SEGUNDA PARTE. VISITAS
Largo es el invierno de la osa en su manida. Cuando subimos por Verdeña a las estribaciones cantábricas, en el espeso y profundo bosque caducifolio de robles gigantes, una enorme grieta entre las rocas nos previene de que allí hiberna la osa. ¡No la despertemos de su sueño! En un lecho de tierra y ramajes, obturado su estómago, constante su baja temperatura, alerta en su continuo sopor, gesta su cría en el oscuro silencio, impasible al viento, al agua y a la nieve.
De allí surgirá cuando comience el año enteca de carnes, agotada de fuerzas y escurridas las tetas de amamantar a su criatura. O tal vez haya sido un parto malogrado. No volverá a concebir en dos años. Pero de este invierno y de este sueño solo saldrá con las entrañas heridas, con la boca hambrienta y la ferocidad intacta. No conviene azuzarla.
Así el artista desgarrado por su creación.
¡Él no había ido a Burdeos escapando de
disgustos y líos para meterse en otros mayores! ¡Él lo que quería
era tranquilidad, demonios!, se decía. Desde que esa chica, Aline,
se había quedado sin trabajo y prácticamente en la calle, como le
había contado, no hacía más que pensar en ella. Solo que él no era
ni su padre ni pertenecía a una organización benéfica, ni era un
representante sindical ni un acaudalado empresario en el retiro.
¡Que no, que no podía permitirse el lujo de atender otros problemas
que no fueran los propios! Su buen corazón, eso era lo que le
estaba perdiendo, como en otras ocasiones. “Por la caridad entra la
peste, Juanito”, le decía alguna vez su madre. “Por ser demasiado
bueno con ella, por eso te ha dejado, ¡bragazas, que eres un
bragazas!”. Así le tuvo, con este soniquete, el primer mes que se
volvió a la casa del pueblo cuando Luz le planteó definitivamente
que no podían seguir viviendo bajo el mismo techo. Afortunadamente
coincidió con las vacaciones de verano y los dos meses le
convencieron de que debía salir de allí si no quería volverse loco
y le sirvieron para aprender al lado de su madre cuatro platos de
una cocina de supervivencia.
Reconocía sentir por Aline algo muy…, muy…, ¿cómo decirlo?, muy paternal, seguramente era esto. Pero no estaba en la obligación de ocuparse de asuntos ajenos. Desde luego, él no necesitaba a nadie para llevar su casa, porque solo utilizaba el apartamento de abajo. Desde la reforma, el de arriba estaba cerrado y solo subía a encender la calefacción cuando se acordaba, para templarlo, y los días que amanecían con sol, para abrir un rato las ventanas. La casa tenía la ventaja, que ya vio desde el principio y también eso le decidió a comprarla, de que los dos apartamentos estaban en pisos diferentes, independientes y conectados por la escalera de acceso que subía desde el vestíbulo que daba a la calle.
Con la reforma estuvo tentado de comunicarlos formando una vivienda única, pero desistió por razones obvias. ¿Para qué necesitaba él lo de arriba? Si lo compró fue por inversión y por evitar vecinos enojosos? En la inmobiliaria se lo ofrecieron por separado o conjuntamente, y pensó que merecería la pena para… ¿para quién?, se llegó a preguntar, pero invirtió todos los ahorros. Para sus hijos, claro que sí, para ellos quedaría, un apartamento para cada uno en una zona tranquila y muy bien situada de Burdeos. ¿A quién iba a dejárselo si no? A sabiendas de que no le estarían echando de menos. De momento, ni la hija siquiera, más cariñosa, le había dado una llamada telefónica. Quedaría para ellos, que le habían tratado de egoísta y de mal padre.
Eso mismo se decía, que él tenía sus hijos y Aline solo era una amistad reciente. Pero le torturaba la idea de ese apartamento vacío de arriba, por si Aline debía salir finalmente de su casa, y además que ella sabía de su existencia porque alguna vez había salido en sus conversaciones. ¿Por qué no estaría con la boca cerrada?, se decía pensándolo ahora. Contratarla para una limpieza general al mes podía ser una solución pasajera. No le faltaba dinero, no andaba mal, esa era la verdad. ¿Como cocinera? Si él se apañaba con una dieta de pajarito… No, que no quería a nadie dentro de su casa, ¡y se acabó! Si acaso, quedaba la posibilidad de que alguien de la Sociedad necesitase una asistenta, Paniagua, Montesinos o Máximo…, no, este último de ninguna manera.
Se advertía una vez y otra de que todos estos inconvenientes, así los llamaba, le estaban apartando de su obra. ¡Era intolerable! No había abandonado su horario espartano, eso jamás, era que la serenidad creativa se veía interrumpida constantemente por las menudencias (eso eran, menudencias) de la vida y estas alteraciones de su ritmo de escritura, estas palpitaciones irregulares de su corazón, le despistaban del hilo o idea principal: su obra. Porque ideas había y muchas. Podía decirse que su cabeza era un inmenso borrador o cuaderno de anotaciones, pero él quería estar seguro de que cada página narrativa encerrase el mejor concepto y más pulido, tenía que conseguir que su mente liberase la frase limpia y exacta para llevarla casi definitivamente al papel. Unas pocas páginas perfectas eran el resultado de horas ininterrumpidas, bien lo sabía. Su mente tenía que estar libre de preocupaciones, a la espera de la frase sublime.
Y esto no se lograba, naturalmente, si se interfería Aline, que no estaba sola, claro, estaba también Alain, su niño, otra preocupación añadida. Aline quería que lo conociera cuanto antes, le había prometido telefonearle una tarde a partir de las siete para presentárselo. Podían dar un buen paseo por la orilla del Garona, le había sugerido, y ¡acercarse al baile que se hacía al aire libre!, eso le había dicho o eso había entendido. ¡Su vida se alteraba! Casi por caridad no se había atrevido a negarse. Había tenido unos meses de plena concentración y de repente se habían acumulado diferentes contrariedades.
También el asunto de la intendencia. Desde que Aline no le servía un par de veces a la semana la lista de la compra, tenía que acercarse él mismo al supermercado previa una hora larga de reflexión sobre lo que necesitaba a diario y lo que aguantaría una semana. Aline casi se lo sabía de memoria y le proporcionaba la bolsa de avituallamiento sin mayor esfuerzo. A falta de su visita, no quería la de otras dependientas con quienes no tenía ninguna confianza ni trato, porque su carácter comodón ya no podría habituarse a otra manera que la convenida durante tanto tiempo con la Negrita. Y para terminar, también le estaban incomodando una bronquitis crónica acentuada con el cambio de tiempo (y con el tabaco, cada vez más enviciado), las catástrofes informáticas, decía él, y la cuestión de la correspondencia con España..., en fin… Y ese padrasto de Aline tan poco fiable que le había inquietado con sus ofrecimientos extraños. ¡Qué tendría que ver ese franchute enteco, de patillas chulescas, con los perros! ¡Como no fuese para pasearlos!
¡Así no había quien escribiese! El artista debería contar siempre con un secretario al lado. Había sentido tentaciones de abandonar la novela en algún bajón de desánimo. No cedería por nada del mundo, sería como un suicidio, una novela abandonada a medias era tanto como una ruina de novela al decir del llorado Saramago. Solo por enfermedad estaba dispuesto a guardar cama algún día durante la mañana a condición de sustituir la sesión de lectura vespertina y aprovecharla para escribir. Se estaba temiendo que la bronquitis pudiera recrudecerse y obligarle a este cambio extremo de programa.
Hacía unos días había notado malestar en el pecho hacia las diez de la mañana y estuvo a punto de solicitar visita en la cercana clínica de Chartrons, donde le tenía asignado médico su compañía mediante el concierto intercomunitario. No lo había necesitado de momento, aunque se había acercado una tarde para tener ubicado el establecimiento en caso de urgencia. También había tomado el número de teléfono que mantenía bien visible y con grandes caracteres sobre la mesita de noche, en la habitación, pegado en la corchera de la cocina, sobre la chimenea de la sala, dentro del coche y en la tarjeta que llevaba permanentemente en su cartera. En esto había salido tan previsor como su padre, que cuando le llevaba las primeras veces a la ciudad, de niño, le metía la dirección escrita en un bolso de su pantalón e incluso dentro de uno de los zapatos. El miedo a la enfermedad, a lo desconocido, a lo imprevisible era pues de familia.
A falta de esa consulta en la que se imaginaba que le recetarían un jarabe, porque fiebre no tenía, y le recomendarían que dejase el cigarrillo, él sabía que podía contar con el consejo siempre desinteresado y amable de Paniagua. También tenía su móvil, como el de todos los conocidos de la Sociedad (alguien confeccionó una lista y se repartió en cierta ocasión), y estuvo en un tris de llamarlo. Sabía que Antonio Paniagua le insistiría en que se acercase hasta su domicilio, más por el gusto de pegar la hebra un par de horas con él que por sus atenciones médicas. Y gracias a que Antonio funcionaba un poco torpe de las piernas, que si no, era de los que se tomarían la confianza y la iniciativa de presentarse en casa ajena con la excusa del favor a un amigo. Considerándolo bien, prefirió esperar hasta el viernes en la reunión habitual de la Sociedad. Llegado el día, Antonio Paniagua no se presentó hasta muy tarde y después ya no encontró el momento de dirigirle unas palabras hasta la salida, circunstancia oportunísima asimismo para que el médico le pidiese compañía hasta casa bajo promesa de que allí le auscultaría. Una nueva forma de poder aliviar la tremenda soledad que últimamente le sobrepasaba.
Declinó con firmeza, cuantas veces fue preciso, los arrumacos, tirones de brazo, palmadas y maravillas por descubrir que Antonio prometía como un charlatán de feria. No aceptó rotundamente esa velada porque había oscurecido y algo le decía que con el médico no cumpliría su horario inalterable de estar a las doce en la cama. Parecían dos fuerzas inquebrantables en el juego del sogatira, que recordaba él de niño, se acercaban a rastras hasta la línea divisoria y sacaban fuerzas de donde no las había para volver a recuperar la iniciativa del tirón. Para quedar empatados tuvo que prometer que acudiría otro día en su paseo vespertino. “Pero pronto, si no esa bronquitis se te quedará pegada al pulmón”, le asustó el médico con una risita maliciosa. Se lo prometió solemnemente, no pasaría una semana. “Y jugaremos una partida de ajedrez”, le ofreció por último el médico.
También había algo de malicioso interés por su parte. Le producía un sentimiento morboso saber cómo vivía aquel hombre solo en casa si en sus relaciones sociales era incapaz de vencer ni disimular siquiera sus terrores de viejo prematuro y abandonado. Lo estaba pasando mal por algo concreto quizás y en su propio domicilio podían encontrarse algunas respuestas, intuía él, pero no sabía muy bien cómo. “El interior de la propia casa es como un espejo de nuestro propio interior”, lo había escuchado a menudo en boca de su exmujer. En la última en que vivieron todavía como pareja, se contestaba él en silencio, el reflejo era el de ella exclusivamente. Él no había contado ni con un mínimo espacio tranquilo que le sirviera de estudio, muchos de sus libros estuvieron embalados en cajas en un trastero hasta que se separaron y esas mismas cajas, sin abrirse, fueron a parar a Burdeos. En la mesa de la cocina corrigió exámenes montones de veces y para leer tranquilo les robaba la habitación a los hijos cuando estos las dejaban libres. Hasta se burlaban de él porque se lo pedía como favor muy personal con cara de cordero degollado. Cómo viviría en soledad Antonio Paniagua y cómo había vivido, eran preguntas de las que pensaba sonsacar datos precisos con mucha prudencia y habilidad, aunque con Antonio se esperaba que cantase como un papagayo nada más tirarle de la lengua. El caso era hablar para desahogarse.
Pero había otro interés oculto en su decisión de hacerle una visita pretendidamente profesional al médico. Era patente y muy notorio que éste iba a necesitar quien le atendiese en muy breve tiempo si no quería terminar en la Résidence, un pánico que Antonio expresaba a las claras en cuanto se presentaba la ocasión. Había dicho que si su hijo le obligaba a tal cosa se tiraría por la ventana (cosa harto difícil en su progresivo y degenerativo estado físico), o se cortaría las venas (esto, más factible). A voces le habían oído, con una copa más de la cuenta de St-Émilión, que se lo tenía muy advertido a su hijo y a la nuera, que sus cojones no iban a parar a la Résidence. En aquellos momentos de patetismo inspiraba cierta ternura.
Por tanto, la cita podía servir para dejar caer casi al desgaire que él estaba pensando seriamente en tomar una asistenta para determinadas labores – “nos vamos haciendo mayores, Antonio” – y que había preguntado e indagado mucho hasta dar con una persona de su confianza, – “una señorita hacendosa, cumplidora y formal”. Este cebo serviría para engarlitar al otro e inducirle a que entrase por la misma solución o parecida, y ahí se adelantaría él a recomendarle a esa persona conocida de las mismas características que acababa de dibujar, y que casualmente sería Aline, endosándosela de esta manera a Paniagua, que la colocaría de mil amores en cuanto la viera. Así él se libraba de una carga y todos contentos. Era su plan perfecto y tenía que meditarlo despacio hasta el día de la visita.
El principio de bronquitis se había quedado estancado y en unos días había remitido, pero una vez más el pensamiento de tener que afrontar una enfermedad solo le había atemorizado. En fin, Aline siempre estaría disponible como improvisada enfermera ante una llamada de urgencia, eso lo tenía claro y le tranquilizaba mucho. Claro que pagando lo que hiciese falta, él no quería aprovecharse de nadie, por tantos servicios tanto dinero y después cada uno en su casa. Un negocio, claro que sí. Y en cuanto levantase cabeza, a escribir. A eso había sacrificado su vida y no pensaba renunciar ni por su mujer ni por sus hijos y mucho menos por otra mujer y su hijo. ¡Él se dedicaba a escribir, puñetas, si era muy sencillo entenderlo! Iba a tener que ponerse serio, el talento para el arte exige una vida entregada y solitaria.
El arte literario es delicado, se estaba diciendo el día que se puso a la máquina puntualmente a las ocho cuarenta y cinco de la mañana y puntualmente visitaría a Paniagua a las siete cuarenta y cinco de la tarde. La literatura no da respiro, estaba meditando recién desayunado mientras se limpiaba los dientes, es una empresa de largo aliento. Nada más que le vino a la mente esta palabra evocada por la limpieza bucal, de ahí a Alain y Aline ya solo hubo un paso. Su mente no estaba para literatura en ese instante, se dijo, y no podía teñir su prosa blanca de manchurrones de la vida que no tenían nada que aportar. Era mejor resignarse por momentos y dedicarse a resolver mentalmente, hasta superarla y desecharla, la idea que le estaba importunando referente a ese niño que todavía no conocía. Se levantó del ordenador dispuesto a pasear un poquito desde la puerta de entrada de la calle hasta la del garaje, pasillo arriba y pasillo abajo con su buen cigarrito encendido entre los dedos. Esto también activaba la mente (pasear y leer, recordó de Machado; tendría que haber añadido: y fumar, porque don Antonio fumaba, vaya si fumaba) y podía servirle más adelante para agilizar con su obra. Nunca se sabe cuándo es tiempo perdido o no, la actividad de la mente en cualquiera de sus formas, creía él, siempre era tiempo ganado.
Alain necesitaría una habitación si se trasladaba con su madre temporalmente a esta casa, ya lo venía pensando desde hacía días. El apartamento de arriba contaba con tres hermosísimas pero solo tenía una relativamente preparada. Las otras las tenía sin equipar, sin un mal mueble y sin un minúsculo armario. ¡Si hubiera sido un poquito más previsor! Ahora se daba cuenta de que una habitación sin montar no era más que un trastero. ¡Qué más le hubiera dado a él comprar tres camas en vez de una en la mudanza realizada el verano pasado! El niño se haría enseguida un hombrecito y no era cuestión de que compartieran habitación estando la casa enteramente disponible.
¡Decidido! Tendría que adquirir dos camas más, no tenían por qué ser muy caras, bastaría que resultasen funcionales, cómodas, y que tampoco desentonasen con la amplia habitación donde las instalaría. La que tenía un baño anejo sería para Aline, vamos, de eso no cabía duda, a ver si ahora le iba a venir el nene con caprichitos. ¡Que se conformase con el servicio común! Estos muchachos de ahora no sabían valorar lo que tenían, había que educarlos bien desde el principio, y él había sido profesor muchos años y padre… bueno, de esto ya casi ni se acordaba. Pero ¡qué demonios!, si estos dos invitados iban a pasar unos días en su casa, tendrían que atenerse a las normas que él impusiera, en su casa mandaba él, ¡estaría bueno!
Lo que no pensaba poner de momento era un armario bueno, de una madera noble, eso más adelante, con un gasto prudente bastaría, no iba a tirar la casa por la ventana de una vez. A él no le venía el dinero caído del cielo. La habitación de Aline tenía un gran armario empotrado, una preocupación menos, porque las mujeres ya se sabe que enseguida juntan un ajuar que no cabe en toda una casa. Alain tendría que conformarse de entrada con uno de esos armarios de fácil montaje, una estructura forrada de tela y cerrada por cremalleras que él había visto con sus hijos en sus tiempos no tan lejanos de estudiantes. Seguramente podría adquirirlo en unos grandes almacenes o se acercaría cualquier día de estos a curiosear en Les Halles.
En fin, en cuanto resolviese estos molestos pero inevitables asuntos de la vida diaria, se olvidaría de todo y retomaría el trabajo intelectual. ¡Qué rabia le daba! Pero también pensaba que si había elegido vivir solo, no le quedaba más remedio que dedicarse ocupando el menor tiempo posible a los asuntos materiales. Dejando preparado lo de arriba, se dijo ya más tranquilo, si Aline tuviese que trasladarse para atenderle en caso de enfermedad, el acomodo sería inmediato. ¡Bien! La situación se iba clarificando, compraría unos juegos de ropa de cama, para quita y pon, y para de contar. Según calculaba, no tendría que alterar su horario. Todo iba sobre ruedas y mucho mejor era adelantarse que tener que decidir con la enfermedad encima.
Más complicado le estaba pareciendo si la estancia de Aline y su hijo se prolongaran. Pero ¿por qué habían de prolongarse? Él era precavido y sabía que de la noche a la mañana podía quedarse en el apartamento de la Martinique a expensas del capricho de su padrastro. ¿Adónde recurriría en ese caso? ¿A él? ¡No, no, no! Eso no podía aceptarlo de ninguna manera. Esa muchacha era muy consciente de la apuesta que él había hecho en la vida por ganar su independencia de escritor. Aline no podía ser tan egoísta que le pidiese alojarse en su casa indefinidamente y él no tenía ninguna obligación de ofrecérselo. Ni por ella ni por su hijo, ni por una caridad mal entendida. Unos días de estancia, ¡vaya! A la semana, sintiéndolo en el alma, tendrían que buscar otro lugar. El convidado, como la pesca, a la semana, apesta. Aline tenía que comprenderlo: él se había separado de su mujer para estar a solas con la literatura. No podía rectificar por cualquier contingencia surgida sobre la marcha, no podía renunciar al proyecto de su vida. Eso no.
¡Antonio Paniagua! ¡Ahí estaba la solución definitiva para todos! Tenía que emplearse a fondo por la tarde, tenía que intentar por todos los medios convencer al cada vez más necesitado médico de que le llevaba la solución a sus angustias. ¡Eso mismo! Le llevaría la solución, literalmente. ¿Cómo no se le había ocurrido antes? Llamaría a Aline y si no tenía mejor cosa que hacer (¿qué iba a hacer la pobrecita, en paro, si no era dar vueltas por ahí todo el santo día?) le pediría que le acompañase en casa de un caballero médico, muy amigo suyo, que podría proporcionarle un trabajo más o menos estable y seguramente muy bien remunerado si el aludido quedaba satisfecho en una primera temporada de prueba, se imaginaba él.
Tenía que advertir a Aline y ponerla en antecedentes, así que era imprescindible localizarla urgentemente y saber si estaría disponible a las siete de la tarde. Claro que antes tendría que llamar a Paniagua para confirmar su visita, era improbable que la hubiese olvidado. Eso sí, Antonio tenía todavía muy buena cabeza, pero de todos modos no habían quedado en el día exacto para la cita sino en un día de los próximos, a lo más una semana, eso recordaba ahora.
Manos a la obra, se dijo, y llamó al médico que le saludó con muchísimas muestras de afecto en cuanto le reconoció la voz por el móvil, y le comunicó que ya estaba tardando mucho en hacerle los honores de la visita que habían convenido. Él pretextó que le ocupaban muchas horas sus inquietudes intelectuales y su escritura, en el fondo una forma de satisfacer su vanidad con alguien tan poco entendido como el doctor, y este a su vez le tomó por la palabra diciéndole que a la tarde hablarían largo y tendido de esos “pecadillos literarios”, así dijo Antonio. ¡Qué más se podía pedir para satisfacer la avidez de compañía y de charla que el buen hombre necesitaba! Lo de menos era el tema. De todos modos, le recordó que la visita era para auscultarle por su bronquitis. “¡Ah, bien, bien, querido Escapa, ya lo miramos eso también!”, le respondió Paniagua de pasada.
No quiso ser descortés y le anunció si no tenía inconveniente en que durante la visita le acompañase una amistad, así le introdujo la posibilidad de que Aline estuviera presente. “¡Magnífico, maravilloso, formidable!”, contestaba Paniagua, para quien todo se le convertía en miel sobre hojuelas. Dos por el precio de uno. Se despidieron hasta la tarde repitíéndole muchas veces Paniagua la dirección exacta de su domincilio en Cours Pasteur, cosa que él ya conocía y que con su inveterada previsión guardaba registrada en un archivo de su ordenador con las direcciones de todos los conocidos en Burdeos, amén de la lista que todo el personal adscrito a la Sociedad manejaba porque se la habían proporcionado allí mismo y seguía disponible en fotocopias sobre alguna de las mesitas del salón de reuniones, si es que algún maniático como Máximo el filósofo no las había ido expoliando para reutilizarlas Dios sabe cómo, probablemente como borradores de sus fantasías pseudocientíficas. Todos sabían que Máximo era un pretecnológico que todavía escribía muchos ratos a mano y con pluma. ¡Y bien que alardeaba constantemente de ello! Tenía ordenador, era cierto, pero no pasaba de un precario conocimiento para utilizarlo como simple máquina de escribir, eso decía. Algo, por otra parte, no muy diferente de lo que él mismo hacía, porque saliéndose del procesador de textos y cuatro consultas sencillas en internet, la máquina era un infinito misterio desconocido.
Había que decir en su descargo que se había incorporado tarde al uso de estas herramientas, aunque lo había cogido con ganas y dedicación, sobre todo en la primera época en que se estaba poniendo al tanto con su primer ordenador. En cuanto fue consciente de las posibilidades que le ofrecía para lo que él quería utilizarlo, se acabó su interés y comenzó su uso real. No había querido molestarse más. Por eso se encontraba de vez en cuando con dificultades estúpidas que a él podían ocuparle horas enteras. Era lo que llamaba sus “desastres o desgracias informáticas”. Si se apartaba mínimamente de las sencillas pautas que exigía el manejo en su propia casa y con su ordenador portátil, corría peligro.
Pero a ratos no le quedaba más remedio por causa de alguna contrariedad que surgía en el camino o de algún error inesperado. No habían sido muchos desde que se había instalado definitivamente en esta casa de Burdeos, pero sí había sufrido en un par de ocasiones el ataque de un virus y una alteración en la corriente que le habían obligado a una reparación inmediata e inexcusable. Realmente le habían paralizado un par de días mientras le saneaban el ordenador en una tienda no muy lejana camino de Parc Rivière. En estas dos ocasiones no le había quedado más recurso que trabajar con el ”pendrive” de quince gigas donde llevaba toda la información de su vida, no solo la literaria. Era un aparatito pequeño y muy barato pero él seguía sin salir de su asombro por su capacidad de almacenamiento. De todas formas, cada semana pasaba todos los datos del disco duro a otro “pendrive” igual por miedo a que se le estropease el de uso corriente.
Durante estos dos días se tuvo que desplazar hasta la Sociedad y allí, en la sala de ordenadores habilitada para los socios (había media docena y un par de impresoras de calidad), estuvo trabajando con el “pen” hasta donde se lo permitían sus habilidades. Como los programas no eran exactamente los mismos tuvo algunas dificultades al grabar algunos archivos y posteriormente comprobó, cuando le habían arreglado el ordenador portátil, que echaba en falta parte de la información y que algún archivo no encontraba el programa para abrirse. Se hizo un lío inextricable entre lo guardado en el “pen” y lo guardado en el disco duro del ordenador utilizado en la Sociedad y padeció unos días de auténtica tortura china hasta que dio con unos remiendos para salir del paso. Quedó exhausto y se prometió a sí mismo que nunca volvería a las andadas, aunque tuviera que comprar otro ordenador nuevo.
Las armas las carga el demonio, se decía. Precisamente en esos mismos días de escritura en la Sociedad, normalmente solitario por las mañanas en la sala, se le había estimulado la imaginación y había arrancado con varias páginas muy elaboradas. Quizás fuese porque había cambiado de espacio o por la vanidad de ser descubierto por algunos conocidos o preguntado por Giselle, por ejemplo, por lo que habían supuesto unas horas muy fructíferas de literatura auténtica. Que se supiera que él escribía era la forma más motivadora que podía encontrar, lo sabía desde adolescente, en el internado del colegio, cuando decidió escribir de seis a ocho todos los días, para que sus compañeros fueran conocedores de que a esas horas a él no había que molestarlo.
Naturalmente, basta que lo hubiera advertido, era cuando aprovechaba la mayoría de sus íntimos (al principio) y algún otro menos cercano para tocar en la puerta de la habitación, cada vez que pasaban por allí a visitar a otro estudiante de una habitación del mismo pasillo o simplemente cuando se dirigían a los servicios comunes al fondo del pabellón. En ese caso era casi un rito golpear con tres toques y alguno pegaba su bocaza al marco de la puerta y decía en voz alta para suscitar las risas de los que pudieran oírlo: “¿Qué? ¿Cuántas páginas van hoy, Cervatillo?”. El apodo (deformación de Cervantillo) se le quedó pegado para siempre entre estudiantes, tanto como la costumbre de tamborilear en su puerta, y se lo endilgó un chistoso de Burgos, hasta que la mortificación llegó a tal límite que dos de sus buenos amigos decidieron poner fin al mote y a la costumbre del tamborileo. Pepe Cuesta y Chusmari Lera esperaron una tarde apostados a ambos extremos del pasillo del ala donde estaba su habitación y, en cuanto salió el de Burgos y soltó la gracia habitual, le cerraron el paso por los dos extremos y le sacudieron tal cantidad de bofetadas que toda la sección de mayores del internado tomó nota y nunca más volvieron a molestarle. A los pocos días dejó de escribir, ya no le merecía la pena.
¡Fue desolador cuando tuvo que admitir que había perdido esas líneas visonarias de una nueva literatura! A estas alturas, no recordaba exactamente las palabras, ¡qué más daba!, pero se iniciaba con un comienzo soberbio “in medias res” que ponía la acción en marcha y los pelos de punta. Era una historia de terror psicológico. Alguien soñaba que había conocido a alguien que sabía de oídas la existencia de un vampiro humano propietario de un cine donde normalmente se rodaban películas terroríficas. El vampiro estaba tan obsesionado con la temática porque desde tierno infante le habían sometido a sesiones aterradoras de Béla Lugosi. Se decía que miraba con ojos sangrientos, apostado a la entrada de cada sesión, a algunos niños y niñas de cuellos tiernos y carnosos para la guillotina mellada de su boca podrida por la halitosis.
¡Era una historia magnífica, original, muy vendible! ¡La técnica de las cajas chinas! ¡La parábola de una personalidad estragada por el terror! ¡El ambiente expresionista! ¡Lo tenía todo! ¡Lástima que se fuera al cubo de los desechos o papelera de reciclaje o vaya usted a saber dónde! Pero él no controlaba del todo estos meandros informáticos y lo dejó perder. “Hay una brecha insalvable que divide a los hombres actuales: los que tienen miedo y los que no tienen miedo a los ordenadores. Esencialmente”, le había desvelado en cierta ocasión Máximo el filósofo con el ojillo izquierdo entrecerrado como síntoma de mucha perspicacia en lo que estaba comunicando. Era su versión vulgarizada del enfrentamiento entre las Galaxias Gutenberg y McLuhan, pero ni siquiera él mismo era consciente de su falta de originalidad.
Necesitaba perentoriamente contactar con Aline. Se mostraba nervioso, seguía caminando automáticamente por el pasillo y no podía evitar una sensación de provisionalidad, de compás de espera que lo sacaba de quicio. Pero ¿por qué? ¿Quién le mandaba a él meterse en líos semejantes? “Para ya de una vez, Juan, puñetas!, se exigió a sí mismo. Entró en la sala y se sentó a la mesa de trabajo con intención de relajarse. Respiró, miró a lo alto por las dos ventanas a ambas calles y observó el día claro, un purísimo cielo azul en la franja que se apreciaba desde donde se encontraba. Encendió un nuevo cigarrillo para cerciorarse de que la serenidad había vuelto a su vida. Inhaló varias veces el Marlboro y se llenó de divino humo por dentro, un humo parecido a las nieblas matinales de su juventud camino de su la Facultad de Letras, un humo como la neblina llegada del río y que levantaba a medida que avanzaba el día y se llevaba con ella los malos pensamientos de la noche. El humo del tabaco era la niebla y ambos, el pensamiento sublime de un artista en ascenso hacia la divinidad.
Activó el móvil y le acercó la voz para que la recogiera: “Aline”, pronunció, y en la pantalla se registró rápidamente el número y dio llamada. Esperó unos instantes y para su sorpresa contestó una voz que no era la de la muchacha, pero sí perfectamente conocida:
—¡Allo!
—¡Aline, por favor! Soy Juan, el español. ¿Con quién hablo?
—¡Ah, señor, un gusto volver a charlar con usted? Soy el papá de Aline. ¿Recuerda?
—Perfectamente, ¿puede ponerse su hija? —puso un tono de cierta urgencia porque notaba algo en el tono ajeno que no terminaba de encajar.
—No está aquí, señor —dijo secamente la voz.
—¿Y este teléfono? ¿Lo ha dejado olvidado en casa, quizás? —inquirió.
—No, mon ami, este móvil es de mi propiedad. Ahora lo utilizo yo, se me averió el otro que manejaba, ¿sabe usted?
