Capítulo 9
9
Los juegos de los amos
Conan estaba dormido, roncando sobre el frío suelo de piedra de su celda, cuando le despertó un sonido. Se sentó, aguzando el oído, y se dio cuenta de que ya no llevaba puesto el collar al cuello. Este y sus cadenas yacían en el suelo. Examinó el collar, que ahora estaba abierto, pero no pudo hallar ni señales de ningún cierre.
—Más brujería —murmuró, dejándolo caer al suelo. Había sido el ruido de aquella cosa al caer de su cuello lo que le había despertado.
Se alzó y empezó a caminar, como un tigre enjaulado, por el calabozo, tratando de quitarse el entumecimiento de sus músculos. Había sido liberado de sus cadenas por alguna razón, y deseaba estar dispuesto para lo que le pudiera suceder. Con un sonido retumbante, se alzó la puerta.
Conan se puso en cuclillas, de frente a la misma, y esperó a lo que fuera a entrar. Estaba desarmado, pero tenía sus manos, sus pies y sus dientes, y estaba preparado a usarlos. Pasó un tiempo y no llegó nada. Cauto como un lobo en cacería, el cimmerio se acercó a la puerta, saltó a través de la misma y giró en un completo círculo. Estaba en un pasillo sin nada distintivo y no habían enemigos a la vista. En una dirección se veían algunas más de aquellas puertas redondas y luego una pared desnuda. En la otra dirección el pasillo estaba envuelto en tinieblas.
Con un sonido seco la puerta de su celda se cerró de golpe.
—¿Pensabais que iba a volver a entrar ahí? —les gritó a aquellos que sabía que debían estar mirándole.
Comenzó a caminar por el pasillo oscuro. A unos pasos más allá encontró su espada, caída en el suelo de piedra. La tomó, y el tacto burdo del pomo le elevo de inmediato el ánimo. Lo único que necesitaba ahora era a alguien a quien matar con ella. Preferiblemente, alguien con ojos de plata.
—También me iría bien tener mi ropa —gritó, pero no hubo respuesta, por lo que murmuró para sí mismo—. Bueno, mejor desnudo y con una espada que con armadura completa y sin arma ninguna.
Continuó su exploración del pasillo: el hecho de que le hubiera sido devuelta su espada significaba que la iba a necesitar, y pronto.
Llegó a una escalera que iba hacia arriba y empezó a subirla. Aunque no había ninguna fuente de luz visible, el aire mismo estaba impregnado con una radiación débil, como del atardecer, que era lo bastante como para poder ir descubriendo su camino. En la parte alta de la escalera se encontró con otra de las puertas redondas y algo le dijo que aquella no llevaba simplemente a otra celda más. Lentamente, la puerta empezó a alzarse.
Conan no esperó a que se abriese del todo, sino que en cuanto la apertura fue lo bastante grande como para dejar pasar su cuerpo, se tiró al suelo y rodó por debajo de la hoja de la puerta, poniéndose de pie de un salto, al momento en que estuvo al otro lado.
Se topó con dos hombres, con armaduras completas, en la habitación circular que había más allá de la puerta y ambos parecieron sobresaltados por su impetuosa entrada. Conan los atacó de inmediato: no tenía amigos en aquel castillo, y, excepto Alcuina, cualquiera con quien se encontrase era un enemigo. Decidió que el hombre que estaba a su derecha era el que se hallaba más expuesto a su ataque y le golpeó con la espada cogida con ambas manos. La punta de la misma se deslizó entre la coraza del pecho y la gargantilla y el cimmerio arrancó de inmediato su arma, para volverse a enfrentarse al otro hombre. El primero, que ya estaba muerto, pero aún no se había dado cuenta, avanzó un paso y luego se desplomó, con sangre brotando de detrás de su gargantilla.
El segundo se le acercó cautamente. Ambos hombres llevaban puesta la armadura completa más elaborada, que Conan jamás hubiera visto. Estaba hecha con innumerables placas pequeñas, astutamente unidas para permitir el libre movimiento. Tenían pocos puntos débiles y aquel hombre no iba a dejar expuesta la unión entre su coraza y la gargantilla, como había hecho el otro. El cimmerio le dio una vuelta en círculo, con su espada extendida al máximo y la punta amenazando los orificios de los ojos de su contrincante. El prefería usar el filo, pero sabía que, habitualmente, la punta era superior al filo, contra una armadura como aquella. Además, de aquel modo, podía mantener al hombre a una mayor distancia, mientras le buscaba una debilidad que explotar.
