E pílogo

El rey soñador

Atino Domini 1275

«Quien escribe, vive dos veces.»

El rey esperaba a Beltrán en el Alcázar. Tras varias semanas de ardua labor, donde casi había perdido las pestañas con el sebo de los velones, había concluido venturosamente el memorando para Roma, y debía entregarlo sin dilación en sus manos. Mientras caminaba al encuentro del monarca, se dijo que en sus manos llevaba el fruto de sus recuerdos: latido tras latido, el pasado había comparecido en su mente, pues tenía bien plantadas las raíces de su memoria; se había entregado con gusto a la deliciosa tarea de las remembranzas, colmándolas de significación. La esencia de la evocación no había modificado el pasado, y éste había irrumpido transparente para ensamblarse con fidelidad, sin palabras precipitadas ni vacías. Sólo la verdad, pura y diáfana, los dilemas de los personajes entre la fe y la sumisión, los fracasos, las victorias empañadas de duelo, las verdades ocultas. El recuerdo lo había hecho mejor y le había preparado para escribir este memorial para el papa Gregorio X, solicitado por su rey, amigo y señor don Alfonso X de Castilla y León.

La Secretaría Apostólica lo esperaba con su conocida urgencia y discreción. Entró un tanto aturdido.

Las malas hierbas y las hiedras cabalgaban por el abandonado jardín, asfixiando las fuentes. ¿Cómo podían haber cambiado tanto los patios donde había asistido a las veladas de música y paseado con el rey entre el aroma de los azahares? El aire parecía enrarecido, y la alcazaba sevillana, una lúgubre mole de abandono.

Alfonso, de pie frente al ventanal, estaba sumido en sus cavilaciones. El insomne, enfermo, solitario y perseguido monarca observaba los nublados que arribaban desde el poniente. Y tal como pasaban ante sus ojos, en su mente desfilaban también los avatares de su vida reciente, la dolorosa pérdida del Imperio, el desmantelamiento de la Cúpula Mundi, el olvido de los que lo aclamaban como emperador, la cruel hostilidad de su hijo Sancho y de doña Violante, y la ingrata oposición de la nobleza, que lo acorralaba con sus jaurías armadas en la madriguera de Sevilla.

Se volvió, cansado de lamentarse estérilmente. Estaba deseoso de leer el memorial de Beltrán Sina que aguardaban los curiales del archivo secreto de Letrán. Los granos de arena del reloj de su escritorio caían inexorables en el cono inverso de cristal, cuando escuchó unos pasos sin espuelas. Aguzó los oídos. Todo le daba miedo, hasta unas pisadas amigas.

— Don Alfonso me ha llamado. Anunciadme -ordenó Beltrán al oficial de la guardia, quien lo había detenido.

El bibliotecario real atisbo en la expresión del rey una mueca de amargura al besar su mano. Poseía el mismo ánimo de un presidiario enojado con el mundo y la nostalgia sombreaba sus ojos, pues sucumbía hostigado por los de su sangre; y a un hombre que todo lo dio, no le cabía más martirio que ser rechazado. Se adelantó, y a cada paso que daba, con su cara tumefacta y espantosa, parecía que se iba acercando a la fosa.

— Heme aquí, rey clementísimo. Salutem.

— Bienvenido, Beltrán. No he hecho otra cosa en estos últimos días que rehacer las rimas de unos poemas, y esperar tu crónica.

— Mis párpados están quemados por la cera y mis manos sucias del negro atramentum -dijo Sina-. De paso he recordado aquel tiempo feliz y he consumido más aceite y pabilos que en toda mi vida de estudio. Por mi mente han pasado alegrías, sinsabores y añoranzas, y creedme que me sentí como un doncel que retornara a la juventud. La vida es efímera, y no he buscado el elogio, ni de vos, ni de Roma. Tan sólo la verdad, señor.

— Hemos sobrevivido a muchos de los personajes de esta tragedia, que no es poco, aunque la' partida que inicié la he perdido irremediablemente. Lo que me rodea está infectado de alacranes, cuyos aguijones llevo clavados en mi corazón -se quejó apesadumbrado recordando el hecho imperial.

— Los grandes hombres no deben arrepentirse de sus actos, señor, pero aprendisteis tarde. Así como el mar no tiene vecinos, el rey carece de amigos -le recordó, aunque fuera demasiado tarde.

— No sujeté las riendas de mis sueños y me aboqué al desastre. Pero qué le vamos a hacer. He perdido, y ya de nada hay que lamentarse.

— Supisteis estar en vuestro sitio y el orgullo de una generación legendaria de reyes desaparece con vos. Quiera Dios que vuestro hijo don Sancho la perdure.

El príncipe frunció el entrecejo y movió la cabeza con aflicción.

— ¿Sancho? Ha sido criado en el odio y apenas si lo reconozco como a hijo mío -replicó-. Lo quise ver humillado y postrado a mis pies, pero ahora sólo lo quiero sentado a mi lado. ¡Qué paradójica es la vida! A veces hubiera preferido ser un labriego perdido en una aldea, que un rey derrotado como yo. ¿Crees que he sido negligente con mis obligaciones?

— No, en modo alguno, mi señor. Pero los negocios del Imperio ya han tragado a muchos reyes eminentes. Jamás os comportasteis como un tirano, y eso ya resulta insólito en un monarca -se sinceró.

— Traté de no confundir sentimientos y gobierno, pero los que consideraste leales te dan la espalda cuando has perdido -se lamentó.

— En Castilla es costumbre humillar a quienes fracasan -apostilló Sina.

— Conozco la impiedad de los corazones negros de los traidores. La sufro cada día -corroboró-. El único remedio sería atacar, pero no tengo fuerzas. Una fatal conjura de astros se ha dispuesto en mi contra. Lo he observado en el cielo con los astrolabios. Bueno, no quiero entristecerte con mis pesares, deja esos pliegos aquí. Los leeré, y cuando acabe te llamaré.

