MIÉRCOLES
«¡Simón, Simón! Mira que
Satanás ha solicitado el poder cribaros como trigo; pero yo he
rogado por ti, para que tu fe no desfallezca».
Lucas 22, 31-
32
La noche había transcurrido con una calma que
mi cuerpo agradeció de manera especial tras un día tan fuera de lo
común. Cuando abrí los ojos tras el sonido de la alarma de mi
reloj, sentí que había recuperado plenamente mis fuerzas. Incluso
me encontraba con más energías que en los últimos días para
afrontar una nueva jornada.
Mientras sonaba la música que habría de
despertar a los escolanos, fui preparando los papeles y la carpeta
del curso. Tenía ganas de reunirme con mis compañeros de clase y
escuchar una nueva lección de Conti, que para este día tenía
prevista una práctica en torno a una de las antífonas propias del
tiempo en que nos encontrábamos.
Una vez más, tuve que emplear la botella de
agua que dejaba cada noche en la mesilla. Fueron varios los críos
que, tras unos minutos, aún seguían en sus camas, con los ojos
cerrados. Unas gotas fueron suficientes para que, en medio de sus
protestas, se pusieran por fin en marcha para iniciar el nuevo
día.
—¿Nos ponemos ropa de uniforme o chándal?
—preguntó Juanma, frotándose los ojos.
—Ropa de uniforme —respondí para decepción
del muchacho. Aquel día, pese a no tener clase, los chicos deberían
ensayar más de lo habitual para el concierto de Jueves Santo que
tendría lugar en la basílica. El Padre Lorenzo había dispuesto para
la ocasión un repertorio compuesto por piezas de canto gregoriano,
en una primera parte, así como otros cantos de polifonía para la
segunda.
Al otro lado de la ventana, los alrededores
del Valle se encontraban cubiertos por un frágil manto de nieve que
no tardaría mucho en deshacerse. La niebla ocultaba el horizonte en
cualquier dirección, por lo que apenas podían contemplarse los
árboles y riscos más cercanos a la gran cruz, que permanecía oculta
en la densidad.
Entré a la capilla con el último de los
escolanos que abandonaron el dormitorio. Luis era, considerado por
todos, el más tranquilo y parsimonioso de los chicos, el último en
llegar a todas partes. Cuando Luis entraba en clase, los profesores
sabían que ya no quedaba nadie más por llegar.
El rezo de Laudes fue dirigido por los niños
que ostentaban el cargo de «lectores». Yo
me situé en el banco que estaba al final de la capilla. Desde allí
pude observar a Juanma, cuyos ojos apenas se abrían entre bostezos;
Antonio, que pasaba hojas y hojas del libro de oraciones; Iván, que
observaba atentamente lo que parecía una estampa... Algunos de los
chicos parecían no haber despertado aún: se frotaban los ojos,
trataban de colocarse esos pelos rebeldes que se negaban a
permanecer bien peinados... En definitiva, el día comenzaba como
cualquier otro, en una rutina que presentí tan breve como en el día
anterior.
No me equivoqué. Apenas estaba cruzando el
claustro de los monjes seguido de los niños, que caminaban en
sigilosas filas, cuando el Padre Lorenzo se acercó hasta mí.
—En veinte minutos te espero en la portería.
Es importante.
Tras aquellas enigmáticas palabras, se
dirigió a la capilla del monasterio.
Me apresuré a seguir sus indicaciones y,
cuando los escolanos terminaron su desayuno a base de chocolate y
galletas, me dirigí a la portería. Allí, el Padre Andrés parecía
estar echándose la primera siesta del día. Recostado sobre la mesa,
encima de ésta descansaba, abierto por la mitad, un libro que no
había sido capaz de captar la atención del portero por mucho
tiempo. Llegué a mi cita con el Padre Lorenzo antes que él. Nada
más asomar por la puerta, le seguí hasta uno de los locutorios.
Como había sucedido el día anterior, no estaba vacío. Sentados en
los sillones de la estancia, Cintia y el Padre Dámaso conversaban
con rostros serios.
—Buenos días, Fray Ángelo —saludó Cintia,
esbozando una sonrisa.
Respondí de igual modo, tratando de adivinar
el motivo de aquella nueva convocatoria.
El Padre Dámaso tomó la palabra.
—Cintia tiene algo importante que decirnos.
Se trata de algunos detalles acerca del robo que tuvo lugar en su
casa.
En aquel instante, volvió a mi memoria la
imagen del sobre que el Padre Lorenzo me había entregado la noche
anterior, así como las letras que reflejaban una extraña
casualidad.
—Bueno, más que detalles sobre el robo
—aclaró Cintia—, se trataría de ciertas circunstancias relacionadas
con la partitura.
La joven juntó las manos. Parecía nerviosa,
inquieta ante lo que estaba a punto de contar, como si no supiera
por dónde empezar.
—He traído una fotografía de la partitura que
me gustaría mostrarles. La hice nada más encontrarla entre los
objetos más preciados de mi padre. Pero antes de enseñarles la
foto, me gustaría contarles algo más acerca del hallazgo de mi
padre.
»Ayer, por la noche, estaba consultando, en
internet, la aparición de libros y manuscritos en otras
excavaciones que el equipo de mi padre había llevado a cabo. Mi
búsqueda en la red me llevó a páginas en las que se mencionaban
otros hallazgos similares, no solo en nuestro país. Me detuve en
uno en particular. Se trataba de un antiguo manuscrito del siglo IX
aproximadamente, cuya imagen me impactó profundamente. El trazo de
sus letras era similar al del manuscrito de mi padre.
—Bueno, no es difícil encontrar una
caligrafía común en muchos de esos antiguos libros y pergaminos
—respondió el Padre Lorenzo.
—Lo sé, pero no era eso lo que más llamó mi
atención, sino unas marcas de tinta roja sobre algunas de las
letras. Seis marcas en cada una de las líneas que componían la
pieza. Me sorprendió porque era una estructura exacta a la de
nuestro manuscrito. Otra característica común es que, en ambos
casos, se trata de una pieza incompleta.
—¿Guardaste la imagen de ambos manuscritos?
—preguntó el Padre Dámaso.
—Sí. He traído las dos. Pero antes de
mostrárselos me gustaría comentarles una última coincidencia que
ambas comparten. Las dos han desaparecido.
—¿Cómo? —preguntó el Padre Dámaso,
sobresaltado.
—La partitura que observé por internet fue
robada de la abadía en la que se conservaba, hace tan solo unos
meses.
—Por favor, muéstranos ambas imágenes —el
Padre Lorenzo estaba impaciente por contemplar los trazos de
aquellos pergaminos.
Cintia mantenía una expresión nerviosa que se
acentuó al abrir su bolso. Con manos temblorosas extrajo la
fotografía del manuscrito hallado por su padre, así como la imagen
impresa del que parecía haber sido trazado por el mismo
escriba.
El Padre Lorenzo se puso sus gafas y paseó la
mirada por ambas imágenes.
—Ciertamente, su autoría parece la misma.
Estas manchas de tinta son como acentos colocados en algunas de las
letras; acentos que, por otro lado y a primera vista, carecen de un
sentido melódico. No pertenecen al ritmo del canto, como los otros,
del mismo color que las letras... Pero hay algo más... Juraría que
ambos manuscritos pertenecen a un mismo cántico que, por otro lado,
aún está inacabado.
—¿Así que debe de haber otro
manuscrito?
—Sí, Cintia. Al menos uno más. ¿Revisaste
bien todos los objetos que guardaba tu padre?
—En realidad, tengo en mi casa todo un
almacén repleto de antigüedades. Muchas de ellas resultaban
hallazgos de mi padre que, al parecer, carecían del valor
suficiente como para formar parte de la colección de algún museo.
También hay objetos directamente comprados por él en algunos de los
mercados y subastas que solía frecuentar. Tardaría horas, días
quizá, en revisar todos los armarios, arcones y baúles que mi padre
guardaba en el sótano de casa.
—¿Le has dicho algo de esto a la
policía?
Cintia me respondió negando con la
cabeza.
—Deberías decírselo —aconsejó el Padre
Lorenzo—. Tal vez pueda ser útil de cara a las investigaciones que
están llevando a cabo.
—Lo sé, pero... Estoy cansada de
interrogatorios acerca de mi padre. Ha pasado poco tiempo desde su
muerte, y me resulta un tanto doloroso tener que seguir hablando de
él a todos esos policías que no paran de hacer preguntas.
—Resulta complicado, Cintia —el Padre Dámaso
le dirigió una mirada de compasión—. Pero es necesario, de cara a
que la investigación dé sus frutos. Piensa que todo lo que puedas
aportar será para bien. Cuando detengan al ladrón, todos ellos se
irán y te dejarán en paz. Y tú estarás más tranquila, sabiendo que
todo ha pasado.
—¿Y si no encuentran al ladrón? —Cintia se
puso más nerviosa— Como habéis dicho, ese cántico está incompleto.