—Dígame, sr…. —fue a decir su nombre y no lo recordó.
—Maurice, para servirle de nuevo, señor. Maurice, un amigo para lo que necesite.
—Bien, bien, Maurice, ¿puede decirme dónde se encuentra Aline?
—Ah, estoy desolado, señor, desde que perdió el trabajo no sé nada de la vida de esta muchacha. No viene a casa desde hace días, ni para dormir. Solamente una nota en el buzón de casa diciéndome que se mudaba con su hijo donde unas amistades. Ha recogido todas sus pertenencias, señor, no pude hacer nada. No tuvo la delicadeza de despedirse, ni pude dar un abrazo a mi nieto, ¡estoy desolado, señor, créame!
—Maurice, ¿tiene usted su dirección o alguna posibilidad de localizarla?
—No, ya le digo que no. ¡Estoy tan triste, señor!
—¡Muy agradecido! Veo que no me sirve usted de mucho. ¡Buenos días! — intentó despedirse con urgencia porque intuía en este taimado una información que no quería proporcionar o una intención oculta o unas circunstancias poco halagüeñas en la vida de Aline desde el último contacto que había mantenido con ella.
—¡Espere, señor! —intentó evitar Maurice que cortara la conversación: algo quería—. Si yo puedo ayudarle en algo… Recuerde que teníamos pendiente un asuntillo sobre limpieza de calles, ¿me comprende?
—¡No, no le comprendo, caballero! Si me disculpa… —intentó ser duro sacando una voz que no se había escuchado nunca. Funcionó.
—¡Cuánto siento lo de la niña? No se preocupe, volverá a casa, es una chica juiciosa. El despido la ha afectado muchísimo. Si usted la localiza dígale que yo estoy dispuesto a recibirla con los brazos abiertos, y a mi nieto, por encima de cualquier aspereza que hayamos podido tener… —ponía voz lastimera, voz de un especialista en mentir.
—Mientras Aline no aparezca por su casa o se ponga en contacto conmigo, no tenemos más que hablar ni más negocio que ventilar, ¿me ha entendido? —echó todo el resto de su carácter, casi temblando—. Ah, y sepa usted que su hija y su nieto tienen donde quedarse a vivir si lo desean —aseguró envalentonado, arrepintiéndose al momento de haberse dejado llevar por unas agallas que realmente no tenía.
—Pero, señor, ¿no creerá…? —intentó disculparse al otro lado de la línea.
Cortó la comunicación y dejó el teléfono sobre la mesa. Tenía fuertes palpitaciones, se acercó al frigorífico y bebió agua, fue al baño y orinó sin ganas, se miró al espejo, abrió la puerta del garaje y comprobó sin saber con qué objeto que el coche estaba allí. Se aseguró de cerrar bien la puerta de casa y la principal de la calle. Volvió al lugar donde había estado sentado mientras telefoneó y encendió otro Marlboro de nuevo. ¡Media docena e iban a dar las doce del mediodía! ¡A saber que barbaridades podría estar haciendo Aline por esas calles! El padrastro la había echado de casa, coaccionándola con su falta de dinero para sufragar el alquiler, o chantajeándola con negocios tan sucios como su mirada. No podía tratarse de otra cosa. Estaba convencido de que pasaba algo grave, de lo contrario Aline le hubiese mandado recado o le hubiese llamado desde otro móvil. El hecho de que hubiera cortado el contacto era la prueba de que esa niña y su hijo se encontraban en una situación muy complicada, tanto que no se atrevían a recurrir a él, su único apoyo, pensaba, en unos momentos tan delicados.
¡Dios mío! Estaba tan desbordado que su primera intención para no desesperarse tendría que ser dirigirse hasta la Sociedad y preguntarle a Giselle, la única persona en todo Burdeos que podría saber algo de la muchacha o darle una referencia para inciar la busca. No iba a echarse él también sin ton ni son por esas calles de Dios, la ciudad los engulliría en su anonimato sin encontrarse nunca a no ser que se produjese una improbable casualidad. Podía tardar una hora en coincidir con ella al azar o no encontrarse en toda una vida, ¿quién sabía? ¿Y si había cambiado de ciudad? “Unas amistades”, había dicho el padrastro. ¿Qué amistades podían ser esas que alojaban por tiempo indefinido a una mujer y a su hijo? Aline no había mencionado nunca delante de él a personas con quienes mantuviera tales relaciones de confianza.
Giselle era su única tabla de salvación, si esta fallaba el naufragio era seguro. Pero ¿el naufragio de quién?, se preguntaba. ¿Qué necesidad tenía un hombre serio como él de estos sobresaltos, estos vaivenes imprevistos, estos zarandeos de la vida? ¿Quién le mandaba a él meterse en camisas de once varas? “Juanito, hijo mío, que eres un bragazas, un badanas y un baldragas”, le llegaba la voz de su difunta madre como una repetidora de adjetivos. No, si mucha cultura no es que tuviera la buena mujer pero cuando quería ser molesta, despertaba todo el diccionario en su cabeza. A lo mejor la afición por la literatura le derivaba de ahí. “Por eso te dejó la dominantona de tu mujer y te dejarán todas con las que vayas, porque eres un calzonazos y un flojazo”. ¡Claro que sí, tenía a quien parecerse!, le daban ganas de contestar, porque su difunto padre había sido un arrecido toda la santa vida a cuenta de que la otra no le dejaba ni moverse ni respirar. “Y usted tendría mucho que callar, madre”, le daban ganas de contestar a voces, al aire, a nadie, pero miraba hacia la cocina donde había sacado ya a descongelar unas pechugas de pollo y tenía todo en perfecto orden de revista para cuando llegara el momento de prepararlo, un tomate, una latilla de bonito y un cogollo bien entresacado de lechuga. Le parecía que se trasladaba a otros momentos en la cocina de su propia casa del pueblo, aquel verano de espanto que convivió con su señora madre hasta el punto del estallido. La seguía viendo amonestarle como una aparición fantasma. “Que eres un blandazo…”, insistía la vieja. “¡Váyase a cagar, madre!”, le espetó secamente a la cara redonda del reloj de la pared, saliendo a la defensiva con unos ojos muy abiertos y plantado en medio de la cocina como un pasmado. Le caían los brazos pegados al cuerpo, como si adoptara una posición militar de firmes incluso para oponerse por vez primera a la autoridad de aquella mula torda.
¡Por Dios santo! Esto le iba a costar unas fiebres, se decía, sin saber dónde sentarse un momento a reposar. Esto era lo más parecido a una enfermedad que había visto en muchos años. Esto podía amenazar su corazoncillo débil, como el de su padre. ¡Mira, eso no lo había heredado de su progenitora! ¡Ya era suerte la suya! Se sentó esta vez en la butaca del rincón de lectura en la sala, sobre la que pendía la práctica lámpara que le acompañaba cuando la claridad ya no era suficiente. A la derecha se abría el gran ventanal que le revelaba ahora un cielo amustiado, mucho más gris que hacía un buen rato. Apoyado en un brazo del sillón, con la frente reposada en la mano izquierda, se quedó con los ojos cerrados unos instantes. Se notaba calenturiento y un poco sudado, quizás necesitaba una ducha lenitiva, aunque ello supusiera salirse de su orden habitual. Echó el cuello hacia atrás manteniendo los ojos cerrados y cuando los abrió notó, más que oyó, el pequeño repiqueteo de las gotas de lluvia contra los cristales. Se quedó mirándolas embobado unos cuantos minutos. Notó la suavidad de su recorrido zigzagueante, la pantalla borrosa que se formaba en el cristal, y cuando probó su gusto salado, se dio cuenta de que eran sus propias lágrimas resbalándole por el rostro.
En el ángulo opuesto de donde se encontraba, se hallaba la chimenea. La había conservado en la reforma porque probablemente la obra se habría dilatado en el tiempo, se habría engrosado el montante económico, y por una sensación de romántica compañía si tenía que atravesar los días duros de invierno solo en aquella casa. Tenía buena calefacción, no le preocupaba su falta, se trataba justamente de lo contrario, de encender una hoguera en medio de su misma casa si algún día le daba por ello. No se imaginaba cómo funcionaría, le habían dicho los operarios que estaba en perfectas condiciones para su uso. Tendría que comprobarlo, al menos una vez. Pero le daba pereza solo de pensarlo. ¡Una hoguera en casa! ¿A quién podía ocurrírsele un experimento así? De momento, fuera llovía dulcemente y esa misma tarde él tendría que salir de visita a casa del pesado de Paniagua. Ahora ya sabía que sin Aline.
Le había dado la una del mediodía y sabía que Giselle se incorporaría a esas horas al servicio de bar de la Sociedad. Se le había hecho tarde para esa visita y en poco tiempo tendría que prepararse su comida, dar su cabezadita en el sillón y pensaba volver a asearse para la reunión con el médico. También se había quedado sin tiempo para la visita que cada vez consideraba más inexcusable a una tienda de muebles que había visto por Place Gambetta, cerca de los cines a los que había asistido una sola vez. “En el buen tiempo voy al baile latino del muelle y en invierno voy con mi niño a los cines de Gambetta”, recordaba ahora que le había dicho Aline en alguna conversación de pasada. ¡Qué muchacha, la Negrita! ¿A qué baile iba a ir ella y con quién? En el fondo tenía mucho de inocente. Con alguna amiga, seguro, para divertirse un rato bailando juntas, mientras el niño miraba entretenido con alguna golosina o en algún parque cercano. El asunto de preguntar a Giselle, se apuntó mentalmente, quedaría para el día siguiente, no esperaría más. Giselle tenía que saberlo, ¡cómo no!, se estaba preocupando por nada. Y lo que era peor, se había desviado imperdonablemente de su objetivo de escribir. No estaba dispuesto a consentirse esto muchas más veces. ¡Lo juraba por Dios y por su difunta madre! Bueno, mejor por su difunto padre. Con los dedos cruzados.
Porque se le había ido todo el plan al garete. La cuestión de las cartas que tenía que despachar a España, podían esperar unos días más. Total, ¡cuántas había girado ya! “Es cuestión de ordenarse, Juan, venga, que te ahogas en un vaso de agua”, se animaba a sí mismo y rebobinaba ahora más aliviado mientras se iba preparando su comidita. “¡A mal tiempo, buena cara, Juanillo”, se advirtió gansamente apuntándose con un tenedor y mirándose al espejo que enmarcaba un termómetro por encima del frigorífico. Se estaba recuperando, volvía a sentirse de buenas, volvía a la vida.
Y para celebrarlo, se le ocurrió, se iba a homenajear hoy con un vinito un poco especial. Se acercó hasta el trastero al fondo del garaje (un lugar ideal de temperatura) y de un botellero con capacidad para tres docenas extrajo un “Beaujolais” muy rico que había probado varias veces más, denominación “Moulin à vent”, criado a la vera del Saône ya muy cerca de Lyon. Conocía el vino desde hacía muchos años por obsequio de Joaquim, un muchacho lionés con cuya familia había trabado amistad con ocasión de un intercambio estudiantil de su hijo, y le gustó mucho, hasta el punto de que desde entonces lo había adquirido en sucesivas ocasiones junto con los tradicionales, deliciosos pero empalagosos, “cojines verdes”, especialidad de aquella ciudad.
Evidentemente, no pensaba tomárselo solo, en la comida, sino que el caldo era un regalo que planeaba degustar por la tarde con Paniagua, en agradecimiento del servicio médico que le iba a prestar, aunque no sabía a ciencia cierta en qué podría consistir más allá de una exploración con el fonendoscopio, y a decir verdad tampoco sabía quién era el que prestaba el favor a quién, teniendo en cuenta que Antonio Paniagua estaba mucho más necesitado de atenciones psicológicas que él de jarabes para el pecho. En este sentido, era el otro quien tendría que regalarle el paladar con una botellita, que sin duda también habría preparado, ¡cómo no! En fin, que la coyuntura exigía de su parte esta cortesía con el doctor. Unas buenas copas de vino les ayudarían a los dos a desahogarse y esperaba que Antonio no terminase lloriqueando. Iría un poco más cenado que de ordinario para aguantar el vino y en ningún caso sobrepasaría las diez de la noche, se pusiera Antonio como se pusiera. La posible resaca tendría que pasarse antes de las ocho de la mañana, cuando su vocación despertaba al toque de diana.
Mientras comía en la pequeña mesita supletoria de la cocina americana, a falta de espacio para una mesa como Dios manda (para ocasiones especiales tenía la de la sala), meditaba en la correspondencia que debía despachar a España, a la bibliotecaria de la Fundación para el Patrimonio. La había conocido aquel primer curso de los dos que estuvo destinado en su penúltimo centro docente. Ella realizaba labores de catalogación en otra biblioteca del mismo edificio, puesto que se trataba de un complejo enclave monacal recuperado para ser compartido por al menos tres instituciones: una de enseñanza universitaria a distancia, otra de enseñanza secundaria y otra dedicada al patrimonio. Bien es verdad que de los dos cursos que tuvo que permanecer obligatoriamente en aquel destino hasta que pudo solicitar traslado a otro instituto más al norte, en que se fijó definitivamente hasta su jubilación, solo hasta febrero del primer curso permaneció en activo en el lugar en que coincidió con ella. Prácticamente unos cinco meses: una baja por depresión le apartó de la docencia un año y medio seguido. Con el traslado concedido, pudo mudarse a su último destino en que remató con grandes agobios (esa era la verdad) su vida docente. No se imaginaba lo que podría haber ocurrido de seguir otro año más en activo. La enseñanza había podido con él, recluyéndole la inspección, casi por caridad, a labores de biblioteca durante una buena parte de su horario, hasta que llegó el día de jubilarse. En definitiva, que le mandaron al destierro, como él se decía en su fuero íntimo, a purgar los últimos años antes de pagarle el retiro.
Era muy posible que nadie le recordase, a menos que se hubiese tirado de los archivos del centro, donde indudablemente quedaría alguna ficha de su paso por allí. Si alguna triste memoria podía quedar en el recuerdo de alguien, sería para mal, pues salió en su día completamente deshecho por las consecuencias de una historia que nadie había conocido y ni siquiera sospecharon, directamente obligado a recibir tratamiento psiquiátrico. Fue, él lo sabía con total certeza, el principio del fin de su matrimonio, de su vocación docente y de sus pretensiones de escritor por mucho tiempo. Gozosamente, la vida le había permitido (ahora, al final, en Burdeos) recuperar con el paso de los años su afición por la escritura, a costa de desligarse de todo lo demás. La literatura se había llevado su vida por delante y, sin embargo, seguía creyendo en ella, dedicándose a ella con más entrega que nunca.
Fumó su décimo cigarrito de Marlboro, calculaba, tomándose un delicioso café que tan solo él sabía prepararse con el sistema tradicional de la maquinita de émbolo. De esa rareza tampoco podía prescindir. Recogió la mesa, fregó el único plato que normalmente utilizaba, el vaso y el cubierto, y antes de descabezar un sueñecito en su sillón frente al televisor, arrullado por las noticias que a decir verdad para nada le interesaban, le asaltó la idea de que podría necesitar una mesa más grande, más estable, para tres. Tendría que buscar una ubicación más apropiada, ¿quién sabía si en el apartamento de arriba? ¿Tendrían que trasladarse los tres allí como una familia normal y corriente? El piso superior ocupaba todo el espacio del inferior, incluida la enorme cochera. Por tanto, sería más cómoda la vida diaria allá arriba. Hacía poco más de medio año que había procedido a la reforma de la casa. ¿Había sido la última?
Se encontraba de buen humor, y por lo tanto no quería enredarse en pensamientos absurdos. La perspectiva de pasar la tarde con Antonio Paniagua le estaba animando, tal vez en casa del médico encontrase solución a la mayor parte de sus problemas. Se había propuesto trabajarlo a conciencia. Le hacía un favor a él, a la Negrita y su hijo, y se lo hacía a sí mismo. Se estaba quedando adormilado, muy tranquilo después de la mañana extrañísima que había pasado. Por fin veía las cosas con claridad. Pasado el trámite con Antonio, todo volvería a ser lo mismo. Aline no aparecía para acompañarle, cosa que en el fondo era mucho mejor. Ningún compromiso con nadie, se prometió. Ella había tomado sus decisiones, era una persona adulta y madura, cada cual tenía su propia vida. El padrastro la recibiría en cuanto ella quisiera, se lo había escuchado claramente. Él, a escribir. Él era escritor. Él no tenía compromiso más que con su arte.
En la duermevela algo le inquietó un momento, al despertarse imaginó que había sido su madre quien volvía a la carga: “¡Cómo vas a salir adelante tú solo! ¡En cuatro días se te quedará cara de lampazo”. Eso mismo le había soltado cuando le comunicó a la vieja que iba a separarse de Luz. Pero fue solo unos instantes. Enseguida se quedó dormido, muy tranquilito, con la manta sobre las piernas, apollardado como un gorrión. La televisión seguía encendida a un volumen considerable, pero afortunadamente en esa casa vivía él solo, a nadie podía molestar. Ni siquiera a él mismo, que cada día iba notando más el toque con que tenía afectado el oído izquierdo. Abrió y cerró los ojos pesadamente. ¡Mejor! ¡Para lo que había que oír! ¿Necesitaría una audiometría?
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Por Rue Borie salió hasta el muelle. Pensaba tomar el tranvía en la parada de Chartrons, pero el día había despejado a media tarde e invitaba a pasear. “Línea roja, recuerda, la roja”, le había insistido muchísimo Paniagua. ¡Qué paciencia había que tener con ese hombre! Él siempre se había creído un caminante más que mediano, en su juventud llegó a correr diez kilómetros de distancia con facilidad y en la madurez los había recorrido a un buen paso con tiempos que oscilaban en torno a la hora y media. Desde su asentamiento en Burdeos había andado mucho, sí, pero a paso tranquilo, con paradas donde le llamara la atención y con el propósito de tomar posesión de los lugares y servicios que pudieran serle de interés, nunca con el ánimo de cubrir una etapa de reloj. Debería volver a esos hábitos tan saludables, iba pensando. Incluso la adicción permanente al tabaco no le había restado en su día las fuerzas para caminar cuando lo practicaba casi a diario. Dejar los paseos sería tanto como perder la ocasión de contrarrestar un poco los efectos nocivos de la nicotina, creía él. Tenía la sensación de que en este momento se ahogaría si se arriesgaba a un paseo largo a buen ritmo. Decidió finalmente ir andando a la cita con tiempo más que suficiente por delante para constatar su estado físico. En ningún caso serían más de veinte minutos, media hora todo lo más. Se trazó el itinerario de la línea de tranvía, encendió su cigarrito y echó a andar.
Panigua le había recordado también que se apeara en Victoire, donde solía bajarse él, porque de allí a su casa en Pasteur había cuatro pasos. Los suficientes para que él, Paniagua, los sufriera como un tormento. El pobre ya casi no hacía más que el trayecto entre Victoire y Grand Théâtre, y a la inversa. Lo sobrellevaba como buenamente podía, por mantener el contacto con los paisanos, por charlar, por buscar desahogo, por seguir creyendo que estaba vivo y disponía de su vida, contra los impedimentos que le pusieran sus piernas y todo su organismo. Como médico lo entendía perfectamente: el enemigo era su mente más que su cuerpo medio impedido. Por todo ello, hacía ese esfuerzo supremo.
Si Paniagua hubiera podido moverse con soltura, habría asistido sin duda todos los días a la Sociedad, era su gran distracción. Claro que si no hubiera estado tan torpe de piernas, tampoco su ánimo habría decaído de esta manera. Era ahorrador o por lo menos muy mirado con el dinero, sus cuentas seguramente se encontraban muy mermadas por las extorsiones del hijo, circunstancia que le hacía ahorrar el tranvía algunos días aunque tuviera que quedarse en casa. Esos ratos de aburrimiento forzoso los suplía con una gran afición por el ajedrez, de joven había competido, tenía una mente muy bien estructurada. Mantenía interminables partidas por la red con competidores a los que nunca había visto la cara, pero podía definirlos en sus rasgos esenciales por la manera de afrontar la partida. En algún aparte de su desmedida facundia en grupo contó que había llegado a saber que su contrincante era una mujer por la manera de resistir un ataque y de ganar lentamente posiciones con piezas menores hasta hacer que estas fuesen decisivas para obtener la victoria en la partida.
En la Sociedad también solía jugar, aunque menos, solo en caso de que no hubiera mucha gente dispuesta a entrar en conversación con él. Era un ladino recurso para atrapar durante más de dos horas a alguien, entre la charla con la que interrumpía de vez en cuando el juego y las exigencias demoradas del mismo. “Al ajedrez hay que jugar con cronómetro, si no, carece de gracia”, sentenciaba. Lo que buscaba era prolongar el tiempo al máximo en cada movimiento, forzar con sus comentarios inteligentes cada jugada dando consejos al adversario, aprovechar para introducir sus cuitas privadas observando atentamente el grado de resistente paciencia del otro. Apuraba hasta el límite y si veía que el enemigo estaba que no podía más, movía pieza. “¡Jaque!”, decía, levantando mucho las cejas, como si estuviese muy justificado todo el tiempo que había tardado en decidir. Era un jugador agresivo pero muy buen perdedor. Claro, no le importaba la conclusión, le importaba el proceso. Nadie podía imaginarse lo que sería una partida con él en su propio domicilio. Habría que evitarlo en lo posible y si no quedaba más salida, haría jugadas inocentes para perder en un tiempo récord. O jugaría imprudentemente, al ataque y fuera de su estilo personal, sin pensar nada. ¡Cuánto lo lamentaba! Ingenuamente aceptó la primera partida de recién llegado a la Sociedad, por dejarse ver y hacer amigos. Y bien que lo estaba pagando.
A muy buen paso, con una bolsita aparente colgada de la mano en la que transportaba el Beaujolais, dejó a la izquierda el Ateneo Municipal (uno de los lugares que se había propuesto conocer alguna vez para no constreñirse a la Sociedad, que algunos días ya le cargaba), prendió otro cigarro y continuó camino. El paseo le estaba resultando agradabilísimo. Eso le activaba algunos recuerdos que no había compartido con nadie hasta el momento, mucho menos con Paniagua. En conversaciones esporádicas desde que se habían conocido, habían descubierto su común origen castellano. Eso imprimía carácter, le había oído decir al doctor. Mayor que él dos años, habían cursado sus respectivos estudios en la misma ciudad, sin llegar a conocerse en dicha época, pero tenían los mismos territorios míticos compartidos de la juventud, iguales experiencias y hasta algunas personas tratadas cada uno por su lado. No había resultado difícil que su amistad se estrechara con estas confidencias.
El único secreto nunca desvelado por su parte era de naturaleza muy personal. Por discreción, jamás había querido descubrírselo a Antonio. Él entendía que ese hecho le confería cierta autoridad o cierto poder mientras estuviera en su posesión exclusiva. Se había propuesto guardarlo hasta el extremo en que lo pudiese necesitar como un talismán. Durante esa misma velada que iba a tener lugar, se convencería de que los pormenores de la anécdota (no dejaba de ser en el fondo más que una anécdota, creía él, aunque muy íntima) nunca deberían salir de su boca. Por respeto al amigo actual que antaño (¡hacía ya tantos años!) no dejaba de ser para él más que un absoluto desconocido. Esto bien entendido.
La propia vida era la responsable de semejantes casualidades. El mundo era un pañuelo. Lo cierto era que Paniagua le había enseñado un día en que estaban charlando solos en la Sociedad, en un momento de debilidad sentimental, una foto de su esposa tomada en su juventud. La llevaba permanentemente en la cartera y no había sido capaz de controlarse a seguido de la confesión de que había muerto hacía poco tiempo. Él sabía que tenía la cualidad de saber escuchar, pero no se podía imaginar hasta qué punto se le iba a desmoronar el otro, cayéndole el llanto desatado por las mejillas mientras extraía de su cartera la foto para mostrársela.
Cuando él vio aquel rostro de mujer que calculaba de cuarenta y tantos años en el momento del retrato, se quedó estupefacto. Disimuló como pudo y le reconoció simplemente que era muy guapa o estaba muy favorecida en la instantánea. En aquella cara a punto de entrar en la madurez se reflejaba una niña que a él no solo no le resultaba extraña, sino que había sido una princesa en sus sueños de estudiante recién ingresado en la Facultad de Letras. Era tan evidente que se repitió mentalmente sin esfuerzo y sin quererlo el nombre y el apellido de la muchacha. Conocía con exactitud su lugar de nacimiento, sus orígenes familiares, su trayectoria estudiantil, todo lo compartido hasta que sus sendas se bifurcaron de la noche a la mañana por motivos que él nunca supo. Jamás volvieron a verse.
“Su muerte me ha roto por dentro, amigo mío”, se excusó Antonio de la profusión de lágrimas que trataba de enjugar en su pañuelo. Le apoyó su mano en el hombro sin hacer comentario alguno, pese a que él era comedido y reticente a toda muestra directa de afectos. No lo pudo evitar. Guardó el médico la estampa de nuevo en la cartera, y con ella sus recuerdos, e iniciaron sin proponérselo y de común acuerdo otra conversación menos luctuosa. En aquella ocasión, Antonio no había podido soportar su dolor verdadero. Se la había llevado un cáncer en dos meses, ante sus ojos de marido y sus conocimientos de médico. El hijo mantenía contacto regular y no muy dilatado por teléfono, era verdad. Incluso le había alegrado la vida con varias visitas desde la muerte de la madre. Otra cosa era la nuera.
Había tomado ya Cours Pasteur, miró al reloj y comprobó que llevaba andados veinticinco minutos. Se felicitó por su buena forma a pesar de que no practicaba a diario. Quiso dilatar un poquito el tiempo, unos diez minutos, se concedió, para tocar el telefonillo de la puerta en un inmueble de muy buena pinta. En estos casos no tenía por qué ser infaliblemente puntual, no quería que el amigo le tomase por un maniático (lo era, y él lo sabía), estaba dentro de lo posible un pequeño retraso de cinco o siete minutos. Serenó el paso y contempló la vía señorial y las inmediaciones del barrio lujoso en que estaba aposentado Paniagua. Bien sabía él que tiraba un poco a orgulloso de su clase y, naturalmente, el hijo no le iría a la zaga. Nunca le habría permitido que viviera en Chartrons, un poquito apartado, como él mismo. Pues a él su casa le encantaba, se autoconvenció, valía sobradamente para algo más que una familia, y su valor actual en el mercado francés sería un buen pico. No lo iba a comprobar nunca, ya se encargarían sus hijos.
Aquella niña de dieciséis o diecisiete años, que terminaba entonces el bachillerato en las Francesas, así le decían al internado, y que le había acompañado a su primera fiesta de graduación de bachiller en los jardines de su propio colegio, había sido la mujer de Antonio Paniagua más de cuarenta años. Todo ese tiempo había tenido que pasar para reencontrarse con los sentimientos evanescentes del pasado, ya huido, y con la fotografía de alguien sin futuro, porque también había huido hacia la muerte y el olvido. En efecto, pensaba él con tristeza, en su propia cabeza muy pronto se produciría un olvido definitivo. Solo en la de Antonio Paniagua no desaparecería jamás hasta que a este a su vez se le llevase la muerte.
Decididamente, por caridad, por un entrañable respeto, no le destaparía nunca al médico amigo que él guardaba unas fotos y unas primeras cartas cruzadas con aquella chica durante dos años con sus veranos correspondientes, en las que ella no mostraba interés amoroso alguno más allá de un afecto amigable y declarado. Era él quien esperaba algo más que amistad. Pero ella no mintió, fue una niña noble y no quiso hacer daño. Rubita, con cara de redonda luna, ojillos alegres y carácter sencillo y cariñoso, él recordaba ahora que tenía una magnífica voz. Le sonaba todavía en los oídos, ¡cuarenta años!, la melodía de una canción muy dulce de aquel Dyango, una canción que no había vuelto a escuchar pero cuyo título conservaba exacto: “Alma, corazón y vida”. Era una adolescente regordeta, que en dos o tres años él pudo comprobar cómo se transformaba en una deliciosa mujer, a la que invitó a aquella fiesta contra el criterio de sus amigos más cercanos para quienes la elección no cuadraba con las previsiones. Había que llevar cinco para cinco y eso tenía sus dificultades. Por una vez en su vida, y con la tozudez que rezumaba la juventud, se cerró en banda y dijo que él llevaría a la chica de la bella voz. Y lo cumplió. Cuando murió su madre y desmantelaron la casa familiar del pueblo, en una caja de zapatos dentro de una bolsa de plástico y sujeta por una goma, aparecieron cartas y fotos de varias historias con sus protagonistas femeninas correspondientes llegadas del pasado. Decidió conservarlas por un no sé qué. Agua pasada.
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Cuando pulsó el telefonillo le cogió por sorpresa una voz femenina y demasiado imperativa. “¡Suba!”, había dicho, casi como una orden que hay que cumplir con toda celeridad. Mirándose a los impolutos espejos del vestíbulo (no como en su casa, tenía que reconocerlo) tuvo un momento final de duda. ¿Quién había contestado? Antonio estaba acompañado y no se lo había advertido, luego sería un imprevisto o no tendría la importancia suficiente para impedir la visita. Impensable que se tratara de su familia ni de alguna historia estimulante para la imaginación pero absolutamente improbable conociéndole un poco. No podía volverse atrás. Acomodó un tanto su pelo, se pasó una mirada general por la indumentaria y plegó con alguna elegancia la bolsa en la que traía la botella. Frente al ascensor, vio la letra de la puerta cerrada del apartamento. No estaba muy seguro, pero se hubiera jurado que al otro lado había creído percibir una especie de gruñido. Llamó.
—¡Allez! ¡Allez! —dijo la misma voz de mujer en alto, desde dentro, a alguien o algo que vigilaba misteriosamente detrás de la entrada—. ¡Buenos días, caballero, don Antonio le está esperando! —se adelantó una presencia que prácticamente tapaba toda la entrada cuando la puerta se abrió.
—¡Buenos días tenga… tengan ustedes y nos dé Dios! —le salió una vocecita casi exangüe por el impacto visual y mental que acababa de llevarse.
—¡Amigo! ¡Amigo del alma! ¡Acércate que yo te vea! —vociferaba casi Antonio desde el interior de la sala adonde le conducían.
