CAPITULO VII EL FINAL DE UNA CENA EXCELENTE

Cuando Chester Roffío, aturdido por sus errores, salía del Antoine, don César se inclinó hacia su mujer:

- Te aseguro que yo no he proyectado esto -dijo-. No lo esperaba y me asombra tanto como a ti; pero el mismo hombre que seguía a nuestro vecino esta tarde lo ha seguido ahora. No puedo resistir la curiosidad y quiero ver en qué termina todo. Hasta luego. Que no te quiten el paquetito.

Guadalupe le miró burlonamente.

- Si necesitas unos cuantos revólveres, creo que llevo un par de docenas en el bolso -dijo, golpeando el bolsito de mano que tenía junto a ella, sobre la mesa.

- No -rió su marido-. Llevo el mío -y se golpeó el sobaco-; pero es simple precaución. Ya sabes que nunca me separo de él. Adiós.

Guadalupe le vio salir en pos del otro cliente que también sentía interés por los pasos de Chester Roffío. Lanzó un suspiro y mientras tomaba a pequeños sorbos el Café Brûlot Diabolique, mezcla de fuerte café, coñac quemado y especias, deshizo el paquete que su vecino de mesa les había confiado. Antes de terminar de abrirlo se dio cuenta de que era un daguerrotipo. Cuando lo examinó llevóse una pequeña decepción. La ovalada plancha de cobre representaba a un hombre sentado en una silla, vestido de etiqueta, y a su lado, de pie y apoyando la mano derecha en el hombro izquierdo del que estaba sentado, una mujer vestida de novia. En resumen: un vulgar retrato de bodas. El hombre y la mujer le eran desconocidos.

Guardó el daguerrotipo en el bolso y llamó al camarero para pagar la cuenta. El viejo Antoine acudió, protestando a voces de semejante locura.

- Señora: Usted no puede ofenderme así: Ha sido un honor y un placer. Usted nos paga sobradamente con su sonrisa. Lo que lamento es que su esposo haya tenido que salir tan precipitadamente.

- Un negocio urgente e inesperado… -explicó Guadalupe-. Pero volverá a saludarle. En la vida no podemos olvidarnos de que el dinero hace falta y de que es necesario ganarlo.

La acompañaron hasta la portezuela del coche que habían hecho venir y, a través de la ventanilla, Guadalupe vio, bajo la marquesina de hierro del Restaurante Antoine, al viejo propietario y a su hijo repitiendo continuamente:

- Salude a su esposo. Salude a su esposo.

Guadalupe asentía sonriendo con los labios; pero musitando en su cerebro:

- Si le vuelvo a ver le saludaré.

En aquella ciudad, en aquel ambiente exótico, tan distinto del de Los Angeles, Guadalupe tenía la impresión y el temor de que el «Coyote» no pudiera actuar con la eficacia y seguridad con que lo hacía en su nativa California.

En cambio, don César sentíase fuerte y seguro de sí mismo. Marchaba hacia lo desconocido por un terreno que no le era familiar; pero que, por eso mismo, resultaba más atrayente. Había tomado un coche descubierto y en él seguía al ocupado por el hombre que iba tras la pista de Roffío. Siguiendo a uno seguía a dos, y este tipo de persecución resultaba emocionante por lo inusitado y, al mismo tiempo, por las peligrosas posibilidades que entrañaba.

Al desembocar en la calle del Canal, el coche al que seguía don César se detuvo y su ocupante descendió de él, pagando y despidiendo al cochero. Don César siguió adelante y a mitad de la calle imitó al otro, metiéndose en un portal en espera de que el seguidor de Roffío pasara ante él.

Siguiéndole, protegido por las sombras, llegó al muelle, primero, y luego, por entre los tinglados repletos de mercancías y pegándose a las altas filas de fardos protegidos de la lluvia por grandes encerados, llegó a la vista de un viejo almacén, ante el cual se veían dos coches. Uno era el utilizado por el cliente del Antoine. El otro, también de alquiler, podía significar muchas cosas o ninguna.

