un gris funeral, como si se considerara, en razón de su cargo, deudo del huésped difunto.
Llegaron las dos mujeres, menos asustadas por el muerto que por los funcionarios, y evitaron mirar el cadáver, o mirarlo a la cara. Parecían sentir culpa, vergüenza, veneración o respeto, o quizá sólo fuera miedo o repulsión de los ojos entrecerrados y la boca abierta y seca. Olía a orina.
–¿La habitación está como la encontraron ustedes? –preguntó el juez.
–Nosotras no hemos tocado nada.
–Nada.
–¿La almohada estaba en ese sillón?
–Sí.
–No –dijo la otra limpiadora–. Estaba al lado de la cama, en el suelo.
Y se echó a llorar, como si de repente se hubiera visto implicada en un caso de asesinato y acabara de delatarse y de delatar a su compañera.
–Ponga usted la almohada donde la encontró hace tres horas –mandó el juez.
La mujer, sin dejar de llorar, la cogió con dos manos como si tomara a un recién nacido, dio tres pasos y se quedó parada delante del forense. Parecía pedirle que se hiciera cargo de la criatura.
–¿Qué pasa? –preguntó el juez.
–Estaba ahí –dijo la mujer, señalando los zapatos llenos de barro seco del forense, que se apartó.
La mujer dejó la almohada en la alfombra y miró al juez, muy rubio. Concentrado en la almohada, se le veían las venas azules de la sien.
–Pueden irse –dijo el juez a las camareras, y miró el reloj.
Tenía hambre. Eran más de las dos. A pesar del cansancio y el mal tiempo, quería ir al fútbol, o su mujer quería que fueran al fútbol, que empezaba a las cuatro, pero le costaba salir de la habitación y de su olor a urea. El difunto era un caballero, y había elegido para morir un hotel caro, sin ruidos. El juez miró otra vez los dos teléfonos, sobre la mesita de noche y sobre el escritorio, la puerta abierta del baño, la cartera de piel del abogado Ferrando Sola, la radio tocadiscos, las maderas oscuras y los tejidos verdes, y se repitió que no había nada más que ver allí. No tengo nada más que ver, dijo en voz alta. O no quiero ver más, pensó sin decirlo.
Era joven. Aún no había tenido tiempo de equivocarse demasiado en el ejercicio de su autoridad, pero pronto no sabría si las cortinas y las tapicerías de la habitación 201 eran verdes o granate: en la memoria confundía los dos colores, y quizá lo recordó porque vio desde la puerta del Hotel Nevada Palace el edificio donde estaba la consulta de su oftalmólogo.
–A los periódicos, ni una palabra. Repito: no quiero ni una línea en los periódicos. Una muerte natural no es noticia –dijo el juez antes de subirse al coche que lo devolvería a su despacho.
–¿Hacemos la autopsia?
–Lo normal.
–¿Lo normal? –preguntó el forense, pero el chófer ya había cerrado la puerta del Seat 1400 negro.
El forense volvió al hotel. Pidió las almohadas, los almohadones, la ropa de cama de la habitación 201.
2
Habían querido comprarle otras veces la casa del río, la propiedad que la muerte accidental de sus padres le regaló, pero nunca le habían hecho una oferta tan ridícula ni una amenaza tan clara contra su vida íntima y pública. Recibirá noticias mías, le avisó el falso paciente, Ferrando, o como se llamara, y le dio tres días de plazo para decidir una respuesta afirmativa a la operación de compraventa.
En caso de que se negara a vender, podía tener la absoluta seguridad de que era un hombre acabado, social y profesionalmente, uno de esos de los que es inevitable hablar mal en todas partes. A su paso se baja la voz o se les insulta en voz alta. El trato con el tal Ferrando parecía inevitable. El abogado le había dejado su nombre y su dirección ocasional, el Hotel Nevada Palace, a veinte metros de la consulta, cruzando la calle, pero le había prohibido que lo buscara. Dispongo de tres días para rendirme y entregarle la casa, pensó el oculista, y se daba cuenta de que en aquella situación no valía su remedio habitual para los asuntos no estrictamente médicos o médicos sin solución evidente: dejar pasar el tiempo. No conocía otra manera mejor de resolver las indecisiones.
Cerrada la consulta, iba camino de casa de su novia, como todas las noches. La novia, Clara, era más una hermana, una costumbre más después de nueve años de relaciones, pero, por eso mismo, para no dañar el vínculo familiar, no podía contarle la visita de hacía media hora. ¿O sí? En la calle Reyes Católicos, frente a la óptica de los escaparates en forma de gafas de gigante (una montura de latón y dos grandes vidrieras iluminadas), vio que era el momento de decirle todo a Clara y que, después, la vida seguiría sin excesivos cambios. No dejaría de ir cada noche a ponerle al padre de Clara las inyecciones que lo ayudaban a dormir, y no dejaría de cenar con Clara en la cocina. Beberían vino. Hablarían. ¿Se besarían? ¿Seguirían besándose? Qué más daba. Luego, si era viernes, iría al cine con Antonio, a la última sesión, de diez y media a doce y media. Y entonces, pensando en el futuro inmediato, vio que si le contaba a Clara lo que pasaba lo más probable sería que aquella noche no hubiera cine y, esa noche más que nunca, necesitaba ir al cine.
En la Gran Vía, a cien metros de la casa de Clara, había decidido no mencionar el asunto. Callaba desde hacía tres años, ¿por qué iba a abrir la boca ahora? Al cerrar la puerta del ascensor, se dio cuenta de que le temblaba la mano. Probablemente toda la ciudad sabía el secreto, y lo guardaba o lo comentaba con discreción, incluida Clara, pero ni Clara ni la ciudad le perdonarían la revelación ruidosa de la verdad. Y Ferrando había sido categórico: sin especificar cómo, el abogado le garantizó que la relación que lo unía a su amante sería de dominio público el jueves 21 de febrero.
No dijo su amigo, dijo su amante, expresión que a Saura le pareció exagerada. El decano del Colegio de Médicos y todos los colegiados, los decanos de la Facultad de Filosofía y de la Facultad de Farmacia, los miembros de los claustros de profesores, el rector de la Universidad, los familiares más próximos a los dos implicados, los propietarios del Café Granada y de la Cafetería Bib-Rambla, y el comisario Polo, a quien Ferrando consideraba íntimo amigo de Saura, recibirían un informe detallado e irrebatible de su doble vida.
En el ascensor lo miró un extraño que olía a ropa húmeda y encogía la boca como si sufriera un dolor, muy mojados los hombros del abrigo. Ni siquiera había notado que le llovía a pesar del paraguas. Saura evitó el espejo. Esperando a que Clara abriera la puerta, quiso creer que lo que temía no era el descrédito personal, sino el daño que sufrirían su novia y el padre de su novia, que recibiría la noticia en su sillón de agonizante crónico. Y más temía el daño a su amigo y a la madre de su amigo. La señora presumía de ser inmortal, pero se moriría cuando le llegara al oído lo que se decía de su hijo y del amigo íntimo de su hijo.
Clara le abrió la puerta, se quejó de que llegara tan tarde. Había tenido un paciente a última hora, un señor de fuera, abogado, se justificó Saura, y se dio cuenta de que había empezado a contar lo que no podía contar. Aspiró el olor a calefacción en la casa cerrada y fría, el olor a tabaco y el olor maternal a barra de labios. La duda cambió. No se preguntó si debería hablar, sino qué debía decir: ¿que no volvería más a aquella casa, que no volvería a ver a Clara ni a su padre? Que buscaran otro novio y otro médico, o un enfermero para tomarle la tensión y ponerle las inyecciones cada noche al moribundo prematuro e interminable.
3
El comisario Polo no asistió el 18 de febrero a la tertulia que todos los lunes, a las diez de la noche, se celebraba en casa del oculista Federico Saura. Se trataba de una reunión de individuos que se creían inteligentes y jugaban a confundirse unos a otros con un talento infinito para hacer discursos sin hablar de nada que en el fondo les importara. Dominaban la mecánica de la maledicencia leve y feliz. No les preocupaba no decir exactamente la verdad por el simple placer de seguir hablando. No comentaban nunca los resultados de fútbol del domingo, a pesar de que uno de los cinco asistentes fijos era Gabriel López Olmo, periodista especializado en crónicas deportivas, que acababa de hacer para los diarios Marca y Patria la crónica del partido entre el Granada Club de Fútbol y el Club Deportivo Cartagena. En Marca, más importante, el gran periódico deportivo nacional, firmaba Gabriel López Olmo y publicaba los lunes su visión de los duelos futbolísticos dominicales. En Patria, donde aparecía los martes, menguaba y se convertía en López Olmo. En el semanario Hoja del lunes dejaba el deporte y disminuía aún más: se quedaba en Olmo cuando hablaba de música, crítico de conciertos. Aunque muchas veces se comentaban en la reunión de amigos las nunca arriesgadas opiniones musicales de Olmo, el único que celebraba la brillantez, el ingenio y el estilo literario del doble o triple periodista era el comisario, el anciano de la reunión, jubilado, pero siempre al servicio del orden, a quien se hablaba de usted.
El periodista deportivo Olmo, el historiador de Arte Juan Segovia Sternberger, el otorrinolaringólogo Antonio Velasco Sternberger, primo de Segovia, y el oculista Saura aprovecharon la ausencia de Polo para recordarlo con ese afecto que se dedica a quienes no se volverá a ver. No mencionaron el artículo que en su última página publicaba el único periódico no estrictamente deportivo con permiso para salir el primer día de la semana, Hoja del lunes, sobre mujeres muy jóvenes que se casaban con hombres muy viejos: Charlot le llevaba treinta y siete años a su mujer, Oona O’Neill, y el productor de cine Ponti, veinte años a Sophia Loren. Pero el caso del comisario Polo se acercaba más al de los músicos Casals y Stokowski, menos al de Stokowski que al de Casals: sesenta y un años mayor que su discípula y esposa Martita Montónez era Casals, cuarenta y dos años menor que Stokowski era la multimillonaria Gloria Vanderbilt. Aunque la semejanza entre su vida y la de las estrellas del cine y de la música quizá hubiera divertido al comisario, nadie recordó la no muy lejana boda del comisario con una mujer que podía ser su nieta, a pesar de que los cuatro amigos habían leído el reportaje pensando en Polo, y pensando en Polo y en Elena Polo habían calculado la diferencia de edad entre los cónyuges.
Nadie se hubiera atrevido a bromear sobre la boda del comisario en presencia del comisario, y los reunidos en casa del oculista Saura hablaban como si supieran que su amigo los estaba oyendo. La velada se les fue esperando que sonara el teléfono o el timbre de la puerta. Pero, al contrario que en las dos únicas ocasiones en que antes había faltado a la cita semanal de los lunes, Polo no justificó su incomparecencia. Y Saura, pendiente de una llamada o de una aparición imprevista del comisario, se pasó perdido las dos horas, apenas habló ni probó la cena fría final y sólo bebió.
Las cuestiones que surgían en la charla le interesaban menos que encontrar una explicación a la ausencia de Polo. ¿Había recibido ya noticias de Ferrando Sola? Saura ni siquiera le había comentado el asunto a Antonio. ¿Para qué preocuparlo?
Como si quisiera contestar a las preguntas sin respuesta que Saura se hacía el lunes, Polo llamó a la consulta del oculista el martes por la tarde. La enfermera se resistió a pasarle la llamada al doctor. Está atendiendo a un paciente, dijo. Polo se limitó a dar una orden:
–Pásele usted la llamada.
Y acabada la consulta, a las nueve y media de la noche, cuando ya se había ido la enfermera, el comisario llamó a la puerta. No parecía preocupado ni acuciado por ninguna urgencia, llegó como cualquier noche de tertulia y pasó con el oculista al salón donde los lunes se reunían los amigos. Pero Polo, que se sentaba siempre a la derecha del dueño de la casa, esta vez eligió otro sillón, enfrente, y le pidió a su amigo que se acercara, más, un poco más. Casi llegaron a tocarse las rodillas de los dos hombres. Hubo otra cosa extraordinaria: Polo, que parecía esa noche más viejo y más lejano que nunca, no se quitó el abrigo.
Sacó del bolsillo interior una foto y se la pasó al oculista.
–¿Lo conoce usted?
–No, creo que no.
–Él sí lo conocía a usted, o pensaba conocerlo. Tenía su nombre y su dirección. Parece que no tuvo tiempo de venir a la consulta.
–No entiendo lo que me dice, comisario.
–Está muerto. Lo encontraron muerto el domingo por la mañana en una cama del Hotel Nevada.
–No oí ni vi ninguna ambulancia el domingo por la mañana en esta calle.
–¿Estaba usted aquí?
–Sí, no salí.
–Y no sabe usted por qué tenía su nombre y dirección el señor Ferrando. Bueno, era un abogado importante, tenía despacho en Benidorm, en Alicante, en Madrid, entraba y salía en algunos ministerios, y usted es un oftalmólogo eminente, Saura. ¿Cuántos años tiene?
–Treinta y dos. Ya no soy joven.
–Eso es. Es usted joven y ya ha hecho carrera. Ese señor había venido a Granada a verlo a usted.
–¿Ferrando?
–Mire, tengo un problema. Le cuento. El gobernador me ha pedido que le haga un esquema de las relaciones en Granada del señor Ferrando, que en paz descanse.
–¿Se sabe de qué ha muerto?
–Ése es el problema. ¿De qué ha muerto? No sabemos qué hacía en Granada. Asuntos personales, dicen en su bufete. Ya le digo, abogado con despacho en Madrid, asiduo de varios ministerios. Como decía mi madre, dime con quién andas y te diré de lo que presumes.
–¿Ha sufrido algún accidente?
–Bueno, se murió, ¿verdad? Fue por causas naturales, evidentemente, un ataque mientras dormía, una muerte cómoda, supongo. El juez lo vio así, o eso dice ahora, pero el forense sostiene que le pidió que hiciera la autopsia como es habitual.
–¿Ha encontrado algo?
–Cree que a Ferrando lo asfixiaron con una almohada.
Desde el sitio donde, pidiéndole que se le acercara, lo había situado Polo, la sombra de Saura se proyectaba en la pared. Parecía muy atenta a la conversación.
–¿Cree?
–Nosotros no creemos nada. Le voy a confiar algo que todavía no se sabe: viene el Generalísimo a Granada, a visitar a los damnificados de la inundación, y no viene solo. Dentro de una semana estarán aquí el ministro de la Gobernación, el de Agricultura, el de Vivienda y el de Obras Públicas, los directores generales, el séquito, los Jefes y Segundos Jefes de las Casas Civil y Militar, los secretarios y los subsecretarios. ¿Me entiende? El gobernador no quiere sorpresas. Ferrando tenía contactos en los cuatro ministerios que acabo de nombrarle.
–Yo no lo conozco –dijo Saura.
Y entonces tuvo la intuición de que Polo sabía todo. Octogenario, jubilado, condecorado en tres guerras y por cuatro países, España, Italia, Francia y Alemania, ejercía como adjunto o consejero, algo no oficial sino espiritual, amigo íntimo o conciencia del gobernador, que había puesto al servicio de su anciano de confianza un inspector, una secretaria y un coche con chófer que lo llevaba a Madrid dos veces al mes. Además de ser un héroe, el comisario era ingeniero de Telecomunicaciones, experto en transmisión y recepción de señales. Tengo cien ojos y nunca duermo con más de dos a la vez, había dicho una noche.
–Alguien ha muerto en circunstancias complicadas que la policía debe interpretar. Mi esperanza era que usted conociera al abogado Ferrando y me sirviera de guía.
El comisario lo sabe todo, pensó Saura, y rectificó algo que acababa de decir: se había equivocado, había dicho que el domingo por la mañana no salió, y no era así. Poco antes de las nueve (había pasado la noche en blanco) fue a la plaza de Bib-Rambla a pagar la flores que todas las semanas mandaba a la madre de Antonio, una manera de mandarle flores a su amigo. Había tomado café en la Cafetería BibRambla. No había nada más que rectificar. No conocía al hombre de la foto que todavía tenía Polo en la mano. No lo conocía. Era viejo y no se parecía en nada al hombre que había enseñado en su consulta la tarjeta de visita del abogado Fidel Ferrando Sola.
4
En la Gran Vía, a un paso de la casa de Clara, entró en el Instituto Nacional de Previsión, INP. Una estatua de la diosa Ceres transfigurada en Previsión Social coronaba el edificio. Cruzó la puerta de cristales, subió la escalera curva que, metal y mármol, parecía de un cine o de una sala de fiestas, y se sumergió en la luz y en la irradiación funcionarial de los muros de la sala de operaciones, grises como el uniforme de los ujieres.
Quería ver a la mujer del comisario Polo. Saura la había conocido en el hospital donde operó los ojos del comisario y, después de comer con el matrimonio en el Alhambra Palace para celebrar la nueva y prodigiosa vista del paciente, volvió a encontrársela (al cabo de apenas quince días se cumpliría un año) en la fiesta del Ángel Custodio, patrón de la Policía, en el Hotel Nevada Palace. Las jerarquías policiacas y militares ofrecían una copa de vino español.
Hablaba Elena Polo con el gobernador civil y, divertida o incrédula de estar donde estaba, miraba a todas partes. Era la única mujer en el convite. Saura miró a los ojos de la mujer para ver hacia dónde apuntaban. La señora Polo se dedicaba a medir la autoridad de los distintos asistentes a la celebración del Ángel Custodio por la forma en que sus semejantes los miraban o evitaban mirarlos, o eso pensó Saura, que se dedicaba a lo mismo y, entre tantos soldados y gente armada, también se consideraba un héroe. Muchos de los invitados pertenecían al mismo circuito de bares, mesas de juego, Real Sociedad de Tenis y Aéreo Club, Real Sociedad del Tiro de Pichón, cacerías, vestuarios deportivos, el colegio, el internado, el ejército, la policía, el claustro de profesores, los consejos de administración: los campos elíseos de la superioridad y la excelencia masculina, lo que Antonio llamaba el círculo homosexual, la casta militar, sacerdotal, masculina, la camaradería. Vivían en tiempos épicos, de un aburrimiento épico, y para soportar el inmenso aburrimiento de la época había que ser un héroe.
Entonces el oculista vislumbró una momentánea posibilidad de salvación o de distracción en la mujer de Polo, que parecía nieta del comisario: marido y mujer, casi recién casados, tenían un aire de familia, como dos retratos pintados por un mismo pintor. Elena Polo, radiante, iluminaba las copas de vino y hacía refulgir como espejos o escudos las bandejas de los camareros, las insignias y las condecoraciones, las caras de los jefes que se atrevían a mirarla. Estaba allí por casualidad, o eso dijo: había ido a llevarle una bufanda a su marido, a quien hasta ella parecía hablarle de usted, si bien era la única persona que merecía el tuteo del comisario, la única criatura. Al comisario lo habían oído hablarle de usted a un perro. El gobernador le llenó a la recién casada una copa de vino. Elena Polo se mojó los labios, mantuvo la copa en la mano y, cuando se fue, la copa seguía llena, con una marca de barra de labios en el filo, y la sangre de la fiesta volvió a circular con normalidad. La joven señora enfriaba el ambiente –muy grato, entre camaradas, si no mediaran problemas eternos de rango y escalafón– porque en aquella fiesta tanta luz era una impertinencia. A Saura no lo había invitado Polo a la copa de vino. Participaba en el convite como oftalmólogo que colaboraba con el INP y cuidaba la vista de los policías más especiales.
Y por casualidad volvió a ver a Elena en el INP, donde ni siquiera sabía que la mujer tenía un despacho. Siguió viéndola, y a Polo le comentaba sus encuentros ocasionales en la sede del INP. De lo que no hablaba con el comisario era de lo que no tenía realidad o, más exactamente, no tenía derecho a la realidad. Y tampoco lo hablaba con Antonio. Procuraba, incluso, no hablarlo consigo mismo. Le dio a Elena recuerdos para su marido el día que se cruzaron en Confitería La Bernina, en la calle Reyes Católicos, junto al Ayuntamiento. Esa vez la mano del oculista tiró un vaso de agua y, cuando fue a levantarlo, lanzó al aire el recipiente de las servilletas de papel. Y cuando a la mañana siguiente Saura volvió a encontrarse en el INP, en un pasillo entre oficinas, con la mujer del comisario, descubrió que, al estrecharle la mano, la mujer del comisario le había entregado una nota.
Una semana más tarde, en el mismo edificio y en la fecha y hora indicadas, cumplió el oculista las instrucciones del plano. Sonámbulo o telepático, dobló una esquina que no conocía, atravesó pasillos y puertas que llevaban a otras puertas, dejó atrás muebles reunidos en uno de esos rincones donde instintivamente se concentra lo despreciado, lo inservible. Llegó a una habitación cerrada. Llamó. Lo recibió la mujer del comisario, que parecía a punto de abrir la boca, pero no habló.
Nueve meses después, el miércoles 20 de febrero, el oculista coincidió en la sala de operaciones del INP con Santaella, su antiguo profesor de Embriología, a quien en la Facultad de Medicina se tenía por un profundo conocedor de los seres humanos. El embriólogo le dijo:
–A usted le preocupa algo, Saura. Quíteselo de encima.
Hay que tomar una decisión, pensó Saura. Pero cualquier posibilidad le parecía un desatino. Cualquier salida le parecía peligrosa. Y no hacer nada también era un error y un riesgo. Necesitaba una cuarta opinión sobre cómo deshacer aquel nudo. Él solo ya barajaba tres soluciones: primera, ceder al chantaje; segunda, no ceder y afrontar las consecuencias; tercera, esperar la delación del chantajista, negar la acusación, declararla un infundio, denunciar la calumnia ante el juzgado de guardia, y, para eludir futuras amenazas, abandonar su relación con Antonio, abandonar a Antonio. El dolor que le producía esa separación todavía inexistente ya era insoportable. Y entonces vio algo que no se le había ocurrido. Aunque el chantajista, sereno, sin aparente rabia denigratoria, lo hubiera llamado una vez maricón y dos veces sodomita, no lo amenazaba por su larga amistad con Antonio, sino por algo mucho más nuevo: sus encuentros desde hacía nueve meses con la mujer del comisario. Cuando usó la palabra «amante», quizá se refería a Elena.
5
Figúrese usted que a través de los teléfonos, colgados o descolgados, se recibieran en la central los ruidos y conversaciones de todas las casas, le dijo un día Polo. ¿Qué ventajas tendríamos? Cualquier rumor amenazante para el orden público y privado llegaría en todo momento a oídos de la policía. Hay que extender el uso del teléfono, dijo Polo. ¿Quién tiene hoy teléfono? Casi nadie. ¡Estamos en 1963! Estamos en el futuro, en la era de los viajes espaciales, vuelan por el cosmos Gagarin, Titov y Glenn, y aquí nadie tiene teléfono. Es inadmisible, pero superable. Hay que poner un teléfono en cada mano. Como si fuera una pulsera, un reloj, un anillo, un grillete. ¿Tiene todo el mundo un documento nacional de identidad, es decir, una ficha con huella dactilar y foto a disposición de la policía? Con la misma urgencia y obligatoriedad todo el mundo debería tener un teléfono conectado a un organismo central de control. Así será la policía futura, créame, querido Saura, dijo Polo, y bebió un poco más de vino. La organización policial es un sistema nervioso. Los órganos de los sentidos transmiten información a la médula espinal, al cerebro, a la Jefatura, y el cerebro decide y transmite al sistema nervioso autónomo y somático la respuesta adecuada a la circunstancia: los músculos reaccionan. El brazo policial se mueve. Los hilos del teléfono funcionarán como neuronas y nervios. ¿Entiende?
Y no sólo hay que contar con el teléfono. Creo en el misterio de las ondas electromagnéticas. Creo en la inmaterialidad de la materia, dijo Polo, y lanzó una risotada entusiasta. ¿Ve usted posible dotar de capacidad emisora a los receptores de radio y televisión? Es posible. Se hará. Cada televisor será un ojo y un oído. Lo primero es poner en cada casa un televisor, una pantalla. Es una necesidad nacional, dijo Polo, como la industrialización. Hoy se industrializa hasta el campo. Véalo usted en los periódicos. ¿Qué venden? Cosechadoras Claas, Sampo, Jubus, Combi-Kola. Tractores David Brown, Hanomag Barreiros. McCormick International. Camiones Nazar con motor Perkins. Tractores checoslovacos Zetor. Nuffield, Ebro, Man, Porsche. Raticida Ibys 152. Herbicidas Merck y Dow Chemical. Insecticidas anticriptogámicos Orthocide, de la California Chemical Ortho Division. La mecanización científica del agro es un logro del Generalísimo. Lo dice hasta la publicidad, aquí lo tiene. Y no lo dice sólo un periódico. Todos los periódicos dicen lo mismo. Es una verdad asumida, unánime. Franco está transformando el Régimen en un eje de la modernización internacional. ¿Qué camiones tenemos? Pegaso, Leyland, Perkins. Dumper-Barliet 25 toneladas todo terreno de tres ejes motrices. Camionetas Borgward Iso, Land Rover. Volquetes Sava-Austin.
–¿Cuál es el coche de moda? –interrogó el comisario.
–¿Renault Dauphine? ¿Tiburón Citroën? –se arriesgó Saura.
–Hablábamos de la televisión –continuó Polo, que no parecía haber recibido la respuesta del oculista–. Es una alegría ver los escaparates de Radio Vox. Acabo de verlos. ¡Televisores Philips, Iberia, Inter, Zenith, PYE, General Eléctrica Española, Elbe, Saba, Kastell, Werner, Marvox! Es magnífico. ¡Marcas nacionales e internacionales! Tal profusión es una noticia excelente. Son espléndidos entretenimientos familiares la radio y la televisión, y deben servir al bien común, ¿no cree usted? Pueden ofrecer grandes servicios al Estado. Pueden ser en el futuro los ojos y los oídos de la policía, es decir, del bien común.
¿Lo eran ya? Polo creía en la percepción sensorial electromagnético-policial a través de ojos y oídos artificiales. Altavoces y pantallas servirían también de micrófonos y cámaras. En una sociedad como Dios manda, no pasará mucho antes de que todos seamos policías, decía Polo. Vigilaremos a nuestros vecinos. Nos vigilaremos en común. Estaremos todos a salvo o más protegidos, decía el comisario, y parecía muy sólida su cabeza, la frente de piedra, la nariz imperativa, la mandíbula poderosa. Sus ojos, gris plomo, eran gigantes tras los cristales de las gafas de pasta negra. Saura había operado de cataratas al comisario. Había extraído el cristalino a los dos ojos y les había puesto unas gafas de trece dioptrías.