No le hizo falta más que un instante, ni siquiera un narrativo ralentí, pensó, que le pusiera en situación inmediata, porque el armario con bata blanca que avanzaba delante de él era, sin la menor duda, la mismísima elefanta del perro con la que había tenido unas palabras hacía un tiempo en la acera de su casa. Aguantó el terror que le producía pensar en que le reconociera, fiado de que el altercado había sucedido al anochecer, de que sus miradas tampoco se habían enfrentado tanto como para identificarse físicamente y de que no sería prudente recordar un tema tan desagradable en casa ajena. Disimuló como pudo, su agudeza psicológica le decía que en la cara de la mujer no había percibido síntoma alguno de haber sido reconocido. No le daría más importancia, tenía que olvidarse de eso para mantener la tranquilidad con su amigo. El único cálculo que no había realizado es que el perro que se desgañitaba a ladridos en este momento, ese sí le había olfateado.
—¡Venga ese abrazo, queridísimo Juanito! —le recibió Paniagua con los brazos abiertos desde el sofá, con una familiaridad excesiva.
—¡Amigo Antonio! —contestó él escuetamente tendiendo a su vez la mano e intentando resultar ostensiblemente efusivo, más que nada para que lo percibiese la elefanta: ¡Él era amiguísimo del médico! ¡Por si acaso!
—Pero ¡siéntate, por favor, sin protocolos! —le señaló un enorme butacón de cuero que se diría dispuesto y a la espera en exclusiva para él—. ¡Bien, bien, bien! Pero ¿qué cumplidos son estos? —señaló la botella forrada de papel de regalo que él acababa de sacar de la bolsa y de ponerla sobre la mesa con una sonrisa enigmática de ofrecimiento al médico—. ¡Este Juanito, pero este Juanito! —repetía mecánicamente el médico mientras desembalaba con pulso tembloroso lo que se delataba bien a las claras por la simple forma—. ¡Hombre, hombre, hombre! —exclamó por fin con grandes aspavientos y miradas por encima de las gafas a la etiqueta del caldo, subiendo y bajando alternativamente la cabeza para leerla.
—No es más que un detalle por abusar de tu amabilidad profesional, Antonio —quiso recordar él a lo que había venido.
—¡Srta. Desirée! ¡Srta. Desirée! —llamó el médico a voces.
—Le recuerdo, Antonio, que usted no puede beber alcohol —dijo la aparición en el marco de la puerta del salón. Y en ese momento, él se dio cuenta de que había metido la pata trayendo inocentemente, precisamente, ese regalo.
—¡Un día es un día, mujer! —cortó Paniagua ufano—. Perdona, Juan, no te había presentado a la srta. Desirée —señaló—. Este es un buen amigo, más que un amigo, y bien merece hacerle los honores. Precisamente tenía yo reservada…
—Usted no puede beber, Antonio —cortó tajante la elefanta.
—¡Puñetas, se podrá hacer una excepción! ¡Digo yo!
—Usted, no. Su hijo ha sido muy explícito.
—¡A la mierda mi hijo y sus órdenes y sus prohibiciones! —montó en cólera Paniagua—. ¡Usted trae aquí ahora mismo dos copas porque yo se lo mando!
A buena hora se le ocurrió vocear. Plantada en los umbrales de la estancia, la elefanta ni se inmutaba, pero la fiera canina alertada por el evidente tono de amenaza y de irritación surgió del pasillo hasta situarse junto a las piernas de su dueña, para lanzar desde allí un escándalo mayúsculo de ladridos babeantes, y lo peor de todo era que el perro, perfectamente reconocible y reconocedor, parecía dirigirlos con ojos desencajados hacia él. Por fortuna, la giganta le impedía avanzar cruzando delante su pierna elefantiásica y pidiéndole con su voz de mando que se estuviera quieto y se calmara. ¡Cuánto la temería el perro que no osó poner una pata dentro de la habitación donde estaban! Pero por la misma razón, ¿qué no sería capaz de hacer a la orden imperiosa de ataque por parte de su ama?
—¡Bueno, hombre, Juanito! Conque un Beaujolais, ¿eh? —se calmó también el médico un poco—. ¡Ayúdame a levantarme, haz el favor! ¡Estas putas piernas! —le tendió la mano y tiró hasta que consiguió incorporarlo—. ¡Un momento, Juanito! —le dijo y se fue con paso lento y vacilante por el pasillo por donde él había entrado.
—¡No te molestes, en serio…! —no acertó a decir él otra cosa.
En unos segundos oyó otra vez voces al fondo de la casa, ladridos de perro y entendió perfectamente que Paniagua mandaba a tomar viento fresco a la asistenta, al perro, a su hijo, a su nuera y a todo bicho viviente, incluida alguna blasfemia que hasta ahora él no hubiera imaginado en boca de un morigerado galeno. Cerraron la puerta de la cocina, presumiblemente, porque las voces se atenuaron, y él aprovechó esos momentos para recorrer con la vista la estupenda librería que adornaba una de las paredes laterales, frente a donde estaba sentado. Se veía sin esfuerzo que eran básicamente libros técnicos de medicina y de arte, por sus tamaños y encuadernaciones. No le pareció prudente levantarse y comprobar cuánto había allí de literatura. Y ante todo, no le pareció respetuoso aunque se moría de ganas por acercarse a las fotos enmarcadas y diseminadas por las estanterías. Solamente girando el cuerpo sobre el sofá podía admirar un cuadro enorme y magnífico de la que había sido la esposa del médico. En este era ya una mujer a punto de hacerse vieja, una mujer en la que se notaba inmediatamente que la había abandonado la salud.
Se cerraron de golpe varias puertas, se oyó algún ladrido más ya suelto y se percibieron los pasos cansados que volvían. Antonio apareció triunfante y feliz alzando dos copas y un descorchador en una mano, y colgado a su cuello un fonendo.
—¡Autoridad, Juan! Quieren convertirle a uno en prisionero de su propia casa —dejó las copas en la mesita baja de cristal y se dejó caer de nuevo con cierta dificultad en el lugar donde antes había estado sentado. Allí procedió a descorchar y a servir con sumo cuidado las dos copas.
—No te conviene excitarte, Antonio. No tiene tanta importancia —le intentó hacer comprender que no se sentía agraviado.
—Esta osa es enfermera en la Policlínica de Burdeos Norte. Mi hijo se las ha arreglado para contrartarla durante unas horas a la semana para mi atención sanitaria, ya ves. Como decirle a un médico que no sabe cuidar de sí mismo. Y otros dos ratos por semana viene una amiga suya a prepararme la comida. En eso mi hijo no se descuida, sabe echar muy bien las cuentas. Y más, la que vive con él.
—No hables así, amigo —se sintió repentinamente solidario en la emoción—. Yo también estoy asignado a la Policlínica Norte, ahora que lo recuerdo, mientras terminan la nueva del Este. Supongo que es bueno tener allí a alguien conocido.
—Esta chica no es mala, pero mejor es que te ponga yo una inyección si lo necesitas. Todavía no se me ha olvidado —se rió—. En una ocasión la he pinchado a ella —soltó una carcajada e hizo un gesto de abrir los brazos con una amplitud desmesurada, que él entendió perfectamente.
—¿Qué te parece el vino? —le preguntó.
—¡Excelente, Juanito! Aunque me muera esta misma noche. ¡Excelente!
—Creo que será suficiente con una copita, ¿verdad, Antonio? Tampoco quiero ser yo el inductor, ya me entiendes…
—Querido amigo —le cortó el médico—, te acabo de decir que me importa muy poco todo lo que pueda venir de aquí en adelante. Hablo en serio. Es la mala circulación de mis piernas la que me complica la vida y el buen riego de mi cabeza que, por desgracia, paradójicamente, me hace ver muy claro. Pero dejemos el asunto. En cuanto a mi hígado, funciona todavía perfectamente, nunca he abusado en demasía de la bebida ni lo haré hoy para tu tranquilidad. Solo pido un poco de margen que me sirva de…, como te lo diría, de sedante o de desahogo. No estés preocupado, Juan, no te importunaré con mis partidas de ajedrez… —calló y bajó los ojos.
—En realidad soy yo el enfermo —quiso animarle un poco—, soy yo quien necesita consejo médico, ¿recuerdas? ¡Venga, Antonio, ánimo! —lo dijo con un tono de franqueza que inmediatamente hizo reaccionar al médico.
—¡Vamos a ver! ¡Acércate aquí, hombre de Dios! ¡Aquí, más cerca! ¡Ábrete la camisa y súbete la camiseta! ¡Qué personaje! ¿No te asas con camiseta con el tiempo que está haciendo?
—¡Déjate, que yo siempre he sido muy propenso al primer catarro de la temporada! Creo que mi madre me arropaba tanto, tan pronto como cambiaba la estación, que me hizo débil para aguantar el mínimo frío.
—¡Bah! ¡Mírame a mí! La americana y debajo la camisa, y nada más. Más adelante, una gabardina para salir. ¡Tose, por favor! ¡Tose! ¡Calla!...
—¿Bien?
—¡Calla! ¡Inspira! … ¡Respira! Otra vez, ¡inspira! … ¡aguanta! … ¡respira!
—¿Bien? —le inquirio con cara de pánfilo porque le pareció ver el gesto preocupado del médico.
—Bien, no, Juan. Tienes una bronquitis crónica pegada por dentro, para que nos entendamos, que te resta capacidad pulmonar y a saber qué daño te estará ocasionando en el pulmón. ¿Por las mañanas acumulas mucha mucosidad y esputos?
—Sí, suelo toser hasta que suelta la garganta, pero se pasa enseguida.
—No deberías fumar más, hazme caso. No te lo diré dos veces. Sé que pasas de la cajetilla diaria y estás en una edad muy peligrosa.
—¿Estoy mal? —le volvió a inquirir aterrado.
—Hasta donde yo puedo ver, tienes lo que te he dicho. Si quieres hacerte unos análisis para quedarte más tranquilo, es decisión tuya. Si no tienes síntomas extraños de cansancio, de adelgazamiento sin motivo, u otros similares, no creo que sea una cuestión urgente ni preocupante. Habla con Desirée y prepara una cita en la Policlínica, ¿te parece?
—¡No, Antonio, con ese monstruo no quiero saber nada, sinceramente! Ya me acerco por mi cuenta y si no la veo, mejor.
—En fin, tampoco es grave. Deja de fumar y vida saludable, que por lo demás ya sé que eres muy ordenado. Y ahora, brinda conmigo —le propuso levantando la copa con aire optimista—. Todavía estamos vivos. ¡Salud!
—¡Salud! —repitió él y se dio cuenta que ya iban por las tres copas terciadas.
Por lo tanto, no había pasado una hora y habían rematado prácticamente la botella. Antonio insistía en que no podía hacerles daño si estaban bien cenados, como era el caso. Le preguntó de todos modos si quería comer algo más. Ciertamente que había previsto la situación y había tomado una porción mayor de queso, una rebanada generosa de paté y tres piezas de fruta. Eso no quería decir que el caldo estuviera empapando bien por dentro, porque a partir de un cierto momento comenzó a notar una cierta flojera en la risa, compartida con Antonio, que variaba más entre lo cómico y lo trágico, cosa que a él le resultaba molesto porque no tenía esa facilidad para cambiar de registro.
En un momento, tras la exploración, él le había adelantado que quería estar en casa no mucho más tarde de las diez, pues se acostaba pronto sistemáticamente para cumplir su horario de escritor. Paniagua se mostró de acuerdo, teniendo en cuenta, le dijo, que la srta. Desirée también terminaría a esa hora su cometido, y porque él mismo tampoco solía acostarse mucho más tarde. De todos modos, si decidía por una casualidad muy grande, subrayó el médico, pernoctar allí, no existía el más mínimo problema para ello. Es más, el médico le retó a dejar que la srta. Desirée se marchara para revivir ellos dos solos los viejos tiempos de estudiantes con otra botellita que tenía guardada para ocasiones especiales. Se dio cuenta de que le estaba tentando a quedarse hasta altas horas o toda una noche entera de confidencias, algo que verdaderamente le aterraba y le seducía simultáneamente, por llegar al fondo de lo que encerraba Paniagua. Y que con dos copas más saldría, presumiblemente, catapultado en un vómito que él esperaba no estar ya para presenciarlo. Era muy tentador pero le dijo que le agradecía su amistad, que a las diez se marcharía.
Eso dio pie a que el amigo acelerase su necesidad de confidencias, y eran sus ganas tantas que llamó a la srta. Desirée y por aquel día le rogó que los dejase solos y casi casi la ordenó que abandonara el apartamento. Recogió ella sus cosas con gesto chamuscado, seguramente pensando en comunicarlo al hijo de Paniagua cuando tuviese ocasión, y se acercó a despedirse ya sin bata y con una pequeña chalina por los hombros. Traía al perro atado, pero este no pudo remediar enseñar los dientes siempre en la misma dirección. Con gran alivio de los dos amigos, la elefanta y el perro se dieron la vuelta, se oyó cerrarse la puerta y Antonio se frotó las manos de satisfacción. Sirvió otra copa y prometió que sería la última.
Continuaron con una charla amena, ciertamente, porque el médico se interesó por lo que él escribía. Adoptó un tono misterioso porque no sabía muy bien qué decir ni cómo explicarlo. En realidad, no había nada que explicar. Aludió a algunas técnicas novedosas y renovadoras en literatura, lo envolvió con algunos nombres que no le sonaban al amigo y casi ni conocía él mismo más que de oídas. Era complicado, concluyó diciéndole, porque pretendía una obra total, integradora, un proyecto demasiado ambicioso quizás para su talento. Así de humilde se lo dijo al médico, que le animó y no quiso abundar más porque no había entendido nada y todo lo que oía le resultaba extrañísimo, seguramente, como la persona de quien procedía. El caldo, por otro lado, también surtía sus efectos y ninguno de los dos tenía excesivas ganas de entrar en complicaciones de ningún tipo.
Brindó de nuevo Paniagua por esa mujer de bandera que tenían en el cuadro de la sala sobre sus cabezas. Le pidió a él que se levantara para verla despacio y de cerca. Cumplió con el deseo del anfitrión alabándole su hermosura, un poco exageradamente para ser sinceros. Algo en los ojos quedaba impreso, o quería verlo así, de la niña que él conoció. Antonio le dijo que el cuadro había sido pintado cuando ella ya había muerto y que tenía como modelo una foto que él la tomó cuando le comunicaron confidencialmente que ya estaba desahuciada por la enfermedad. Hizo un alto y se limpió los ojos con un pañuelo. Él se temía que la conversación tomara un giro de ese tipo y miraba de reojo la media hora que todavía le quedaba de permanecer allí.
Pero Antonio Paniagua no quería sinceramente refugiarse aquel día en el dolor, al menos con la obstinación de otras veces, porque el vino levantaba en él sensaciones más tendentes a compartir recuerdos con el amigo allí presente. Lo que no pudo evitar fue hablar de su hijo, con serenidad, lo cual fue de agradecer. Le sobrevaloró su amistad antes de ponerse confidente y le dijo que pocos amigos tenía como él en la Sociedad, un rebaño de solitarios y de infelices, eso eran la mayoría y eso le confió con el corazón en la mano.
La nuera le había comido la personalidad al hijo, le insistía, que nunca había tenido demasiada, también era verdad. Paniagua le había iniciado en otras ocasiones con algunas pinceladas sobre este asunto, la verdadera piedra clave según lo que él sospechaba, de sus amarguras familiares. Lo expuso antes de lo esperado y con una claridad que a él le pasmó. No la habían tragado desde el primer momento, ni él ni su mujer, porque carecía de todo estilo y de ninguna clase. Desde el primer día que entró en casa y vieron la dependencia afectiva y material de su hijo hacia aquella lagarta (así la llamaron siempre en la intimidad, le dijo, con una risita malvada), no pudieron soportarla en presencia, cada reunión familiar, y aun menos en ausencia, cuando la revestían en su mente con toda clase de minusvaloraciones.
“Hay que ser más espabilado en la vida”, le decía refiriéndose a su hijo. La culpa la tenía su madre, que le había malcriado con esas ideas absurdas de “una buena chica”. También ella, su madre, había tonteado durante un tiempo con un pelagatos, así, literalmente, poco antes de conocerle a él. Se habían carteado, según confesiones posteriores de la madre, cosa de poco, una amistad de esas que se funda en la caridad y en la pena. “Un don nadie, amigo Juan, no llegué a conocerlo, por lo visto no tenía donde caerse muerto”, concluyó brutalmente. Él se quedó atónito, paralizado en sus respuestas, solo escuchaba sin dar crédito a las palabras del médico, que no podía imaginarse que estaba hablando con ese “pelagatos”, como acababa de decir.
“Tuvimos que pagar la boda al completo, imagínate”. A continuación despreció a la familia de la nuera con expresiones que sonrojaría pronunciar a cualquiera. “Ni para darnos un nieto ha valido”, se quejó con soberbia. “Todo nos lo deben a nosotros, el piso de Madrid donde vivíamos, el primer coche que los regalamos y prácticamente los ahorros de toda una vida. Para dejarme aquí empantanado, tirado como una colilla, enfermo y solo. ¡Qué asco de vida!”. Se detuvo en sus rencorosas quejas, apuró de un trago lo que quedaba en la copa y remató su discurso envenenado diciéndole que para eso “era mejor morirse de una jodida vez”. “Hemos sido una familia que no nos hemos querido nunca, Juan, tal vez no hemos sabido hacerlo bien, pero ya no hay remedio que valga”.
Él no supo si despreciarle o compadecerle. Sentado allí y disminuido por la enfermedad, en esos momentos le inspiraba un patetismo poco solidario. No sabía si había sido buena idea conocer las intimidades del médico, más que nada por lo que entendía que le quedaba por aguantar en lo sucesivo. Se encontraba tan a disgusto que debió notársele en la cara. A partir de un momento, hasta el médico seguramente comprendió que se había excedido en sus apreciaciones y que era conveniente dejar un tiempo por medio para no abrumar más a su interlocutor. Por eso no puso impedimento cuando él manifestó su propósito de retirarse ya. Fue una despedida ofreciéndose ambos la mano de una manera un tanto seca. Paniagua ni siquiera se levantó del sofá. Se disculpó por sus limitaciones físicas y cuando él cerró la puerta del apartamento a sus espaldas, se imaginó que seguía allí, embebido en recurrentes pensamientos de funesto rencor hacia su hijo, su nuera, con la vida, con la enfermedad y con la muerte que se había llevado a su esposa.
Ya en la calle, tomó el camino de vuelta sin ninguna prisa, consciente de que hasta las doce de la noche era su tiempo de libertad. Nada tenía que hacer sino pasear y pensar. Y fumar. Prendió con avidez un nuevo cigarrillo, pues había permanecido dos horas sin probarlo. En cierto modo, la tragedia de Antonio Paniagua se parecía un poco a la suya, ¿por qué iba a privarse del placer de fumar? A fin de cuentas, cada uno tenía su día señalado. Fumar le serenaba. También él podía concluir que para vivir de aquella manera mejor era morirse, y el tabaco se presentaba como un buen compañero y una inmejorable ayuda. Solo que él, a diferencia del médico, todavía conservaba algunas ilusiones en la vida: su libertad, su salud y su obra. De momento. Y de lo que estaba completamente seguro era de que él no adolecía de los prejuicios clasistas ni de los deseos vitales insatisfechos de Paniagua. Por lo menos, no los padecía en tal grado.
Metió una mano en un bolsillo y con la otra sostuvo el cigarro, levantó la cabeza mirando al tranvía que se alejaba delante de él y continuó su camino de vuelta, libre de otras preocupaciones que no fueran levantarse al día siguiente a las ocho en punto de cronómetro. Llevaba encima un toque achispado que le producía, no sabía bien por qué, un efecto de envalentonamiento, de chulería despreocupada y despreciativa hacia las miserias de los pobres mortales que no habían sabido tomar una decisión extrema como él. Se sentía tan echado para delante que si hubiera tenido a Aline a su lado habría sido descarado con ella. ¿Por qué? Tampoco en esto quiso pararse a pensar mucho. Él estaba solo pero muy a gusto.
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06/10/11
¡Por fin se casó la Duquesa de Alba! Ayer fue la noticia del día. Esta mujer admirable no deja de sorprenderme hasta en el diseño del vestido que lució, rosa, floral, romántico y alegre, de Victorio y Lucchino. Lo romántico no tiene que reñirse necesariamente con la alegría de vivir, lo romántico son dos movimientos consecutivos de ascenso y descenso, y ayer estábamos de lleno en el primero. En el siguiente no hay que pensar ahora, ya llegará. Cayetana sigue siendo un homenaje permanente a la vida.
Algo tendrá el agua cuando la bendicen. Que hablen de uno aunque sea para mal. El amor mueve montañas. No creo que haya habido un solo sitio de reunión social ayer donde no se haya tratado este asunto. Interesa masivamente. Desde mi madre, la Melcho, que tiene curiosidad por saber cómo era el vestido y la puesta en escena de un hecho tan singular (habrá seguido las noticias televisivas con cien ojos), hasta el mismo Rey de España, que ha tenido que dar su plácet, inicialmente poco favorable a la boda. En este giro de la opinión real está cifrado, veo yo, todo un secreto de la manera de tratar las cosas de la grandeza, por no decir los asuntos de Estado. No exagero.
Naturalmente que interesa también muchísimo a la gente culta, los compañeros del claustro de profesores, por ejemplo, que tratan de encarar con una actitud burlona la suficiencia con que perciben esta como muchas otras cosas. Nunca se permitirían tomar esto en serio, sería como caer muy bajo su encumbrada inteligencia, públicamente lo toman como una bufonada. En mi opinión hay que penetrar más en el trasfondo de las cosas. A mí me pone malo este disimulo que ya se manifestó con la boda de los príncipes. Se trata de hacer ver que son temas intrascendentes, que es hablar porque no hay más comentario en el día, un pasatiempo entre clase y clase. Para mí, es historia.
Cayetana representa, en primer lugar, los límites de la grandeza. El Rey no podría permitirse lo que ella ha hecho sin grave riesgo de la institución que encarna. ¿Podemos imaginar a la reina de Inglaterra viuda de ochenta y cinco años y pretendida públicamente por un hombre salido de la nada, de sesenta? Esta parcela de libertad ganada, problablemente le haya costado a esta mujer estupenda más de doscientos años en el decurso del título que ostenta. Con su actitud lo que hace es ganar terreno a la libertad que históricamente le ha faltado a su condición. “El Rey no puede hacerlo pero yo sí”, parece gritar orgullosamente. Y así es, en efecto, aunque necesite simbólicamente la aprobación de don Juan Carlos, que también habrá seguido los acontecimientos con fascinación, conociéndole en su imagen pública, y habrá concluido por decir tan campechanamente como él mismo acostumbra y lleva por gala en su persona: “¡Sí, mujer, sí, lo que tú quieras!”. En todo caso habrá sido una decisión mucho más sencilla que el visto bueno a la boda del Príncipe con doña Leticia. De momento parece a todas luces que fue un acierto pleno. ¿Por qué no lo va a ser esto de Cayetana?
El meollo de la cuestión de la boda ducal, sin decirlo, es el interrogante suscitado sobre los motivos de la boda, o sea, ¿es una boda por amor? Porque lo primero que sorprende es la edad de la enamorada. No es de extrañar que sus hijos y el Rey hayan aconsejado probablemente que lo ideal sería que la pareja se hubiera conformado con vivir juntos. No hacía falta matrimonio legal y sacralizado. Pero ella es una mujer inteligentísima, una mujer de arriba abajo, y actúa demostrando que lo que siente por este hombre es exactamente lo mismo que hubiera sentido o sintió por otro cuando tenía veinticinco años. No actuar de la misma manera significaría ante ella misma (probablemente Alfonso lo hubiera aceptado) reconocer palmariamente que ya no posee la capacidad de amar, y por ahí Cayetana no va a pasar nunca. Es Aries, es carácter, es fuego y ariete (sé lo que digo porque tengo una hija en casa con esas prendas, nacida también un veintiocho de marzo). Cayetana ama locamente a este hombre por la razón que sea, es decir, sin ninguna razón aparente, como es el amor de verdad, y trata de demostrarlo en cada paso que da, aunque sea el último. No va a renunciar a la libertad de amar por el hecho de ser una mujer anciana ni por el hecho de ser la Duquesa de Alba. Está en su condición y es una conquista de su tradición.
Esta duquesa es la número dieciocho. Hubo otra que hacía la número trece, que solo vivió cuarenta años. Su comparación en la manera de afrontar el amor arroja datos muy interesantes. Mª. Pilar Teresa Cayetana, la de Alba, nunca hubiera podido amar así de libremente a un hombre, su estatus social nunca se lo hubiera permitido, de hecho esa fue una de sus grandes tragedias personales en mi opinión. Para amar de verdad tuvo que recurrir a la clandestinidad de su vida privada. Es posible que por su cama pasaran algunos nombres de actores, toreros, artistas o políticos, siempre bajo la condición de provisionalidad, de amor canalla y pasajero (en algunos casos, puede que auténtico, a partir del momento en que se quedó viuda). Sin embargo, no podía hacerlos públicos oficialmente, por mucho que estuvieran en boca de todos de forma oficiosa.
Esta duquesa de ahora sabe tanto de sus antepasados que no está dispuesta a ceder un solo paso hacia atrás en los logros conseguidos. ¡Cuántas veces habrá mirado en el Palacio de Liria el primer cuadro que de aquella mujer también muy especial hizo el pintor Goya! Querer a un hombre sencillo, a alguien sin sangre noble o azul, también se ha convertido ya en un avance en las monarquías, a veces con costes que han llegado al bochorno. Pero ya no es visto con malos ojos por el principal garante de las vidas de la gente de arriba: el pueblo, la gente de abajo. ¡Un juez terrible cuando llega la ocasión y se vulnera la propia ley a que el mismo pueblo ha sido sometido! El pueblo entiende que cada cual tiene sus gabelas por mor de su condición de sangre y cada cual debe atenerse a ellas y respetarlas. El pueblo puede aceptar la injusticia social o no percibirla como tal, pero capta inmediatamente los gestos de aplicación de la ley del embudo.
Por tanto, el “poderío” de la actual duquesa está en su persona. Los sevillanos lo han entendido a las mil maravillas, arropando el acontecimiento y pagando en algunos casos cantidades de vértigo por echar un vistazo a los protagonistas desde lugar preferente. De la misma manera que le están muy agradecidos porque son avispados y entienden que el nombre de su ciudad correrá por las linotipias e imágenes de todo el mundo, una posibilidad de llamada para hacer negocio, tampoco nos engañemos. El Palacio de las Dueñas ha metido en fiesta a toda la ciudad. Cayetana ha cultivado su imagen popular y cercana concediendo algunas imágenes de cara a la galería, como sus bailes por rumbas o por sevillanas. Esta mujer es un portento incluso en sentido publicitario. Nada queda fuera de su intuición de casta para agradar al pueblo y ponerse un poco maja o manola o chispera. A todo el mundo hay que darle lo suyo, parece pensar por su forma de hacer las gracietas oportunas. La Cayetana del XVIII también sentía este tirón populachero y la gente bien que se lo agradecía, si exceptuamos algunos desencuentros como las revueltas por privar a la gente de las huertas públicas donde se mandó construir su palacio, que intentaron quemar en alguna ocasión con gran congoja por parte de una duquesa que se sentía muy unida al pueblo y no se esperaba semejante reacción de la gente. No calculó bien en aquella ocasión el límite de sus ambiciones.
A los privilegios de su grupo social podemos llamarlos “posibilidad”. Nadie como un grupo tan selecto y regalado por la historia, la alta nobleza, para permitirse el lujo de permeabilizarse y entrar en contaco por arriba, con los reyes, y por abajo, con el pueblo, que en otro tiempo se llamó sencillamente el “tercer estado”. La boda hace ya muchísimos años, en los setenta, con el exjesuita Aguirre, significó para mí un paso en este sentido. Se mezclaba entonces con alguien notorio del “segundo estado” por su condición de exreligioso y de intelectual sobresaliente (¡y de izquierdas!) y tampoco se ahorró antaño declaraciones atrevidas en público como que hacían el amor todos los días, por si alguien había pensado que era una pareja nacida del interés, o sea, un par de beatos o de pacatos. ¡De eso nada!, pareció salir al paso la Cayetana de armas tomar. Cayetana, repito, se ha casado las tres veces por amor.
No por ello hay que entender que en algún momento esta señora ha perdido la cordura sobre el estado en que se halla elevada. No ha cometido un solo error contra las tradiciones, condiciones y ostentaciones de los muchísimos títulos que posee. En ningún momento ha perdido el rumbo entregando el timón de su enorme fortuna a un advenedizo o recién llegado, por mucho que pueda amarlo. Ninguna mujer caería en tal simpleza de amor (concedamos que haya alguna excepción), pero mucho menos ella que siempre se ha caracterizado por tener la cabeza bien puesta a la hora del reparto de su herencia: justamente, en esta misma hora, acabamos de verlo. Por edad, por oportunidad y por generosidad, ha obrado como corresponde a su nobleza. La salvedad que hay que poner en el caso de su hijo Jacobo puede que tenga carácter de matiz. En todo caso, ahí sí, parece haber pecado por extralimitarse verbalmente, no era necesario hacer eso tan evidente. Tampoco el aludido debería haber faltado a la boda, antes podrían haber encontrado una salida de conveniencia. No sabemos a ciencia cierta, solo imaginamos, a qué se refiere la señora duquesa con los improperios dirigidos a la nuera, pero no los aplaudimos en ningún caso, solo por haberlos escenificado en público.
Su “posibilidad” como grupo social preponderante explica también el respeto a la tradición de la Casa de Alba en sus relaciones con personajes señeros del mundo cultural. Doña Cayetana sigue adorando a su exyerno, Fran Rivera, algo que en principio también descoloca en el sentido de que lo esperable sería que mostrase orgullo de casta y retirase la palabra a quien está separado de su hija. ¡Pues no! Al contrario, reconoce públicamente su cariño por el torero y ha sido de los principales invitados a su boda. Junto con su hermano Cayetano, otro torero guapo a quien la duquesa le ha diseñado este año el traje de luces para la corrida goyesca en Ronda. Los Rivera parecen ser conocedores también de su historia pública y ejercen el papel que los corresponde, algo que sin duda apreciará en todo su valor doña Cayetana. Los Rivera también me parecen gente muy formal, me caen bien, quede muy claro.
Pero la mayor concesión de todas, la máxima muestra del perfecto conocimiento que esta mujer tiene de su función histórica y social, la ha demostrado implícitamente en su boda al permitir emparentar su casa con un simple hidalgo, la condición más baja del estatus nobiliario, que a mi entender representa perfectamente el ahora ya marido legítimo. Porque no ha escogido al azar a Alfonso Díez, pienso yo, no es cualquiera este hombre también muy especial, como trataré de explicar un poco más adelante. Cayetana no va buscando en las cumbres de su edad ni a un gigoló ni a un señor de compañía ni al amor ideal. Busca cerrar el círculo de su vida sin importarle que se unan la más alta nobleza con la más baja, haciendo caso a su corazón, en una conjunción perfecta de sus recíprocas necesidades. Ahora lo veremos cuando hablemos más al detalle del hombre elegido.