Beltrán abrió las tapas gofradas y el soberano puedo leer el inicio, en una elegante letra sajona, y en un latín perfecto y académico.

Rectio, Cancillería de Letrán. Al Siervo de los Siervos de Dios, Gregorio, papa décimo, representante de Cristo en el valle de Josafat, por la Gracia del Padre Eterno.

A Gregorio, papa X, Pontífice Máximo. ROMA

En el año 1275 de la Encarnación de Nuestro Señor Jesucristo. Consultationi vestrae Gregorius, Servus Servorum Dei, taliter respondemus. Ego, Beltramus filius Andreas Sina, dixi sub divina clementia. Confirmans, Adephonsus rex X Castellae.

— Ardo en deseos de comprobar cómo has contado hechos de tanta relevancia para mi reinado -exteriorizó al palpar los folios crujientes.

— Sólo confío, mi señor, en que ese testimonio obtenga el favor de la inmortalidad, aunque no de la notoriedad. Sólo eso. Os lo aseguro.

— Te convocaré en unos días y lo comentaremos. Ve en paz -manifestó y le dio a besar su mano.

— Quedad con Dios, mi rey y señor.

Seis días después, don Alfonso convocó de nuevo a Beltrán.

Los escasos cortesanos que lo asistían deambulaban perdidos por el Alcázar, y de sus principescos salones emergía la tristeza, la desidia y el silencio. Mientras ascendía por los corredores sentía que ojos invisibles lo taladraban a sus espaldas.

— ¡Su alteza me espera! -le comunicó al capitán.

Al penetrar en la sala, el rey lo miró con gesto de inefable amistad.

Rápidamente le participó que sus opiniones sobre la carrera por la Corona del Sacro Imperio no podían haber sido más acertadas, pues donde pesaban tantas sospechas, se había hecho la luz de la autenticidad. Beltrán constató que a su señor el asunto del Imperio le provocaba sensaciones contradictorias. Pero su soberano parecía liberado.

— Alteza, quizá al archivo secreto de Letrán y a Su Santidad el papa Gregorio no le agrade todo lo que aparece en el documento que os he escrito.

— Siempre me inspiraste una confianza ilimitada y el fecho del Imperio fue un acontecimiento que conmocionó mi vida. Estoy muy satisfecho. Había verdades que merecen la atención del Papa y otras no. Bien diferenciado.

— Es una crónica de sentimientos, almas rasgadas y egoísmos mal comprendidos. Creo que no os tacharán de hereje por vuestra relación con infieles.

— Ya todo me da igual, Sina -testificó-. En el fondo, si te soy sincero, la respetabilidad de la curia romana y lo que piense Gregorio me importan una higa. No quiero pedir disculpas y sólo Dios me juzgará. Únicamente pretendo ser digno de mis antepasados. Pero he de confesarte que ni yo mismo hubiera sido capaz de escribir una sucesión de hechos tan cabal y acertada.

Los embriagadores elogios del monarca lo halagaban, y sonrió.

— Gracias, mi señor, me aduláis, cuando yo os tengo como mi maestro. He sido el cuidador de vuestra alma y sé el valor que atesoráis.

— Cuando leía cómo los sucesos de la política me han arrebatado parte de mi vida, pensé que tú, mi leal, mi buen vasallo y mejor amigo, me devolvías en cada hoja mi pasado reciente para que lo viviera dos veces y sufriera otras tantas. Pero para mi asombro no sentí dolor, sino consuelo y dicha. Analicé mis errores, pero también mis actos de justicia, llenándome de confianza, pues he comprobado que a los ojos del mundo obré con honradez. Nunca dejarás de hacer milagros con mi alma desollada, Beltrán. Que Dios te lo premie.

El médico del alma llegó a ruborizarse y comentó complacido:

— No existe placer comparable al de pisar firme el terreno de la certeza.

— San Isidoro nos señala que la verdad, cuando es dulce, sirve para perdonar, y cuando es amarga, para curar. Esperemos que el papa Gregorio se libere de sus suspicacias hacia mí -dijo el monarca y sonrió levemente.

— ¿Y qué os ha parecido el tratamiento dado a las aspiraciones de la muy secreta e invisible Cúpula del Mundo, señor? -rogó Sina con llaneza.

— ¡Exquisito! Que prevalezca la certeza pura -confirmó-. Me había seducido el ofrecimiento de la Cúpula del Mundo. ¿Quién no se sentiría halagado? De todas formas, siempre me pareció una entelequia que navegaba entre el mundo de la fantasía y el secretismo más absurdo. Nunca comprendí sus verdaderos objetivos. Pero la llegada de los mongoles al Mediterráneo ha aterrorizado tanto a la cristiandad como al soldán de Egipto y todo se ha ido al traste. Además, la política de la Orden Teutónica ha cambiado. Ahora sólo mira al norte de Europa. Roma ha puesto fin a sus sueños ecuménicos dejando entrever que su cruz negra olía al hedor diabólico de la herejía.

Ya únicamente les seduce crear un Estado en Prusia. Mis agentes me aseguran que han desviado sus fuerzas hacia el norte de Europa, donde están instaurando un Ordenstadt, o sea un principado como al parecer quieren fundar los templarios en el Languedoc, con la oposición de Roma y del rey de Francia.

A Beltrán, la revelación le pareció sumamente delicada.

— ¿Queréis decir que los monjes de la cruz negra han abandonado su posición de preeminencia en la Cúpula del Mundo y que canalizan su vocación hacia el Báltico? ¿Ya no les interesa la unión de pueblos?