El hombre acorazado llevaba en ambas manos una espada larga y algo curvada. Sólo terna un filo, y el mismo parecía realmente afilado. Desnudo como estaba, Conan deseaba evitar ese filo. Tras él, la puerta descendió para cerrarse.
Su enemigo atacó de un modo increíblemente rápido para ser alguien que llevaba una armadura completa: lanzando un tajo hacia el costado de Conan. Este cruzó sus muñecas y llevó la espada a ese costado para bloquear la hoja de su contrincante con la suya. El acero resonó contra el acero, y él alzó su espada y trazó con ella un amplio círculo para golpear al hombro del otro. El enemigo se tambaleó, pero su coraza era lo bastante fuerte como para resistir el golpe. Ambos hombres volvieron a adoptar la postura de en guardia.
Una vez más el acorazado atacó, confiado en la protección de su armadura. Esta vez, Conan no se defendió con la espada, ni fintó. En lugar de eso dejó caer su propia arma y se metió dentro del radio de acción del arma del otro. Tomado la muñeca adelantada del otro entre sus dos poderosas manos, el cimmerio tiró del pomo de la espada quitándoselo de la mano y luego tiró del brazo hacia abajo y atrás.
Fútilmente el otro intentó coger el arma con la izquierda para herir a Conan, que se había colocado casi detrás de él y estaba subiéndole el brazo a lo largo de la espina dorsal. Un audible chasquido indicó cuando el bárbaro le dislocó el hombro. Era inútil atacar con la espada a un hombre con armadura, pero se podía luchar con él con las manos tan bien como con otro que no llevase protección. Soltándole el brazo, el cimmerio tomó su casco entre ambas palmas y le giró la cabeza hasta que casi estuvo mirando a su espalda. Esta vez no pudo escuchar nada a través del acero, pero a menos de que el cuello de aquel hombre fuera tan flexible como el de un búho, tenía que estar muerto. Conan dejó caer el cuerpo al suelo, con gran estrépito.
Ahora tuvo oportunidad de observar lo que le rodeaba: la sala circular tendría unos diez pasos de ancho y, mirando hacia arriba, vio que tenía en derredor una galería, quizá a unos tres metros de alto del suelo. Y justo en ese momento la barandilla que coronaba la galería estaba repleta de gente alegremente vestida, con sus ojos plateados encendidos por la delicia que les había provocado el espectáculo de abajo.
—Bien hecho, héroe —dijo aquella a la que conocía por Sarissa—. ¿Ha sido eso mejor que luchar con esclavos no entrenados? Esos eran los guardias de corps, guerreros de élite, de un Señor de las Tierras Movedizas.
Un hombre vestido con tela de oro le gritó desde el otro lado:
—Déjame probar con tres. ¡Seguro que no puede con tres de mis hombres a la vez!
—No —le contestó Sarissa—. La próxima vez hemos de probar algo diferente. ¿Qué será?
Mientras estallaba un griterío entre los espectadores, Conan vio a Alcuina arrodillada entre ellos. Aún sólo llevaba puestas joyas, y le irritó ver que su hermoso cuerpo estaba cubierto por las llagas inflamadas de unos latigazos. Sus muñecas estaban aseguradas a la barandilla por las siempre presentes cadenas. La furia que se leía en su rostro igualaba a la de él.
—¿Es que al menos no podéis permitirle llevar algo de ropa? —preguntó ella.
—¿Para qué? —gritó desafiante Conan—. ¡Tengo más de lo que estar orgulloso que la mayoría de los hombres!
—Cuan deliciosamente primitivo —comentó uno de los hombres de ojos de plata—. ¿Puede hacer algo más que luchar?
Conan le hizo una seña:
—Ven aquí, mequetrefe, y te mostraré como le quito las tripas al pescado.