Si esos manuscritos resultan tan importantes para alguien, es
posible que quiera seguir buscando... ¿Y si ese ladrón regresa a mi
casa?
La joven no pudo reprimir las lágrimas que
asomaban a sus ojos. El silencio que acompañó a sus palabras pronto
quedó roto por su amargo llanto.
El Padre Dámaso y yo nos miramos, pensando el
modo de ayudar a Cintia a superar la angustiosa situación por la
que estaba atravesando.
Sentado a mi lado, el Padre Lorenzo había
dejado de mirar las imágenes para centrar su atención en palabras
que pudieran consolar a la joven.
—Podemos hablar con el responsable de la
hospedería, para que te den una habitación. En este recinto estás a
salvo.
Al Padre Dámaso y a mí nos pareció una buena
idea. Cintia necesitaba permanecer en un lugar tranquilo, lejos de
la horrible sensación de poder encontrarse una nueva visita
indeseada en su casa.
—No quiero ser una carga para nadie...
—No es ninguna carga —insistió el Padre
Lorenzo.
—Está bien —Cintia recuperó un atisbo de
alegría en su rostro—. Me quedaré durante unos días.
—El tiempo que haga falta... ¿Podemos
quedarnos con la fotografía y el otro papel?
—Sí, por supuesto. Tengo varias copias y,
supongo que a la policía le interesará conocer todo esto que hemos
hablado.
—En ese caso —el Padre Lorenzo guardó las
imágenes en el bolsillo de su hábito— creo que me voy ya. Tengo
ensayo con los chicos y aún debemos trabajar un poco más algunas de
las piezas del concierto. Deberías venir a escucharlos —miró a
Cintia.
—Me gustaría mucho poder asistir. Así que
será mejor que yo también me marche y hable con la policía sobre
todo esto.
—Cuanto antes mejor —el Padre Dámaso también
se puso en pie.
—Procura descansar. Nosotros nos encargaremos
de que te preparen una habitación en la hospedería para que, desde
hoy mismo, puedas instalarte allí.
—Gracias Padre... Gracias a los tres. Les
mantendré informados de todo cuanto me diga o indique la
policía.
—Y nosotros haremos lo mismo respecto a los
manuscritos. En cuanto pueda me dedicaré a estudiarlos
detenidamente —el Padre Lorenzo abrió la puerta del locutorio y
dejó pasar a Cintia—. No creo que pueda aportar una información
valiosa de cara a avanzar con la investigación, pero quién sabe.
Seguiremos en contacto.
—Gracias, Padre.
Cintia se despidió con una media sonrisa y,
tras enjugarse los ojos una última vez, abandonó el monasterio,
dejándonos a solas al Padre Dámaso y a mí. En el claustro de los
monjes se escucharon los apresurados pasos del Padre Lorenzo en
dirección a la escolanía.
—Pobre Cintia. Ha sufrido mucho tras la
inesperada muerte de su padre y ahora, con todo esto del
robo...
—¿Cómo murió su padre?
—De un infarto. Poco tiempo después de venir
de uno de los proyectos que lo mantenían lejos de nuestro país.
Dicen, quienes mejor le conocían, que Romero era un hombre
incansable y trabajador. Sentía una verdadera pasión por la
arqueología, que lo arrastraba a los lugares más recónditos y
lejanos que pudiera imaginarse. Por desgracia para los
investigadores del caso, me temo que les va a resultar difícil
descubrir dónde encontró Romero ese pergamino...
—Cintia ha dicho que su padre también
compraba antigüedades.
—Eso lo complica aún más —el Padre Dámaso
miró su reloj—. Pero me temo que poco o nada podemos hacer nosotros
al respecto. El asunto del robo es algo que se escapa a nuestras
manos, por mucho que el Padre Lorenzo quiera esforzarse en
descubrir algo tras el estudio de los manuscritos.
—Una extraña coincidencia —pensé en voz
alta.
—¿Que ambos manuscritos pertenezcan al mismo
cántico? Puede que tal vez. Y he de reconocer que siento una gran
curiosidad por conocer el motivo por el cual han podido ser robados
los manuscritos. Por mucho valor que tengan, el autor o autores del
robo se han tomado muchas molestias, si es que en ambos casos se
trata de los mismos, claro.
—No, no me refería a esa coincidencia.
—Entonces, ¿a qué te refieres?
—Al lugar en el que vive Cintia.
—Sé que tienen una vivienda por aquí cerca,
pero no sé dónde, exactamente.
—Yo sí lo sé —extraje el sobre que el Padre
Lorenzo me había entregado la noche anterior—. ¿Le suena esta
dirección?
—El Padre Dámaso tomó el sobre y, tras
observarlo detenidamente, comprendió lo que quería decirle.
—Sin duda, se trata de una coincidencia
cuando menos inquietante. Los dos asuntos que, en estos momentos,
se nos antojan más inciertos, comparten una calle. No deja de ser
una mera coincidencia, supongo. Una lástima que el Padre Lorenzo se
haya llevado las pruebas. Me habría gustado echar un vistazo al
texto de ese cántico. Esperaremos el momento adecuado para hablar
con él de ese tema. Me temo que, una vez más, llegamos tarde a
nuestras respectivas clases —el Padre Dámaso se puso la capucha y
abrió la puerta de entrada a la abadía esbozando una sonrisa—. ¿Una
carrerita?
No fue posible echar a correr hacia la
hospedería. El suelo había quedado peligrosamente cubierto de agua
tras la fina capa de nieve que podía verse a primera hora de la
mañana. La niebla había caído sobre los alrededores del monasterio,
escondiendo en su densidad parte de las arcadas que comunicaban los
edificios del recinto. El frío vagaba en gélidas corrientes que
arremetían contra los faroles situados a ambos lados. Sus bombillas
encendidas desprendían frágiles luces que, en algunos casos, se
adivinaban tras la nebulosa capa que se perdía entre los
arcos.
Entré en el aula y me di cuenta de que era el
último alumno en llegar a la clase. Conti estaba escribiendo
palabras en la pizarra. Se giró un momento para saludarme con su
característica sonrisa y prosiguió con la escritura de un texto que
se sabía de memoria.
«Pater, si non pótest
hic cálix transíre, nisi bíbam íllum: fíat volúntas
túa».
—Padre, si no puede pasar este cáliz sin que
yo lo beba, hágase tu voluntad.
Conti se giró para dirigirse a los alumnos.
Tal y como había mencionado en la última clase, las siguientes
lecciones resultarían fundamentalmente prácticas de cara a tener un
mayor conocimiento de la modalidad y profundizar en los
sentimientos implícitos del texto y la melodía. Y para ello había
elegido el canto de comunión del Domingo de Ramos.
—Se trata de una antífona acerca del diálogo
de Jesús con el Padre, en Getsemaní. Este texto, extraído del
Evangelio de San Mateo, en su capítulo veintiséis, nos muestra el
sometimiento de Cristo a la voluntad del Padre, una fidelidad
manifestada hasta sus últimas consecuencias. La melodía, con nota
dominante en sol, pertenece al modo octavo, el tetrardus plagal. El ritmo sereno de la melodía nos
lleva a la parte más elevada del canto, «nissi
bibam illum:», que ya nos indica las consecuencias de esa
absoluta confianza. «Fíat volúntas
túa». Estas últimas palabras finalizan la antífona, en un
sentido descendente no exento de matices, como lo es el de la
figura del tórculus que nos refleja la
vital importancia de esta afirmación: hágase
tu voluntad. Es una última petición cuyo ritmo sereno
transmite fielmente la confianza absoluta en el cumplimiento de
esta voluntad.
»Me ha parecido interesante iniciar la clase
de hoy con esta pieza. Si recordáis, fue entonada en la Eucaristía
del Domingo de Ramos, en un canto de comunión que, de algún modo,
ya nos introduce al Triduo Pascual. Creo que la elección del
momento de su aparición en la liturgia no podría haberse hecho
mejor. Jesús bebe el cáliz del Padre, tal y como el sacerdote bebe
el cáliz de Cristo en el momento de la comunión, con un significado
paralelo: aceptar la voluntad del Padre. La inclusión en el Domingo
de Ramos supone una anticipación de la celebración del Triduo, una
introducción a los misterios que vamos a celebrar en estos próximos
días.
»Esta escena es, tal vez, una de las más
conmovedoras que podemos encontrar en el Evangelio. Aquí vemos la
verdadera naturaleza humana de Cristo que, como hombre, también
siente temor; un temor que finalmente logra vencer con estas
palabras, con esta declaración: Hágase tu voluntad. Tal y como
pedimos a Dios cada vez que rezamos la oración del «Padre Nuestro». Es la invocación que da sentido a
nuestra vida cristiana. Y aquí aparece reflejada en ese tono de paz
que transfiere esta antífona.
Entonamos el texto, deteniéndonos en las
palabras que, en opinión de Conti, daban sentido a toda la
celebración de la Semana Santa. Las repetimos en varias ocasiones
hasta que finalmente el ritmo de la antífona se escuchó tal y como
el profesor deseaba.