Un lejano grito de dolor resonó en el solitario muelle. Sonaron en seguida otros gritos similares, que se apagaron como si se hubiera cerrado la puerta del lugar de que llegaban. El que iba delante de don César los oyó, a juzgar por el movimiento que hizo. Luego aceleró el paso, pegado al desconchado muro del almacén. De pronto, el muro pareció tragárselo; pero el misterio quedó aclarado en seguida al descubrir don César un agujero en la pared. Por aquella abertura salían los gritos que ya había oído, y don César, deteniéndose tan sólo el tiempo suficiente para cubrirse el rostro con un antifaz de seda y desenfundar el revólver, se metió por el agujero.

La luz que llegaba de una ventana al fondo del tinglado, recortó la silueta del hombre que le precedía. El «Coyote» siguió tras él, procurando pasar lo más silenciosamente posible.

El otro debió de oír algo, pues se volvió cuando el «Coyote» estaba sólo a dos pasos de él. A ambos les interesaba guardar silencio, pues los dos estaban en terreno prohibido. John Smith tenía la desventaja de hallarse de espaldas a la luz, que le silueteaba ante su adversario. Este aprovechó esta momentánea ventaja y el cañón de su revólver dio de refilón sobre la sien izquierda del espía, que se desplomó en los brazos del «Coyote», quien lo depositó en el suelo.

Los inhumanos alaridos que llegaban de la habitación iluminada ahogaron todos los ruidos. El «Coyote», arrodillado junto a su adversario, le registró los bolsillos, librándole de la incomodidad de un revólver de pequeño calibre y de una cartera. De ésta sacaron las manos del enmascarado un grueso fajo de billetes, que devolvió a los bolsillos de su dueño. La cartera y los documentos que contenía fue a parar a la levita del «Coyote». También se quedó éste con una libreta de tapas de hule.

Antes de seguir hacia el lugar de donde procedían los gritos, el «Coyote» colocó debidamente a Smith. Levantó luego la mano y la descargó, de filo, contra el cuello del hombre, prolongando así, por no menos de diez minutos, su estado de inconsciencia.

Cuando se apartó de Smith, el «Coyote» dejó en un rincón el otro revólver y, buscando la protección de las sombras, llegó lo más cerca posible de aquella ventana y del hombre que vigilaba junto a ella.

Se abrió de pronto la puerta y salió del cuarto o cabina una mujer empujada por varios hombres. Iba gritando; pero comprendíase que no estaba entre enemigos.

Cuando ella y sus acompañantes estuvieron lo bastante lejos, el «Coyote» comenzó a actuar. Otra vez su revólver sirvió de maza y el guardián de la cabina cayó como un poste dentro de ella. Amartillando el Colt, el enmascarado saltó por encima de él al interior del aposento.

Aunque ya iba prevenido, el espectáculo de Chester Roffío, con la cara sangrante y tumefacta, no dejó de impresionarle. Más que por el espectáculo en sí, por el odioso significado.

- ¡Vaya final de cena! -comentó, mientras se cargaba sobre el hombro el inerte cuerpo.

Por si tenía que abrirse camino a tiros, apagó las lámparas y las velas y, a tientas, guiado sólo por su agudo sentido de la orientación, salió de la cabina en busca del agujero por el que había entrado. Esto no era fácil, pues hasta llegar allí había tenido que dar un rodeo bastante grande. Unos segundos de inmovilidad le permitieron orientarse, llegando recto a la salida. Esta era demasiado angosta para que dos cuerpos cupieran a la vez por ella, y el «Coyote» depositó su carga en el suelo, se deslizó hasta la calle y metiendo la mano alcanzó a Roffío, arrastrándole tras él. -Creo que, por ahora, no te echan al río -le dijo en voz baja.