— ¿De qué te extrañas? Nunca les interesó, tal como lo has explicado en tu memorando, Beltrán -negó Alfonso-. El papa Gregorio los llamó a capítulo y los amenazó con disolver la Orden si seguían con sus veleidades políticas con los asesinos de Alamut y como adalides de la secreta Cúpula Mundi, y todo se evaporó como el humo.

Sina no comprendía cómo se puede cambiar tan prontamente de idea. Pero claro, estaba el poder del mundo de por medio. Instintivamente pensó en Von Drakensberg y estaba seguro de que su rey sabría algo de él.

— No puedo creerlo. En este envite, la cruz ha vencido a la espada -opinó, y preguntó-: ¿Sabéis algo de frey Hermann? Me agradaría abrazarlo.

El monarca se incorporó ligeramente del sillón y aclaró misterioso:

— Sí, sé de su suerte, a mi pesar. El prior teutón, frey Heldrungen, me escribió una carta obsequiosa en la que decía de todo en contra del Papa, la Santa Sede, mi primo Otakar, de quien asegura ha perdido el juicio, y los príncipes franceses Anjou, los verdaderos causantes de mi eliminación como candidato al trono imperial. En la posdata me refería una noticia de frey Hermann que me conmocionó. Era un hombre de personalidad dual y atormentada. No era la persona que yo creía y me decepcionó.

— Pero ¿le ha ocurrido algo adverso, alteza? -se interesó inquieto.

— Sí, lo irremediable. Hermann von Drakensberg, el Caballero del Dragón, murió en acto de servicio y de una forma terrible cuando tú sufrías cautiverio, defendiendo la enseña de Nuestra Señora en tierras de paganos. Tal vez el destino le propició la muerte que merecía y que tanto buscaba.

Una inquietante seducción por el personaje le hizo exclamar a Sina:

— ¡Por san Miguel y san Jorge!

— Comprendo tu decepción -le aclaró el rey-. Según el gran maestre, el viejo príncipe lituano Mindaugas y su sobrino Treniota, enemigos declarados de la Orden, simularon convertirse al cristianismo, pero seguían ofreciendo sacrificios humanos a la deidad germánica Divericks, el dios liebre. Consiguieron unir a su causa a los prusianos, a los rusos y a las terribles tribus de los kurs, y tramaron una emboscada contra una hueste de caballeros de la Orden que comandaba el propio Von Drakensberg. Cortándole el camino de retirada, la mesnada de monjes guerreros se vio obligada a refugiarse en un laberinto de bosques, lagos y pantanos que no conocían, donde fueron cercados y aniquilados. Con los pesados indumentos de guerra, las armaduras y los caballos enlorigados, eran una presa fácil para sus atacantes y no pudieron llegar al río Niemen, como pretendían. Los acosaron durante un mes sin tregua. Unos murieron a saetazos; otros, de hambre y frío, o acosados por las ventiscas de nieve, y algunos, abatidos por los machetes de los bárbaros de Treniota que bebían endemoniados la sangre de los moribundos. Los más desaparecieron devorados por los lobos, tragados por los pantanos o por el deshielo súbito de los ríos. El caso es que de la mesnada de Drakensberg nada se supo jamás. Se esfumó entera. Y nuestro caballero murió batallando por la fe de Cristo.

Beltrán recordó que aquellos mismos bárbaros norteños habían asaltado el santuario de San Olav, y evocó sus cuerpos descoyuntados en los árboles de Nidaros con Drakensberg como testigo. ¿Sería su destino morir a manos de los que combatió con tanto ahínco?

— Una muerte tremenda para un alma valerosa, aunque atormentada -dijo Sina-. Parecía poseer un corazón de piedra, pero yo lo vi sangrar y temblar.

— Los héroes no siempre responden a lo que esperamos de ellos. Drakensberg era una persona paradójica, créeme. Fantaseó y exageró mucho con su misión. Nunca supe lo que realmente vino a hacer a estos reinos.

— No sabéis lo que lo lamento, pues yo le entregué mi amistad. Luchó con rudeza y precipitación contra los infieles y contra sus sentimientos. Y así fue su vida -se apiadó Sina-. Dios lo tenga a su lado, a pesar de sus yerros.

Permanecieron unos instantes callados y Beltrán le preguntó afable:

— ¿Y no parece a vuestra alteza que la conciliación entre las dos creencias, el islam y la cruz, resulta irrealizable?

— Yo -se defendió Alfonso- pretendía reinar sobre lo que nos une y no sobre lo que nos distancia. Los hombres no han de ser únicamente libres, sino iguales, y apoyar el progreso moral de las dos civilizaciones partiendo de un punto de encuentro. Un rey, una espada, una nación única.

Sina rebatió con la cabeza. Su opinión era contraria.

— He convivido con ellos en Granada, alteza, y os aseguro que rechazan con vehemencia nuestro credo y abominan de nuestras costumbres. Las detestan -objetó Sina-. Nos son hostiles por naturaleza. O conmigo, o contra mí. No se doblegarán nunca ante la cruz, mi señor. Posiblemente en los siglos venideros sea como decís, pero no ahora. La inmovilidad del islam y la salvación sólo dentro del Evangelio son un gran obstáculo para la convivencia. Las cruzadas a Tierra Santa han abierto una llaga difícil de restañar. Han corrido ríos de sangre y se precisarán siglos para olvidarlas.

— Pues si no es la paz y el encuentro, será la destrucción -aseguró Alfonso, que entró en uno de sus acostumbrados mutismos, en los que su mirada se volvía sombría y distraída, dando la impresión de hallarse ausente y atrincherado en sus dudas. Sina atisbo un breve fulgor en sus ojos, y aguardó sus palabras.

