XX EL REY QUE ECHABA A VOLAR COMETAS

Cádiz, 1823. Caída del Trienio Liberal y fin definitivo de la Constitución de Cádiz

El gobierno liberal no halló la reforma adecuada al sistema político y la incomprensión de las analfabetas clases populares —cuando no su rechazo y manifiesta hostilidad— fue la clave de su caída en 1823. Quién iba a decirlo cuando las reformas se hacían en beneficio del pueblo.

Hasta julio de 1822 gobernaron los liberales moderados, que por su relación con la magna obra gaditana fueron llamados «doceañistas». Habían renunciado a un revolucionarismo radical y buscaban el consenso con los poderosos del Antiguo Régimen.

La experiencia liberal constituyó un rotundo fracaso ante el nulo apoyo social. La Iglesia, el campesinado, una parte del ejército, la nobleza y la Corona iniciarían una contrarrevolución soterrada para abolir de nuevo el texto constitucional de 1812. Comenzó con la sublevación de la Guardia Real, a la que siguieron otras intentonas de elevados cargos de la milicia de academia. Evaristo San Miguel inició en agosto de 1822 una fase de liberalismo radical, enfrentándose a notables figuras del Viejo Régimen.

Pero el gran peligro le vino a España desde fuera.

Las potencias europeas de la Santa Alianza habían decidido en Verona intervenir en España, para devolver a Fernando VII sus atributos de monarca absoluto y neto, según los postulados de un nuevo sistema europeo dictados por el canciller austríaco Metternich. Correspondió a Francia la acción militar, materializándose en Los Cien Mil Hijos de san Luis, quienes al mando del príncipe duque de Angulema, nieto del rey Luis XVIII, invadieron el país, sin apenas resistencia, ni de pueblo ni de ejército nacional.

Entraron en España a mediados de abril y eran recibidos con aplausos por el pueblo y saludados como amigos, como los curas rurales habían proclamado a las incultas turbas de campesinos, que preferían las cadenas del absolutismo y la religión, al progreso y la libertad.

El gobierno, con el rey cautivo, y las Cortes huyeron y emprendieron la marcha hacia Sevilla, y luego a la ciudad fortificada de Cádiz. La ocupación del país por parte de Angulema fue un paseo militar. El rey cautivo, muy a su pesar, entró en Cádiz el día 14 de junio de 1823. Salieron numerosos vecinos, y el sufrido pueblo gaditano lo contempló con una indiferencia absoluta, sin insultos y sin aplausos. Se reunió el gobierno en el Oratorio de San Felipe, ahora sin bomba ni boato, y el rey y su familia ocuparon el palacio de la Aduana, donde vivía sin rigores ni de sacatos innecesarios, bajo la vigilancia del gobernador y capitán general, el bondadoso Cayetano Valdés. Los franceses se aposentaron frente a Cádiz y desde allí comenzaron a bombardear la ciudad, con una diferencia: que ahora los ingleses no la abastecían y protegían.

A los pocos días de su estancia en Cádiz el monarca le solicitó a Valdés que le construyera una torre de madera en la azotea del palacio, según él para echar a volar cometas y otear la bella bahía y el océano, cuando en realidad desde el principio se sirvió de ella para enviar mensajes a sus benefactores franceses y estar al tanto del asedio.

El Rey Traidor y sus ayudantes utilizaban señales de telegrafía óptica, un sistema con signos alfabéticos y numéricos ideado por el marqués de Ureña en 1805 y que permitía enviar códigos secretos a las defensas de la costa. Los gaditanos, acostumbrados a estas señales, pronto se dieron cuenta de que el rey y sus cortesanos sostenían una correspondencia con señales convenidas con Angulema. Pero Valdés hizo la vista gorda.

Fernando vivía enclaustrado en la Aduana y sólo una vez salió para visitar la hermosa ciudad marítima, aunque muy empobrecida por la pérdida del comercio con las colonias americanas. Quería enviar un mensaje a la nación de que pasaba por un durísimo yugo y cautiverio. Otro día salió de palacio para cerrar las sesiones de las Cortes e incluso ironizó sobre donde se hallaba «El templo de las libertades». Tampoco fue aplaudido por el pueblo de Cádiz.

Fuera de la isla gaditana, uno tras otro los generales iban rindiéndose y desertando ante el francés en toda España.