Esto fue contestado con unas risas divertidas. Conan estudió la barandilla. Era un buen salto, pero quizá pudiera alcanzarla con una mano y subirse a pulso hasta arriba. Luego sería cuestión de hacer pedazos a aquella multitud de degenerados y liberar a Alcuina. Más tarde podrían preocuparse del modo en que encontrar una salida de aquel lugar.
El plan le resultaba muy atractivo, en especial la parte de aniquilar a aquellos diablos de ojos plateados, que no se contentaban con sólo matar a una víctima, sino que además tenían que humillarla. Decidió que iba acabar primero con el de la ropa de oro. Pensó en ir antes a por Sarissa, pero había algo dentro de él que siempre le hacía difícil matar a una mujer, por malvada que fuese.
Sin previo aviso, Conan corrió hacia la pared con la velocidad de un tigre, y como un tigre saltó hacia la barandilla. Su espada era demasiado grande para llevarla cogida entre los dientes, así que sólo tenía una mano libre, y con ella apenas si logró agarrarse lo bastante, como para empezar a alzarse a pulso. Oyó un grito de asombro colectivo y su espada fue derecha hacia el hombre, en el mismo instante en que su brazo se alzaba por encima de la barandilla, pero jamás lo alcanzó: el cimmerio notó como una tremenda sacudida pasaba a través de su manos y por su cuerpo entero, y cayó hacia atrás, apartándose de la barandilla. Era algo que nunca antes había sentido, y se desplomó dando con sus espaldas sobre el frío y ensangrentado suelo de piedra.
• • • • •
Cuando recobró el conocimiento, Conan seguía en la habitación circular, pero todos los espectadores se habían ido. Se sentó, con todos los músculos doloridos. Sabía que la caída no era responsable de este dolor, así que tenía que ser un efecto secundario de la terrible e inesperada sacudida que había recibido al agarrarse de la barandilla. Notó el sabor de sangre en su boca, y la escupió al suelo.
También se habían llevado a los dos hombres que había matado. Vio un montón de cosas en el suelo, y fue hacia ellas a investigar. Para su sorpresa era su ropa y sus otras posesiones.
Rápidamente, se colocó la ropa y lo demás. Incluso le habían devuelto sus ornamentos, como el pesado brazalete que le había dado Alcuina. A pesar de su anterior bravata, se sentía mejor ahora que se había vuelto a poner ropa. Metió su espada en la funda y se colocó el yelmo sobre sus oscuros cabellos desgreñados. En ese momento llevaba todo aquello con lo que había entrado en el castillo. Su gruesa capa y ropa de invierno estaba en algún punto del bosque con Rerin. Ahora tenía que hallar algún modo con que salir de aquel agujero.
Estaba claro que no querían que se quedase allí, pues de otro modo, ¿cómo iban a divertirse con él? Ninguna de las numerosas puertas de la arena estaba abierta. Estudió la traicionera barandilla… ¿sería peligrosa en todo momento? Muchos de los espectadores habían estado recostados en ella, y Alcuina encadenada a la misma. Quizá sólo había funcionado su embrujo después de que él la agarrase. Pero sólo había un modo en que comprobarlo…
Por segunda vez corrió hasta la pared y saltó, esta vez con la espada envainada, por lo que pudo agarrarse de la barandilla con ambas manos. Se alzó por sobre la misma de un tirón y esta vez no notó la sacudida paralizante e insoportable. Se halló sobre una balconada circular, y cerca de una puerta. Sin dudarlo, con la espada en una mano, cruzó la puerta: aquel era un camino tan bueno como cualquier otro. No pensaba abandonar el castillo sin Alcuina, aunque aquello representase registrar todas y cada una de las habitaciones.
Como antes, tuvo la inequívoca sensación de que lo estaban observando. Se preguntó qué sería lo que haría aquella gente para divertirse cuando no tuvieran a ningún guerrero errante al que atormentar. Toda la gente civilizada era igual: no poseían en ellos mismos las virtudes de los guerreros y tenían que admirarlas en otros. Bueno, les mostraría algo que valía la pena admirar, antes de matarlos.