Quienes me parece que han cortado la línea de tradición histórica en la Casa, referente a matrimoniar, han sido sus hijos, lo pienso con total honestidad y respeto hacia la familia. Excepto Eugenia, que casó con el torero y se estropeó el matrimonio por lo que fuera, el resto de componentes ha elegido libremente, es cierto, pero al margen de ese invisible hilo de continuidad del que estamos hablando. Conviene decir que tampoco por emparentar con la burguesía, por muy acaudalada que esta sea, se sitúa alguien en continuidad con la tradición. Deben cumplirse unas características, pienso, sutiles si se quiere, casi imperceptibles, concedo, pero deben existir. He pensando muchas veces que Cayetana habrá lamentado en su interior, silenciosamente, esta falta de perspicacia en sus hijos y de coherencia con su título.Y esta consideración afecta más que nadie a su hijo Jacobo, el editor, y curiosamente el agraviado en el reparto de la herencia. Pero llegados aquí, me callaré como una tumba. ¡Ya está! Gabilucho: ¡Mutis! Todos tenemos derecho a saber cositas, como mi admirado y envidiado Jaime Peñafiel.
Hay un tercer aspecto que complementa y completa los dos de los que vengo hablando. Es la significación de Cayetana de Alba como poder. En este caso, al margen del que supone su inmensa fortuna, se limita a la función de ostentación en el mejor sentido de la palabra. Quiero decir que su desvinculación de la política es manifiesta, como no podía ser de otra manera si tenemos en cuenta que ni el mismo Rey entra en funciones de gobierno, ¡cuánto menos una duquesa! En el siglo XVIII todavía podríamos llegar a plantearnos si la de Alba fue más o menos influyente para inclinar la balanza a favor de Carlos IV y su valido Godoy, o por el contrario, concedió su apoyo a Fernando VII. Nada de esto queda claro documentalmente como no sea en ficciones novelescas como la de Larrea. Venidos a nuestro tiempo, hoy por hoy su poder consiste exclusivamente en la trascendencia mundial de todo lo que atañe a su persona y a su casa en el nivel de lo meramente publicitario y propagandístico. Ya se ha visto con su boda y no es poco.
Por lo tanto, se reúnen en Cayetana tres factores que hemos llamado “poderío”, “posibilidad” y “poder” que conforman el verdadero sentido de su noble casa en nuestra época, a saber, ejercer una función simbólica en la estructura social, menor y por debajo del Rey, y mayor y por encima del pueblo, una función intermediaria heredada históricamente y que ella sabe poner en valor con sus actuaciones en la práctica de la vida diaria. No olvidemos la repercusión directa de sus inmensas posesiones en inmuebles sobre todo históricos, de la Fundación Casa de Alba, de sus extensísimos terrenos de cultivo mantenidos y mantenedores de numerosas familias, de sus bibliotecas y colecciones de arte, de su contribución personal y directa a un folclore que reporta por donde se mueve jugosísimos beneficios, etcétera. Se podrá opinar que esta fortuna heredada tiene luces y sombras (su cesión del castillo de Coca o la alta subvención cobrada de la PAC), pero nadie podrá negar que se trata de una riqueza viva para España. La mayor parte de la nobleza pasa desapercibida, Cayetana de Alba, en su mejor tradición histórica, no deja a nadie indiferente. No importa que su sangre no sea la misma que la de la XIII duquesa que murió sin descendencia: los orígenes escoceses de su apellido delatan el cambio de linaje de los de Alba de Tormes por los de Berwick. No importa. Quien observa atentamente descubre el hilo invisible y mágico que une a las dos duquesas en un mismo destino histórico. Cayetana Fitz-James Stuart es una mujer libre en lo personal de su corazón, justa con el grupo nobiliario al que pertenece y representativa para la sociedad entera. ¡Chapó!
Alfonso Díez Carabantes es un hombre bueno, se le ve a la legua. Es de la buena gente de la Calle Mayor de Palencia, presumo, donde rodó Bardem la película titulada precisamente “Calle Mayor”. Cualquiera sabe que hasta hace muy poco toda España era una calle Mayor con soportarles para poder pasear guareciéndose de la lluvia. Y cuanto más pequeña era la ciudad y más provinciana y más levítica, más importante era su calle Mayor por donde circulaba todo el tránsito humano y animal y rodado, en un discurrir familiar (todos se conocían), de saludos apresurados, levantamientos de sombrero, enarcamiento de cejas, parabienes de un momento al paso y charlas seniles algo más demoradas y bulliciosas hasta rematar en la pecera o casino. Esto es algo que el genio de Bardem lo captó inmejorablemente resumiéndolo en un saludo correspondido: “¡Buenos días! y ¡Buenos días!”. Muchos nacimos en los años cincuenta, con el desarrollismo impulsado a última hora por Paca la Culona (se lo llamaban los amigos de mili): unos a principios de los cincuenta, como Alfonso, y otros a finales, como servidor. En mi caso, no en Palencia, sino en la Esgueva vallisoletana, que también tenía su Calle Mayor o similares, por supuesto.
En un principio, la alcurnia del apellido Díez queda más que probada en la heráldica al uso, pero tan abundante y tan antiguo es el “hijo de Diego” que cualquiera puede serlo. Por tanto, no nos da pistas. Hasta uno mismo es Díez por descendencia del abuelo Melchor, que lo traía de segundo, aprendiz de jifero en su infancia y descendiente de pecheros desde tiempo inmemorial. Venido a algo finalmente con una pequeña explotación agrícola bien saneada. “¿Tenemos, madre?”, preguntaba yo de niño. “No debemos”, contestaba la Melcho. Digamos pues que no nos ilumina mucho el árbol genealógico contar con este apellido. Pero ¡ojo!, no quiere esto decir que no nos hinchemos como pavos de orgullo, cada cual con los padres y abuelos que le hayan tocado en suerte. La sangre tira como una maroma.
Medrano es topónimo de Logroño, pueblo que hemos visitado de pasada para tomarnos una foto con el cartel indicador de la localidad. ¿Quién se resistiría contra estas nostalgias? Montero es segundo apellido de mis hijos y he notado que lo pronuncian en su familia materna con la misma vanagloria que yo pronuncio el mío. Hace muchos años, cuando yo era tan joven que aún no entendía nada de nada, una prima carnal mayor que yo y mucho más avispada me repetía con insistencia, ante mis alardes de ser un Medrano por línea directa, que ella se apellidaba Álamo, que tampoco estaba mal. Me lo reiteró unas cuantas veces para que cayera en la cuenta, pero ¡nada! Entonces, además de joven, yo era mucho más tonto de lo que me creía. La edad ayuda mucho a limpiar bobadas de estas. Hoy creo más que nunca que cada cual es hijo de sus obras. Entre otras cosas porque tengo amigos apellidados Cuesta, Gómez, Montes, Villar, Antonio, Ortega, Bores, Perezagua, Vélez, etcétera. Y a cada uno le suena su apellido estupendamente al oído, ¡faltaría más! Un picotazo de esta tontería lo hemos padecido todos, lo inteligente es curarla a tiempo.
¡Hombre! Un problemilla surge cuando por despiste o por confusión inducida o por ganas de dar el tártago, un hijo te dice que él quiere apellidarse primero por el de su madre y después por el tuyo. Aquí hay que echar el resto, pero con mucho cuidado, que no se note que te están comiendo terreno y estás que revientas. Primera opción: lo más inteligente es plantear al hijo que no existe problema para el cambio, pero que si lo cambiamos unos, lo cambiamos todos los españoles por ley. Ahora hablo en serio, no me importa lo más mínimo que se anteponga el apellido materno, siempre que no se convierta en una opción individual que derive en unaTorre de Babel o en un cachondeo. Segunda opción: comunicar al hijo que conviene esperar porque tú mismo estás pensando prescindir de los cuatro primeros apellidos que hasta ahora te han adornado y sustituirlos por otros que te parezcan más interesantes, como Pichabrava, Memo, de la Cerda y Cacas. En efecto (debes mantener muy dignamente la postura) estos serían los elegidos y necesitas un poquito de tiempo para establecer su orden exacto.
En fin, que hay gente que se derrite de tontería por adornarse la firma o por añadirse un enlace al apellido para darse lustre. No me considero de esos. Sin embargo, entiendo que a poco que se rasque, detrás hay algo. De entrada, el reflejo de la poca cosita que eres, tu complejo de inferioridad. Y detrás de ello suele seguir lo que se denomina “los García, de los García de toda la vida”, es decir, la pretensión de proceder de gente de abolengo. Esto lo conocemos muy bien los castellanos y me imagino que en otras partes no será muy diferente. En cuanto los ancestros de los que hemos perdido la memoria por no haberlos conocido, los bisabuelos y de ahí para arriba, juntaron cuatro carros de terruño porque las circunstancias más que la valía personal así lo permitieron, alguien de los herederos comenzó a repetir en cualquier conversación aunque no viniera a cuento aquello de que “porque tenemos” y “porque podemos”. De aquí a considerarse gente de posibles no hay más que un paso.
No he conocido amigo con quien haya departido algún tiempo seguido en la intimidad, que no haya acabado alguna larga sesión de confidencias con “¡Huy, majo, yo vengo de gente… no te vayas a creer, mi bisabuelo era rico! Lo que pasa es que luego, con las reparticiones…” Quiero esto decir que en algún momento de la historia familiar, los “orianales” (anales de tradición oral, ¡cómo suena!, pero así los he llamado en otras partes) nos proporcionan datos de que alguna vez en un pasado no remoto fuimos lo que ahora no somos, que en el panteón de nuestros mayores hubo alguien que con muchos sudores y miserias juntó cuatro tierras, un corral con huerto y dos cochinos más cuatro gallinas (también un perro, para que comiese las sobras y no se perdiese nada).
Y alguien se creyó “algo”, en el mejor estilo hecho pregunta de Miguel Gila. A renglón seguido, algún espabilado arengó en algún mitin: “¡Agricultores!, ¡Ganaderos!, ¡Propietarios! ¡Lo que tenéis es vuestro, vuestra propiedad es sagrada y nadie os la puede quitar! ¡Defendedla por encima de vuestro cadáver!” Y Maurino, un pobrecito que se encontraba presente escuchando, dijo en voz alta: “¿Y yo, que me va a dejar mi tía Baldomera el palomar de los Olmos cuando se muera, que en paz descanse…? ¿También yo soy propietario?” “¡Tú el que más porque ya lo eres moralmente!”, le contestó sin vacilar el mitinero. La anécdota es literalmente cierta y del acervo común de Valdemedio. De Castilla para arriba está llena de esta cuadrilla que viene de gente de posibles, arengada para que hagan bulto y terminen siendo carne de cañón de la retaguardia donde se oculta la verdadera gente de posibles. Que no son tantos, claro está.
Por supuesto, uno no es la excepción. También a mí me contó mi padre que venimos de gente pudiente. Uno de sus bisabuelos también atesoraba entre sus bienes muebles, a la hora de testar, sesenta mil pesetas y una yegua blanca. ¿Adónde habían ido a parar?, me devanaba yo los sesos pues había pasado la edad del uso de razón, e incluso alguna vez le retruqué a mi padre. “¡Oye, las cosas de la vida!”, me dio por toda respuesta. ¡Nos ha jodido mayo con las flores! En definitiva, que a nosotros no nos había llegado nada de eso o se había repartido mucho o se lo gastó algún despilfarrador atravesado en la familia. O se quedó con todo el hijo más sinvergüenza, variante esta última también muy manida en las historias escuchadas con enorme paciencia a los amigos de abolengo. Su padre había sido un inocente, un buenazo y se quedó a tuli. ¡Venga ya, hombre!
A los castellanos de pro nos encanta tener alguna cosa de estas que contar. Creemos que nos confiere más carácter de auténticos castellanos viejos. No me imagino yo a un pasiego o a un berciano hablando de estas cosas a las claras y en alto. Sin duda también atesorarán hechos similares en el silencio de sus memorias. En silencio, esa es la diferencia con nosotros. Es lo que un historiador creo recordar que llamaba hacer alarde “de los míseros blasones”, la condición del hidalgo. Para entender esto bien hay que conjugarlo con aquella petición suplicante que le hacía su esposa al rico más rico de mi pueblo hace tropecientos años: “¡Déjame comer hoy todas las alubias que quiera!” De estos ricos estoy hablando, de barba atrasada, de pelliza raída y zapatos deslustrados. Recordaré otra vez lo que decía aquel amigo: “Rico de pueblo y caballo que come hierba, puta mierda” Es el rico que mató al gato porque calculó que le empeñaba en una perra gorda diaria. De esta condición somos y nos creemos que somos.
Aquí en Castilla (en la Esgueva también) y de aquí para arriba, casi todos nos consideramos gente de cuna, vamos, de cuna prestada y finalmente regalada por el amo al obrero, como la que le proporcionó el señor Máximo a mi abuelo cuando nació mi madre. Una cuna, por cierto, que sirvió luego hasta para mis hijos y que por ahí anda guardada como oro en paño. El señor Máximo era bisabuelo de José Luis, mi casi hermano, alcalde actual de mi pueblo. ¡Tú sí que eres de cuna, Jose, valiente! Tengo que añadir que afortunadamente los dos pudimos estudiar en uno de los mejores colegios privados de Valladolid, el Lourdes, lo llevamos a gala y en nada empece mi prioritaria defensa numantina de la enseñanza pública en convivencia con las otras, por supuesto. Espero que la cuna cuya última mano de pintura de mi madre la volvió azul celestial, sirva en alguna ocasión para mis nietos. ¡Jose, cabronazo! ¡Cómo te quiero! ¡Qué valiente eres! ¡Cómo une la vida a los amigos cuando se han hecho las primeras pajas juntos! Me refiero al lugar, cada uno haciéndose la suya, no mezclemos: amigos amigos, pero el burro en la linde, ¿verdad, Jose, majo?
¡Ay, esta España mía, esta España nuestra! ¡Qué barbaridades no se habrán perpetrado aquí por cuestiones de sangres! Una tierra de paso donde han convivido sangres tan diferentes y tan efervescentes casi siempre las unas contra las otras! ¡Ay, qué país de animales, de gentes que se han matado como perros por motivos de sus sangres! ¡No me extraña que en algunas ocasiones aquí se confunda la gente diciendo que es “de pedigrí” a quien es “de clase”. ¡Como animales! Total, por ignorar la mínima ley natural bien constatable en los animales, o sea, que cuanto más cruce de sangres, mejor para la raza. ¡Ay, país arrancado de la feroz sangre de los godos! Vasallo de Roma y enemigo de Arabia, ¿quién lo entiende? Cristianos y católicos a machamartillo, que destrozan a pedradas los relieves de los judíos en un pórtico románico porque son los malos. “¡Cuidado, hijo puta, que has dado a la Virgen, apunta mejor!” ¡Qué majos!
Si los Díez y los Díaz son de sangre probada y solar conocido, los Carabantes son menos numerosos pero no menos ilustres. Aunque en principio suenan como a franceses de origen, como los Garrachones, Belinchones, Matés, etcétera, tengo entendido que este apellido también tiene su topónimo en el norte, en Soria o por ahí. No podía fallar, las ejecutorias de hidalguía durante la Edad Media proliferaban en el norte como setas. ¡Quién no quería ser del estamento nobiliario, aunque fuese cola (o culo o caca) de león? ¡Hasta el mismísimo don Quijote, oriundo de por allá abajo, lo aireaba y lo ejercía! No hay más que consultar en internet, me apuesto algo antes de comprobarlo, para enfrentarse a toda una plaga de Carabantes que habrán florecido con la primavera de las bodas ducales.
Desconocemos (pongámonos cronistas) la historia familiar de los Díez Carabantes palentinos, tal vez gente acomodada de un negociete floreciente en su día o gentes de desahogado caudal procedente de profesiones liberales. De los Carabantes de Palencia, de toda la vida, vamos. Hemos oído que el patriarca era popular, respetado y querido en la ciudad. ¡Buena gente, de seguro! El objeto es que Alfonso vino a funcionario estatal mondo y lirondo, uno de tantos como el que suscribe e hizo vida desde siempre en Madrid. Un aspecto que llama la atención de este buen hombre es que parece que no tiene pasado, más allá de sus idas y venidas después del trabajo entre la tienda de anticuario de un hermano y el cine u otras inquietudes culturales similares. Levantar acusaciones sobre una anterior vida oscura, como alguien ha querido hacer, sería ignominioso. Su conducta, sus relaciones con gente fina, sus aficiones, parecen reflejar al perfecto ciudadano anónimo, un prodigio de discreción perdido en la gran ciudad, la normalidad absoluta.
Y cuadra ciertamente con la imagen que transmite de hombre que se ha atrevido a pretender a la mismísima Cayetana Fitz James-Stuart. Cuando le hemos visto con el chaqué color perla en la boda, siempre en su papel de perfecto caballero andante y acompañante, nada nos ha sorprendido de especial sino el encumbramiento del perfecto hombre gris del que está enamorada la Duquesa. Un poco soso tal vez, la sosura seria del castellano clásico, en comparación con la marchosa vitalidad de la Duquesa. Alfonso es muy probable que sea poco bailarín o de un estilo de vida poco deportivo, su perfil es el del hombre que disfruta con la vida tranquila y el ambiente refinado. El ambiente bullicioso aunque exquisito, si es que no son antitéticos, da la impresión de no ser de su agrado. Lo que transmite a simple vista es la psicología de un hombre acostumbrado a ambientes de silenciosa paz, de convencida paciencia y de imaginativa esperanza.
“Castellano viejo” le dice en un artículo Luz Sánchez-Mellado con atinadísima puntería. Ahí sí, exacto, por sus venas nadan desde siempre las ínfulas o culebrillas de sus pretensiones de hidalguía, como en cualquiera de nosotros los meseteños. Es de suponer en él una educación barnizada al menos de clasismo, estimulada de admiración constante hacia los de arriba, de fundamentos políticos y religiosos esperadamente tradicionales, con las garantías de una buena preparación básica o de bachiller en los Baberos si no hemos leído mal. Otra de las lagunas que echamos de menos es esta precisamente. ¿No tiene estudios superiores?, porque se hubiesen aireado en la primera línea de su currículum, pero este hombre corrientón ni eso presenta con un carpetazo sobre la mesa, ni su propio currículum, ¿por qué?, ¿no lo necesita?
Él pasea un figura de hombre tirando a alto, plantado, nos parece, bien parecido y algo retocado, con maneras, y deja desprenderse de ello que no necesita más para sus intereses. Tiene un tantín de galán en su presencia, tiene percha, de ahí ha sacado seguridad para saludar a una duquesa a la puerta del cine. Es hombre suficiente para entrarle a una duquesa, no todos valemos para ello, la mayoría reculamos o miramos de reojo si coincidimos con alguien así, y mucho menos abrimos conversación presentando nuestros respetos a quien conocimos de circunstancias hace treinta años y ya no hemos vuelto a tener ni una sola palabra de relación. Él sí, él se atreve a eso, porque un estímulo íntimo muy potente le conduce a ello.
A él le seduce, presumimos por lo dicho más arriba, la grandeza, y en su presencia y en su cercanía se encuentra bien. Se vuelve a su vez seductor pues se muda en los ojos inocentes y bellos del pueblo cuando se alzan ante las potestades, y por eso resulta espontáneo y sincero. Un hombre como él, cuando saluda a uno de los grandes, siente que se engrandece y cultiva y lo conserva y lo cuenta, esto sí, como un título más que añadir a su currículum personal en sus relaciones sociales. Quiere que se sepa y se diga que está muy bien relacionado. Es más, con un poco de valentía, es el mundo al que se considera con derecho innato a pertenecer, otro mundo más bajo que ese no le cuadraría psicológicamente ni lo aceptaría.
Por eso no nos sorprende que hasta sus sesenta años se haya mantenido célibe, siendo un individuo con evidentes posibilidades de conquistar a una mujer, excepto por un toque de anticuado que tiene en su personalidad. Su sentimiento elitista, pensamos, no le dejaría satisfecho con una buena chica trabajadora de tipo medio, no, el provincianismo matrimonial inculcado desde niño le haría sentirse observado y disminuido en sus aspiraciones. Por la calle Mayor de Palencia tienen que ver y saber que uno va bien acompañado, que está bien relacionado, que ha dado un buen braguetazo incluso. Como no podía ser menos tratándose de quien se trata y viniendo de la familia que viene, los fulanos de tal y tal, de la calle Mayor de Palencia, de toda la vida de Dios, hija mía. Algo de esto vemos.
No es inhabitual que buenas personas (en ningún caso estoy criticando, quede claro) de estas hechuras mentales tengan un toque algo arcaico, algo demodé, rudimentario, que los presenta ante el pensamiento y la sociedad políticamente correctos de una forma un poco extravagante, los dibuja como personajes de otra época, tirando a raros puede decirse en algún caso. No son atractivos para el común, pero pueden serlo para lo fuera de lo común. Nuestro hombre tiene la parla un poco tosca, suena a pueblerina, lo hemos oído decir y alguna de sus frases hemos oído personalmente. No es que hable incorrectamente, al contrario, es muy correcto, pero el tono y algunas expresiones dicen pasadas de moda, son de un hombre que no ha recibido el aggiornamiento necesario. Un poco como esos tíos solterones que todos hemos conocido y que ven con cara rarísima el comportamiento, los dichos, las vestimentas, etcétera., de los sobrinos a los que visitan una vez al año y de quienes se llevan la cantidad de materia de crítica necesaria para que llegue hasta el año siguiente. Los sobrinos, en cambio, se quedan con algunos “palabros” o expresiones de los tíos para materia ocasional de risa. Alfonso dice cosas como que “para seguir a esta mujer hay que atarse los machos” o similares, sintaxis inalterada desde que la oyera en boca de su abuela probablemente o de sus padres. Es en todo caso, una caracterización lingüística de alguien un poco impermeable al cambio.
Se compadece esto a la perfección con Cayetana, que dice que “ya se han dado cuenta del calibre de hombre que es”, otra metáfora en plan antigualla gramatical. Solo estas meras coincidencias tomadas de oídas y al paso, nos hacen pensar que sus caracteres están en buena sintonía, se entienden en la base. La diferencia de edad en ellos no significa nada más que Alfonso mantiene muy buen aspecto a sus sesenta años y Cayetana es una todoterreno de edad indefinida y aspecto que trasciende lo físico por su innegable simpatía y desparpajo.
A esas edades, la conjunción de los cuerpos es un asunto menor por mucho que se haya especulado con chascarrillos de mal gusto. Hay una ternura oculta y solo discernible con paciencia en el deseo de los cuerpos huidos, como la hay en el cuerpo de los deseos huidos, bien lo sabemos algunos porque la vida no perdona y generalmente es dificilísmo contarlo. También es novela. No obstante, si hubiera que apostar por alguien, nosotros somos de Cayetana, una hembra como ella le puede a Alfonso en el primer asalto. Y se lo pedirá, ¡cómo no! Si se ha comportado con él en lo afectivo como si fuera una joven de veinticinco años, también le requerirá con un ardor equivalente. Porque tardamos mucho en comprender que no todo es sexo: en estado esencialmente puro, el sexo es el beso. Y nosotros vemos que la Cayetana de ochenta y cinco años es una pasión que no ha renunciado a los besos, como ya lo predicó con el anterior marido y porque el que tuvo retuvo, y hoy mismo en una cafetería hemos podido presenciar los comentarios de quien miraba la portada del Interviú con admiración hacia el cuerpo de esa mujer todavía muy deseable cuando contaba cincuenta y tantos años. Lo que no entendemos es quién hace negocio de esas imágenes anacrónicas e interesadas.
Alfonso responde por su pinta más a un casto José. En su mentalidad sobre este asunto, adquirida al calor de las haldas de las abuelas, hermanas y madre, con la presencia excepcional de alguna chica del servicio junto a los fuegos de la cocina bilbaína en el riguroso invierno palentino, seguro que pesa más la idealización y la divinización de la mujer que su condición de eva mordisqueando una manzana. Nos aventuraríamos a imaginar que sus primeros rostros hermosos hasta la perfección pudo presenciarlos en el cine de Teófilo Ortega, de allí tomaría sus primeros modelos de mujer. Dicen que es un cinéfilo empedernido, salvedad que de entrada no nos parece ni positiva ni negativa, hay que esperar a ver el efecto que surte en cada uno. Conoció a Cayetana a la entrada de un cine, tenemos entendido. Él mismo ha confesado su admiración por Ava, por Liz y por Cayetana, son los modelos de su vida y esto quiere decir que es un fantasioso en el más noble sentido de la palabra y que ha hecho realidad sus sueños con la última de esas damas, aunque la haya conocido muy tarde. Es igual, el amor siempre llega en hora oportuna por más que no lo esperemos y nos desvele. En materia de placer, el amor es capaz incluso de satisfacerse solo, no hay que preocuparse. “Dilige et quod vis fac”, decía San Agustín, “Ama y haz lo que quieras”, mandato punto más poderoso que las propias palabras del Cristo: “Amaos los unos a los otros como yo os he amado”. A nosotros nos lo parece así. El amor es energía desatada y hay que confiar en que sabe ofrecer alimento a la cantidad de codicia exigida por los cuerpos siempre que se necesite. No envejecen los ojos ni el corazón.
Un excesivo folclore ha distorsionado lo esencial de esta boda, para nosotros tan interesante, de la XVIII Duquesa de Alba. Alfonso y Cayetana son dos necesidades que se han encontrado en el momento exacto de sus vidas para complementarse. Eso también es el amor. Quizás Alfonso había ya renunciado a la mayoría de sus sueños y se estaba transformando en el funcionario con barba de dos días que acude consuetudinario y somnoliento a su trabajo, con la espalda encorvada y la cabeza gacha a la espera de una jubilación inmediata. De repente, se encontró con su quimera. Tal vez Cayetana estuviera declinando en su carácter inmarcesible, dolorida en la silla de ruedas y muy sola de alma en la vastedad de Liria o las Dueñas. Halló su caballero andante.
Que la boda y la tornaboda y todos los días que van a seguir en lo sucesivo supongan para ellos nuevos días esponsales. Nosotros admiramos en igual medida que muchos a la Casa de Alba. Su Duquesa XIII nos desencuaderna desde antiguo, aquella Cayetana también se ha instalado ya tan dentro de nuestros sueños y desvelos que en ocasiones seguimos con curiosidad los avatares de la vida de Eugenia, la niña de esta última Duquesa, por si tuviera impregnada su persona con un poco del misterio de los Alba. Aquella María Pilar Teresa Cayetana fue mujer de complicados adentros y, por tanto, para un artista, un filón y una tentación de perderse. ¿Lo vio así el maestro Goya? Puede que la última representación de la Casa ofrezca una imagen demasiado kitsch. ¿Quién puede juzgarlo con total clarividencia? Lo cierto es que en aquella Casa se encierra lo peor y lo mejor de cada casa, de nuestras propias casas, de nuestras pretensiones solariegas de hidalguía, de nuestros sueños blancos y negros, de nuestra historia, de España.
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09/10/11
La vida de un escritor es escribir por encima de todo, no hay descubrimiento en ello. Pero sí digo que yo la he evitado siempre. Por lo menos, la del escritor de novelas. ¡Es un coñazo! Cuando llega un fin de semana como este, por ejemplo, y en casa te dicen que no hay ninguna salida programada, ni visita de nadie conocido, ni celebración familiar ni amistosa a la que asistir, y además sabes que hasta el veintiuno de los corrientes en que pondrás un examen a los de segundo de bachillerato la programación va sobre ruedas, y sabes que no tienes compromisos políticos tampoco, cosa rara porque estamos a las puertas de unas elecciones generales; cuando estás relamiéndote de gusto porque vas a contar con casi tres días completos para ti solo y para tu peregrina literatura, algo se tuerce. “No tenemos que salir”, me dice esta mía, “porque el niño juega aquí el domingo, en el poli, y la niña casualmente no juega este fin de semana”. Me lo dice con expresión en la cara de evidencia (“¿estamos, bobo?”) y de ser ella muy listilla y yo el que no se entera. Lo habitual.
Quiérese decir que debo acudir, como mínimo, el domingo por la mañana a presenciar el partido. Perdón, miento, porque a última hora me comunicaron mediante un mensaje de móvil que debía acudir a un comité local el viernes por la noche. ¡Ay, qué tonto!, olvidaba que el sábado por la mañana tuve que atender a unos muchachos que me llamaron por teléfono y que quieren que los case dentro de tres meses (soy concejal, no lo olviden ustedes). O sea, que en última instancia tuve que rechazar la posibilidad que venía meditando de acercarme a comer a Piña el sábado con mi tío Lorenzo el curilla, única excepción que pensaba hacer en todo un larguísimo fin de semana a mi sola disposición. ¡Como me sobraba tiempo…! Porque en días sucesivos, el del Pilar habrá que acompañar a la Guardia Civil en sus actos protocolarios y el próximo sábado celebrar el cumpleaños de mi suegro, y así…
No ha quedado ahí la cosa, porque hoy mismo que escribo, ya domingo por la tarde, también se ha trastornado el plan inicial con un imprevisto: mi señora pensaba llevar a una amiga al tren a Santander y a última hora esta señora ha encontrado viaje y le ha llamado a la mía para decirle que no hacía falta que se molestase, que ya aprovechaba el viaje obligado con otra amiga. Y, claro, la mía me ha propuesto que demos un buen paseo después de comer, mientras aguanta el solillo. ¡Mejor!, pienso yo, así a las cinco puedo ponerme a escribir hasta la hora de cenar con un poquito de suerte. Bueno, primero se ha acercado a tomar un cafetito mi cuñado Iván y hemos estado charlando un rato con él (A ver si de una puta vez podemos salir a las cinco, pensaba yo, que no es que no aprecie a mi cuñado, es que tengo que escribir). Por fin hemos dado un paseo… accidentado… ¡una mierda de paseo!