El 31 de agosto cayó en manos de los franceses la Cortadura del Trocadero, y su segunda línea de defensa, quedando Cádiz muy cercana a su asedio. Esta conquista precipitó el fin del gobierno liberal y la puesta en libertad del rey Fernando VII, y así el 1 de octubre de 1823, se embarcó el rey traidor en una falúa, cuyo timón dirigía el mismísimo Cayetano Valdés. El monarca restablecido saludaba a las baterías francesas.

La fortuna de la libertad también se iba con ella. La gente preguntaba qué sería ahora de la nación y de su pueblo, con el traidor e ingrato monarca otra vez restablecido en su trono absoluto. Y el primer decreto que firmó el felón monarca fue que los franceses ocuparan con sus fuerzas militares Cádiz y la Isla. Lo que no había podido hacer Napoleón trece años antes con sus obuses villantroys lo consiguió con una rúbrica Su Majestad el Deseado, que una vez más traicionaba a su pueblo de la forma más ignominiosa.

Cientos de eximios liberales hubieron de salir a escape al exilio, camino de Gibraltar y de los puertos ingleses, huyendo de la segura represión del Absoluto, al que respaldaba el formidable ejército francés del príncipe de Angulema. Nada nuevo en la historia de esta nación. Comenzaba la década ominosa, diez años de gobierno absoluto y férreamente cerrado a las reformas.

Sólo cuando en febrero de 1834 murió Fernando VII, España comenzó a aspirar el aire de grandes mudanzas y el regreso de centenares de exiliados. ¿Puede tener este rey traidor y peor gobernante un lugar en el sentimiento de nuestra nación?

Si no podemos borrarlo de las páginas negras de la historia, al menos que nuestro corazón lo rechace.

* * *

Y es que Fernandito era como un niño. Pero podía haber volado sus cometas en La Caleta y hacerle señales con los espejitos a las mojarras del Caño.

Para concluir mi colaboración, permítanme que haga en exclusiva para nuestros lectores un entrevista surrealista que se le hizo a Napoleón durante su estancia virtual en nuestra tierra, cuando mantenía prisionero en Valençay al «Narizotas» (ojalá lo hubiera dejado allí para siempre).

Entre obús y obús.

A lo lejos suena la artillería enemiga y un tango en una garita de Cádiz. Como todos los días.

Libi: —Napoleón, ¿cómo viste ese día del 19 de marzo de 1812?

Napo: —Recuerdo que era un día soleado pero con un fuertísimo viento de Levante. Los partes marítimos nos informaban que el viento en lugar de nudos traía trenzas, de lo fuerte que soplaba. Al coger los catalejos observé a gente tocando las ventanas con las yemitas de los dedos, otros contándose mentiras y, en una playa muy famosa, mujeres de la época jugando a la lotería y sus maridos los liberales jugando al mús. Todos dejados caer. Al ver éste panorama le dije a mi contramaestre: «Arranca Pierre, y dale al timón que esto es una ruina».

Libi: —¿Es cierto que con sus bombas las gaditanas se hacían tirabuzones?

Napo: —Eso es más fantasioso que poner una oficina de empleo en España. Si yo hubiese querido podría haber invadido Cádiz en media hora y gastando ná más que una bala de sal. Además las gaditanas no se podían hacer tirabuzones con nuestras bombas porque eran de pelo corto y rubias de bote. Eso son pajillas que algún autor de tangos se inventó pa poner los pelitos de punta en vuestras fi estas. Una pregunta, Libi, ¿el Seis Dedos vive?

Libi: —Si, ¿por qué Napo?

Napo: —Porque estando atracado uno de mis botes en el muelle le puso un cepo y cayeron retenidos varios de mis soldados.

Libi: —Del gaditano, ¿qué le llamó la atención?

Napo: —La forma con la que cargaban sus bombas en los cañones. Recuerdo ver trasladar la artillería y sus bombas dando muchos izquierdazos; el comandante dando órdenes de «más bizco a la izquierda», «no arrastrarme mucho la metralla». Una cosa jamás vista en otros conflictos. Yo soy más clásico disparando...

Libi: —Para terminar le daré las gracias, y una última pregunta ¿qué es de su vida actualmente.

Napo: —Como usted sabrá tengo un brazo escoñao y por eso lo llevo metío en el chaleco. Además me dieron los cupones en la Once de Francia y soy un gran vendedor de números de la suerte.

Libi: —Gracias..., y que viva la Constitución de Cádiz. No le molesta, ¿verdad monsieur Napo?

Napo: —¡Vive La Pepa a jamais! (¡Viva La Pepa por siempre!)