Pero no le bastaban dos ojos rectificados al comisario. Su capacidad sensorial le parecía corta y había soltado en la ciudad una jauría de confidentes. Así veía también a través de los ojos de otros y oía a través de un ejército de oídos. Ver a través de muchos ojos y oír a través de muchos oídos tampoco era bastante. Exigía que se le contaran las más disparatadas suposiciones y fantasías que circulaban por la ciudad. La realidad no era todo: la gente imagina a propósito de sus familiares y seres próximos faltas inconfesables, y las invenciones, por fabulosas que sean, se fundamentan siempre en algo. Un buen policía valora la verdad, pero no desprecia lo fantástico verosímil, ni lo a primera vista inverosímil. Existe lo inverosímil real, ¿no? Lamento que los animales no hablen, dijo Polo. ¿Se imagina qué cosas podría contarnos una mosca?, interrogó Polo retóricamente, y el oculista le vio en ese momento al comisario ojos de mosca.
–Sí. No sería un disparate interrogar al sospechoso sobre sus fantasías diurnas y nocturnas –dijo Saura.
–No me gusta la violencia, pero, como cabe suponer, la conversación con el sospechoso alguna vez exige un poco de apremio, e incluso, es de sentido común, se debe recurrir en el curso de una investigación a procedimientos de persuasión físico-mecánica, por así decirlo. ¿Sabe a qué se parece un interrogatorio? A una operación quirúrgica. Usted me entiende, es médico. Hay veces que, si queremos curar, hay que hacer daño. Para no llegar a tales extremos, conviene facilitar la observación preventiva, la confesión.
–El chivatazo.
–No le hablo de delatores ocasionales o profesionales, despreciables siempre en el fondo, mi querido Saura. No. La gente se delata a sí misma. Busca amigos íntimos, o va a la iglesia a arrodillarse y confesarse. El culpable siente el impulso de denunciarse a sí mismo, y debemos facilitarle las cosas: ofrecerle un oído de confianza, ponerle un teléfono a mano, una cámara ante la que le guste hablar.
Decidió ir a confesarse con Polo. Le pareció una manera razonable de superar la confusión: aclararse las ideas hablando de lo que perturba y aturde; vencer el miedo entregándose al enemigo o, por lo menos, a un posible enemigo muy peligroso. ¿Le diría al comisario que acababa de ver a Elena en el INP?
6
Camino del Gobierno Civil, por la Gran Vía, calculaba las posibilidades de que Polo conociera la naturaleza de su amistad con Elena. Elena y él no se llamaban por teléfono. Saura sabía que si no estaba controlado el teléfono de su consulta, lo estaría el del piso del comisario, en la cuarta planta del edificio del INP. Jamás había llamado al despacho de Elena, ni siquiera desde un teléfono público. La red de teléfonos públicos era parte del sistema nervioso policial. Lo habían visto saludar a la mujer del comisario en los pasillos del INP, e incluso entrar en su despacho, no podía negarlo, pero aquellos encuentros funcionariales sólo probaban la importancia de los lazos de sociedad en el mundo de las buenas familias granadinas. Entonces recordó que una vez había llamado al INP y, después de pedir hablar con el despacho de doña Elena, colgó cuando le pidieron que se identificara. ¿Comprobaron desde qué número se había producido la comunicación interrumpida? ¿Existía algún agujero, suficiente para poner un ojo o una cámara, en la habitación fantasma donde se citaba con Elena? ¿Tenía Elena alguna amiga a quien contarle intimidades? ¿Un confesor? ¿Un director espiritual? Un día la vio entrar en la iglesia del Sagrado Corazón, vacía, sólo iluminada por las velas de la capilla mayor, y la siguió. Se habían abrazado sin respiración, entre un confesionario y un altar, unos segundos. En esa iglesia celebraba la policía la fiesta del Ángel Custodio. Un sacristán o un sacerdote en el ejercicio de sus funciones podrían haberlos visto. El comisario Polo oía misa todos los domingos y se confesaba en la iglesia del Sagrado Corazón, muy cerca de su casa.
A esa hora ya había entendido y aceptado que Polo conocía los detalles de su vida con Antonio Velasco, desde los años del colegio y de la Facultad de Medicina y, sobre todo, desde que eran amantes, por usar la palabra utilizada por el mensajero del abogado Ferrando o por el impostor que se hacía pasar por el abogado. Antonio y él podían hablar por teléfono toda una noche y ahora, de pronto, adivinaba que muchas de sus conversaciones habían tenido un público de policías con auriculares y magnetófonos. Imaginaba al comisario siguiendo por teléfono el hilo de su historia amorosa, o leyendo transcritas las declaraciones de amistad invencible, la reconstrucción verbal de alguna hazaña erótica, las promesas de nuevos experimentos en la cama. El comisario, con sus fábulas de ciencia ficción sobre espionaje a través de las líneas telefónicas, amigablemente les había avisado de que podía oírlo todo.
Así que ahora, en un despacho del Gobierno Civil, Saura confesaría lo que el comisario sabía ya. Antonio Velasco, el otorrinolaringólogo, era su amante desde hacía poco más de tres años. ¿Le diría que ser amantes era la manera que habían descubierto de no estar solos? No. Contaría mucho menos de lo que el comisario conocía. Hay que saber decir lo que conviene, pero también hay que saber callar lo que no conviene. Y entonces, dejada atrás la iglesia del Sagrado Corazón, Saura vio claro que, cuando terminara su confesión, supiera lo que supiera el comisario, el mundo cambiaría de raíz. Son imprevisibles los efectos de decir en voz alta lo que se sabe en voz baja.
Hacía frío, era el mes de febrero más frío del siglo, y Saura se estremeció a la vista del palacete, que se le echó encima demasiado pronto, aunque había tardado más que nunca en recorrer la Gran Vía, como si no quisiera llegar al despacho de Polo, como si necesitara tiempo para volver a meditar la situación. Los médicos llegamos tarde, somos impuntuales casi siempre, recordó el oculista que decía su padre. Pero ¿llegaba tarde? ¿Se puede llegar tarde cuando nadie te espera? Se presentara en el Gobierno Civil a la hora en que se presentara, sería intempestivo. Vio la verja negra alzada al cielo, de punta, como una línea de lanceros invisibles, saludó a los dos policías que vigilaban la entrada, se fijó inexplicablemente en el filo del cuello de la dura camisa blanca que sobresalía del uniforme gris y dejaba una marca en la carne. Vio lo que nunca había visto tan claro: la insignia del águila rapaz en la gorra de plato de los guardias, y el ave se multiplicó en cuellos, hebillas y botonaduras. El palacio desplegaba, casi despejado el cielo después del diluvio, todo su esplendor asimétrico de ventanales, balcones, balaustradas, arcos, pilastras, columnas, floripondios de yeso, pináculos y torres. Caras de piedra surgían de los muros, atravesaban las paredes para asomarse a la Gran Vía como impasibles ángeles custodios.
Pero el edificio, sede del mando supremo de la policía, antigua mansión de banqueros e industriales azucareros, conservaba un aire colonial, blanco, de dinero feliz, que hacía pensar, o así le parecía al oculista, que se preparaba un baile en sus salones principales y ya ensayaba la orquesta, aunque la música que salía de las oficinas sólo fuera un repicar de timbrazos telefónicos y máquinas de escribir, sobre todo esa mañana, pasara lo que estuviera pasando en los sótanos. Los deberes de la policía son muy variados. Todavía se mantenía en secreto, pero el Caudillo estaba a punto de llegar a Granada. La actividad, como en el vestíbulo le avisó al oculista un enfermo de glaucoma al que trataba desde hacía más de dos años, era febril después de las inundaciones.
Si por intuición policiaca lo esperaba su amigo Polo, no lo demostró. Saura no pasó de la planta baja del palacio, donde le pidieron que se sentara hasta que le dieran aviso. El comisario estaba en ese momento con el gobernador. Ni siquiera sabía, pensó el oculista, que tenía una visita. Saura esperaría, subiría la escalera, contaría lo que pudiera contar. Denunciaría el chantaje. Y entonces, sin decir nada, se levantó y se fue. Polo le había comentado que en nuestros mejores momentos somos menos proclives a denunciar a un extraño que a nosotros mismos. Lo más espiritual de la actividad policial es la confidencia del sospechoso, la intimidad de la confesión, dijo el comisario. La denuncia y la delación, la corrupción del confidente comprado, dijo Polo, pertenecen al comercio y al capítulo de las debilidades humanas, pero la confesión voluntaria es un mérito que incluso los jueces valoran en sus sentencias. El problema era que, si el comisario sabía de sus amores con Antonio, pensó Saura, ¿qué quedaba por confesar?
¿Qué podía decirle del chantajista? Saura no sabía su nombre, dudaba de que estuviera alojado en el Hotel Nevada Palace, y tampoco tenía constancia de que se relacionara de verdad con el abogado muerto. Parecía de fuera. No lo había visto nunca en Granada. Su acento le sonaba a Tetuán, a Tánger, a Casablanca, quién sabe, y seguramente ya estaría lejos. Y entonces lo vio, veinte metros más abajo del Gobierno Civil, subiéndose a un taxi, y no en dirección al norte, hacia los jardines del Triunfo y la carretera de Madrid, hacia otro sitio, lejos, sino hacia Reyes Católicos y Puerta Real, hacia la calle Ganivet, como decidido a seguir envenenándole la ciudad, la casa, la consulta y la vida. Inflado y violáceo, se despedía de quien le abría la puerta del coche. ¿Con quién estaba?
La respuesta fue una pregunta: ¿qué hacía el chantajista con Gabriel López Olmo, su amigo, el periodista deportivo? ¿Conocía a Olmo? López Olmo le abría la puerta del vehículo y el hombre se esforzaba en meterse dentro, como si ese día se hubiera levantado enfermo de la cama y cogiera un taxi para ir al médico.
7
¿Qué hacían juntos su amigo López Olmo y el hombre inflado? Saura dobló la primera esquina y, a espaldas del Gobierno Civil, entró en la calle Naranjo y en el Bar Naranjo, estrecha la calle y más estrecho el local, blanco de tubo fluorescente. Pidió café solo, aunque jamás tomaba café a esa hora. No esperó a que le sirviera el único camarero y probable titular del negocio por la autoridad con que manejaba platos, tazas, cucharas y aparatos del establecimiento. El oculista hizo una cosa que no hacía nunca. Atraído por las luces feriales de la máquina de bolas, Honolulu Tropic Isle, echó una moneda y parpadearon todas las lámparas: iluminaron hawaianas, collares de flores, el cielo y el océano, una canoa, la jungla, cocoteros y loros. Un mono trepó por el tronco de un árbol y volvió a tierra, donde se quedó paralizado. Diez saltos volverían a llevarlo arriba, 1.000 puntos, clinc, clinc, partida gratis. Rodó la primera bola por la superficie inclinada, rebotó en dos bumpers, provocó dos campanillazos, superó una rampa. Una luz titiló. Las paletas aletearon impotentes y la bola se hundió en el sumidero. El marcador registraba veinticinco puntos. El mono trepador seguía al pie del árbol. Entraron en el bar dos individuos de aspecto policiaco y pidieron coñac.
Si el camarero los conocía, no lo demostró. Saura, que se había vuelto a mirarlos, pensó que el Bar Naranjo serviría de apeadero a los funcionarios del Gobierno Civil durante su horario habitual. Parecía un sitio escondido, de clientes fijos, y si el camarero no había hecho el menor gesto de reconocimiento ante los recién llegados era porque se atenía a la lógica policiaca: dos miembros de la Brigada PolíticoSocial fingen no haberse visto nunca cuando se cruzan en acto de servicio. El oculista, que había evitado inmediatamente la mirada de los dos bebedores de coñac, trató de mantener la segunda bola entre los bumpers más altos con tanto ímpetu que la máquina se apagó, se paralizaron dispositivos y mandos, y se encendió un rótulo fantasma, invisible hasta entonces: TILT!
El que con un vaso de agua demasiado lleno hace un gesto excesivo derrama agua, pensó Saura. Conocía el mecanismo: la máquina tenía dentro un péndulo metálico que oscilaba con los movimientos del jugador. Si el péndulo llegaba a tocar la argolla que lo cernía, producía un cortocircuito y apagaba la máquina. El jugador perdía la bola en juego. Lección de electrónica aplicada. Saura aprovechó la pausa para beberse el café y, cuando se acercó al mostrador, vio que los dos hombres habían sido sustituidos por otros. Ni siquiera se había dado cuenta. El café, muerto en la taza, estaba frío. Pidió un vaso de agua. Sabía rara el agua, a quemado o a sucio, después del trago de café.
¿Desde cuándo conocía a López Olmo? Habían coincidido durante años en la misma clase del colegio de los Hermanos Maristas, por donde también pasaron Antonio y el historiador de Arte Segovia, y el hermano gemelo de López Olmo, Miguel. El espectáculo de los bellos gemelos idénticos, inidentificables si no fuera porque en su casa se les vestía de modo distinto –si a uno de gris, a otro de verde–, atraía a las puertas de la institución marista uniformes de todos los conventos de monjas, Jesuitinas y Esclavas del Sagrado Corazón, Teresianas, Hermanas de la Caridad de Riquelme, Hijas de la Caridad del Colegio de Niñas Nobles, Damas Negras, telas negras, azules y príncipe de Gales, e incluso faldas grises y jerséis anaranjados del Instituto Femenino Ángel Ganivet. Al cabo del tiempo, a principios del verano de 1959, el abogado Miguel López Olmo desapareció, y desde entonces se miraba inevitablemente con otros ojos a su hermano Gabriel, como se mira con otros ojos a quien se sabe involucrado en una causa criminal.
8
Cuando Saura llegó a su consulta, la limpiadora se acababa de ir y, por los balcones abiertos para que la casa se ventilara y los suelos recién fregados se secaran, entraba el frío de la calle Ganivet. La enfermera, Rita, con la bata blanca sobre el abrigo, a la espera de que sonara el teléfono o llamaran a la puerta para pedir cita con el oftalmólogo, hacía un solitario. El médico le pidió que cerrara las habitaciones y subiera la calefacción. La baraja francesa quedó desplegada, abandonada boca arriba, rojos y negros, en dos grupos desiguales separados por una columna vertical a la que los naipes iban a reunirse por palos, diamantes, corazones, tréboles y picas, del as al rey. Rita repetía siempre el mismo solitario, el solitario del Castillo Sitiado. Saura ya lo sabía. La enfermera, si alguien tocaba el timbre, recogía los naipes, los guardaba en el cajón del escritorio, y abría la puerta con un pulsador acoplado al soporte de la lámpara. Cuando la visita se iba, volvía a empezar el juego. Nunca lo terminaba a pesar de que los expertos concedían al jugador una sobre tres posibilidades de resolver en cada intento el solitario del Castillo Sitiado y siempre en un plazo no superior a los quince minutos.
–Ha venido un inspector de policía.
–¿Un policía?
–Quería ver las fichas de los pacientes del jueves, el viernes y el sábado por la mañana.
–¿Las fichas? ¿Para qué?
–Cuestión rutinaria, ha dicho.
–¿Qué le ha dicho usted?
–Que tenía que darme usted permiso, don Federico.
–Muy bien. ¿Va a volver?
Los dos balcones del recibidor y sala de espera seguían abiertos a la vida de la calle Ganivet, vía porticada, marmórea, comercial y señorial, titánicamente excavada hacía menos de veinte años en el eje granadino de la mala vida. La victoria contra el vicio se había alcanzado al precio heroico de redadas, expulsiones, voladuras y demoliciones. Con Saura de espaldas, dedicado a cerrar el último balcón, la enfermera contestó:
–No, ha tomado nota de todos los pacientes.
–¿Es que me ha pedido usted permiso para dar las fichas y yo no me he enterado? No entiendo.
Los ojos de Rita se abrieron como se eriza un gato, como si hubieran visto algo nuevo en la cara del oculista, un defecto no percibido hasta entonces, y quisieran verlo mejor. Se echó a llorar la enfermera. El policía secreta la había amenazado con llevársela con los ficheros a comisaría, desde donde podría llamar por teléfono a don Federico para pedirle permiso. Entonces, pensando que las fichas no tenían nada que ocultar, ella las había entregado.
–¿Para usted no existe el secreto profesional? –dijo solemnemente el médico.
–El policía no se ha llevado nada, sólo ha apuntado los nombres de los pacientes –se justificó Rita entre sollozos.
Su madre no hubiera llorado, ni le hubiera dado las fichas al primero que viniera a pedirlas, por muy policía que fuera, si era policía el individuo que había asustado a Rita hija. Rita, la madre, no se estaría quitando y poniendo el zapato del pie derecho. La madre había sido la enfermera de Saura padre toda la vida. La hija se le parecía, sí, pero como una imitación, como la representación dramática o cómica de un individuo real en un escenario de teatro, como si le hiciera burla a la enfermera que había sido su madre. Incluso el pelo de la joven Rita, que no llegaba a los veinticinco años, se iba poniendo blanco como el de su madre a los cincuenta. Saura no recordaba bien la cara de sus padres, don Federico y doña Emilia, pero era como si en aquel momento tuviera delante, mirándolo, a la enfermera de su padre. Jamás hubiera entregado las fichas Rita madre, jamás hubiera llorado, pero don Federico padre, pensó entonces Saura hijo, tampoco se habría visto nunca en la situación en que él se veía.
Pidió las fichas que había consultado el inspector, y Rita, con la eficacia habitual, se las dio inmediatamente en orden alfabético. Faltaba una: la extendida a nombre de Fidel Ferrando Sola, abogado, con domicilio en Benidorm, Alicante y Madrid. Si el oculista recordaba bien, aparte del nombre, la profesión y el domicilio en Benidorm, Alicante y Madrid, en esa ficha no constaba ningún dato. ¿Había roto él mismo la ficha de Ferrando, indignado o aterrado por las amenazas del chantajista? Saura creía que no, pero quizá se equivocaba. A través de la puerta abierta del comedor, en la vitrina, descubrió que el reloj se había parado bajo su campana de cristal. ¿No le había dado cuerda la cocinera, limpiadora, lavandera, planchadora y mujer para todo por horas, tres horas al día, domingos excluidos? Era una señora de más de sesenta años, también heredada de sus padres, que llevaba mucho tiempo poniendo en hora el reloj y dándole cuerda. Saura, que no recordaba haber visto antes el reloj parado, sintió que faltaba un ruido en la casa mientras pasaban coches, sonaban cláxones y portazos, ladraban perros, no terminaba nunca la conversación en la calle, quizá a la puerta del Hotel Nevada Palace, y todas las palabras que le llegaban se fundían en una única palabra inacabable e ininteligible.
–¿No he hecho lo que tenía que hacer? –dijo la enfermera, y la voz le salió muy rara, quizá porque había perdido la seguridad de siempre. Y entonces Saura tuvo la impresión de que el parecido con la madre era engañoso: estaba descubriendo diferencias que durante años se le habían escapado. Era como si resolviera una de esas adivinanzas visuales que publican los periódicos en la página de pasatiempos: ¿qué nueve diferencias existen entre dos viñetas aparentemente iguales? Rita se quitó la bata de trabajo y, eliminado el blanco clínica, surgieron el abrigo, la falda, el jersey, las medias, los zapatos, todo de tono térreo de saltamontes, o polvoriento de polilla de armario invernal.
–No tenemos nada que ocultar –habló la madre por boca de Rita, que, zanjando la cuestión, recogió las cartas desplegadas sobre la mesa y ajustó la baraja para que ningún naipe sobresaliera del mazo. Era una mujer sensata, ordenada y fiel. Aunque no llovía desde el domingo o, si acaso, caían unas gotas, recordatorio de que siempre nos amenazan el diluvio y el juicio universal, Saura vio en un rincón el paraguas verde y cerrado de su enfermera, bien sujeto el varillaje con una cinta. El mundo es metódico. Los errores que cometen las personas como Rita (y Saura ya no sabía si pensaba en la madre o en la hija o en un ser bicéfalo madre e hija a la vez) son errores inteligentes y convenientes. Que la enfermera hubiera puesto las fichas en manos de la policía le acortaba el camino, pensó Saura. Sin necesidad de confesiones, Polo ya sabía que, cuatro días antes de recibir la noticia del final sospechoso de Ferrando Sola, el oculista había abierto una ficha enigmáticamente en blanco al abogado muerto, a quien, sin embargo, decía no conocer.
9
Se encerró en su despacho, su consulta, su santuario de oftalmólogo, donde ostentaba en plenitud sus poderes, las tablas optométricas, el renovado instrumental y el tonómetro de Schiotz que su padre le había enseñado a usar, los aparatos heredados de su padre, el oftalmoscopio, la lámpara de hendidura, el sinoptóforo y el campímetro de Goldmann, el talonario de recetas en su funda de piel de avestruz, la pluma Sheaffer idéntica a la de su padre, negra y oro, pero modernizada, que su madre le regaló cuando acabó la carrera de Medicina. La irritación contra Polo, a quien suponía responsable de la visita policial, se convirtió en indignación. Le repugnaba la conducta del comisario, su respetado amigo, si podía llamarlo así, amigo de muchos años de su familia, de su padre, si no suyo.
¿Cómo se ha atrevido a registrar mi casa, no ya sin permiso judicial, sino sin mi permiso?, pensó Saura. Marcó el teléfono del Gobierno Civil, el número que el comisario daba a sus próximos para que lo buscaran sin dudar en caso de necesidad. Lo que al oculista le parecía más ultrajante era que, sabiendo que él, su amigo e hijo de un viejo amigo ya difunto, hacía antesala en el Gobierno Civil para verlo, Polo hubiera aprovechado para mandarle a la consulta un esbirro. Por muy inspector que fuera, al esbirro debía llamarlo así, esbirro, uno de los múltiples individuos arenosos que hormigueaban por el palacio policial, todos el mismo bajo la misma eterna mirada: los ojos del Generalísimo y Caudillo en la pared de cada negociado, oficina o sala de espera.
Yo, en Honolulu, jugando a la máquina, y el esbirro de Polo me registraba la casa explotando la inexperiencia perpetua de la joven Rita, pensó Saura, y le latía el corazón y la sangre golpeaba bajo la tapa de los sesos, en las sienes. Estaba sufriendo una transformación: el mundo se cerraba en forma de embudo y se concentraba en un coágulo de rabia. Cabrones Polo y todos los suyos. Las líneas del Gobierno Civil estaban ocupadas, el zumbido del teléfono bombeaba más tensión, imitaba sus pulsaciones, le hacía burla. Colgó, volvió a marcar, volvió a colgar. Le temblaba la mano que marcaba otra vez, la mano que pegaba el auricular a la oreja. Una voz femenina sobre un fondo de más voces, entre pasos, portazos, timbrazos y percusión de máquinas de escribir, anunció que enseguida lo comunicaría con el comisario Polo, e inmediatamente le llegó una ola de ruido interastral, de corrientes de aire y conversaciones lejanas, como a través de una puerta abierta, de muchas puertas abiertas. Un momento, un momento, dijo una voz de hombre. ¿Sí?, volvió la voz de la mujer. Polo parecía más allá de Saturno, cada vez más lejos.
10
Se acercaba el día del advenimiento. Si se cumplían las más altas previsiones secretas, el Caudillo y Generalísimo aparecería en Granada el lunes 25 de febrero de 1963. No llegaba solo. Lo escoltarían, Dios mediante, el inspector general de la Policía Armada, el comisario general de Investigación Social, los ministros de la Gobernación, Agricultura, Vivienda y Obras Públicas, jerarquías e infrajerarquías militares y policiacas, la cohorte imprescindible de directores generales, secretarios, subsecretarios y chóferes. La capital de la provincia vivía una reacción electroquímica, fisiológica, una perturbación en el sistema biológico del alma de la ciudad, si un alma puede ser un cuerpo, el cuerpo de mandarines y funcionarios que en los días normales vegetaba como un organismo quiescente. ¿Quiescente? Fue la palabra pensada por el comisario Polo para explicarse la situación a sí mismo.
A la crecida del río Genil se sumaba la irrupción del Generalísimo Franco. Si Saura y Polo mantuvieran abiertas sus vías de comunicación habituales, ahora el oculista hablaría de esas células que, quiescentes, escapan del estado de reposo, salen del trance de tranquilidad y se reactivan para responder a una agresión: los hepatocitos, por ejemplo. El comisario, Dios conocedor de lo que pasaba en todos los hogares, zanjaría la conversación con la última maledicencia urbana: ¿los hepatocitos? No, el abogado Prieto: ¡la prima de su mujer, o la que decía ser su prima, se le había metido en la cama!
Pero Polo no respondía a las llamadas del oculista. La investigación en torno a la muerte del abogado Ferrando estaba en curso, y el proceso afectaba a sus relaciones con el comisario y, más aún, infectaba el pasado, pervertía la vieja amistad del comisario con la familia Saura, o así lo pensó el último Saura. A la frialdad, a la distancia exigida por el trabajo policial, seguirían predecible y gradualmente la desavenencia, el desafecto, el absoluto alejamiento final.
Como hepatocitos atacados, como hormigas que reaccionan a la irrupción en el hormiguero de una rama aburrida y seca removida hacia lo hondo por un idiota, se activaban todos los palacios granadinos: el Gobierno Civil y el Gobierno Militar, la Capitanía General, la Alcaldía, la Diputación, la Brigada de Investigación Criminal, la Brigada de Investigación Social, la Jefatura Provincial del Movimiento, la Audiencia Territorial, la Sede Arzobispal. La ciudad, aparentemente quieta, temblaba. Cambió el aire. Se disolvieron las nubes. Obedeciendo una orden misteriosa, ya no llovía. Los movimientos en la superficie terráquea repercutieron en el mundo intraterrestre. El alto secreto sacudió también la red clandestina subversiva. Empezó la gran redada. Se aplicaban los infalibles procedimientos habituales para guardar al Caudillo de toda clase de peligros, reales, previsibles e incluso imposibles de prever.
