La felicidad de las pequeñas cosas

Acaba de publicar Antonio San José un delicioso libro, La felicidad de las pequeñas cosas (Espasa), en el que hace censo de esos placeres sencillos que hacen más habitables nuestros días, como vislumbres de un paraíso perdido en medio del tráfago y el estrago de una vida arrojada a los perros. Acogiéndose al magisterio azoriniano, San José nos descubre que en estos primores de lo vulgar está nuestra más íntima verdad, sepultada entre una hojarasca de vanos afanes, ambiciones desnortadas y confusas desazones. ¿Y cuáles son esas ‘pequeñas cosas’ que San José desgrana en su libro? Algunas, de tan diminutas y modestas, pueden parecer nimias a simple vista. calzarse unos zapatos viejos, saborear unos churros, visitar una tienda de ultramarinos, volver a escuchar una canción que remueve los cementerios de nuestra memoria. Pero, en su aparente nimiedad, esos instantes de fugitiva vida invocan un meollo de vida prisionera que no nos atrevemos a mostrar, que no nos dejan mostrar, que por pudor o cobardía hemos preferido anestesiar, amordazar, aherrojar con mil llaves y candados. Y, sin embargo, ese meollo de vida prisionera que tales instantes invocan es lo más precioso que llevamos dentro, lo más expresivo y esencial; solo que nos hemos acostumbrado a mostrar lo más accesorio y mostrenco, la ganga superflua con la que hemos erigido una existencia vicaria, subalterna, fingida. Trágicamente, esa existencia que mostramos en el escaparate de las pompas mundanas acaba gangrenando la vida preciosa que escondemos hasta anularla; y, casi sin darnos cuenta, descubrimos un día que somos rehenes de una existencia impostada que nada tiene que ver con los anhelos que formulamos, allá en la remota edad en la que aún nos atrevíamos a ser.

En La felicidad de las pequeñas cosas, Antonio San José soslaya las reflexiones graves y campanudas. Pero en su apuesta por la levedad de esas minucias que refrescan nuestro tedio y trastornan nuestras rutinas se desliza siempre, como en sordina, una nostalgia que es a la vez una esperanza. la nostalgia de lo que fuimos y la esperanza de lo que aún podemos ser. Y esas ‘pequeñas cosas’ que irrumpen en la monotonía de nuestro presente, como reminiscencias de un pasado dichoso o adivinaciones de un porvenir benévolo, son las grietas por las que se cuela, entre la escombrera y la chatarra de los días sin horizonte, una vida que nos fue prometida gratuitamente y a la que hemos renunciado por insensatez o vanidad, pagando peajes que cada vez nos resultan más oprobiosos. Disfrutamos de esos zapatos viejos que calzamos los fines de semana porque estamos hartos de los zapatos que avivan el dolor de nuestros callos; y más hartos todavía de los callos que nos han crecido en el alma, como excrecencias de mugre o insensibilidad. Disfrutamos de los olores en desbandada que se respiran en una tienda de ultramarinos porque nos asfixia la asepsia de nuestros hangares comerciales; y más todavía el hedor de los aditivos y colorantes con que tratamos de aderezar nuestra vida robotizada, pasteurizada, envasada al vacío. Disfrutamos del cántico liberatorio y desafinado que improvisamos bajo la ducha cada mañana porque nos disgusta la circunspección que nos impone la urbanidad; y más todavía las afinaciones hipócritas que reglamentan nuestras relaciones humanas. Disfrutamos de esas ‘pequeñas cosas’ porque hemos dejado de ser aguerridos y osados, porque hemos matado nuestra capacidad de asombro, porque hemos renunciado a la curiosidad, temerosos del descalabro; y de pronto nos descubrimos magullados de rutinas, envilecidos de renuncias y decepciones, expuestos al vaivén de las prisas, convertidos en presentes sucesiones de difunto . Pero no podemos contrariar impunemente nuestra naturaleza. Y nuestra naturaleza nos predispone al asombro cotidiano, a la celebración y al misterio; cuando esa naturaleza es humillada y escarnecida se cuela como un ladrón en el mausoleo fúnebre de nuestras vidas, disfrazada de esas pequeñas cosas o primores de lo vulgar que nos resucitan con un golpe de ola de mar o un sorbo de café amargo. Gracias, Antonio San José, por recolectar esos instantes privilegiados, como florecillas ateridas al pie del camino de la vida.

“Matar un ruiseñor”

Quizá no exista un caso más enigmático de abandono de la vocación literaria que el de Harper Lee, la autora de la mítica Matar un ruiseñor. Publicada originariamente en 1960, Matar un ruiseñor fue galardonada con el premio Pulitzer al año siguiente y adaptada al cine, en una celebérrima versión dirigida por Robert Mulligan y protagonizada por Gregory Peck. Matar un ruiseñor, que vendió dos millones y medio de ejemplares en el año de su publicación, fue de inmediato traducida a más de cuarenta idiomas y no tardó en convertirse en lectura obligatoria en las escuelas de los Estados Unidos; todavía hoy, aseguran sus editores, sigue vendiendo un millón de ejemplares al año por el extenso mundo. Cuando Harper Lee se dio a conocer, contaba 34 años; medio siglo más tarde, convertida en una octogenaria, no ha vuelto a publicar ningún libro, ni se espera que lo haga. Aunque han circulado rumores de que esconde manuscritos que solo serán entregados a la imprenta tras su muerte, los propios familiares de la autora los han desmentido reiteradamente.