A partir de aquella pieza, ensayamos algunas
de las que formarían parte de la liturgia del Triduo, con las
correspondientes explicaciones del profesor, con ese fin de
encontrar el punto de unión entre la melodía y la letra.
En esta ocasión, la puntualidad de Conti en
la finalización de las prácticas me permitió bajar a la basílica
sin prisas, en compañía de algunos de mis compañeros de curso. Al
igual que yo, los demás asistentes habían quedado hechizados por
las palabras del profesor, siempre adornadas con la inagotable
pasión que ponía en el tono de su voz, en cada uno de sus gestos.
Tuve que interrumpir la conversación con los otros alumnos antes de
lo que me hubiera gustado, pero me reclamaban mis obligaciones como
sacristán de la basílica. Me llevarían menos tiempo que en los días
posteriores, pero en cualquier caso todo tenía que estar preparado
para la Eucaristía. Al salir de la sacristía me encontré a los
escolanos, que ataviados con sus cogullas se disponían para la
procesión inicial. Pasé junto a Luis y vi su mirada inquisitiva en
relación al trato que habíamos hecho la noche anterior. De no ser
por la cercana presencia del Padre Lorenzo, el chico no habría
dudado en preguntarme si ya había conseguido recuperar su
armónica.
Precedidos de los monaguillos que portaban
velas encendidas a uno y otro lado, escolanos y monjes salieron de
la capilla en procesión, entonando el introito, cuyo eco se fue
expandiendo por la basílica a medida que aparecían los primeros
miembros del coro, caminando pausadamente con el gradual abierto
entre sus manos.
La Eucaristía del miércoles me resultó más
provechosa que la del día anterior, aunque mi concentración estuvo
un tanto lejos aún de la acostumbrada. Me resultaba difícil fijar
la atención en la ceremonia, después de una nueva mañana alejada de
lo que podría definirse como un rutinario comienzo del día.
Una vez más, Nicanor había ocupado su banco,
en solitario. Resultaba imposible no reparar en su corpulenta
presencia. Sin embargo, no me pareció que Jean Marie estuviera
presente en algún otro lugar de la basílica. Imaginé que, en esta
ocasión, el profesor disfrutaría más de la ceremonia.
A excepción de los participantes en el curso
y de quienes formábamos parte habitual de los asistentes a la
Eucaristía, no habría en la basílica más de diez o doce fieles. Los
escolanos cantaron una de las piezas que formaba parte del
repertorio preparado para el concierto del día siguiente. El Padre
Lorenzo, que dirigía el coro gesticulando enérgicamente, se mostró
satisfecho con el trabajo realizado por los chicos cuando el órgano
dejó escapar sus últimas notas.
La finalización de la Eucaristía precedió a
una actividad que no estaba incluida en el programa del curso de
canto gregoriano. El Padre Lorenzo, a la entrada del ascensor que
comunicaba la basílica con la abadía, preguntó a los participantes
en el curso si les gustaría poder ver más de cerca el mosaico que
cubría la cúpula. La respuesta afirmativa fue unánime.
En grupos de ocho o nueve, los alumnos que
así lo desearan podrían tomar el ascensor hasta el primer piso que
reflejaba en su cuadro de botones. La realidad era bien distinta si
se optaba por el uso de las escaleras, que los conduciría a su
destino tras subir más de un centenar de peldaños, un monótono
ascenso de interminables pisos que algunos alumnos afrontaron como
todo un reto.
Nicanor fue uno de los que, al ver que yo
optaba por el camino más largo, decidió que aquello bien podría
resultar un buen ejercicio con el que probar su estado de forma.
Algunos de los que nos acompañaron subían con la energía de los
niños que, en algunas ocasiones, tomaban este camino de regreso a
la escolanía. Esto solía ocurrir en los días de celebraciones
extraordinarias, cuando no había una prisa excesiva por llegar y la
otra opción era aguardar largas filas frente al ascensor.
Salimos al pasillo que rodeaba la cúpula, una
galería separada del vacío por una barandilla que recorría todo el
perímetro. Era un recorrido que permitía contemplar de cerca el
espectacular mosaico a través de las infinitas piezas que daban
forma a una escena repleta de colorido y simbolismo.
Fue un buen modo de compartir un tiempo con
el resto de compañeros de curso, con quienes apenas había podido
hablar. Las horas que resultaban más apropiadas para intercambiar
conversaciones y risas tenían lugar en las comidas y cenas en
común, en el restaurante de la hospedería; momentos en los que yo
debía atender mis obligaciones en el monasterio. Así que
agradecí aquella actividad de un modo especial. Ana, la estudiante
universitaria, compartió conmigo algunas de sus inquietudes
respecto a sus trabajos y proyectos más inmediatos. La conversación
de la joven me ayudó a rememorar mis primeros años de estudios
universitarios, una etapa que recordaba con especial cariño, como
sucede siempre que uno se enfrenta a nuevos e ilusionantes retos.
Vi en Ana ese brillo en la mirada, propio de quien está
descubriendo un mundo que le resulta apasionante. Muy pronto, el
profesor Nicanor se unió a nuestra conversación. Cuando hablaba de
mitología clásica, la expresión de Nicanor recordaba a los gestos
de Conti en la exposición de sus lecciones, magnificando sus
palabras con un lenguaje corporal repleto de energía y
entusiasmo.
Durante el tiempo que permanecimos en los
alrededores de la cúpula, Nicanor y Ana me ayudaron a recordar
algunos de aquellos episodios más interesantes de la mitología
clásica, relatos que en ocasiones empleaba para que los escolanos a
mi cargo se acostaran pronto y el dormitorio quedara pronto sumido
en la calma. Los fines de semana el grupo de niños se veía reducido
tras la marcha de los nuevos a sus casas, y resultaba más sencillo
romper la rutina diaria con una historia que pudieran escuchar ya
en sus camas, a punto de dormir.
La hora del rezo de sexta llegó casi sin que
me diera cuenta. De modo que, una vez más, tuve que echar una
pequeña carrera para llegar a tiempo. Entré en la capilla poco
antes que Fray Lamberto, cuyas aventuras y paseos diarios le
distraían lo suficiente como para llegar con la hora justa, a punto
de que el saludo inicial fuera pronunciado por el monje asignado
para entonar el «Deus in adjutorium meum
intende».
Tras la oración, volví a separarme de los
otros monjes para dirigirme al comedor de los niños, que ya
esperaban la bendición inicial para ocupar sus sillas y empezar a
vaciar el contenido de unas bandejas convenientemente
repartidas.
La comida transcurrió menos tranquila que en
otras ocasiones. Tuve que advertir a los chicos que, si continuaban
subiendo el volumen de sus voces, comerían el segundo plato y el
postre en absoluto silencio. Así tuvo que ser al final, ya que
algunos de ellos parecían demasiado alterados. Apunté sus nombres
para ver qué castigo les ponía. Una posibilidad era ir directamente
al estudio y, durante una hora, encargarme de que el castigo les
resultara provechoso para terminar los deberes pendientes. Sin
embargo, en esta ocasión temía no disponer del tiempo necesario
para hacer cumplir el castigo.
Terminada la comida salí al patio, donde los
chicos no tardaron en organizar un partido de fútbol. Los menos
dados al deporte correteaban por los alrededores del riachuelo, en
busca de ramas con las que preparar una nueva cabaña que
posteriormente convertirían en fortín.
—Fray Ángelo, ¿puedes venir un momento? —me
preguntó uno de los escolanos de primer año. Pensé que ya se había
enzarzado con alguno de los de secundaria, como solía ser habitual
en él.
—¿Qué ocurre, Jorge? —seguí al chico, que me
llevó ante otros dos de su curso. Estaban junto a una trampilla
abierta.
—No deberíais jugar cerca de estos agujeros
—les dije, nada más llegar a ellos—. Podríais caeros y haceros
daño.
—Ya, pero es que...
—Es que ahí hay algo... Mira.
—Tranquilos —pensé que no sería más que otro
de sus juegos.
Jorge y algunos de los novatos eran los más
dados a investigar los alrededores de la escolanía, tras los
pasadizos secretos de los que les había hablado el Padre Ezequiel.
De ese modo, sus continuas búsquedas habían dado fruto, como el
hallazgo de un túnel situado al otro lado de la hospedería. Ya en
una ocasión les había tenido que amenazar con castigarles si se
aventuraban demasiado a recorrer aquellos conductos que
serpenteaban bajo tierra. Pese a conocer su existencia, nunca me
había adentrado en uno de ellos lo suficiente como para alcanzar su
otro extremo. La oscuridad que reinaba en aquellas galerías no
parecía un motivo suficiente como para alejar a los chicos de
allí.
—¿Dónde hay algo? —pregunté, con la certeza
de que no se trataba más que de la imaginación de los niños.
—Ahí, ¿no lo ves? —el chico señaló en el
interior del agujero, a un lado—. Algo brillante.