Vicente Arroyo, ayudante de comedor en el Hotel Victoria, con antecedentes penales por haber ejercido el cargo de radiotelegrafista en la policía de la República, durante años huido de España, ahora camarero ejemplar y, por su celo en el cumplimiento de sus deberes como trabajador, más sospechoso que los individuos manifiestamente rebeldes, recibió instrucciones de la dirección del hotel: por necesidades del servicio debería pernoctar en el hotel a partir del viernes 22 de febrero y, hasta nueva orden, recluirse en uno de los dormitorios que el establecimiento reservaba para el personal en las buhardillas, junto a la lavandería y el cuarto de la plancha. Quienes le transmitieron las disposiciones de la dirección fueron dos agentes de la Brigada Político-Social, acompañados por el jefe de comedor. Los sismógrafos del aparato subversivo antifranquista captaron los temblores que producía la caravana del Caudillo al acercarse a la ciudad.
La ofensiva policial desató en el submundo clandestino una extraordinaria agitación política: ¿Franco anunciaba una falsa visita a Granada para provocar reacciones que a su vez activarían una cadena de detenciones y represalias, o anunciaba la visita a Granada porque pensaba visitar Granada? ¿Había que responder atacando o escondiéndose? ¿Dónde pararía el dictador? ¿En el Hotel Victoria? ¿Era el momento de ponerle una bomba? ¿Había disponible alguna bomba? El planteamiento de semejantes problemas irresolubles o imposibles sembraba divisiones en el campo rebelde. Peleaba a unos con otros. Abría heridas íntimas incurables, definitivas, como todas las que causan las polémicas en las que sólo se pone en juego el amor propio, lo único potente que les quedaba a los sediciosos.
La Brigada Político-Social trabajaba mucho esos días, pero la vida parecía agradable, limpia de una multitud de miserables y arruinados huidos a las fábricas del norte, a Madrid, Vizcaya y Barcelona, Francia, Bélgica, Suiza, Alemania, Inglaterra y Escandinavia. Salía el sol, bajaban las aguas del río. Los bomberos retiraban los últimos escombros producidos por el alud acuático. Los sepultureros habían enterrado a los muertos. Si dejaba de aparecer en público algún individuo a quien se sabía muy vigilado por los cinco sentidos de la policía, se le imaginaba en fuga o en su casa, disfrutando de la paz que Franco les había dado a todos. En aquel tiempo Granada era una ciudad tranquila: en Granada la guerra de 1936 sólo había durado tres días, pero había resuelto muchos pleitos, muchos enfrentamientos y problemas personales.
11
Clara no esperaba a nadie a las seis y media de la tarde del miércoles 20 de febrero. A las nueve y cuarto aparecería Federico, le tomaría la tensión a su padre, le pondría dos inyecciones, cenarían, y Federico se iría al cine con su amigo. Iba dos o tres veces a la semana al cine con Antonio, y los domingos con ella, y, alguna vez, con ella y con Antonio. Los tres eran felices, aunque Federico actuara como un médico que, amigo de la familia, no se sabe si visita la casa por deber profesional o por amor.
«No necesito más», cerró por el momento Clara sus cuentas. La biblioteca de la Facultad de Farmacia era su reino, bibliotecaria mimada por la lejanía paternal de los profesores, algunos más jóvenes que ella. Todos la admiraban por su dedicación virginal al padre agonizante. Casi todos conocían al progenitor y al novio, soltero eterno por respeto al eterno moribundo. Todos apreciaban al juez y al oculista. Cuando Clara volvía a casa, la paz del sueño vespertino del padre prolongaba las horas casi solitarias de la biblioteca, entre miles de libros que no había leído y nunca leería. Sólo leía novelas policiacas. La siesta se alargaba hasta las siete, hora en que debía despertar al enfermo con una taza de café con leche pobre de café y de azúcar, aunque a veces Clara, pendiente de un asesinato o del momento de desenmascarar al culpable, olvidaba el tiempo real, no salía del tiempo criminal de la novela que tenía en la mano, pasaba otra página, y otra, otra más, a la espera de la siguiente puñalada. Ahora dejo de leer, decía, atrasaré un poco más el reloj. Cuando no llamaba a su padre a las siete en punto, atrasaba los relojes antes de despertarlo. No quería casarse, o no quería casarse inmediatamente, todavía no. Sus pocas amigas del colegio, del instituto y de la universidad, si todavía eran sus amigas, si no las había perdido durante el año que pasó en Madrid en una residencia de monjas preparando el ingreso al Cuerpo de Archivos y Bibliotecas, ya estaban casadas y con hijos, desde hacía años, y no eran mejores ahora. O quizá ahora sólo estaban más lejos.
Las amigas eran menos amigas, casadas o no, cuando volvió de Madrid. ¿Qué esperaba del matrimonio? ¿Una inercia nueva? Casarse con Federico trastocaría las repeticiones de todos los días para duplicarlas. A las rutinas paternofiliales se sumaría el peso de las rutinas maritales. Le gustaba beber vino con Federico en la cocina, ir al cine los sábados o los domingos, follar alguna vez cuando Federico renunciaba al cine nocturno con Antonio, en la cocina, de pie o sobre la mesa, sentados en una sola silla, desafiando la presencia sagrada del padre y titular de la escritura de propiedad de la casa, siempre con la visión alucinatoria de la aparición del padre, mirándolos, aunque Federico, de espaldas a la puerta, no lo viera. Clara prefería el cine de los fines de semana.
Casi todo lo que sabía de la vida, todo lo extraordinario, se lo debía al cine y a las novelas policiacas. Había visto los cinco continentes y sus capitales, los rascacielos y el fondo de la tierra, el universo submarino, la Torre Eiffel, el desierto de Arizona, el Sahara, la conquista del Oeste, el Gólgota, la Guerra de los Cien Años, Waterloo, la quema de Juana de Arco, el Polo Sur y el Polo Norte, las junglas africana y asiática, la Roma de los gladiadores, el templo de Salomón y la reina de Saba, Montecarlo, el mar Rojo, el monte Sinaí, Troya, las pirámides, James Dean, Bambi, un pato que hablaba y en los ojos llevaba escrito el signo del dólar, Honolulu, la guillotina, la silla eléctrica, la cámara de gas, la Viena de Sissi Emperatriz, el Tirol, la Torre de Pisa, las autopistas, la mujer avispa y el hombre branquífero, Tom y Jerry, la Edad Media, el Espacio, la corte de Enrique VIII de Inglaterra, la Primera Guerra Mundial, la Segunda, Corea, el crimen, la vida extraterrestre, las emociones, la Alhambra de Simbad y la Princesa Encantada, no la Alhambra que le enseñó su padre y a la que subía algún día de fiesta con Federico.
Entonces llamaron a la puerta. «La alfombra era tupida y muelle. La cama parecía cómoda. El tapizado de los muebles hacía juego con la alfombra, y ésta con las paredes acolchadas. El tocador, lleno de polveras, perfumes y pulverizadores...» Cerró la novela. Marcó la página, dejando el paquete de tabaco entre las páginas del libro. No volvió la cara para verla salir el caballero de la portada, con gafas y pistola humeante. No resucitó la rubia muerta en el butacón verde. ¿Quién llamaba a esas horas? A esa hora, en esa casa, nadie llamaba a la puerta. Miró. Era un hombre grande, una cara grande, más abombada por el cristal convexo de la mirilla. El desconocido abocinaba los labios: un globo que tomaba aire para hincharse más. A Clara le pareció sentir el silbido o el quejido de la respiración.
12
El comisario Polo, en su despacho del Gobierno Civil, por fin mandó subir al forense Alfonso Cos. Había dilatado la espera a conciencia, como el forense había dilatado la presencia del cadáver de Ferrando en el Depósito Judicial de la Facultad de Medicina a pesar de todas las insinuaciones, peticiones y órdenes que se le enviaron. ¿Dos días pasó Ferrando en la cámara frigorífica? El forense Cos iba a esperar dos horas por día, cuatro horas, a las que el comisario añadió tres cuartos de hora más, siempre en el vestíbulo, sin calefacción, al principio abiertas de par en par las puertas del edificio al frío de febrero.
Durante ese espacio de tiempo el comisario salió dos veces del Gobierno Civil, quizá para impacientar más a su visitante forzoso, a quien saludó la primera vez, de paso, hacia la calle. Dijo: «Cuánto me alegro de verle, don Alfonso, enseguida estoy con usted. No se mueva.» Y a la vuelta, cuarenta minutos después, ni siquiera miró a don Alfonso. Se dirigió directamente a la planta noble, escaleras arriba, y con un gesto de la mano frenó al forense, que ya se levantaba del banco donde se aburría. En la segunda salida el comisario alteró ligeramente el saludo. Se limitó a decir: «Ahora lo recibo.» Y el forense contestó: «¿Ahora es hoy?»
El comisario se detuvo en seco y, mirando al forense a los ojos, dijo: «Hay muchas cosas de las que ocuparse estos días, muchos damnificados, mucho dolor.» La solemnidad dramática no abandonó a Polo en su paso hacia la salida del palacio, en compañía del hombre-sombra que habían puesto a su servicio, el inspector Valderrama Funes. El comisario había llegado a las cuatro y media al Gobierno Civil, en el que entró por una puerta lateral e invisible. Tenía citado al forense a las tres, una hora en la que, según le constaba, el forense bebía en algún bar o dormía la siesta en su casa. Pero el comisario, en cuanto llegó a palacio, mandó a un ujier para que, de su parte, presentara sentidas disculpas a don Alfonso, apelando a las circunstancias trágicas del momento, la inundación y sus víctimas. El forense conocía la situación mejor que nadie, por sus manos pasaban los cadáveres.
Y luego dejó que el visitante esperara. Le dio tiempo suficiente para que se impacientara, perdiera la paciencia, apaciguara la irritación de llevar esperando hora y media, volviera a irritarse, se aburriera de la irritación, se cansara de estar irritado, perdiera la noción del tiempo, confiara en pasar inmediatamente al despacho, se olvidara del despacho y del comisario.
Cuando llegó el forense, pasadas las tres, la agitación en el Gobierno Civil se convirtió en silencio. La somnolencia se prolongó hasta más de las cuatro. A las cuatro y media la actividad creció, se aceleró a las cinco, alcanzó la plenitud a las seis: funcionarios subían y bajaban las escaleras de palacio con expedientes y avisos. Jerarcas enfangados volvían de visitar derrumbamientos. Tronaban otra vez las máquinas de escribir, sonaban teléfonos, cajones y archivadores metálicos retumbaban al abrirse y cerrarse. Se oían voces a través de interfonos y dictáfonos. Los peritos marcaban en el mapa caminos rurales deshechos, sembradíos ahogados, acequias reventadas, conducciones eléctricas caídas, talleres cenagosos, rebaños perdidos. En el vestíbulo resonaban portazos y ecos. A las seis y media todo empezó a decaer.
Pero seguían presentándose denunciadores, delatores, acusadores, cizañeros, confidentes, calumniadores, chivatos, la gama completa de la soplonería. Hundidas o desahuciadas las cuevas que servían de casa a los gitanos del Sacromonte, el gobernador había dictado un bando por el que ordenaba la requisa de pisos vacíos para alojamiento provisional de damnificados, previo pago de la correspondiente indemnización. Nadie creyó la promesa de indemnización, o calculó una cantidad irrisoria y vejatoria. Pocos cedieron viviendas, pero abundaron las denuncias contra presuntos propietarios que no habían entregado la llave de sus locales en desuso. A las siete menos cuarto un ujier cerró un batiente de la puerta principal del palacio, que quedó entornada. El forense pensó en irse, pero algo entrevisto esa tarde en los ojos del comisario le aconsejaba no moverse.
El humo de tabaco y los vapores que salían de las oficinas con calefacción se estancaban en el aire. Persistía en sus deberes una máquina de escribir solitaria, quizá levantando una última acta contra algún acaparador de fincas urbanas vacías. En el silencio olía más a tinta y papel y sudor y aire usado, humano. La paz del edificio a las siete de la tarde no se le contagió al forense. Él mismo tenía un par de pisos deshabitados de los que no pensaba entregar la llave, y por un momento temió que para eso se le convocaba al Gobierno Civil. Decidió irse, tajantemente, aunque sólo fuera a tomar café. Pero entonces se dio cuenta de que habían cerrado la puerta y no encontró a nadie que se la abriera. Llamó desde dentro del palacio pensando en que le abrirían desde fuera los policías que guardaban el edificio. Nadie le abrió.
–No se me puede hacer esperar así.
Menos indignado que desesperado, se le habían diluido la impaciencia y la irritación: anís nublado con agua. Las horas sin nada que hacer, salvo indignarse y maldecir, se habían convertido en malestar físico. Le pesaba la cabeza. Sentía náuseas. El comisario conocía bien al forense. El médico forense Cos se las daba de listo. Disfrutaba haciéndose el aburrido de todo, impertinente, muy creído, niño bien, de buena familia de la Gran Granada, aunque debería irle mejor. Jugaba. El comisario podía recitarle los nombres de todos y cada uno de sus compañeros de póquer en las últimas diez timbas. Podía recordarle las cantidades perdidas y ganadas. Cos, muy celoso de su mujer, tenía dos hijas de siete y nueve años. Había quien no sabía si se llamaba Cos o Coz. Había quien lo llamaba Coz, aunque sabía que se llamaba Cos. Ese día llevaba unos zapatos muy limpios, negros, relucientes a las cinco y media de la tarde, después de un día de brega. Cos nunca llevaba tan limpios los zapatos. Era tan alto como el comisario, pero, al contrario que el comisario, se encorvaba hacia sus interlocutores, se les venía encima, quién sabe si protectora o agresivamente, para luego erguirse en un delirio de grandeza que ya no creía demasiado en sí misma. Los zapatos eran nuevos, pensó el comisario, pero ya manchados a las siete y media pasadas, como si Cos, impaciente, se hubiera entretenido pisándoselos, para calentarse quizá, o para disimular que acababa de estrenar calzado. No se había quitado el abrigo, una prenda poderosa, azul marino, muy seria, arrugada, como si el forense acabara de bajarse de un tren.
Entró en el despacho en silencio ostentoso, pero rumiando, para ser oído. El comisario se levantó del sillón y le señaló una silla en la que podía o debía sentarse, al otro lado de mesa.
–Esto es intolerable.
–De eso quería hablarle precisamente –respondió el comisario.
Tenía un expediente en la mano. El forense lo reconoció: su informe sobre las causas de la muerte del abogado Ferrando Sola.
–Dígame.
Para ser médico, se expresaba poco, impertinente incluso cuando callaba.
–Tiene usted la absoluta seguridad de que se trata de un caso de homicidio. ¿Asfixia provocada, diría usted?
–No lo digo yo.
–¿No? ¿Le leo lo que dice?
–Lo dice el estado de la nariz.
–¿La nariz?
–Sí, como si alguien le hubiera aplastado la cara al muerto contra un espejo para que se viera bien en el último suspiro, diría yo.
–No le gusta a usted la nariz del señor Ferrando, que en paz descanse.
–Había fibras en la garganta y en las vías respiratorias.
–¿Eso es todo?
–Había manchas en el almohadón y la almohada, manchas que...
–Lo he leído, sí.
–¿Ha hablado usted con el juez? –preguntó Cos.
Era un jugador, pensaba que tenía buenas cartas, envalentonado.
–El juez opina que no hay caso, por eso quería consultarlo con usted, don Alfonso. Es una situación delicada en estos momentos tan desgraciados. Y hay dos cosas más: el Palacio Arzobispal se ha interesado por las circunstancias de la muerte del señor Ferrando...
–¿El Palacio Arzobispal?
– ... y por el estado de su cadáver. Y la familia del difunto está muy dolida, por la autopsia, por la demora en la entrega de los restos de su ser querido, que hoy mismo han salido hacia Madrid. Éste ha sido el motivo de que lo haya hecho esperar, mi querido amigo: los trámites para que el señor Ferrando reciba cristiana sepultura. Ya sabe usted el trastorno que son los últimos detalles, las formalidades de las pompas fúnebres.
–Que el juez decida lo que crea conveniente –respondió Cos, y no se sabía si postergaba su apuesta o renunciaba a la partida.
–Le agradezco, le agradecemos mucho su colaboración –dijo el comisario y, como para indicarle que era el momento de irse, levantó las dos manos en un gesto litúrgico, de ofrenda sacerdotal.
El forense se levantó, obediente, pero, más derecho que nunca, añadió:
–Quisiera llamar su atención sobre una circunstancia que sólo se apunta en mi informe. ¿Ha visto usted las fotos del cadáver? Ferrando no llegó a sacar los brazos de debajo de las sábanas. Si alguien le puso una almohada encima de la cara, no pudo defenderse con las manos. El homicida, permítame decirlo así, quizá conocía las condiciones clínicas de su víctima. El hombre tenía unos pulmones pobres, el corazón mal. Era casi de su misma edad, señor comisario.
13
No le avisaron. Lo adivinó: llegaba Franco. Un habitual de la biblioteca de la Facultad de Filosofía y Letras, eterno estudiante falso, verdadero policía secreta de la Brigada de Investigación Social, fue a pedirle especial vigilancia en los días que siguieron a la inundación. Al subbibliotecario, Domingo Barahona Buse, no le costaba mucho dedicarles atención al policía, a los libros y a los usuarios de la biblioteca. Era un placer hablar de los libros que le pedían alumnos y profesores, y rememorar conversaciones científicas o detectar afinidades entre los pocos individuos que consultaban los fondos bibliográficos de la Facultad.
Pero su especialidad era mucho más delicada: buscaba y descifraba esos papeles que se olvidan entre las páginas de los libros cuando son devueltos a la biblioteca. Barahona encontraba notas íntimas, facturas, operaciones matemáticas, números de teléfono, billetes de autobús y tren y tranvía, confesiones, proyectos de vida, hojas en blanco. Todo lo humano, por anodino que parezca, es siempre digno de atención. Leía lo que no estaba escrito: señales, inscripciones hechas en las páginas o en las pastas de un volumen, signos en blanco que quedan en una superficie sólida sobre la que se ha apoyado un papel para escribir algo a lápiz o a bolígrafo.
Y era un placer comentar esas cosas con su admirado comisario Polo, que a su vez admiraba al subbibliotecario Barahona, siempre tan concreto y escueto, casi mudo, como si los miles de libros que cubrían los muros de la biblioteca le hubieran absorbido las palabras. El subbibliotecario no hablaba mucho, pero conocía hasta el menor detalle las vidas misteriosamente insípidas de cuantos se acercaban a pedirle un libro. Lo suyo era el estudio de los seres humanos, le decía a Polo cuando se encontraban los jueves por la tarde en los salones del Centro Artístico. Admiraba al comisario jubilado, una leyenda entre los defensores del Orden, ingeniero de Telecomunicaciones educado en un seminario agustino, profundo conocedor del alemán y de la lengua latina, algo que siempre es una garantía de rigor mental. Daba gusto hablar con Polo. Así que le confesó que no le había asombrado que después de la inundación se produjera la inminente venida del Caudillo.
«¿La inminente venida del Caudillo?», pareció extrañarse el comisario. ¿Había detectado el subbibliotecario alguna señal en la biblioteca? Barahona se consideraba un experto en interpretar signos. Era un hermeneuta, un filólogo. Llegaba Franco, no se lo habían dicho, no hacía falta. Estaba anunciado. Lo había leído en el evangelio del domingo 17 de febrero, de Sexagésima, Lucas 8, 4-15: «Y sucedió a continuación que iba por ciudades y pueblos, proclamando y anunciando la Buena Nueva del Reino de Dios, y le acompañaban los Doce.» Pero le preocupaban dos frases evangélicas: «Habiéndose congregado muchas gentes, y viniendo a él de todas las ciudades...» Las aglomeraciones siempre ofrecen una oportunidad de caos a los revoltosos, meditó en voz alta el subbibliotecario.
–Habrá que vigilar –terminó.
–¿Eso es todo lo que tenemos esta semana, el evangelio del domingo? –preguntó Polo.
No le gustó el tono a Barahona. Había más, pero en ese momento decidió que ya había hablado mucho. Se guardó lo esencial, algo que no sabía bien lo que era, pero que le preocupaba y que hubiera querido consultar con el comisario. Esa noche encontraba a Polo cansado y poco receptivo, viejo. En mejores condiciones podría haberme ayudado, pensó el subbibliotecario. Era un asunto que se había reservado para el final porque no entendía el motivo de que le pareciera algo que le incumbía.
Encontraba ininteligibles o absolutamente insignificantes muchas de las inscripciones que transcribía para el falso estudiante de la Brigada Político-Social, y no le importaba si el policía, que en las aulas pasaba por sacerdote arrepentido y excomulgado (y quizá lo fuera), sacaba algún provecho de aquellos jeroglíficos. Le daba igual lo que hicieran con el producto de sus investigaciones. No las consideraba científicas: tenían un fin práctico, lucrativo, y la verdadera ciencia es desinteresada.
Pero lo que acababa de detectar grabado en la página 19 de un libro devuelto a la biblioteca el lunes 18 de febrero quería decirle algo, no sabía qué. Aquella inscripción críptica, casi imperceptible (sólo las hendiduras que deja un lápiz a través del papel sobre el que escribe), le estaba diciendo algo muy simple, algo que él tenía en la punta de la lengua, como el nombre que no recordamos de alguien, conocido de toda la vida, que de repente nos llama en la calle:
OO/B/CR T? 53/35?
Había también un garabato coronado por dos círculos paralelos, como dos ojos, con el signo del dólar dentro.
¿Quién había sido el último, y seguramente el único, que había usado y devuelto a la biblioteca ese libro, Hohenstaufenschlösser, de Bruhns? Barahona lo comprobó: Juan Segovia Sternberger, el catedrático de Arte, su antiguo compañero de estudios.
14
El viernes 22 de febrero de 1963 no cayó ni una gota de lluvia. Hizo un frío radiante. La señora que limpiaba todos los días la casa del joven catedrático de Historia del Arte don Juan Segovia Sternberger, en la plaza de Santa Ana, frente a la Audiencia Territorial, encontró muerto a su jefe en la primera planta, en el salón inmenso, sentado y ensangrentado en un sillón, a las diez de la mañana. La noticia convulsionó el Gobierno Civil. El gobernador recibiría al Caudillo con una muerte en circunstancias dudosas y un asesinato prácticamente seguro, quizá un suicidio, aunque no había pistola: Ferrando y Segovia, Segovia y Ferrando. Polo se presentó en casa de Segovia, su amigo y contertulio, pasadas las once y media, y coincidió en el lugar de los hechos con cuatro funcionarios de la Brigada de Investigación Criminal, un fotógrafo, el forense y el juez, que acababa de disponer el traslado del cadáver al Depósito Judicial.
Nadie había tocado a Segovia para hacerle daño. Sólo, por las apariencias y la sangre, le habían pegado un tiro en el pecho, muy de cerca. Tenía quemaduras de pólvora en la camisa. Entreabría la boca, pero no había perdido el frunce irritado o divertido o displicente del labio superior. Como cuando vivía, conservaba después de muerto el rictus de desdén burlón que iluminaba sus momentos más geniales, condenado eternamente a ser como fue. Se había dormido sin cerrar los ojos, oyendo un lejano zumbido eléctrico, un arañar, un toc-toc-toc-toc filtrado a través de altavoces. Un disco giraba incesante en el tocadiscos, en silencio: la aguja rebotaba contra la etiqueta celeste del microsurco de cuarenta y cinco revoluciones por minuto. Sobre el mueble del aparato de música, de importación, americano, Zenith, el cristal del cenicero no tenía ni una brizna de ceniza, a pesar de que cerca se veían, bien ordenados, uno sobre otro, tres paquetes de tabaco Old Gold de contrabando, y de que el primero del montón estaba abierto y casi vacío. Dos funcionarios, sin quitarse el abrigo, espolvoreaban todo de blanco, a la busca de huellas. Nevaba sobre las superficies lacadas del mueble-tocadiscos, sobre el paquete de tabaco y el encendedor de plata. Ronson Varaflame, como el mío, pensó el juez.
Buscar huellas digitales en el salón del catedrático Segovia resultaba una tarea infinita y pesadillesca porque la casa entera, incluidas sus paredes, se ofrecía como laberíntico refugio a toda clase de rastros digitales y no digitales: terciopelos, sedas y damascos, alfombras, cortinas, tapices, cojines, maderas nobles enceradas, vitrinas, estuches, crucifijos, inmaculadas, milagrosas y dolorosas, santos tallados en madera dorada y policromada bajo campanas de cristal, custodias, relicarios, óleos de maestros anónimos adscritos a talleres de maestros insignes, jarrones, copones y cálices, orzas, copas, jarras, jarros, un fraile higrómetro, una cabezahucha de piel roja y otra de chino para limosna a las Misiones, dos obeliscos, una estela funeraria, un globo celeste de latón, candiles, quemadores de perfumes, fotos de familia enmarcadas, cristal y plata, un capitel de mármol blanco, una pila para agua llena de periódicos y libros. En el mármol de la pila cuatro leones se montaban sobre cabras y ciervos y les mordían la nuca, ciegos de gula o de amor, cuatro leones con los ojos vaciados. Aquel tesoro parecía un botín de guerra, expolio de palacios saqueados y de conventos venidos a menos, la flor de la Granada musulmana y cristiana, desde los tiempos de los almorávides a lo contemporáneo, mil cosas caídas como insectos en la inabarcable tela de araña del casón de Segovia Sternberger. La lividez cadavérica del coleccionista era una máscara de alpaca amarilla. Olía a hierro oxidado. Olía mal.
Seguía girando el disco. Por los altavoces estereofónicos se filtraba el roce mudo de la aguja en los últimos surcos. Era imposible pararlo hasta que no terminara el trabajo policial. El juez se acercó a ver qué disco había puesto: uno de cuatro canciones, Sag Warum. En la funda, un perro minúsculo oía la voz que salía de un gramófono minúsculo y una mano descomunal encendía la pipa de un hombre que, comparado con el perro, era un gigante. El juez conocía la canción: su mujer le había regalado ese disco el día de su trigésimo primer cumpleaños.
Cuando apareció Polo, más grande que nunca en aquella sala en la que poco más cabía, dijo:
–No me trae nada oficial. Segovia era mi amigo.
Pero miraba fijamente el sillón vacío frente al sillón del muerto como si quisiera adivinar en las concavidades impresas en los cojines la forma corporal del individuo que había acompañado a Segovia en su última noche. Si alguien se había sentado en aquel sillón en las últimas horas, era un fantasma, ingrávido: no dejaba señales en el cojín.