Ha venido la ola repentina de frío y en cuanto me pilla los cuádriceps me muele, ya me conozco de otras veces. Seguramente sea porque tengo sobrecargados esos músculos de la caña que me he metido los últimos días por aprovechar lo que queda de temporada con buen tiempo, el caso es que me ha pegado el primer airón en las piernas esta misma mañana y lo he acusado. Cuando llegaba a medio paseo con mi socia ya iba notando que no podía seguir de los calambres. Me ha tenido que dejar abandonado y medio paralítico a un lado del camino, al solito, sentado en unas piedras, tipo lagartija, y se ha marchado a por el coche para volver y recogerme hecho una caca. En este momento tengo unos dolores que no los han podido ocultar dos ibuprofenos. Prácticamente me valgo para subir y bajar a mi buharda a continuar con mis cosas, o sea, ¡a escribir, hostias!
¿Qué cuándo escribe uno? ¡Ah, no sé! Que lo digan los profesionales. Por mi parte, tengo que sacar tiempo hasta de los ratos inexcusables de soltar el vientre. ¡Ya dormiremos mañana! ¡Ya leeremos esto mañana! ¡Ya cagaremos mañana! Así anda uno. Yo no soy Martinito, que tiene todo el puto día libre para pasear por la campiña inglesa con su bicicletita y leerse completo el “Herald Tribune”.
El viernes me compensó porque lo tengo establecido desde hace mucho como día de asueto. Esos vinos y esas tapas que nos tomamos los compañeros del PSOE después de charlar un ratito en la agrupación me saben a gloria. Durante el verano cerramos la sede, así que lo retoma uno en octubre con más ganas. Nos dejamos ver por los bares más frecuentados, lo cual siempre es bueno como imagen ante la gente, y abrimos el partido si llega el caso a lo que pueda surgir sobre la marcha y se añada en las conversaciones de bar, porque a la sede no acude nadie que no seamos los militantes.
Para ser del todo sinceros, aguantamos dos o tres vinachos, después estamos como changarros. Algunos es que no conseguimos acostumbrarnos y eso que nos gusta y lo mojamos con alguna tapita. Yo es que me pongo loco a partir de los dos vinos, y eso que es vinito bueno. Mucho hablo habitualmente pero excitado por unos vinos canto la traviata y chicharreo por los codos. No entiéndo cómo me aguantarán. Lo malo es que llega uno a casa y tiene que cenar solo y como ciego, mirando a la tele sin ver ni oír nada. Alguna picada de tortilla de patata entra por la nariz por falta de puntería. ¡Vale, vale, exagero! Ciertamente, después de eso me entra una modorra invencible y tengo que irme a la cama, por muchas ganas que tenga de triunfar: me duermo como un fardo. De escribir, no digamos, ¡impensable! No acertaría a posar los dedos en el teclado.
Con el dolor y la incomodidad de las piernas no pilla uno el hilo ni se va deslizando como otras veces hasta entrar en trance: centrado, concentrado y fluido en el teclado como en un piano con la partitura sabida, o con ella a la vista guiándote de las sugerencias apuntadas en el cuaderno de notas. Hoy he tardado en arrancar por este motivo. Es la vida del que escribe, yo no sé hacerlo de otra manera. Cualquier aprendiz de escritor debería pensar en esto: que escribir es poner una palabra y seguir, lo demás hay que tenerlo previamente, me refiero a la cosa o la idea general de la cosa sobre la que vas a tratar. “Rem tene, verba sequuntur”, en la novela al contrario que en la poesía. Para ser novelista hay que tener un mundo hormigueando en la cabeza, un cosmos personal e imaginario, y a seguido hay que poner cualquier palabra o anécdota de ese mundo y tirar para delante, pues el mundo se explica desde cualquier punto cardinal y desde la más humilde atalaya.
Es así en esencia, luego cada uno tiene sus trucos, escribir no es un oficio para cualquiera. Llenar páginas y páginas con coherencia y gracia solo está reservado a unos cuantos señalados. El arte de escribir es imposible de entenderlo en su dificultad si uno no se ha sentado frente a un teclado y se ha dicho que debe explicar una cosa que le va a ocupar posiblemente quinientos folios, o sea, que al final es posible que haya escrito una novela. ¿Ha probado usted, señor, a hacerlo? ¿Quiere sentarse después de comer con un cafetito humeante al lado y un buen cigarrito e intentarlo? ¡No, amigo! ¡No se siente en el sofá frente a la tele! ¡No coja el mando para ver una carrera de coches! ¡Conduzca usted mismo en ese rally! ¡Tiene que escribir una novela! ¡Venga, a su despacho, a darle a la tecla! ¡Vaya pensando lo que va a poner! No le sale nada, ¿verdad? ¡No le sale de los cojones! Claro, porque usted, amigo, no tiene cojones para una aventura como esta, de sus cojones no sale más que aguadija, le faltan a usted suficientes cojones y buena leche para preñar a la fantasía. ¡Vaya usted a tomar por el culo, caballero, y mire a ver si puede echarle a la que tiene ahora mismo fregando los platos un polvo en la siesta! Pero un polvo sin imaginación, que es lo que usted echa normalmente. ¿Sabe por qué? Porque para echar verdaderos polvos con la imaginación debería escribir literatura o al menos leer algo de literatura. ¡Hágame caso! ¡Comience a valorar este oficio y compre un libro! ¡Deje de ver la tele! ¡Compre mi libro!
¡Acompañar al chaval al partido de baloncesto es sagrado! ¿Quién se atreve a fallarle de esta manera? Desde principio de semana me lo viene preguntando todos los días: “¿Vas a ir a verme el domingo?” Esta se sonríe a lo zorrona (con perdón de la jurisprudencia que sobre la palabra pueda existir) y espera mi respuesta porque sabe que el chaval me está poniendo en un brete. Mi amor de padre lo que menos quisiera es crearle un trauma, pero un traumaza de los grandes si no voy a verlo jugar. O sea, a mí el baloncesto, y todo el resto de los deportes inventados por el ser humano me la pela. Voy obligado por esa tontería del pensamiento políticamente correcto que nos lleva a creer en que el apoyo a los hijos es una cuestión decisiva en su desarrollo psicológico y en su madurez.
Y sí, pero no a cualquier precio. No me imagino a mi padre cuando yo tenía trece años estimulando mi vocación de escribidor dejando el tractor y viniendo a mi lado con cucamonas, entre otras cosas porque mi padre no sabía de dónde salían los libros con cierta concreción, como mi abuela Teo preguntaba de vieja que de dónde salía el calor en casa: no veía la lumbre. Nada se me ocurriría a mí recriminar por tal carencia. Será por eso por lo que jamás seré un escritor de verdad, ¡porque estoy traumatizado! Más significativo es que mis propios hijos me hayan visto escribir a diario desde que han nacido y se la sude. ¡No sé si te ha ocurrido a ti, hermano escritor, decirle a un hijo que lea tres páginas y te dé su opinión sobre algo que acabas de niquelar, incluido un asunto en que explícitamente aparezca algo referente a tu familia Te manda directamente a la mierda. Tengo que consultárselo alguna vez a algún diarista, a Trapiello, por ejemplo.
Le digo a la mía que a veces creo que estamos tiranizados por los hijos, vivimos a expensas de sus caprichos: primero es su partido de baloncesto y después, si hay tiempo, nos ocupamos de nuestras aficiones, vocaciones y hasta obligaciones (alguna vez he tenido mucho que corregir y lo he interrumpido por asistir al dichoso partidito). Lo llaman amor de padres y algo de cierto debe de haber. Yo por lo pronto he decidido negociar con ellos y plantearles que esta temporada pienso acudir a la mitad de los partidos (su madre asiste a todos por gusto, hasta se pone de mesa en algunas ocasiones y no le importa). Posiblemente cuando juguemos fuera de casa porque me brinda la ocasión de pasar el día juntos, comer por ahí, leer un rato cuando diluvia en invierno, oculto en rincones o aparcamientos de grandes superficies… Y me permite escribir un poema en un banco público o en un bar al calor de un café caliente (¡pena de cigarrito!), perdida la vista por la cristalera que registra el paso de la gente, esa película del mundo entero a cámara rápida o lenta, depende. Esto me encanta, en estas condiciones se puede salir con ellos y aguantar un poco la turra mañanera del encuentro deportivo.
La fuerza de la costumbre hace que uno se vaya interesando poco a poco y comprendiendo los fundamentos del juego, con lo cual comienza a disfrutarlo. Yo me resisto todo lo que puedo y a veces me niego, abro el periódico y leo descaradamente evadido de lo que sucede en la cancha. El chaval mío tiene costumbre de alzar los ojos cuando mete una canasta y a veces me pilla enfrascado en el papel, no siempre. De todas formas he pillado un truco que me funciona de maravilla, una especialidad del que está fuera de juego y tiene que disimularlo. Cuando oigo que la gente a mi lado aplaude, es decir, los gritos, vítores y silbidos de los padres de los otros jugadores de nuestro equipo –y los zambombazos de nuestro manolo cerverano– me levanto enseguida del asiento con el periódico sujeto entre las dos manos y lo alzo en el aire como una banderola, de manera que el mío se cree que al menos estoy a las dos cosas. Y si tengo el periódico en una mano y él es quien ha encestado, con la otra le hago el ok bien ostensible o la uve de victoria. Me he convertido en un experto de la hinchada local. Cuando le digo a mi chaval que iré a todos los partidos de fuera o a casi todos, le noto que me lo agradece y que se sentirá muy motivado cuando me vea en las gradas (eso me aseguran otros padres). Por eso me contesta muy emocionado: “¡Haz lo que te salga, papá!”. “¡Claro! ¿Es que no o entiendes?”, me dice esta mía, “¿o te crees que al niño le gusta ver que están los padres de todos menos el suyo?” Iremos cuando podamos, me rindo. No vaya a pillar el trauma.
¡Qué partidazo el de esta mañana de domingo! No me acuerdo cómo hemos quedado pero he advertido que todos chillaban y se alegraban mucho. El mío ha metido lo menos seis canastas, alguna he visto por casualidad. Ahora le llamo la atención con un silbido muy fuerte (se me da muy bien) que estoy seguro que reconoce entre todo el griterío. Lo hago varias veces distribuidas proporcionalmente a lo largo del partido. Miro un rato si está él en cancha (si no, al periódico, aunque también dedico un ratito para encomiar el juego de los compañeros con algún berrido y aplauso delante de los padres, que siempre gusta), espero a que haya una jugada en que da un buen pase o coge un rebote o mete canasta y chiflo varias veces hasta que le veo que se alegra porque sonríe. Así, distribuida la motivación con mucha inteligencia, quedo bien en la mayoría de los partidos. Estoy aprendiendo a dosificar y llegará día en que con cinco o siete minutos bien distribuidos habré sido el padre perfecto de un hijo deportista.
Al mío le gustan los deportes por vivir, sale a su madre, el baloncesto sobremanera, cumpliéndose así mi ilusión y reparándose mi trauma de escritor frustrado que esperaba resarcirse de su negra bilis con los hijos. Seguro que me sale un tío tan bueno como Pérez Reverte, me decía yo entonces, cuando eran chiquitines y les recitaba poemas sentados sobre mis piernas y les permitía jugar al desorden con mi biblioteca y hasta babearme, rasgar y joderme alguno de mis tomos favoritos. Alguna hoja de las obras completas de Neruda, en papel biblia, se tapiñó la chiquitina en algún arranque de hambre voraz. Y el mayor, que yo recuerde, hizo de puñal con un boli Bic y anduvo un rato que me levanté a atender el teléfono asesinando el teatro de Lorca publicado en Aguilar. ¡La madre que los parió! ¡Angelitos!
También me han reportado algunas compensaciones a mi psicosis de padre en permanente fracaso escritural. Nunca me olvidaré en toda mi vida de algunas anécdotas tan tiernas como irremediablemente poco significativas, como el tiempo se ha encargado de demostrarme. Siendo muy pequeño Andrés (estaba comenzando a hablar con lengua de trapo) pertenecía yo al grupo de teatro “El Globo” de Aguilar e hicimos una serie de recitales poéticos por toda la provincia, dentro de un programa de actuaciones de artistas aficionados promovido por Diputación. Ensayaba yo muy fervorosamente “La muerte de Antoñito el Camborio”, de Lorca, a veces ante el espejo, por verme la jeta inspirada y a punto de entrar en éxtasis gitano. Otras veces era el “Romance de la luna, luna”, que todavía me pone más y me eleva a cimas de guiñar un ojo algo ladeado, como Manolo Escobar, cuando dice aquello de “¡Ay, cómo canta la zumaya!” Pero lo más de lo más era el poema del toro de Miguel Hernández en “El rayo que no cesa”.
Esperaba yo todos los días el momento de afeitarme después de la ducha como una bendición del cielo. Abría la puerta del baño para que se disiparan los vapores calientes y entraba en calentura poética, apostado frente al espejo con la toalla enredada a mi cintura cual bailaora flamenca: una Rocío o una Pantoja era yo. Y en un momento de duende alzaba yo la cabeza a golpe de flequillo hacia atrás y dejaba estirarse los endecasílabos desde mi boca como matasuegras (aunque no era tiempo de ello). Marcaba la rima con rabia, pausas métricas de contenido aliento y daba un remate a la anáfora final, para chuparse los dedos. Aparecía brujuleando el jodido niño por las inmediaciones del excusado, se conoce que notaba que papá hablaba solo y eso solo lo hacían los niños como él y los tontos. Se paraba un poquito a la puerta con cara curiosona, escuchaba la cantinela un día sí y otro no, algo se le iba pegando de la musiquilla y de algún gesto sobreactuado de transida emoción. Observaba mi cara rasgada por un dolorido sentir y por la cuchilla de afeitar desnudándome de espuma y de barba, y se conoce que algo le iba impresionando. Uno de los días estaba yo con el Camborio en la boca y con el hijo a la puerta del baño. Dije: “con una vara de mimbre/ va a Sevilla a ver los…(me interrumpí)”. “Togos”, continuó una vocecita de cristal a mi lado. Percibí el milagro, seguí: “Sus empavonados bucles/ le brillan entre los…(silencio)”. “Ogos”, acudió la voz cristalina. Y así hasta dar fin al romance. El mamón se sabía todas las palabras finales que hacían rima asonante. Como hombre, pasmeme. Como padre, quebreme. Como poeta, ganome.
Yo le decía que cuando le preguntasen por ahí cómo se llamaba que dijera, naturalmente, su nombre. Que cuando le dijesen en mi pueblo que de quién era, contestase que era un Gabilucho. Y que si alguna vez le preguntaban qué iba a ser de mayor, dijese sin pensárselo un segundo que poeta. Esto hacía mucha gracia y el jodido se había dado cuenta de que la concurrencia lo celebraba con risas y se animaba él solo buscando ocasión sin ton ni son: “¿Sabes lo que quiero ser de mayor?”. “¿Cuál, majo?”. “Poeta”. “¡Ni más cojones, majo!”. De tanto repetirlo al final se dio cuenta de que terminaba perdiendo la gracia. Quizá por eso desde su más tierna infancia concluyó que la poesía era aborrecible al poco de practicarla. No me quejo, conserva la costumbre de dedicarle un soneto todos los años a su madre por su onomástica. “¿Ves? – le dice – todos de once sílabas y con rima”. Su madre los va clavando con chinchetas en un pequeño santuario que tenemos en nuestra alcoba, como la Virgen María guardaba en su corazón las cositas que se le ocurrían a su Niño Jesús. “No lo hago yo ni en un año”, me dice a mí la mía muy orgullosa del suyo. “Ya, reina mía, pero es que salen a su padre”, aprovecho yo el tirón. “¡Hombre, tú!”, me dice solo pero no me quita la razón del todo. Está convencida de que lo suyo no es lo poético. Y yo me río por lo bajines porque para mí ella es la mismita luna que cantaba Lorca: “La luna vino a la fragua/ con su polisón de nardos/ el niño la mira mira/ el niño la está mirando”.
La que ha salido con el don es Irene, se lo digo muchas veces para convencerla y darle ánimo: ya que el primero me falló, a ver si a la segunda va la vencida, porque tercera no habrá, a no ser que encuentre sin buscarlo al verdadero ángel de mis sueños que llevo persiguiendo toda la vida y me decida a ser padre en la jubilación. No creo, no por la edad sino porque cada día va uno viendo más claro que los ángeles no existen, los sacamos nosotros de nuestras pobres cabezas para poblar el mundo con algo parecido a los sueños perfectos y a la belleza sin mancha. ¡Qué pena el día que dejamos de creer en que existen los Reyes Magos! ¿Verdad? Pues lo mismo pasa el día en que saltamos a la madurez y la vejez, que se muere dentro de nosotros o se escapa vagabundo por toda la tierra el poeta que llevábamos dentro y creía en los ángeles. ¡Qué pena!
Mi niña, hablando en serio, tiene algo de este don. Ya me ha ganado el primer premio de su categoría en un concurso provincial de redacción deportiva. No sé si es amor ciego de padre o es algo objetivo, creo que adopto la distancia suficiente para verlo claro. Es como lo digo. Construye escenas con una gran pericia para resumir las situaciones, ralentiza dilatadamente como me gusta a mí, hace los saltos temporales con acierto, sabe que es precisor rematar con un impacto. Esto es exclusivamente de su cosecha, son virtudes que yo observo al compás de mis consejos o mi ayuda para cualquier trabajo. Es una consecuencia también de que ha sido una niña lectora, como lo fue el otro, niños que se pierden por la informática al correr del tiempo y sustituyen por ella la maravillosa pantalla que existía en sus ojos sembrados de cualquier cuento ingenuo encontrado en un libro. No puede descartarse que esto del don se acarree en la sangre y se transmita, pero entonces ¿de dónde me ha llegado a mí esta perra por las palabras y sus historias? ¿Los caminos de la literatura son inescrutables? ¿O precisamente por esto mismo, porque no tengo antecedente que me explique, jamás de los jamases llegaré a ser un escritor con todas las letras? O sea, que la pasión de toda mi vida es una forma de hacer el canelo. ¡Qué chungo!
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¡Oh, dios de toda la belleza que existe derramándose por la tierra como si fuera una lluvia menuda que va cayendo sobre terrones labrantíos removidos por el arado! Aunque nada me hubieras concedido, ni el arado ni la tierra ni el agua, solo por sorprender y poder mirar algún momento de esta floración constante e invisible, solo por eso te doy las gracias.
Te doy las gracias por esas tardes nubladas en que me encuentro errático y estéril por los pasillos de unas ciudades artificiales construidas por los hombres para el comercio, para el negocio, para el consumo, cuando la familia entera se apresta a devorar su porción correspondiente de ansiedad, cebando la boca de la usura de ídolos múltiples con las variadas formas de pago de las tarjetas de crédito. Te doy las gracias porque me has hecho ajeno a este pandemónium. Ni poseyendo poco ni poseyendo mucho, solo me merecen mi desprecio orgulloso, pues yo solo codicio lo que no se puede mercar con dinero: un poema, un beso en los labios a un ángel, un instante más para demorar la inevitable muerte.
Mi agradecimiento porque me enseñas el recoleto asiento a un extremo de un apartado dispensario para regalarme una taza de café, único tributo que rindo al vicio de comprar satisfacciones diarias. No casas, no coches, no ropas, no cosas, sino la adicción a un olor venido de mi infancia. Un olor del abuelo batiendo la mezcla del nescafé con unas gotas de agua, rehinchendo luego hasta colmar la taza esmaltada con escenas románticas y degustando con ojos vivos de alegría una corona cremosa de espuma. Y el intercambio de sus cucharaditas a mi taza para compensar mi torpeza de batidor niño. Solo el cigarrillo de mi adolescencia me falta para completar el rito. ¡Quién tuviera la valentía de matarse definitivamente con su dulce veneno!
Mi gratitud porque esta tarde comienza a desatarse la lluvia y corro a refugiarme dentro del coche, rodeado de otro millón de vehículos en medio de un aparcamiento que a mí siempre me sugiere un cementerio de coches. Todo es cementerio desde el día en que salen ordenados al descampado de la factoría. Allí dentro, allí es el lugar donde experimento la sensación más parecida que conozco al útero materno. A veces me acompaña la música o la radio, pero prefiero el silencio porque es más apropiado, más justo. Prefiero la caricia leve del ruido del agua, su espejeo dislocado en las lunas. Y ponerme a leer arropado en medio de la nada, protegido en el interior ante el manto oscuro de la tarde que va cayendo, olvidado en la lejanía de todo lo que me araña en la vida, principalmente tú, ángel mío…
Te doy infinitas gracias, señor de la vida y la belleza, pues me habrás quitado el talento pero me dejaste unas pocas torpes y ajadas y sucias y líricas palabras. Pues todo gallo canta en su muladar y cuando asome el día en las bardas de Valdemedio todavía cantará alguno con la voz y el talento de que sea capaz. Gracias.
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Por algo que contaré, al baloncesto precisamente le debo mis más efusivas gracias, en una de cuyas salidas decidimos completar el día de compras en el Valle Real de Santander, el macrocentro donde cada uno de la familia se las ingenia como puede para pasar unas horas ocupado en algo, mientras permite a los demás que se ocupen de lo suyo. Si es necesario reunirse para un cambio de planes, o una prueba de ropa o de calzado, se llama por móvil y resuelto. Finalizado el partido, los críos se mueren por el Panancómpani, lo habitual en ellos. A esta y a mí lo mismo nos da, por un día… Es barato y tienen un servicio muy rápido.
A las dos y media habíamos terminado de comer y estaba yo en la puerta fumando mi cigarrito consiguiente. A los diez minutos toda Santander estaba bajo una nube negra, abiertas sus tripas y desaguando lo que previamente había entrado por su bocaza gigante absorbido del mar. Toda la mar estaba en aquella nube. Corrí hacia el coche, aparcado un poco lejos de una de las puertas de entrada (cosa rara porque esta es un lince para eso, seguramente no había un sitio mejor cuando llegamos), y de paso guipé una plaza vacía muy cercana a mi paternal propósito. No se me ocurrió otra cosa que arrancar con la intención de situarme mejor con vistas a una salida precipitada de la familia y cuando llegué a mi objetivo, otro coche se me había adelantado dejándome con la boca abierta. Volví sobre mis pasos o sobre mis ruedas y también me habían birlado el sitio inicial, con lo cual tuve que liarme a vueltas hasta hallar el lugar más esquinado y más infame de todo el aparcamiento. Allí sobraban sitios. Me estacioné a esperar que escampase con un humor de perros. Calculé que la familia me llamaría por el móvil en caso de salir bufando, me resigné y me puse a leer, convencido de que me esperaban varias horas hasta que la llamada se produjese. Era muy pronto y hay muchas tiendas que recorrer en el Valle Real. No había que preocuparse, no había mayor problema.
Leí un buen rato ungido por la poesía clásica de Eloy Sánchez-Rosillo, ¡me encanta su diálogo con el tiempo ido! Tenía al lado mi Bloc Sténo, comprado en la Sarlat francesa durante mi visita en el verano de dos mil diez. Nunca me falta en mi bolso en bandolera ni un lápiz ni un boli ni un libro que llevarme a los ojos. Por si se acerca a mí alguna hermosa señora del reino de la poesía. ¡Cuántas veces me ha sorprendido y la he ofendido con mis sucias, vanas palabras! Escribir en las calles ha sido otra de mis últimas manías, en busca de una poesía mercenaria y al paso, de vestiduras hechas jirones y algún reflejo de hermosura en los ojos, en un ademán, en una manera de moverse. Junté así una colección que llamé “Poemas sucios en un tren de vuelta”. Nada de importancia como todo lo mío. Un archivo más que se pierde oculto en el ordenador. La misma suerte que corrió mi “Tilo es olvido”, otro trabajo reciente de estrofas breves escrito a la intemperie para espantar la memoria cuando los sentimientos duelen. Por ahí yace, enterrado en su delgadez bella (lo digo con humildad), estructurado en forma de historia y esperando ser leído a golpes o latidos de corazón. Descanse en paz.
Así de recogido y de íntimo me encontraba en la paz interior del coche. Es bella la soledad de cuando en cuando y es aconsejable buscar un sitio aislado donde destaparla para sentirla más cerca y mirarla de frente. Es una madre encinta que se retira un instante de la multitud, oculta discretamente de ella (un coche puede ser también su nido) y, mientras espera, acaricia su vientre y siente lo que lleva vivo en la entraña y desea sacar su pecho para darlo a la boca del que llega. ¡Cuántas veces lo hará después, cuando ya lo tenga en sus brazos! Arrullado por el ritmo incesante de la lluvia, llegó un momento en que no sabía si estaba en el coche o fuera del tiempo, en un lugar que se tenía que parecer mucho a la eternidad, pensaba yo.
Estaba prendido en el libro de poemas y apenas levantaba los ojos. Sentí un momento la presencia invasora de un vehículo grande, un todoterreno, que entraba en la plaza de aparcamiento libre frente a mí, tapándome completamente la visión del cielo encapotado con que me estaba recreando las pocas veces, como digo, que alzaba la vista casi por un reflejo inconsciente. Me gusta la naturaleza cuando adquiere esta especie de amenaza indeterminada, sobre todo en las tormentas. El vehículo de imponente alzada que se había plantado delante también resultaba un tanto agresivo, quieto y amenanzante frente al mío, morro con morro como dos animales. Noté casi sin fijar los ojos que el conductor no salía de él, lógicamente, con la que estaba cayendo. Quedaría a la espera de que el furor cada vez más enconado del agua amainase. Otro sufrido padre de familia en labores de taxista, imaginé. La tarde oscurecida de repente, la pantalla de agua espejeante rasgada de regueros en forma de garabatos, el vaho de la luna delantera, todo me impedía la visión de la persona que tenía a unos metros, sentada al volante como yo mismo, y que no era posible percibir ni interés que tenía en ello. Me olvidé y seguí a lo mío.
A intervalos el azote de la lluvia decrecía un poco y activaba yo un momento el limpiaparabrisas por despejar la visión sin ningún propósito concreto, por afán de fisgonear, me imagino, casi sin pensarlo. Vi que el conductor del coche de enfrente que se mantenía en su puesto también hacía lo propio, y en un momento de coincidencia se despejó nuestra común línea de visión permitiéndonos alcanzar a distinguirnos. A mí me pareció una mujer de pelo rubio, extrañamente provista de gafas (había quedado la tarde muy oscura) y poco más podía precisar desde mi posición, de abajo arriba, excepto que prácticamente quedaba oculta detrás de un periódico que leía. Por encima de él asomaba una parte de su cabeza que, fijando la atención, era sin duda el pelo de una mujer. Esta curiosidad me despistó un poco de mi lectura. El que escribe tiene algo de ingenua expectación en su personalidad y siempre le parece que está a punto de sorprender una historia. Cuando no es así, la inventa.
Me permití jugar al azar. Bajé la cabeza al libro y por encima de las gafas levantaba cada pocos segundos los ojos hacia la persona que tenía enfrente, sentada y tapada por un periódico, en una actitud aparentemente normal. Mantuve de este modo la vigilancia y en unos minutos comprobé, entre las sucesivas pasadas del limpiaparabrisas, que su periódico también descendía disimuladamente, suavemente, dejando asomar por encima la visión de unos ojos velados (seguía con las gafas puestas) que también me observaban a mí, no me cabía la menor duda. Sometí mi sospecha a una última prueba. Aguantaría, me dije, lo que fuera preciso hasta comprobar si quien fingía leer volvía una nueva página del diario o simplemente permanecía sujetando con las dos manos (que yo atisbaba perfectamente ahora) un tiempo demasiado largo y sin el movimiento regular de un lector habitual. En efecto, no se daba variación alguna y el periódico seguía cayendo imperceptiblemente y descubriendo una intención cada vez más evidente de espía. No sé por qué pudor tonto me inquieté, desde luego no tenía nada que ver con el miedo pues no había ningún motivo.
Arreció de nuevo la lluvia, se emborronó la visión y estaba dispuesto a olvidarme del asunto cuando noté entre visos y reflejos acuosos un movimiento de la persona que venía observando de inclinación hacia atrás, como si hubiera abatido el respaldo del asiento. El periódico no daba lugar a equívocos, ya apenas se apreciaba. Definitivamente mi imaginación tuvo que resignarse a una conclusión: quien esperaba en el todoterreno había estado curioseando por no tener mejor cosa que hacer, se había sentido descubierto y dejaba el jueguecito fisgón para descabezar un sueñecito a la espera probable, como yo mismo, de la llamada de su familia. Fin de la historia.
Decidido a imitar a mi oponente (tal era el enfrentamiento de coche contra coche), eché el asiento un poco para atrás y me dije que también suponía una delicia pensar en aquella situación, teniendo en cuenta además que ya no se veía muy bien y tampoco ayudaría mucho encender la lucecita auxiliar del interior. Eso era para una emergencia. En fin, a meditar un rato, me animé, porque tampoco estaba la cosa para abandonar el coche con los paraguas que guardamos siempre en el maletero y acudir en auxilio de la familia. Todavía faltaría un buen rato para que se diesen por satisfechos en su deambular por aquel templo del negocio.
En esas estaba cuando sentí mi móvil. Aquí están, pensé, ¡bien!, las perspectivas de vuelta con este tiempo le han hecho a la mía desistir de su periplo consumista y quiere adelantar la vuelta a casa. ¡Por mí, divino! Entonces sí, encendí la lucecita supletoria y vi en la pantalla un número desconocido. ¿Quién? Decolgué.
—¿Sí? —dije con determinación curiosa.
—Un placer volver a saludarte. ¿Me reconoces? —era una voz tranquila y amable.
—Perdona, en este momento no caigo —me di tiempo pero la intuición más que la memoria ya estaba en el camino correcto—. Con esa voz creo que en alguna ocasión has tenido que impresionarme —le di esperanza de continuar. Realmente tenía una voz bonita, un tono grave, no podía ser otra: ¡la pintora de ángeles!
—Siempre tan halagador… tan burlón… o tan seductor… —se oyó un principio de risa también muy identificable para mí a pesar del tiempo transcurrido.
—¡No me digas eso, por Dios! ¡Yo que me esfuerzo desde hace tiempo por abandonar la frivolidad de los cortejos adolescentes!
—¿Por? Resultabas gracioso —me halagaba ella ahora.
—Porque creo sinceramente que se me está pasando la edad y la experiencia me ha hecho ver que cada vez tiene más coste para las emociones.
—Siempre es bueno tener vivas las emociones, ¿no crees?
—De verdad, llega un momento en que uno prefiere estar tranquilo. ¿Desde dónde llamas? —pregunté con el tono del que sabe desde hace rato con quién está hablando.
—¿Ya me has identificado? —quiso seguir jugando.
—Desde el principio. No te molestes más, eres un hada, ¿verdad? Mejor dicho, fuiste un hada, hace mucho que no percibo tus efectos benignos.
