CAPÍTULO VIII
Ya estoy en la Misión Carmelo. He cruzado el jardín hacia la iglesia de desiguales torres. Una termina en cúpula. La otra quedó sin completar. Penetro en la fresca penumbra del templo, y de súbito, el pasado se abalanza sobre mí. ¡Cuántos recuerdos me esperaban agazapados en este lugar! El olor a incienso, a cera quemada y a suelo mojado se transforman en memorias alegres y tristes. La luz de esta iglesia, que no se parece a la luz de ninguna otra, también me recuerda cosas que sucedieron hace mucho tiempo. Hasta el rumor de mis pasos crea fantasmas queridos y temidos a la vez. El tiempo parece petrificado. Los años han corrido hacia atrás. Esa anciana que está ahí, frente al altar..., esa india vestida de negro desde los pies a la cabeza y como oculta dentro de ese grueso manto..., siempre estuvo aquí. Siempre rezando junto a la tumba de fray Junípero Serra. Ya estaba así cuando yo era niña. Y luego, cuando fui mujer y me casé una madrugada con olores de rosas recién cortadas. Siempre la misma india rezando por el sublime franciscano... Le voy a decir que Lorena Harding ha vuelto a la Misión Carmelo... ¡Oh! Perdón. Perdóneme, señora... La confundí con otra persona que hace años, cuando yo era una niña, rezaba junto a esa sepultura. Adiós... Perdóneme... A pesar de todo, el tiempo no vuelve atrás.
Ahora estoy en la sacristía. ¡Qué distinta de las otras sacristías que visité en mi viaje a Europa con tía Ana! Allí todo era riqueza y pompa. Esto es mucho más humilde. Está más cerca de mí. Mi padre me contó muchas veces que a él se debía que la Misión Carmelo volviese de nuevo al culto. Fue cerrada cuando la secularización que ordenó Méjico. Pero en cuanto mis padres se casaron y se supo que iba a nacer un heredero, Tomás Harding usó de su influencia y de su dinero para reintegrar al culto la Misión. Y tuvo una pequeña vanidad. El primer bautizo que se celebrase en la Misión Carmelo debería ser el de su hijo.
Papá estaba seguro de que sería un hijo. Un varón. Y fue así. En julio de mil ochocientos cuarenta y nueve nació Carlos Harding. Por fin había un varón en la familia. Don Baldomero se volvió loco de alegría. Regaló miles de pesos a los que trabajaban para él y quiso que el bautizo se celebrara en Santa Bárbara. Papá se impuso. Ya que la Misión Carmelo se abría por su intervención, el bautizo se celebraría en ella. Y el once de julio de mil ochocientos cuarenta y nueve, como dice aquí, en el libro..., en la primera página, Carlos Harding Garcés fue bautizado en esta iglesia.
Fue la última fiesta familiar que se celebró con asistencia de mi abuelo. Su salud no era buena. Ya no se ocupaba de las cosas del rancho. Todo lo dejó en manos de mi padre...
Aquí está la inscripción de mi bautizo. Se celebró el mismo día de mi nacimiento. Y es fácil recordarlo, porque ambas fechas coinciden con el ingreso de California como estado de la Unión. El nueve de septiembre de mil ochocientos cincuenta.
Pero antes de que esto ocurriese, sucedieron otras cosas de menor importancia...
Tomás Harding llegó hasta donde le esperaba Demetrio Chávez. El capataz de los vaqueros del San Telmo se alzó de la piedra en la que estaba sentado y saludó a Harding y a Pedro Luis, que le acompañaba.
—¿Cuántas reses se llevaron? —preguntó Tomás Harding.
—Unas ciento cincuenta, patrón —respondió Chávez.
Todos llamaban ya patrón al yerno del dueño. A éste le conocían por don Baldomero. El respeto era el mismo; pero ya se admitía que el verdadero amo era el patrón joven.
—¿Ganado escogido? —preguntó Harding.
Chávez movió vagamente la cabeza.
—De todo había, patrón. Peor nos hubiese podido ir. Hubo algo de suerte.
—¿Cuántos cuatreros?
—No muchos. Cinco o seis. Dos mejicanos y los otros del Este.
Tomás Harding siempre se asombraba de la exactitud de las informaciones de Chávez y otros vaqueros. Identificaban a los cuatreros por las huellas de sus botas, por las marcas que dejaban en el suelo las rodelas de sus espuelas, por cómo estaban herrados sus caballos y por un sin fin de insignificantes detalles, que para ellos eran como las piezas completas de un rompecabezas.