—¿Qué será ahora? —gritó—. He matado a vuestro escorpión infernal y he matado a vuestros hombres. ¿Qué es lo que queréis ver morir ahora, so eunucos sin agallas?
Continuó a lo largo del pasillo que había elegido. Pasó frente a muchas puertas, ninguna de ellas cerrada, pero no vio nada que le interesase en las habitaciones y salones por los que pasó. En otra ocasión habría explorado más concienzudamente un lugar como aquel, pues todo estaba lleno de tesoros, pero por una vez no estaba interesado en el botín. Deseaba encontrar a Alcuina y deseaba salir de aquel lugar, como también deseaba volver al mundo real. Y lo deseaba en ese orden.
Su exploración le llevó a una gran sala de la que salían numerosos corredores. En el centro de la habitación yacía Alcuina, desnuda. Le habían quitado hasta los ornamentos, y sus manos y pies estaban visiblemente atados. No se movía.
Conan se detuvo fuera de la habitación. Reconocía una trampa cuando la veía: saltarían sobre él cuando entrase, o cuando intentase salir, de eso no le cabía duda. Pero ahora, cuando creía que aún tenía un poco de tiempo, quizá fuese un buen momento para decidir cuál iba a ser su siguiente paso. La mujer parecía inconsciente, y no se veía que estuviera atada a ningún objeto sólido, sino simplemente yacía sobre un montón de sedas, que formaban como un nido alrededor de su propia sedosa desnudez. ¿Cuál era el juego, esta vez?
Entonces sonrió: a buen seguro, ninguna de sus hojas podría cortar las cuerdas que la ataban. Eso significaba que tendría que llevar a la reina a cuestas hasta lugar seguro. Y también significaba que estaría privado del uso de un brazo, así como de buena parte de su movilidad. Bueno, si pensaban que aquello le iba a detener, es que sabían bien poco de los cimmerios en general y de él en particular.
Como un hombre que no tuviera la menor preocupación en el mundo, entró en la habitación y cruzó hasta donde la reina yacía. La alzó, se la echó encima del hombro izquierdo y le dio a su bien formado trasero una palmada afectuosa.
—No temas, Alcuina, haré que salgamos muy pronto de éste lugar.
—Eso me lo creeré cuando haya sucedido —dijo la voz de ella, algo ahogada por las pieles de lobo que cubrían la espalda de Conan—. Y un simple espadachín no tiene derecho a tocar a su reina de un modo tan poco adecuado.
—Ya has recobrado los sentidos, ¿eh? Y la voz también. Juro por Crom que eres la moza más remilgada a la que jamás haya servido con mi espada. Te sigo hasta esta tierra de demonios, mato monstruos y hombres para servirte, y lo único que tú haces es quejarte por una palmadita en tu real trasero. ¡No deberías ni haberlo notado, tras todos esos latigazos!
—¡Ponme en el suelo, mono parlanchín! gritó ella, y comenzó a agitarse sobre su hombro.
—Si hago eso, ¿cómo voy a llevarte fuera de aquí?
—Entonces, al menos llévame de un modo en que pueda ver y respirar, en lugar de tener que oler tus hediondas pieles de lobo.
—Eso no sería conveniente —le dio una palmada más fuerte, que se oyó sonoramente, al trasero—. Y ahora estate callada y déjame que te rescate.
A pesar de lo mucho que se debatía, la mantuvo con facilidad sobre su hombro.
—¿Rescatarme? ¡So idiota, te has metido en una trampa que hasta un niño habría sabido ver por adelantado!
—Eso ya lo sabía, mujer —le contestó Conan con inusitada paciencia—. Mira: a lo largo de mi vida me he metido en muchas trampas, y he salido caminando de todas ellas… o, al menos, arrastrándome. Ahora dime, ¿dónde se reúne esta gente para practicar su magia?
—¿Que dónde se reúnen? ¿Es que no prefieres que nos vayamos de aquí?
—Me cansas con tus preguntas. Ellos quieren que trate de escapar, y seguro que cualquier camino que elija estará repleto de peligros. Además, en cualquier caso, no me gusta dejar enemigos vivos a mis espaldas. Así pues, ¿dónde puedo esperar hallarlos?
Ella lanzó un sonoro suspiro.
