CAPÍTULO VII

La casa trescientos nueve de la calle de Carson era de dos pisos y planta baja. También había resistido al terremoto y al incendio, lo cual hacía pensar que la cosa no fue tan terrible como afirman los que lo vieron. De piedra gris, grandes ventanas cubiertas por oscuras persianas, a través de las cuales se filtraba un poco de luz del interior, presentaba un aspecto acogedor, caliente, de casa amable y ansiosa de visitas. No había en ella ninguno de esos sellos característicos de las casas de misterio, donde se cometen crímenes espantosos al compás de la tormenta que hace batir alguna contraventana.

Susana había recibido las últimas instrucciones de Duke. Éste la vio dirigirse hacia la casa, y volviéndose hacia Parker, a quien acompañaban unos quince hombres repartidos por los portales próximos, advirtió:

—Yo entraré en la casa tan pronto como se cierre la puerta.

Al hablar jugueteaba significativamente con unas varillas de acero dentadas de distintas formas. Eran útiles de robo, con los cuales una mano diestra podía abrir cualquier puerta.

—¿De dónde ha sacado eso? —preguntó Parker

—Perteneció a Houdini, el mago. Con estos instrumentos realizó muchas de sus grandes hazañas. Pagué por ellos veinte mil dólares y lo consideré una ganga. Houdini, antes de morir, dio orden de que fueran destruidos; pero alguien los salvó, y como no se atrevía a utilizarlos, me los vendió. Ya ha oído lo que dije a Susana, si nos encontramos en peligro, procuraremos gritar o romper alguna ventana. Entonces carguen contra la puerta y acudan en nuestra ayuda.

En aquel instante, Susana llegó a la puerta y pulsó el timbre. Con el corazón latiéndole en la garganta, aguardó, temiendo y deseando, a la vez, que abrieran la puerta y comenzase la acción.

Fue el propio Pike Brandon quien acudió a abrir.

—Buenas noches, señorita Cortiz —saludó.

—Buenas noches.

Brandon se hizo a un lado y la joven entró en la casa. Entre la puerta de la calle y la que daba al vestíbulo se abría una especie de vestíbulo más reducido que, al cerrarse la puerta de la calle quedó en densa oscuridad.

Susana sintió, súbitamente, que el terror se abalanzaba sobre ella, aferrándola con sus invisibles garras. Oyó cerrarse la puerta y luego el suave resbalar de la cerradura y el retirar de la llave. La huída hacia el exterior quedaba cortada.

Con un estremecimiento sintió pasar junto a ella a Brandon, que abrió la puerta que daba al iluminado vestíbulo. Susana cruzó el umbral y la luz devolvióle algo del valor por un momento perdido.

—¿Deseaba verme a mí? —preguntó Brandon.

—No creo que sea de usted esta casa.

—No, es de mi jefe. Del señor Boyle. La está esperando.

—Perfectamente.

—¿No le extraña?

—No. Suponía que había alguien detrás de usted, y nadie mejor que su jefe. Al fin y al cabo él probaba su coartada y usted la de él.

—Entonces, ¿por qué me dijo que el señor Boyle me había hecho traición?

—Para oír lo que usted replicaba.

—¿Escuchó la conversación que sosteníamos su amigo y yo?

—Sí.

—¿Qué persigue Duke?

—Al asesino de Rin Tin Tin.

—¿Sólo?

—De momento sólo a él.

—Acompáñeme. El señor Boyle quiere hablar con usted.

—Le advierto que si dentro de una hora la Policía no tiene noticias mías... acudirán a buscarme aquí.

—Lo creo. Estábamos seguros de que tomaría usted esa precaución y por ello hemos montado un servicio de vigilancia en todas las comisarías y en Jefatura. Sabemos que la Policía no tiene orden de hacer nada de cuanto usted dice. Nuestro servicio de información es perfecto. Suba por esa escalera y exponga sus condiciones al señor Boyle.

—¿Trabajan juntos?

—Sí. ¿Por qué?

—Será muy emocionante verles morir juntos en la cámara del gas. Podrán explicarse mutuamente si el morir ahogado por esos vapores tóxicos es más agradable que la electricidad o la cuerda de cáñamo.

—Según como usted podrá comprobar, algo por el estilo. El cuchillo es un elemento de muerte tan antiguo que, sin duda debe de tener muchas ventajas sobre los demás, desde el instante en que ha perdurado hasta nuestros días.

—Rosalind Cromwell sabe algo de eso, ¿no?

—Quizá —sonrió duramente Brandon, empujando a Susana hacia la escalera—. El jefe la aguarda. Lo encontrará en la habitación que queda frente al último tramo de la escalera.