—¿Nos llevan mucha ventaja?
—Calculo que unas seis horas. Dieron el golpe al amanecer.
—¿Has prevenido a la gente? —preguntó Harding, sabiendo de antemano que Chávez no había olvidado ese detalle.
—Seguro que lo hice, patrón —respondió el hombre. Señalando con el brazo hacia el Norte, agregó:
—Ya van hacia allí los hombres.
—¿Con los hierros?
—Seguro que no los olvidaron.
Pedro Luis sintió un escalofrío a lo largo del cuerpo. A veces se horrorizaba de la frialdad con que Tomás Harding resolvía aquellos problemas.
—¿Crees que intentarán cruzar los Gabilán?
—Imagino que eso es lo que intentarán hacer. Los bordearán hasta Aromas y por allí cruzarán la sierra. Es buen tiempo ahora para cruzar los Gabilán.
—¿Cuántos hombres enviaste tras ellos?
—Doce más los tres que aquí estamos. Si es que don Pedro Luis no prefiere quedarse.
Chávez sonrió burlonamente, porque todos sabían que Pedro Luis no disfrutaba con el castigo de los cuatreros.
—¿Se queda o nos acompaña? —preguntó Harding.
—Lo corriente es que el mayordomo acompañe al patrón —replicó el español.
—Tal vez sea preferible que se quede usted aquí —sugirió Tomás Harding.
—Gracias. Si usted va, yo debo acompañarle. Pero quizá fuese mejor que usted no interviniera en esa persecución. La señorita Alicia pasará muy mal rato mientras dure la ausencia. Y en el estado en que se encuentra...
—No ocurrirá nada —aseguró Harding.
Cabalgaron siguiendo las claras huellas del ganado, y al pasar por el último pajar, Harding recogió los dos revólveres y la carabina que le había traído uno de los criados. Pedro Luis también recogió un revólver; pero nunca había sido aficionado al uso de las armas.
Cabalgaron toda la mañana y, cerca de mediodía, alcanzaron a los vaqueros que iban siguiendo las huellas. Estaban en las frondosas laderas de los montes Gabilán, ascendiendo hacia el paso.
Uno de los vaqueros ya había descubierto a los ladrones del ganado. Uno de ellos estaba de centinela en la parte occidental de Paso Aromas y no era prudente seguir avanzando mientras aquel hombre vigilase allí.
—Si nos mostramos avisará a los otros y huirán.
Pedro Luis no hizo ningún comentario. En otros ranchos lo que más importaba era recuperar el ganado. En el San Telmo, antes también se había hecho así. Si el robo era pequeño, se dejaba en paz a los cuatreros. Si era importante, se les perseguía con fuerzas superiores y si se les alcanzaba se les hacía huir. En cuanto los ladrones se alejaban del ganado, los vaqueros lo recuperaban y, sin molestarse más, regresaban al rancho. Ahora, en cambio, todo era distinto. El sistema había sufrido un completo cambio.
—Ya se fue —anunció Chávez, señalando hacia Paso Aromas.
El centinela ya no estaba allí. Los cuatreros, creyéndose a salvo de toda persecución, habían retirado al vigilante y seguían con el ganado.
Chávez aguardó unos minutos. Luego indicó a Pelayo Garzón, un muchacho de dieciséis años, famoso por su agilidad, que subiera hasta el paso y comprobase si el camino estaba libre.
Pelayo corrió ladera arriba, encaramándose por aquellos puntos donde la vegetación era más frondosa y podría cubrirle mejor, y al fin llegó a lo alto del paso. Desapareció unos minutos y luego asomóse por donde los demás podían verle e hizo señales con los brazos indicando que no había riesgo alguno.
Galoparon hacia el camino y llegaron al paso en cinco minutos. Pelayo montó en su caballo y, luego, los quince jinetes se lanzaron al galope hacia la otra vertiente de los Gabilán.
Se desplegaron en semicírculo y sorprendieron a los cuatreros antes de que pudieran huir. El polvo que levantaba el ganado les impidió ver a sus perseguidores. El batir de las pezuñas de los bueyes y terneros ahogó el redoble de los cascos de los caballos del San Telmo.