Al pensar en el hombre a quien había dejado dentro, le asaltó un remordimiento. Aquel espía, aun desconocido para él, no debía de estar relacionado con los que habían tratado tan bestialmente a Roffío. Era lógico suponer que si era encontrado en el interior del almacén pagaría con creces las culpas del «Coyote».

- Aguárdame aquí, sentadito -dijo al desmayado Roffío, apoyándolo de espaldas contra el muro-. Procuraré volver en seguida.

Metióse otra vez en el tinglado, dirigiéndose hacia donde dejara a Smith.

- Soy un idiota preocupándome por él -se dijo.

Apenas acababa de decirse estas palabras oyó el rodar de un coche sobre las losas de piedra de la calle y, en seguida, se abrió la puerta y René entró de nuevo en el tinglado con sus ayudantes.

- ¿Qué ocurre, Sammy? -gritó.

Su voz resonó en el almacén como en un teatro vacío. Alarmado por el silencio del centinela, René volvió a llamar:

- ¡Sammy! ¡Contesta, maldito!

El «Coyote» estaba ya junto a John Smith, que seguía hundido en un sólido sueño. Levantándolo en vilo se lo cargó sobre el hombro. Sus movimientos llegaron a los oídos del mulato.

- ¿Por qué has apagado las luces, Sammy? -gritó. Y en seguida, amartillando un revólver, agregó: -¿Qué haces? ¡Contesta de una vez o disparo!

El «Coyote» maldecía entre dientes la distancia que le separaba de la salida. De un momento a otro podían encenderse algunas luces. Y si no ocurría esto, y los otros empezaban a disparar a ciegas, su situación se complicaría. Cualquier bala podría herirle, y si replicaba a los disparos, revelando, con los fogonazos de su revólver, su posición, quedaría a merced de un tiro afortunado. Era mejor no disparar y huir de allí antes de que los negros y su jefe comprendieran lo que sucedía.

René no podía saber exactamente lo que estaba ocurriendo; pero, habituado a luchas como aquélla, a robos audaces en los almacenes del puerto y a reñir en la oscuridad a tiros o a cuchilladas, tenía a su favor la experiencia y el conocimiento del terreno.

- Apartaos de mí, a derecha e izquierda -ordenó a los negros que habían secuestrado a Roffío-. Y cuando yo silbe, disparad al aire.

Los fogonazos le permitirían ver sin ser visto.

El «Coyote» oyó el cuchicheo, pero no pudo captar las palabras que pronunciaba el mulato. Pisando cuidadosamente avanzaba hacia la pared y ya notaba casi al alcance de la mano la presencia física del muro de ladrillos. En el instante en que lo tocaba con los dedos, oyó el amartillar de las pistolas y dejóse caer de rodillas. La cabeza de John Smith pegó contra la pared. El golpe resonó al mismo tiempo que las dos detonaciones. Dos fogonazos iluminaron un brevísimo instante el tinglado.

Todo ocurrió tan simultáneamente, que desde la caída de Smith hasta que René disparó su revólver no pasaron ni dos segundos. Entre tanto, Smith, a causa del golpe, recobró el conocimiento y lanzó un grito de dolor. Guiado por este grito, René disparó hacia el lugar de donde procedía y el «Coyote» notó el zumbido de la bala y su choque contra la carne de Smith, que gritó y quiso levantarse.

Un puñetazo al hígado le derribó de nuevo, muy a tiempo, pues dos balas atravesaron el espacio que había ocupado su cuerpo.

Este alarde de buena puntería alarmó al «Coyote» y le decidió a actuar más eficazmente. Con un centelleante cálculo, más instintivo que mental, presumió los movimientos del que había disparado. Tenía que haber saltado a la derecha o a la izquierda, si no se había quedado en el mismo sitio. El revólver del enmascarado trazó un corto semicírculo, punteado por tres rápidos disparos.