El sol del río Guadalquivir entraba a raudales en la cámara real, como si fuera el reflejo de un torrente de oro. Iluminaba con sus haces dorados los tapices flamencos y las imágenes que siempre acompañaban al rey, y las armaduras que habían pertenecido a sus antepasados.

— ¿Y qué piensas hacer ahora? ¿Seguirás ejerciendo tu profesión, regresarás a Toledo? -se interesó el monarca.

El sanador del alma habló con la seguridad de que sorprendería al monarca.

— Mi señor, Gudleik y yo hemos recibido una carta de su eminencia el arzobispo Peter Hamar invitándonos a Bergen para resolver el asunto de las reliquias de san Olav. Pero a vos no os voy a mentir, Piissimus rex. Nos hemos propuesto viajar a Noruega para que nuestro nombre pase al olvido en este reino. Pero mantenedlo en secreto, os lo ruego.

El rey contrajo su faz, apesadumbrado, expresando su contrariedad.

— ¿Estás loco, Beltrán? ¿Quieres tentar al destino por segunda vez y encontrarte de nuevo con esos piratas andrajosos?

— No le temo a la muerte, sino a la deslealtad y a la traición, mi rey. Regreso a Noruega porque me empuja mi corazón y porque parece que me faltara una pieza en el rompecabezas de mi vida -se defendió.

— La tabla azul y los ojos de Cristina te hechizaron, ¿verdad? No serías un hombre si no te hubiera embelesado esa dulce mujer. A mí también me atrapó, pero tenía que aparentar lo contrario.

— Es posible, mi augusto señor. Pero si un terremoto se ha llevado las ilusiones de un hombre, tal vez esos dos señuelos puedan ayudarle a recuperarlas.

— Veo que aquellas tierras y mi cuñada muerta, a la que yo también admiré, se te han colado como una flecha en tus entrañas. No te lo reprocho.

— Perdí a mis padres y a mi hermano. Ya no tengo a nadie, ni bocas a las que alimentar. Por eso os ruego con respeto y en la más estricta reserva, no sea que el azar vestido de un ser infame vuelva a entregarnos a nuestros enemigos, que me desliguéis del vasallaje que os debo. Ha sido una decisión muy meditada. Gudleik y yo partimos en breve hacia las regiones hiperbóreas, alteza.

— Siempre tuviste espíritu inquieto y tus inclinaciones te dominan -afirmó Alfonso-. Está bien, accedo a tu ruego.

— Gracias, señor -replicó Beltrán bajando la cabeza-. Mi destino está en unas fronteras gélidas pero hermosísimas que alguna vez habría de traspasar. Cuando murió doña Cristina pensé que su recuerdo desaparecería para siempre, pero la cautividad lo ha agrandado. Y ya que no es posible llegar al final de la búsqueda del felón que me traicionó, he decidido partir.

— La condición esencial del ser humano es el estupor, el miedo, la insatisfacción.

— Por eso las aguas de mis recuerdos no hacen sino revolverse cada día más, y quiero amansarlas en las tierras que la vieron nacer, y donde fue dichosa doña Cristina, mi señor. Su imagen se me aparece en sueños, y aunque no turba mi pensamiento, me recuerda una promesa que realicé y que no he cumplido con peligro de la salvación de mi alma. Nada es tan hermoso como la tierra donde uno fue feliz.

— ¿Qué extraño poder tenía esa dulce hembra que tanto nos encandiló?

— Era un ser multiplicador de afectos, y su candidez y entendimiento atraían. Pero Dios, señor de la vida y de la muerte, quiso arrebatarla de nuestro lado. No obstante me preocupa vuestro ánimo, mi rey.

El soberano hizo un gesto de amargura y ocultó el rostro entre las manos. Apagó un lamento y alzó su mirada con dignidad.

— Es cierto que me hallo en una situación desesperada, abandonado por mi pueblo y por los que más amo. Precisaría de centenares de horcas para pacificar el reino, pero se ha apaciguado mi ansia de desquite. Mi hermano don Manuel y el arzobispo don Raimundo han arbitrado mis diferencias con Sancho, mi pérfido segundo hijo, y con mi esposa. Al fin he reconocido sus derechos al trono, único camino para la reconciliación. ¿Y qué he de hacer sino aceptar?

— Esa concordia traerá la paz que vuestro espíritu necesita. Aceptadla.

— Así lo creo -aseguró Alfonso-. Estoy cansado de luchar.

— Debe de ser terrible hallarse atrapado en este palacio, mi rey y señor.

— Lo es, amigo mío -declaró con tristeza-.Ya no tengo fuerzas y sólo deseo vivir con serenidad lo que me resta de existencia dedicado a mis versos, la astronomía y la alquimia. La realeza de Castilla jamás soportó tanta desobediencia. Pero mientras duraron mis sueños, me sentí como un coloso, créeme. Estoy en deuda contigo, Beltrán, por eso voy a ser yo mismo y en el más riguroso de los secretos, quien dispondrá tu viaje, para que su final resulte venturoso. No saldrás de ningún puerto de Castilla, sino desde Portugal, del puerto Do Restelo, de Lisboa. Escribiré a mi yerno, el rey don Dionís, y con otros nombres llegaréis a vuestro destino, sanos y salvos en una flota de quince barcos de la Liga Hanseática, que parte para Lubeck y Bergen todos los años en la festividad de la Asunción. No existe armada más segura. Se precisaría de toda una escuadra para atacarla.

Los ojos almendrados de Sina soltaron una lágrima solitaria, que fue a disiparse en su barba cerrada. Besó la mano de su rey y le dijo:

— Gracias, mi señor. Mi agradecimiento hacia vos será perpetuo. Sólo vuestro corazón podía comportarse de forma tan magnánima. Os juro que dudé si recibiría de vos la venia, y menos aún que nos ayudarais en esta deserción de nuestro hogar, pero nos lo demanda un juramento antiguo. -Y se postró ante su soberano.