–Hay que moverlo ya –dijo el forense, refiriéndose al cadáver. Le fastidiaba la presencia del comisario y su inspector de compañía o guardaespaldas o escudero perpetuo, Valderrama.
–¿Dónde está la pistola? –preguntó el escudero–. Tiene pólvora en las manos. El tiro se lo ha pegado él. Se apoyó con las dos manos la pistola en el pecho.
–No hay pistola –dijo uno de los hombres de la BIC.
–¿Y el casquillo? –insistió Valderrama.
–¿Dónde está la mujer que ha descubierto el cadáver? –El tono del comisario era el mismo que podría haber utilizado para preguntar la hora. La pregunta no se dirigía a nadie en particular.
Le trajeron a la mujer, a la que mantenían en la cocina con dos guardias, por si el juez consideraba necesario volver a interrogarla. Sí, le había quitado un poco el polvo a la habitación y había fregado los ceniceros, pero sin tocar la sangre, para que se viera limpia la casa «cuando llegaran los señores», reconoció, después de haber mentido tres veces y de que el comisario le recordara tres veces las consecuencias funestas de engañar a la policía, al juez y a Dios, sobre todo si se es hermana de un individuo con antecedentes penales. La mención del parentesco maldito fue lo que más impresionó a la limpiadora, Adelina Arroyo, que tenía la esperanza de que los señores no hubieran caído en quién era su hermano.
15
Había sido el profesor Segovia un hombre preocupado por todo lo que estaba a punto de perderse en la ciudad y sus alrededores. Todo lo frágil o en vías de desvanecerse merecía acogida y refugio en su casa. Pero, considerando que el universo es amplio, el catedrático limitó su interés a lo bello, a lo puro y desinteresado por naturaleza, al arte. En su casa siempre encontraban espacio nuevas pinturas o esculturas, una piedra más, un simple azulejo, una pobre jarra vieja y gastada de los tiempos de Boabdil o de Alfonso XIII, de cualquier mundo extinguido, lo mismo daba, piezas perdidas que la humanidad conservaría gracias al desvivirse de su salvador, según declaraba el propio Segovia.
Como la bolsa de oro hechizada que nunca se agota por muchas monedas que saque su dueño, la casa acogía sin límite todo lo que Segovia rescataba con ansia donjuanesca de coleccionista. Y, así como había juntado un valioso museo íntimo, también hizo en sus treinta y tres años de vida una excelente colección de amigos, colegas, conocidos, clientes, acreedores, deudores, admiradores, detractores, enemigos, maestros y discípulos. El cementerio parecía el último domingo de febrero una prolongación de la casa del difunto profesor, a quien el camposanto ofrendaba un muestrario final de mausoleos, panteones, criptas, fosas y nichos.
Lo único que ensombrecía al cementerio era el sol que quería imponerse a las nubes: iluminaba tumbas rotas, sepulcros abandonados, agua estancada, losas en ruinas. El aire frío había despejado el cielo. Pero la muerte de Segovia reunía algunas de las piezas humanas más selectas de la Gran Granada en un paseo funeral de imponentes abrigos, trajes, corbatas, caras bien afeitadas, algún bigote, gafas, cinco sombreros, guantes de piel y manos desnudas, dos bastones, zapatos limpios, una escuadra de individuos respetables. Los más previsores o aprensivos, muy pocos, llevaban paraguas. ¿Quiénes asistían al entierro? Pacientes míos, pensó el oculista Saura. Si el pesar les daba intermitentemente un aire embotado y aturdido, no duraba: al instante alguien murmuraba al oído de algún igual una frase irrepetible en voz alta. El hablante levantaba las cejas como si hubiera visto un pájaro raro en lo más alto de un ciprés, y el oyente aguantaba la risa como quien reprime un sollozo.
¿Por qué faltaba la muchedumbre que siempre acude a la inhumación de asesinados y otras especies semejantes? Porque si los dos periódicos de la ciudad habían anunciado «el trágico e inesperado fallecimiento del Excelentísimo Señor don Juan de la Cruz Segovia Sternberger», nadie pronunciaba la palabra crimen. La gran noticia del domingo 24 de febrero era el anuncio oficial de la inminente llegada, al día siguiente, del Jefe de Estado, Generalísimo y Caudillo a la Gran Granada. El momento no merecía la mancha tenebrosa de un asesinato, si se trataba de un asesinato. De lo que más se hablaba en la ciudad era de un posible suicidio, aunque también corrían rumores de que, por mucha leyenda que se le echara al asunto, la muerte de Segovia obedecía estrictamente a algo tan vulgar como un ataque cardíaco al final de una noche excesiva. Ni suicidio ni asesinato: indigestión y borrachera.
Así que no sólo el sol furtivo desmerecía un día de tanto luto. La visita del Caudillo repercutió de modo funesto sobre el sepelio, que no fue la congregación de autoridades exigida por la categoría del extinto. A Segovia le hubiera decepcionado aquel adiós. Pero las potestades y los tronos se preparaban para salir a recibir a Franco en el límite de la provincia: el gobernador civil y jefe provincial del Movimiento, el gobernador militar, el capitán general, el presidente de la Audiencia, el alcalde, el arzobispo y todos sus séquitos ensayaban reverencias a la hora en que el furgón fúnebre entraba en el cementerio de San José. Ni siquiera el rector de la Universidad acudió a despedir al ilustre catedrático de Arte, ausencia que el muerto, si pudiera, estaría llorando en su ataúd de roble. ¿Ven los muertos lo que los vivos hacen? Segovia hubiera preferido no ver su entierro. ¿Dónde estaba su amigo Polo, que tanto decía estimarlo? El comisario, en un comité de jefes militares y policiales, supervisaba las últimas operaciones de vigilancia excepcional.
El estado de alerta por el advenimiento del Caudillo había causado más bajas entre los posibles asistentes al duelo: tampoco acompañaban al difunto sus fieles aliados en la recogida y salvación de obras de arte en peligro. Los anticuarios semiclandestinos del Albaicín y del Sacromonte, autoridades en el universo y el tráfico de bellezas roídas por los años, juzgaron más sensato no mezclarse en público con un suicidio o un homicidio, lo que fuera, que no existía oficialmente. Preferían mantenerse en la oscuridad, si aún no habían caído víctimas de la fulminante redada de las últimas horas. Si se quería retirar del paso del Caudillo a los príncipes de la mala vida, la Brigada de Investigación Criminal confundía lamentablemente a una minoría de gusto exquisito con la masa dedicada al robo, el puterío, la grifa, la morfina y la cocaína, el navajazo y el pistoletazo, o, la peste peor, la conspiración política, mal negocio para todo el mundo.
Pero, salvo el Rector Magnífico, estaban casi todos los que, según la amenaza del chantajista, deberían haber descubierto los secretos de Federico Saura el lunes, hacía seis días ya. Nadie demostró saber nada escandaloso. Los conocidos saludaron al oculista con el afecto o la distancia cordial de siempre: el decano del Colegio de Médicos, amigo muy querido de su padre, los colegiados, los decanos de la Facultad de Filosofía y de la Facultad de Farmacia, los miembros de los claustros de profesores, dos o tres últimos magnates de la industria azucarera y tabacalera granadina hijos de viejos camaradas del abuelo austriaco del muerto, monumentales como castillos en ruinas. También estaban los propietarios y camareros principales del Café Granada y de la Cafetería Bib-Rambla, de los que el malogrado catedrático de Arte fue cliente. Aquella multitud emitía un zumbido de motor: el rumor del río de palabras que había que decir para mantener apaciguado el duro silencio de fondo.
Cargaron con el muerto, a hombros, cuatro asalariados de la empresa de pompas fúnebres y dos de los camareros asistentes a la ceremonia, y el furgón funeral se liberó con un suspiro del peso del féretro, de madera solemne, como elegido por el difunto. Más mercenarios movían diecinueve coronas con cintas negras, letras doradas y flores de color variado: blanco, violeta, rosa, naranja, rojo y gualda de la bandera de España. Fue un entierro que dio mucho trabajo ese día a los desocupados de la ciudad, «la menos desarrollada de toda la nación, la más detenida a todo avance», como decía aquella mañana el periódico local en su celebración de la venida del Caudillo Redentor. El sacerdote iba de negro, blanco y morado, con un libro; los dos monaguillos, de negro y blanco, con un cubo de plata para el agua bendita y un hisopo. El sol se reflejaba en el metal bendecido y obligaba a los primeros del séquito a cerrar los ojos o desviar la vista. Los pasos recordaban un ruido de lluvia en aquel día de pocas nubes. Los zapatos negros aplastaban la tierra, y la procesión se abría para sortear charcos transparentes. Allí, al pie de los montes de nieve, febrero era el mes más frío y lluvioso. Los inviernos duraban mucho. Los pobres con el frío eran más pobres.
La cita de los lunes en casa de Saura se adelantó al domingo y cambió de escenario para que el catedrático de Arte se encontrara con sus amigos en el cementerio de San José, donde hasta los enemistados acaban juntándose. El oftalmólogo Saura y el otorrinolaringólogo Velasco Sternberger desfilaron detrás del ataúd entre los miembros del Colegio de Médicos. Velasco, primo del desgraciado Segovia, lloró de pronto como si no llorara, impávido mientras las lágrimas le corrían por la cara. Arrugaba las cejas, parecía repudiar lo que estaba haciendo: llorar. No se había unido a sus parientes políticos, y no por respeto a los colegas de su profesión, sino porque su madre y su tía, la madre de Segovia, no se hablaban desde 1946. Asistían a la ceremonia los cuatro cuñados del muerto, y con ellos se fue el periodista Olmo, amigo de todos. Faltaban, como imponía la tradición, la madre viuda y las cinco hermanas. No importaba que la señora viuda de Segovia fuera austriaca. En Granada las mujeres de la familia no iban al entierro. Lloraban en la casa con las mujeres de quienes paseaban entre las tumbas. La madre y las hermanas de Segovia no oyeron las palabras del sacerdote en el funeral:
–En el momento en que muere un ser querido no cesan el afecto y la veneración que sentíamos por él, sino que se renuevan.
Olmo se acercó protocolariamente a Saura y Velasco para decirles que, a su juicio y dada la situación, deberían suspender ese lunes la cita acostumbrada en la calle Ganivet. «Por supuesto», respondieron como una sola voz los dos médicos, y si uno entendió que Olmo pensaba en la muerte del pobre Segovia, otro identificó con la llegada de Franco la situación especial que aconsejaba no reunirse al día siguiente. Y luego Olmo se apartó, se mantuvo lejos, en la luna, mirando al cielo, como si quisiera adivinar cuánto llovería aquella tarde en el campo de fútbol. Un terreno de juego hecho un barrizal estropea una crónica. El periodista deportivo miraba una nube y se miraba los zapatos. Saura lo consideraba un mentiroso.
Había ido a verlo al edificio del diario Patria y le había preguntado de qué conocía al hombre gordo, no gordo exactamente, globoso. ¿El hombre gordo? ¿Qué hombre? Saura le describió el momento en que, por más que ahora negara conocer al chantajista, lo había ayudado a subir a un taxi en la Gran Vía, a pocos metros del Gobierno Civil. Olmo fingió no saber de qué hablaba Saura, y Saura volvió a describirle la escena.
–¿Me viste y no me llamaste? –Ahora el que parecía interrogar era Olmo.
No lo había llamado porque tenía una cita en el Gobierno Civil. No quería entretenerse, dijo Saura, y se dio cuenta de que en ese momento el embustero era él.
–Lástima que no nos encontráramos, hubiéramos tomado un café –dijo Olmo.
–Me hubieras presentado al gordo, ¿no? –respondió Saura irritado.
Y entonces Olmo mintió otra vez. Acababa, dijo, de salir del palacio. El director de Patria le había pedido que recogiera todo lo publicable sobre los últimos acontecimientos después de la inundación. Era una explicación aceptable: un periódico no publicaba nada real que no procediera de la jefatura suprema de la policía en la provincia, y Olmo disfrutaba de la máxima confianza del director de Patria. Pero la segunda parte de la historia no era creíble. A Saura le pareció absurda, improbable, imposible desde todo punto de vista: ese individuo se había acercado a Olmo para preguntarle la dirección del monasterio de la Cartuja. Eso dijo Olmo. Saura no lo creyó. ¿Era verosímil que su amigo se hubiera encontrado por casualidad con el mismo hombre que lo había amenazado a él cinco días antes? Y era evidente que el taxi al que el chantajista se subió no había partido hacia el monasterio de la Cartuja, sino en dirección contraria.
16
Entonces arrancó y se puso en movimiento la pala hidráulica, enarboló el cucharón excavador y avanzó en la noche apisonando terrones de cemento y tierra. Corría hacia el esqueleto de un bloque de pisos, cinco plantas, sólo pilares y vigas de hormigón armado. Rugía. Perseguía al hombre de la pistola. Lo arrinconó contra el muro. Quería aplastarlo, partirlo, reventarlo. Entre los dientes de la excavadora apareció la cabeza del perseguido, contra el muro, y en la cabina se vio la cara del conductor de la máquina. El perseguido disparó seis veces. La máquina paró, los perros ladraron. Cuando el hombre se acercó a la pala hidráulica, en la cabina no había nadie. En ese momento Clara dijo que iba a salir a fumar. Estaban en el Cine Olympia, en la sesión de las seis y media, el domingo del entierro, más vacía que nunca la tarde de domingo.
Se habían visto poco en los últimos cuatro días la bibliotecaria y el oculista. No es que Saura pretextara dolores de cabeza: es que le dolía la cabeza. Se quedaba en su casa. Un practicante de su confianza visitaba cada noche al padre de Clara, le tomaba la tensión y le ponía las inyecciones sin las que no podía dormir. El padre, en otro tiempo magistrado de la Audiencia Territorial, dictaminó que prefería las inyecciones indoloras del practicante. Clara y Saura hablaban por teléfono. Se vieron por fin en el velatorio de Segovia, aunque Saura hubiera preferido no verla. No tenía valor para ver a nadie, ni siquiera a sus pacientes, a quienes, y eso lo protegía, miraba a través del oftalmoscopio y otros instrumentos, pero, incluso cuando le describían los síntomas de sus enfermedades, el oculista detectaba dobles intenciones, posibles alusiones injuriosas.
Cuando un edificio cruje, uno espera que se le derrumbe el techo sobre la cabeza, pensaba Saura, y el edificio ya se había estremecido tres veces. Había aparecido en su consulta el ser repugnante, el globo anfibio y chantajista, el sapo que lo confundió presentándole la tarjeta del abogado Ferrando. La policía estaba informada de que, a pesar de que el oculista negó, y nada menos que ante un comisario, conocer a Ferrando Sola, en su consulta existía una ficha clínica a nombre de Ferrando Sola, quien, por otra parte, posiblemente acababa de ser asesinado. La ficha estaba en blanco. El oculista tenía su consulta a quince metros de donde se había cometido el posible crimen. Y el miércoles por la tarde, mientras el oculista observaba un incipiente desprendimiento de retina, el sapo se atrevió a entrar en casa de su novia, en el reino del magistrado Andrade.
El señor Sirre (así dijo llamarse, o Sirte, o Siles incluso, Clara no estaba segura) se presentó como consejero inmobiliario del doctor Saura, a quien conocía muy bien y para quien quería lo mejor. Según Sirre, visitaba a la señorita Andrade por interés del propio Saura. ¿No veía aconsejable la señorita que el doctor vendiera la casa a orillas del río? La casa está arruinada, dijo el supuesto consejero. A precio de suelo agrario no valía mucho, pero el mercado urbano podía redimirla si se vendía en ese momento, arrasada por la inundación. Una venta rápida libraría al propietario de problemas muy graves.
No permitió el extraño que Clara reaccionara y contestara. «Dígale al doctor Saura que he venido a verla. La próxima vez, si Su Señoría el Magistrado da su permiso, me encantaría saludarlo», concluyó, y salió de la casa. No había pasado del recibidor, pero sí había franqueado y cerrado la puerta, imperativamente, empujando a Clara hacia el interior con su presencia masiva y el volumen desplegado de su abrigo, como si, con las manos agarradas a los bordes, lo abriera para exhibir el traje de tres piezas, recién hecho.
El tal Sirre, si se llamaba Sirre, no le había mentido a Clara en todo. La casa estaba en ruinas. Si fue la joya del Camino de Ronda y de la orilla izquierda del río Genil, ahora era un cobertizo aciago, con las puertas abiertas y los cristales arrancados o rotos. El caballo de madera de un carrusel había derribado un muro. La inundación había estropeado el ajuar y los muebles. Una talla en madera policromada y dos pequeños óleos que Saura admiraba habían desaparecido. La pérdida más dolorosa era la de una Virgen, regalo del joven catedrático Juan Segovia a don Federico Saura padre, un mes antes de la muerte del oftalmólogo en abril de 1959. El gesto de Segovia obedeció al agradecimiento: don Federico había salvado los ojos de su madre, doña Úrsula Sternberger de Segovia. Se trataba de un óleo sobre lienzo, de cuarenta y ocho por cuarenta y dos centímetros, copia del busto de la Virgen que se ve en el Museo de Bellas Artes de Bucarest y se atribuye a Alonso Cano, en su día propiedad de Edmund Burke. La Virgen del Lucero, como empezó a llamarla con devoción la mujer del oftalmólogo, era muy joven, vestía una humilde blusa entre el rojo Venecia y el rojo Pompeya, tenía sobre la cabeza una estrella y un velo translúcido casi invisible. La crecida del río, como si presumiera de buen gusto, se la había llevado: se había llevado lo mejor, aunque sin dejar de arramblar también con los cuadros que avergonzaban un poco a Saura, la marina, la torre alhambreña, la Purísima y el bodegón de azucenas. A la naturaleza desencadenada se había sumado la saña. Se evaporaron los muebles valiosos, la vajilla, la cubertería, la nevera Westinghouse de importación. Sólo quedaban esos armatostes que acaban sus días exiliados en las casas donde se pasan las vacaciones. Era el momento de buscar a Segovia, experto en el trato con chamarileros y en la recuperación de objetos perdidos. Pero Segovia estaba muerto, y entonces a Saura se le saltaron las lágrimas, por Segovia, o por sí mismo, no lo sabía.
Si no lo hubieran matado, Segovia encontraría artesanos que restauraran los muebles, si alguna cosa noble quedara, si los ladrones hubieran respetado la mesa y las sillas del comedor, la vitrina, la cómoda y la escribanía abrillantadas por el tacto de su madre y de los antepasados de su madre. Segovia movilizaría a sus conocidos en el mundo de los anticuarios y rescataría el patrimonio robado de sus padres, si alguien lo había robado. Porque el expolio podía ser una amenaza más, un aviso más, para intimidarlo y obligarlo a vender la casa. En la ermita de San Sebastián, muy cerca, a espaldas de la casa, las aguas no habían tocado al santo. No se lo habían llevado. San Sebastián seguía en su peana, atravesado por siete flechas, agonizando todavía, inmune a la inundación.
Y entonces Saura sintió crujir el edificio por cuarta vez sobre su cabeza: contra su voluntad y su conocimiento algo lo relacionaba con el difunto abogado Ferrando Sola, quizá víctima de un crimen bien hecho, ni evidente ni brutal, según sugirió el comisario Polo. Pero Segovia, muerto de un tiro, había sido indudablemente amigo suyo durante muchos años, desde el colegio, y era primo hermano de su amigo más íntimo, Antonio. Las circunstancias lo vinculaban a dos posibles asesinatos. La coincidencia, pensó Saura, no le parecería a Polo una casualidad.
El domingo y el lunes Saura se quedó esperando la llamada de Antonio, que también rehuía el teléfono si lo llamaba a su casa. Nunca estaba, o eso decía su madre. Si Saura se encontraba mal, como dos veces había pretextado hacía tres días para no ver a Antonio, ¿por qué no lo llamaba su amigo para saber cómo seguía? ¿Por qué no se acercaba Antonio a la calle Ganivet? Sabía lo muy unido que Antonio estuvo siempre a su primo Juan, lo mucho que Antonio quería a Juan, pero si ése era el motivo por el que se apartaba, ¿no podían compartir el dolor, pasar juntos esos días? Y, sin embargo, Saura temía ahora la visita de su amigo. ¿Podían grabar sus voces dentro de la casa? ¿Podían fotografiarlos dentro de la casa? ¿Podían tocarse dentro de la casa seguros de que nadie los miraba? Entonces sintió el dolor de perder a Antonio. Sintió los labios en la sien, en el cuello, en la nuca, en la boca. El domingo por la mañana, ante la tumba del pobre Juan Segovia, Antonio prometió llamarlo antes de las seis, hora a la que Saura había quedado con Clara para ir al cine. No lo llamó. A las diez de la noche Saura llamó a Antonio. No estaba. Saura abrió otra botella de vino, esperando el timbre del teléfono. A las tres y media de la mañana descolgó el teléfono para no seguir esperando. Había creído oír el teléfono cinco o seis veces, y lo descolgó para que no sonara más, aunque no había sonado. Dos veces sonó de verdad, y las dos veces era Clara. Qué desagradables son esas llamadas inoportunas, recibidas en lugar de la llamada deseada que nunca se produce.
El lunes 25 de febrero se levantó con la cabeza pesada y la idea de presentarse en casa de Antonio, pero no pisó la calle. Tenía miedo de que Sirre, o Sirte, o la policía lo vigilaran. No se atrevía a moverse. Era como si se atara a sí mismo porque tampoco se fiaba de sí mismo. El sábado había recibido una nueva señal de alarma: no encontró en el sitio convenido el mensaje que Elena le dejaba ese día de la semana, todas las semanas, desde hacía nueve meses.
Llamaron a la puerta. Es Rita, pensó Saura. Tenía que decirle que suspendiera la consulta de esa tarde: llegaba Franco. Pero la limpiadora abrió y no era la enfermera. Saura reconoció la voz inmediatamente. Allí estaba Zafra, el ingeniero de Montes, que venía a pedir curación para su irremediable mancha de humedad en el techo.
–¿Tiene usted descolgado el teléfono? –casi gritó el ingeniero cuando apareció Saura–. ¿Ha descolgado el teléfono para no hablar conmigo? No lo entiendo. Habíamos quedado hace cuatro semanas en que yo llegaría hoy de Madrid y lo llamaría por teléfono a primera hora. Es usted intratable.
17
El sábado 23 de febrero, a las diez y media de la mañana, alta y flaca como si fuera hija de su marido, Elena Polo iba por el paseo del Salón hacia el paseo de la Bomba. Tenía la figura de un muchacho largo. Vestía guantes de piel y zapatos de tacón negros, medias de cristal y un abrigo negro con adornos rojos, como la sotana del arzobispo. «No te fíes de las mujeres que visten de negro y rojo», decía la madre de Saura. Alguna vez la boca grande parecía querer temblar de frío. ¿Adónde iba la mujer del comisario? Todos los sábados por la mañana visitaba en el paseo de la Bomba el palacete de la Sección Femenina de Falange, organismo para el que trabajaba en el Instituto Nacional de Previsión.
No avanzaba por el centro del paseo, sino pegada al borde que, al otro lado de la calzada, daba a los jardines y al río. Se acercó al quiosco de la música, pasó la mano enguantada por las sillas plegables de hierro que esperaban en tierra, encadenadas, que las abrieran para los músicos de la banda, y fue acariciando la pared de la base del templete, una estructura cilíndrica de unos ciento cincuenta centímetros de altura. Nadie vio que dejara en un hueco un papel arrugado, con una suma de tres sumandos. Así llevaban citándose nueve meses el oculista y la funcionaria de la Sección Femenina destinada en el INP. Durante nueve meses el mundo había sido claro y simple como una suma. El sábado 23 de febrero, poco antes del mediodía y de saber la muerte de Segovia, el oculista no encontró el papel, que podría haber estado en blanco, pero que tenía que estar allí. No había papel.
Saura volvió el domingo, después del entierro de Segovia. Olía, una semana después de la inundación, a lluvia, a tierra removida y fecunda, a animales muertos y árboles podridos, y el paseo tenía el color de los ríos que cruzan la ciudad. Las sillas de los músicos estaban desplegadas en filas semicirculares bajo la cúpula del templete, y se oían los pasos de una tropa que llegaba entre ruidos metálicos. Era la banda municipal con todos sus instrumentos. Saura se acercó al quiosco, tanteó la pared, no encontró nada.
Se volvió a ver pasar el tranvía que unía el Camino de la Sierra y la fuente de las Batallas. Los viajeros miraban el desfile de los músicos. Se fue el tranvía, y Saura vio el Seat 1400 negro parado al otro lado de la calzada, en la acera de los jardines.
Si el oculista hubiera estado en el mismo sitio veintiséis horas antes, lo habría visto también. Apareció cinco minutos después de que Elena Polo pasara por el quiosco de la música. Se apeó del Seat un hombre. Llevaba una gabardina apretada por un cinturón que le modificaba el volumen del cuerpo, comprimiéndolo o hinchándolo, camuflándolo o exhibiéndolo, era difícil decirlo. Tenía un color de cara que se confundía con la pintura de la base cilíndrica del templete. Movía los hombros como si el esqueleto le resultara incómodo. ¿No se sentía bien en la gabardina nueva? Se erizaba como esos animales que aumentan en presencia de un enemigo o se hacen los abúlicos y de pronto muerden. Pero casi no tenía labios. Los ojos, bajo unas cejas espesas, eran saltones, exoftalmos, impacientes por acercarse más a las cosas. Miraron en distintas direcciones y se quedaron vacíos un segundo: ojos como relojes parados, de cocker disecado. Era Valderrama, el hombre-sombra del comisario Polo. Se acercó al templete, metió un dedo en una grieta de la pared y sacó el papel que Elena Polo había dejado cinco minutos antes.
18
Franco llegó el lunes 25 de febrero, centro de un séquito de coches fúnebres velados por cortinas blancas. En algunos resplandecía una luz interior y el más iluminado era el del Caudillo. En el límite de la provincia esperaban quince vehículos más. El gobernador civil y jefe provincial del Movimiento, el arzobispo, el presidente de la Audiencia, el alcalde, el gobernador militar y el capitán general aguardaban el advenimiento ateridos, como quienes a las puertas de un camposanto se impacientan porque el cadáver no llega nunca. López Olmo acompañaba al director de su periódico, Patria, órgano del Movimiento Nacional en la provincia. «¿Cómo va todo?», quiso distraer el director a su jefe, el gobernador. «Las cuevas del Sacromonte siguen derrumbándose. Acaban de hundirse tres. Publíquelo usted», dictó el gobernador. Olmo tomó inmediatamente nota. El alcalde aprovechó para contribuir a la historia del periodismo contemporáneo: «Las medidas adoptadas por el Gobierno bajo la inspiración del Caudillo resolverán todos los problemas.» Se sabía la frase de memoria. Ya la había publicado ese mismo día la Hoja del lunes, pero Olmo volvió a escribir en su cuaderno. No terminó de copiar el veredicto del alcalde. Sonó un cornetín de órdenes. Los arcenes se llenaron de soldados y guardias civiles. «Véngase usted luego en mi coche», le dijo el gobernador al director del periódico.