—Tu hada madrina, me dijiste muchas veces —evocó.
—Se pasó ese tiempo —corté.
—¡Está bien! —se rindió ante mi obstinada posición de intentar marcar las distancias—. ¡Quizás sea mejor! No debería haberte llamado, disculpa. ¡Un saludo! —se despedía.
—¿Dónde estás? ¿Desde dónde llamas? —puse cierta urgencia en mi voz y por ahí me descubrí. Era ese mínimo temblor de alma que ella necesitaba desatarme. Sabía mucho de la vida en general y de mi corazón en particular. Todavía.
—¿Quieres saberlo? ¿De verdad? —sonó su voz a cierta amenaza.
—¡Sí, por supuesto! —aseguré yo con la voz muy resuelta de quien quiere aparentar que no teme nada, que lo quiere todo y que no tiene paciencia para esperarlo indefinidamente. La impaciencia de hacía tiempo. Mi impaciencia.
Estaba ya a punto de soltar un improperio porque advertí que se producía un silencio demasiado prolongado y me fastidió pensar que me había cortado la comunicación. Pronuncié interrogativamente varias veces su nombre y nadie contestaba al otro lado, pero era patente que seguía a la escucha. ¿Dónde estás? ¿Dónde estás? – repetí. Separé el móvil del oído, eché mi cuerpo hacia atrás y para mi absoluto desconcierto la ráfaga de luces del coche que tenía delante se activó varias veces.
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El hombre que volvió de Andalucía ya no era el mismo que había salido de Madrid con cierta pena al separarse de su mujer y, sobre todo, de su hijo. Lo supiste al día siguiente de llegar, pasada la primera noche con la Pepa y satisfecha la calentura acumulada de una larga estadía fuera de casa, carente también durante toda la ausencia de la posibilidad de desahogos accidentales por motivos de tu enfermedad. En los días sucesivos, mientras te ibas aclimatando, los notabas extraños, distantes a pesar de sus atenciones. Tu Javierico, incluso, andaba esquivo y pegadizo a la sombra de su madre, mirándote de reojo, tratando de encontrar en ti el humor y las carantoñas juguetonas de padre que le dispensabas todavía a ratos antes de marcharte.
¿Cómo ibas a estar igual si para empezar habías vuelto sordo? Era algo que ellos no entendían al principio. Te miraban con el recelo de quien sospecha que ha perdido el cariño. Tu frialdad no era una falta de emociones sino de sensaciones y de reacciones, no oías sus voces, te mortificaba íntimamente no recordar su timbre, su tono, no recordar cómo sonaban, simplemente. ¿Es que podían imaginarse ellos lo que significaba eso? Te vigilaban en tu retraimiento sentados a la mesa, seguían tu aislamiento progresivo de sus ojos y sus bocas para volar hacia el interior de tus pensamientos, no te quedaba más compañía. Sí, te hablaban llamándote previamente la atención con un gesto de su mano o tocándote en el brazo para que atendieras. Se esforzaban por ser claros y espaciosos en la pronunciación, sobre todo ella. La Pepa quería hacer como si nada hubiera habido por medio, como si no hubieras estado a punto de morirte allá abajo, en la soledad lujosa de una gran casa pero en el papel de perro vagabundo recogido temporalmente por caridad. Por las cartas habían seguido tu evolución, desconfiados de aquellas que habías enviado salidas de la mano del secretario de tu benefactor. Pensaban, te dijeron, que estabas muy grave y les estaban haciendo concebir falsas esperanzas. Desde que pudiste poner cuatro letras vacilantes de tu puño y letra quedaron más tranquilos. Un dibujo a tu Javierico, después de meses, fue una prueba de que verdaderamente podías regresar.
Transcurrieron algunas semanas y caíste en la cuenta de que no era solo el impedimento físico. Un muro mental rocoso, infranqueable, se había adueñado de ti cercando tu corazón para la Pepa, ¡pobrecilla! El niño era otra cosa, se iba arrimando poco a poco a ti de forma natural, recuperándote. No era consciente la mayor parte de las veces de que no le oías cuando te urgían sus requerimientos, pero te decías que eso tendría solucion a la larga. Lo de la Pepa, con sinceridad, te confesabas por las noches, no esperabas que tuviera muy buena cura. Estabas herido, físicamente y anímicamente.
“Pasando de veinte años todo matrimonio es una ruina, bien visto me lo tengo”, te había dicho Martín en el trance etílico de alguna correría que os permitíais cuando te visitaba en Madrid. Pocas veces, afortunadamente para tu salud personal, para tu familia y para tu pintura. “Por eso no me he casado yo ni me pienso casar nunca”, añadía el narigón de él. “Y por feo y por judío y por capón, ¡bueno esto no, Martín!”, le apostillabas tú por zaherirle y os matabais los dos de risas. Martín tenía mucho de misógino en su personalidad, imbuido de las ideas antañonas de sus tías y su rancia prosapia familiar. Pero estaba muy suelto en tratos de burdel y tenía la enorme anchura que le daba su magra fortuna. No había pindonga que no le oliese enseguida la bolsa y se plegase a su capricho. Siempre te llamó la atención su risa equina cuando cerraba el trato carnal con una mujer, ”la limpieza del negocio”, así lo llamó una vez.
Había mucho de lo que insinuaba Martín. La Pepa iba perdiendo la lozanía y su sangre de mujer y su corazón le dirían sin duda que poco a poco iba dejando de ser apetecible para ti y, sin embargo, seguía poniéndose mansamente a tus mandados. ¡Quién entiende a una mujer! Se hubiera dicho que cuanto más se ajaba más se entregaba para tenerte atendido, cuanto más se secaba más ofrecía la rosa mustia de su carne, quizás por miedo a que se terminase todo y emprendieses otro rumbo, porque te consideraba muy capaz. Con razones o sin ellas, eras un aragonés cabezón y si te empeñabas, siempre estaría la insalvable disculpa de tu carrera, de la vocación por la pintura, para desaparecer de casa. Ya lo venía comprobando.
Por eso se ponía sin ganas, bien lo notabas tú, callada y sufrida en su posición de hembra débil, dijesen lo que dijesen tus amigos los ilustrados. Una condición inferior que no habían conseguido más que remover en sus cimientos teóricos. ¿Qué había supuesto la “Defensa de las mujeres” del augusto benedictino P. Benito Jerónimo Feijoo? ¿Qué había significado la brillante exposición de Jovino, sobre este ensayo del Teatro Crítico, hecha una tarde de otoño en la tertulia de la Fonda? Sembrar ideas, sí, pero entre vosotros mismos que ya estabais convencidos, en Moratín, que ya las llevaba al teatro, y en ti mismo, que comenzaron a fraguar en algunas pinturas como “La boda”, por ejemplo. Eso sí, teóricamente. Porque la realidad era otra cosa. La Pepa era una esclava como lo eran casi todas, comadronas, cocineras y fregonas al servicio de sus maridos. Para salirse del paso había que disponer de muchos cuartos, ser una señorona como tus amigas las condesas y duquesas que presidían los cenáculos de Madrid. Esas podían actuar como les viniera en gana, pero solo esas.
De un día para otro tu Pepa ya no te encendía los bajos, ni esperabas llegar a casa con urgencia ni la sorprendías a salto de mata, simplemente porque tus manos la habían desgastado con el tiempo convirtiéndola en una propiedad segura cuyo uso reiterado había producido un cansancio mortal. Te quedaba un resto de ética que te pedía la piedad hacia ella aunque solo fuera por la estabilidad del niño, un ir pasando mientras el retoño crecía e iba ganando en autonomía y seguridad, pero para que este camino llegase a su meta faltaba todavía muchísimo tiempo y no estabas seguro de que pudieras soportar hasta tan lejos. También hacia ella sentías el apego del mucho tiempo juntos, que te aguijoneaba la mala conciencia recordándote que tenías un deber “sine die”, un vínculo para toda la vida. Estabas casado con una mujer a la que en conciencia no tenías ningún motivo para repudiar ni abandonar. Esto es lo que inconscientemente deseabas, ahora lo sabes, sombra tú también de las sombras que quisiste iluminar con tus amigos los ilustrados. La certeza de tus intenciones en tu mentalidad práctica no te dejaba lugar al autoengaño. ¿Qué hacer?
Si hubiese sido una cuestión de hombre al que le falta hembra, la respuesta habría sido sencilla, al estilo de Martín, es decir,” toma a la mujer que quieras y después vuelve a casa, no malgastes las energías y el genio que necesitas para pintar dándole vueltas a ese pedazo de pedrusco que llevas sobre los hombros”. Se toma a una hembra fresca por dinero, en una noche de esparcimiento, se la jode y se da uno la vuelta limpio de impurezas a seguir levantando el jarro hasta la hora de los gallos. Después se llega a casa y se le pregunta a la esposa, que se ha levantado al oírte llegar, “¿Cómo madrugas tantísimo, majica?”. Es la misma pregunta que tú habías hecho ya alguna vez, de vuelta de tus gatuperios con Martín de paso por la villa y corte.
Te hubiera gustado que estuviera Martín presente para explicarle que no se trataba de eso, ahora se trataba de otra cosa, porque no estabas seguro de que pudieras partirle las ingles a cualquier ramera y quedarte satisfecho y olvidarte. Algo nuevo obraba en ti que no te dejaba coger a una hembra como antaño, al estilo del garañón de Fuendetodos, montar y bombear y soltar. ¡Recoños! ¿Qué te estaba pasando? Te estabas olvidando de la caza del conejo a tenazón, con retaco, lo mismo que le habías aconsejado tú mismo al amigo hacía unos pocos años. No entendías muy bien lo que te estaba hirviendo por dentro, pero querías echar la culpa a la enfermedad que te había tenido los meses atrás casi vencido y entregado. ¿Te había dejado acaso la enfermedad esta murria, este decaimiento? ¿Era la acedía de la vida que se manifestaba también de esta manera, repugnando lo que en otros tiempos era la mayor golosina para levantar un ánimo que en realidad nunca te había faltado?
Tú eras un artista, algo tendría que ver también esto en lo que te gusaneaba por dentro. Es triste, te decías en algún detenimiento de tus quehaceres, constatar que también huye el deseo de nuestro cuerpo por el cuerpo que está más próximo, del que más disponemos y al final del que menos gozamos. Y es triste pensar que el deseo desaparece del cuerpo amado cuando queremos hacerlo gozar con el nuestro. Es triste saber un día, después del mucho gozo juntos, que ya no se goza, ya no se desea, los cuerpos no exultan. Y la ciencia del hombre con sensibilidad consiste en saber cuándo se produce ese momento y cómo se debe solucionar esta tragedia, porque para el hombre normal esto es un tránsito habitual llegado el día y admite la solución dicha. Para el artista esto es una tragedia, precisamente porque no encuentra solución.
Seguir, seguir, seguir. Pintar, pintar, pintar. Fue la única alternativa, la presumible decisión que hubiera tomado cualquiera. Quizás unos pocos abandonaran el camino y continuaran por otros derroteros, una nueva vida puede que similar a la que se venía haciendo pero en otro lugar, con otra persona, una segunda vida. Tú no habías elegido eso, eras un ciudadano corriente, en la vida no querías hacer experimentos, eso quedaba para la pintura. La vida era cómoda según la venías llevando, bien establecido, pintor de cámara, quince mil reales al año (no tardarían los cincuenta mil), los encargos lloverían durante esta década que había arrancado de manera funesta para tu salud, pero no para tu ganada posición social. Solo tenías que pintar, olvidarte de cambios drásticos, con la Pepa a tu lado en su papel de ama de llaves. Con alguna otra, ya verías. ¿La de Alba? Después de todo, quizás solo habías fantaseado con una mujer vulgar, habías creído que te sonreía un ángel, la habías idealizado, la habías sublimado a base de desearla por falta de hembra a tu lado durante mucho tiempo o por cansancio de una misma hembra, lo mismo daba.
Cercano a tus cincuenta años no debías hacer mudanza, esto era lo aconsejable en semejante tiempo de tribulación, ¡cuántas veces se oía en la doctrina! Puede que ya no quisieras mucho a tu Pepa, pero estabas con ella y pensabas seguir con ella. Tu corazón estaba frío, era cierto, pero así también se podía seguir tirando. De hecho, sombra hoy que todo lo sabes, vivirías con ella los siguientes veinte años, muchos de ellos sin amarla (porque amarías con locura a otra, hasta su muerte, aunque todavía lo desconocías). Las veleidades idealistas, para los que no tienen qué hacer, te dijiste definitivamente de vuelta a la realidad, allá por julio del año siguiente a tu enfermedad andaluza. Odiabas sentir que perdías el tiempo. Tú venías con novedosas ideas, caprichosas ideas (el adjetivo haría fortuna), dispuesto a pintarlas sin descanso, recuperado casi del todo de la enfermedad. Probablemente el amor se habría acabado para ti, pero no la pintura, la única cosa por encima de todas las otras. Conservabas, por tanto, tu vida, tu genio, tu pintura, tu familia y tu posición social y económica, si es que no había decrecido con el parón forzoso en Andalucía. De comprobarlo ya te ocuparías tú muy pronto, y de recuperarlo y de superarlo. De lo demás, que vinieran los acontecimientos por su curso. Quizás, ni se acordaban de ti en los salones de la de Osuna o la de Alba.
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Por supuesto que se había hablado de ti en los cenáculos habituales, de todo se había dicho, incluida alguna maledicencia que te resultó intolerable cuando llegó a tus sordos oídos: que te habías quedado completamente sordo del mal francés y que habías traído de Andalucía las manos y la vista inútiles para la pintura. Se aducían testimonios de personas solventes, capaces de asegurar que probablemente no te encontrabas capacitado para continuar con tus obligaciones oficiales. Y esto ya sonaba a gentes conocidas, a los círculos de aspirantes a pintorcillos mediocres que pululaban por la corte, capitaneados por otros más introducidos ya en ella pero no menos envidiosos. Te daban por acabado para acabar contigo. ¡Rediós, acabar con Goya!
Bien es verdad que en parte se debía a que volvías acomplejado por tu sordera, ahora ya no tienes por qué ocultártelo, y porque permaneciste varios meses recluido en tu casa sin saber qué dirección tomar, aparte de seguir pintando. ¿Ir a la alameda de los Osuna? ¿A Buenavista? ¿A los toros? ¿A la Fonda? ¿No era suficiente mortificación intentar entenderse con los de casa que había que dar la cara con los de fuera? Llegó un momento en que viste claro que tu propia casa estallaría por dentro, con la Pepa y con el niño atrapados, porque a causa de la enfermedad rabiabas y tú mismo no te podías aguantar, aunque otros ratos andabas más templado. Así se lo confesabas a Martín por carta, te servía para desahogar. Tenías que salir. Y lo harías a tu manera.
Era verdad también que al desánimo por tu estado físico se unía la pesada pereza que te producía tener que reincorporarte a tu labor funcionarial de la Real Fábrica. Le comunicaste a su director, a Livinio Stuyck, mediante recado escrito, que no te encontrabas con fuerzas ni con todos tus sentidos recobrados para pasar los días sujeto a los cartones. Livinio te cursó visita en tu domicilio, era un hombre muy perspicaz e interpretó al dedillo tus pretensiones ocultas, informando posteriormente como el buen compañero por el que le tenías: “se halla absolutamente imposibilitado de pintar, de resultas de una grave enfermedad que le sobrevino”.
No vas a negar que la añagaza funcionó y que recurrirías a ella en algunas ocasiones más, diciendo verdad a medias. A veces, que no podías dirigir la sala donde se hallaba el modelo porque no te encontrabas bien, a sabiendas de que esta era tu obligación. Más tarde dimitirías como director de la Academia por tus dolencias. Y otras veces alegarías para librarte de los tediosos tapices que tu sordera era tan profunda “que no usando de las cifras de la mano no puede entender cosa alguna”. Sí, había mucho de cierto, y otro tanto de inventado caprichosamente, haciendo gala de la invención y el capricho a las que te entregabas en aquel tiempo en tu pintura.
De todo ello, de tus propios informes y de la cobertura que te prestaban tus amigos, intentarían sacar partido tus enemigos, los maliciosos que daban por concluida tu carrera de pintor. Solo que tú bien que pintabas, siempre estuviste ocupado si se exceptúan los paroxismos de las enfermedades habidas. Ahora, te decías, sería el momento de demostrarlo, es decir, de mostrarlo. Pero, entonces, ¿a qué esperabas?
Andabas por casa como enjaulado, recluido la mayor parte del tiempo en el estudio, dormitando si la cabezota se ponía pesada, o las piernas (era verdad que esto te sucedía a ratos), y cuando no era así, pintando y dibujando. “Fancho, te estás volviendo loco y nos vas a alcanzar al niño y a mí”, te dijo la Pepa una tarde, ya muy puestos a las malas. “Sal de casa, Fancho, enséñale a tu hijo por una vez algo que merezca la pena en Madrid, y si tienes que dejar de pintar un tiempo, pues lo dejas, ¡conchos!” No se había apurado al decírtelo, como buena hembra estaba muy segura cuando miraba por la casa, por todos vosotros. También por una vez tuviste que callarte y pensarte si no estaba cargada de razón (y de cariño, concluiste).
Estabas decidido a meter tu esfuerzo en el asunto, o la puta acedía, te dijiste, no se pasaría quedándote a la espera. Parecía acertijo de palabras, pero “a la acedía, haciendo”, te había dicho el ocurrente Tomás Iriarte. Te había ganado por la mano, ahora lo veías claro evocando las palabras de Tomás la tarde en que estaba preso de la gota que terminó con él: “Paco, se trata de estar entretenido para no enterarte mientras te mata silenciosamente”. “A la acedía se la conoce en que te da el humor a cambio de quitarte la alegría”, también te había aleccionado el amigo ya difunto. ¡Qué razón tenía y cómo le extrañabas, con su orgullosa inteligencia y sus arranques de soberbia, todo ello unido para ocultar la ternura con que te miraba poco antes de partir para siempre!
Lo que no te había dicho porque su temperamento de literato nunca vio más allá de sus historias fabuladas, era que la acedía llevaba dentro una manera distinta de ver la vida y de ver el arte, que la persona se convertía en otra persona y el artista en otro artista, que la acedía exigía un cambio de estilo. En eso estabas enredado con tus hojalatas. El aislamiento que te producía tu sordera era rico en pensamientos luminosos, el carácter agrio que siempre habías tenido y se te iba acentuando, provocaba en tu sensibilidad una visión tenebrosa. Tus tribulaciones físicas te conducían a mirar de otra manera, probablemente muy interesante para el arte que andabas indagando. Habías cambiado, ¡vaya si estabas cambiando!, aunque no supieras hacia dónde te conducías. Tinieblas, ambiente tenebroso por delante, una especie de otoño de la vida, es lo que tu intuición de artista registraba a tientas. Por el momento no tenías más que esto. El resto tendrías que descubrirlo como siempre lo habías hecho, con los pinceles, frente al cuadro, o frente a la materia que mejor se prestase en cada momento. Ahora, tus hojalatas.
Los primeros días del noventa y cuatro, con el cambio de año, te sentaste a despachar correspondencia con don Bernardo de Iriarte, porque eso te hubiese dicho tu difunto amigo Tomás, “¡Vamos, Goya, cobardón, habla con mi hermano!”. El propósito era bien claro. Iba a saber todo Madrid si habías estado ocioso o no, se iban a enterar cuando viesen tus hojalatas. Esta era tu baza en ese momento pero tardaste en percatarte de ello. Madrid se iba a rendir con tus invenciones. Había que echarse por fin a la calle.
“Para ocupar la imaginación mortificada en la consideración de mis males, y para resarcir en parte los grandes dispendios que me han ocasionado…”, esto le decías a don Bernardo, viceprotector de San Fernando. Ponías tu obra a consideración de los profesores y bajo la protección de tan insigne caballero. En definitiva, pretendías que no te las copiasen pero te interesaba saber la opinión de los expertos. Esa docena de obras no suponía una cantidad ingente teniendo en cuenta cómo habías estado de salud, pero llevaba una calidad que tú intuías con varios pasos por delante de lo que se estaba haciendo en la pintura del momento. Por eso provocabas las opiniones. En la propia carta, además, dejabas impreso tu temperamento eminentemente práctico, sin doblez. No querías ocultar que tu forma de superar la acedía, de salir del pozo, era el trabajo, necesario por otra parte para reponer tu economía. Goya fiel a sí mismo.
Enseguida supiste de la “benignidad” y la buena acogida de los profesores, una palmada de ánimo para romper de una vez por todas la cadena que te estaba atando a tu casa, un motivo para volver a las reuniones de sociedad que tendrías que afrontar de ahora en adelante con tu minusvalía, con tu vergüenza y con tu resignación forzosa. Pero el genio te precedería en la entrada a los lugares que antes frecuentabas, una especie de carta de presentación para evitar el bochorno de tus limitaciones. No sabías cómo ibas a reaccionar en los salones cuando anunciasen tu entrada o cuando tus amigos y conocidos te volviesen a saludar sin ningún protocolo, alegrándose sinceramente de tu vuelta y de la recuperación definitiva de tu salud. Así te imaginabas que te recibirían, pero para ello tenían que dirigirse a ti con palabras, tenían que hablarte a los ojos sin que les entendieras una palabra, para volver a comunicarte sería necesario aprender a leer sus labios y sus gestos (algo en lo que cada vez ibas estando más ducho desde tus lecciones andaluzas), tendrías que adaptarte con toda celeridad como si nunca hubieras perdido el oído.
¿Qué pensaría tu exquisita amiga, la de Osuna, con su habitual sensibilidad y su segura piedad hacia ti desde que hubiera sabido lo de tu sordera? ¡Dios mío, qué pensaría ella, Cayetana, cuando volviese a tenerte delante! ¿Vería a alguien disminuido y convertido en un viejo castrón? ¿Cómo sería la piedad de la de Alba, si es que poseía algo de piedad? ¿O serías en adelante el objeto de su mofa y su crueldad? Reflexionabas muchos días que los primeros pasos sería conveniente darlos en tertulias de hombres, en la Fonda, donde la carga del pudor sería más llevadera. Acostumbrados los de casa, a los que prácticamente ya interpretabas ayudados de gestos mínimos, tus amigos ilustrados podrían valerte para dar el siguiente paso en tus destrezas. Y por fin llegaría el trato de nuevo con los ilustres, lo malo es que en este grupo cabían toda la especie de los cortesanos, desde los nobles respetuosos que te brindarían su comprensión, hasta los petimetres que se sonreirían en tus propias narices y tal vez harían algún comentario jocoso entre dientes por sacar la risa nerviosa de algunas damas. ¡Santo Cristo! ¿Cómo ibas a resolver tantos inconvenientes en tan poco tiempo como te lo permitiera tu paciencia? Temías dejar salir tu ira sin control en algún instante y sospechabas que eso significaría en público arrumbar tu negocio con los grandes. Tenías que aguantar, lanzarte y aguantar.
Las reacciones, para tu tranquilidad, se anunciaban previsibles. El primer día que pisases una reunión social cualquiera, te hablarían de la genialidad de tus últimas obras, las celebrarían y las encomiarían con hipérboles que desviasen la atención del verdadero interés hacia el estado de tu salud. Se interesarían, desde luego, por tus pinturas mientras calculaban hasta qué punto estabas sordo, debilitado de fuerzas por las secuelas de la enfermedad y deprimido por el negro panorama de futuro que se te presentaba por delante. ¿No eras Goya, el pintor del Rey? Pues ahora había llegado el momento de demostrarlo públicamente con tus conocidos arrestos aragoneses. Sería como si te estuvieran pidiendo que pintases con la mano zurda. ¿El gran pintor? ¡Que lo demuestre! ¿O no está bien pagado por el Rey para que pinte bien? ¡O que lo deje! La España entera arracimada en Madrid estaría esperando dar su veredicto.
Mientras te decidías a dejar tus solitarios paseos, alguno hasta la alameda de los Osuna sin atreverte a presentar tus saludos a la anfitriona, o hasta el Prado o al Retiro con tu Javierico, más por que hiciera de lazarillo o de intérprete en caso de encontrarte con alguien conocido, un hecho fortuito vino a sacarte de casa: don Ramón de la Cruz, el metomentodo de la farándula madrileña durante tantos años, el ogro de Tomás Iriarte junto con Juan Pablo Forner, don Ramón el Manolón, moría en marzo de ese año noventa y cuatro. El cómico sainetero que había derramado gordos lagrimones bien visibles ante todos en el sepelio de Tomás, no le había sobrevivido tantos años para contarlo. Una pulmonía se había encarnizado con él en sucesivos ataques y finalmente el genio cómico más celebrado de la villa y corte había sucumbido. Era el momento para ti de envolverte en la multitud y recomenzar tu vida social.
Te dejaste ver con tiempo más que suficiente por las inmediaciones de la iglesia de San Sebastián, la misma en la que había sido bautizado don Ramón era la que acogía sus restos mortales. Bien es verdad que habías pensado reaparecer primero por la tertulia de la Fonda, en la plazuela del Ángel, esquina con la calle de San Sebastián donde miraba una de las caras de la iglesia. Pero los destinos de cada uno se entrecruzan con los destinos de todos. A media mañana estaba la plaza llena de carruajes custodiados por lacayos y una procesión de paseantes hacía tiempo para la misa de corpore insepulto porque había una brisa suave, anuncio ya de la inminente primavera madrileña.
En la parte posterior del templo se extendía un pequeño cementerio, también explorado en este momento por curiosos y ociosos partidarios y nostálgicos de la vena humorística y humana de don Ramón de la Cruz, que estaban por allí para darle el último adiós y para fisgonear a la gente de alcurnia que iba llegando poco a poco. Una de ellas era la dulce señora de Osuna, doña María Josefa Pimentel, siempre en su papel de dar instrucciones a la comitiva de su noble casa, pero discreta y educadísima, acompañada en todo momento por su señor marido, don Pedro de Alcántara, que le daba su atención en todo, solícito pero mucho menos protocolario que su esposa. Los madrileños apiñados en nutridos corros cuchicheaban y miraban y señalaban a quienes reconocían entre la gente más distinguida.
En algún momento tenías que dejarte ver, aunque preferías permanecer velado por la multitud de gente en grupos que se movían desordenados y tan pronto se agrupaban como se dispersaban. Seguías conservando tu vista de pintor, una vez recuperada de los tóxicos de la pintura, y en tu retina permanecía la imagen del retrato ejecutado a esa dama hacía diez años, con su imagen de perfecta cortesana a la moda última parisiense, siempre atenuada una posible ligereza en el vestir por su gesto adusto, de señorona que no se pliega nunca del todo a la frivolidad. En este momento iba camino de los cuarenta y cinco años, entraba en una madurez espléndida que se prolongaría casi otros cuarenta años, hasta convertirse en una persona muy longeva para su tiempo, a la que solo superarían unos pocos privilegiados y hechos de una masa especial. Como tú, que no solo superarías los ochenta sino que superarías a la duquesa en años vividos. ¡Una pasta especial, la de alguien destinado a ser una sombra en el tiempo, una compañía para otras sombras!
Tal vez fuera este el secreto de vuestra amistad, de la innegable y recíproca simpatía que os dedicabais, tal vez fuerais almas gemelas, hermanados la nobleza y el arte. Hermanamiento que nunca se mezclaría con otro tipo de sentimientos. Adorabas a doña María Josefa, agradecías su mecenazgo familiar contigo y con muchos otros, comprendías su entrega sincera y muy comprometida a la regeneración de España… Pero no te gustaba… ella…, no te gustaba como mujer a secas, como hembra, jamás hubieses pensado en su cuerpo de esa manera… ¿Qué misterio, qué secreto, qué mensaje lleva una mujer pegado a su piel de forma natural? Y en realidad, ¿a qué estabas dándole vueltas mientras esperabas la entrada en la iglesia?, ¿a quién esperabas tú con el cuerpo, con todos los sentidos, más que con el alma? ¿A qué venía ahora remover emociones en las tripas dormidas?
“Hay gentes que no son modernas, siempre pertenecerán al pasado”, te confesó Iriarte, “en cualquier época y lugar, pero especialmente en este siglo de modernidad, este siglo que inaugurará una época de cientos de años, Paco, no lo vayas a olvidar. Hay que entender un hecho aparentemente contradictorio. Verás…”. Y te lo explicaba con su facilidad mundana y su inteligencia despierta. Tú tardabas en asimilarlo porque captabas sobre todo con los sentidos ¡Qué claro lo estabas viendo ahora! ¿Verdad? Buscabas cobijo bajo una acacia de la plazoleta del Ángel al amparo de un sol picajoso que asomaba sus mofletes de angelote a ratos, no fuera a secarte la sesera cuando todavía no te encontrabas del todo católico. Aún estaba la gente a la expectativa de carruajes con portezuelas de escudos en madera noble y herrajes dorados. O quizás solo aguardaban el momento final para que todos los ilustres desapareciesen en el interior del templo y así poder largarse, y más si no había posibilidad de asomar el cuello entre las cabezas de las últimas filas apretadas en el mismo pórtico.
“Cadalso fue el más adelantado de todos nosotros, con él hubo unanimidad de criterio, no es solo mi amistad inquebrantable aun después de muerto. Es que conoció toda Europa. Se entendía en media docena de lenguas mayores y casi todos los países del continente los tenía visitados a los veinte años, menos América, curiosamente, de donde vino su padre a conocerle a él cuando ya tenía trece años. Cadalso era la mismísima pasión que juega a una sola carta el todo por el todo. Así fue en su vida, en su servicio a la patria y a la cultura, en su entrega al amor de María Ignacia...” Deambulando entre la multitud te acercabas al extremo del pequeño cementerio para localizar la tumba de María Ignacia “La divina”, aquí había estado sepultada y aquí se decía que había pretendido desenterrarla en su doloroso delirio el valiente y después malogrado militar.
“Todos lo reconocieron: Moratín, Meléndez y hasta el mismo Forner se le rindió. Cadalso era moderno. Forner, contra su apariencia y su mito de muerto desperdiciado a los treinta años, era una antiguo, un reaccionario, no había nacido para reformar”. Luego siguió hablando de otros, conocía con un tino sorprendente a todos, como si hubiera dedicado parte de su vida a estudiarlos. “Moratín es actual, muy de hoy, y hubiera sido deseable en él un poco más de rejo en el carácter, ¡caramba! Cuando hables con él, Paco, fíjate en que la acedía asoma a sus ojos permanentemente. Es un caso afectado desde muy niño, Leandro tiene esa sombra tempranera en su vida manifiesta en su timidez”. Luego añadió que también existían hombres sin acedía ni posibilidad de sufrirla nunca, como Godoy, y que esos eran altamente peligrosos. Dijo que Jovino era un hombre ambiguo: un reformador en quien la amargura se manifestaba en una soberbia insoportable, y le desdoraba su talento. Pronosticó que hombres como Cabarrús, Ceán, Saavedra o el mismo Sebastián Martínez con quien tú ya venías tratando, eran reformadores por naturaleza y que su acedía estaba en el riesgo en que ponían toda su fortuna. “¿Y nosotros, Tomás, nosotros somos reformadores modernos?”, le interrogaste con la inocencia de tu carácter primario y bienintencionado, totalmente espontáneo.