Los chicos tenían razón. Aunque probablemente
no se trataba más que de los restos de un plástico. Me esforcé por
contemplar otro de aquellos objetos brillantes que decían los
chicos y, en esta ocasión creí averiguar de qué se trataba, aunque
me resultaba imposible creer que pudieran encontrarse allí.
Les hice apartarse a un lado, decidido a
bajar una altura que, por fortuna, no distaba del metro y medio. El
descenso resultaba sencillo. Lo peor era pisar la superficie de un
suelo repleto de barro, ramas y restos de hojarasca acumulada allí
durante años.
—¿Puedo bajar yo también? —preguntó
Jorge.
Asentí al ver que había más de aquellos
objetos brillantes repartidos por el suelo.
—Recógelos todos —descubrí más, al adentrarme
en el interior de aquel agujero que mediría unos diez metros
cuadrados.
—¿Qué hacen aquí? —Jorge caminaba esquivando
las ramas y el barro más húmedo.
—No lo sé. Se los llevaremos al Padre Lorenzo
para que los guarde.
Conté doce rosarios recogidos en el interior
de aquel hueco abierto en mitad del bosque. Estaban envueltos en
las pequeñas bolsas, tal y como se podían ver en los expositores de
la entrada a la abadía.
—¿Quién los ha tirado? —preguntó otro de los
chicos, nada más verlos.
—Son como los que hace el Padre Ezequiel
—recordé la ocasión en que el monje encargado del jardín me
explicaba cómo insertaba cada una de las cuentas del rosario.
El Padre Ezequiel tenía algunas costumbres
que podrían considerarse extrañas. Guardaba una pequeña colección
de estampas en su celda, y en su Biblia nunca faltaba una
fotografía en la que aparecían los miembros de la comunidad. Si
alguno de los otros monjes se ponía enfermo, el Padre Ezequiel
guardaba una foto suya en uno de los libros de oraciones. Era su
forma particular de encomendarse a Dios en los momentos más
difíciles. A pesar de sus rarezas, guardar rosarios en el interior
de un agujero, entre el lodo y las ramas, resultaría la más
descabellada de sus ideas.
—¿Podemos bajar, a ver si hay más? —inquirió
otro de los escolanos, asomando la cabeza al interior de la
cavidad.
—Podría haber dinero —repuso otro.
—No —intervine para evitar que en un momento
todos los escolanos allí presentes corrieran el riesgo de una caída
o de acabar llenos de barro—. Que nadie más baje, ¿de acuerdo? Y
una cosa más... No habléis de esto a nadie. Será nuestro
secreto.
Aquella idea no les pareció mal. Para los
chicos, aquello suponía haber encontrado un lugar escondido y
extraño que ninguno de los otros escolanos parecía conocer. Para
mí, suponía la garantía de que, temiendo ser vistos por otros
chicos, no volverían a abrir la trampilla. El secreto estaría a
salvo mientras no se acercaran demasiado.
Quité el barro de los envoltorios que
contenían los rosarios y me guardé estos en el interior del hábito.
Dije a los chicos que jugaran un poco más apartados de allí, en
torno al pequeño riachuelo que pasaba junto al cementerio de los
monjes.
—¿Vas a bendecirlos? —Jorge no apartaba la
vista del tesoro que había descubierto.
—Voy a dárselos al Padre Lorenzo, para que él
los bendiga...
—Yo quiero uno...
—¿Y si están malditos? —la pregunta de Jorge
hizo enmudecer a los demás escolanos, que se lo pensaron un poco
más antes de insistir en que les entregara uno.
—¿Malditos? —quise quitarle aquella idea de
la cabeza—. ¿Por qué iban a estar malditos?
—Lo vi en una película. Unos soldados
encontraban unos objetos sagrados en una cueva, que estaban
malditos... Y luego morían todos.
—¿Qué? —gritó uno de los más pequeños.
La escena resultaba divertida. Cuatro de los
cinco escolanos que tenía ante mis ojos parecían a punto de romper
a llorar. Jorge, en cambio, reprimía otros sentimientos muy
distintos.
—Jorge, no deberías ver tantas películas. Y
menos si son de miedo.
—Me lo he inventado —el chico estalló en
carcajadas—. Pero sería una buena película, ¿verdad?
—Eres un payaso —le reprochó uno de los más
asustados.
—Y tú un miedoso. Seguro que te has meado
encima...
—Ya basta —me puse en pie y miré a mi
alrededor—. Venga, marchaos de aquí antes de que vengan los demás y
descubran este lugar.
—Hay que taparlo —uno de los chicos cogió una
rama para cubrir la trampilla. Ayudado por los otros, ocultó la
entrada al agujero.
Mientras sus compañeros se marchaban en
dirección al riachuelo, Jorge me habló una última vez.
—A ver qué dice el Padre Loren... A lo mejor
es verdad que están malditos.
—Sí —respondí a las risas del muchacho—.
Entonces tendremos que salir todos huyendo antes de que pase algo
terrible y se nos caiga el cielo encima. Venga, vete a jugar con
tus compañeros y no les asustes más.
—Pero ha sido divertido... Son unos
cagones.
Jorge se fue corriendo y alcanzó al resto de
escolanos. A lo lejos, otros jugaban con un balón de fútbol. Y
cerca del muro que separaba el bosquecillo de la carretera que
recorría el Valle, los de las cabañas ya parecían estar en
guerra.
Pensé que tal vez sería un buen momento para
llevar los rosarios al Padre Lorenzo, y que él decidiera qué
hacer.
De camino a la abadía, alguien me llamó desde
la arcada. Era Alessandro Conti, que acababa de salir de la
hospedería interna y, por lo que pude deducir de las deportivas que
calzaba, se dirigía a dar un paseo por los alrededores.
—¿Cómo está, Fray Ángelo? —me preguntó en
italiano, idioma que, al compartir ambos, se convertiría en lo que
para él parecía ser todo un alivio. Sus esfuerzos por hacerse
entender en castellano perjudicaban el verdadero sentido que quería
imprimir a sus palabras en cada una de las lecciones.
—Muy bien —respondí, con la certeza de que no
podría regresar al monasterio hasta más adelante.
—Este lugar —el profesor respiró
profundamente— tiene un aire tan puro... Es perfecto. Ahora
comprendo por qué los monjes más ancianos son tan capaces de
desafiar al paso del tiempo. Me gustaría dar un paseo por aquí
cerca. Si quiere usted acompañarme...
—De acuerdo.
—Si le parece bien, podríamos caminar hasta
la basílica, y volver por el otro lado. Creo que tenemos tiempo de
sobra y... Bueno, el médico me ha dicho que debo hacer ejercicio y
perder algo de peso. Lo primero, puedo intentarlo. Lo segundo, en
este lugar resulta más complicado. Estamos comiendo muy bien estos
días.
—Sí. Se come bien en la hospedería,
¿verdad?
—Sí. Excelente comida, y excelente compañía.
Estoy disfrutando mucho estos días, conociendo gente del mundo de
la música que vive el curso como una maravillosa experiencia
espiritual. Y, desde luego, este lugar se presta a ello, rodeado de
esa calma y silencio tan necesarios...
Al hablar, Conti hacía partícipes a sus
interlocutores de la inmensa alegría y pasión con la que parecía
vivir cada momento. Era un hombre que derrochaba entrega por
aquello que más le entusiasmaba.
—He escuchado alguno de los ensayos de
su coro de niños. Estoy deseando que llegue mañana para poder
asistir al concierto y descubrir cómo sus voces resuenan en el
interior de la basílica. Si hay algo que me entusiasma más que dar
clase es dirigir a los componentes de mi coro. Y lo que más me
gusta de dirigir el coro es la sensación de plenitud que me invade
tras un hermoso concierto. ¿Usted también dirige a los
chicos?
—Más o menos. Me encargo de dirigirlos cuando
no están en clase de música. En mi caso, esa sensación de plenitud
me viene cuando apago las luces del dormitorio por la noche y veo
que ya todos están en sus camas, en silencio.
La risa de Conti era escandalosa, con sonoras
carcajadas que resultaban contagiosas para quienes las
escuchaban.
—El Padre Lorenzo me ha mostrado algunos de
los libros de música que guardan en su biblioteca. Me admira su
conocimiento sobre la historia de la música así como la profundidad
de sus estudios en materia de canto gregoriano.
—Sí. Precisamente el canto gregoriano es el
tema central de la tesis que escribió hace años, todo un
descubrimiento para los más fervientes amantes de la música.
—Sí, la conozco —. «Historia del canto de la Iglesia: Liturgia y
oración». Una obra fabulosa, que nos ha ayudado mucho a
quienes tratamos de encontrar el sentido espiritual manifestado en
la belleza de este canto. Y veo que usted sigue sus pasos.
—Sí... Pero muy de lejos. Mis dotes musicales
son bastante limitadas. Mis últimos estudios giran en torno a otros
temas relacionados con las Sagradas Escrituras.