Los cinco cuatreros no intentaron defenderse. Alzaron las manos y se dejaron desarmar. Sólo llevaban carabinas de pistón. Ni un solo revólver. Con aquel armamento apenas habrían podido hacer un disparo cada uno, luego hubieran tenido que rendirse o dejarse matar. Por eso habrían preferido la inmediata rendición. Aunque en Tejas y en otros lugares ya se empezaba a ahorcar a los cuatreros, en California ésta no era la costumbre general. Los únicos que la practicaban eran los ganaderos venidos del Este. Los del país solían dar unos latigazos y nada más. Las víctimas se producían, solamente, cuando los cuatreros querían defender su botín. Entonces había un intercambio de disparos y siempre resultaban algunos heridos. A veces, incluso algún muerto.
Pedro Luis observaba, compasivo, a los cinco ladrones. Eran cinco vagabundos, sin ningún brillo. Cinco infelices que se dedicaban al robo de ganado lo mismo que se hubiesen podido dedicar al robo de verduras. No había grandeza alguna en su profesión. Los riesgos estaban en desproporción con los posibles beneficios. Mientras los peones del San Telmo les ataban las manos a la espalda, los hombres sonreían mansamente.
—No se excedan en los golpes —pidió uno de los cuatreros, dirigiéndose a Harding—. La cosa fue mala; pero no como para ponernos los huesos de la espalda al descubierto.
Demetrio Chávez, que ya sabía mucho inglés, tradujo el ruego del cuatrero. Los peones se echaron a reír exageradamente. Pedro Luis los odió más que a los cinco infelices que esperaban pacientemente su castigo. Le habría gustado pedir a Tomás Harding que perdonara a los culpables. Lo hubiese hecho de creer en una mínima posibilidad de perdón; pero ya conocía el carácter del nuevo patrón del San Telmo y no quiso exponerse a la humillación de una negativa.
El aire se llenó, de pronto, de chasquidos de leña verde y de olor de pino resinoso quemado. Los prisioneros miraron recelosos, hacia aquella hoguera. Por un momento pensaron que los hombres de Tomás Harding iban a preparar su comida; pero cuando Demetrio Chávez se acercó a la hoguera con un hierro de marcar, de largo mango, uno de los mejicanos recordó y palideció como un muerto.
—¿Qué te ocurre? —preguntó su compatriota—. ¿Te has puesto enfermo?
—¡La hicimos buena al robar en el San Telmo! ¿Te acuerdas de Simeón Mercadales?
Ahora palideció el otro mejicano. Se acordaba de Simeón Mercadales y de su paletilla izquierda marcada con una T. y una h. más pequeña. La misma marca del nuevo ganado del San Telmo; pero reducida al tamaño adecuado para un hombre.
—¡No haga usted eso, señor! —gritó el segundo cuatrero, yendo hacia Tomás Harding.
Estorbado por la ligadura de las manos, tropezó con una piedra y, no pudiendo conservar el equilibrio, cayó de rodillas a unos metros del patrón de Rancho San Telmo.
—¡Péguenos, azótenos; pero no nos marque como si fuéramos bestias! —siguió, desde el suelo.
—En Tejas o en Utah os ahorcarían por lo que habéis hecho —contestó, en español, Tomás Harding—. Incluso en Méjico os colgarían de un árbol para escarmiento de los demás. ¡Soy demasiado blando con vosotros!
Uno de los cuatreros, un tipo alto, huesudo, ascético, con grísea barba de un par de semanas, echó a correr alocadamente. No podía ir muy lejos, a pie y con las manos atadas a la espalda. Corría como un pelele, oscilando de derecha a izquierda de una manera entre ridícula y patética. Demetrio Chávez se dirigió pausadamente a su caballo, montó en él, descolgó la reata de engrasado cuero y galopó detrás del fugitivo. El lazo salió de entre sus manos como una serpiente viva y amaestrada para aquella tarea. Colocóse delante del fugitivo y cuando éste, sin poderlo evitar se metió dentro del lazo, un seco tirón lo cerró en torno de las piernas, haciendo caer de bruces al hombre.
El suelo era de hierba y Chávez regresó adonde estaban los otros, caminando muy despacio y arrastrando, al extremo de la reata, al fugitivo.
Los peones le libraron del lazo y le levantaron. Quedó cerca de Pedro Luis. Éste se fijó, obsesionado, en el cuello del cuatrero. Era un cuello larguísimo y por él subía y bajaba una desproporcionada nuez de Adán que, por lo espeso del vello en aquel lugar, parecía un pequeño erizo tratando de huir de su cárcel.