— ¡Levántate, Beltrán! Eres un hombre libre, y como tal puedes buscar nuevos vientos en otras tierras. Sin embargo, si hallaras algún elemento digno de interés en la tabla azul, notifícamelo. Mis geógrafos no han sabido descifrarlo aún. ¿No será un engaño?

El rey había adivinado que una fuerza misteriosa lo convocaba al septentrión de la cristiandad, y le reveló:

— Sólo sé que siguiendo esa ruta se tropieza con tierras desconocidas.

— Tal vez haga referencia a la olvidada teoría griega de que la Tierra es redonda, recordada por los geógrafos al-Baqri y al-Himiari. ¿Quiere eso decir que la idea de que la Tierra es el centro del universo está equivocada? ¿Quién se mueve por el arco del cielo, el Sol o la Tierra? Suena a una posibilidad oculta y maravillosa que puede cambiar lo que sabemos del mundo -reflexionó el rey.

No obstante, Sina, recordando la intolerancia de Roma, recordó:

— ¿Cómo va a aceptar la Iglesia que un astro donde se consumó la encarnación, muerte y resurrección de Cristo, no sea el centro del universo?

— Los romanos utilizaban la esfera como símbolo de su imperio universal y yo la hubiera sostenido en mi mano de haber sido investido emperador. Interesante, Beltrán -asintió el soberano-. Mereces cumplir tus sueños. Cómo cambiaría la humanidad si nuestro mar, el Mediaterra, no fuera sino parte de un océano de aguas infinitas. Tu dedicación a la Corona de Castilla, tu cautividad por causa de mi sangre y tus leales servicios, así lo merecen. Envíame noticias tuyas y, sobre todo, de lo que dicen los marineros noruegos sobre el sol como centro del universo. Las espero.

De repente algo penetró en el cerebro del magister que lo dejó petrificado. Las palabras «por causa de mi sangre» retumbaron como un timbal de batalla. La ambigua revelación de su rey, causante de la experiencia más dolorosa de su vida, había conseguido que su mente se detuviera y sucumbiera ante una presunción que lo había martirizado durante años. ¿Existía alguna conspiración que don Alfonso le ocultaba?

Aunque fuera su señor natural, estaba obligado a explicarse.

Desde que había padecido el tormento en las mazmorras de la Alhambra, lo embargaba una fuerte aversión hacia los corruptos cortesanos. Poco después de llegar a Sevilla, Gudleik y él habían recorrido la frontera y preguntado a amigos de la corte y del común de malhechores para hallar al indigno ser que los había traicionado. Pero después de un año de indagaciones, de estériles dineros gastados y de falsas esperanzas, no había hallado la respuesta que buscaba, conformándose con olvidar la venganza que había jurado.

El rey, hundido en la vergüenza de admitir una ruindad familiar, se revolvió intranquilo en el sitial, y su intrigante revelación revoloteaba en la mente del médico del alma. A Alfonso se le había escapado sin quererlo una información que nunca debió pronunciar. Su actitud era de incómoda impaciencia y miró a su vasallo con desolación, como midiendo los perjuicios que su incompleta revelación le había provocado.

El rey no había medido sus palabras, y Sina se revolvía incómodo.

¿Quién era el ser vil de la estirpe real que lo había vendido?

Con gravedad, Beltrán tragó saliva. Las aletas de su nariz temblaron y sus manos se crisparon. ¿Conocía el rey don Alfonso el nombre del causante de su cautividad y lo había silenciado? No podía creerlo. Trató de dominarse y le preguntó enojado:

— Mi señor, he curado mis heridas y dominado mi justa ira, pero ¿habéis insinuado que mi cautividad fue causada por alguno de vuestra estirpe? Siendo así, por la pasión de Cristo habréis de ofrecerme una explicación que mitigue mi desconcierto y mi dolor, os lo suplico.

¿Cómo un plebeyo se atrevía a hablarle de aquella manera? En su mente se enfrentaron dos incógnitas, o ¿acaso no lo admiraba como a uno de sus más predilectos discípulos de la Escuela de Toledo, precisamente por su talento, fidelidad y saber? Nervioso y balbuceando respondió:

— Quería ocultártelo para que tu corazón no sangrara como el mío. Igual me pasó cuando don Suero Ferrán se interesó por el asunto, y callé.

— Señor, juré vengarme de quien nos infligió semejante e inhumano castigo. Sin embargo abandoné mis pesquisas, pues percibí un complot de silencio a mi alrededor -confesó y se aventuró-: Fue doña Violante la que nos delató, ¿no es así, señor? Recuerdo sus buenas relaciones con el sultán de Granada y la ojeriza que me tomó a causa de mi amistad con dame Cristina. Os lo ruego, reveládmelo, yo no puedo hacerle daño alguno.

— No, no fue mi ardorosa reina, aunque lo parezca -lo negó terminante.

— Pues yo lo hubiera asegurado, señor -se mostró sincero-. Desde que llegó la princesa Cristina a Castilla, no pudo ocultar su aversión. Os aseguro que las muchas horas en las que reflexioné sobre el ser perverso que nos vendió, pensé en ella; y perdonad mi confusión. Doña Brianda, la nodriza, era su instrumento de maldad. ¿Fue ella tal vez?

— No salió la información de su entorno, créeme -le aseguró el rey.

— ¿Entonces? -se interesó impaciente-. También buscó mi ruina personal don Hernando, mi rival en la cámara de médicos. ¿Y Villamayor, el mayordomo? Son conocidas sus amistades con los jueces de la frontera, su vida disipada y la aversión que me profesaba, pero claro, no son de vuestra sangre. Reveládmelo, o enloqueceré, mi señor.

— Andas muy equivocado, Beltrán. ¡Sosiégate, por Jesucristo!