No quise mencionar el contenido de mis
últimos trabajos acerca de los libros proféticos de la Biblia.
Prefería aprovechar mi conversación con el profesor Conti para
recibir una improvisada lección magistral que me ayudara a
comprender algunos de los muchos aspectos relacionados con la
materia objeto del curso. Mis limitaciones musicales me habían
impedido abordar estas clases en las mismas condiciones que mis
compañeros, hombres y mujeres apasionados por la música, alumnos
aventajados que agilizaban el transcurso de las clases.
El paseo hasta la basílica duró más de lo
esperado, pero me resultó de gran provecho para aclarar todas mis
dudas acerca de las obras que estábamos estudiando, así como otras
que surgían sobre la marcha. Conti transmitía una energía y pasión
que envolvían a sus alumnos y hacía crecer en ellos la necesidad de
ampliar sus conocimientos en el tema que ocupaba cada clase.
A la vuelta, nos detuvimos frente a la
cafetería situada junto al funicular que, tiempo atrás, había
servido para conducir a los visitantes hasta la base de la
cruz.
—¿Le apetece tomar algo? —preguntó Conti, con
la mirada puesta en un turista que apuraba el contenido de su taza
con un último sorbo—. Yo necesito tomar un café. Es un vicio del
que no logro deshacerme. Necesito al menos tres o cuatro al
día
—De acuerdo—. Yo también tomaré uno.
Resultaba difícil encontrar un hueco en la
barra, por lo que directamente nos sentamos en una de las pocas
mesas vacías que quedaban. A pesar de la hora, aún había gente
comiendo, grupos de visitantes que llenaban la cafetería de risas y
conversaciones en diferentes idiomas. Las dos jóvenes camareras que
atendían las mesas no daban abasto con el nutrido grupo de
extranjeros que ocupaban casi una tercera parte del local.
Pedimos los cafés al camarero que, de forma
habitual, atendía la barra. En una de las mesas pude ver al pequeño
Jorge en compañía de su familia. El muchacho se acercó a decirme
algo. Supuse que me querría preguntar si ya había entregado los
rosarios al Padre Lorenzo. Al darse cuenta de que tenía compañía
decidió guardar su curiosidad para más adelante. Saludó y regresó
junto a sus padres, que habían acudido a pasar una parte del día
con él, ya que durante el fin de semana no podrían venir a
verle.
—Qué recuerdos... —Conti suspiró, observando
al muchacho—. Yo también estudié en una escolanía. Fueron años que
definiría como... mágicos. Aunque recuerdo que al principio me
resultó complicado. Sobre todo los dos primeros cursos. No
obstante, convivir con los demás forjó en mí un carácter más
abierto. Me ayudó a ser mejor alumno, mejor persona.
—Ese es uno de los puntos más importantes en
la educación de nuestros chicos: la formación humana. Lógicamente,
la educación musical también es importante. Gracias a ella han sido
muchos los chicos que han podido continuar sus estudios en el
ámbito musical. Es difícil, porque vienen aquí con ocho o nueve
años y algunos no resisten el primer año lejos de sus familiares.
Pero aquellos que permanecen aquí todo el tiempo posible, se quedan
con lo mejor que han vivido entre nosotros.
—Como educador, eso debe de ser muy
alentador.
—Lo es. Vamos incrementando el número de los
que, ya habiendo finalizado sus estudios, vienen a pasar unos días
en compañía de sus antiguos compañeros. Es tarea nuestra fomentar
ese cariño por lo que se les ha enseñado aquí.
—Sin duda —afirmó Conti mientras movía el
café—. Si los valores y la educación no son los adecuados, todo el
sistema se viene abajo. Los miembros del coro que dirijo son
también, en su mayor parte, antiguos miembros de escolanías y coros
infantiles, alumnos que vivían la música como una parte fundamental
de su vida.
—Por desgracia, los valores cambian y la
educación se va echando a perder poco a poco.
—Es cierto... Aunque, en mi caso, reconozco
que debo sentirme privilegiado por los grupos de alumnos con los
que he ido contando en estos últimos cursos, en la universidad...
En cuanto a las clases de estos días, espero poder continuar
asistiendo al curso en próximas ocasiones, aunque tal vez sea como
alumno más que como docente. Siempre es bueno tratar de mejorar los
conocimientos propios —Conti vació el contenido de su taza con
largos sorbos—. Espero que no tuviera nada importante que hacer
durante este tiempo, Fray Ángelo. Se nos ha hecho más tarde de lo
previsto.
—Siempre hay cosas que hacer, aunque algunas
puedan esperar más que otras. Esta semana se está complicando más
de lo previsto. Ya de por sí la Semana Santa requiere ciertos
preparativos que la alejan de la rutina de otras ocasiones.
—Comprendo. En mi caso, estos días me han
permitido dejar a un lado la rutina impuesta por el día a día. Y
disfruto con esa rutina, pero en ocasiones uno necesita descansar,
hasta de lo que más le gusta. Estoy en deuda con el mundo en el que
me desenvuelvo. La música me ha dado tanto... que disfruto si puedo
ofrecer a los demás una muestra de lo que yo he recibido durante
todos estos años. Perdone que me deje llevar por mi
vocación...
—Le entiendo perfectamente —su mirada parecía
la de un niño risueño que acabara de recibir el juguete más
deseado. Ese era el brillo que sus ojos transmitían en cada una de
sus clases, el de alguien feliz.
Conti pidió la cuenta y, nada más
pagar, se abrochó los botones de su gabardina mientras miraba
al exterior a través de las ventanas. Al otro lado, el goteo de
turistas seguía siendo constante.
Dejamos atrás la cafetería. Nos quedaba poco
tiempo para el inicio de la clase y aún nos restaba un pequeño
trayecto hasta el monasterio. El gélido viento que azotaba el
recinto tampoco incitaba a un paseo tranquilo, por lo que tuvimos
que acelerar nuestros pasos para llegar con suficiente
antelación.
Tras despedirme del profesor, me apresuré en
subir a mi celda para darme una ducha y entregar los rosarios al
Padre Lorenzo. Únicamente me dio tiempo a lo primero, pues no logré
encontrar al monje a quien quería hacer partícipe de lo encontrado
en las entrañas del bosque, uno más de los misterios que rondaban
mi mente. Quizá el Padre Lorenzo o el Padre Ezequiel pudieran dar
una respuesta a una inquietud que estaría lejos de quitarme el
sueño.
La última clase del día comenzó de un modo
distinto al habitual, con la proyección de un video referente a la
liturgia. Conti lo utilizó como introducción para proceder al
estudio de varias piezas correspondientes al repertorio de Semana
Santa. Entre ellas tuvo un lugar especial el «Christus factus est», que ya en la conferencia de
apertura del curso le había servido para conquistar a una numerosa
audiencia. El profesor quiso profundizar en la diversidad de una
pieza que se cimentaba sobre los modos quinto y sexto, con una
modificación del texto original tomado de las Sagradas Escrituras.
Constituyó el punto de partida para el análisis y entonación de
otros cantos litúrgicos que tendríamos la ocasión de escuchar
durante las siguientes celebraciones.
Al terminar la clase, abandoné el aula lo más
rápido que pude. Una vez más, Conti se había excedido de tiempo y
apenas restaban un par de minutos para el inicio de las vísperas.
Llegué justo a tiempo, tras una carrera en la que adelanté a varios
de los fieles que nos acompañarían en el rezo. Me incorporé a mi
sitio y esperé a que el Padre Lorenzo entonara la monición de
entrada.
—Deus in adjutorium meum intende.
—Domine ad adjuvandum me festina —respondimos
el resto de monjes y fieles que poblaban los sitiales de la
capilla.
Miré al lugar en el que se situaban los
huéspedes. Allí estaba Nicanor, siempre puntual al rezo de
Visperas, al que no había faltado ningún día desde su llegada al
monasterio. En cambio, Jean Marie no había asistido a ninguno de
los rezos vespertinos, aunque a diferencia del profesor solía
frecuentar la capilla en el rezo de Maitines y Laudes, madrugando
incluso más que algunos de los monjes.
Nicanor mantuvo los ojos casi cerrados
durante el canto de los salmos. Me asombraba su concentración para
permanecer así durante la mayor parte del rezo, con una mirada
entornada que parecía hacerle entrar en trance. Sus ojos no se
abrirían completamente hasta el momento de la bendición
final.
Al salir de la capilla, el Padre Lorenzo me
abordó y, hablando en voz baja, me pidió que le esperara en la
cocina al término de la cena. Una vez más me dejaría sin poder
pedirle una explicación. En ocasiones, el director del coro de la
escolanía era como una corriente de aire que cuando alguien la
percibe ya le ha abandonado. Se marchó con el resto de monjes en
dirección al refectorio para la cena. Yo, en cambio, tenía que ir a
la escolanía en busca de los chicos y regresar con ellos por el
claustro del monasterio hasta su comedor.