Susana subió hasta mitad de la escalera y entonces se volvió, mirando hacia abajo y viendo a Brandon que la seguía con la mirada. Volviéndose reanudó la marcha y fue a llamar a la puerta que le había sido indicada.

—Adelante —ordenó una voz.

Susana abrió la puerta y entró en un amplio y lujoso despacho. Al otro lado de una pesada mesa vio al inconfundible Gart Boyle.

Súbitamente comprendió que el hombre a quien había visto abrir el garaje era el mismo que tenia delante.

—¿Qué desea usted, señorita Cortiz? —preguntó.

—He venido a hablar con el señor Brandon...

—Puede hacerlo conmigo. ¿De qué se trata?

—Preferiría hablar con el señor Brandon —insistió Susana.

Frunciendo el entrecejo Boyle insistió:

—Puede hablar conmigo.

—Ya le he dicho que prefiero hacerlo con el señor Brandon. Se trata del atropello de un perro.

—Entonces hable conmigo. El señor Brandon no sabe nada de eso.

—El atropello fue cometido por su auto.

—Pero no lo guiaba él —declaró Boyle.

—¿Pues quién lo guiaba?

—Yo.

—Entonces ¿mató usted a Rin Tin Tin?

—¿Se refiere al perro lobo?

—Sí.

—Lo maté yo.

—¿Y mató también a Terrence Pellton?

—También,

—¿Y a Rosalind Cromwell?

—A ella no la maté yo.

En aquel momento abrióse la puerta y Susana comprendió que Brandon había entrado en la estancia. Una carcajada llegó hasta ella.

—Por lo visto la señorita sabe muchas cosas —dijo Brandon.

Susana volvióse hacia él y, de pronto, comprendió que todo estaba perdido. Aquellos hombres estaban muy seguros de ellos mismos y habían tomado las necesarias precauciones para que todo intento de rescate fallara.

—Examina lo que lleva en ese monedero que parece una cartera de cobrador de tranvía —ordenó Boyle.

Brandon arrancó el bolso de Susana y lo abrió, tirando sobre la mesa el revólver y el cuaderno de taquigrafía. Al mismo tiempo que guardaba el revólver en uno de los cajones, Boyle se precipitaba encima del cuaderno. La alegría iluminó su semblante.

—¡Imbéciles! —exclamó, soltando una victoriosa carcajada—. ¡Imbéciles! Me entregan la única prueba que existía contra mí,

Abrió nerviosamente el cuaderno y examinó las hojas escritas. En seguida las arrancó y, haciendo pedazos el cuaderno, lo arrojó al fuego junto con las dos primeras hojas. La estancia se llenó del olor a papel quemado, mientras el abatimiento y la derrota se pintaban en el rostro de Susana.

—Muchas gracias, señorita Cortiz —dijo Boyle—. Ese cuaderno era lo único que nos faltaba para borrar todas las huellas que podios acusarnos.

—¿Y el auto? —logró preguntar la joven.

—En el fondo de la bahía. Jamás será encontrado. Los labios de Rosalind Cromwell no podrán decir la verdad y los de Julie Givens están cerrados para siempre. Sólo nos falta a su amigo Duke. Dentro de unos instantes procurará entrar en esta casa. Seguramente tratará de hacerlo por alguna ventana, o quizá por la puerta. Ese detalle carece de verdadera importancia. Lo cierto es que, entre por donde entre, se hallará con un inesperado recibimiento. Ya que ha hablado de Rin Tin Tin, le diré que yo también tengo un perro que se llama así; pero es tan salvaje y feroz, que no podemos tenerlo suelto por la casa, pues destroza a todo aquel que se pone en su cansino Creo que ahora está suelto, ¿verdad, Brandon?

—Sí, jefe.

—Me lo estoy imaginando corriendo de un lado a otro del pasillo o disponiéndose a saltar sobre su amigo Duke Straley, quien hallará la muerte al intentar meterse en una casa ajena, muerte muy justa, ya que la Ley concede a toda persona honrada derecho a defender su hogar como lo crea más conveniente.

Susana sintió oprimírsele el corazón. Aquellos enemigos eran más peligrosos y más astutos de lo que Duke había previsto.

Volviéndose vivamente, la joven quiso alcanzar la puerta; pero el brazo izquierdo de Brandon le rodeó el cuello y la obligó a quedar inmóvil.

Permaneció así unos instantes y, de pronto, se oyó en la planta baja un feroz ladrido.

Por un momento Susana sintió que la presión contra su cuello cesaba. Aprovechando la pausa, pisó con toda sus fuerzas el pie derecho de Brandon, que la soltó lanzando un grito de dolor.

Cuando iba a lanzarse de nuevo contra Susana, Boyle dijo:

—No importa. Puede estar suelta.

