CAPITULO II
Lillian Faraday llegó a California siguiendo a las fuerzas norteamericanas que fueron a conquistar el país. En realidad, Lilliam seguía a un teniente y le tenían sin cuidado el resto de las fuerzas conquistadoras. Estaba enamorada y jamás dejó que el buen sentido se impusiera a sus sentimientos más profundos.
Criada en Nueva York, estaba convencida de que el mundo no podía ser distinto del que ella conocía. Todo debía de ser igual que Nueva York.
Pero California era distinta. Era un mundo diferente. Los hombres eran audaces y corteses. Las mujeres recatadas, sencillas. Todos estaban llenos de amabilidad hacia la forastera. Lillian contó, años después, a su hijo, refiriéndose a sus primeros días en Monterrey:
—Eran tan amables, tan generosos, tan suaves, tan ansiosos de agradar y complacer, que de momento pensé que todo eso lo hacían porque sentíanse inferiores a nosotros.
Luego comprendió que eran amables con ella porque no podían ser otra cosa. No podían considerarla enemiga. Era una mujer y estaba sola en tierra extranjera.
Los Vallejo, de Monterrey, la obligaron a que fuese a vivir con ellos.
—La ciudad -ellos llamaban ciudad a Monterrey- está llena de soldados y no es lugar seguro para una mujer joven y bonita -dijo la señora Vallejo.
—¿Olvidan que yo formo parte de sus enemigos? -preguntó Lillian.
Don Julio Vallejo se echó a reír.
—Usted no es enemiga de nuestro país. No nos ha atacado. Si pertenece a la misma raza que nuestros enemigos, nosotros consideramos eso una desgracia de la cual no tiene usted la menor culpa. Ahora es una señorita que ha llegado siguiendo al hombre amado. Su actitud y su comportamiento nos parecen muy dignos. Nuestros antepasados llegaron a América seguidos por sus mujeres. Ellas les ayudaron a convertir estas tierras en ciudades y en naciones. Ellas los anclaron aquí.
Fue una conquista fulminante. Lillian se enamoró de California. Tenía la sensación de estar viviendo un sueño. Sacó sus lienzos y sus pinturas, preparó sus pinceles y se entregó, entusiasmada, a la tarea de trasladar a las telas las bellas casas coloniales, las misiones y los «caballeros» vestidos con polícroma elegancia. Sabía pintar; pero sus maestros neoyorquinos siempre dijeron que le faltaba inspiración. En California encontró la que necesitaba.
Don Julio la acompañaba en sus expediciones pictóricas. Gracias a él conoció las misiones Carmelo y San Juan Bautista. Cuando fueron a pintar la de Nuestra Señora de la Soledad encontraron a un amigo de don Julio. Este se sorprendió un poco. Al notarlo, el amigo preguntó:
—¿Es que no me conoces? Soy César de Echagüe.
—¡Oh, sí, naturalmente! Es que no esperaba encontrarte tan lejos de Los Angeles. ¿Qué te trae por aquí?
—Vine a visitar a unos amigos. Sigo hacia el Norte.
Lillian aún estaba floja en español; pero entendió el nombre del amigo de don Julio Vállejo y comprendió que viajaba hacia Monterrey, la capital de California. Sin saber por qué, se alegró dé este detalle.
Pasaron unos días en Soledad. Lillian pintó a don César a caballo y de pie, sonriendo orgullosamente. Don Julio les dejaba solos. Don César se portaba como un caballero. Hubo algunos momentos en que estuvo a punto de olvidar su caballerosidad. Consiguió dominarse; pero Lillian no se alegró de ello.
—¿Es novio suyo ese oficial yanqui? -preguntó una tarde don César.
Lillian vaciló. Iba a decir que la pregunta resultaba impertinente; mas recordando su propio viaje, y sus palabras acerca de los motivos del mismo, tuvo que contenerse. No podía acusar de impertinente a quien preguntaba aquello.
—En realidad, aún no somos novios -confesó-. íbamos a serlo cuando estalló la guerra. Yo le seguí.
—¿Dónde está el afortunado?
La pregunta estaba exenta de ironía. Lillian no pudo enfadarse tampoco.
—Bajó a Los Angeles; pero creo que volverá pronto.
—¿Se casarán?
—No depende sólo de mí -respondió la joven-. California está llena de muchachas bonitas. Puede encontrar otra que le guste más que yo.
—Es difícil que encuentre otra más preciosa que usted -replicó don César-. En realidad, es imposible; pero de gustos nada hay escrito. Particularmente, yo me alegraría. ¿Y usted?
—Debo contestar que su pregunta es muy impertinente, don César.
—Eso ya lo sé.
Lillian le miró desconcertada.
—Si lo sabe, ¿por qué me la hace?
—No me ha entendido usted, Lillian. Quiero decir que yo sé que usted debe contestar lo que ha contestado; pero el cumplir un deber no siempre implica satisfacción por ello. El soldado que forma parte del pelotón que fusila a un patriota cumple con su deber; pero no está satisfecho. Por su gusto no faltaría a nadie. ¿Por su gusto, Lillian, se alegraría o no?
—No me llame Lillian. En mi país el uso del nombre de pila implica una gran intimidad.
—Es una de las pocas cosas de su país que me parecen excelentes -sonrió don César-. Además, su nombre es precioso, Lillian.
—¿No me ha entendido?
—Sí, Lillian. La he entendido.
—Entonces... creo que ha habido excesiva intimidad entre nosotros. Debemos rectificar nuestro comportamiento.
—Eso mismo vengo pensando desde hace unos días...
De pronto don César levantó la vista al cielo, exclamando:
—¡Oh! ¡Un cóndor! Nunca había visto uno en California. Suelen vivir en los Andes peruanos.
Lillian, instintivamente, alzó la vista y trató de dar con el pájaro. Como no lo veía, don César le señaló el cielo y la movió por los hombros, para que su mirada encontrase el cóndor. Cuando la tuvo como deseaba la besó.
Cuando cesó el hechizo, no supo qué decir. Estaba avergonzada y, al mismo tiempo, sentíase inmensamente feliz. El silencio entre ambos se prolongó excesivamente. Era un silencio que decía las cosas que los labios eran incapaces de formular.
Siempre sin hablar regresaron hacia la costa. El sol descendía hacia el mar tiñendo de rojo las estiradas nubes. Don César colocó su manta de vivos colores sobre una roca, para que Lillian se sentara. El se recostó junto a ella, quedando un poco atrás.
—Me gusta ver morir el día -murmuró-. Me gusta la nostálgica serenidad del anochecer. Cuando usted se haya ido lejos de aquí, vendré todas las tardes a recordarla. Veré marcharse el sol y pensaré que también se marchó mi amor. Dondequiera que usted se halle, Lillian, notará que la estoy recordando.
Le hablaba en inglés, con dulce acento californiano.
—¿Por qué ha de llegar la noche? -preguntó Lillian-. ¿Por qué no podemos detener al sol e impedirle que nos obligue a seguir viviendo nuestra rutina?
—El sabe más que nosotros y no quiere detenerse. La dicha suprema es como uno de esos perfumes concentrados que se sirven en un frasquito minúsculo, porque una sola gota perfuma durante meses. Una gota de felicidad basta para perfumar toda una vida.
El sol desapareció en el mar; pero las nubes aún conservaron durante varios minutos el rubor que les comunicaba su invisible beso. Luego, poco a poco, la noche avanzó por el cielo y el viento, que había cesado, como siempre, volvió a soplar. Traía cantos de grillos y perfumes de madreselvas. Lillian sentíase tan dichosa que empezó a llorar.