El Padre Lucas había tenido que salir, por lo
que únicamente estuve yo al cargo de los escolanos. No tuve
problemas para que vaciaran el contenido de las bandejas repartidas
entre las mesas. Las porciones de pizza desaparecieron en cuestión
de segundos. La calma fue absoluta. Al comprobar que en la mesa de
los más pequeños la cena se desarrollaba con absoluta normalidad,
mis ojos se cruzaron con la mirada de Jorge. Recordé que aún
guardaba en el interior de mi hábito los doce rosarios. Si el Padre
Lorenzo lo creía conveniente, los repartiría entre los escolanos de
primer año.
«¿Y si están
malditos?». La repentina pregunta de Jorge regresó a mi mente.
A primera vista podría sonar como algo imposible, el fruto de la
incontenible imaginación de un niño. Pero los acontecimientos de
los últimos días me habían hecho pensar que, cuando el diablo se
entromete en los planes divinos, lo que parece imposible se
presenta ante nuestros ojos de una manera más real.
El Padre Dámaso decía que a Satanás, en su
empeño por hacer el mal, no le importaba que la prueba de su
existencia pudiera lograr el efecto contrario, convertir a muchos
en vez de echarlos a perder. Si eso fuera así, tal vez pudiera
suceder también lo contrario: el maligno podría emplear algo bueno
para hacer el mal. Aquellos rosarios escondidos en las entrañas de
la tierra, primero deberían ser bendecidos. Y nadie mejor que el
Padre Lorenzo, o tal vez el Padre Dámaso, para exorcizar cualquier
objeto que pudiera tener alguna influencia maligna.
El Padre Lucas llegó cuando los escolanos
apuraban los yogures que les habían sido servidos como
postre.
—El Padre Lorenzo te espera en la cocina.
Parece impaciente —dijo con una sonrisa, recordando algunas
consecuencias de aquella impaciencia, en un monje que a menudo se
ponía nervioso si alguien llegaba tarde. Los niños lo sabían muy
bien, por lo que la clase de música siempre empezaba de forma
puntual, bajo castigo de un centenar de copias para aquellos que
retrasaran su inicio.
El Padre Lorenzo salió a mi encuentro, aunque
no le di tiempo a hablar.
—¿Qué es esto? —me dijo cuando extendí la
mano para entregarle el hallazgo de los escolanos.
—Los chicos lo han encontrado, en el
bosque.
—¿En qué parte? —el Padre Lorenzo frunció el
ceño.
—Estaban en un agujero, al otro lado de una
trampilla que...
—Debemos dejarlos allí de nuevo —respondió,
sin dar tiempo al final de mi explicación.
—¿Por qué?
—Sígueme —miró a su alrededor antes de salir
de la cocina.
En el exterior, la oscuridad gobernaba con
menos fuerza que en días anteriores. La ausencia de nubes dejaba al
descubierto una luna brillante que irradiaba su luz de manera
inusual. Aún así, el Padre Lorenzo encendió su linterna cuando
salimos al patio.
—Esos rosarios no estaban ahí por casualidad
—dijo con un tono severo.
—¿Los puso usted? —pregunté, confuso ante su
extraño comportamiento.
—No. Es cosa del Padre Ezequiel. Pero será
mejor que no le digas nada. Me pidió que guardara silencio sobre
una conversación que tuvimos ya hace tiempo. ¿Tienes todos los
rosarios?
—Sí. Pero, ¿por qué el Padre
Ezequiel...?
—Ya conoces algunas de sus extrañas
costumbres. Cuando se trata de la protección de las almas, Ezequiel
es uno de los monjes más insistentes en su afán por mantener lejos
a los espíritus malignos. Es casi una obsesión. No en vano es uno
de los mejores confesores que puedan existir en todo el país: sus
conversaciones en el sacramento de la penitencia son las más
reparadoras para cuantos solicitan el perdón de sus pecados. Pero
en ocasiones, esa obsesión se mezcla con sus incomprensibles
manías. Si escarbas en el jardín que rodea el cementerio, tal vez
encuentres algunas de las otras medallas, estampas o rosarios que
constituyen su infranqueable muro contra el maligno.
—¿Un muro?
—Sí. Cuando Ezequiel comenzó su obra, uno de
los aspectos que más le llamó la atención era la ausencia de cruces
en el cementerio; cruces que para él significaban la presencia de
Cristo y, por tanto, la ausencia del maligno. Ezequiel no concebía
un cementerio en el que no hubiera un símbolo que recordara a
Satanás que en aquel lugar no tenía nada que hacer. El descanso de
nuestros hermanos podría verse perturbado por alguna presencia
maligna, ya fuera un demonio o un espíritu que no hubiera
encontrado la paz.
—Pero eso no tiene lógica.
—Lo sé. Pero me temo que para Ezequiel tenía
mucho sentido, tras el día en que descubrió ese agujero del que
hablas. Me costó creer sus palabras, pero tampoco quise comprobar
si, efectivamente, había depositado allí los rosarios. Después de
lo que me contó, preferí no acercarme siquiera a esa cavidad que él
consideraba maldita.
—¿Maldita?
—Sí. Escucha lo que voy a decirte pero, por
favor, no lo hables con nadie más. Ezequiel y yo siempre hemos
tenido muy buena relación. Él fue quien me ayudó a superar una
crisis que casi me hace dejar el monasterio. Me ayudó a perseverar,
a afianzar mi vocación. A él le debo el continuar aquí,
agradeciendo cada día a Dios el haberle puesto en mi camino. Por
favor, te lo ruego, Ángelo. No hables nada de lo que voy a
contarte.
La linterna del Padre Lorenzo me alumbró
inquisitoriamente, esperando una respuesta.
—Se lo prometo. No diré nada.
Supe lo que quería hacer el Padre Lorenzo con
los rosarios nada más atravesar el patio. Nos dirigíamos
directamente al lugar del que, según las intenciones del Padre
Ezequiel, no deberían salir nunca.
—Bien —el Padre Lorenzo parecía aliviado tras
mis últimas palabras—. Ezequiel ha pasado incontables horas
trabajando en los alrededores del cementerio, removiendo la tierra,
transportando piedras de un lado a otro, plantando arbustos... De
día, e incluso de noche. Me contó que, precisamente fue en una de
aquellas noches en las que la oscuridad se le había echado encima,
cuando sucedió lo siguiente:
»Estaba finalizando una de las zanjas que
había cavado en las cercanías de la capilla construida un año
antes, cuando escuchó el eco de unas pisadas. Era, según afirmaba,
como si alguien estuviera caminando bajo la tierra, moviéndose de
lado a lado hasta alcanzar la puerta del cementerio. Después
escuchó varios golpes. Llevado por el temor, comenzó a rezar el
rosario mientras buscaba el origen de semejantes temblores. Sus
pasos le condujeron hasta un agujero, cubierto por una trampilla.
Alumbró con su linterna al interior, y vio una culebra que se
arrastraba en el barro. Pero otro estruendo le hizo guiar la luz
hacia una de las paredes. Me dijo que allí fue donde lo vio.
—¿Qué fue lo que vio? —sentí que mi corazón
se aceleraba. Ya estábamos junto a la entrada al agujero, situado
bajo nuestros pies.
—Ya sabes a quién me refiero. Él no mencionó
al diablo. Únicamente dijo... que lo vio. Vio algo de
indescriptible aspecto que dio un terrible alarido antes de
desaparecer. Ezequiel fue quien depositó aquí esos doce rosarios.
Los bendijo impregnándolos con agua bendita y los arrojó al
interior del agujero. Dice que desde entonces no ha vuelto a
escuchar ninguno de aquellos estruendos.
Una gruesa capa de arena y hojarasca cubría
el acceso al hueco cuya existencia había pasado desapercibida para
muchos. A pesar de encontrarse cerca del campo de fútbol, a primera
vista no se trataba más que de una oxidada trampilla como otras
muchas repartidas por el recinto. El color del óxido y su suciedad
no habían resultado motivos suficientes para evitar que los
escolanos más curiosos vieran en ella una de tantas entradas a los
túneles secretos.
Quitamos la tierra y dejamos aquella entrada
al descubierto. De día, y ausente cualquier historia, me había
parecido mucho más inofensiva. En mitad de la noche y tras escuchar
las palabras del Padre Lorenzo se me antojaba un lugar
horrible.
Ayudado por la luz de la linterna, arrojé los
rosarios en su interior. Miramos entre las rendijas, pero allí no
había más que barro, ramas, y una perenne oscuridad.
De camino al monasterio, un sonido nos hizo
detenernos. Se trataba de unos matorrales que se habían movido, a
nuestra derecha. El Padre Lorenzo alumbró con la linterna. No vimos
nada. El sonido volvió a escucharse un poco más adelante. En esta
ocasión, un rápido movimiento del monje provocó que la luz
encontrara algo.
Me asusté en un primer momento, al comprobar
que no estábamos solos. Pero una vez que vi por completo al jabalí,
sentí el mismo alivio que el Padre Lorenzo.