Había empuñado el revólver de Susana y apuntaba con él a la muchacha.

—Baja a ver la que sucede. En cuanto Rin Tin Tin haya destrozado a nuestro amigo procura encerrar al animal. Puedes, incluso, matarlo. Eso nos justificará. Podremos decir que se ha hecho lo posible por salvar la vida de ese hombre. ¿Llevas tu pistola?

Por toda respuesta Brandon mostró una Colt automática del nueve largo y abandonó la estancia, cerrando tras él la puerta. Boyle escuchó sus pasos y cuando se apagaron miró sonriente a Susana.

—Mala suerte, señorita —dijo—. Quisieron roer un hueso demasiado duro. Llevo muchos años dedicado a hacer frente a enemigos peligrosos. Nada me pilla desprevenido...

Sin embargo la reacción de Susana le cogió enteramente desprevenido. De un felino salto la joven habíase lanzado sobre la máquina de escribir colocada sobre una mesita inmediata a la mesa de trabajo.

Levantando en alto la pesada máquina corrió hacia la ventana.

—¡Quieta! —ordenó Boyle—. ¡Quieta o disparo!

Levantó el percusor, esperando que el ruido contuviera a Susana, pero la muchacha siguió su carrera y, con toda su fuerza, lanzó la máquina contra el cristal.

La pesada Underwood atravesó el cristal y la fuerte persiana con un violento estrépito, al que se unieron tres detonaciones casi instantáneas.

Pero los disparos no contuvieron a Susana Cortiz. Dando media vuelta se precipitó hacia la mesa y agarró un pesado tintero de cristal.

Boyle disparó dos veces más antes de darse cuenta de que el motivo de que Susana no cayese muerta o herida no era que los disparos fallasen, sino que los cartuchos disparados no contenían bala alguna.

¡Eran cápsulas de fogueo que había proporcionado el capitán Parker!

El último e inútil disparo coincidió con el estrellarse del tintero contra el brazo de Boyle. Fue un movimiento instintivo por parte de Boyle, quien si se salvó de caer sin sentido, no pudo, en cambio, evitar que la tinta le inundara el rostro.

Medio cegado por, ella conservó, no obstante, la necesaria serenidad para lanzarse a los pies de Susana y derribarla por tierra cuando la joven estaba a punto de cruzar el umbral del despacho. En seguida la volvió a arrastrar hacia dentro y luego llevó la mano derecha hacia la culata de la pistola que guardaba en una funda sobaquera.

Cuando el arma salió de su funda, Susana, con el traje hecho jirones, saltó hacia la protección que podía ofrecerle la mesa de despacho. Sonaron dos disparos y Susana comprendió que seguía viva y no herida porque podía moverse y no sintió ningún golpe. En cambio se dio cuenta, por el característico ruido de la madera astillada, que la pistola de Boyle no disparaba cápsulas de fogueo sino plomo blindado con níquel.

En el suelo Susana vio una jarra termos, de las usadas para conservar fresca el agua. Era un objeto pesado debido, sobre todo, a su funda de bronce. Un veloz movimiento lanzó la jarra por encima de la mesa hacia donde debía de estar Boyle.

Éste lanzó una maldición, exclamando:

—¡Maldita leona!

Un momento después Susana se dio cuenta de que Boyle estaba de pie junto a la mesa y que se inclinaba para ver dónde ella estaba.

Fueron unos momentos de silencio en el despacho que permitieron oír algo de lo que ocurría en el resto de la casa. Un aullido feroz quedó cortado por un plañidero alarido; luego sonaron, casi a la vez, dos disparos, en tanto que en la calle se oían sonar los silbatos de la Policía.

Susana comprendió que Boyle necesitaba salir en seguida de allí y que no podía dejarla viva tras él. Esta seguridad le hizo sentir como si la hubieran vaciado por dentro, especialmente por el estómago, donde sólo notaba un hueco muy grande.

La mano de Boyle apareció por el borde de la mesa. Iba armada de una pistola automática del 45, cuyo enorme cañón parecía mirar en busca de una víctima propiciatoria.

Susana no quería ser esa víctima y su mano derecha se lanzó a apresar la muñeca de Boyle. Éste esquivó a tiempo y antes de que la muchacha pudiera retirar la mano, el hombre descargó contra ella un salvaje golpe con el cañón del arma.

La sangre refluyó del herido miembro, y Susana tuvo la impresión de que su mano habíase convertido en una esponja. Un dolor de agonía la llenó haciendo que por un momento perdiese la noción de las cosas.

En medio de aquella niebla Susana vio como Boyle se colocaba frente a ella y sin prisas se disponía a disparar la pistola.

Luego una detonación resonó en el despacho.