El hierro de marcar ya estaba rojo. Chávez terminó de enrollar cuidadosamente la reata, la colgó del gancho de la silla, desmontó sin prisa, como queriendo prolongar la diversión de aquel salvaje juego, y acercóse a la hoguera. Con unos trapos viejos protegió la mano del calor del mango del hierro de marcar. Lo sacó de las llamas y estudió el extremo, casi candente. Lo metió de nuevo en la hoguera y, señalando al que había querido huir, hizo un ademán. Mientras dos peones sujetaban al cuatrero por los brazos, otro, con un cuchillo, le desgarró la camisa, dejando al descubierto una espalda huesuda y ridículamente sonrosada, en contraste con el intenso bronce del rostro y de los brazos.
Pedro Luis pensó que era como si debajo de la áspera cáscara del hombre se hubiese ocultado un niño.
Los tres peones derribaron de bruces, contra el suelo al cuatrero. Dos le sujetaron por los brazos y el otro por los pies.
Chávez examinó de nuevo la marca y se dirigió al primer cuatrero. El capataz iba sonriendo. Le divertían aquellas bestialidades. Luego se excusaba diciendo que eran un acto de justicia. Miraba a los demás, sobre todo a Pedro Luis, esperando encontrar en ellos un gesto de horror, que luego explotaría entre risas y despectivos comentarios. Sólo halló rostros inexpresivos o sonrisas un poco heladas.
—¡Date prisa! —ordenó Tomás Harding—. No es necesario prolongar demasiado todo esto.
Demetrio Chávez acercó el hierro a la paletilla izquierda del cuatrero y apretó levemente contra la piel. El hombre marcado dio un alarido de dolor y de su carne elevóse una nubecilla de azulado humo.
—Ya está —dijo Chávez.
Los tres peones soltaron al ladrón de ganado. Ya no hizo nada por huir ni defenderse. Quedó de bruces contra el suelo, quejándose y llorando.
El aire olía a carne quemada. Pelayo, el muchacho de las asombrosas agilidades, corrió, de pronto, detrás de los caballos, y sus espaldas se estremecieron convulsivamente. Jamás volvería a comer carne asada.
Los otros cuatro cuatreros fueron marcados sucesivamente. Los dos norteamericanos gritaron y protestaron. Incluso pidieron que se les matase.
—No pidáis locuras —aconsejó uno de los mejicanos—. De la muerte no se vuelve. De esto, sí. Algún día podremos devolverle al señor la marca que hoy nos regala.
Eran vanas amenazas. Todos sabían que la venganza nunca se produciría. Se trataba, únicamente, de reunir valor para la prueba.
Cuando los cinco cuatreros estuvieron marcados con el hierro de la ganadería del San Telmo, los peones fueron reuniendo las reses robadas, para devolverlas al rancho. Chávez enfrió con agua de una gran cantimplora el hierro, y lo colgó de la silla de montar. Antes de marcharse, cortó con el cuchillo las ligaduras de los cuatreros y dejó sobre una piedra una botella de aceite mineral y unos trapos.
—Poneos esto en las quemaduras —aconsejó.
El castigo había terminado. Un peón retiró los pistones de las carabinas de los cuatreros y las dejó cerca de ellos. También se les dejaron los caballos.
Cuando alcanzó la cumbre del paso, detrás del ganado, Tomás Harding volvió la cabeza y dirigió una última mirada a los cinco ladrones. Cuatro estaban sentados en el suelo, y el quinto iba aplicando aceite a sus quemaduras.
—No le gusta mi justicia, ¿verdad, Pedro Luis? —preguntó Harding.
El mayordomo estaba junto a él; ni una vez había mirado hacia atrás.
—No. No me gusta —respondió.
—Tampoco a mí —dijo el patrón del San Telmo— Pero tenemos que defendernos de los cuatreros... Esos llevaban el ganado hacia los nuevos yacimientos de oro. Hubieran obtenido doscientos o trescientos dólares por cada res. Viendo el buen negocio, muchos mineros hubieran seguido el ejemplo y habrían cambiado la busca de oro por la cuatrería.
—¿No sería mejor pegarles un tiro? O ahorcarles. Ese castigo es bárbaro y humillante. ¡Marcarlos como si fuesen ganado...!
—Se lo he dicho varias veces, Pedro Luis. Si los ahorcamos, el ejemplo no cunde. El escarmiento se limita a los propios ladrones. A ellos y a los pocos que pasen cerca de donde queden colgados los cuerpos. En cambio, así llevan la marca y el aviso adondequiera que vayan.
Excitándose, Tomás Harding siguió:
—¡No puedo soportar a los ladrones! Odio a todo aquel que me roba algo. Tengo un violento sentido de la propiedad.