—Si Fray Juan no tuviera la costumbre de
echar las sobras a los animales salvajes, no tendríamos a estos
jabalíes merodeando todos los días por aquí. Menudo susto.
Sin tiempo para reponerme del inesperado
encuentro con el animal llegamos a la entrada al monasterio.
—Recuerda, Fray Ángelo —me repitió el Padre
Lorenzo—. Ni una palabra.
—Lo sé, ni una palabra.
Al llegar a la portería, el Padre Lorenzo
descolgó el teléfono.
—¿A quién llama? —pregunté confuso.
—Al Padre Dámaso. Quiero que él también
escuche lo que tenía que decirte.
La historia de los rosarios me había hecho
olvidar, por un momento, que el Padre Lorenzo tenía algo importante
que contarme. Tras su llamada, nos sentamos en los sillones de uno
de los locutorios, esperando la llegada de nuestro compañero.
Deduje que el Padre Lorenzo nos diría algo acerca de los
manuscritos cuyas imágenes habría estudiado con detenimiento. Lejos
de indagar en aquella inminente conversación, pasé el tiempo de
espera imaginando la respuesta que debería dar a Jorge en cuanto el
chico me preguntara por los rosarios. No podía decir nada de las
revelaciones del Padre Lorenzo y aunque pudiera hacerlo aquella no
resultaba una historia adecuada para los niños.
—Los chicos han tenido una actitud ejemplar
en estos días de ensayos previos al concierto —el Padre Lorenzo
tamborileaba con su mano derecha sobre el reposabrazos de su
sillón—. A pesar de la dificultad de alguna de las piezas que van a
cantar, y de todo el tiempo de clase invertido, su comportamiento
ha sido extraordinario. ¿Quedan bolsas de esas golosinas que tanto
les gustan?
—Creo que no —el armario de las chucherías
estaba vacío desde el día siguiente al concierto de Navidad,
actuación que supuso el reparto de todos los dulces que
quedaban.
—En ese caso ya compraré algo para ellos...
Si el concierto de mañana sale bien, les traeré unos pasteles de
chocolate para la merienda.
—Aún quedan varias cajas de pasteles y
magdalenas en la despensa. Deberíamos gastarlos durante estos
días.
—Eso suponiendo que a Ezequiel no le haya
dado por ir vaciando esas cajas. Ya sabes lo mucho que le gustan
los dulces. La semana pasada me encontré con que uno de esos
envases estaba completamente vacío.
—Sí. A mí también me ha pasado alguna vez. Y
peor aún, al tratarse de dulces que alguno de los padres había
traído para celebrar el cumpleaños de su hijos. El Padre Ezequiel
ni se molesta en preguntar. En cuanto encuentra una caja con algo
que le gusta, la abre y coge lo que le pida el cuerpo.
—Sí, es todo un caso —el Padre Lorenzo esbozó
una media sonrisa que pronto se desvaneció.
La puerta se abrió bruscamente, dando paso al
Padre Dámaso, que se sentó en el sillón que quedaba libre y trató
de recuperar la respiración tras su breve carrera.
—Espero que nos traigas interesantes noticias
acerca de esos manuscritos —dijo con la mirada fija en el Padre
Lorenzo— porque ya estaba a punto de irme a dormir.
—Tranquilo. Te aseguro que cuanto voy a
contaros acerca de esos manuscritos, por muy poco que sea, os va a
parecer mucho. Aunque no se trate más que de pequeñas
características que se observan con un vistazo rápido. Debemos
centrarnos en el contenido. Escuchad.
El Padre Lorenzo extrajo las dos imágenes y
las puso juntas, sobre la mesa.
—Ambos pertenecen a un mismo canto, del cual
aquí tenemos la primera y la última parte. A juzgar por la
extensión del texto al que corresponden, podría asegurar que son
tres los manuscritos que lo componen.
—¿De qué habla el canto? —preguntó el Padre
Dámaso.
—Recoge los últimos momentos de Cristo, en la
cruz —señaló las últimas líneas de una de las imágenes y leyó su
significado—. Jesús, dando de nuevo un fuerte grito, exhaló el
espíritu. Es curioso, porque únicamente se describen estos últimos
momentos en la cruz. No corresponden a ninguno de los Evangelios,
en concreto, sino que el autor ha tomado versículos de los cuatro
para describir la muerte de Cristo. Ni siquiera hay una intención
de súplica o petición en el canto; es meramente descriptivo. Desde
el punto de vista musical su estructura modal es...
inexistente.
—Tal vez no se trate de una obra relacionada
con el canto gregoriano —el Padre Dámaso se inclinó hacia adelante
para tomar una de las imágenes y verla más de cerca—. Quizá
pertenezca a un periodo anterior.
—Es posible, aunque su notación pueda
confundirnos. ¿Tú qué opinas, Ángelo? —el Padre Lorenzo me acercó
la otra imagen para que la echara un vistazo.
—Lo siento, pero mis conocimientos en este
campo son demasiado limitados como para poder opinar con cierta
claridad.
—Hay algo más que quiero que veáis —prosiguió
el Padre Lorenzo—. Se trata de algo que resulta ciertamente
interesante. Fijaos en las pequeñas marcas que, a modo de acentos,
han sido añadidas encima de algunas letras. En algunos casos no son
más que puntos que casi ni se ven, pero terminan de dar forma a una
estructura que resulta, cuanto menos, enigmática. Contad el número
de acentos que aparecen en cada línea.
—Hay seis acentos en cada una —respondí tras
comprobarlo sobre la imagen.
—Exacto. Y ahora contad el número de palabras
que hay en cada línea.
—También son seis...
—Y al menos en este manuscrito —añadió el
Padre Dámaso— el texto está dividido en seis líneas.
—Una coincidencia un tanto extraña, ¿verdad?
Por un momento, sentí el deseo de mostrárselo a Fray Juan. Ya
conocéis su pasión por el libro del Apocalipsis y la estructura de
estos manuscritos bien podrían recordarle el número de la bestia:
seis tildes, seis palabras, seis líneas... En un texto que trata
acerca de la muerte del Señor... Estoy convencido de que Fray Juan
consideraría este cántico una verdadera obra del diablo.
—Pero no es más que un texto extraído de las
Sagradas Escrituras —el Padre Dámaso no estaba conforme con aquella
explicación.
—Sí, un texto cuidadosamente elaborado y con
una compleja estructura, de un valor melódico muy inferior a
cualquier obra del repertorio gregoriano. Lo que no entiendo es por
qué puede tener tanto valor para alguien.
—Es una obra muy antigua —contesté—. Y si
además su estructura es diferente, podría abrir nuevas puertas
acerca del estudio del canto antiguo. O quizá sea tan antigua que
alguien haya podido pensar que se puede sacar una buena suma de
dinero por ella.
—Desde luego —el Padre Dámaso apostaba por su
valor económico como motivo del robo—, eso último es lo más
posible—. De lo contrario, no imagino que alguien sea capaz de
entrar en una casa para hacerse con ella. Si quisieran investigar
el manuscrito, hubiera bastado con decírselo a Cintia. Ella estaría
encantada de colaborar para que un hallazgo de su padre pudiera
contribuir a profundizar en el estudio de la historia del canto
antiguo.
El Padre Dámaso se puso en pie y entregó la
imagen al otro sacerdote.
—Deberíamos llamar a Cintia para explicarle
tus descubrimientos sobre un cántico tan fuera de lo común.
—Ahora no —el Padre Lorenzo miró su reloj—.
Ni siquiera sé si se encontrará en la hospedería. Además, me dijo
que vendría a la abadía mañana a primera hora para hablar sobre el
avance de las investigaciones y las posibles hipótesis que se están
manejando. Me gustaría que estuvierais presentes para que, entre
todos, podamos extraer algunas ideas que puedan ir dando forma a
todo este sinsentido. Ahora, si os parece bien, voy a entrar a la
capilla unos minutos, antes de retirarme ya a dormir. Ha sido un
día muy largo y agotador.
En eso, el Padre Dámaso y yo también
estábamos de acuerdo. En mi caso, estaba siendo toda una semana
agotadora, repleta de nuevas y extrañas situaciones que nunca antes
había experimentado.
El Padre Lorenzo se marchó, llevándose
consigo las imágenes de los manuscritos.
—Esto se complica por momentos, ¿no crees
Ángelo? —el Padre Dámaso se sentó de nuevo. Al parecer, sus ganas
de dormir habían desaparecido.
—Cada vez resulta más extraño...
—Y también más repleto de casualidades que
tal vez no lo sean. Me hubiera gustado poder hablar con el Padre
Lorenzo acerca de nuestra visita a la casa de Adrián pero me temo
que sería una historia larga de contar y, por el momento, no parece
muy útil de cara a averiguar lo referente a esos manuscritos.
—Sin embargo —comprendí a qué se estaba
refiriendo— cada vez existen más puntos en común entre un suceso y
otro, aunque aún estemos lejos de poder conocer si hay algo que los
relacione.