Y Olmo se vio solo en el taxi del director, rumbo a Granada, en la cola del séquito del Caudillo y entre coches policiales. A la vista de la capital se produjo una conmoción: se detuvo la caravana. Se movilizó la Guardia de Franco, con sus guerreras de cuero y sus boinas rojas de larga borla y sus guantes de hilo blanco, imponentes, irreales como soldados de plástico o recortados con tijeras. Las patrullas que cubrían el trayecto montaron sus armas. Aparecieron soldados que nadie había visto antes. Un tren se acercaba. Estaban cerradas las barreras del paso a nivel del ferrocarril. El Caudillo montó en cólera. ¿No había calculado el Gobierno Civil esa desagradable eventualidad? La ineptitud del gobernador no admitía excusas. Podía haberse producido una tragedia, un atentado, un magnicidio. Al Caudillo de España no lo había hecho esperar ni el Führer de Alemania. Nadie le hizo notar a Su Excelencia el Jefe del Estado que llegaba a Granada con dos horas de retraso. Su Excelencia dio órdenes de eliminar el peligroso paso a nivel en un futuro inmediato. Inmediatamente.
Y, a partir de ese momento, todo se ennegreció. Era de noche cuando el Generalísimo empezó a atravesar la ciudad por los suburbios recién construidos por el Arzobispado para los obreros huidos del campo y empleados en la construcción de los suburbios donde vivirían los obreros que construían los suburbios y las nuevas casas de funcionarios y señores. El paso era lento. No había casi nadie al borde del camino que no fuera policía. La Policía Armada añadía grises a la noche, negro de correajes y pistolas y porras, y el cielo se mimetizaba con los uniformes. Hacía frío. Avanzaban entre hormigoneras, fango, postes provisionales de la luz, bajo cables negros y bombillas famélicas. En el manicomio habían encendido todas las luces para saludar el paso de la comitiva. Olmo anotó en su cuaderno: «Compactas filas de granadinos saludan con aplausos y vítores.» Debían cumplirse las profecías del periódico publicado esa mañana, Hoja del lunes: «Granada aclamará esta tarde al Caudillo de España.»
Lo aclamó en los jardines del Triunfo. Eran cerca de las diez de la noche, y la llegada de Franco tenía que haberse producido a las siete. Aguantaban heroicamente unas dos mil o dos mil quinientas criaturas venidas de todos los pueblos de los alrededores. Olmo contó, sumó y dio una cifra aproximada: «Mar inmenso, inmensa muchedumbre impaciente, apoteosis.» Añadió: «La gigantesca fuente luminosa resplandecía de colores y agua.» Los altos surtidores se encendían rojos, amarillos y rojos. Sonó el cornetín de órdenes. Brillaron los sables de los oficiales. Franco, con un abrigo cruzado gris marengo, una bufanda gris antracita y un sombrero gris perla, pasó revista a una compañía de Infantería. Se quitó el sombrero cuando saludó a la bandera. Tocaba la banda. Se oyeron vítores a Franco, Franco, Franco. El arzobispo rozaba fraternalmente el brazo del Generalísimo y le señalaba, reinando sobre la explanada y la fuente y la multitud de autoridades, a la Purísima Inmaculada, sostenida en su columna corintia por cabezas de león, ángeles músicos, monstruos y querubines, entre rayos y centellas, la media luna a sus pies.
Cuando el Generalísimo subía la colina de la Alhambra, hacia el antiguo convento franciscano convertido en hotel donde descansaría esa noche, la artillería disparó salvas de ordenanza. Centinelas con casco, mosquetón y bayoneta cubrían el trayecto iluminado, desde el Triunfo hasta el convento de San Francisco, y presentaban armas al paso del séquito. En los bosques alhambreños se movían zorros, garduñas, hurones y tejones en uniforme de campaña. De la hojarasca negra salían ruidos invisibles. Alguna vez brillaba un ojo carnicero y sólo era el ascua de un cigarro. El Gobierno Civil y el Gobierno Militar temían un golpe subversivo. Polo había informado al gobernador: había una pistola en el aire, perdida tres días antes de la llegada del Caudillo. Sobre esta base se interrogaba a una mujer en los calabozos de la plaza de los Lobos. Constaba que Segovia era dueño de una pistola Star S 9 milímetros, y de una Star había salido la bala aciaga, pero en la casa del muerto la pistola seguía sin aparecer.
Esa noche el comisario vigilaba desde su despacho el ánimo de la ciudad mientras la atravesaba Franco, y no sabía que, como la pistola perdida, también estaba en el aire su posición de privilegio en el Gobierno Civil. Franco acababa de decidir la caída en desgracia del gobernador. Y no es que Polo debiera al gobernador su despacho, su secretaria, su escuadra de telefonistas, su inspector del Cuerpo General de Policía y su coche con chófer: la cuestión era que los poderes de Polo en el Gobierno Civil se habían vinculado a un gobernador funesto para su provincia y a quien el comisario no había denunciado en Madrid, ante el Ministerio de la Gobernación. El desastre universal se abatía sobre Granada, devastada por los elementos naturales, pero también por la irresponsabilidad de sus jefes, que ni siquiera dominaban el tránsito por carretera y la red de pasos a nivel.
19
La llegada del Caudillo se imponía a todo. Eclipsó el homicidio de Segovia, si no se trataba de un suicidio. Polo no descartaba que la criada, con la sangre fría suficiente para limpiar el salón del crimen en presencia del cadáver, hubiera retirado la pistola de la mano muerta. Las pruebas de balística avalaron la hipótesis del comisario: el análisis del proyectil y del casquillo permitían atribuirle el disparo a un arma cuyas características constaban en los archivos policiales. Se trataba de una Star S 9 milímetros que un funcionario del Cuerpo General de Policía le había cedido desinteresadamente al catedrático de la Universidad de Granada don Juan Segovia Sternberger. Desde el viernes 22 de febrero se interrogaba a Adelina Arroyo, limpiadora, de cuarenta y seis años de edad, única hermana viva de Vicente Arroyo, conocido elemento subversivo y supuestamente reformado, a quien se retenía en las dependencias del Hotel Victoria durante la visita del Generalísimo a la ciudad.
Si la pistola de Segovia era disparada contra algún blanco eminente antes de que Franco abandonara la provincia, Polo demostraría que había informado al Gobierno Civil de la posibilidad de tan indeseable suceso. El inspector Valderrama fue testigo de la entrevista con el gobernador. Pero la verdad es que el comisario prefería que no se hablara de la Star S 9 milímetros. En primer lugar, porque la pistola se la había vendido a Segovia Sternberger su ayudante, Valderrama, y, en segundo lugar, porque lo abrumaban los últimos acontecimientos. Su pesar sólo se lo debía a sí mismo: el comisario había decepcionado al comisario por segunda vez en sus más de ochenta años de vida. La primera vez ya había sido enmendada: se había casado con Elena. Le había dado un futuro honorable.
Se sentía muy viejo: algo se le había escapado de la existencia de Segovia, con quien se veía todas las semanas y de quien creía conocer todos los pasos, todos los socios y todos los tráficos legales e ilegales, con fechas y contabilidad precisa de cantidades pagadas y recibidas, y a quien, a cambio de información, había favorecido alguna vez con contactos interesantes para el enriquecimiento de sus colecciones artísticas. Ahora Segovia estaba muerto y Polo no sabía por qué: segunda decepción.
En la comisaría de la plaza de los Lobos la criada de Juan Segovia Sternberger, Adelina Arroyo, decía no saber nada de la pistola, que alguna vez vio, sí, pero de lejos, porque las pistolas eran grasientas, olían peste y le daban asco. Así lo repitió y lo repitió. Fue a la comisaría por ayudar, por agradar a los inspectores, pero no sabía nada de pistolas. El inspector Valderrama sólo quería charlar un rato, pero la conversación se había dilatado hasta el domingo, con descansos para comer y dormir. A la señora Adelina se le cedió el mejor calabozo, las mejores mantas. Se le dejó la puerta abierta. Nadie la detenía, aunque si decidía abandonar la charla en el despacho del inspector Valderrama, que ni siquiera estaba de servicio y sólo estaba allí para atender a la criada de un amigo de su jefe, el comisario Polo, la señora pasaría a disposición de la Brigada de Investigación Criminal. Hablaban en un habitáculo acogedor, funcionarial, gris como la mesa metálica y la capucha de hule de la máquina de escribir Olivetti Lexicon 80, que también era gris, como la luz que llegaba del patio a través del cristal tintado de blanco, y lo que más molestaba a la limpiadora era una toalla azul que colgaba del pomo de la puerta. Si no estuviera allí la toalla, se levantaría, abriría y se iría a su casa. Pero no quería tocar esa toalla, que se veía sobada, pesada, húmeda sabe Dios de qué. ¡La Brigada de Investigación Criminal! ¿Por qué? Ni que ella fuera una delincuente.
–Robo de obras de arte, abusando de la confianza de tu patrón –respondió el inspector, y ahora parecía otra persona.
–Yo no he robado en mi vida –dijo Adelina Arroyo.
–Ven.
La mano del inspector era dura, clavada en el hombro como una pinza, para hacer daño. Era ya domingo, se había hecho de noche, y fue el inspector el que cogió y tiró la toalla azul sobre la mesa, abrió la puerta, y empujó a la mujer al cuarto oscuro que esperaba al otro lado del pasillo. Había llegado el momento de la paliza, la hora de la mano, el puño, la porra, la barra de plomo forrada de goma, el plomo. Una vez que fallan los procedimientos científicos, le había explicado a Adelina su hermano Vicente, la clave de la investigación policial son los chivatazos y la bestialidad, no hay más historias. Parpadeó la luz del cuarto, se encendió un fluorescente más agonioso que el del pasillo, y la criada reconoció los bultos cubiertos por una sábana que ya había visto al lado de la cocina en casa de don Juan Segovia. El policía levantó la sábana y aparecieron tres estatuas viejas, repugnantes y astilladas, santos del cielo.
–Y has robado un cuadro, sinvergüenza –dijo el inspector.
Los fantasmas de la casa de la plaza de Santa Ana la perseguían hasta en comisaría, como si pidieran que les quitara el polvo.
–¿Dónde lo tienes? ¿A quién vas a vendérselo?
Adelina no contestó.
–¿Dónde has metido la pistola? ¿Tenías que matar a tu jefe para llevarte esa basura y un cuadro mierdoso?
20
El domingo por la tarde el botones del Aéreo Club se atrevió a interrumpir la partida de cartas que en una de las salas celebraban cuatro socios eminentes. Llamó dos veces, abrió la puerta y vio con miedo cómo la luz exterior diluía la oscuridad que rodeaba la mesa de juego. Una columna de humo unía la lámpara al tapete verde sobre el que flotaba encendida. El botones tenía terminantemente prohibido interrumpir a los señores y le sobraban motivos para temer la reacción de los señores. Conocía el temperamento de los señores cuando estaban en mangas de camisa.
–¿Qué cojones pasa?
–Con su permiso, don Alfonso.
El botones entornó la puerta para amortiguar el ruido invasor de la música y se acercó a decir algo al oído del forense. En la planta baja, en la sala principal, se preparaba el baile de los domingos por la tarde. Sonaban los primeros discos. «Kriminal Tango». El forense oyó al botones sin levantar la vista de las cartas que acababan de servirle.
–No voy –dijo.
–¿Le digo al señor comisario que lo llamará usted más tarde?
–No, espera –contestó el forense.
¿Habría tirado las cartas si la mano fuera buena? Huyendo de la música, pidió que le pasaran la llamada del comisario al despacho del presidente del club, del que tenía una llave. ¿Qué quería el comisario en domingo? Cerró la puerta. Descolgó el teléfono entre hélices, maquetas de aviones, retratos de aviadores, una gorra de plato de Iberia, una bomba. Tres alemanes de la Legión Cóndor lo miraban al pie de un Heinkel He 51 desde una foto dedicada al Aéreo Club granadino.
–¡Qué alegría hablar con usted, mi querido comisario!
Polo lamentaba molestarlo un domingo por la tarde, un día para la familia y el descanso, o eso fue lo primero que dijo. El forense daba por sentado que sabía que estaba jugando al póquer, lejos de su mujer y de sus dos hijas, y que probablemente ya tenía una idea de cuántas ginebras se había bebido y cuánto llevaba ganado.
–Me ha venido una duda, don Alfonso. ¿Por qué me sugirió usted que la muerte de nuestro querido Segovia podía deberse a un suicidio?
¿Se lo había sugerido? ¿Un suicidio? Alfonso Cos hubiera preferido mirar al policía cara a cara, sin teléfono por medio. ¿Qué jugada tenía el señor comisario en la cabeza? ¿Qué cartas tenía en la mano? El forense se había limitado en su informe a detallarle al juez de instrucción las características de la herida, la causa y la hora probable de la muerte de Juan Segovia Sternberger.
–No hay pistola. Alguien se la llevó, ¿no? Supongo que sería el criminal.
–Pero usted me sugirió la posibilidad de un suicidio.
¿Qué quería el comisario? Cos solía adivinar las cartas ocultas de sus adversarios por el tono de voz, por una ceja alzada o caída, por el movimiento de un dedo, por las arrugas de la frente o un frunce de los labios, por una manera de cerrar los ojos un segundo, incluso por una momentánea parálisis facial. A Polo no lo veía, ni siquiera lo oía bien. A través del hilo telefónico percibía en ese instante los ruidos de una mudanza, el rugido de un motor de avión, corrientes de agua y de aire, un silencio absoluto. ¿Se había cortado la comunicación?
–¿Sigue usted ahí? –dijo el comisario. La comunicación no se había cortado. Había terminado el tiempo de meditación.
–Me baso en datos físicos y científicos, perceptibles por los sentidos. Hay un disparo...
–¿Lo hizo el propio Segovia? –interrumpió el comisario.
–Podría ser. ¿Se llevó alguien el arma? Segovia no tuvo tiempo para quitarla de en medio.
–Usted, sin embargo, me sugirió la posibilidad de un suicidio, algo que no consta en su informe. ¿Por qué?
–Me he limitado a los datos físicos y científicos, perceptibles...
–Por los sentidos –concluyó Polo. Y añadió–: Si prefiere nos vemos en el Gobierno Civil.
–No quiero hacerle perder su tiempo en domingo, día del Señor –respondió el forense. Decidió arriesgar. No quería volver a pasar cinco horas en el Gobierno Civil. No quería verse otra vez ante las gafas y los ojos gigantes de Polo–. Pudo ser un suicidio, sí.
¿Estaba diciendo lo que el comisario quería oír?
–¿Se basa usted en manifestaciones físicas perceptibles por los sentidos?
¿Estaba imitando su voz el comisario?
–Digamos que si Segovia se hubiera deshecho de la pistola después de pegarse un tiro, también se habría lavado las manos, supongo. Porque las tenía salpicadas de sangre, usted me entiende.
–No.
–Tenía sangre en el dorso de la mano derecha. Y los dedos de la izquierda también tienen sangre y manchas de nitrito. Puede que la mano izquierda sostuviera el cañón cerca del pecho y con la derecha...
Sonó una explosión en el piso de arriba, un portazo. Se abrió la puerta, entró la música, se asomó el otorrino Velasco Sternberger, antiguo condiscípulo del forense en la Facultad de Medicina y aquella tarde compañero de timba, muy bebido, si no borracho. No sabía que en ese momento Cos hablaba de su primo Segovia, al que acababan de enterrar esa mañana.
–¿Vas a seguir jugando?
El forense tapó el micro del teléfono.
–Ya subo.
–¿Está usted ganando o perdiendo? –preguntó el comisario.
–Perdóneme. Lo que le estaba diciendo: se encontraron señales de pólvora y manchas en la palma de la mano, y entre el índice y el pulgar, como si el muerto, pudiera ser, hubiera apretado el gatillo –continuó el forense, y no sabía si estaba perdiendo o ganando aquel interrogatorio.
El silencio volvió a ocupar la línea telefónica. ¿Se oía respirar? ¿Había alguien a la escucha? ¿Grababan la conversación? ¿Cuántas respiraciones oía? El forense se hizo una pregunta más: ¿había visto señales de humo y de pólvora en las manos del cadáver?
–Segovia pudo tratar de sujetar el arma de su asesino –volvió la voz del comisario, y Cos no sabía si afirmaba o preguntaba. ¿Qué quería oír Polo?
–No había arañazos en la mano. No había hematomas ni excoriaciones. Algo se habría hecho al intentar defenderse, detener o desviar la pistola –dijo Cos, y decidió apostar el resto–. Permítame entrar en lo que no me incumbe: ¿estaba en orden la habitación? Yo diría que sí. No hubo peleas. El muerto tenía la ropa intacta y bien puesta, salvo el agujero en la camisa, claro.
–La criada ordenó y limpió –contestó Polo–. Y, salvo el agujero y la sangre, la ropa estaba intacta, usted lo ha dicho. Segovia no se abrió ni se quitó la camisa como hace cualquier temerario que se pega un tiro en el pecho, ¿no le parece?
Cos intuyó que había acertado ya la carta que escondía el comisario. No cambió su apuesta. El muerto estaba ya enterrado. ¿Qué importaba qué señales quedaban en las manos? El forense decía siempre la verdad, aunque para decir la verdad que se le pedía tuviera que mentir.
–Vuelvo a lo que me incumbe, señor comisario. Hay, como es habitual en caso de suicidio, un solo disparo que, además, va de abajo arriba, como es habitual, permítame repetirlo, en caso de suicidio. La dirección del disparo consta en mi informe.
–En su informe no aparece la palabra suicidio. Redacte una adenda y llévemela mañana al Gobierno Civil a las siete y media de la mañana. Siempre es un placer hablar con usted. Ah, salude de mi parte a don Antonio Velasco y preocúpese de que no beba más.
21
El martes 27 de febrero amaneció feo y hosco, lo que no evitó que a las ocho y media de la mañana, «con puntualidad militar», según anotó Olmo en su cuaderno, saliera Franco de sus habitaciones en el convento de San Francisco donde pernoctó. Oyó misa en el oratorio del convento, hotel o Parador Nacional de Turismo de San Francisco, escoltado por un séquito de cuatro ministros, a quienes se sumaron el capitán general de la IX Región Militar, el gobernador militar y el gobernador civil, el alcalde, el presidente de la Diputación y el arzobispo. Celebrada la Eucaristía, la comitiva, bendecida y motorizada, tomó el estrecho Camino del Monte. Polo, que no olvidaba la posible pistola perdida, exageró los peligros de la visita del Generalísimo al Barranco del Abogado y el Cerro de San Miguel. Previendo la improbable eventualidad de que la Star S 9 milímetros de Segovia estuviera en manos de algún fanático asesino, no habló del arma, pero presentó como irrebatible la existencia en el Sacromonte de dos bandoleros comunistas. En los últimos días, aprovechando a su manera abyecta las circunstancias trágicas del momento, la subversión agitaba a los pacíficos cavernícolas del Sacromonte. Existía la confesión de una agente en Granada del Socorro Rojo Internacional, Adelina Arroyo Santamarina, limpiadora, de cuarenta y seis años.
¿Aconsejaron las averiguaciones del comisario limitar el número de acompañantes de Su Excelencia el Caudillo en su paseo por las cuevas? La disminución drástica de automóviles facilitaría los movimientos de las fuerzas policiaco-militares y realzaría el carácter austero del personaje excepcional que ascendía a aquel infierno de fango y peñascos desprendidos. Las casas excavadas en el cerro seguían hundiéndose. Las torrenteras abiertas por la avalancha retumbaban todavía en los barrancos. Y, en semejante situación para su provincia, el gobernador civil recibió órdenes de quedarse al pie del camino, esperando el regreso de Su Excelencia y la selecta cohorte que mereció acompañarlo en su ascensión a las alturas. El fatídico paso a nivel de hacía menos de quince horas parecía volver a cerrarse ante el gobernador.
Entre el Barranco de los Negros y la fábrica de Frigoríficos Sierra Nevada, convertida en campamento de desheredados, el Caudillo y su séquito de gorras de plato, sombreros y abrigos cruzados se asomaron a las habitaciones subterráneas con promesas de liquidar las cavernas y construir pisos para todos. La cueva elegida para recibir a Sus Excelencias ostentaba a la entrada manifestaciones del último arte rupestre: no rinocerontes, caballos, bisontes, leones o uros de cuernos largos, sino placas de Coca-Cola, Pepsi Cola y gaseosa Schuss. La vivienda troglodita se dedicaba nocturnamente al espectáculo gitano del cante y el baile. El rocoso arco que servía de dintel a la gruta, blanqueada con cal, descansaba sobre dos columnas nobles rescatadas de algún difunto palacete. A los habitantes del monte la feliz profecía franquista los aterrorizó: la Autoridad amenazaba con rematar mediante labores humanas los desastres de la naturaleza. Y, en ese momento en que la demolición y el destierro se cernían sobre los troglófilos y troglobios sacromontanos, quizá una pistola clandestina apuntaba al Caudillo Generalísimo y un Seat 1400 C negro se paraba ante la Facultad de Farmacia, entre el monasterio de San Jerónimo y el hospital para pobres de San Juan de Dios.
Bajó del coche el comisario Polo. Esa misma mañana lo había llamado al Gobierno Civil la hija del juez Andrade, Clara, que, sin embargo, no se presentó como hija de su padre, sino como novia de Federico Saura, el oculista. Clara pedía cita para visitar al comisario en su despacho: quería consultarle un problema personal. Pero el comisario, teniendo en cuenta que la calma en el Gobierno Civil era en ese momento tan absoluta como tensa mientras Franco visitaba las grietas del Sacromonte, se ofreció a ir inmediatamente al despacho de la bibliotecaria en la Facultad de Farmacia.
Vio a Clara más blanca, menos afilada la cara, hinchada quizá. ¿Había llorado? ¿Estaba tomando pastillas? ¿Barbitúricos, tranquilizantes, sedantes, meprobamato? En todo caso, la importancia del problema no había desordenado la oficina. Libros y archivadores, las cajas de fichas sobre el escritorio, la pluma Parker y la regla, bolígrafos, rotuladores y lápices, el calendario, todo obedecía a un orden maniático sobre el que parecía regir un plumero, presente entre dos diccionarios, que le recordó a Polo el del chacó de un capitán de los Húsares de Pavía. Pero en el cenicero se acumulaba la ceniza y, entre colillas con pintura de labios cada vez más pálida, se consumía un cigarrillo encendido. Polo miraba la moneda de oro con esclavos negros recolectores de tabaco rubio de Virginia dibujada en el paquete de Old Gold.
–Usted fumaba Chesterfield.
La bibliotecaria no habló de marcas de tabaco. Encendió un cigarrillo, vio que había uno encendido, apagó el que se quemaba en el cenicero. Estaba asustada, dijo. Había ido un hombre a su casa. El hombre le había dicho algo de una casa propiedad de Federico, y Federico le había pedido que nunca volviera a abrirle la puerta a ese hombre, bajo ningún concepto. Ella no le comentó nada a su padre. Había visto en Federico verdadero pánico. ¿Tenía nombre el visitante? Se llamaba Sirre, o Sitre, algo así, Sigre quizá, ése era uno de los problemas que tenía para localizarlo: el nombre, la pronunciación del nombre. Quería hablar con ese individuo. Se había puesto en contacto con algunos hoteles, pero no la entendían, no les sonaba ninguno de los apellidos que ella les daba.
–Descríbame a ese individuo –repitió el comisario.
Clara lo describió. Tenía práctica. Ya se lo había descrito a varios recepcionistas de hotel.
–¿A qué hoteles ha llamado? –la interrumpió Polo.
La bibliotecaria le pasó una ficha con nombres de hoteles en orden alfabético y números de teléfono. Los cinco primeros estaban marcados con un aspa azul, a lápiz.
–Deje esto. Yo me ocupo –dijo Polo.
22
En ese momento Federico Saura llegaba a los pies de la catedral, a la consulta del doctor Antonio Velasco Sternberger en la sede de la Sociedad de Asistencia Médica, y Franco se asomaba a una gruta excavada en el monte. La escalera de la vieja casa de vecinos donde en dos de sus plantas la Sociedad de Asistencia Médica atendía a los enfermos mantenía una atmósfera constante de hervidos alquímicos en hornillas de carbón y gas, berza y garbanzos, pero, conforme el visitante subía escaleras y se acercaba al reino de la salud, olía a desinfectantes y aparecía bajo los desinfectantes otro olor fantasma, ni cocinero ni aséptico, sólo fantasma.
Saura conocía a la recepcionista o enfermera, quién sabe si una cosa o la otra: ejercía los dos oficios. Don Antonio está con un paciente, dijo, y Saura, como respuesta, dio un golpe en la puerta de la consulta y abrió sin esperar. Antonio se volvió al chasquido del picaporte. Lo enmascaraba un antifaz para un solo ojo, el izquierdo, un espejo cóncavo de diez centímetros de diámetro, o un ojo monstruoso mucho más grande que el derecho. Entre los dos ojos existía la misma relación de tamaño que entre Saturno y Júpiter.
–Un momento –avisó el otorrino al paciente.
Antonio se acercó a su amigo con unas pinzas en la mano y el espejo frontal sobre el ojo, ajustado al perímetro craneal por una cinta de goma. El ojo real era otro ojo dentro del ojo-espejo y miraba a Saura a través del agujero en la concavidad reflectante como desde una habitación a oscuras. Al fondo de la consulta el paciente, un canónigo de la catedral, observaba a los dos médicos desde la silla de exploración. Una lámpara a la espalda y a la derecha del sacerdote proyectaba luz hacia el vacío. Estaban entornados los postigos y la habitación parecía una sala de interrogatorios.