Más tarde ya cerca del San Telmo, Tomás Harding pidió:
—No le cuente nada a don Baldomero.
—No pensaba hacerlo —respondió Pedro Luis—. Don Baldomero es incapaz de aprobar un castigo como ése. A él no le ha gustado nunca despertar el odio y el miedo. Ha preferido el respeto.
—Vivió en otros tiempos, Pedro Luis. California ya no es la que fue. En los dos últimos años ha cambiado más que en los cincuenta anteriores. Otros hombres hemos llegado aquí. Otras costumbres y otras violencias. El paraíso se cerró definitivamente.
—Muy lamentable, ¿no?
—Tan lamentable como usted quiera, pero es una realidad. No podemos ignorarla. Quienes, como yo, usen de su cerebro y de sus puños, sobrevivirán. Pero los que insistan en portarse como caballeros, pasarán a ser un simple y bello recuerdo; pero nada más.
—¿Esa es la civilización y el progreso que nos llega del país de la libertad y del respecto a los derechos humanos?
—El progreso siempre llega a retaguardia de la violencia. La civilización siempre va precedida de lucha y de sangre. Es inevitable. Todo lo malo de ahora pasará. Pero lo bueno, lo que está escrito en las leyes, quedará y, al fin, se impondrá. Mientras tanto, hay que ser fuertes y oponer la violencia a la violencia. Quienes no lo hagan así serán barridos.
—La California de los hidalgos y caballeros morirá.
—Es posible; pero ya empezó a morir cuando los hidalgos y caballeros de California permitieron la secularización de las misiones franciscanas. Si hubieran defendido lo que era el alma de California, puede que hoy esta tierra fuese una nación independiente. Renunciaron al alma pensando en apoderarse de las ricas tierras misionales. Pero cuando llegó el momento de tener un espíritu de lucha, los californios se encontraron con que no sabían por quién ni por qué pelear. Se dejaron separar de España. No pelearon contra ella; pero tampoco la defendieron. Luego, llegó Méjico y destruyó la fuerza espiritual de las veintiuna misiones que se extendían desde San Diego a Sonora. Después llegamos nosotros y la verdad sea dicha, sólo un hombre nos ofreció resistencia: Rubén Tasajara. Un bandido. Un salvaje; pero hubiese sido un buen caudillo si sus compatriotas hubieran tenido el valor de seguirle.
—Me asombra su admiración por Tasajara —comentó Pedro Luis.
—Por encima de todo, respeto el valor —dijo Tomás Harding.
—¿También le marcaría si le cogiese robando su ganado?
—¿A quién? ¿A Tasajara? No. A ése no le cogeríamos tan fácilmente. Pero si alguna vez le tengo en mis manos..., no le humillaré. Un tiro al corazón. Es lo que merece un valiente.
Se habían adelantado a las recobradas reses y entraron en el San Telmo cuando el sol estaba a punto de hundirse en el mar de la bahía de Monterrey.
Don Baldomero, sentado entre sus hijas, contemplaba, desde la galería de arcos, el incendio de las nubes en el ocaso. Estaba pálido y parecía muy fatigado. Dos grandes bolsas en los párpados inferiores denunciaban su dolencia cardíaca. Los años se le habían terminado ya al último de los Garcés de California. Ahora estaba viviendo los postreros meses, semanas y días que le quedaban. Junto a él, Alicia cosía ropita de hilo para una inminente infancia. En brazos de la nodriza, Carlos aumentaba sus grasas. Ana terminaba un gorrito de encaje para su sobrina. Porque ella estaba segura de que esta vez sería una niña.
La paz había vuelto a reinar entre las dos hermanas. Alicia era incapaz de mantener vivo un rencor. Tenía el carácter suave y apacible, como su madre. Además odiaba preocuparse por las cosas. No quería tener que alimentar durante meses un mismo rencor. Al cabo de unos días ya se olvidaba de por qué tenía que estar enfadada.
Cuando supo que la cigüeña visitaría de nuevo Rancho San Telmo, Alicia se lo comunicó a Ana antes que a su propio marido. Y le dijo que ella tenía que ser la madrina.
—Ya puedes ir pensando en un nombre para el niño o la niña. Lo dejo a tu elección.