—Eres un hombre valiente y un gran tonto. Que Ymir me maldiga si vuelvo a emplear alguna vez a un héroe. Tienes que subir a la gran torre central, es todo lo que sé de ese lugar. Allí es donde Sarissa y sus amigos gustan de jugar con sus látigos y sus instrumentos. Y creo que también es el lugar en el que se reúnen para realizar sus abominables ritos. Está lleno de extraños aparatos de brujería, y hay en la pared un objeto muy grande, como un espejo, en el que pueden contemplar todo lo que sucede en el castillo.
—Eso suena al lugar que yo busco. Vamos allá —con Alcuina sobre su hombro, Conan estudió las puertas que salían de la sala. Su maravilloso sentido de la orientación le dijo cual era la que llevaba hacia el interior del castillo, y corrió a través de ella a un buen trote.
—¿Dónde se han metido? ¡Han desaparecido! —dijo una de las damas, impaciente.
—Y a veréis como aparecen enseguida —aseguró Sarissa a las damas y caballeros reunidos.
Miraron al gran espejo mágico, atisbando por los diversos pasadizos del castillo, empleando unos momentos en comprobar cada uno de ellos, antes de pasar al siguiente. El bárbaro había tomado una salida inesperada de la habitación en la que Sarissa había dejado a Alcuina. Sin duda estaba desorientado por su cautiverio. Pero el caso era que no los habían visto desde entonces.
A cada una de las personas reunidas en la habitación le había sido encomendada una de las posibles rutas de huida hacia el exterior del castillo, y cada una de ellas había mostrado un alto grado de ingenio, preparando trampas en la ruta que le había tocado. Habían hecho muchas apuestas acerca de cuál de ellas sería la que tomaría el cimmerio, y cuan lejos llegaría, así como cuanto tiempo le costaría morir.
Habían sido aprobadas unas ciertas reglas de conducta, claro. No podían ser empleados gases venenosos, ni ningún conjuro contra el que un humano resultase indefenso. Debía tener al menos la apariencia de que podía abrirse camino luchando, visto que eso era lo que hacía mejor, y lo que hallaban más divertido de él. Si era capaz de sobrevivir a cada uno de los retos que se le fueran presentando y salir al exterior, entonces Sarissa tendría el privilegio de matarlo, en el modo que ella eligiese. Lo que no se le podía permitir era el escapar, con Alcuina o sin ella, pues eso echaría a perder el juego.
—Desearía que apareciese pronto —dijo uno de los caballeros, ahogando un bostezo—. Esto empieza a aburrirme.
El espejo mostró un pasillo bloqueado por una obscena cosa de muchos tentáculos, hambrienta de una presa.
—¿Es a mí a quien buscáis?
La gente reunida se giró para mirar a la entrada principal. Allá estaba Conan, con la desnuda Alcuina aún colgada sobre su hombro. Mientras lo miraban boquiabiertos, el cimmerio depositó a Alcuina en una posición en la que pudiera ver lo que pasara.
—Ahora has echado a perder nuestro juego —le dijo Sarissa, con una mueca de disgusto.
—De todos modos ya me estaba cansando de vuestros juegos —le contestó Conan.
—Más vale que lo mate —intervino Hasta: alzó una mano y empezó a hacer un complicado gesto.
Antes de que pudiera entrar en el hechizo propiamente dicho, Conan atravesó la distancia que le separaba de él y enterró su espada en el cráneo de Hasta. Luego arrancó la hoja, liberándola, y la blandió un par de veces en el aire. Los dos caballeros de ambos lados de Hasta se desplomaron aullando.
Los otros parecían estupefactos, incapaces de comprender que estaban siendo atacados físicamente por una forma de vida inferior. Mató a tres más, antes de que a alguno se le ocurriese correr hacia la puerta. Los mataba con tal rapidez y precisión, que sus luchas anteriores parecían lentas en comparación. A los que lograron escapar de la habitación, los dejó en paz. A los otros los mató sin piedad.
Uno de ellos no huyó. Conan iba limpiando la extrañamente coloreada sangre de su espada mientras regresaba al centro de la habitación; y allí estaba sentada Sarissa, sosteniendo en su regazo los maltrechos restos de su hermano.