No había nada en los ojos de Antonio, en sus tres ojos, si no era impaciencia. ¿Qué quería Saura? El oculista había hecho lo posible por no ver a su amigo esos días. ¿Qué buscaba ahora? No te entiendo, ¿qué pasa?, dijo el otorrinolaringólogo, y hablaba como un amante dolido. Saura no podía decir lo que quería decirle: que temía que los siguiera, los molestara la policía, los acosara, los acusara de escándalo público, los detuviera, les aplicara la ley de vagos y maleantes contra chulos y maricones. Ese hombre, el chantajista, era peligroso y algo tenía que ver con el abogado Ferrando, influyente en Madrid y en las jerarquías que en ese mismo instante pisaban el fango del Sacromonte. Pero ¿qué sabía Antonio de chantajistas y abogados que ni siquiera existían ya?
–Tengo un paciente. –El otorrino señaló con las pinzas al canónigo.
Al abogado lo habían matado o se había muerto de repente, aunque los periódicos no hubieran publicado noticia del crimen, si de un crimen se trataba. Sin saberlo, Antonio estaba mezclado con esa muerte por el simple hecho de ser el amigo de Saura. Y para no tener que contarle nunca lo que sucedía, para no angustiarlo nunca, Saura esperaba que pasara todo, que todo se olvidara, como si el tiempo arreglara las cosas, como cuando se encontraba griposo o resacoso y esperaba volver a sentirse bien y ser como antes de la bebida o de la fiebre. Esperaba fuera del tiempo, entre el bienestar futuro y pasado, esperando la salud como si esperara al que era antes de sentirse mal. Esperaba que todo pasara y todo se olvidara. Sufriría un cambio físico. No tendría más miedo.
Y entonces, muy cerca del ojo emboscado detrás del espejo cóncavo, como si Antonio se protegiera detrás de una careta deforme, Saura recordó las discusiones inútiles con el amigo, la rivalidad, las partidas de ajedrez y los partidos de tenis, la lucha por hundir al otro en las pozas del río que ahora habría deshecho la crecida: la pelea como un enamoramiento, la pugna amorosa, el empujarse, el trabarse, el asombro, los labios en la cara y el cuello, la frente en la frente, la mano en la columna, la lengua, la boca en la nuca, el pelo, la mano bajo el cinturón y bajo los pantalones. Y ahora Antonio lo miraba con el frío ojo derecho y el ojo izquierdo dentro del frío ojo especular, tres ojos fríos. Se acercaría más, le desabrocharía la correa, como si su ropa fuera mi ropa y su cuerpo mi cuerpo, doble, pensó Saura. No haría nada.
–Espera fuera –dijo Antonio Velasco.
El canónigo miraba desde la silla de exploración.
23
El subbibliotecario Barahona, de la Facultad de Filosofía y Letras, esperaba ante la puerta cerrada del despacho de Polo. Había pedido cita urgente con el comisario después de detectar en los últimos días coincidencias que no dejaban de abrumarlo. Era un experto, sabía de lo que hablaba y, en este caso, su estudio de las inscripciones involuntarias e invisibles que dejaban los usuarios de la biblioteca al escribir sobre folios apoyados en las páginas de un libro confluía con su vocación o manía más profunda: el análisis del legado pictórico de Isabel la Católica a la Capilla Real de la Catedral.
Domingo Barahona exploraba desde su juventud ese tesoro guardado en una cripta. Acumulaba apuntes, borradores, miles de fotos y fichas en cajas, incluso listas inacabables de posibles títulos para un volumen que resumiera el alcance de sus indagaciones sobre un universo de poco más de veinte cuadros. Las pinturas de la reina eran el núcleo secreto del mundo del subbibliotecario.
Y allí estaba, grabada en la página 19 de Hohenstaufenschlösser, de Leo Bruhns, aquella inscripción en blanco, invisible, que había mirado tantas veces desde que el catedrático Segovia, que en paz descanse, devolvió el libro a la biblioteca el 18 de febrero: OO/B/CR T? 53/35?, más un garabato, quizá una cara, y dos ojos redondos que sólo veían el signo del dólar: $ $. Los trazos eran hondos e inseguros, como trazados por una mano borracha, drogada o somnolienta, pero propiedad de un individuo absolutamente convencido de su propia valía, egoísta e inexpugnable centro del mundo, según diagnosticó Barahona, que conocía bien a su antiguo compañero Segovia y era experto en grafología y escritura sin tinta. Parece un hecho probado que si se apoya sobre otro papel el papel en el que se escribe, la punta del bolígrafo o del lápiz deja una marca en el papel en el que no se quería escribir.
Dos detalles lo movían a introducir a Polo en su cripta secreta de pinturas reales. Juan Segovia había muerto en trágicas circunstancias, según los dos diarios de la ciudad, y los filólogos de la Facultad de Letras habían traducido el eufemismo periodístico: al catedrático de Arte le había pegado un tiro alguno de los dudosos tratantes de cosas antiguas con los que se juntaba, puesto que resultaba poco verosímil que alguien tan amigo de sí mismo se matara por su propia mano. La muerte había sucedido en la madrugada del viernes 22 de febrero, cuatro días después de que Segovia devolviera a la biblioteca el Hohenstaufenschlösser de Bruhns.
Y entonces Barahona descubrió el segundo detalle por una iluminación repentina, como cuando despertamos a media noche con los ojos de par en par y el recuerdo imprevisto, clarísimo, nítido, como en tecnicolor, de la cara, el nombre, la cicatriz en la frente y el teléfono de un antiguo compañero de colegio del que habíamos olvidado todo veinticinco años antes. Cincuenta y tres por treinta y cinco centímetros mide la tabla Orazione nell’orto, de Sandro Botticelli, una de las joyas pictóricas que la Reina Católica legó a su Capilla. Se daba la coincidencia alarmante de que el cuadro de Botticelli no estaba en ese momento en la Capilla Real, según había sabido el subbibliotecario en las últimas horas: se encontraba en manos de un restaurador de toda confianza, o eso dijo el canónigo Cabrerizo, responsable de los museos catedralicios, que, sin embargo, no podía añadir nada más.
En el enigma de la inscripción quedaba por descifrar un signo, la T rematada por una interrogación. ¿Había alguna relación entre la muerte del catedrático y el Botticelli? ¿Existía algún vínculo entre aquel jeroglífico de letras, números, interrogaciones y dólares, y la desaparición momentánea de una obra de arte tan valiosa que sería difícil ponerle precio?
Llevaba esperando dos horas largas y sólo había visto entrar en el despacho de Polo, hacía quince minutos, a un sujeto extraño, probablemente miembro del séquito de Franco, forastero. El subbibliotecario suponía que estaba ante el despacho de Polo, pero no se atrevería a afirmarlo con rotundidad: jamás se había acercado tanto a los dominios del comisario, y ahora sólo veía una puerta cerrada. Cuando el extraño la abrió después de que desde dentro una voz de mujer ronca le diera permiso, Barahona no vio el interior del despacho porque el hombre, como un mueble ancho y alto, ocupó el vano de la puerta al entrar.
Franco se había ido, deambulaban por el Gobierno Civil los últimos chambelanes de la retaguardia del séquito, y un ambiente de fiesta acabada invadía el palacio, aunque sólo fueran las seis y veinte de la tarde, hora a la que todavía pocos bailes han empezado. Se respiraba un cansancio de vasos sucios, de papeles pisados y pegados a los zapatos. La luz menguaba y nadie encendía las lámparas. Se han olvidado de mí, pensó Domingo Barahona. Podía levantarse, bajar las escaleras, salir a la Gran Vía, pero se sentía preso. ¿Lo vigilaban? No. Nadie lo detenía y sólo veía una puerta cerrada. Imaginaba grande el despacho de Polo, aunque la puerta era humilde. Le cabía el honor de haber llegado a la antesala de ese despacho, a la tercera planta de la mansión neoplateresca. A pocos se les permitía subir la escalera, tan alto, hasta la galería, propia del virrey de una colonia conquistada.
El palacio había sido hogar de una familia de industriales y banqueros que no sólo había levantado una casa. También, con otras de su especie, había construido la calle en la que merecía vivir gente tan principal: una luminosa avenida parisina en la Gran Granada, la Gran Vía de Colón. Magnates de la industria remolachera endulzaron generosamente la pérdida de las Antillas y dieron gracias al cielo fundando fábricas de azúcar con nombre de vírgenes y santos y cosas sagradas. Las mejores familias honraban al mejor santoral: Azucarera San Juan, Azucarera San Fernando, Azucarera Santa Juliana, Azucarera San Cecilio, Azucarera San José, Azucarera San Isidro, Azucarera Santa Fe, Azucarera Nuestra Señora del Carmen, Azucarera Nuestra Señora del Rosario, Azucarera Nuestra Señora de las Angustias, Azucarera San Pascual. ¡Azúcar! Y ahora Barahona se sentaba en aquel palacio blanco, de una blancura de alegre azúcar suculenta, un pastel nacido de la demolición de los restos de la Edad Media, escombros en pie como esos cadáveres que tardan en caer porque no saben aún que están muertos, callejones moros, mezquitas derrotadas, conventos pavorosos, caserones nobiliarios en quiebra, la Casa de la Inquisición. La higiene barría lo podrido. La avenida moderna renacía siempre, y el palacio blanco de los industriales del azúcar era ahora el palacio de la Policía, porque en el Nuevo Orden la Policía era la industria fundamental de la nación.
Barahona acabó sus meditaciones en una duda, ante la puerta cerrada: ¿era conveniente transmitirle a Polo sus especulaciones en torno a Segovia y el Botticelli? Se consideraba íntegro, todo lo sincero que se puede ser en una ciudad difícil donde nadie quiere ser quien es, entre simuladores, disimuladores, fanfarrones y falsos humildes por instinto de supervivencia, que simultaneaban los aires imperiales y la falta de espíritu, dos tipos de personalidad que pueden convivir en un solo individuo. Barahona meditaba sobre el carácter de sus conciudadanos, sobre su propio carácter, sobre lo que quería decirle al comisario, sobre lo que debía decir y debía callar. Sabía que al comisario se le acababa diciendo más de lo que uno se había dicho a sí mismo. Barahona pensaba. Retrocedía y avanzaba como quien corrige un escrito y borra, añade, retoca, cambia palabras, rectifica, intercala líneas entre líneas, pule y tacha y restituye lo tachado hasta que todo es ilegible.
Empezaba a nublarse la mente del subbibliotecario cuando se abrió la puerta: salía el hombre hinchado como un globo que había entrado hacía ya más de treinta minutos.
24
El miércoles 27 de febrero, cansada de esperar que sonara el teléfono y el comisario le diera noticias del hombre globo, Clara Andrade rescató la lista que había hecho de los hoteles de la ciudad, cogió una ficha en blanco y escribió que, por asuntos de familia, su despacho cerraría de once a una. Consideraba las horas de trabajo en la biblioteca de la Facultad de Farmacia tiempo libre: la carga angustiosa de todos los días eran el juez y sus enfermedades.
Paternalmente caía sobre los hombros de Clara el catálogo de dolencias que el afectado enumeraba como quien recita honores recibidos en premio a una vida de servicios heroicos: artrosis, artritis, reúma en el corazón, indicios de diabetes, síntomas de desprendimiento de retina, dispepsia, ahogo, insomnio y ansiedad. Al juez le dolía la vejez, la transformación, la majestad de los espléndidos años de magistrado devaluada hasta la decrepitud. Según el diagnóstico de su hija, padecía todas las patologías del miedo crónico. ¿De qué tratan las películas de miedo? Del marciano invasor de cuerpos humanos. De la muerte, metamorfosis. El juez no era quien había sido. Le espantaban algunos títulos de las novelas que leía su hija, Muerte en bandeja, Muerte en la vicaría, Muerte en la rectoría, Muerte en el Nilo, El Ángel de la Muerte, El abrazo de la Muerte, La bestia debe morir. Sufría el juez una mutación progresiva, y Clara sentía el contagio. Las tardes cerca de su padre la paralizaban como una férula, como un aparato ortopédico impide la movilidad de un brazo.
No podía estar quieta, pegada al teléfono, esperando al comisario. Lo decidió cuando, ante la ventana de su despacho en la Facultad de Farmacia, vio que no miraba la calle sino una pompa de aire en el cristal, una burbuja, y, como la cola de un cometa, un arañazo, quizá de un anillo, el anillo de la madre de Saura, la piedra negra que ahora llevaba Clara en el dedo anular de la mano derecha. Saura le llamaban al oculista sus amigos más íntimos. No era señal de distancia. Era el reconocimiento a muchos años de confianza mutua, desde los tiempos del colegio: Olmo, Olmo, Saura, Segovia, Torre (qué había sido de Torre), Velasco. Saura le llamaba Clara cuando se sentía más cerca de él.
Ahora Saura no era Saura. Había cambiado en los últimos días. Parecía peleado con su amigo Antonio, o distanciado, y Clara sabía lo importante que eran para su novio las citas con el otorrino. No aceptaba la muerte de Juan Segovia. Se sentía, no sabía cómo, relacionado con la muerte del catedrático de Arte. Tenía que haber una explicación. Era lo único que decía, tenso como si esperara un golpe. Pero había vuelto a visitar al juez y se quedaba más tiempo con Clara, y Clara no entendía aquella nueva pesadez silenciosa. Ahora, cuando Saura llamaba a la puerta, Clara pensaba que no se iría nunca. Cerraba la novela que estaba leyendo, iba a abrirle a su novio, y temía que el cuchillo se quedara eternamente suspendido sobre la espalda del extranjero que moriría en las primeras líneas del capítulo siguiente.
Le robaría también su único rato de televisión, antes de que saliera en pantalla el generalísimo Franco y flameara la bandera y sonara el himno nacional y luego, como si aquello fuera el fin del mundo, todo se volviera gris y luminoso polvo intergaláctico. Saura había cambiado tanto que ahora era impertinente. Quedarse en la casa más allá de la medianoche era una falta de respeto al juez, aunque el juez se quejara de la prolongación de las visitas de Saura por considerarlas una falta de respeto a Clara. Saura no era Saura, o había otro Saura dentro de Saura que por fin decidía salir al exterior: hosco, mudo o inoportuno o sólo pesado, irritante. A Clara le caía encima como una sombra. Le robaba iniciativa y entusiasmo. Se volvía otra cerca de Saura, distinta de sí misma. Aceptó el silencio de Saura cuando ella hablaba de la intrusión del gordo. No volvería a mencionar al gordo, al hombre globo: su sola mención hacía que Saura cerrara los ojos, clavara el mentón en el pecho, apretara los labios. Una vez tembló. Del gordo no se podía hablar. Ni siquiera Polo la llamaba para darle cuentas del gordo.
Con el gordo hablaría ella.
En el momento en que salía de la Facultad de Farmacia, en el despacho de la bibliotecaria sonaba el teléfono. No era Polo.
25
La mujer alargó las manos para ofrecer algo invisible y el hombre dijo: No, así no, las palmas hacia el suelo, están vacías, no se te va a caer nada. Y echó ceniza del cigarro sobre el dorso de las dos manos. Cierra los puños, dijo, vamos a hacer una operación de magia, indolora, sin cirugía de ninguna clase. Limpiamos la ceniza, ¿no? Así. Así. Ya. Manos limpias. Todo limpio. ¿Ha dolido? Ya puede usted abrir las manos, señorita. ¡Dios mío! ¡La mujer traspasable! ¡La ceniza se ha metido dentro del puño! ¿No es mágico?
Aplaudieron algunos clientes del Bar Alcaicería, mirones. Aplaudió la mujer de las manos permeables y salpicó ceniza. El mago levantó la cabeza, exhibió una dentadura blanca y fuerte como el mármol de la barra, sonrió al público y entrecerró los ojos para ver mejor, como si hubiera olvidado las gafas en algún sitio.
–¡Miguel!
Olmo, que se llevaba el vaso de cerveza a los labios, dejó de moverse. Era la segunda vez que en una semana lo confundían con su hermano. Se acordó del hombre de la cabeza esférica y la cara espantosamente simétrica: ojos como globos iguales, tímidas orejas compactas, boca de dos labios iguales. El labio inferior era otro labio superior. Las ventanas de la nariz se tensaban paralelas a las cejas, una duplicado de la otra, especulares, muy definidas, como de una foto retocada. El mago aficionado del Bar Alcaicería también era de fuera. Así, cuando no eran criminales, era la gente con la que trataba su hermano en el bufete: gente bien puesta, rentistas y hombres de negocios implicados en sociedades anónimas y limitadas, valores, compraventas, propiedades y semipropiedades, herencias, familia, religión y patrimonio.
–No. Se equivoca. Soy el hermano de Miguel.
–¡No eres Miguel! ¡Vamos! –dijo el señor, y parecía lanzar un abracadabra.
–Mi hermano murió hace tres años.
El mago tenía tanta capacidad para el histrionismo recreativo como para la exhibición del dolor. Había sido cliente de Miguel López Olmo, el mejor abogado que había conocido nunca, un caballero, jovencísimo. ¿A qué edad se lo había llevado la muerte? ¿A los treinta años? ¡Dios mío!, dijo. ¡Dios mío! Era lo mismo que había dicho cuando la ceniza se manifestó en las manos de la mujer.
¿Se dice la verdad por el mismo motivo que se miente? ¿Para que lo dejen a uno en paz? No había muerto su hermano. Desapareció, se quitó del mapa antes de que lo detuviera la policía. Era, según la versión policial, un jefe comunista, del Socorro Rojo Internacional. Si San Miguel Arcángel capitaneaba las seráficas huestes celícolas, Miguel López Olmo era el cabecilla de los insurrectos siempre potenciales y eternamente imposibles, o eso se contó. Lo habían denunciado no uno, sino tres de sus presuntos amigos: lo confesaron y firmaron en comisaría. Constaba en el juzgado. Gabriel López Olmo juró no saber nada. Trabajaba en el periódico del Movimiento Nacional, sólo tenía conocimientos de Derecho, cine, música clásica y fútbol. Se estaba convirtiendo en la mano derecha del director de Patria. Se convirtió en la mano derecha del director. Ahora, en el Bar Alcaicería, se recuperaba de las horas inacabables que había perdido siguiendo a Franco y al director del periódico. Constantemente a mano del director y del gobernador y de la policía, se sentía vigilado sin que nadie pareciera vigilarlo.
Lo cubría la sombra de su hermano, el más vivo de entre los muertos, el más muerto de entre los vivos. Sobre Gabriel López Olmo corrían dos leyendas: había quien decía que Gabriel era Miguel, y Miguel un Caín que no habría dudado en matar a su hermano y suplantarlo para librarse de treinta años de cárcel, y había quien comentaba que Miguel y Gabriel seguían viviendo juntos, fundidos los dos en un solo individuo legal. Cuando uno aparecía en público, el otro se escondía en el último cuarto de la casa que compartían en la calle Reyes Católicos. El listo escribía de fútbol y cine, y el torpe hablaba de música con palabras copiadas de las enciclopedias.
Gabriel López Olmo vivía como si las dos leyendas fueran verdad y mentira. No sabía si era dos en uno, o uno en dos. Unos días se sentía totalmente Gabriel, y otros sólo Miguel, el fratricida, disfrazado de Gabriel. Del auténtico Miguel había recibido noticias a través del comisario Polo. La policía lo tenía localizado en Casablanca, París, Brujas, Colonia y Praga, donde parecía haberse convertido en cerebro de una emisora de radio especializada en calumnias contra España y satélite de la Unión Soviética. Su hermano es una eminencia, Olmo, dijo el comisario Polo. Nadie mencionaba jamás a Miguel en presencia de Gabriel López Olmo, excepto el comisario, y en privado. Jamás se oyó su nombre en las reuniones semanales en casa de Saura. Cada cosa tiene su sitio: hay cosas de las que se habla y cosas de las que no se habla. A esto se le llama decoro.
Pero el miércoles 20 de febrero se le acercó en el Café Zeluán, cerca del Gobierno Civil, aquel individuo pelirrojo, abombado y con pinta de ganarse la vida en aduanas, navieras y consignatarios de buques, entre la fauna cosmopolita de los puertos.
–Me alegro de conocerlo, don Miguel.
Se hundió el suelo color de nube tormentosa del Zeluán. Cuando el suelo recuperó su sitio, allí seguía el globo pelirrojo de la cara simétrica. Nadie confundía a Olmo con su hermano desde hacía tres años. Cifre, o Sitre, o Sirge, o Sigrid, decía llamarse el forastero, que presentó disculpas: la amistad, la cercanía a Miguel, le había puesto el nombre en los labios, un lapsus, en el momento en que identificó y se acercó a Gabriel, el hermano tan echado de menos, tan añorado, del que tanto le había hablado Miguel.
–No sé de qué me habla –cortó Olmo–. Mi hermano murió hace tres años.
No, no. Se equivocaba don Gabriel. Estaba vivo. Miguel estaba vivo, tan vivo como don Gabriel por lo menos.
–Está muerto –repitió Olmo.
No se fiaba de nadie. Su hermano seguía presente en las felices fantasías populares, chisme o secreto compartido masivamente en tabernas y cafés, pero también en los archivos de la policía.
–Miguel manda recuerdos para Saura, el oftalmólogo.
–¿Saura?
–Quisiera pedirle un favor, don Gabriel –dijo el forastero, y se abotonó el abrigo empezando por el último ojal, por el de abajo.
Tenía una voz sentida, sentimental, de soprano ronco con acento lejanamente extranjero. Parecía temible. Quería que Olmo le contara todo lo que supiera de Federico Saura, tan recordado por Miguel. Quería que Olmo se pegara a Saura esos días, una semana, no más, que le dijera que había un comprador para la casa del Camino de Ronda, en la orilla izquierda del río. Y luego ellos hablarían, Gabriel y él, Cigre o Sitre o Sirri, y él, a cambio, le daría noticias de su hermano: un trato. Si Saura vendía la casa, Olmo se llevaría su comisión, por supuesto. Sería una manera de proteger a su hermano, de ayudarle.
–No soy corredor de fincas, y si sabe algo de mi hermano, vaya usted a la policía –dijo Olmo.
No se fiaba. Algunos días pensaba que todo el mundo era de la policía. En aquel tiempo resultaba difícil la convivencia, la amistad. Quien no era policía se preguntaba si su vecino no sería policía, o algo de la policía, familiar, conocido, confidente, colaborador o funcionario, se dilataba la escala de posibilidades. El policía más peligroso no tiene pinta de policía. Nocturno el lobo de las sombras nace. El hombre globo no parecía muy distinto de los animales de presa: se hacen los distraídos, o están distraídos, pero son inestables. De pronto te comen.
Lo cogió el globo parlante del brazo, lo arrastró a la calle. He pagado, no se preocupe, dijo. Salió a la Gran Vía, llamó a un taxi levantando el brazo izquierdo. La mano derecha sujetaba el codo de Olmo, y Olmo lo tuvo que empujar para meterlo en el coche y desprenderse de él.
–Al Hotel Inglaterra –ordenó para que se le oyera bien mientras se hundía en el cubículo y con ojos inmóviles de avispa aspiraba por la boca olor a gasoil.
26
Era un buen día para la vuelta al mundo y en dos horas había viajado por cuatro continentes, del Hotel Sudán al Versalles, del Suecia al Lisboa, del Manila al Hotel Los Ángeles. Acabaría en el Universal, que tenía nombre de estudio de cine. En el Nevada Palace, frente a la casa de su novio, Clara encontró la primera pista. Me manda mi padre, don Luis Andrade, el magistrado, se presentó en Recepción.
Su padre acostumbraba a mandarla a recados absurdos, como comprar un periódico o un pollo, con instrucciones de que hablara como hija y enviada suya. Don Luis entendía que todos debían conocerlo en todas partes. A pesar de lo que ordenara el magistrado, pocas veces apelaba Clara a la autoridad paterna, pero esa mañana se presentó en los hoteles en nombre de su padre, y si los hosteleros no lo conocían, fingían conocerlo. A Clara, casi de un modo inconsciente, le gustaban aquellos signos de consideración obtenidos gracias a su padre y a espaldas de su padre: el juez se moriría si llegaba a sus oídos lo que su hija estaba haciendo.
En ningún hotel paraba el hombre buscado. O paraba, pero no lo admitían los recepcionistas. El mejor mostrador de Recepción del día la esperaba en el Hotel Nevada Palace. La conserjería albergaba cientos de compartimentos para llaveros dorados. El hall era una exhibición de mármoles, cristales y metales modernos, plantas de interior, espejos, alfombras y niños de uniforme con chaquetillas granate de botones de oro. Se presentó en Recepción con nombre y apellido, dijo buscar al señor Sirre por encargo de su padre, el magistrado. El jefe de Recepción consultó registros. No existía el huésped llamado Sirre. Puede ser Cirre, o Sirge, rectificó Clara. El recepcionista la miró desde otra distancia, a más distancia.
Clara describió al presunto cliente: grande, quizá parecía más grande de lo que era en realidad, o voluminoso, gordo, hinchado, pelirrojo, de ojos muy redondos, globosos, como los labios, como todo el señor Sitre, dijo Clara. El recepcionista movía ahora la cabeza a derecha e izquierda, autómata de mirada inalcanzable, hacia la lejanía, hacia las cristaleras de la entrada y más allá. Unía al silencio perentorio un perentorio levantamiento de cejas. Un botones, de pie al alcance de su superior, descubrió en el techo algo que lo llamaba y lo atraía hacia las alturas, y, sentándose en un taburete bajo, de pianista, giratorio, empezó a dar vueltas levantando los pies del suelo. Clara había probado hacía muchos años esa vía de evasión psicotrópica: abrimos los brazos, damos vueltas, se agita el fluido en los canales del oído interno, el mundo se inclina, la gravedad cambia de dirección, no tira de nosotros hacia abajo sino hacia un lado, seguimos al mundo en su ebrio viaje. Los cosmonautas que orbitaban la Tierra eran la sensación del momento: Gagarin y Glenn.
Y otra vez estaba Clara en la calle, frente a la casa de su novio. La acera donde Saura vivía y recibía a sus enfermos era la más formal y solemne en la calle solemne y formal. La calle Ángel Ganivet era un desfile de ventanas, pilares y arcos, disciplinada, castrense. Los sucesivos edificios se soldaban como los distintos segmentos articulados de un ciempiés nacido de la demolición del ombligo sucio de la ciudad, la Manigua: las patas del miriópodo habían aplastado y enterrado aquel nido de puterío y alcoholismo y droga de legionarios. Sus uñas venenosas habían matado hasta la última pulga y la última chinche, todo comido, para que crecieran dos telones paralelos de edificios uniformes.