Ana se emocionó profundamente y lloró, abrazada a Alicia, arrepintiéndose de lo mala que había sido. Expuso todas sus culpas y quiso que Alicia se diera cuenta de lo grandes que eran y las perdonase una a una. Alicia hubiera perdonado mucho más. Al fin, también se emocionó y lloró copiosamente. Cuando don Baldomero vio a sus hijas sonriendo y con ojos irritados por el llanto, comprendió que la paz había vuelto al San Telmo.
Ana Garcés tardó diez semanas en escoger nombre para su ahijado o ahijada. El día del primer cumpleaños de Carlos anunció su decisión. Si era niño, se llamaría Lorenzo. No por nada especial. Lorenzo era el único nombre empezado con ele que rimaba perfectamente con el apellido Harding. Luis también era un nombre bonito; pero ligaba espantosamente con el apellido Harding.
—¿Por qué ha de empezar por ele? —preguntó Alicia.
—Porque si es niña quiero que se llame Lorena —contestó Ana.
—¿No es un nombre un poco raro? —preguntó Tomás Harding.
—Creo que no es un nombre cristiano —advirtió don Baldomero.
—Hay una cruz de Lorena y una Virgen de Lorena —respondió Ana—. Si es niña la bautizaremos como María de Lorena; pero siempre se llamará Lorena.
Tomás repitió varias veces el nombre de Lorena Harding y al fin admitió:
—Me parece precioso. Has tenido muy buen gusto, Ana. ¡Ojalá sea una niña!
En este deseo todos coincidían. Incluso Pedro Luis, consultado por Alicia y por don Baldomero, aseguró que le encantaría que la cigüeña depositara una niña en el San Telmo.
Alicia estaba segura de la llegada de Lorena Harding. Y le explicó a su padre el secreto de su seguridad:
—Siempre que deseo algo sinceramente, lo escribo en un papel, y lo guardó dentro del cofrecito de sándalo que me regaló Tasajara el día de la boda.
—¡Qué tontería! —rió, bondadoso.
—Ya sé que lo es; pero no falla. Cuando esperaba a Carlos deseé que fuera niño. Un día, estaba frente a mi tocador, escribiendo unas cartas. Me cansé y, maquinalmente, me puse a escribir en un papel: «¡Ojalá sea niño! ¡Ojalá sea niño!» Lo escribí un sin fin de veces. De pronto oí llegar a Tomás y me sentí como a punto de ser cogida en falta. Escondí el papel en el cofrecito y fingí que seguía escribiendo la carta que había interrumpido. Más tarde metí unos abanicos en el cofrecito, sobre el papel, y no me acordé más de lo que había escrito. ¡Y nació Carlos!
—Igual hubiera nacido —sonrió don Baldomero.
—Recuerda que todos los síntomas pronosticaban niña.
—Si hiciéramos caso de los pronósticos...
—Hay muchos más —dijo Alicia—. El día del bautizo de Carlos estaba lloviendo. Me desperté a las siete de la mañana y vi el mundo entero convertido en agua. Escribí en un papel: «Que deje de llover a las once de la mañana en punto, para que podamos ir a bautizar a Carlos en la Misión Carmelo. A las seis de la tarde puede reanudarse la lluvia». Esto fue lo que escribí, y si no lo has olvidado, ya sabes lo que pasó.
—Coincidencias, Alicia. No creo que Tasajara te regalase una especie de lámpara de Aladino, hecha de madera de sándalo.
—No sé lo que me regaló Tasajara; pero yo he metido un papel en el cofre pidiendo que sea niña y que se llame Lorena Harding. Eso hará feliz a Anita.
—Como quieras. Por lo menos, es seguro que eso no perjudica a nadie. Me alegra mucho que hayan desaparecido todos los rencores entre vosotras. Me dolía veros tan separadas.
—Ana lo estaba más que yo. Y no estoy muy segura de que me haya perdonado del todo.
—Ten paciencia con tu hermana —rogó don Baldomero—. Sus nervios son una calamidad. Y ella es muy desgraciada.
—Imagina serlo, que no es lo mismo.
—Es peor. Las dolencias imaginarías son más destructoras que las reales. Porque éstas, al fin y al cabo, siempre pueden combatirse con la medicina. En cambio, las otras son inatacables. Procura ser comprensiva con Ana. Hazlo por mí... También tiene su algo de razón. Ella esperaba...
—Sé lo que esperaba, papá —cortó Alicia—. Lo sé y... perdono. Además, sé que aquella loca idea ya se borró de su mente.