A diferencia de otros escritores que hicieron del ocultamiento y la misantropía una coraza contra el mundo, Harper Lee ha aceptado algunos homenajes y agasajos; pero dejando claro siempre que aquella etapa de su vida en que fue una escritora de éxito multitudinario ha quedado definitivamente clausurada. Instalada en su localidad natal de Monroeville, Alabama (la Maycomb de Matar a un ruiseñor), Lee vive de sus derechos de autor, desentendida de la fama que la persigue y también de los mil y un eventos que rememoran los episodios más emblemáticos de su novela (todos los años, por ejemplo, se celebra en Monroeville una recreación del juicio a Tom Robinson, el negro injustamente acusado de violación y defendido con gallardía por Atticus Finch). No reniega de su pasado, ni del mundo que la encumbró al estrellato, pero desea que la dejen vivir y morir en paz. El ruiseñor concluyó su canto y reclama que se respete su silencio.

Pero ¿qué mató el canto del ruiseñor? Esta es la pregunta que todos los lectores que se aproximan a la única novela de Harper Lee se hacen, obsesivamente. Hay quienes sostienen que en Matar un ruiseñor Lee dejó escrito todo lo que necesitaba escribir. una evocación elegiaca de los temores y anhelos de la infancia, sobrevolados por los fantasmas de la Gran Depresión y el racismo, y una muy sugestiva idealización de la figura paterna, encarnada en ese inolvidable Atticus Finch que es un dechado de prendas morales. Y tal vez sea cierto. son muchos los escritores que en su primera obra aciertan a expresar lo que es constitutivo de su universo interior, lo que imperiosamente precisan expresar, para poder seguir viviendo; y que, en posteriores entregas, no hacen sino fatigar un universo que ya ha sido elucidado o, todavía peor, prueban a elucidar otros universos que les resultan ajenos, con resultados paupérrimos o mediocres. Pero, inevitablemente, uno tiende a pensar que fue el éxito lo que sofocó el canto de Harper Lee. un éxito estragador que alteró por completo su pacífica existencia, que desnudó ante el mundo su intimidad, que le granjeó incluso los celos y la envidia de su amigo más querido, el también escritor Truman Capote, que poco tiempo después obtendría un éxito también estruendoso con A sangre fría. Harper Lee tendría ocasión de comprobar cómo el éxito despedazaba a Capote. primero el éxito de Matar un ruiseñor, entre cuyos personajes aparece un niño llamado Dill que, al parecer, es trasunto del propio Capote; después el éxito de A sangre fría, que acabaría convirtiéndolo en un monigote histriónico.

Creo que sin esta experiencia saturnal del éxito que sofoca y calcina el canto del ruiseñor, Harper Lee hubiese seguido escribiendo. Descubrió a tiempo que la aceptación de ese éxito exigía pagar un precio demasiado elevado (el venero secreto de su sensibilidad expuesto en pública almoneda y expoliado para regocijo de mercaderes y curiosos, como le había ocurrido a Capote), y prefirió enmudecer. Tal vez fue un pecado tan grave como matar un ruiseñor; pero más grave aún hubiese sido ver al ruiseñor entonando cantos desafinados o en falsete, convertido en un juguete roto que poco a poco va perdiendo su público, atraído por el canto novedoso de otro pájaro que pronto se quedará, también, afónico.

Doctrina social

Muchos católicos creen que sobre las realidades sociales, políticas y, muy especialmente, económicas no pueden hacerse juicios de naturaleza teológica o moral, por pertenecer dichos ámbitos a una esfera enteramente secular. Por eso, cuando hablan de economía, aceptan categorías radicalmente anticristianas, sin examinar los presupuestos antropológicos o, más precisamente, teológicos, que convierten la economía moderna en un nuevo Moloch al que alegremente se sacrifican millones de vidas humanas. Pero renunciar al análisis de estas realidades desde presupuestos teológicos y morales es tanto como dimitir de la fe.