—Hasta ahora, teníamos la dirección de una
calle en común. Pero a la luz de las revelaciones del Padre
Lorenzo, quién sabe si el diablo puede ser otro elemento común a
ambas. Estoy convencido de que los tres seises que conforman la
estructura de ese canto no son una mera forma de establecer el
cántico, sino que, al igual que el resto de la simbología bíblica,
buscan un significado que pueda estar relacionado, de algún modo,
con Satanás.
—¿Y si fuera una fórmula de exorcismo?
—pregunté de forma impulsiva.
—Podría ser. El latín es la lengua más odiada
por Satanás. La muerte de Cristo podría recordarle el misterio de
la salvación del hombre. Y el canto antiguo, como forma de
evocación de las Sagradas Escrituras... Sí, es posible que tengas
razón. Y esos acentos de los que ha hablado el Padre
Lorenzo...
—Tal vez se trata de un mayor énfasis en la
entonación de ciertas palabras... Podrían reflejar el sentido
melódico del canto.
—Tal vez... Pero, por el momento, es algo que
se escapa incluso a la privilegiada mente del Padre Lorenzo.
Esperemos que Cintia pueda aportarnos interesantes novedades acerca
del robo.
—¿Ha vuelto a hablar con Isabel, para ver qué
tal se encuentra Adrián?
—No. Hoy no me ha llamado. En ocasiones, tras
un exorcismo, son varios los días que transcurren hasta que el
espíritu maligno vuelve a atormentar al poseso, como si el demonio
se encontrara más débil tras el castigo recibido. Pensé en lo que
ese ser maligno dijo por boca de Adrián y reflexioné acerca del
significado de sus palabras. ¿Y si aquello que mencionó acerca del
tercer día fuera cierto?
—Usted dijo que era una burla de...
—Lo sé. Pero, ¿y si fuera cierto que al
tercer día abandonará el cuerpo del chico? En ocasiones, durante el
exorcismo el demonio se ve obligado a decir la verdad, como es el
caso de las veces que se le habla en nombre de Dios. He estado
pensando sobre ello y, puesto que el tercer día es este viernes,
aunque no me llame la madre de Adrián vamos a ir a verle, después
de la celebración de los Sagrados Oficios. ¿Te parece bien?
—Me parece una buena idea.
—A ver si es posible liberar a ese muchacho
del mal que lo atormenta. Algunas veces he logrado expulsar a un
demonio el mismo día en que se ha manifestado, pero en la mayoría
de las ocasiones se resisten demasiado.
La charla con el Padre Dámaso me estaba
resultando ciertamente grata y amena. No obstante, tenía que
atender a las responsabilidades que reclamaban mi atención en aquel
momento.
—Si me disculpa, tengo que marcharme a la
escolanía.
—Sí, creo que será mejor dejarlo por hoy. Voy
un momento a la capilla, a rezar una última oración antes de irme a
dormir. Mañana nos espera un día un tanto ajetreado me temo. Con un
poco de suerte, Cintia nos traerá buenas nuevas de su
situación.
—Esperemos que así sea —me puse en pie casi
al mismo tiempo que el Padre Dámaso—. Todo esto empieza a
provocarme un sentimiento de...
—De frustración, ¿verdad? Al menos, esa es la
sensación que me invade cada vez que hablo con Cintia o con
Isabel.
—Mañana seguimos tratando este asunto— hablé
en voz baja cuando ya pusimos los pies en el claustro.
Se me estaba haciendo tarde. El Padre Lucas
estaría recogiendo los móviles de los escolanos, una vez finalizado
el tiempo de poder hablar con las familias. Se acercaba el momento
de que los chicos durmieran y la escolanía recuperara el silencio
de la noche.
El Padre Dámaso se dirigió a la capilla del
monasterio, que estaba vacía y con las luces apagadas. Yo retomé mi
senda diaria en dirección a la escolanía, con la mente llena de
pensamientos que no lograba poner en orden. Una vez más, el día me
deparaba un final repleto de nuevos interrogantes, piezas de un
acertijo que se resistía a ser descifrado.
Llegué al dormitorio de los niños. Algunos ya
se habían metido en la cama; incluso ya parecían estar durmiendo.
Otros terminaban de ponerse el pijama, o regresaban de lavarse los
dientes. Tampoco faltaban los que aún tenían fuerzas suficientes
como para corretear por la habitación en persecuciones que en
ocasiones terminaban en un castigo. Por suerte, sólo tuve que
avisarlo una vez para que cesaran en sus juegos. Apagar las luces
del dormitorio era un modo eficaz de evitar aquellas últimas
carreras del día. Cerré las contraventanas y encendí la luz de la
Virgen que mantendría la habitación a salvo de una absoluta
oscuridad. La calma de la noche regresaba una vez más y con ella,
los habituales diálogos en sueños de algunos de los niños, los
ronquidos de otros, y el silencio de los demás.
Cuando creí que todos los críos ya estarían
dormidos me dirigí a mi habitación. Sentado sobre la cama, pronto
me dí cuenta de que no todos habían cruzado el umbral de los
sueños.
—¿Le has dado los rosarios al Padre Loren?
—fueron las palabras de Jorge, nada más entrar.
—Sí, ya se los he dado...
—¿Y qué te ha dicho? —el niño no parecía
satisfecho con aquella respuesta—. ¿Están malditos?
—Pero, ¿cómo va a saber si están
malditos?
—Porque el Padre Loren sabe cuándo algo está
maldito.
—¿Ah sí? —en esta ocasión fui yo quien quería
saber algo más—. ¿Y cómo lo sabe?
El chico se encogió de hombros.
—Dice que el demonio es muy listo, que
siempre intenta engañar. Nos dijo también que existen objetos
malditos, y que se puede identificarlos.
—El Padre Lorenzo no suele hablar de esos
temas, a no ser que... —me callé para que el niño terminara la
frase.
—Yo se lo pregunté —reconoció el niño—. Pero
no quiso contarnos nada más. A lo mejor tú podrías decirme si hay
objetos malditos en la escolanía...
—Deberías ver más películas de dibujos
animados, y dejar de ver esas otras...
—A mí me gustan las de terror. Luego se las
cuento a David y Mikel, y se cagan de miedo —el niño se echó a
reír.
—¿Sabes? —me dejé llevar por los recuerdos—.
Aquí también pusimos, una vez, una película de terror.
—¿En serio?
—Sí. El Padre Lucas la puso para que la
vieran los mayores, pero se colaron algunos de los de primaria que,
para hacerse los valientes, empezaron a verla.
—¿Qué película era?
—El exorcismo de Emily Rose...
—¡La he visto! ¿Y la vieron entera?
—No —aún recordaba las consecuencias de aquel
atrevimiento por parte de los pequeños más insensatos—. Pero fue la
noche más tranquila que he pasado en la escolanía. Eso sí, tuve que
dejarles juntar las camas para que se les pasara el miedo. Había
uno que, siendo de los mayores, fue el que más tardó en
dormirse.
—Pero si era de los mayores... ¿dormía en el
dormitorio? ¿Estaba castigado?
—No. lo cierto es que no se atrevía a estar
sólo en una habitación. Así que dormía aquí, con los pequeños. Y
hablando de dormir, ya deberías estar por el segundo sueño, que
luego mañana suena la música y tengo que echarte media botella de
agua para que te levantes.
—Vale, pero... ¿tienes aquí la película?
Podríamos verla el próximo sábado...
—No más pelis de miedo.
—Vale —el chico aún permanecía en la puerta
de mi habitación—. Pues entonces una de acción... Pero que no sea
de dibujos, que ya las hemos visto mil veces.
—Ya os buscaré alguna... Ahora, a
dormir.
—Vale... Por cierto, Juanma está en el baño
haciendo copias.
—¿Otra vez?
—Sí. Es que el Padre Loren le ha castigado
por hablar en Misa... ¿Le digo que se vaya a dormir?
—Olvídate de Juanma y acuéstate.
Por fin el chico me hizo caso y se fue a su
cama. Al cabo de unos minutos salí a comprobar que ya estaba
durmiendo. Dos camas a su derecha, Juanma no debía de llevar mucho
tiempo acostado, porque le vi cerrar los ojos cuando pasé junto a
él.
De nuevo en mi habitación, ya sin nadie que
me interrumpiera, decidí coger la Biblia que descansaba en la balda
más alta del armario. En sus últimas páginas se encontraba el Libro
que quería consultar. Leí varios de sus capítulos hasta detenerme
en el versículo que me había empujado a aquella lectura:
«Aquí hay sabiduría. El
que tiene entendimiento, cuente el número de la bestia; porque el
número es de hombre; y su número es seiscientos sesenta y
seis».
En ese momento, mis pensamientos se centraron
en los recuerdos dejados por el día. Pasé de unos a otros hasta que
el sueño acudió raudo. Apagué la luz y me sumergí en una oscuridad
profunda que me ayudaría a encontrar el camino del descanso
nocturno.