La atmósfera se paralizó. Sina, rígido como una vara, oyó a su rey.

— Escucha atentamente y ejercítate en la comprensión. Quien te vendió como un falso Judas -le reveló el monarca, notándose que le dolía confiarle el secreto- fue mi desventurado y fallecido hermano don Felipe, a quien Dios haya perdonado sus errores y engaños.

El médico del alma le aguantó la mirada, y se sintió como si le hubiesen quitado la capa que envuelve la vida. Extravió sus ojos en los pliegues del cortinaje y permaneció sumido en sus cavilaciones. Al instante regresó su imaginación del mundo de la nada, y se irguió de su asiento con altivez, exclamando incrédulo:

— ¿El infante don Felipe?

De pronto, un velo negro se le descorrió de los ojos. Pero la conmoción había sido de tal medida, que frenó su capacidad de rebelarse.

— Así es -confirmó Alfonso-. Me envió una carta antes de morir, y tras pedirme sinceras disculpas por sus muchos yerros, entre ellos serme desleal y encabezar una rebelión contra Castilla, me rogaba que te pidiera perdón. Lo supe hace sólo unos meses, tras reconciliarse conmigo y deponer las armas. Por lo visto escuchó murmuraciones sobre vuestra amistad y fervor mutuo, y un día te siguió disfrazado a la Huerta del Rey de Toledo, donde te sorprendió departiendo con su esposa. Es cuanto sé, Beltrán.

Una mueca de inmenso disgusto manifestaba el desgarro de su alma.

— Sin compasión, un hombre ya no es humano. La nobleza se mide por el corazón -objetó-. Negociar con asesinos no es propio de un príncipe.

— A pesar de eso todos los días hay algo que me persuade de la maldad del ser humano, mi buen vasallo -se condolió el monarca, palmeándole el hombro.

Beltrán sintió que la indignación le roía el alma. Su rostro enrojeció de ira y le temblaban las manos. Felipe… Los celos le habían llevado a la más cruel de las venganzas contra él, y contra un absoluto inocente como el pobre Gudleik… El infante no había podido probar sus sospechas, o sin duda le hubiera hecho matar como a un perro, pero aun así los meros celos habían servido para que se decidiera a condenarle a un castigo execrable, a una tortura peor que la muerte… Se dijo que no había equidad entre la falta, cometida por amor, y la pena impuesta, por una mera sospecha que con toda seguridad jamás se pudo demostrar. Le costó aceptarlo y su silencio así lo evidenciaba. La decepción le resultaba insoportable y deliberadamente soltó el lazo que lo unía con Alfonso.

— ¿Qué pudo ganar utilizándome de escarmiento, mi señor? -dijo por fin-.A quién odiaba, ¿a mí, o a él mismo? Lo único que consiguió fue fundir su alma helada en mi tortura y en la de Gudleik.

— Los celos son malos consejeros, Beltrán -lo apoyó-.Y algunos hombres en vez de amar, odian, usando su influencia para hacer el mal.

— Indigna acción para un caballero de sangre tan noble, alteza. Me parece un acto demasiado frío y cruel. Nos robó nuestro mundo, nuestra libertad, y años de nuestra vida -descubrió Sina con pesar.

— Amor y odio son sentimientos gemelos -recordó el rey, alicaído-. No fue él, fue el monstruo del miedo a perderla el que extravió su razón y enturbió de sangre su buen juicio, y de paso tu vida y la del bufón.

Sin poder contenerse, Beltrán lanzó una acusación:

— Siempre será culpable ante Dios de una venganza desmedida -admitió-. Mi rabia es tan grande como mi pena, alteza, comprendedlo. Descendimos a los mismos infiernos.

El rey tosió y enrojeció como si se estuviera sofocando.

— Créeme, Beltrán, a mí me costó trabajo admitirlo. Por eso cuando fue restituida la paz con Granada, mi primer acto fue exigir vuestra libertad. Os lo debía a los dos. Yo nunca quise entrar en si existía una relación de afecto culpable, pues Cristina y tú sois dos seres a los que nunca olvidaré.

El magister buscó la mirada de Alfonso.

— Yo fui, sí, un devoto admirador de las virtudes de doña Cristina, y ella me cubrió con el manto del afecto más sincero. Buscó mi hombro amigo cuando la soledad la angustiaba y velé por su sosiego desde que salió de Noruega. ¿Y pueden dos corazones que se admiran matar de golpe ese apego? Sería como intentar detener la lluvia…

— No, sería ir contra los preceptos del corazón, que no posee los ataderos de la sangre, o de la casta -terció el rey-. Es libre como un pájaro. Pero ese pájaro era real, y sus plumas, demasiado vistosas.

Beltrán reaccionó con un gesto mínimo de los labios. Era el momento culminante del diálogo, y su respuesta no fue dócil.

— Os aseguro, mi señor, que su recuerdo dio sentido a mis años de cárcel. Es cierto que adoraba su presencia, sus formas y su femenina fragilidad, pero siempre la ayudé a integrarse en la corte, y velé por su quebradizo espíritu.

— Lo sé, Beltrán, pero él creyó que teníais una relación amorosa prolongada en el tiempo y que la seguíais abiertamente en la corte, ante los ojos de los palaciegos -confirmó el soberano de Castilla con afabilidad-. Sé que fue culpable de maldad ante el Altísimo y que descuidó lo que más debió valorar, pero ¿lo perdonas ante el cielo? Su alma irá a los infiernos si te niegas, y al fin y al cabo, se arrepintió sinceramente.

«¿Lo decía para salvarlo o para hundirlo más?», se preguntó Sina.

Beltrán tomó una actitud digna y le habló de hombre a hombre.