A finales del siglo XVIII, con la revolución de Adam Smith, los economistas quisieron liberar la economía de la teología; después, a lo largo del siglo XIX, los economistas quisieron desvincular la economía de la teoría política, hasta llegar a la situación presente, en que la economía se ha convertido en una ciencia cada vez más abstracta y matemática (pero de una matemática que siempre yerra, por cierto). El Papa Pío XI, en su encíclica Quadragesimo Anno, nos recordaba que, aunque el fin de la Iglesia es sobrenatural, no puede renunciar a interponer su autoridad, no ciertamente en materias técnicas, para las cuales no cuenta con los medios adecuados, sino en todas aquellas que se refieren a la moral , incluyendo la promoción de un orden social justo. Muchos han sido los Papas, de León XIII hasta nuestros días, que han condenado el socialismo, por concebir la sociedad y la naturaleza humana de un modo incompatible con la visión cristiana. También han condenado las formas de capitalismo que han hecho del lucro el motor esencial del progreso, olvidando que la economía está al servicio del hombre. Sin condenarlo en términos absolutos, Pío XI afirmaba que el sistema capitalista no es intrínsecamente malo, pero está profundamente viciado ; y en su encíclica Divini Redemptoris afirmaba que el liberalismo ha abierto la senda del comunismo , pues los trabajadores estaban preparados para su propaganda por el abandono religioso y moral en que habían sido dejados por la economía liberal . Habría que preguntarse, pues, si el capitalismo es un mero modelo de organización económica, o si por el contrario incluye -como el propio socialismo- una concepción mecanicista del hombre y de las relaciones sociales.

Es corriente aducir que las propuestas de la doctrina social de la Iglesia no sirven para dilucidar los arduos problemas suscitados por las nuevas realidades económicas en un mundo globalizado que sufre los zarpazos de una crisis financiera arrasadora. Pero una lectura atenta de las grandes encíclicas sociales basta para desmontar estos tópicos. Así anticipaba Pío XI, en un fragmento profético de Quadragesimo Anno, la emergencia de un nuevo poder tiránico, fundado en la concentración del dinero, que llega a convertir a los Estados en marionetas a su servicio. La libre concurrencia se ha destruido a sí misma; la dictadura económica se ha adueñado del mercado libre; por consiguiente, al deseo de lucro ha sucedido la desenfrenada ambición de poderío; la economía toda se ha hecho horrendamente dura, cruel, atroz. A esto se añaden los daños gravísimos que han surgido de la deplorable mezcla y confusión entre las atribuciones y cargas del Estado y las de la economía, entre los cuales daños, uno de los más graves, se halla la caída del prestigio del Estado, que debería ocupar el elevado puesto de rector y supremo árbitro de las cosas y se hace, por el contrario, esclavo, entregado y vendido a la pasión y a las ambiciones humanas .

En esta misma encíclica, por cierto, Pío XI escribía. Se equivocan de medio a medio quienes no vacilan en divulgar el principio según el cual el valor del trabajo y su remuneración debe fijarse en lo que se tase el valor del fruto por él producido (Quadragesimo Anno, 68). Para que el trabajo pueda ser valorado justamente y remunerado equitativamente, es preciso, afirmaba Pío XI, que el salario alcance a cubrir el sustento del obrero y el de su familia, ajustándose a las cargas familiares, de modo que, aumentando estas, aumente también aquel . Es, desde luego, muy comprensible que los adoradores de Moloch se preocupen de que la doctrina social de la Iglesia sea desconocida, aun para los propios católicos; más inquietante resulta que nuestras jerarquías eclesiásticas no se esfuercen por combatir este desconocimiento, con la que está cayendo.

“Libertad”

Así, de forma tan lacónica (pero con frecuencia el laconismo es el disfraz falsamente modesto de la pomposidad), se titula la novela de Jonathan Franzen que ha cosechado los ditirambos más encendidos de la crítica literaria mundial. Tal ha sido la resonancia lograda por el autor que la revista Time le ha dedicado su portada, honor mundano que la prensa autóctona ha celebrado con arrobo y entusiasmo; ese arrobo y entusiasmo un poco sonrojantes, hijos por igual del esnobismo y de cierta mentalidad lacayuna y colonial, con que se aplaude todo lo que nos llega bendecido por el establishment cultural.

Me propuse leer la novela de Franzen, pese a que anteriores entregas del autor me habían convencido de que su literatura es solipsista y farragosa, muy representativa de la gangrena que corrompe a buena parte del arte contemporáneo, empeñado en elevar la inanidad a un pedestal de adoración. Cuando escribo `inanidad´ quiero decir vacuidad, nadería, insignificancia; y no se me escapa que muchos grandes maestros han logrado penetrar en el misterio humano retratando los pensamientos o acciones humanas más `insignificantes´. pero su grandeza consistía, precisamente, en mostrar -a veces de forma discreta, elusiva, invisible- la profunda significación que se ocultaba tras ellos. Pero esta `inanidad´ a la que me refiero postula que no existe significación alguna en lo que pensamos o hacemos; que todo lo que pensamos o hacemos es reflejo de una mera `pulsión biológica´; y que todo intento de encontrar un sentido último o trascendente en lo que hacemos es una quimera irrisoria. Franzen, como tantos otros escritores de nuestra época, no cree que la vida tenga sentido; y así, todo lo que piensan o hacen sus personajes es como un intento -hiperrealista e hipertrofiado, pues una de las notas características de esta literatura es su enojosa prolijidad- por distraer o espantar la desesperación natural que invade nuestros días cuando no descubrimos en ellos un `argumento´. Esta desesperación o conciencia de sinsentido no se muestra en Franzen, sin embargo, al modo en que podría mostrarse en Joyce, como un intento de traducir gráficamente el panorama interno de la mente humana expuesta a un enjambre de impresiones confusas; tampoco al modo en que se muestra en Kafka, como un retrato de un mundo frío y minuciosamente pesadillesco. La desesperación de Franzen es una desesperación tranquila, de una tranquilidad de calma chicha, que sigue los avatares -rutinarios y mazorrales- de sus personajes con la misma exhaustividad desapasionada con que un detective sigue los episodios adulterinos del tipo al que le han encargado que espíe. A veces, es cierto, Franzen se permite el humor, como el detective encargado de espiar al adúltero se permite ridiculizar en sus informes sus dotes amatorias o la fealdad de sus amantes; pero es siempre un humor `desalmado´, desangelado, que no rompe la atonía de la narración. A la postre, su novela nos transmite una impresión de aridez espiritual que se refleja en todo lo que los personajes hacen, en todo lo que dicen, en todo lo que piensan; y, ciertamente, hacen, dicen y piensan muchas cosas a lo largo de ochocientas páginas implacables, pero todo ello carente de significación, como si fuera la crónica de una necrosis, de una gangrena indolora, de una desolación sin lucha.