El segundo y el tercero se mezclaron con un grito de dolor y una maldición en francés. Más a la derecha y también más a la izquierda, relampaguearon los disparos de los negros que acompañaban a René.

Sus balas pasaron relativamente cerca del punto en que se acurrucaba el «Coyote».

- ¡No le dejéis escapar! -ordenó con alterada voz René.

Los negros se acercaron. Sus pies hacían crujir la polvorienta gravilla del suelo. El «Coyote» se encontraba en la desagradable situación del que ha perdido su camino y sabe que su vida depende de hallarlo de nuevo lo antes posible. La pared junto a la cual estaba no ofrecía hueco ni salida alguna. El sentido de la orientación le había fallado, y ahora tenía que decidir si seguía hacia el fondo del tinglado o bien si se deslizaba pegado al muro, en dirección a la puerta que daba al muelle, hasta encontrar la abertura por la que había entrado. Pero, ¿y si tomaba un camino equivocado y en vez de aproximarse al agujero se alejaba de él?

- ¡Cantad fuerte! -ordenó René a los negros-. Si dispara contra vosotros le mataré.

Con agrias voces, los negros comenzaron a cantar dos canciones africanas. Lo hacían con todos sus pulmones y el «Coyote» adivinó la intención de René al dar aquella orden, que en apariencia resultaba descabellada. Las canciones de los negros resonaban dentro del almacén ahogando cualquier otro ruido. Protegido por ellas, el mulato podía aproximarse impunemente. Si disparaba contra los cantantes, el «Coyote» se exponía a caer acribillado a tiros por René.

El «Coyote» sintióse bañado por un frío sudor. Esto no le ocurría desde hacía mucho tiempo. Desde luego, nunca le pasó en situaciones fáciles.

- Tú tienes un poco de culpa de todo esto -dijo, mentalmente, a John Smith-. Tendrás que esperar aquí un momento.

Antes de alejarse, sustituyó por otros los cartuchos disparados.

Como la salida no podía estar lejos, el «Coyote» decidió encontrarla sólo y volver luego en busca de su «responsabilidad». Dio seis pasos hacia el fondo del almacén, tanteando la pared. No encontró el boquete. Como estaba seguro de no haberse desviado mucho, volvió sobre sus pasos y buscó la salida en dirección a la puerta principal del tinglado. Pasó de nuevo junto a Smith, que seguía inmóvil en el suelo, y marchó hacia el otro lado. Los negros seguían cantando a toda voz. Ahora se habían puesto de acuerdo y entonaban un himno funerario o, por lo menos, algo parecido a una canción de ese tipo.

Una ráfaga de aire húmedo anunció al «Coyote» que había encontrado la salida. Sin perder tiempo volvió sobre sus pasos. La canción de los negros ahogaba cualquier ruido de sus enemigos, pero también apagaba los producidos por él.

Cuando su mano, tendida hacia delante, tropezó con el cuerpo de Smith, los acontecimientos se precipitaron en trágico alud. Algo se movió junto al cuerpo del espía. En seguida sonó un golpe metálico y el escalofriante roce de un cuchillo al atravesar la carne. John Smith lanzó un ronco estertor y un largo suspiro que se truncó bruscamente.

El «Coyote» dejó de actuar razonadamente. Durante cuatro segundos su instinto guió su mano y sus actos. Alguien acababa de apuñalar al hombre que le condujera hasta allí. ¿El mulato?

Disparó hacia el sitio que presentía ocupado por el autor de la agresión a Smith. El fogonazo le descubrió la cara de Sammy, de quien se había olvidado totalmente.