Clara miraba el ciempiés de piedra desde el fondo de la calle cuando alguien le tocó el brazo. Se asustó. Así te tocan el brazo los extraños. Era el botones del taburete en órbita. Conocía al señor al que buscaba la señorita.
–Está en el hotel, ¿verdad?
–No. Estuvo.
Iba el botones muy peinado, con raya y fijador, pero lo traicionaba algún mechón ido, antenas que apuntaban hacia otros mundos. Tenía espinillas en la frente y en el mentón descarado, respingón, y una mano en el bolsillo, pequeño lord, un príncipe con la voz cascada, enronquecida, fumadora, insegura como esos brazos adolescentes que, en pleno crecimiento, confunden las distancias y lo derriban todo. Había visto muchas películas, para mayores, gravemente peligrosas, El FBI y las damas, de Lemmy Caution y Eddie Constantine, por ejemplo. No llega ni a los catorce años, calculó Clara, que, siguiendo la doble línea roja que adornaba el pernil, alcanzó la boca del pantalón, levemente levantada por la mano en el bolsillo para que se viera el calcetín negro, el zapato negro, de primera calidad, inglés, gastado, embetunado muchas veces, bien atado, olvido o regalo de un huésped.
–¿Se fue?
–Estuvo hace once o doce días.
El caballero no se había quedado en el hotel. Acompañaba a otro señor. Dirigía cómo había que llevarle la maleta, aclaró el botones, y especificó:
–El gordo le subió a la habitación una cartera de mano. No dejó que nadie la tocara.
Parecía dolerle la falta de confianza en sus habilidades como porteador de equipajes.
–¿El otro señor sigue en el hotel?
–¿El abogado?
–¿Era abogado el otro señor?
–Se murió. Amaneció muerto hace dos domingos, dos días después de llegar. Nadie lo dice, pero aquí se sabe. Yo a usted no le he dicho nada, que conste. Sí puedo decirle a qué hotel fue el otro. Lo vi.
Clara no podía responder. Estaba pensando en dos individuos absolutamente distantes entre sí que en ese momento comparecían juntos en su imaginación: el abogado muerto en el Nevada Palace y el pobre Juan Segovia. Entre los dos había nacido una siniestra simpatía post mórtem.
–El gordo –la interrumpió el botones– no pasó ninguna noche en el Nevada, pero estuvo, aunque no lo haya dicho el recepcionista. Lo vi meterse en el edificio del Hotel Kenia. Ahí.
Señaló hacia la derecha, hacia la salida de la calle Ganivet a Reyes Católicos. A treinta metros, dijo, está el Kenia.
Abrió el bolso Clara, buscó dos monedas. El botones las miró sobre la palma muy abierta, roja y sudada.
–El señor era más generoso que usted, señorita.
–Cuando lo encuentre te daré el doble.
–Pregunte por Angulo, si no me ve. Soy yo.
El Hotel Kenia sólo ocupaba dos plantas en un edificio que en la tercera también contenía un bar, el Montecarlo. En los bajos había unas galerías comerciales. A la altura del Kenia, en la acera de enfrente, estaban los Billares Ganivet, tubos de neón y lámparas cónicas sobre mesas de billar y de ping-pong, percusión de flippers, una incongruencia en el lado más noble de la calle: la Manigua había dejado un hijo secreto. Los Billares colindaban con la mínima escalinata, cinco peldaños, que llevaba a los buzones de Correos, y otros días Clara los miraba con la misma nostalgia por lo nunca vivido con que miraba la abertura para las cartas destinadas al extranjero. EXTRANJERO era una palabra dorada, de latón.
Ahora pensaba en Kenia. ¿Cuándo había visto en el Cine Regio una película sobre el Mau-Mau y sus guerreros bebedores de sangre? Se dio cuenta de que iba muy despacio, de que suspendía las pisadas, como si quisiera que cada paso no la acercara al hotel, sino que la alejara. Si dejas en paz a una avispa, no te pica, decía su padre.
27
El color dominante en el despacho de Polo era el de cáscara de bellota vieja. La luz del techo estaba apagada, pero bastaba la lámpara sobre la mesa, un flexo fabricado en Colonia. En una silla había un magnetófono y unos auriculares fabricados en Ulm. Los muebles eran sobresalientes, quizá desterrados de algún salón de dimensiones nobles, y más sobresalientes parecían en la habitación estrecha y larga de techos muy altos, pero la estatura del comisario se imponía: las manos, el busto, los ojos detrás del cristal de las gafas, la boca. ¿Había elegido aquel reducto para acentuar su temible dignidad? No habló, estatua de piedra, sacerdote en su confesionario. Movió una mano gigante. Señaló la silla. Cuando Barahona se volvió hacia la puerta para cerrarla, la puerta había encogido. Era difícil pensar que alguna vez la usara el comisario. Detrás de otra puerta más alta, cerrada, encajada en la librería, tecleaba una máquina de escribir y cada tres minutos sonaba un teléfono. No se oían voces.
¿Qué iba a contarle al comisario? ¿El encuentro de Jesucristo y el Ángel en el huerto de los Olivos antes del suplicio? Juan Segovia había muerto en la madrugada del viernes 22 de febrero, cuatro días después de depositar en la biblioteca el Hohenstaufenschlösser de Bruhns con su inscripción invisible: OO/B/CR T? 53/35? $ $. La anotación del catedrático de Arte era transparente: Orazione nell’orto / Botticelli / Capilla Real / 53 por 35 centímetros. Barahona, como todos los sabios, tomaba sus intuiciones por certezas. Conocía la letra de Segovia. Pero le faltaba descifrar la T interrogativa. ¿Qué quería decir? Segovia se había ido, como los trenes, como los barcos, como los aviones, como la juventud, y ya no podía decirle lo que la T significaba.
El resto de la inscripción le producía una inquietud física, esa sensación en la región cardíaco-epigástrica a la que se llama angustia. Los símbolos del dólar son símbolos del dólar. El cuadro de Botticelli no estaba en la Capilla Real en ese momento y, según Cabrerizo, el canónigo responsable del tesoro isabelino, se encontraba en restauración. Pero, siendo el cerebro una cámara de las maravillas, en el de Barahona había aparecido un aparato fantástico, un zoótropo igual al que una vez vio precisamente en casa de Segovia. La máquina giraba, las imágenes se movían y, si en el estudio de Segovia un caballo saltaba obstáculos, en su zoótropo mental Barahona veía a Segovia que descolgaba de una pared el Botticelli y salía corriendo. En los ojos de Segovia estaba inscrito el signo del dólar.
Cabía sospechar, explicó Barahona, una operación fraudulenta en torno al cuadro, teniendo en cuenta los antecedentes de don Juan Segovia en los mercados artísticos. El subbibliotecario no mencionó, en principio, la muerte del catedrático. Quería hablar poco, mantener la lengua bajo vigilancia. Pero la boca habla incluso cuando uno sabe que no debería hablar. La máquina de escribir ¿copiaba lo que él iba diciendo? El ruido de las teclas le cortaba las palabras, que se acoplaban a la máquina, como si fueran un dictado. Polo seguía mudo.
Estoy invocando al santo equivocado, pensó Barahona. Y entonces, mientras otro Barahona desde el fondo de sí mismo ordenaba silencio, empezó a enumerar alguno de sus méritos como consejero policiaco.
–Mis intuiciones –dijo– merecen consideración.
¿Había resultado útil para el orden público someter a inspección los exvotos y supuestos mensajes de fervor que los fieles dejan en la gruta de la Virgen de Lourdes en la basílica de la Virgen de las Angustias? No todos los fieles eran fieles, aunque todos pidieran milagros, si aparte de lo concerniente a enfermedades y amores fatales se consideraba también milagro la organización de una red subversiva capaz de convertir a España en satélite de Rusia. El muro de los exvotos había resultado un revolucionario depósito de mensajes en clave, como intuía Barahona. ¿Había acertado cuando avisó del uso de las máquinas de bolas como buzones clandestinos? Los billares eléctricos o flippers son máquinas muy delicadas. Se rompen los bumpers, las campanas, las gomas de rebote, los mandos, el elemento eléctrico y el mecánico, piezas innumerables, muelles, hierros, tornillos, luces fijas e intermitentes, los solenoides, los relés. Son máquinas electromecánicas. Necesitan un servicio de mantenimiento continuo. Los electricistas y los mecánicos llegan de fuera, son obreros, tienen buena cobertura, coartada para viajar, abrir y cerrar las máquinas y dejar material subversivo. Esto exige que la policía vigile las máquinas. Se rompen con facilidad.
–¿Segovia jugaba a las máquinas?
Cuando por fin habló Polo, Barahona salió del trance sonámbulo. Se sobresaltó.
–No lo sé.
–Usted era amigo de Segovia.
–Sí. No. Compañero de carrera, condiscípulo.
–¿Sí o no?
–No hablábamos mucho últimamente.
Tampoco quería decir que hubieran hablado mucho en otro tiempo. La gente que acaba de conocerse o no se conoce suele hablar mucho en los primeros encuentros. El extraño aún no sabe nada de nosotros. Se le puede contar todo, hasta mentiras. A Barahona le había pasado con Segovia una cosa rara: cuanto más hablaba con Segovia, más lo trataba Segovia como a un desconocido y, todavía más asombroso, menos se reconocía Barahona en lo que decía cuando hablaba con Segovia. Cuanto más hablaba con Segovia, más lejos lo sentía y más lejos se sentía de quien había pensado ser. Segovia era rico.
¿Qué digo ahora?, se preguntó el subbibliotecario, y ya estaba diciendo algo, aunque hubiera vuelto a apretar los labios en ese rictus característico de quien siente un dolor inesperado, punzante e instantáneo, o de quien acaba de recordar algo que no quería recordar.
Repitió la contraseña secreta: OO/B/CR T? 53/35? $ $. Por primera vez aludió a la muerte: el difunto no habla, pero hay cosas que hablan por él en silencio, esta inscripción en blanco al margen de la página 19 del Hohenstaufenschlösser de Bruhns, machacó, vehemente como nunca en su vida. El único silencio que se sentía en la habitación era el del comisario, en quien Barahona volcaba desde hacía más de tres años su constante e insensata necesidad de confiar en alguien.
No se conmovieron los ojos de Polo, colosos detrás del cristal de las gafas. El comisario estaba pensando en otra cosa, en el cese del gobernador. La noticia había llegado hacía nueve horas. ¿Pagaba el caído en desgracia los efectos de un paso a nivel inoportuno? ¿La muerte inexplicable de un abogado influyente? ¿Cuánto tardaría el nuevo gobernador en agradecerle al comisario los servicios tan generosamente prestados y en mandarlo a su casa? ¿Cuánto tardarían Valderrama y la secretaria, calculaba Polo, en quitar de en medio todos sus archivos, atesorados pacientemente durante años y años?
Parecía tranquilo, pero tamborileaba con el dedo índice en el brazo del sillón. Se había apartado de la mesa como si hubiera decidido levantarse, irse, dejar con la palabra en la boca al subbibliotecario, y el subbibliotecario se lanzó a una última ofensiva temeraria.
Apeló al canónigo Cabrerizo, a quien el comisario conocía bien. El canónigo le había dicho que el cuadro estaba en restauración, sin más detalles, pero Barahona había buscado al sacristán, Soto, que no era exactamente un sacristán. Soto era un hombre de mucha doblez, polifacético. Era sacristán, pero también vigilante de la cripta de los Reyes Católicos y guía de extranjeros perdidos. Llevaba una lengua de fuego sobre la cabeza como los apóstoles en Pentecostés. Había recibido el don de hablar todas las lenguas, vivas o muertas, y había hablado con Barahona: se restauraba el Botticelli y quizá se restaurara otro cuadro con dinero de América, de un banquero coleccionista de joyas y amante del arte, americano, de Nueva York. Estas cosas del arte gustan mucho allí, dijo el sacristán. ¿No tenían ya en Nueva York al Cristo apareciéndose a Su Madre que antes estaba en la Capilla Real?
–¿Dónde están restaurando el Botticelli? –preguntó Barahona.
–No sé nada –dijo el sacristán–. Estas cosas las lleva un abogado de Madrid.
–Mire usted, Barahona –interrumpió el comisario Polo al subbibliotecario–, no sé nada de los castillos de los Hohenstaufen, sé poco de arte y sé menos qué quiere usted decirme.
–Hay una coincidencia. Segovia escribió en un papel el nombre de un cuadro valiosísimo que no sabemos dónde está y cuatro días después apareció muerto.
–¿El cuadro?
–No. Segovia.
–¿Y?
–Nada.
Barahona se levantó de la silla. Para no inmiscuirse en asuntos policiales que no le concernían, no pronunció la palabra asesinato.
–¿Cómo me ha dicho usted? –preguntó Polo–. ¿OO/B/CR?
Parece un marciano, pensó Barahona, y el comisario, que quizá leía la mente, dijo:
–Usted entiende el marciano, yo no. Permítame que le diga lo que yo sé. Segovia está muerto. ¿Desde el día 22? Sí. ¿Cuándo le devolvió a usted el libro con el mensaje extraterrestre?
–El lunes 18 al mediodía.
–Si usted hubiera resuelto antes su adivinanza, querido amigo, no estaríamos ante una divagación o una ocurrencia o una sospecha aprensiva, quién sabe, sino ante un auténtico caso de premonición. ¡Hubiera usted vaticinado la muerte de su compañero de estudios con cuatro días de anticipación y nuestro respetado catedrático seguiría entre nosotros vivo! Yo no soy mago. Usted sí, mi querido Barahona. ¿Cómo es? ¿OO/B/CR?
El comisario tenía una risa cinematográfica, americana.
–Orazione nell’orto Botticelli Capilla Real. –Barahona tradujo el idioma marciano.
–No se preocupe, mi querido amigo. Ya conoce usted la regla de Santo Tomás: Nihil est quod occulte in aliquo loco sacrae Scripturae tradatur...
–... quod non alibi manifeste exponatur. –Acompañó Barahona el último tramo de la frase como si concelebrara misa con el comisario, a quien lo unía un nexo espiritual: los dos habían sido seminaristas. Volvió a traducir–: Nada se oculta en ningún lugar de las Sagradas Escrituras, que en otra parte no se exponga de modo manifiesto.
–La verdad no está siempre en un pozo. Creo que, en lo fundamental, invariablemente está en la superficie –sentenció el comisario.
28
Se parecía a la estatua que coronaba el edificio del Instituto Nacional de Previsión, Ceres, la diosa de recta nariz y pómulos de mármol, aunque la mano derecha enguantada no sostenía la copa de la abundancia, sino el guante de la mano izquierda y el asa del bolso. ¿O era la estatua de un príncipe medieval? El color de los nudillos demostraba que apretaba con fuerza la tira de piel. El miércoles 27 de febrero Elena Polo se había presentado a media tarde en la consulta del oculista Saura para que le graduaran la vista. No tenía cita. Pero la enfermera conocía a la señora Polo y, en cuanto salió el paciente a quien en ese momento veía el doctor, no usó el interfono, sino que entró a decirle a don Federico quién estaba en la sala de espera.
–Me duele la cabeza. Mi marido dice que puede ser la vista.
Se hablaron de usted, como si estuvieran en público o en presencia del comisario. ¿Quería quitarse el abrigo? No. Saura le quitó el capuchón a la pluma, volvió a ponérselo, dejó la pluma sobre la ficha en blanco. Cogió el oftalmoscopio, se levantó, se acercó a la paciente. La miró a los ojos. El oculista vio el estrabismo casi imperceptible de una niña, la levísima miopía de una adolescente. ¿Qué edad tenía Elena? ¿Veinticuatro, veinticinco años? ¿Echaba de menos unos cristales correctores? Los ojos no estaban irritados. Bien abiertos, entre grises y verdes, miraban, identificaban, reconocían, aunque no enfocaban las letras de las tablas optométricas sino los ojos de Saura.
Elena le puso la mano izquierda en el cuello, sobre la nuez, como si quisiera medírselo.
29
No había pasado nada, sólo el tiempo, nueve días, desde que lo habían amenazado con la ruina moral. No era difícil predecir que a la mala fama seguiría la decrepitud económica. Pero, a pesar de las advertencias del globo ronco, tres veces tres días después del ultimátum (tres días le dio el chantajista para vender la casa del río), la casa seguía siendo suya y la ciudad seguía comportándose como si no supiera nada de sus amores con Antonio Velasco. ¿No había pasado nada? Había muerto el abogado a quien parecía representar el globo sonda. El primo de Antonio, Juanito Segovia Sternberger, se había suicidado inexplicablemente, feliz, en su momento de máxima plenitud. Ésa era la versión más difundida de la muerte del catedrático: suicidio. Saura percibía una relación entre las dos desgracias, pero no sabía cuál.
Escribió en cada una de las cuatro esquinas de un papel un nombre, Saura, Globo, Abogado, Segovia, cada uno en su rincón, separados, apartados irremediablemente todos de todos. Quería unirlos, trazó líneas continuas, discontinuas, de puntos, de uno a otro. Era imposible. Estrujó el papel, lo hizo una bola: lo que estaba muy lejos se unió, se superpuso, se confundió todo con todo. Volvió a empezar desde el principio en otro papel con las mismas piezas, como si moviera un calidoscopio para que se formara una nueva figura.
Había pasado algo más: aprovechando la inundación, habían saqueado y destruido la casa del río. No es posible que tres cosas se junten sin una cuarta: el vínculo que las liga entre sí. ¿Existía alguna conexión entre la muerte repentina del abogado, el absurdo suicidio de Juan Segovia y la casa expoliada? No se lo dijo a Elena, pero había pensado hablar con el comisario. Había pensado palabra por palabra lo que iba a decirle, desde la visita a la consulta del hombre globo hasta la muerte de sus padres y la explosión de su amistad con Antonio, hacía tres años. Pero pasos así (confesarse con el comisario, por ejemplo) se piensan y planean con meticulosidad para olvidarlos inmediatamente. Al comisario no pensaba hablarle de Elena. A Elena no le hablaría de Antonio. Decidió no moverse: el globo sonda era una provocación, no sabía de quién. Pero el provocador esperaba una respuesta: que Saura cometiera alguna insensatez y se derrumbara solo. No pienso moverme, pensó Saura. Se movió Elena. Fue a buscarlo a su consulta.
30
El jueves 28 de febrero, a primera hora, ya se conocía la caída en desgracia del gobernador. Un telegrama y una llamada telefónica le anunciaron al condenado su decapitación política. No hacía ni tres años de su nombramiento. La mala salud sería, en los periódicos, la causa del eclipse de un personaje a quien la prensa, según las directrices recibidas, debía celebrar como modelo de ponderación, humildad y afecto. No se sabía el nombre del sustituto. Ni el sustituto lo sabía. Esa mañana, a las doce menos cinco, en representación de la policía, el comisario Polo se presentó en la Capilla Real para asistir a la solemne misa de réquiem por el alma de Su Majestad Alfonso XIII. A la piadosa ceremonia habían sido invitadas las autoridades. No iría el gobernador destronado. Como un Boabdil, se preparaba para entregar las llaves de su castillo. El comisario lo abrazó y lo dejó en el palacete de la Gran Vía, preparando el equipaje como quien huye sin tiempo para despedidas, lo que aumenta la emoción del adiós. El enemigo, el nuevo gobernador, se acercaba sin nombre a la ciudad. Polo ya tenía noticias de quién era el elegido.
–La muerte del abogado Ferrando me ha matado, querido Polo –se confió el gobernador. Si su salud corporal era mucho mejor de lo que difundía la prensa, su situación anímico-política era desesperada.
En el crucero de la Capilla Real, ante el mausoleo donde los Reyes Católicos duermen eternamente marmorizados, un severo catafalco vacío, recubierto con la bandera española y el símbolo de la corona borbónica, representaba al difunto don Alfonso XIII. El evangelista San Juan, en una olla, unía las manos en oración para distraerse mientras lo guisaban dos soldados: uno lo regaba con un cazo de caldo y otro atizaba el fuego. Perdida la mirada en el grupo escultórico-culinario, Polo meditaba el asunto que lo había movido a asistir al funeral por don Alfonso: quería invitar a comer al canónigo Cabrerizo, ese mismo día, si era posible, en el Bar Sevilla, a las dos y media, para que Cabrerizo llegara treinta o cuarenta y cinco minutos tarde, según su costumbre, aunque el Sevilla estuviera a menos de veinte metros de la Capilla Real.
A las dos y media en punto el comisario Polo entró en el Bar Sevilla, consciente de que la eminencia con la que había quedado para comer no se presentaría hasta un mínimo de treinta minutos después. El canónigo necesitaba saber que, allí donde aparecía, se le esperaba con ansiedad. El sacristán de la Capilla Real ya le habría avisado de la llegada de Polo al restaurante, donde la irrupción del comisario activó el instinto de reverencia de los camareros y provocó alteraciones atmosféricas. Los bebedores de la barra sufrieron un instante de agitación contagiosa que apenas duró medio segundo: ante un policía lo aconsejable era suponer la inexistencia del policía, no como individuo, sino como policía. Algo hay en el aire cuando aparece un policía, como cuando aparece un moscardón, por pacífico y filosófico que sea. Un señor que leía el periódico se levantó las gafas para comprobar quién entraba, las dejó en equilibrio inestable sobre la frente e inmediatamente volvió a ponérselas sobre los ojos para sumergirse en las profundidades de la actualidad internacional. No es que no quisiera ver al policía. No quería ser visto mirando.
En una de las tres mesas ocupadas derribaron una copa de vino. Polo era más que un policía. Octogenario sobre el que parecía haberse detenido el tiempo hacía diez años, no era un sacerdote que, sin necesidad del sacramento de la confesión, sabe las culpas de los pecadores. Era una deidad, Dios Padre, o ese prestigio lo acompañaba como el halo que circunda la cabeza de los santos, luminosa escafandra de cosmonauta o viajero celestial, omnisciente, visible e invisible. Veía y oía a través de los muros y del hilo telefónico.
El comisario y su gran abrigo originaron un especial recogimiento momentáneo, semejante al que se produce al comienzo de una misa. Y luego cambió la modulación de las voces, y de la luz, sobre la que influía el cuerpo inmenso y sin sombra que acababa de acercarse a la barra del bar. Mientras esperaba y bebía vino blanco, el comisario le devolvió la mirada al único que se atrevía a observarlo y estudiarlo: el toro que vigilaba desde la pared, sólo pescuezo y cabeza, como si se asomara al bar a través de un agujero, ojos vítreos, uniorejudo, hocico seco de pintura negra, pelo polvoriento y astas amarillas de humo de tabaco. Era el día de las cabezas cortadas. Acababa de pasar un rato ante el decapitado San Juan Bautista de la Capilla Real, de rodillas y orante todavía aunque el verdugo ya había puesto su cabeza en la bandeja de Salomé. Los ojos del toro se adormilaron, perdieron concentración. Polo miró al espejo. Se vio cansado. «Mi cara está más cansada que yo», pensó, y en el espejo descubrió que se acercaba el canónigo Cabrerizo. Se volvió automáticamente, sonriendo ya.
–¡Querido Monseñor! Ya temía que sus muchas obligaciones nos hubieran privado de su compañía –exclamó como si hablara en nombre de todos los presentes en el Bar Sevilla. La leyenda le atribuía ojos en la nuca.
La cara de Cabrerizo era menos indescifrable que incongruente: bondadosos labios carnales, de una abundancia patriarcal; nariz borbónica, como si se la hubiera puesto postiza para el funeral por Alfonso XIII; ojos retraídos en sus cuencas, avaros, que examinaban la Tierra desde orbes remotos. El canónigo se disculpó por su tardanza. A su edad le pesaban las obligaciones, explicó, y quizá quería remarcar que consideraba parte de su dedicación a la Iglesia aquel almuerzo en el Sevilla. La coquetería sacerdotal de Cabrerizo era famosa, con sus sotanas ribeteadas de morado y sus calcetines violeta. Aunque no llegaba a los sesenta años, el canónigo presumía de estar a punto de doblar la edad de Cristo Resucitado sin renunciar a una sola de las mil tareas insoslayables que le imponían sus cargos. Pidió también disculpas por su voz, apagada o arañada, interesante. Lo estaba viendo el otorrino de moda, Velasco Sternberger, dijo. El joven Velasco es una eminencia médica. Tiene lo fundamental en un médico: talla, buena cara, buena cabellera, ojos azules de príncipe. Es rubio como un actor americano o un militar alemán. Es un sabio. Es caritativo. Hace milagros, concluyó el especialista en manifestaciones sobrenaturales. El toro seguía el discurso desde su hueco en la pared, mirando a otro sitio.
Se sentaron a comer en la mesa apartada que el dueño en persona del establecimiento les había señalado. Comentaron el aspecto de cada una de las autoridades locales presentes en el funeral por don Alfonso. Quitándole el número de serie, el XIII, el rey se convirtió en un semejante: don Alfonso. Las carcajadas del compartimento secreto resonaban en el comedor. Eran risas entusiastas, frescas de vino, la alegría de dos seres capaces de entusiasmarse con sus ocurrencias y consigo mismos, más entusiasta el canónigo que el policía. Llegaron los platos. Las copas volvieron a llenarse de vino.
Polo, conocedor de los hábitos alimenticios del canónigo, era más reservado con la comida, no porque no la respetara, sino, todo lo contrario, porque la trataba como a una persona que, agradable a primera vista, al final puede resultar fastidiosa. Cabrerizo comía por respeto a su rango en el seno de la Iglesia, a su dignidad, a su condición. Lo suyo no era gula, sino cumplimiento de un deber más. Comieron religiosamente: entrantes, un caldo de enfermo, pescado, carne, vinos, fruta, dulces, café, alcoholes cordiales y estomacales. Cenaron con generosidad. Se les había hecho de noche. Habían removido cielo y tierra en sus conversaciones. Se habían turnado alguna vez en descabezar un sueño de cinco segundos. Compadecieron al pobre gobernador derrocado. Acabaron hablando de arte.