Esta misma impresión de aridez espiritual la he encontrado en otros muchos escritores de nuestro tiempo, de los que Franzen es discípulo confeso o epígono inconfeso, tan encumbrados y venerados como él mismo por retratar las inquietudes del hombre medio . Pero para retratar las inquietudes humanas hace falta, antes que nada, humanidad; y por humanidad no quiero decir sentimentalismo pío, sino capacidad de alumbramiento del misterio humano. Y lo que estos autores retratan es más bien la descomposición de lo humano, convencidos de que el hombre es pura materia condenada (o más bien solo convocada) a la pura disgregación. Desde esta convicción, la peripecia de sus personajes se reduce a ””experiencia biológica””; y todas las empresas que abordan se convierten en activismos vacuos, porque sobre ellas gravita la noción desesperada del sinsentido de la vida, reducida a la noción de accidente cósmico. Puede que Franzen sea un lúcido -aunque, desde luego, bastante pelmazo- notario de nuestra época; y, en este sentido, la portada de la revista Time la tiene bien merecida. Pero de ahí a ser un gran escritor media un gran techo; porque la literatura, si aspira a no perecer por agotamiento, tendrá que volver a dar cuenta de la razón del vivir.

Cine mudo

Presenté en la Fundación Juan March, hace un par de meses, en un ciclo dirigido por Román Gubern, Los nibelungos, la magna epopeya de Fritz Lang, dividida -como en el momento de su estreno, hace casi noventa años- en dos películas, La muerte de Sigfrido y La venganza de Crimilda. Lo hice el mismo día que en las salas comerciales españolas se estrenaba The artist, el delicioso pastiche de Michel Hazanavicius rodado al modo en que se rodaba allá por los años veinte, empleando los mismos recursos narrativos e interpretativos patentados por los maestros del cine mudo. En la Fundación March me tropecé, para mi sorpresa, con un público copioso y entusiasta; lo que, según me contaron los responsables del lugar, es habitual cada vez que se proyecta una película muda. No me extrañó que así fuese, como tampoco me ha extrañado el éxito de la película de Hazanavicius. Lo que me extraña es que los responsables de la industria cinematográfica no adviertan que en la recuperación del cine mudo quizá se halle la salvación de su maltrecho negocio.

La gente lega -incluso el público aficionado- tiene una idea muy equivocada del cine mudo, al que en general considera una antigualla infumable. La razón es muy sencilla. nunca ha visto cine mudo; o, todavía peor, lo ha visto en el televisor de su casa, que es en verdad una experiencia insufrible, solo apta para cinéfilos con vocación de arqueólogos. Y es que el cine mudo no fue concebido para ser visto en un aparato de televisión; requiere las liturgias de la sala oscura, como la ópera exige el teatro con foso para la orquesta. Si repasamos la historia del cine, comprobaremos que toda su evolución ha consistido en un esfuerzo por alcanzar nuevos finisterres técnicos que lo singularizasen de otras formas de entretenimiento cuando lo único que consiguieron fue destruir su auténtica singularidad. Primero el cine se hizo sonoro porque así creyó que podría destruir la competencia del teatro; extrañamente, a nadie se le ocurrió pensar entonces que en el cine el espectador busca una experiencia estética distinta a la que le proporciona el teatro. Luego, el cine adoptó el color, el formato scope, más recientemente el efecto estroboscópico o tridimensional, en su afán por dejar atrás la competencia de la televisión. pero no tardaron en fabricarse televisores en color, televisores en formato panorámico cada vez más gigantescos, y esta es la hora en que empiezan a comercializarse televisores que incorporan el efecto estroboscópico o tridimensional. Todos los intentos de la industria cinematográfica por epatar al espectador con nuevos artificios técnicos se han demostrado, a la postre, estériles (por fácilmente imitables); y en su carrera desnortada en pos de trampantojos de nuevo cuño, el cine, a la vez que pierde espectadores (que prefieren quedarse en casa, disfrutando de la imitación doméstica del trampantojo, que les sale gratis), se desnaturaliza poco a poco, porque ha renunciado a contar hermosas historias mediante imágenes. Imágenes desnudas proyectadas sobre una pantalla, sin aderezos técnicos que solo distraen la atención de su elocuencia; o acompañadas, todo lo más, por una partitura musical que contribuya a realzar el efecto hipnótico que ejercen sobre el espectador.