El negro no pudo ni lanzar un grito. La bala le alcanzó entre las cejas, matándolo fulminantemente. Antes de que el convulsivo salto que dio hacia atrás lanzara su cuerpo contra el suelo, el almacén se llenó de fogonazos, de balas y de humo de pólvora. El «Coyote», actuando como una máquina, se había tirado de bruces contra el polvo y disparaba contra los tres enemigos que, a su vez, disparaban contra él. No eligió blanco para sus tiros. No podía perder ni una décima de segundo que pudiera ser aprovechada por sus adversarios. Las balas de éstos estuvieron zumbando en torno a él, mientras su cuerpo rodaba por el suelo, huyendo de los proyectiles.

La mano derecha, extendida, disparaba el «Colt», hasta que el percursor cayó sobre el mismo cartucho que había matado a Sammy. Entonces se dio cuenta el «Coyote» de que todos habían dejado de disparar. Sólo se oía un quejido gutural, que se iba debilitando paulatinamente.

El enmascarado se incorporó. Notábase las manos y el traje cubiertos de polvo. Abrió la recámara del, revólver y fue sacando las seis cápsulas vacías. Metió en el cilindro los tres cartuchos que le quedaban, de los seis de repuesto que había llevado al salir del hotel, sin más intención que asistir a una simple cena.

Cautamente, pues no había tenido la oportunidad de comprobar si sus balas habían encontrado a sus destinatarios, el «Coyote» se acercó a Smith. Si quedaba algún enemigo con vida, se iba a ver apurado para contender con él. Lo prudente era huir, pues el hombre a quien Sammy había apuñalado debía de estar tan muerto como el propio Sammy. Sin embargo…

El «Coyote» siguió hacia donde estaba el cuerpo del seguidor de Roffío. Iba despacio, tratando de oír si los otros cargaban sus revólveres o los amartillaban. Ya no se oía al negro que había estado gimiendo. ¿Le había hecho callar la muerte? Era difícil comprobarlo. En cambio, no cabía duda alguna de que John Smith estaba muerto, clavado en el suelo por el cuchillo de Sammy.

- Lo siento de veras… -susurró el «Coyote», como si el muerto pudiera oírle-. Son gajes del oficio.

Le registró de nuevo, en busca de las balas que antes había encontrado en un bolsillito del pantalón.

- ¡Qué tontería! -gruñó al encontrarlas y recordar, al mismo tiempo, que se trataba de cartuchos del 32.

Escuchó durante un minuto por si oía algún rumor sospechoso. Al fin consiguió oír una irregular y trabajosa respiración. ¿Cansancio? ¿Agonía? ¿Miedo? No era prudente averiguarlo y por ello el enmascarado se encaminó por el boquete. Por si al pasar por él su cuerpo se veía a la escasa claridad que del exterior penetraba por el agujero, el «Coyote» se quitó la levita y haciendo un reguño con ella la colocó unos segundos frente al agujero, moviéndola suavemente, como si el bulto fuese el de su cuerpo al buscar la salida.

Pasaron apenas dos segundos y nuevamente el tinglado se llenó de cárdenos fogonazos. Era un sólo revólver el que disparaba y el «Coyote» sintió que la levita le era arrancada de la mano por la fuerza de los cinco proyectiles que la alcanzaron antes de que él, con dos de las tres balas que le quedaban, pusiese punto final a las bélicas energías de René.

Los fogonazos de los disparos de éste habían dejado ver al «Coyote» otros dos cuerpos tendidos sobre el suelo. Uno de bruces y el otro cara al techo y con los brazos en cruz.

A pesar de que estaba seguro de no tener ya más enemigos tras él, el «Coyote» salió por el agujero como el perro que salta a través de un aro. En cuanto estuvo en la calle, sobre las losas mojadas por la lluvia que volvía a caer, se incorporó y fue al sitio donde dejara a Chester Roffío.

- ¡Caray!

La exclamación salió espontáneamente de sus labios sin que él hiciera nada por lanzarla. En seguida repitió, y esta vez a voluntad:

- ¡Caray! ¿Dónde se habrá metido?

Porque en el sitio donde el «Coyote» le dejara, no se veía ni rastro de Chester Roffío.