—Lo has matado —dijo con voz átona.
—Eso he hecho —le contestó Conan sin remordimiento alguno—. Es una pena que estuvieras tan ocupada con tu dolor, te has perdido un maravilloso espectáculo…
E hizo un gesto hacia los montones de cuerpos, grotescamente apilados; en las caras que estaban vueltas hacia arriba, los ojos plateados iban perdiendo rápidamente su brillo.
—Debo ocuparme de los ritos fúnebres de mi hermano —dijo Sarissa.
—Eso lo podrás hacer luego —le dijo Conan con una voz fría como el hielo—. Si es que te dejo vivir.
Agarró el cadáver de Hasta por el frontal de su vestimenta y, con un poderoso empujón de su brazo, lanzó el cuerpo contra el gran espejo, que se hizo añicos con un estrépito que sacudió el castillo entero hasta sus cimientos. Levantó a Sarissa de un tirón.
—Muéstranos el camino más rápido de salir de aquí si es que quieres vivir, mujer —le exigió.
Como atontada, Sarissa se tambaleó hasta la entrada de la habitación. Mientras cruzaba la puerta, Conan recogió a Alcuina, esta vez llevándola en sus brazos para que pudiera ver lo que pasaba. Por una vez estaba demasiado estremecida como para zaherirle.
—Haz que me suelte las ligaduras —fue todo lo que dijo.
—Por ahora —le contestó Conan—, te prefiero del modo en que estás.
Sarissa los llevó a un portal en un muro y bajo luego por una larga escalera de caracol. Ni por un momento relajó Conan la guardia. Estaba alerta ante una posible traición: sabía que la mujer intentaría matarlos, sólo era cuestión de saber cuándo.
Para su gran sorpresa, Sarissa los llevó hasta una pequeña puerta que daba al foso, fuera de las murallas del castillo. Cortan puso la punta de su espada en la depresión de la espina dorsal de la mujer.
Ahora vas a caminar hasta los árboles, y nosotros iremos pegados tras de ti. Estoy vigilándote atentamente las manos, mujer: al primer signo de que intentas lanzar un hechizo con tu voz o tus manos, te haré lo mismo que hice con tu hermano.
Con la espina rígida y las manos pegadas a sus costados, Sarissa los guió hacia el bosque. Cuando los árboles se cerraron en derredor, la mujer frenó su paso, pero Conan la hizo seguir caminando algo más hacia el interior del bosque, pinchándole en la espalda cuando le parecía que quería pararse.
—Ahora ya puedes pararte —le dijo, cuando le pareció que estaban ya lo bastante lejos del castillo.
Una oscura forma encapuchada salió de entre los árboles, llevando un hato de cosas entre los brazos.
—¡Alcuina! —grito alborozado Rerin—. En verdad te ha sacado sana y salva de ese lugar.
—En cierta manera —le contestó Alcuina. Conan la había dejado sobre el césped, en donde estaba muy irritada—. Si tienes en ese hato algo con lo que cubrirme te quedaría muy agradecida, viejo amigo.
Conan por su parte no le quitaba ojo a Sarissa, que no había mostrado ninguna emoción ni había dicho palabra, desde la rotura del espejo.
—No sé qué hacer con ésta, anciano —le dijo Conan—. Si la dejamos suelta, seguro que nos hará alguna maldad con sus hechizos. Pero tampoco podemos llevarla con nosotros.
—No tienes que temer nada —le dijo Sarissa con voz muerta—. Cuando destruiste el Gran Espejo me mataste, y mataste a todo mi pueblo. El alma de grupo de mi raza habitaba dentro de ese antiguo artefacto mágico. Y tú, en tu ignorancia de bárbaro, la destruiste.
—¡Ignorancia! —resopló Conan—. Si hubiera sabido que ese era el modo en que mataros a todos, hubiera destruido esa cosa a la primera oportunidad. Pero eso es algo que no tendría porque haber sucedido, mujer: si hubierais sido amables con Alcuina, y si no hubieseis intentado usarme para vuestra diversión, nosotros estaríamos camino de casa y tú seguirías en tu castillo con tu hermano y vuestras malditas diversiones.