Ese efecto hipnótico solo se puede lograr en una sala oscura, donde el espectador entra -se sumerge- dispuesto a abandonar el fardo de preocupaciones graves o livianas que lo inquietan. Por eso el cine mudo, visto en una pantalla de televisión, es infumable. porque esa inmersión hipnótica que proporciona la sala oscura se hace añicos; y, hecho añicos, la película muda se convierte en una antigualla. Cuantas más `distracciones tecnológicas´ se añaden a la elocuencia muda de las imágenes -sonido, color, scope, efectos tridimensionales-, más fácil es de imitar en casa el efecto que se logra en el cine, porque la suspensión de los sentidos que se logra mediante la proyección de imágenes desnudas es sepultada bajo paletadas sucesivas de pirotecnias efectistas.

El cine mudo exige, en efecto, las liturgias de la sala oscura; y así logra -como los sueños- zambullirse en las zonas más recónditas de nuestra vida sensible, allá donde se forman las imágenes más primigenias y perdurables. A quienes la prueban, la experiencia les parece subyugadora; y desean repetirla, como comprobé en la Fundación March. Lástima que la agónica industria cinematográfica, empeñada en alcanzar nuevos finisterres técnicos que solo aceleran su muerte, no lo entienda, pese al éxito de la película de Hazanavicius, que solo es un delicioso pastiche.

Operación de imagen

Hace algunas semanas, se difundía en la prensa que el nuevo gobierno había ofrecido al escritor Mario Vargas Llosa la presidencia del Instituto Cervantes; a los pocos días sabíamos que el premio Nobel había declinado la oferta. El episodio es, desde luego, estrafalario; y, si yo fuera presidente de ese nuevo gobierno, empezaría por destituir al cantamañanas que filtró el ofrecimiento a la prensa, antes de que se viera coronado por el éxito. Si pavonearse de las conquistas siempre tiene sus riesgos, pavonearse de las pretensiones que luego acaban en desdenes o rechazos es del género idiota; pero no es esta la reflexión que me incita a escribir sobre el asunto.

Ofrecer a Mario Vargas Llosa la presidencia del Instituto Cervantes no es, en el fondo, sino lo que ahora llaman una `operación de imagen´; y que más precisamente debería llamarse alarde megalómano o delirio de grandeza. Lo de menos es que Vargas Llosa, años atrás, ya hubiese rechazado una oferta semejante; o que públicamente hubiese retirado su apoyo al partido que ahora ha conquistado el poder, para entregárselo a otro de reciente creación. Ciertamente, tales antecedentes añaden al delirio de grandeza sus ribetes de masoquismo chusco, pero tampoco es esta la reflexión que me incita a escribir sobre el asunto. Lo que salta a la vista es que en el ofrecimiento hay un intento de parasitar la celebridad o el prestigio de la persona supuestamente honrada por el ofrecimiento; costumbre muy de nuestro tiempo, en el que se ha perdido el sentido de las proporciones y el pequeño trata de aumentar su estatura, subiéndose a hombros del gigante. Sin entrar en consideraciones sobre la talla literaria de Vargas Llosa, resulta evidente que -siquiera en el mercado de las vanidades mundanas- un premio Nobel, reverenciado por tirios y troyanos, nada tiene que ganar aceptando un puesto administrativo; y sí en cambio mucho que perder, pues enseguida tirios y troyanos se aprestarían a hincarle el diente.

Pero este intento de parasitar la fama o el prestigio ajeno con un ofrecimiento desproporcionado (por chiquito) es, como digo, moneda de uso corriente en nuestra época. Lo más llamativo del asunto es que el cargo que se le ofrecía a Vargas Llosa era, según nos ha contado la prensa, más bien de boato o relumbrón; es decir, se aceptaba que Vargas Llosa, siendo un escritor solicitadísimo y encumbrado, no iba a poder asimilar las cargas y compromisos propios de un puesto ejecutivo. Su misión no hubiese sido otra sino darle lustre al Instituto Cervantes, a modo de florero o cortinaje suntuoso que se muestra a las visitas, para que se mueran de envidia y pongan los ojillos en blanco; lo que nos permite penetrar un poco más en los mecanismos de la `democracia mediática´, donde la acción política se convierte en una tramoya o trampantojo en el que importan mucho más los `gestos´ que se lanzan a la galería que su sustancia propia. Al anterior gobernante que padecimos se le acusaba con frecuencia de hacer una política de diseño , solo atenta a epatar con efectismos inanes que distrajesen la atención de los asuntos medulares; y así se interpretaba -seguramente con razón- que en sus discursos soltase frases eufónicas pero perfectamente memas, o que nombrase ministras a jovencitas inexpertas, cuya ignorancia era al menos tan descomunal como su morro. Pero sospecho que tales usos no eran exclusivos de aquel gobernante depuesto, ni tampoco de los gobernantes recién puestos, sino que son constitutivos de esta fase de degeneración democrática, en la que el ejercicio del poder se ha contaminado de los modos y argucias propios de la propaganda y el espectáculo; y en donde la adhesión de los fieles -o la tolerancia de los detractores- se logra mediante golpes de efecto sensacionales, cuanto más grandilocuentes, mejor. Se trata de adornar la casa con jarrones y cortinajes suntuosos, aunque la casa carezca de calefacción y hasta de agua corriente. ¡Total, esas minucias no se aprecian en las fotos!