— Mi rey, en esta comedia que se inició en el castillo de San Servando, hace veinte años, a vos y a mí nos correspondió el papel de perdedores. Vos perdisteis el Imperio, y yo, mi libertad y el único amor que he tenido -se lamentó-. Sí, acercamos nuestros cuerpos alguna vez, pero siempre lejos de ojos indiscretos y sin dar ningún escándalo. Yo sabía cuál era mi sitio, y ella también.

— Comprendo tus sentimientos y tu rebeldía -lo consoló Alfonso.

— ¿Rebeldía, señor? La cárcel se llevó mis ansias de vivir y las voces de la venganza han enmudecido mi alma. Gudleik y yo padecimos tormentos sin cuento, condenados a pudrirnos en nuestros propios excrementos devorados por los parásitos, la disentería y las ratas. No quiero despertar compasión, pero vuestro hermano se merece la eternidad del Averno por su innoble conducta -soltó irascible.

— Quizá no supiste manejar tus nobles emociones con la princesa Cristina y te dejaste llevar por un instinto juvenil, y aceptémoslo, atrevido e imprudente. Te lo pido de nuevo, ¿lo perdonas?

— Por vos lo excusaré. No obstante, sea el Creador quien juzgue el castigo por el suplicio sufrido en las Barrigas del Diablo. Nunca le pedí a la princesa lo que ella quiso darme. Tal vez si vuestro hermano no la hubiera abandonado, ella no habría buscado otro consuelo…

Al instante reinó un silencio desgarrador en el salón, difícil de soportar. Una inquietante corriente de ruptura flotaba entre el soberano y el vasallo; y ni su devoción a don Alfonso podía mitigar la aridez que sentía su alma. Sina depositó su mirada en un tríptico de santa María, pues la injusticia lo había herido profundamente. Unas lágrimas resbalaron por sus pómulos prominentes, y mantuvo una actitud de espera, hasta que el rey le puso sus manos conciliadoras en los hombros.

— Lo sé, y a los dos nos han hundido las intrigas y las afrentas de quienes más queríamos. Estamos unidos por el dolor de un mundo sin piedad -lo consoló.

— Pienso que todo aquel castigo forma parte del pasado.

— Así es -confirmó Alfonso-.Te voy a regalar un último consejo que un día escuché a don Yehudá, nuestro gran maestro: «Allá donde vayas, quema viejos leños, lee viejos libros, bebe viejos vinos y recupera a los viejos amigos». Y bien, ¿qué último consejo le das tú a mi espíritu saqueado?

La opresión secreta asfixiaba su garganta, conociendo que aquélla sería la última ocasión en que se encontrarían cara a cara. Con su proverbial mirada de candor, el médico de almas le aconsejó:

— No os limitéis en vuestras perspectivas, mi rey, y evitad meteros en un nuevo avispero de sueños imposibles. La paz muestra sus ramas de olivo por los pueblos de Castilla y la avenencia con los vuestros está cercana. Sumergíos en la trivialidad de vuestras costumbres y en vuestras eruditas, ocupaciones, pero sin olvidar la grandeza a que vuestra posición os obliga. No sois persona para esgrimir la violenta palabra de la guerra. Vuestras espadas son las plumas y los astrolabios. Sed vos mismo.

— Siempre me horrorizó escuchar el cuerno del combate y preferí el tañido del laúd y el rasgueo del cálamo en el pergamino, pero lo procuraré, pues ya no confío en los hombres. Debía exigir la cabeza de mi hijo, pero claudicaré.

— Yo todo lo conseguí con mis manos desnudas y mi intelecto, señor.

— Y con notable éxito. Ahora quiero remendar mi alma y mi vejez fracasada, antes de comparecer ante el Juez Terrible.

— ¿Y no regresaréis a la Porta Aurea de Toledo, alteza?

— No deseo otra cosa que encerrarme con mis códices. Allí aguardaré la muerte sin una gota de rencor en mi aliento, te lo aseguro, amigo del alma, al que jamás olvidaré -dijo Alfonso, que lo abrazó como a un hijo predilecto.

— Que santa María os ayude en este trance tan amargo, mi señor.

Beltrán contempló a don Alfonso por última vez. ¿Había sido un héroe desatinado? ¿Un rey soñador? ¿Un hombre codicioso? ¿Un monarca adelantado a su siglo? Salió a los jardines del Alcázar aliviado, aunque con un gesto tan triste como sorprendido. Había alcanzado la paz pues, aunque no podía vengarse, había liquidado la deuda de conocer la identidad de quien lo traicionó. «El sabio que frecuenta a los príncipes es el peor de los sabios», se dijo. Respiró la saludable frescura del vergel donde había disfrutado del deleite de la vida, y oyó el susurro de las fuentes, mientras pensaba si su próximo viaje era más bien una huida.

Sina se perdió en el laberinto de la urbe, donde los mercaderes, ropavejeros, perfumistas, orfebres y venteros trataban de atraer a sus tiendas a los clientes que curioseaban por la geométrica hermosura de sus angosturas y plazuelas. Sorteó el torrente humano y alzó la cara hacia el sol para recibir la sombra y el perfume de los naranjos, llenos de pájaros ruidosos. Aceptaba su condición de desterrado del mundo y aspiraba a una vida sin vejaciones de los poderosos.

La rueda de la vida

El médico del alma había envejecido considerablemente; sus huesos, secuelas del cautiverio, solían dolerle con el frío, su barba y cabellos del color de las almendras habían adoptado un color argentado y de las comisuras de sus labios partían sutiles arrugas.

Había dedicado los últimos días en España a los preparativos del largo viaje, ya que algo le decía que no tendría retorno. Ya nada le quedaba en Castilla, únicamente soledad y recuerdos. A partir de entonces, la lejana Noruega iba a ser el hogar que necesitaba su alma fatigada. Por la ventana contempló el jardín de su casa y vio que una mujer rubia se acercaba hasta su puerta.