Pero la idea no se había borrado. Meses más tarde, exactamente el 9 de septiembre de 1850, la vida y la muerte se acercaron simultáneamente a Rancho San Telmo. En las habitaciones de los Harding se aguardaba de un momento a otro la vida. La muerte caminaba, inexorablemente, hacia la estancia de don Baldomero Garcés.
Éste se hallaba con su hija menor. De cuando en cuando, Pedro Luis entraba en el dormitorio para anunciar las últimas novedades.
—Todavía no, don Baldomero. Lorena Harding se hace esperar. Esto nos demuestra que, en efecto, se trata de una mujer.
—Vuelve a la antesala, Pedro Luis —rogó el hacendado—. En cuanto sepas algo, ven a decírmelo enseguida. No puedo morirme sin saber si tengo una nieta o un segundo nieto.
—¿Quieres que vaya yo, papá? —propuso solícitamente Ana.
—No, no. Tú quédate aquí. Te necesito. Pero no temas. No te molestaré mucho.
Pedro Luis salió del cuarto. Al cerrar la puerta captó, en la lejanía de la habitación de los Harding, un tenue llanto de niño. Estuvo a punto de entrar de nuevo en la habitación de don Baldomero para indicarle que alguien había nacido. Pero temió que la noticia sobresaltara al enfermo y pensó que era mejor que, si le daba el sobresalto, fuese por algo concreto.
Don Baldomero, recostado contra un montón de almohadas, pues hacía tiempo que el mal funcionamiento de su corazón no le permitía dormir tendido en el lecho, acarició la fría mano de su hija.
—He sido muy inoportuno escogiendo un día como éste para morirme —dijo—. Perdóname, hija mía.
—No estás para morirte, papá, y no tengo nada que perdonarte.
—Todos tenemos algo de que arrepentirnos y ser perdonados —replicó don Baldomero—. He pensado mucho en ti, Ana. He pensado en tu situación... Me habría gustado que, al irme de este mundo, tú estuvieras casada...
Ana se volvió frenética, hacia su padre y gritó:
—¡No sigas! ¡Ya sé que te hubiera gustado dejarme bien casada! ¡De ser posible, con un rico hacendado! Eso te hubiese complacido mucho. Así hubieras muerto más feliz y tranquilo. Lo siento. Lamento no haberte podido conceder la alegría de una hija ya casada. Pero los hombres tienen cosas más importantes en las cuales pensar. Ninguno pierde el tiempo cortejando a Ana Garcés. Al fin y al cabo, no soy más que la hija segunda. La pobre. La que sólo puede aportar una dote insignificante.
—Eso no es cierto, Ana —quejóse don Baldomero—. Yo he previsto esa situación. Cuando yo muera sabrás...
—¡Por favor, no hablemos más de eso! —exigió Ana—. Dejemos las cosas como están. Los hombres no se acuerdan de mí.
—Tú no les animas mucho, Anita —observó el enfermo—. Siempre parece que alzas un muro entre ellos y tú.
De nuevo la mirada de Ana Garcés centelleó furiosamente.
—¡Quise a un hombre, papá! —recordó—. Le quise locamente. Ya sabes a quién. Le quise y le perdí.
—Aquello ya pasó, hija. Ahora has de pensar en otras cosas..., en otros hombres... —Don Baldomero hizo una pausa, porque le fatigaba mucho hablar, y al cabo de un minuto continuó—: Aquello pasó y ha sido olvidado, ¿no?
—No —contestó Ana retadoramente—. Y como no pasó, la amargura de entonces se viene repitiendo día tras día. ¡Ya sé que está mal! ¡Ya sé que es pecado! ¡Me arrepiento continuamente y continuamente vuelvo a pecar con el pensamiento!
—Debes confesarte... —musitó el hacendado.
—Ya lo hago. Y pregunto quién puso en mi corazón ese sentimiento. ¿Quién? —Con voz más ahogada siguió—: Yo no lo puse, papá. Lo encontré en mi pecho y por más que arranco sus hojas no consigo extirpar sus raíces. Y de nuevo vuelve a crecer como una planta mala y venenosa que me destruye y me hace horrible... para todos..., incluso para ti.
—Para mí nunca has sido ni serás eso, Anita —replicó don Baldomero—. Pero debes hacer un esfuerzo real y arrancar esa cosa. Esa planta.
—No quiero. Esa es la verdad. No quiero arrancar esa mala pasión. No quiero extirpar sus raíces. Mataré las hojas tantas veces como intenten asomar a flor de piel. ¡Nadie sabrá mi verdad! Pero dejaré que las raíces vivan en mi corazón. Porque mientras exista en él esa «cosa», mi corazón tendrá vida. Si arranco esas raíces, mi corazón quedará seco y muerto.