En el fondo, ofrecer la presidencia del Instituto Cervantes a Vargas Llosa obedece a la misma lógica que ofrecer la presidencia de la Filmoteca Española a Penélope Cruz. A alguien la comparación podrá parecerle frívola; pero el mecanismo mental que guía el ofrecimiento es exactamente el mismo. delirios de grandeza mezclados con un entendimiento de la acción política como puro espectáculo. Lo que ahora llaman `operación de imagen´.

Generalizaciones

Hace un par de semanas, publiqué en ABC un artículo en el que, haciéndome eco del caso de un religioso que participaba en el célebre concurso televisivo Gran Hermano, lanzaba una diatriba contra el virus de la secularización infiltrado en el seno de órdenes y congregaciones religiosas. Aquel artículo mío provocó muchas reacciones, a favor y en contra, como me ha ocurrido en otras ocasiones; y, como en otras ocasiones, yo habría despachado tales reacciones favorables o adversas a beneficio de inventario si entre las segundas no se hubiese contado una de un tal José María Salaverri, religioso marianista, a quien había leído tiempo atrás unas consideraciones sobre Tintín, el personaje de Hergé, que captaron mi atención. En su respuesta a mi artículo, el padre Salaverri me afeaba que del caso de un religioso extraviado o confundido yo extrajese consecuencias generales que le parecían injustas y que echaban tierra sobre la mucha santidad escondida y mucha entrega callada que hay entre los religiosos.

Nada había, desde luego, más lejano en la intención de mi artículo que sepultar el trabajo sin medida de tantas personas admirables; pero toda generalización encierra un abuso, y un diagnóstico como el mío -en el que se hacía un juicio general partiendo de un hecho aislado, sin duda significativo pero en modo alguno representativo de esa multitud de religiosos y religiosas que diariamente son testigos del Evangelio- contenía cierta dosis de deshonestidad intelectual. Los reproches del padre Salaverri me sirvieron para recordar un artículo que yo mismo había escrito en esta revista, apenas un mes antes, glosando aquel pasaje evangélico en el que Jesús exclama. Yo te alabo, Padre del cielo y de la tierra, porque ocultaste estas cosas a los sabios y las revelaste a los sencillos . En aquel artículo, yo había escrito. ¿Qué distingue la mente sencilla de un niño de la mente compleja de un sabio? No, desde luego, su mayor o menor credulidad, sino su repudio de las abstracciones frías, su apego a las cosas concretas y palpables . Para concluir que lo propio de un hombre de fe es repudiar las abstracciones frías, para abrazarse a las cosas concretas y palpables, tan frágiles y menudas como un niño que manotea en un pesebre . Sin embargo, lo que yo había hecho en mi artículo sobre la vida consagrada era exactamente lo contrario. me había dejado arrastrar por una generalización -una abstracción fría-, en la que seguramente subyaciese un fondo, siquiera parcial, de verdad; pero ese fondo parcial de verdad palidecía al lado de tantos casos concretos y palpables de vocaciones religiosas ejemplares. Al generalizar sobre la vida religiosa, partiendo del caso de un religioso extraviado o confundido, me había comportando como uno de esos sabios a los que se refiere Jesús, a quienes se les ocultan las cosas que se les revelan a los sencillos.

En los días sucesivos a la publicación de mi artículo, tuve oportunidad de intercambiar varios emails con el padre Salaverri. En uno de ellos me refería cómo, reunido para rezar con sus hermanos de comunidad, había tratado de encajar mis generalizaciones – dulcificación de la disciplina, relajación en la observancia de los votos, progresiva mundanización – en la realidad concreta y palpable de cada uno de sus hermanos, con resultados negativos, pues sólo veía en ellos a personas obedientes y trabajadoras, que cumplen sus votos con sencillez y dedican la jornada entera a la oración y al servicio a los demás. Y entonces, mientras leía las palabras del padre Salaverri, me pregunté. ¿En qué se quedan mis generalizaciones, comparadas con esos diez hermanos marianistas de la comunidad del padre Salaverri, que cada día se reúnen una hora para rezar ante el Santísimo? Al enhebrar aquellas generalizaciones, ¿no había actuado como los fariseos del Evangelio, que colaban el mosquito y se tragaban el camello? ¿No había perdido el sentido de la proporción, al poner la lente de aumento sobre las lacras de la vida religiosa, sin considerar los ejemplos de santidad y abnegación secreta que cotidianamente nos ofrece? Y, sobre todo, ¿era mi diatriba el estímulo que la vida religiosa requiere, cuando la mayoría de los que se relajaron y asimilaron al mundo ya han dejado de ser religiosos, y cuando los que perseveran se esfuerzan por rectificar aquel rumbo errado?