Instantes después tuvo la gran alegría de ver que se trataba de alguien que conocía bien y a quien no veía desde hacía mucho, mucho tiempo… Fue a abrirle la puerta y la hizo pasar al salón de su casa.

— Espero no molestaros, magister Sina.

— Me alegro de veros, señora.

Contempló a Elke sentada frente a él. ¿Qué hacía allí la noruega? Percibió una infinita alegría y le inundó la curiosidad. Un leve cosquilleo agitó su corazón y las cenizas de una vieja amistad reavivaron sus pupilas. ¿Había sentido aquella mujer algo por él, y por su inclinación hacia Cristina lo había silenciado? Ambos guardaban muchos secretos. La escandinava le brindaba una belleza sazonada, pero su iris azulado irradiaba nostalgia.

— Ignoraba que estuvierais en Sevilla.

La noruega le regaló una sonrisa radiante y fervorosa.

— Al morir dame Kristín, el rey don Alfonso, más por caridad que por otra cosa, me acogió en su corte, aunque soy libre para regresar a mi país.

— ¿Y qué fue de vuestra vida con Sorel?

— Viví una época despreocupada, pero también demoledora y difícil. Recorrí la Provenza, Normandía, Aquitania, Italia, Aragón y Castilla, hasta que al fin, harta de compartir la vida con un trotamundos, convinimos en separar nuestros caminos. Nuestro amor se había extinguido.

— A mí me pareció que lo vuestro con Sorel fue una fuga.

— Posiblemente. A veces es mejor alejarse de la llama del amor, para no arder en ella. Creo que me entendéis…

— Ya todo acabó, y he pagado con creces ese afecto por dame Cristina.

— Conozco vuestra historia de pesares y os admiro por vuestra constancia. ¿Qué haréis ahora? -preguntó la noruega.

— 'No lo vais a creer, pero en breve parto para vuestra tierra a cumplir con la promesa que un día hice a doña Cristina. ¿La recordáis?

Durante unos instantes lo miró sumida en una evocadora cavilación. Parecía como si una ventana se hubiera abierto en su tediosa existencia.

— ¿De verdad partís hacia mi patria, magister Sina?

— Sí, Elke, ya nada me ata aquí, y el futuro de un ser humano no está escrito en una piedra inalterable. Quiero iniciar una nueva vida en Bergen. Su ilustrísima Peter Hamar me ofrece un puesto en la cancillería de su arzobispado. Parto en unas semanas -le notificó en tono exultante.

Elke lo miró y su semblante se sonrojó de dicha.

— Micer Beltrán, soy una mujer libre sólo sujeta a la caridad del rey de Castilla. ¿Me aceptaríais como compañera de viaje? Mi familia se alegrará de verme. Os lo ruego, decid que sí. Nada me agradaría más que acompañaros. Desde hace muchos años he estado esperando este momento.

El físico experimentó una alegría sin límites y respondió radiante:

— Para mí sería una gran satisfacción, Elke.

— ¿Me tenéis aún como una amiga, magister?

— ¡Claro! La vida enseña que en ella sólo tienen cabida media docena de amigos de verdad, no más. Vos estáis en ese cenáculo. Y es que la vida es demasiado breve para tan sólo sufrir, odiar y perdonar. Vuestra compañía alegrará la travesía y celebro la decisión. Gudleik os avisará cuando vayamos a emprender el viaje.

— No sabéis cuánto os lo agradezco -le repuso exultante.

Por un instante ambos se contemplaron en un silencio cómplice; la noruega se atrevió por fin a formularle una pregunta.

— ¿Seguís amando a mi señora Kristín?

Beltrán, por toda respuesta, le dedicó un gesto poco alentador. Luego le respondió, bajando el tono de su voz:

— Fue un amor más grande que el universo y durante mucho tiempo sentí la tibieza de su piel pegada a la mía. El mejor recuerdo de mi vida. La luz que guió mi camino.

— ¿Aún, Beltrán? -le preguntó con su risueño talante.

— Hay amores que son eternos, Elke -admitió sonriente-. Nada puede reemplazarlos, ni competir con ellos, pero existen muchas clases de amor…

Beltrán le dedicó un gesto afable, acariciándole la mano, y Elke, sonrojada, se levantó para irse. Le brindó una sonrisa desde la puerta y el magister no pudo evitar un suspiro de esperanza. De repente caviló que ya no le preocupaba la soledad, después de pensar en la suave compañía de Elke, en la que había advertido un gesto inequívoco de un afecto que no había muerto aún. Dejó volar sus pensamientos hacia el país hiperbóreo. Allí pensaba pasar sus últimos años junto a sus amigos, Elke y Gudleik, el bufón de pelo erizado y piernas zambas, el ser humano más bondadoso que había tratado jamás.

La indómita noruega le ofrecía una oportunidad de vivir una segunda vida exenta de vasallajes, maquinaciones de nobles prepotentes y de sinsabores. Sabía por don Suero, que lo había visitado en alguna ocasión, que los infames «Jinetes de Odín» habían sido exterminados y que el príncipe Magnus, al que había conocido en Tonsberg, era ahora soberano de un país pacificado. La rueda de su vida había girado una muesca más. Ahora era dueño de sí mismo y se sentía libre; y su corazón, tras muchos años de infortunios, disfrutaba de la genuina tranquilidad y equilibrio.

Al fin, el hado extravagante que la fatalidad le había asignado al nacer, había sido acariciado por la sedosa mano de la placidez y la calma. El médico de almas nunca se había sentido tan vivo. No sabía de dónde, pero le había brotado un insospechado afán por vivir.

Beltrán Sina había recobrado al fin la serenidad perdida.