Tu sorpresa fue mayúscula. “Goya, yo no seré nunca un reformador, me he dispersado en mil cosas y me he perdido literariamente en un concepto demasiado estricto, purista, de lo que debe ser este arte de la palabra. Mis fábulas son productos insignificantes, te hablo de corazón” Calló un instante, estabais todavía en el carruaje camino de su casa y de vuestro adiós definitivo, y fue más misericordioso contigo pero no menos sincero. “Admirado, Paco, tu acedía está por llegar. Todavía no eres un pintor del futuro. Tienes todo el genio para serlo, créeme”. Posaste de nuevo los ojos entre la comitiva de los Osuna y volviste a recordar ya solo un instante. “La de Osuna es una mujer culta, avanzada, pero no es moderna. La de Alba es absolutamente moderna”. Estas palabras resonaban ahora en tu cabeza, ahora que era reconocible por todos entrando en la Plazuela del Ángel también la carroza con los distintivos de esa ilustrísima casa.
Entonces fue cuando decidiste por fin hacerte visible a doña María Josefa Pimentel. Y te dejó de piedra porque te estaba esperando. Te había visto y había dado orden para que inmediatamente llamaran a un preceptor que te interpretara “por cifra de la mano”, como tú mejor podías comunicarte.
—Querido amigo Goya —te recibió tendiéndote sus blancas manos— hace meses que le esperamos en El Capricho. ¡Qué alegría verle recuperado del todo!
—Recuperado y activo como nunca —añadió don Pedro, su esposo—. Hasta nuestra casa han llegado noticias de los nuevos trabajos. Estamos aguardándolos con máximo interés.
—Será un grandísimo honor mostrárselos entre los primeros a los señores duques —correspondiste a su amabilidad.
—¡Cuánto lo hubiera celebrado nuestro malogrado De la Cruz! —lamentó la señora duquesa. En fin, así es nuestra existencia, despedimos a un genio y damos la bienvenida de nuevo a otro.
—No será fácil sustituir a don Ramón en sus veladas —añadiste de cumplido.
—Ahora honremos al amigo fallecido, Goya, tiempo habrá de celebrar su vuelta en nuestra casa. Queda emplazado para la primera reunión que celebremos si continúa considerándonos de su interés.
—Será un honor, señora y señor duques —les rendiste una inclinación que salió demasiado servil a tus intenciones de mero agradecimiento.
Apuró la duquesa con su habitual sentido de la diligencia para tomar asiento en el templo, dijo, y no quiso demorarse más. Te prometió la presencia siempre que estuvieras en su casa del maestro preceptor del lenguaje por gestos y te ofreció a mayores su vivo interés por adaptarse a tus necesidades comunicativas aprendiendo a entenderse contigo de tú a tú, cuanto antes, hasta que no hubiera necesidad de persona interpuesta. Tomó la gente la entrada principal de la iglesia a ambos lados, con la pretensión curiosa y el morbo de acercarse a los notables que iban discurriendo en línea recta desde la entrada hasta los primeros asientos ante el altar, donde estaba dispuesto el catafalco para situar el féretro de don Ramón de la Cruz.
El coche fúnebre no se hizo esperar. Lo transportaron en andas hasta su lugar y allí quedó inmóvil para rebautizar con el signo de la fe su último viaje de este mundo al otro. Inmediatamente detrás del féretro hicieron su paseo por el pasillo central del templo los duques de Alba. Te situaste al lado del pasillo en un extremo de los primeros bancos, genuflexo en el reclinatorio como lo hacía casi todo el mundo. No orabas. Esperabas el paso de la de Alba. Llegaron los dos esposos a la altura de donde te hallabas y tomaron asiento a la derecha del pasillo. Pesaba en el templo un olor denso de los incensarios aventados por varios monagos a los lados del altar en que oficiaban seis sacerdotes y un arzobispo. D. Ramón era una celebridad nacional, sus exequias representaban, como sus triunfos saineteros, un acto más de la vida cultural de ese Madrid que finiquitaba el siglo.
Miró discretamente varias veces Cayetana hacia donde te encontrabas, a tres pasos de ella, a su izquierda, y cuando volviste un momento la cabeza te ofreció un gesto mínimo de su precioso semblante, a través de la gasa del velo que enmarcaba los rizos oscuros de su cabello y se extendía en la peineta negra que coronaba su cabeza. ¡Ni la reina ausente en este día hubiera llamado tanto la atención! ¡Cayetana estaba radiante! Iba de raso negro con un sobrepelliz de ante por los hombros y un abanico también negro en su mano. Si tu inquietud te hubiera dado un momento de sosiego, hubieras dicho que la duquesa había iniciado en sus labios una sonrisa de la que eras único destinatario.
No pudiste evitar que la ceremonia se te hiciese en esta ocasión especialmente larga y tediosa. Tu pensamiento no estuvo en ningún momento con el alma del difunto. A tu derecha brillaba sin proponérselo un cirio de belleza oscura de fuego intensísimo, porque llegaba su calidez hasta donde te encontrabas. Era quizás tu propio interior el que estaba en llamas o era tu enfermedad que te debilitaba en aquellos momentos produciéndote la impresión de que ibas a marearte de un momento a otro y a derrumbarte sobre tu asiento. Hacías un esfuerzo supremo por evitarlo. Pronunciaron los oficiantes sin que lo esperaras el “Ite missa est” y tomo ella con lentitud de diosa el pasillo en dirección a la salida. Llevaba del brazo a su marido. Ibas a su lado, a un paso de su espalda y de su pelo, tenías una sensación no sagrada sino salvaje en tu interior, algo que hubieras podido definir como un olor oscuro y profundo.
Llegaron prestamente con su asistencia, a las mismas puertas de la iglesia, las damas de compañía que habían permanecido junto a la carroza durante la misa. Le entregaron un pañuelo que posiblemente estaba humedecido en perfume y con él se tocó las sienes y a ambos lados del cuello con delicadeza. Depositó sobre una pequeña bandeja el lienzo y se volvió hacia atrás buscándote con sus ojos resplandecientes. El duque continuó hacia delante. La miraste fijamente porque no sabías si te iba a hablar o ya te estaba hablando. Caíste de pronto en la cuenta: no habías oído su voz más que una sola vez, con ocasión de la visita en casa de los Osuna, hacía unos años. Dos frases breves e incisivas sobre tu pintura, no mucho más… No habías olvidado las frases, pero habías olvidado cómo era su voz. Y ya nunca lo sabrías porque estabas completamente sordo.
—¿Cómo está su salud, Goya? —te pareció leer en sus labios fruncidos por una sonrisa que acompañaba a las palabras.
—Señora, tendrá que disculpar de ahora en adelante mi falta de oído. La enfermedad me dejó esta carga —no acertabas a disculpar tu bochorno o tu vanidad por lo que pudiera pensar Cayetana de tu limitación.
—Ah, sí, me informaron de ello. Los hombres grandes son más interesantes cuantas más cargas sobrellevan. ¿Me comprende, amigo Goya? —abrió sus ojos verdes de ángel para formular la pregunta.
—Sí, señora, puedo entender si su boca me habla despacio y con la costumbre llego a seguir cualquier conversación al ritmo ordinario.
—Bien, pues entonces no será un problema entre nosotros.
—Espero, señora —no sabías dónde quería ir a parar.
—¿Tal vez le veamos pronto en alguna de mis reuniones en Buenavista?
—Procuraré corresponder a su amabilidad —dijiste jubiloso en tu interior.
—Entonces, hasta pronto, amigo mío —concluyó volviéndose, y sin esperar más se dirigió a su carruaje.
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Habías dado el primer paso para reincorporarte a la sociedad madrileña, de aquí en adelante te resultaría más fácil. Puede que te apodaran”El Sordo”, con eso contabas porque el lenguaje es cruel sin excepciones, pero una vez admitida la tara no era más que cuestión de tiempo. Estabas dispuesto a añadir un plus de tu parte: si fuera posible continuar con el aprendizaje de la lectura por los labios completando la de los dedos, y si tu habilidad se acercara a tu tozudo empeño, llegaría un momento en que nadie notaría la falta. Tu destreza la supliría y la gente se dirigiría a ti como antes, porque tú mismo inducirías a que actuaran como si oyeses realmente. Te lo propusiste como una meta más en tu camino de genio, por tu familia (aunque por ellos, menos), por ti mismo, por tu repercusión social y, sobre todo, por tu imagen ante la de Alba. Porque Cayetana te había halagado ya explícitamente, había restado importancia a tu defecto y te había citado expresamente de su propia y deseada boca.
A la Fonda en verdad no te estimulaba acudir. Hubiera sido solo un primer paso de no haberse cruzado el acontecimiento del entierro que precipitó tu reingreso en sociedad. ¡Qué lejos ya en su muerte Moratín padre, Cadalso, por supuesto, el admirable Iriarte, Ayala y ahora De la Cruz! Y los vivos no estaban menos ausentes. Jovellanos en su Asturias, Ceán en Sevilla, Moratín hijo por Europa, Meléndez en Valladolid. ¿Quiénes quedaban que pudieran resultar de tu agrado para una conversación inteligente que no se convirtiera en un diálogo de sordos? Para ti, un diálogo real sin sonidos. La tertulia no tenía nada que ver ya con lo que fue en los fundacionales años cincuenta ni en los setenta ni con lo que sería después, cuando se fueran incorporando las nuevas y melifluas sensibilidades románticas. Poco a poco te dabas cuenta de que estaba dejando de interesarte. La nutrían todavía un grupo de eruditos, sí, pero había perdido la vivacidad amistosa de hacía tiempo. En estas condiciones era mejor asistir a otras, te engañabas. Querías acudir a otras tertulias.
Por fin, más que mediado abril, elegiste presentarte en el Capricho ante un nuevo e insistente recado de doña María Josefa. Querían saber en tan culto cenáculo de tu propia boca los nuevos motivos caprichosos de tu pintura, un asunto que estaba trascendiendo por los ambientes selectos de Madrid o con eso te adularon nada más llegar la tarde olorosa y serena del primer día de estreno de la primavera. No te lo esperabas, pero tienes que reconocer que te recibieron con los honores de un militar que volviera de la batalla, lleno su cuerpo de heridas y plagada su pechera de condecoraciones. El salón estalló en un aplauso cuando anunciaron tu entrada. No lo oíste, claro. De haber tenido el oído bien, te hubiera sorprendido antes de llegar a donde te aguardaban el bullicio de la gran cantidad de gente congregada a la espera de tu retorno, seguramente por deseo de la anfitriona. Veías gran cantidad de gente entrechocar sus manos y dirigirse muchos de ellos hacia ti, hablándote y gesticulando, con exageradas manifestaciones de saludos y bienvenidas. Aquello desbordaba tu reserva innata de carácter.
La noble señora de la casa vino con la máxima prontitud a tu lado acompañada del maestro de lenguaje mímico y por este hombre supiste lo que se esperaba de ti y en ese momento estaba transmitiendo la de Osuna al resto de sus invitados. Como no la percibías frontalmente para seguir el movimiento de sus labios, te fijabas en las señas veloces del maestro e ibas desentrañando la intención al menos: querían una explicación somera de los últimos trabajos del genio. Últimamente todos parecían querer enfatizar tu valía, como si la limitación de tu enfermedad te hubiera conferido un atractivo añadido al trabajo que pudieses realizar, algo que para ti era totalmente ridículo desde el punto de vista artístico y especialmente hiriente en el terreno personal, por lo que suponía de trato compasivo que jamás hubieras pedido ni aceptado.
En un determinado momento tomaron asiento la mayoría en sofás, divanes y sillones, quedando algunos también de pie tras los sofás (algún que otro petimetre en custodia de su amiga), y te miraron. La anfitriona parecía animarte a que te dirigieras a todos con unas palabras. Y tú eras hombre de palabra, sí, pero no de muchas palabras. La actitud de las caras a la espera de que iniciases una explicación no te dejó más alternativa. Tenías que honrar la casa en que estabas y no se te pedía más que un avance de lo que ya habían tenido ocasión de ver algunos pintores de la Academia. Así te indicaba y te traducía, por otra parte, el maestro de mímica. Te cedió su brazo la señora duquesa y te situó en un ángulo del salón desde donde por primera vez eran visibles las otras dos estancias que se abrían a esta sala central. Se soltó de tu brazo, se apartó discretamente de ti y situándose tan solo a unos pasos te hizo un ademán bondadoso de aquiescencia con la cabeza en señal de que podías comenzar.
—Ilustres señores, bellas damas, dignísimos caballeros, amigos todos… (utilizabas una fórmula muy socorrida y bien preparada de antemano para ocasiones como esta, en la que sin duda te verías más de una vez). Saben ustedes de sobra que soy hombre de manos más que de palabras, los pintores más que ningún otro artista estamos obligados a mostrar porque nuestra facultad atiende fundamentalmente a la vista, satisfaciéndola o desagradándola…
Inició algún corrillo un conato de aplauso, pero enseguida fue frenado por las sabias y limpias manos de doña María Josefa y por los dedos pegados a los labios de algunos situados más cerca de los demasiado efusivos y agradecidos de cualquier discurso. Te propusiste no prolongarte en exceso, entre otras cosas por no dejar notar que la carencia acústica podía hacerte extraviar la altura de la voz y porque muchos de los presentes escuchaban, estabas convencido, por el débito de agradecimiento a los duques, pero no les interesaba en los más mínimo ni tu persona ni tu pintura.
—No querría resultar prolijo – continuaste adelantando una excusa para concluir cuanto antes –, mi pintura última es fruto de una investigación sobre ideas que o bien están en consonancia con el pensamiento ilustrado de algunos amigos estimadísimos, o bien son intuición de otras que circulan por Europa y que los más adelantados relacionan con conceptos llamados “lo sublime terrible” o “tempestad e ímpetu” o sencillamente “romanticismo”. Me he esforzado en dejar que mis manos se guíen con total libertad de inventiva y he efectuado, con toda honestidad, consideraciones y algunos descubrimientos que no son los ordinarios y podrían ser de algún interés en la trayectoria futura de mi obra. Son inicios, puertas abiertas a caminos nuevos. No me extenderé más. Se trata de una docena aproximada de obras caprichosas en su concepción, que ustedes tendrán ocasión de ver muy pronto. Alguna he llamado “El asalto de ladrones”, y los señores duques ya cuentan con un motivo similar en los asuntos de campo que pinté para ellos hace unos años…
Asintió la señora duquesa de Osuna porque todas las miradas se encaminaron a ella cuando mentaste tus siete trabajos de los años ochenta y ahora de nuevo volviste a percibir que aplaudían algunas manos incondicionales o demasiado halagüeñas. Volvió a su vez la señora a solicitar la calma con elegante gesto. No te cabía ninguna duda de que le había emocionado o siquiera agradado tu mención a una obra de su propiedad y casa, porque evidentemente se veía reconocida en su extenso mecenazgo y en su contribución a los ideales reformistas imperantes hasta el momento. Si algo tenía doña María Josefa a gala en su persona era el sentimiento diferenciador y aun aventajado, sobre otras grandes casas como la de Alba o la mismísima casa real, de cultivo intelectual, de fineza artística y de altura social de miras para con su país.
—He pintado en este último momento de mi carrera —continuaste cuando observaste que así te lo exigía la atención de la gente y la mirada de la anfitriona— algunos motivos sobre hojalata que espero que los sorprendan cuando lo presencien y hasta diría que algunos tendrán la virtud de sobrecoger su ánimo, como alguno de los intitulados “Interior de prisión” o “Corral de locos”. En fin, ilustres amigos, no quiero cansar más con mis reflexiones de pintor atareado, tiempo habrá de exponerlas a sus ojos y a su extremado gusto. Mi agradecimiento a mi docta benefactora y a todos ustedes por prestarme esta inmerecida atención. Gracias.
Ahora sí comprobaste que las manos de todos batían palmas con fuerza, con muestras de cambio de pareceres entre los cercanos, muy positivos hacia tus palabras, y sobre todo presenciaste las felicitaciones de que hacían partícipe a la de Osuna, como si se tratase de un éxito de la realeza obtenido a través de sus pintores de cámara. Tu primer acto público después de la desgraciada enfermedad y consiguiente sordera, había salido más que a pedir de boca. Había sido un éxito compartido con toda la grandeza de Madrid. Te tomó de nuevo el brazo la señora doña María Josefa, escoltada por el maestro intérprete en todo momento, y te condujo hacia la parte donde se alzaba un mediano estrado donde estaban dispuestas algunas mesas auxiliares de alas, de magníficas maderas, y alguna que otra circular en mármol.
Todo el personal de servicio se estaba moviendo rápidamente en aquel instante. Comprobaste que las mesas se llenaban de inmediato con teteras, cafeteras y chocolateras, junto con numerosas botellas del vino espumoso francés elaborado con el método champanoise, que tanto éxito comenzaba a tener por todo el mundo y que habías saboreado en ocasiones contadas. También se dispusieron un buen número de bandejas de gollerías variadas. Comprendiste que la duquesa levantaba su copa proponiendo un brindis general, viste a continuación que un mayordomo sonaba una campanita para pedir silencio y el intérprete te trasladó la frase completa que salía de boca de la señora duquesa: “Por Goya, por el arte y por el futuro de España”. Se hizo un silencio (supusiste) mientras se degustaba el vino de la Champagne, volviste a observar numeroros aplausos y correspondiste por lo que te concernía con sucesivas muestras de asentimiento con la cabeza.
Estabas maravillado, apenas te había dado tiempo a asimilar la alegría inesperada que te había concedido la nueva primavera. En posición eminente dentro del salón, viste otra vez que el mayordomo volvía a mover una campanilla que no traducías ahora con exactitud para qué cometido reclamaba la atención. De repente, miraste al intérprete y te comunicó que se anunciaba a la de Alba y al Excelentísimo don Manuel Godoy. Llegaban tarde porque solo ellos podían permitirse esa licencia, pensaste.
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No más de un minuto de su preciosísimo tiempo te había concedido Cayetana la tarde de la velada en El Capricho de los Osuna. Bien es verdad que la dulce doña María Josefa no te dejó tampoco un momento a solas. D. Pedro, su esposo, hizo lo propio con Godoy, a quien observaste deseoso de entablar conversación contigo aunque las circunstancias no lo permitieron más que unos instantes. Cayetana, en cambio, era evidente que buscaba ocasión de acercarse al Duque de Alcudia. Todo en aquel salón, dedujiste, respondía a una matemática social y esta imponía sus protocolos, así que había que conformarse con lo que diera de sí. Cada uno de los circunstantes, unos más encumbrados y otros menos pero todos señores principales, tenían motivos fundados para sacar partido a la reunión. Con más experiencia te darías cuenta por fin de que los cortesanos ni son tan inconscientes ni tan vacuos ni tan ociosos. En la corte nadie está para perder su tiempo.
Manuel Godoy, en cambio, te hizo toda clase de parabienes para significarte lo que le alegraba tu vuelta. Desde su llegada le notaste interesado en acercarse y encontró el hueco suficiente para darte a entender el mismo programa, ce por be, que hacía unos años te había anunciado el Rey Carlos IV. Solo que en este momento ya no estabas tan seguro de las intenciones del valido como lo estuviste de las del Rey. Reformas a estas alturas, no te parecían tan creíbles como antaño. Probablemente Godoy quería pasar por innovador y aperturista, como todo buen político, pero no te fiabas, por muy buena intención que albergara de fondo. Con un símil tomado de la pintura, hubieras dicho que los tiempos se prestaban al claroscuro. De todas formas, en cuanto Godoy cumplió su propio programa contigo, esto es, ponerte de su lado o al lado de la política que pudiera estar desarrollando – buscar adhesiones personales decían algunos – se olvidó de ti. En el fondo, no deseaba mucha más conversación contigo.
Sospechabas que en esta ocasión no le hubiera apetecido tanto entrar en temas de pintura, como demostró ser conocedor y admirador en ocasiones anteriores, y eso a tus ojos le devaluaba automáticamente. Le convertía en un político en el mal sentido de la palabra, pues hablaba de algo de lo que conocía para otro fin que no era el objeto de lo hablado. No gozaba de algo por el valor en sí mismo sino por su valor de uso. En definitiva, Godoy hablaba de pintura para hablar de política. Lo sabías desde mucho tiempo atrás con solo mirarle. Y sin embargo, tampoco hubieras dicho entonces que ese hombre te resultara del todo antipático. Tú mismo hacías política a tu manera cuando era necesario, para conseguir tus objetivos como pintor, en Palacio, en la Academia y en tus propias relaciones familiares y amistosas, con Bayeu o Zapater. La diferencia volvía a estar en que el pintor ama la pintura por encima de sí mismo… ¿También el político ama el poder por encima de sí mismo?
O tal vez fuera que ese día Godoy sabía que tenía que hacer a varios palos, al duque, a Cayetana, a ti mismo, el pintor de cámara a quien no permitiría ser primer pintor del Rey hasta unos años después. ¿Por qué? ¿Es que necesitaba convencerse de tu genio o había una rivalidad latente entre vosotros? El hecho es que vetó tu solicitud y pretensión de nombramiento a la muerte de tu cuñado Paco Bayeu y solo lo permitió el año noventa y nueve. Tuviste que esperar por su voluntad cuatro largos años. Su poder e influencia sobre los Reyes había llegado a ser omnímodo. Ahora te halagaba, no es que te necesitase, es que utilizaba tu prestigio y el de otros para su causa. Erraste entonces a medias en tus figuraciones. El Duque de Alcudia estaba allí haciendo política, cierto, pero Manuel Godoy te llamaría en unos meses para que le hicieras un retrato ecuestre. Esta doblez de político, más que defecto una auténtica cualidad en algunos casos, tardarías muchos años en comprenderla.
También la de Alba recurría a sutilezas, estaba visto que tu adaptación a la grandeza requeriría mucho más tiempo. Cayetana solo se dirigió a ti hacia el final de la velada. Después de un rato que se te hizo corto, cuando estaba a punto de marchar – pues dio muestras evidentes de despedida pública – se acercó a la duquesa anfitriona con suma cortesía y le encomió su exquisito gusto para organizar veladas culturales, así se lo subrayó. Viniendo de ella y saliendo del látigo que había en su lengua y que habías tenido ocasión de comprobar alguna vez más, te maliciaste que encerraba sibilinas intenciones pero no acertabas a saberlo con nitidez. “De nuevo nos encontramos, amigo mío. ¿Le gustan los toros, Goya? ¿Tendré también que invitarle a la próxima corrida?” Te descolocó. Te tocó. Probablemente para ti también había de su lengua afilada. Los señores duques se sonrieron y la despidieron.
Lo que no te hubieras imaginado jamás esa misma noche, en que salió contigo a despedirte hasta el peristilo de palacio, es que a don Pedro de Alcántara le gustasen tanto como a ti los toros. Ciertamente que por tu lacra física intentabas sustituir con ellos la plasticidad que te ofrecía a la vista lo que antes significaba la deliciosa música de ópera para el oído. No habías vuelto, claro está, ni volverías nunca a disfrutarla. La amabilidad del duque de Osuna llegaría al punto de recogerte en tu propio domicilio con su señorial carroza, tal y como convinisteis ese día de la velada, y juntos os dirigiríais después a la plaza de la corte en la Puerta de Alcalá. ¡Si te hubiera visto Martín ese día de finales de abril atravesar la villa y corte en toda la gloria y majestad que era concebible a un pintor de tu talento, camino de un espectáculo donde te esperaba la diversión en compañía de los más grandes! Del señor de Osuna. Y de la señora de Alba, si tus previsiones no fallaban.
Porque a doña María Josefa no le gustaban los toros, su sentido elevadamente aristocrático no le permitía esa falta de sensibilidad con la exposición sangrante de la muerte, pero a Cayetana le volvía loca el majismo del ambiente, los valores primitivos de la lidia y su propia exposición ante el pueblo. Su público a su vera misma pero sin mezclarse, la vanidad de su propia figura convertida en celebridad por mor de un espectáculo al que también asistían de vez en cuando los propios Reyes y muchos grandes de España. Por supuesto, artistas y gentes de la cultura como tú, como Goya, a quien el pueblo ya reconocía también como un grande entre los grandes. D. Pedro se las apañaba contigo, a fuerza de resultar claro en su interés por no perderte la cara siempre que te hablaba. Si bien hay que decir que, previsoramente, se había hecho acompañar del intérprete, porque su espíritu práctico lo consideraba un engorro necesario y porque no quería estar pendiente de que no se perdiesen las confidencias que compartiría contigo. Excitado por su locuacidad y contando con la absoluta lealtad del traductor a la casa de los Osuna, imaginaste, ya que algunas de sus reflexiones fueron muy comprometidas. Pero él debía de conocerse y también lo tendría previsto.
Fue, en definitiva, el señor duque de Osuna, don Pedro de Alcántara, una revelación de carácter para ti. No habías tenido ocasión de departir con él con algún detenimiento y desde el primer momento de aquel encuentro festivo comprendiste que era un hombre necesitado de la camaradería de los amigos, sin tapujos ni vetos previos. Le gustaba hablar y esparcirse soltando la lengua despreocupado de miramientos. Necesitaba desahogarse como lo hubiera hecho cualquier amigo con otro, con la misma espontaneidad con que tú hubieses obrado con Martín de estar allí presente en vez del duque. Este te confesó su afectuosa simpatía por tu persona y por tu obra, y te propuso un trato cordial y sin protocolos para el día que ibais a pasar juntos, pues la corrida era de mañana y tarde. Si de entrada previste la pesantez excesiva durante toda una jornada de persona de tanto relieve, al poco rato de estar con él descubriste a un hombre, en el fondo, de gustos sencillos y populares, mediante los que se desprendía y se purgaba de las propias cargas de su condición de grande de España. Fue más fácil de lo que habías supuesto.
Era un hombre de complexión sanguínea a una simple mirada que se le dedicase, gozoso y gozador de las cosas buenas que la vida y su estatus le habían regalado, mucho menos intelectual que su esposa pero muy rápido de inteligencia para comprender el mundo en que le había tocado vivir. Tendente a la broma sana cuando no a la carcajada, emprendedor de acciones en cualquier terreno por su convencimiento personal de que estaba tocado por la gracia de la fortuna y, sobre todo y ante todo, dotado de una abrumadora e interminable facundia llena de ingenio, cosa que le hacía ameno, y de una inmensa cualidad que en una primera impresión se diría contradictoria con la abundancia desmedida de su parla: sabía escuchar con una atención inamovible de sus pupilas cuando tú iniciabas o siquiera amagabas una opinión, una frase breve y poco comprometedora o una sencillísima impresión de paso. Su educación de gran señor le llevaba a frenar su turno de intervención y a prestar educadamente todo el interés de su persona al interlocutor.
Todo esto dedujiste casi desde los preliminares de las horas que pasasteis en buena compañía. A cada rato que transcurría, con mayor comodidad de camaradas. Porque se hubiese podido decir por parte de un observador no interesado que vuestros dos caracteres se complementaban siendo distintos, ya que partían de una misma base común. Pero tampoco negarás hoy, desde tu condición de sombra que sabe y recuerda todo lo vivido, los pormenores de aquellas horas compartidas con otro compañero de farra que os acercaba más y fue estrechando la relación y asemejándola en parte a la que te unía a Martín. Y era el magnífico vino de que estaba provisto y nunca llegaste a saber cómo, y que con órdenes que casi tuviste que adivinar fue llegando de manos de sus criados a lo largo de todo el tiempo que duró la corrida.
La similitud de vuestros respectivos talantes se apreciaba en que tú suponías en él una personalidad tan enérgica como la tuya, nada entregada a la molicie por razón de la vida fácil que sin duda le habría tocado llevar, un carácter de luchador que no se conforma con lo que ha heredado si no es mejorándolo. El duque don Pedro dejaba suponer a un hombre que se siente merecedor de lo que tiene y si lo perdiera, capaz de recuperarlo de nuevo. El tiempo haría que se cumpliera solo en parte este rasgo que afloraba muy visible al menos para tus ojos. Porque lo que os separaba también te parecía a ti evidente, pues tú eras muy reservado y él era muy expansivo. Por eso mismo, él probablemente pecaba de mala percepción de los interiores de un prójimo poco claro como tú, o complejo, mientras que tú tenías el poder de la penetración en las intimidades ajenas.
Pero a don Pedro era patente que aquel día y en aquellas circunstancias, ni le importaba guardarse ni había asistido contigo a contenerse. Te había concedido su favor de noble que da la mano a alguien de clase muy inferior por razón de sus méritos personales. Y le alza de algún modo y por instantes al mismo nivel. Alguien que te permitía estar a su lado, que no era poco. Porque tampoco se hubiera dicho que se rebajara en ningún instante a tu posición. Definitivamente, te consideraba ya como alguien al servicio de su casa para menesteres de labor artística, no un simple fámulo. Pero sí como alguien que le debía la fidelidad por su mecenazgo. Este último matiz, no sabías por qué, no terminaba de agradarte al verlo en su trato. Sin embargo, era indiscutible, después del infante don Luis ninguna otra familia de tan alta alcurnia te había abierto las puertas de su apoyo desde hacía mucho tiempo. Les debías una parte grande de tu reconocimiento en la corte, aunque no tuvieras por qué sentirte rastrero ni pedilón con ellos y estuvieses justificado por la excelencia de tu trabajo.
Despojado, pues, tú mismo también, por efecto del caldo que compartíais, de un exceso de vergüenza innecesaria, tu intuición te dijo que la mejor actitud era seguir la que mantenía tu noble acompañante, una abierta franqueza en la recepción de lo que escuchabas y en la opinión que pudieras aportar. Esto reforzaría vuestro recíproco y progresivo entendimiento y disiparía lo que quedara de susceptible distancia. El avance de vuestras voluntades fue tan rápido que hacía innecesario a trancos la intervención del mimo, que quedaba por eso mismo preterido y en apartes aburridos. Hasta que don Pedro le tomaba por la manga del jubón y le volvía a la plática, si hacía falta, con un pequeño mojicón en la mejilla y alguna advertencia con el dedo amenazante para que se mantuviera más alerta. La comunicación con él mejoraba sin esfuerzo.