De esta experiencia saco una enseñanza. Cuando critiques y denuncies, que sea a algo o a alguien concreto, con razones y con verdad, sin generalizaciones.

Hoover

Nunca he participado de la veneración que nuestra época tributa a Clint Eastwood, el gran actor metido a director todoterreno que en las últimas décadas ha sido encumbrado a la categoría de maestro del clasicismo. En las películas de Eastwood nunca he hallado la personalidad distintiva -un universo propio expuesto a través de un estilo intransferible- que bendice a los auténticos maestros; y su tan cacareado clasicismo siempre se me ha antojado más bien maña de artesano reservón que prefiere evitar las `originalidades´ para no descalabrarse. Es cierto que entre la filmografía de Eastwood hallamos algunos títulos notables, casi siempre sustentados en guiones de hierro (tan sólidos que hubiesen requerido, en verdad, de un director inepto o decididamente calamitoso para naufragar); pero no es menos cierto que otros muchos apenas se distinguen de los telefilmes más romos, lastrados por un convencionalismo hiriente y archisabido y huérfanos de la más mínima inspiración. En ocasiones, incluso, esta falta de nervio y vibración característica de Eastwood ha logrado desbaratar historias que, puestas sobre el papel, permitían augurar una película memorable (pienso, por ejemplo, en El intercambio, alabadísima en el momento de su estreno, pese a sus torpezas más que evidentes); pero nunca esta atonía sin brillo había alcanzado cotas tan deprimentes como en la recién estrenada J. Edgar, biopic de quien fuera durante casi medio siglo director del FBI y seguramente el hombre más poderoso del mundo.

¡Mira que era difícil hacer una película mostrenca con la figura de John Edgar Hoover, contando además con los medios de producción que a Eastwood le han sido confiados! En verdad, se trataba de una misión imposible; pero, contra todo pronóstico, Eastwood lo consigue de principio a fin, sin desfallecimiento alguno. Sobre Hoover se han publicado multitud de biografías, hagiográficas o infamantes, que nos deparan, con diversos claroscuros y propensión casi generalizada al sensacionalismo, una de las personalidades más trágicas y subyugadoras, maniáticas y paranoides del siglo XX. uno de esos personajes-vórtice, asomados constantemente al abismo, que en su afán por amasar poder no se arredran ante nada; y que, después de protagonizar las hazañas más inverosímiles y de provocar los cataclismos más irreparables, se van de este mundo llevándose consigo su misterio, que es el misterio de toda una época. Con una existencia como la de Hoover, Shakespeare u Orson Welles hubiesen armado una obra llena de ruido y de furia, en la que la figura de este control freak emergiera como una suerte de fuerza oscura de la naturaleza que congrega en su derredor, como en un enjambre sombrío, la pululación del mal; y hasta sus peculiaridades más ridículas -su obsesión por la asepsia o sus traumas sexuales, pongamos por caso- habrían contribuido a engrandecer su enigma. Un hombre que logró mantener su puesto durante tanto tiempo, sobreviviendo al mandato de siete presidentes de distinto signo ideológico; y que, sobre todo, logró convertir a esos siete presidentes, y al séquito que los rodeaba, en corderitos mansos, temerosos de que sus vergüenzas íntimas -que Hoover registraba concienzudamente, en archivos que mandó destruir a su muerte- saliesen a la luz, tenía que ser, en verdad, intimidante, con algo de criatura salida del Averno y algo de ángel vengador. Pues llega Clint Eastwood y lo convierte en un pobre hombre, una especie de abuelo Cebolleta con ínfulas megalómanas que solo causa irrisión (o piedad).

A uno se le ponen los dientes largos pensando lo que directores como Martin Scorsese (cuando Scorsese se hallaba en plena forma), Paul Thomas Anderson o Darren Aronofsky habrían hecho con un material tan suculento. una película electrizante (o más bien radiactiva) que se hubiese atrevido a hollar los sótanos del sueño americano -allá donde se pudren cadáveres de presidentes y mueren de inanición los ideales secuestrados-, obligándonos a acariciar sus purulencias y viscosidades con una especie de fascinada repulsión. Eastwood, por el contrario, nos castiga con una especie de docudrama fastuoso (sin valor documental alguno y sin vibración dramática verdadera), de un academicismo fatigante y pestífero que nunca levanta el vuelo, por la sencilla razón de que carece tanto de alas como de motor. Confrontado con un personaje bigger than life como Hoover, Eastwood se revela un cineasta sin abismo, sin brío, sin capacidad alguna para iluminar los misterios del alma humana. la magnitud descomunal de Hoover no hace sino subrayar la pequeñez de este presunto maestro del clasicismo.