—Todo eso es imaginario, Ana —dijo, ahogadamente, don Baldomero—. Tú misma te reconoces capaz de dominar esa pasión. De impedir que asome y dé fruto. Si pueden contenerla dentro de ti es que la dominas. Y si la dominas puedes matarla. ¡Hazlo!
Ana movió la cabeza, como si le exigieran un sacrificio superior a sus fuerzas.
—¡No, no puedo! No puedo, papá. Sufro mucho, porque comprendo que soy mala. Sufro mucho; pero me gusta. ¡Y también me gusta saber que soy mala! ¡Que soy la peor de todos los de esta casa! Me produce una extraña y profunda alegría.
Ana hablaba como hipnotizada por algo que estaba más allá del lecho de su padre. Tenía la mirada fija y no veía nada. No veía a nadie. Rígida, con la espalda recta y las manos engarfiadas, siguió hablando:
—No escogí mis sentimientos, papá. Me encontré con ellos. Me enamoré de ese hombre y me lo quitaron. ¿Por qué? ¿Por qué tuve que perderlo? ¿Por qué vino a esta casa? ¿Por qué se enamoró de ella y no de mí? ¿Qué le dijisteis para torcer su voluntad? ¿Qué mentiras le contasteis de Ana Garcés? Yo fui la única que hizo algo por él. Primero, le salvé la vida cuando Tasajara se lo quiso llevar del rancho. Todos estabais horrorizados; sólo yo tuve valor para empuñar un arma y defenderle. Luego, otra vez, Tasajara lo tuvo en sus manos. Le iba a matar, pero yo lo impedí. Él no podía olvidar eso. Pero lo olvidó. ¿Por qué? ¿Por quién? ¿Qué mentiras le dijisteis de mí? ¡Contesta, papá! ¿Qué le dijiste para que no se fijara en mí?
Los ojos de don Baldomero estaban dilatados por un horrible asombro. En su frenesí, Ana no se dio cuenta de lo que ocurría. Continuó hablando y pidiendo a gritos una explicación.
—¡No te asombres tanto! ¡No, no me mires así! Te extraña que lo haya comprendido, ¿no? Por eso me miras...
De súbito la tensión se deshizo. La verdad llegó hasta el cerebro de Ana. Los ojos y la boca del padre seguían abiertos. La muerte había llegado, al fin, al cuarto de don Baldomero Garcés. Un poco antes había llegado la vida al de los Harding, y ahora Pedro Luis se acercaba por el ancho corredor con un llanto de niña entre los brazos.
Ana, deshecha, horrorizada de sí misma, cayó de rodillas y, llenando de lágrimas y besos la marfileña mano de su padre, preguntaba:
—¿Por qué te has ido, papá? ¿Por qué? ¿Por qué me has dejado sola? Tú eras el único que podía quererme. Tú eras el único que me quería. ¿Quién me querrá ahora? ¿Quién?
La puerta se abrió. Pedro Luis y el llanto recién nacido penetraron en el dormitorio. En la penumbra don Baldomero, recostado contra las almohadas, parecía vivo. Las convulsiones del llanto de Ana agitaban suavemente el lecho y daban una apariencia de movimiento al cadáver. Con su más correcta voz, el mayordomo anunció:
—Don Baldomero Garcés, tengo el honor de presentarle a su nieta: Lorena Harding Garcés.
Ana se puso rígidamente en pie. Sus delgadas manos se tendieron hacia su sobrina. Mirando a Pedro Luis, exclamó:
—Usted lo ha dicho. Usted me ha contestado a mi pregunta. Déme a Lorena. ¡Démela!
Por primera vez, Pedro Luis quedó desconcertado por algo. Aquella voz, aquella actitud y aquel cadáver... formaban una mezcla excesiva y peligrosa. Entregó la niña a la joven y sintió un prolongado escalofrío cuando oyó cómo Ana decía a la recién nacida:
—Bien venida a esta casa, Lorena. Tú me querrás y me amarás por ti, por mí y por todos los que no pudieron o supieron amarme.
Calló unos momentos. Luego se volvió hacia el lecho y mirando el cadáver, musitó:
—Ha sido niña, papá. Ha nacido Lorena Harding. Tú no la has visto y ella no te ve; pero yo le hablaré de ti. Yo le contaré tus bondades y generosidades. Y será como si te hubiese conocido siempre.