Pero el apetito de Polo le pareció poco pródigo a Cabrerizo: no correspondía a tanta delicia que llegaba a la mesa. Polo dijo que lo alimentaba la delicia de la conversación. No mencionó lo que más placer le causaba: mirar los labios húmedos, rojos, violáceos, de Cabrerizo, la comilona del canónigo, como una madre que ve comer a su hijo. Y cuando el prelado se iluminó en un estado de combustión interna, y la carne se encendió, púrpura y grana, cardenalicia, el comisario expresó su admiración por una obrilla que vio una vez en la Capilla Real, algo de uno de los maestros antiguos que coleccionaba la Reina Católica, doña Isabel, la mala memoria le negaba en ese momento el nombre del pintor.
–¿Menling?
–No.
–¿Van der Weyden?
–No. Qué malo es hacerse viejo, Monseñor. Ayer mismo me hablaba de ese cuadro alguien que se considera una eminencia en cuestiones artísticas, y ahora no recuerdo el nombre del pintor, notabilísimo, por otra parte.
–¿Barahona?
–No, no. Es florentino. ¡Botticelli!
–No. Le preguntaba si la eminencia que le había hablado del cuadro era Barahona, el subbibliotecario.
En ese instante de la noche, en el momento de dormirse, Barahona sintió que se disolvía en una plenitud mística: había captado las ondas de lo que se decía de él en una mesa del Bar Sevilla, a menos de un kilómetro de distancia de su cama. Acababa de ser considerado una eminencia por dos verdaderas eminencias, representantes de los dos pilares de la ciudad: la Santa Madre Iglesia y la Policía.
–Me han dicho que ya no está el cuadro en la Capilla.
El canónigo Cabrerizo era exuberante hasta cuando callaba y se encogía en su coraza, la sotana, el exoesqueleto. Volvió a echarse en el vaso dos dedos de Johnny Walker, y el gorgoteo del líquido sonó como el ruido de un órgano animal.
–Lo estaban restaurando –habló misteriosamente el quelonio.
Y mientras paladeaba el whisky y lo removía en el vaso con los ojos puestos en sus profundidades, como en un ensueño solemne comentó que el cuadro se beneficiaba de una restauración costosísima pagada gracias a la limosna de un fiel hijo de la Iglesia Romana en un país herético, los Estados Unidos de América.
–¿Dónde está? Me gustaría volver a verlo. Tengo ese capricho.
El canónigo fingió no oír. Bebió. El comisario también bebió, y el instinto le dijo que fuera más impertinente. Preguntó si el proceso de restauración había contado con la supervisión de don Juan Segovia, tan desgraciadamente muerto cuando limpiaba una pistola. Aclaró Polo las circunstancias del accidente porque si Segovia no hubiera sido tan pulcro y no hubiera estado limpiando el arma cuando el tiro lo mató, no disfrutaría de una tumba en tierra bendecida, ni merecería ser nombrado ante un sacerdote.
Sí, dijo el canónigo, el pobre Segovia había sido muy caritativo y, sin coste económico para Nuestra Santa Madre Iglesia, había supervisado el proceso y había certificado la calidad del trabajo del restaurador, que, paradigma de respeto a los preceptos del arte y a la obra, le había devuelto la luz a Botticelli.
–Mi querido comisario –los ojos de Monseñor brillaron–, la restauración nos ha devuelto la visión del pasado. Ahora, cuando miremos el cuadro, veremos lo que vieron nuestros ancestros, lo que vieron los ojos de la Reina Isabel. Y mediador del milagro ha sido don Juan Segovia, sin pedir nada.
–¿Nada?
–Ni siquiera el reconocimiento oficial de haber sido el alma de esta restauración prodigiosa. Nada.
Bebió Cabrerizo, bebió Polo. El recuerdo del desgraciado Segovia los había puesto tristes.
Por lo menos, suspiró Monseñor, el catedrático había participado antes de morir en la felicidad de ver la maravilla de Botticelli. El cuadro estaba ya en la catedral, listo para ocupar su sitio en el museo, resucitados los colores originales, las plumas rojas de las alas verdes del ángel, el prado y el cielo, los olivos, el corte de los árboles talados, los matices de la fronda hoja por hoja y brizna por brizna de hierba, las túnicas, los tres apóstoles dormidos, el gesto de los durmientes, las expresiones de Nuestro Señor y del Ángel, el rayo de luz que unía los ojos del Ángel y los ojos de Nuestro Señor. ¡El rayo de luz!
–Una maravilla. –Bebió Monseñor un largo trago y los ojos se humedecieron más, arrebatados, y apretó los labios y movió la cabeza, arriba y abajo, como hacía una figurilla de porcelana que el comisario había heredado de su madre: si le tocabas con el dedo la cabeza, un campesino en kimono decía sí muchas veces sin pronunciar una palabra.
Cuando el comisario quisiera, Monseñor lo acompañaría a admirar la Orazione nell’orto en el Palacio Arzobispal, refugio provisional antes del traslado a la Capilla. Y entonces Monseñor recibió una pregunta inesperada: ¿qué relación mantenía el abogado Ferrando Sola, que en paz descanse, con el Palacio Arzobispal? La pregunta sorprendió al propio comisario, que acababa de hacerla.
31
¿Qué hora era? No había en ninguna parte un reloj de pared. La habían pasado a una habitación donde no encontró ni una silla para sentarse. Algo de luz entraba por lo menos. En el cuarto del que acababa de salir no había ni día ni noche, sólo una bombilla en una jaula de alambre, y hacía más frío, y de pronto se apagaba la luz y la negrura total disolvía las paredes, ocupaba todo y el mundo entero se volvía calabozo. Ahora se veía clarear la oscuridad en las rendijas de una ventana, aunque estuvieran cerrados los postigos. Debían de ser las cinco y media o las seis de la mañana, pensó Adelina, tiritando. Abrió los postigos, encontró cristales esmerilados. Todos los cristales que vio en la comisaria de la plaza de los Lobos eran esmerilados. ¿Se podía abrir la ventana? La abrió. Hacía frío, pero menos frío que en aquellos cuartos oscuros con luz eléctrica perpetua, y olía a desagües, desinfectantes, orina y patio interior. Cuatro pisos había hasta el fondo del patio, al que daban otras ventanas. Las tres que estaban iluminadas añadían silencio al silencio. ¿Querían que se tirara al patio? Sólo le habían pegado seis o siete tortazos, y peores los había recibido de las monjas. La mano de Sor Casimira la tenía grabada en el alma. Miró a la puerta. Su hermano le había contado historias de suicidios involuntarios, de interrogatorios que terminaban cuando tres guardias llegaban de pronto, te cogían y te tiraban al patio del cuartel. Cerró la ventana pintada de gris. Se apoyó en la pared gris. Se sentó en el suelo.
Hacía horas que no la molestaba el criado del comisario. Al viejo, al comisario, lo conocía de verlo más de una vez en casa de don Juan. Era gigante y tenía los ojos gigantes, azul plomo. El criado le llevaba el maletín, le quitaba y le ponía el abrigo, lo paseaba en un Seat negro. Valderrama, el esbirro, tenía el pelo negro y con ondas, los ojos saltones color culebra, la nariz con filo y punta, la cara chupada, canija, calavera disfrazada de cara, color de piedra pómez. Los labios se los había comido. La nuez bajaba y subía en la garganta entre pregunta y pregunta, como otro ojo saltón, de un solo párpado cerrado, sin abertura, sin pestañas. A Adelina le pedía que fuera realista. ¿Creía que iba a engañarlo? ¿Dónde estaba el cuadro que había robado? ¿Dónde había metido la pistola? Su hermano el comunista arrepentido les había dicho que Adelina pensaba robarla antes o después.
Mi hermano es honrado, sabe que yo no robo. No ha dicho nada, respondía Adelina. Mi hermano no es un canario, no canta, pensaba. Ella no había cogido la pistola. Decía: No, mentira, imposible. Callaba. No tengo boca, pensaba. Se cosía la boca. Porra en los riñones, tortazo. Tú no tienes la pistola, vale. ¿Quién la tiene? Tu hermano ha dicho que querías robar la pistola. No es verdad, no he cogido la pistola, no será verdad nunca, es imposible. ¿Dónde tienes el cuadro? Tortazo, porra, tortazo, porra. Punto, raya, punto, raya: AA. Adelina Arroyo. Alfabeto morse. Su hermano había sido radiotelegrafista en la guerra. Tortazo. Sólo era una muestra de lo que le esperaba si no les decía dónde estaban el cuadro y la pistola, un guantazo, una muestra, nada, como esas tiras de tela que dan en las tiendas de tejidos, cortadas a tijera. ¿Quería recibir la pieza entera de popelín, el rollo de cuarenta metros? ¿No tienes sentido de la realidad, Adelina? Dime dónde está la pistola. Dime dónde has metido el cuadro que has robado. Pon los pies en la tierra.
Y ahora la iban a tirar por la ventana. No dormía en una cama ni se quitaba la ropa desde hacía quién sabe cuántas horas. Había perdido el sentido del tiempo. Le pedían que tuviera sentido de la realidad.
Se abrió la puerta. Un guardia la llamó. Le traía el monedero, el reloj parado y el abrigo. La echó, como si la hubiera cogido escondida en el cuarto vacío. La llevó hasta la calle, a empujones, por una escalera distinta, más estrecha, de la que usaron la primera vez para subir al cuarto gris. Adelina sabía lo que era la ley de fugas. Te matan en un callejón cuando crees que te vas.
No salió a la plaza de los Lobos, sino a la calle Duquesa. ¿Qué hacía? ¿Adónde iba? ¿La soltaban para seguirla? El cielo imitaba el color del uniforme de los guardias. Quería café. Dio vueltas. Salió a la calle de San Jerónimo. No había nadie. No oía pasos. No la seguían. Se acercó a ver si la cafetería de la plaza de la Trinidad estaba abierta. Estaba cerrada, pero ya había luz dentro. Empezaban a montar el quiosco de periódicos. ¿Qué hora era? Se sentó en un banco, se arregló el pelo. Abrió el monedero: no le habían quitado ni una moneda, pero no le habían devuelto el carnet de identidad. Tenía sucias las uñas. Sin dinero, una va acobardada a todas partes, pero sin carnet de identidad también. En cuanto un camarero abrió la cafetería, Adelina entró. El hombre del quiosco de periódicos entró también. Los dos camareros y el quiosquero la miraron como a una muerta. Se miró al espejo. Estaba fea, tenía un verdugón en la cara. Parecía haber estado encerrada tres días en un armario sucio, colgada dentro de un abrigo sucio. ¿Cuántos días habían pasado? Su hermano le había dicho que sólo te pueden tener tres días en comisaría sin pasarte al juez. ¿A qué día estamos?, iba a preguntarle al camarero, pero sólo le pidió un vaso de café grande, lleno.
–¿Con leche?
–No, solo.
Había un calendario en la pared, al lado de la máquina registradora, pero en una página cabían tres meses, enero, febrero, marzo. Estaba segura de que enero había pasado ya. ¿Y febrero? ¿Era ya marzo? El olor a café le revolvió el estómago. Para no marearse miró al frente, hacia el horizonte. En un campo, al pie de un cerro y un castillo, una rubia tocaba la lira vestida como en la película de Robín de los Bosques, con un gorro con plumas y una pierna al aire. Se veía que era una corista. Adelina vio dos árboles pelados, la loma abandonada bajo el cielo que parecía un río pintado en un telón, el torreón abandonado, condenada al abandono eterno la cantante, aunque riera y tocara la lira y bailara, y se tragó el último sorbo de café, bebido despacio, evitando vomitar. Tosió. Pidió otro café. Leyó el anuncio del calendario en voz baja, moviendo los labios, rezando: Imagen y Sonido con Askar Radiotelevisión. El reloj de la catedral dio seis campanadas.
Llegaba la prensa al quiosco de la plaza de la Trinidad. Adelina, sonámbula, se acercó al montón de periódicos: el Generalísimo estaba en primera plana. Visitaba las cuevas del Sacromonte. Acababa de abandonar la provincia. ¿Había pisado Granada el Caudillo? ¿Estaba soñando? ¿Habían sucedido acontecimientos extraordinarios mientras oía el ruido de los guardias en comisaría y se moría de frío y de miedo, y olía la mugre que tenía encima y la mugre del agujero en el que se había metido? Sólo veía su miseria, como el recluta que en el hoyo abierto por una bomba no piensa en estrategias militares, ni en el inmenso campo de batalla, ni en el Estado Mayor, ni en el Ministerio de la Guerra, ni en los palacios y embajadas y universidades donde el episodio bélico recibirá un nombre glorioso. Sólo pensaba en su frío, su miedo y su mugre. Era miércoles 27 de febrero. Llevaba cinco días sin lavarse ni cambiarse de ropa.
Sin saber lo que hacía, volvía a su casa, o a casa de don Juan, era el mismo camino, un paso, otro paso, otro paso, cuando decidió ir a buscar lo que Valderrama quería: la pistola y el cuadro. La pistola no la había robado, no había robado en su vida, en ninguna de las casas en las que había servido. La cogió porque no era de nadie. El pobre don Juan ya no la necesitaría más. Podía no haber cogido la pistola, porque todo en la vida puede haber sido diferente, pero todo es como tiene que ser, y no hay más. Una hace una cosa y ya tiene que hacer otra que viene después, y después de ésa viene otra que no habría venido si no hubiera hecho la primera, pero cuando se te cae un vaso y se rompe, roto se queda, y el único remedio es barrer. Podía haber confesado dónde estaba el cuadro, aunque don Juan le hubiera pedido que ni a él le dijera dónde ponía el cuadro, pasara lo que pasara. Don Juan estaba muerto. Pero, precisamente porque estaba muerto, le debía la misma fidelidad que cuando estaba vivo.
Había tanto silencio en la Plaza Nueva que ni oía sus pasos. Oía el ruido del quiosco de periódicos, que acababa de abrir y empezaba a desplegar su mercancía. Oía ruido de platos, tazas y cucharillas en el Café Plaza, iluminado por tubos fluorescentes en aquella luz ni de día ni de noche, aunque sólo veía a un camarero. Eran ruidos que hacían más imponente a esa hora el palacio de la Audiencia Territorial, impenetrable como un magistrado, piedra, columnas y rejas. Encajonadas en sus garitas en el muro de la iglesia de Santa Ana, tres santas, centinelas ciegas y chismosas mudas, la vieron llegar a casa de don Juan Segovia. Ni la miraron los dos muchachos desnudos que se sientan al filo del Pilar del Toro, con el cántaro al hombro derramando agua infinita. Adelina había fingido sentarse en las piernas de uno de los aguadores de mármol una noche de verano. Don Juan le hizo una foto. El toro la siguió con los ojos, sin dejar de echar agua por las narices. Cuernos y orejas de punta, parecía más humano que los aguadores desnudos. A esa hora sólo había en la calle criaturas de piedra.
Entró por la puerta de servicio. Buscó la llave, grande, vieja y negra, debajo de la tapa de hierro del cauchil seco. Al cogerla, se le cayó. ¡Dronnng! La mano le temblaba de frío. Antes de meter la llave en la cerradura, Adelina dejó de respirar: abrir la puerta producía un chasquido metálico que alguna vez había despertado a don Juan. Pero Adelina no despertó a nadie ese día, y el silencio y la oscuridad de la casa le devolvieron algo parecido a la paz. No encendió la lámpara. No abrió ventanas. Ya entraba claridad por las rendijas. Buscó a tientas el interruptor de la luz en el pasillo después de cerrar la puerta que llevaba a la cocina y la despensa. No quería que se viera luz eléctrica desde la calle. La puerta principal tenía las tres cerraduras echadas, puesta y apestillada la barra de hierro de seguridad. La policía había cerrado bien antes de irse por la puerta de servicio trasera. La casa era impenetrable. Don Juan se sentía protegido por su escolta de héroes y santos en efigie, y su trinchera de mármoles, cuadros, pilas de agua bendita, abrevaderos para bestias, tapices, máquinas inexplicables, relojes, campanas de cristal, vitrinas y cómodas, bibliotecas, libros y periódicos viejos. Pero ni parapetos ni centinelas le habían servido de nada: estaba muerto. Adelina llegó al segundo pasillo. Cerró más puertas para que no escapara la luz. Encendió el globo del techo. Cada vez encontraba más huellas de pisadas, barro, un paquete de tabaco vacío y estrujado en el suelo, colillas aplastadas con el pie, ceniza. No le había conocido a don Juan mujeres, sólo amigachos, estatuas y cosas viejas. Los trastos y los hombres huelen. Atravesaría el salón, subiría la escalera que llevaba al dormitorio, y encontraría el escondite donde guardaba la pistola, su caja fuerte, sus secretos, los pasquines clandestinos nunca repartidos, un hueco en la pared y en el mundo que sólo conocía ella.
¿Oyó entonces un carraspeo? ¿Una tos? En tensión entreabrió la puerta que daba a la parte noble de la casa. En el salón había luz. El silencio era absoluto, y se hacía más hondo cuando Adelina buscaba oír algo, el más mínimo ruido. ¿Los policías se habían dejado la luz encendida? Se acercó a la puerta como quien lleva un vaso en la mano, lleno hasta el filo, cuidando de que no se derrame.
¿Tanto fumaban y bebían los policías? Una tufarada a humo y alcohol respirado y sudado salió del salón cuando abrió la puerta. Conocía a los amigos de don Juan, despegados, cariñosos, indiferentes, guapos y ricos todos, borrachos, hoscos, rocosos, encendidos, todos feos al final. Había limpiado muchas veces la basura de sus campamentos nocturnos. Se asomó al sanctasanctórum de la casa, como don Juan decía. Gritó. La aparición estuvo a punto de dejarla en el sitio, suspensa un segundo, ni en la tierra ni en el cielo: don Juan ocupaba el sillón donde se había pegado un tiro cinco días antes, cabeza hacia atrás y boca abierta. La muerte era el sueño de un borracho.
Abrió los ojos el difunto, turbios, hijos de una juerga suicida. No era don Juan, era su primo, Adelina conocía al médico que les quitaba las anginas a los niños, don Antonio. El resucitado parpadeó dos veces y volvió a dormirse o a cerrar los ojos.
–Don Antonio –llamó Adelina.
No le respondieron. Si volvía a salir por donde había entrado, el abrir y cerrar puertas reanimaría al cadáver. Adelina no quería que se supiera que había vuelto a casa de don Juan: don Antonio ni la había visto, o, cuando despertara de verdad, no recordaría nada de sus visiones en el país de los muertos. Y, sin un ruido, dejó los zapatos bajo el abrevadero de mármol donde encallaban los periódicos desde hacía mil días. Ante los ojos de madera, vidrio, piedra, yeso, ámbar, marfil, cartón, porcelana y metal de todos los santos y todas las vírgenes, ojos impávidos, como si no la vieran desaparecer paso a paso, Adelina, sin cuerpo ni peso, sin atreverse a pisar, sin respirar, sin mover una pestaña, cruzó el salón y abrió la puerta que llevaba a los dormitorios y a la torre. Subió la escalera sin rozar la baranda, para no oírla crujir.
Me tumbo un rato en la cama, a esperar que se vaya el borracho, pensó.
32
Había aprendido. Llevaba un billete, no dos monedas, en la mano, a la vista, como una entrada de cine. No dijo que la mandaba su padre, el magistrado. Miró el billete antes de dejarlo en el mostrador, cinco pesetas, doblado en cuatro, gris verdoso o verde grisáceo. Se veía un rey medieval de tebeo o de Hollywood. La miró el recepcionista del Hotel Kenia, un hombre que evidentemente quería ser actor de cine. El uniforme tenía el color del billete, e incluía galones dorados y corbata negra, de ujier de un ministerio y no de un hotel con las habitaciones en la primera o la segunda planta, Clara no lo sabía, de un edificio de oficinas y casas de familia más o menos bien. La recepción estaba en los bajos, entre joyerías y tiendas de antigüedades. No conocían en el Kenia a ningún Sitre, a ningún Chirre, a ningún pelirrojo hinchado. Clara añadió un detalle que no había recordado antes: el señor que buscaba se sujetaba la corbata con una perla gris, casi negra, como el ojo de una cigala. No. El recepcionista no había visto a nadie así.
Era el momento de recurrir a la recomendación de una persona influyente. Me manda Angulo, dijo Clara, y no mencionó a su padre, el magistrado, sino al botones del Hotel Nevada Palace. El billete flotaba en el mostrador, como olvidado. Y sí, estuvo alguien parecido al señor que la señorita había descrito, pero no estaba ya. ¿Cómo se llamaba? ¿Cuándo llegó? ¿Cuándo se fue? El recepcionista le dio la espalda a Clara y abrió un libro, como si celebrara misa ante un altar.
–Entrada el jueves 14 de febrero, salida el domingo 17.
–¿Adónde fue?
El recepcionista se volvió para contestar:
–Era de Tánger.
–¿No sabe usted si sigue en Granada?
Ella sabía que seguía en Granada tres días después de haber dejado el Kenia. Lo había visto. Lo había tenido en su casa el día 20, el miércoles por la tarde.
–No sé –dijo el recepcionista.
Clara interpretó la frase como algo que el recepcionista se decía a sí mismo. Un signo en los ojos, en la frente del hombre, le dio la impresión de que el hombre dudaba si debía decir lo que sabía.
–Angulo me ha dicho que usted lo sabe.
–¿Angulo? ¿Quién es Angulo?
El billete había desaparecido. Clara miró al suelo, por si estaba allí. No.
–¿Puede usted decirme el nombre del señor?
Oyó algo parecido a Constantino Zrirri, o Trirri, algo imposible de descifrar.
–¿Puede escribírmelo?
–No estoy autorizado.
Volvió a la calle Ganivet. Había tirado el dinero. Acababa de pagar por segunda vez, casi triplicado, lo que ya le había pagado a Angulo, que le había vendido un invento que no servía para nada. Si una compra unos zapatos y vuelve a casa y ve que en la caja sólo va el zapato derecho, vuelve a la tienda y reclama, pero volver al Hotel Nevada Palace exigía enfrentarse de nuevo al rey de Recepción, único y temible miembro de una casta distante y exclusiva, dragón y caballero defensor de un castillo de doscientas cincuenta llaves de oro.
Y entonces, a través de la cristalera de Billares Ganivet, vio la cabeza con fijador y brillantina del botones Angulo, inclinada, como si mirara desde arriba el interior de una jaula en la que corría un ratón: seguía los movimientos compulsivos del animal. Los labios se agitaban, aunque no parecían articular palabras. ¿Qué hacía? Cuando Clara Andrade cruzó la calle, acercándose, decidida a entrar en los billares, descubrió que el botones asomaba la lengua entre los labios, ansioso de alcanzar algo que se le escapaba. Entró en los billares, aunque en los billares no entra una mujer, jamás, sobre todo sin un hombre. Está prohibido. Si su padre la viera en ese momento, se pondría una inyección de las que usaba en casos de dolor intenso, aunque Clara sospechaba que lo que le dolía era el tiempo que había pasado entre inyección e inyección.
Angulo jugaba en una máquina de bolas. Estaban en los bares las máquinas, había una invasión de máquinas, billares eléctricos, los había visto con Saura, que no jugaba a esas cosas pero las miraba mucho, como si las entendiera, o jugaba cuando estaba solo, quién sabe, no conocía a Federico Saura. Lo conocía desde hacía diez años, o más, desde el colegio, pero en los últimos días le parecía un extraño. Se puso al lado del botones, que había sustituido el uniforme por una camisa blanca y una cazadora de tela de gabardina, aunque conservaba los pantalones negros con doble galón rojo a lo largo de las costuras. Se había peinado. Clara no respondió a la mirada vigilante del encargado del local, como si no lo hubiera visto. Angulo la identificó de reojo, concentrado en el ir y venir de la bola.
–¿Ahora qué pasa?
–¿Y el uniforme?
–Son más de las dos. He acabado mi turno.
¿Qué quería aquella mosca muerta rubia? Rebotaba la bola en las alturas del tablero inclinado, descendía vertiginosamente y era parada y rechazada, devuelta a lo alto bajo el dominio enérgico del jugador en tensión. Angulo dirigía la máquina con movimientos de cadera y golpes a mano abierta en los laterales del mueble, y la máquina vibraba, tintineaba, se iluminaba, puntuaba, saltaban las cifras del contador. La bola volvía. El campeón levantaba uno de los mandos, la recibía, la paraba, la dejaba deslizarse hasta la punta, la volvía a lanzar hacia arriba para que volviera imparable. Se fue la bola, desapareció. Silencio. Era la hora muerta de los billares, no se veía a nadie, pero de la planta baja subía el ir y venir de una pelota de ping-pong.
–No estaba en el Kenia –dijo Clara.
–Está. Sigue en Granada. Lo vi ayer. En la puerta de la iglesia de Santa Ana –respondió el botones, seco, como golpeaba a la máquina, como si las palabras formaran parte de las maniobras para dominar el juego. Había lanzado otra bola–. Siga jugando –dijo.
La bola bajaba ya, desesperada por perderse en su agujero, y Clara se vio pulsando los botones que activaban los mandos, intentando rechazar antes de tiempo la bola, que dio en la punta, se alejó unos centímetros y volvió. La paró como había visto que hacía Angulo. La golpeó. La vio subir, alejarse, golpear una diana, encender luces, bajar, subir, estrellarse contra barreras de goma elástica, caer en un laberinto de dispositivos en los que rebotaba. Cloc, gloc. Cling. Puntos en el marcador mecánico de cifras giratorias, de cinco en cinco, de diez en diez, de cien en cien. Puntos en los marcadores luminosos, de mil en mil, de diez mil en diez mil. Era fácil. Boxing se llamaba el juego. Había un ring de boxeo bajo focos como los que iluminaban las mesas de billar y de ping-pong. Peleaban un púgil negro y otro blanco, y se veía una mujer rubia con pamela verde, y el público, apostadores, un fotógrafo, periodistas, gente de bajos fondos, un delincuente juvenil con bigote postizo y canas falsas bajo una gorra de cuadros blancos y rojos, Angulo, quizá, disfrazado de malhechor de 1900, y un hombre con un traje de tres piezas color corinto y bombín y una bolsa con el signo del dólar, Sitre, o Chrissi, aunque más achatado. La bola se había ido por el sumidero. 87.000 puntos.
Lanzó una bola nueva, la última. Cuando Angulo volvió, estaba jugando la última bola de una nueva partida.
–¿Ha echado dinero?
–No. Me ha dado partida extra. 130.000 puntos.
–Washington Irving. Su hombre está en el Hotel Washington. Son cien pesetas. Y una partida más: un pierdepaga.
–¿Pierdepaga?
–Paga el que pierde.