Una leyenda negra

¿Fue la Iglesia católica complaciente con las atrocidades perpetradas por Hitler? Ya en una fecha tan temprana como 1930, los obispos alemanes condenaron el nazismo, calificándolo de herejía incompatible con la visión cristiana del mundo; es verdad, sin embargo, que esta condena fue levantada en 1933, cuando Hitler firmó un concordato con la Santa Sede. ¿Pecaron entonces de exceso de confianza los obispos alemanes? Tal vez sí, pero no más que los gobiernos de Francia y Gran Bretaña, que todavía en una fecha tan tardía como septiembre de 1938 firmaban con Hitler el Tratado de Múnich. Lo cierto es que los católicos no fueron quienes alzaron a Hitler al poder; de hecho, en las regiones alemanas más pobladas por católicos fue donde el partido nazi obtuvo menos votos, como prueba José M. García Pelegrín en su libro Cristianos contra Hitler.

El 23 de marzo de 1937, Pío XI proclama la encíclica Mit Brennender Sorge, en cuya redacción participó activamente el cardenal Eugenio Pacelli, futuro Pío XII. En la citada encíclica, Pío XI condena sin ambages el nazismo, tachándolo de ideología panteísta (esto es, pagana), y la divinización idolátrica del pueblo y de la raza postuladas por esta ideología. Obispos como Bertram, de Berlín, o Von Galen, de Münster, se convirtieron en detractores encarnizados del nazismo; y diez mil trescientos quince sacerdotes católicos serían encarcelados por el Tercer Reich. De ellos, dos mil quinientos ochenta serían deportados al campo de concentración de Dachau, de los cuales mil treinta y cuatro no salieron con vida.

Cuando, en 1958, fallece Pío XII, Golda Meir, madre del Estado de Israel, escribirá. Durante los diez años del terror nazi, cuando nuestro pueblo sufrió los horrores del martirio, Pío XII elevó su voz para condenar a los perseguidores y para compadecerse de las víctimas . Y el entonces presidente del Congreso Judío Mundial, Nahum Goldmann, proclamará. Con especial gratitud recordamos todo lo que Pío XII hizo por los judíos perseguidos durante uno de los periodos más oscuros de toda su historia . ¿Qué ocurrió para que el Papa más querido por el pueblo de Israel fuera denominado, unos pocos años más tarde, el `Papa de Hitler´? La leyenda negra sobre Pío XII fue diseñada por la propaganda comunista y recogida eficazmente, en 1963, por la pieza teatral El vicario, de Rolf Hochhuth, en la que se presentaba a un Pío XII indiferente ante el genocidio judío. Pero la leyenda negra contra Pío XII también ha tenido divulgadores en el propio ámbito católico, como resultado de las divisiones que se produjeron a raíz del Concilio Vaticano II.

Las actas y documentos del Estado Vaticano relativos a la Segunda Guerra Mundial demuestran fehacientemente que Pío XII hizo mucho más que cualquier gobierno o institución para salvar a los judíos de la persecución nazi. El rabino y profesor de Historia David Dalin, autor del libro El mito del Papa de Hitler, considera que Pío XII se sirvió de su experiencia como Nuncio apostólico en Alemania durante los años veinte, y luego como secretario de Estado del papa Pío XI en los treinta, para salvar infinidad de vidas judías durante la guerra. Si aproximadamente el ochenta por ciento de los judíos que vivían en la Europa ocupada por los nazis fueron asesinados durante la Segunda Guerra Mundial, en Italia, donde el Papa tuvo un mayor margen de maniobra, el ochenta y cinco por ciento de los judíos sobrevivió, incluyendo el setenta y cinco por ciento de la comunidad judía de Roma, que se benefició de su ayuda directa. Los judíos fueron acogidos secretamente, por indicación del Papa, en ciento cincuenta y cinco monasterios, conventos e iglesias de Italia; y hasta tres mil de ellos hallaron refugio en la residencia pontificia de Castelgandolfo. El escritor judío Pinchas Lapide, en su obra Tres Papas y los judíos, cifra el número de judíos salvados directamente por la diplomacia vaticana en ochocientos mil. Tales actividades las realizó Pío XII lo más discretamente posible, lo cual no fue óbice para que Hitler planeara su secuestro, como ha confirmado el general Karl Wolff, jefe de las SS en Italia. Un hecho fundamental, poco conocido, es que el gran rabino de Roma durante los años de la Segunda Guerra Mundial, Israel Anton Zoller, se convirtió al catolicismo tras la liberación de la capital italiana, adoptando como nombre de bautismo, en honor del Papa que había salvado a tantos hermanos suyos, el de Eugenio Pío. A la luz de estos datos, ¿puede acusarse a la Iglesia católica de connivencia con el nazismo?