—Lo que dice es cierto —confirmó Rerin—. El aura mágica ha desaparecido de ella.
—Dejadme regresar al castillo, para poder perecer con mi pueblo —pidió Sarissa.
—Muy bien —dijo Conan, envainando su espada—. Ya no tengo más necesidad de ti.
Y ya no le prestó atención, mientras ella se volvía y comenzaba a caminar, lenta y desganadamente, de regreso a su castillo.
Cuando se hubo marchado, Alcuina se volvió hacia Rerin:
—Y ahora, viejo amigo, ¿tienes algún hechizo con el que soltar estas ataduras mágicas?
Rerin se inclinó hacia adelante y estudió las cuerdas que ataban las muñecas y los tobillos de Alcuina.
—¿Has probado con un cuchillo? —dijo al fin.
—Nunca se me ocurrió hacerlo —le contestó Conan, que sacó su daga y atacó los nudos, que cortó con facilidad.
—¡Nunca se te ocurrió hacerlo! —gritó Alcuina, cuyo rostro se puso escarlata, color que luego pasó a sus pechos. En su ira parecía haber olvidado su desnudez—. ¡Deliberadamente me dejaste así, para poder manejarme a tu antojo mientras estábamos en el castillo!
—Hay mucho de bueno —replicó Conan—, en que una reina esté inmovilizada mientras un guerrero hace lo que debe hacer.
—¡Estúpido! ¿Y qué habría hecho yo si te hubieran matado mientras yo estaba inerme? ¿Acaso pensaste en eso?
—Estoy seguro de que habrías hecho lo mejor que pudieses, y llevado tus asuntos de una forma tan real como hasta entonces.
—¡Mirad! —les dijo Rerin, ansioso de detener la pelea abierta que estaba a punto de estallar entre reina y guerrero.
Miraron hacia donde estaba señalando. El castillo, que antes se veía tan sólido, estaba empezando a fundirse, o más bien a colapsarse dentro de sí mismo, con sus líneas desdibujándose, como si se estuviese volviendo blando, y se empequeñeciese y desapareciese.
—Es como una medusa que ha sido lanzada a la orilla por las olas —dijo Conan, rascándose una barbilla cubierta por una barba incipiente.
—Su magia debía de ser lo que mantenía estable a este sitio inestable —recapacitó Rerin. Luego, se fijó en la barba crecida de Conan—. Pero, ¿cuánto tiempo estuvisteis en ese castillo?
—Debieron de ser tres o cuatro días —le respondió Conan, asombrado.
—No —intervino Alcuina—, al menos fueron nueve o diez días.
—Y, sin embargo, yo sólo he pasado una única noche aquí fuera, desde que Conan escaló los muros. Incluso el tiempo es extraño aquí en la Tierra de los Demonios.
—Debemos hallar un camino de vuelta a casa, y pronto —insistió Alcuina—. Este lugar me aterroriza y estoy preocupada por mi gente, allá en nuestro mundo. ¿Qué debe de estarles sucediendo?
—Tengo hambre —dijo Conan—. Rerin, empieza a prender un fuego y yo volveré pronto con caza.
Y dicho esto se metió en la espesura.
Rerin se sentó junto a Alcuina, cuando el fuego empezó a chisporrotear. Ella llevaba puesto el manto del brujo, como vestimenta temporal.
—¿Qué piensas ahora de tu campeón? —le preguntó.
—Es como algo salido de uno de los viejos cuentos. Nunca he visto a un guerrero como él, y sin embargo es tan salvaje y tan dado a seguir sus propias normas, que no sé si me sirve a mí, o a su propia voluntad.
—Y, sin embargo, tiene posibilidades. Necesitas un rey que se siente a tu lado en el Gran Salón, y ninguno de los monarcas de las cercanías te agrada. Podrías encontrar algo mucho peor que éste cimmerio: él no tiene un reino que se pueda tragar al tuyo, y con él liderando tus huestes de guerra no tendrías que temer a ningún enemigo…
—Puede que funcionase por un tiempo —le contestó Alcuina—, pero probablemente, alguna noche mientras él estuviese durmiendo, yo lo mataría.