Os mantuvisteis en las inmediaciones que daba a la principal por la gran puerta de Alcalá, a la espera de que el clarín consabido diese aviso de apertura, primero para gentes principales y después ya para todo los demás y a través del resto de las puertas. Imaginabas el griterío de gentes porque la afluencia era masiva. En torno a la carroza y los simones del séquito, casi era imposible distinguir las libreas y otros ropajes de algunas casas principales. El gentío formaba abigarradas cuadros de colores más bien apagados en los hombres y mucho más vivos en las mujeres, engalanadas para la ocasión y la mayoría con peinetas bien visibles que realzaban su atractivo.
Había un trasiego continuo de ambulantes que ofrecían sus menudencias, un ir y venir de coches, caballerías y grupos de alegría vociferante como suponías por sus caras. Una polvareda permanente se levantaba, se recogía y se posaba al paso incesante y rápido de los concurrentes y de una brisa suavecilla de primavera. No hacía malo ni se prestaba tampoco a ir destapado de cuerpo. Se habían apelotonado lo más curiosos casi al trote detrás de las dos berlinas primeras que habían llegado transportando a los diestros. Los grupos que se mantenían de cháchara y más o menos quietos, se convirtieron en un hormiguero. Llamaron tres toques de clarín y el señor duque se tocó el oído y te señaló en dirección a la puerta principal de entrada a la plaza.
Hoy le espanta a tus ojos oscuros pero brillantes de sombra volver a imaginar la falta de comodidades de aquella estructura, que había sustituido la madera por la mampostería pero sin ninguna gracia ni estilo. Habían de pasar todavía muchos años para tener un coso merecedor de estima, como contarían algunos extranjeros de paso, para un país como el nuestro de inveterada tradición torera. No se acertaba a saber entre tanta mezcolanza si la Gran Puerta de Alcalá afeaba al Real Pósito de la Villa, o aún más, si la plaza desentonaba con la piedra noble que había exigido Sabatini para los arcos de la gran entrada ideada por Carlos III. Ni se distinguía ya la separación urbana de los extensos predios rústicos, a no ser por la cerca que todavía se conservaría por muchos años.
Arrastrado entre el grupo de los notables penetrasteis en el recinto, seguidos también por gentes de milicia señalados por insignias brillantes y condecoraciones junto a sus plastrones, y asimismo algunos miembros – te explicó tu acompañante sin que lo percibieras muy bien – de insignes de la magistratura, o eso creíste entender. Se hubiera dicho que tus ojos lo estaban esperando o buscando, pero no fuiste consciente de su llegada hasta que en un determinado momento alcanzaste a ver el acompañamiento y los signos inconfundibles de la de Alba. También alguna casa más estaba representada, aunque solo fuera por los vástagos más jóvenes y petimetres de turno. De Solana, de Pontejos, de Chinchón, fuiste entendiendo de boca del traductor. Y chulapos, manolas y la infinita gente de chusma.
Tomasteis asiento en los lugares reservados habitualmente para los grandes. A no mucha distancia y un par de filas por debajo a tu derecha, se acomodó el cortejo de los de Alba, a quien ya no perdiste de vista en toda la corrida, porque ella brillaba en el sol tibio de la mañana destacando por encima de cualquier otro interés que tú pudieras tener en el espectáculo de la lidia. Cayetana era el centro de aquella plaza, su pelo moreno y fosco visto de espaldas era el símbolo que anunciaba los negros toros que iban a encontrar la muerte en una espada. Y el símbolo también de tus ojos enredados en aquel cabello, insistentemente, inseparablemente, entregados a la capea de la hembra que te haría sucumbir a su mágico embrujo para apuntillarte cuando te tuviera bien mandado, templado y muerto. No pasaría ya mucho más tiempo para ello.
En las paredes exteriores habías visto los carteles clavados. Se ejecutaba esta fiesta extraordinaria por orden del Rey y “a representación de la Real Junta de Hospitales General y Pasión de la villa y corte, para contribuir a remediar las notorias necesidades de la hospitalidad”, con el deseo por parte de los lidiadores “de trabajar en ella sin percibir interés alguno”. Eran las fórmulas consabidas para solapar la Pragmática Sanción que prohibía los toros desde el ochenta y cinco. Todo el mundo conocía en la práctica la añagaza para salvarla. En este caso lo justificaban las fiestas de la Pascua de Resurrección. “Hecha la ley, hecha la trampa, amigo Goya”, te dio un codazo don Pedro en el instante en que departíais sobre ello. “Así somos en este país de pillos, para bien de nuestra fiesta” Siguió entusiasmado volviendo la cabeza a una y otra parte, con saludos a gentes reconocidas que tú no podías distinguir entre la multitud. Veías sus gestos, su alborozo, cuando te señalaba hacia la arena o hacia los tendidos. Le interrogabas a veces con tus ojos.
Circundaron la plaza con su saludo los lidiadores de a caballo y de a pie. El griterío debía de ser escandaloso a juzgar por la gran masa de gente levantada de su asiento como impulsada por un resorte. D. Pedro se apresuró a indicar al intérprete que se situase sentado a sus pies y con el cuerpo vuelto hacia ti para que fuese descifrándote sus comentarios cuando él se lo ordenase. Y así te lo anunció el otro a ti y así permaneció escorado y desbordado todo el día por el trajín de sus manos llevándote las noticias de su señor amo. Enseguida supusiste que el duque no hablaba en alta voz por la discreción que exigían algunas de sus palabras y, en efecto, tampoco abandonaba la posición de ladear su cabeza suavemente de ti al intérprete y a la inversa. Con una pericia que tú solo podías suponer en un hombre de su condición y estado, te trasladaba sus opiniones sobre la lidia alternándolas con otras consideraciones tan jugosas o más para tus personales intereses.
—Más de doce mil almas, amigo Goya, ¿cómo puede prohibirse el mayor divertimento de nuestra patria?
—Unas leyes pueden quitar otras, señor duque —le contestaste.
—Pues véalo usted mismo: nuestro Rey no sabe cómo dar gusto a un mismo tiempo a las ideas de los ilustrados y a los caprichos de su pueblo. Y cae en una hipocresía que se ve desmentida por la realidad. Así es nuestro Cuarto Carlos, que Dios guarde —te miró con gesto irónico.
—Sólo Dios conoce los motivos que mueven a un Rey, señor. Así lo estimo.
—Si el Rey privase al pueblo de los toros, fíjese lo que le digo, Cayetana de Alba le construiría una plaza en sus fincas particulares. Ahí la tiene, en todo su esplendor. Después le presentaremos nuestros respetos y usted, particularmente, su gratitud por la invitación que le participó el otro día en El Capricho.
—No comprendo del todo, señor duque.
—Le dijo a usted que quedaba invitado a la lidia de esta Pascua, lo hizo delante de mi esposa y de mí mismo. ¿Lo recuerda?
—Ahora sí, ya recuerdo. Extraña mujer, pues no necesitaba de su invitación para el festejo de hoy. Yo mismo ya lo tenía previsto a mis expensas, si no hubiera sido de gratis.
—Querido amigo, nunca apreciará del todo la sutileza de un cortesano, máxime tratándose de la mayor entre los grandes. Cayetana encarna por definición la retórica de la grandeza, créame. Quiso significarle que todavía no había acudido a su tertulia y le había invitado personalmente.
—Lo lamento por ella. La casualidad me encaminó a reaparecer en El Capricho, pero cursaré visita a esa otra casa por agradecimiento a su cortesía…
—Así, así, Goya: llegará usted a ser un gran palaciego —se sonrió y dirigió los ojos con máximo interés a lo que discurría en la arena.
No le estaba sacando partido Pedro Romero a su toro. Mejor había estado su hermano José en el primero. Los rondeños tiraban a brutos, su toreo le echaba un pulso a la bestia, pero a ti te gustaba ese modo tosco, te recordaba un poco a los de la garrocha que habías visto en otros tiempos en Zaragoza. Te gustaba la fuerza de Pedro Romero porque mataba al toro en igualdad de condiciones, un auténtico cara a cara, cuando el bicho estaba todavía entero.
—¡Quién nos iba a decir que el torero jinete iba a dejar de gustar al público, mírelo usted mismo! —te explicaba don Pedro. Tú asentías con la cabeza por no defraudarle—. ¡Este Romero rima con carnicero! —continuaba, con abucheos poco discretos en alguna ocasión. ¡No saca lucimiento a esa fiera! ¡Qué barbaridad! Dejará de gustarme.
—Pero no se mueve apenas, está en su sitio —observabas tú—. Torea con las manos y no con las piernas.
—No termina de hacerle faena, no lo cansa, es un toreo mansurrón, ¡reconózcalo! —te provocaba su apasionamiento y procurabas sujetar tus pujos.
—No lo veo de esa manera, discúlpeme, señor duque —te contenías.
—Pues dígalo clarito, amigo mío, ¿a qué espera? ¡No sea usted tan manso como ese que estamos presenciando ahí abajo! ¡Diga lo que piensa, puñeta! —se encrespó.
—Que este es un lidiador de primera, eso pienso, don Pedro. ¡Y no me encienda la boca! —dejaste escapar un poco picado.
—¡Pues cómo! ¡Vaya si la va a calentar! ¡A ver, el vino! —solicitó la botija que custodiaban por detrás sus lacayos y te la pasó con alguna violencia—. ¡Moje la boca y diga lo que tenga que decir, baturro! ¡Eso es un destripatoros, señor mío de mi vida! —se excitaba por el gesto de su cara y se afanaba el traductor por darte su resumen, pero a partir de un momento ya no hubiera hecho falta.
Levantó luego él la botija varias veces consecutivas y la cambió de manos hacia sus espaldas para que la custodiasen. Te miraba risueño y despreocupado. Hacía aspavientos en dirección a lo que acontecía en el ruedo.
—¡En Madrid que no nos den otro que a Costillares! —sentenció con un corte expeditivo de la mano en sentido horizontal.
—¡A otro perro con ese hueso! —te animabas tú—. ¡Para danzas y finezas quedan los salones!
—¡Pues qué! ¿O acaso hay quien plante avivadores como un Costillares o un Pepe-Hillo? —te retaba.
—¡Acabáramos, señor Duque! ¡Ya tenemos entre nosotros la última moda parisiense! —ironizaste.
—Ustedes los de por ahí arriba no reconocen más toreo que el de esos vascongados que se pasan la faena en saltos. ¡Humitos conmigo! ¡Bueno estaría, por Dios! —parecía verdaderamente enfadado—. ¡Pues qué si no! —te amochaba todavía sacando pecho para defender sus nobiliarias opiniones. Esperaste que se apagara, pero le veías sonreír de reojo y diríase que esperaba tus embestidas.
—¿Sabe lo que considero yo a su Costillares, señor duque? —apuntaste.
—¡Digalo, pues! —aceptó el envite.
—¡Una puta forraje, con perdón! —le acertaste en el centro.
Abrió unos ojos grandísimos de mochuelo y se te quedó mirando con su rostro enrojecido de natural, acrecentado por la congestión de la disputa. Y soltó una carcajada inmensa, franca y sostenida, echando todo su cuerpo hacia atrás y palmeándote la espalda con golpes secos y fuertes de verdadera camaradería. Estaba don Pedro dichoso en su esparcimiento y olvidado de sus afanes ducales, y eso te hacía sentir el privilegio de su cercanía como si se tratara ya de un amigo íntimo. El goteo de ocasiones en que volaba sobre vuestras caras la botija ayudó mucho en ello.
De los escaños superiores a donde os encontrabais le llegó recado a don Pedro, al parecer, de gente de la casa de Pontejos que también se esparcía en estos entretenimientos de la lidia. Te lo explicó el intérprete, junto con el aviso de que más tarde, en el momento en que se hacía un alto en medio del festejo, vendrían a presentarle sus respetos algunos de los miembros de la casa mencionada. Se alegró el duque y te animó a que le acompañaras en la entrevista, por si diera ocasión, te dijo, a contactos posteriores en solicitud de tu trabajo de pintor. No te pareció mal la idea, además de probarte don Pedro que era un avispado hombre de mundo, negociante sagaz donde se prestara la ocasión para ello y muy amigo de sus amigos, como estaba demostrándote a las claras.
A lo largo de la jornada comprobarías que la amistad de corazón, admirativa, que te profesaba la señora duquesa, era compartida desde hacía mucho tiempo también por su señor marido. Por lo que fuera, apreciaban en ti – te confesó con total naturalidad en un aparte – al pintor de raza capaz de ver mejor que nadie el alma de la nación española, que se encontraba en una situación crítica. De momento no entendiste muy bien, pero pasadas las horas volveríais sobre el asunto y comprenderías que te estaba hablando de alta política, solo que el duque no quería servirse de ti en el mismo sentido que Godoy. Este quería el respaldo a su acción de gobierno. El señor duque quería condicionar tu opinión para contraponerte contra el valido. Ya lo ibas comprendiendo, en la corte nadie perdía el tiempo, excepto la de Alba con su aparente frivolidad. Por lo que podías apreciar, de ella ningún parabién, ningún recado, ninguna intención de confianza por su parte, más allá de compartir los escaños reservados a los grandes por haber acompañado al de Osuna.
Le remató el mayor de los Romero al segundo que le tocó en el lote con la misma destreza que demostraba habitualmente en la suerte, recibiéndole muy torero. Pensaste que seguramente dejaría para la tarde la técnica de muerte a toro parado, en una demostración de su pericia en ambos estilos y en abierta rivalidad con Costillares, que era el inventor y el artífice impecable de ejecutar la suerte al volapié. Toreaba este con mucho capote y mucha figura y mucho adorno por verónicas, cosa que gustaba sobremanera a los madrileños y les hacía añorarlo porque llevaba unos años sin pisar la arena y decían que iba de retirada. Bueno, a los madrileños y a otros como el capón de Martín, quien estuvo empeñado siempre en llevarlo a Zaragoza aunque para ello hubiera tenido que cargar también con Romero. ¡Mira que lo intentó! Tu cuñado Bayeu, también muy aficionado, te lo había comentado con la mueca sardónica de fastidio que utilizaba siempre para referirse a Pedro Romero. “Ese salvaje carece de todo arte”, así le llamaba, el Salvaje, precisamente por su manera de matar al toro. Callabas.
Bayeu en esto pecaba de excesivo refinamiento, creías tú, pero no llegó día de confrontar pareceres y lo agradeciste. Con tu cuñado no hubieses sido tan condescendiente como lo eras ahora con don Pedro. Bayeu había olvidado de dónde procedía, y la valentía, sí, de los matatoros vasconavarros. No admitía comparación con estas danzas actuales. ¡Y Martín Zapater, otro tanto! Se habían dejado conquistar el gusto por lo moderno, se hacían los señores ilustrados por imitar el gusto de los reyes y su corte, y de los madrileños que alardeaban de entendidos. ¡Si Moratín padre hubiera levantado la cabeza, habría que haberlo oído! Este sí sabía del valor de los rondeños. Había que tener mucho aguante y mucha hombría para mantenerse con los pies quietos y esperar a meter el estoque a un morlaco de esos. ¡Que se quedasen con su Costillares ya decrépito o con ese Pepe-Hillo que venía dando tanto juego y parecía sucederle!
No fue hasta final de la mañana cuando se produjo el encuentro con los de Pontejos, como se había convenido en el recado de primera hora, pero no tuvo de destacable más que las cortesías pertinentes. Querían los vástagos más que otra cosa, intuiste, confraternizar con los Osuna, puesto que aquella casa era reciente de los tiempos del Primer Borbón y sus pretensiones estaban puestas en codearse con las otras casas de abolengo más antiguo. Para ellos, dejarse ver junto a los Osuna, y después junto a los Alba, satisfacía sobradamente su orgullo y los reconocía públicamente en sus jóvenes títulos. Cumplido su objetivo, también te tributaron, todo hay que decirlo, el homenaje de su admiración y plácemes, y de añadido los deseos de verte en pronta visita a su casa. Y tú correspondiste enviando tus respetos a la noble señora doña Mariana, marquesa de Pontejos, a quien habías pintado hacía años y te había parecido una de las mujeres más interesantes que habían posado para ti hasta entonces, por su elegancia y por su altivez. Una gran señora que podría haber competido con Cayetana en tu estimación: eran de la misma edad, de gran belleza y de enorme inteligencia. Pero la de Pontejos no estaba dispuesta a hacer una sola concesión en su elevada alcurnia, mientras que Cayetana sabía hacer algo más que eso: a pesar de estar en la cúspide de la corte, podía sonreír, ironizar y, seguramente, relativizar su propia importancia. Cayetana tenía algo misterioso, eso era. Al menos, así te parecía a ti en una comparación que se te antojaba ahora atinada, viendo las ínfulas de algunos miembros de aquella casa de Pontejos. De todas formas, no esperabas demasiado de ellos pues no habías vuelto a recibir encargo de pintura desde el retrato de la dama tras la boda con el hermano de Floridablanca, ahora en declive. Por lo tanto, no comprendías que anduvieran tan subidos de humos, los tiempos no los favorecían.
Remató la mañana afortunadamente sin accidente de toreros, si se considera que tres caballos fueron desventrados por los toros en las suertes de varas y probablemente ya andarían de camino al matadero y de ahí a las expendedurías de carne de Madrid. No serían ni una pequeña parte, porque a final de día contarías no menos de una docena de caballerías muertas por las astas. Así era la fiesta entonces, un espectáculo tan bello como violento, a pesar de las reconvenciones de los ilustrados, de sus reservas hacia una práctica bárbara pero muy arraigada en nuestra patria. Y además, como le habías oído en cierta ocasión a Jovellanos, por muy sangriento que fuera el entretenimiento, era un entretenimiento de los pocos masivos con los que contaba el pueblo, una forma de ocio: algo era algo. Aunque a él personalmente le repugnase.
No te permitió don Pedro que te retiraras hasta tu casa a la hora de la comida. La jornada taurina era de mañana y tarde y debías hacerle los honores de tu compañía, te rogó, para compartir manteles. Abandonasteis el jaleo de las gentes concentradas a la salida, en las inmediaciones de la plaza, y tomasteis camino de vuelta al Capricho. Se alegró francamente doña María Josefa de veros tan amigables, tan festivos y felices, y en el tiempo en que os demorasteis en un descansado paseo por los jardines de la alameda, mientras os llamaban a la mesa, tuviste ocasión de conocer un poco más y comprobar la confianza que te entregaba el duque y que te abrumaba en cierto modo, porque no sabías si llegarías a ser merecedor de ella. El intérprete continuaba a vuestro lado en todo instante.
En cuanto os encontrasteis solos cambió don Pedro de Alcántara su jovialidad de las últimas horas por una gravedad que a ti te extrañaba. Su preocupación era evidente a tus ojos y a los de cualquiera que se hubiera encontrado en aquella situación. Quería tenerte de confidente y tú ya sabías en aquel momento, aunque callabas con silencio de funcionario real que sabe protegerse a base de cautelas, que la situación política era sumamente delicada y la nobleza entera estaba pendiente de unas decisiones reales que no terminaban de llegar. O bien se quedaban en tibiezas achacables al poco carácter del Rey y al temperamento dominante de la Reina, entrometida en cuestiones de gobierno y principal valedora de Godoy. Hecho que había trascendido ya haciéndole aborrecible para el pueblo, pues en España el medrador era figura de mal agüero por razones explicables en la historia de los siglos inmediatamente anteriores.
—No es la juventud de ese hombre, Goya, lo que le hace peligroso, es su ambición sin tasa y alentada por la confianza ilimitada de los Reyes, o mejor dicho, de la Reina, que ha conseguido influir en el ánimo del Rey Carlos para depositar toda la responsabilidad en el ministro. Nunca nadie tuvo tanto poder, es inexplicable, y no es por méritos ganados hasta el momento, es un poder dejado en sus manos de forma arbitraria, ofendiendo a la grandeza que siempre ha apoyado a sus Majestades y a España. En Godoy están para bien o para mal en este momento los destinos de España.
—Señor duque —fuiste cautelosamente prudente—, no podría corresponderle a usted con una opinión bien fundada sobre la situación del país. Comprenda que yo solo soy un pintor con la fortuna de estar rodeado de los que dirigen los acontecimientos. No soy exactamente un cortesano, don Pedro, si se me entiende la expresión, soy un servidor de la corte.
—Pero usted ve mejor que la mayoría de nosotros, querido amigo, precisamente porque es un pintor con el privilegio de someter a las personas más influyentes de este país a sus ojos escrutadores. Y lo que es más importante, usted tiene el talento concedido por Dios de reflejar en imágenes certeras lo que ve, es decir, usted Goya, puede hablar de una manera muy especial. Y no solo puede sino que tiene el deber de hacerlo en esta hora delicada de nuestra historia patria. ¿Me comprende en profundidad lo que quiero significarle? —casi te rogaba.
—Comprendo, sí, lo comprendo, don Pedro. Y sin embargo, no puedo ni considero beneficioso a mis intereses ni a los de mis benefactores ni a los de mi país hacer de mis cuadros una tribuna de ideas. El pintor debe llegar hasta donde le consiente su arte.
—¡Dios me libre de inducirle en ningún sentido! ¡Nada más lejos de mi intención, créame! Sin embargo, no quiero negarle que un sector muy numeroso de las principales casas nobiliarias estamos preocupados por la deriva que han tomado las ideas nuevas en nuestro país. Todos hemos contribuido en la medida de lo posible a las reformas que han mejorado sustancialmente las condiciones de vida, no hay aristócrata que no se haya empeñado en incorporar el ejemplo francés o que no haya hecho suyas las ideas ilustradas, pero todo tiene un límite. Y ese límite lo marcan los acontecimientos en la Francia, está bien claro.
—No es fácil ilustrar al pueblo, don Pedro, yo mismo me considero de este modo un aprendiz más que va captando lo que necesita el pueblo y procuro verterlo en mi pintura. Es lo máximo hasta donde sé llegar de momento. Yo me valgo de mis relaciones con los hombres que tienen las mejores ideas para aprender y procuro hacer entre ellos mis amigos, como es su caso, si me lo permite.
—Y orgullosos que estamos de ello, Goya, nos sentimos honrados de acogerle entre nosotros, digo más, como uno de nosotros, y valernos de usted también para la reforma. Pero hay hombres y hombres, de intenciones muy diversas, y a algunos más les valiera refrenar sus ansias de cambio vertiginoso, porque pudiera suceder que los cambios se llevaran por delante a nuestra sociedad entera.
—Los hombres con los que yo trato —fuiste taxativo en tu consideración porque intuías de su parte una alusión velada a alguno de tus amigos y quisiste adelantarte— están dispuestos a dejarse la piel trabajando por este país.
—¡Bien, bien, eso es indudable! Veo que tiene usted un alto sentido de la amistad —y se quedó callado y caviloso mientras seguíais paseando sin prisa por los jardines.
Ordenó don Pedro al intérprete que se adelantase hasta el palacio y trajese noticia de los preparativos para el ágape. No fue preciso demorar mucho tiempo más la espera porque enseguida un lacayo con paso urgente se dirigió hacia vosotros llamando al comedor. Lo había dispuesto doña María Josefa con su habitual gusto en la sala de invitados, sobre el estrado y bajo dosel, como era la moda. Por otra parte, significaba una deferencia más hacia tu persona y supiste apreciarlo encomiando su generosidad. No continuó en la comida la plática que traíais, porque los mínimos conatos que intentó don Pedro los detuvo su esposa como una exigencia del buen gusto, o así lo expresó.
Hicisteis cuestión de toros, un asunto mucho menos comprometedor, y don Pedro desvió las enseñanzas hacia sus hijos, el mayor de los cuales ponía más que interés en las baladronadas taurinas, en broma, de su señor padre. En efecto, don Francisco de Borja, el primogénito, se había convertido en un mocito desde el infante que recordabas, nervioso y sujeto a las muchas advertencias de su madre cuando el retrato de toda la familia, hacía ya unos cuantos años. Era más o menos de la edad de tu Javierico y la señora condesa te insistía en que debías visitarlos más a menudo y traer a tu hijo para compartir juegos y enseñanzas con los suyos. Te sentías muy honrado en el fondo, pero un pudor pueblerino y un complejo de clase te paralizaba cuando reflexionabas sobre el papel que harían tu mujer y tu hijo en los salones de recreo para los niños de los Osuna, bajo vigilancia de sus hayas, preceptores y progenitores.
Después, la señora os invitó a completar la tarde en su animada tertulia, olvidando los toros, como si no hubierais tenido suficiente con lo de la mañana, añadió. No se lo permitió don Pedro ni mentar. Se sentiría ofendido, le dijo a su esposa. La ocasión, se justificó, sería insustituible e irrepetible para mucho tiempo. Y más porque a los Romero y Garcés se les sumarían el de Cándido, De la Torre y el Poch. Quiso argüir alguna razón más la refinada duquesa a favor de otras manifestaciones de la cultura y contra entretenimientos tan populares, pues saliendo de la cucaña y de los toros, opinó, parecía que los madrileños no sabían entretenerse con otras cosas.
Se hizo fuerte don Pedro en su propósito y concluyó que aunque nevara aquella misma tarde no habíais de perder lo que restaba del festejo. Dejasteis los manteles y os retirasteis a ruegos del anfitrión a fumar, pues él gustaba de este placer, a una salita soleada, con acompañamiento de cafeteras bien provistas. Allí os dejaron tranquilos hasta vuestra nueva salida hacia la plaza un buen rato después. Seguía porfiando todavía en tono festivo sobre las aptitudes de los Romero y te confesaba que de preferir a uno, se inclinaría por José, el más joven de los dos, aunque eran tres. No decía que el mayor fuese mal torero, hablando seriamente, pero había apartado y eclipsado premeditadamente a su hermano y de él se decía que estaba picado un tantín por el demonio de la envidia. No querías tú retrucar a sus provocaciones llenas de chanza, como cuando te decía que un torero sin una mala herida no era un torero de verdad, y que el tal Pedro era un crápula y que tenía mejor planta ante las señoras que ante los toros. “Eso sí, amigo mío, últimamente dicen que con la de Alba le gusta ponerse muy torero”, te espetó de pronto.
¡Oh, Dios! Todavía hoy sientes el aguijonazo de los celos cuando recuerdas esas palabras, porque Pedro Romero era un ídolo para el pueblo, para las mujeres, para los literatos que se habían atrevido a cantar su valentía, su belleza física y su extraordinario don de gentes. Aleccionaba sobre la hombría en la plaza a todo el que quisiera departir con él sobre toros, era la suya una virilidad que se elevaba en una estatura inusual para los hombres de aquel tiempo, un cuerpo atlético envidiable, unas facciones morenas de seducción andaluza y, para colmo, un desapego de lo material y dinerario que le llevaba públicamente a desprenderse de cuanto ganaba, y era mucho, con un desprecio que resultaba en él encantador. Ni un solo toro le había tocado el paño de seda de los calzones, ni un solo toro se lo tocaría, y se contarían al final de su larga vida torera más de cinco mil doscientos los astados que había enterrado. Pedro Romero era el torero que te hubiera gustado ser a ti, que algún capotazo diste en tu juventud, era el hombre que te hubiera gustado ser a ti para presentarte a pecho descubierto a conquistar a la de Alba, como él. Salvando el genio, tú no eras más que un hombrecillo cortico de estatura y regordete, rayano en lo elemental y casi rústico de carácter. Y para más inri, mañico hasta las trancas. Eso es lo que vería Cayetana.
“Claro que Pedro, con toda su torería, no es hombre para la de Alba, se reirá de él en esos apartes dramáticos que tan maravillosamente sabe representar”, explicó el duque. Te dejó aturdido hasta el calcaño con esta segunda consideración. ¿Qué pruebas poseía este que te hacía su amigo con semejante confidencia para afirmar eso con tanta seguridad? Pusiste cara de alelado, porque el duque se vio en la necesidad de ser algo más concreto. “Le falta altura en la sangre, y no me refiero a títulos, Goya. Para Cayetana es un hombre corriente por mucho valor que le eche frente al toro”. No querías pararte a pensar en esas enigmáticas palabras. Nada más que una conclusión se te presentaba con inmediata urgencia: el duque parecía ver claramente que Romero no era en absoluto del interés de aquella mujer única, tal vez porque no servía para sus fines. Pero, en ese caso, ¿cuáles eran los propósitos de Cayetana?
Hizo un silencio don Pedro al observar que se acercaba su primogénito a donde os encontrabais de sobremesa y así te lo hizo llegar con el gesto del dedo en los labios. Venía suspirando Francisco de Borja, porque pretendía a toda costa acompañar a su padre a lo que quedaba de corrida durante la tarde, simpática pretensión por lo impensable para un niño de diez años, pero se había enfurruñado y su madre había tenido que amonestarle severamente para hacerlo desistir. Eso es lo que traía de recado a su padre, que en este caso no se atrevió a contravenir las órdenes maternas aunque se quedara con las ganas. El niño se alejó llorando cuando vio que tampoco tenía posibilidad en su intentona fallida.
Sombra en el tiempo, quieres recordar ahora a ese niño que captaste con tus pinceles a caballo de un inocente palo con el que jugaba y a quien captarías muchos años después, siendo un joven que desconocía su muerte inminente en la flor de la vida, a los treinta y un años. Le tomaste en una pose muy romántica, como se estilaba, y no puedes evitar tampoco el recuerdo del buen resultado de aquel trabajo que te reportó diez mil reales, una fortuna para un retrato, que el hijo de don Pedro te satisfizo pronta y religiosamente. Uno de tus trabajos redondos. La fortuna de aquella casa todavía se mantenía en el cenit, y tan orgullosos estaban de su relevancia en la vida de palacio que un año después de la muerte de su padre, Francisco de Borja fue uno de los ocho grandes que acompañaría al mismísimo Godoy hasta Bayona, para una reunión con Napoleón por mandado del Rey. ¡Don Pedro hubiese estado tan orgulloso de él! Con eso se te consolaba la madre, que no tuvo consuelo cuando perdió también al hijo. Se iniciaba un largo camino de los Osuna con la fortuna adversa, y llegarían a ver la quiebra económica de su casa al avanzar el siglo decimonono.
Demasiado decidido para el negocio, entre otras causas, don Pedro de Alcántara acarrearía su propia ruina a partir de su empeño en la fundación de la Sociedad de Giro y Comercio, iniciativa que nunca debió poner en marcha. Pero así se reserva el destino, a una sola carta, para buscar la gloria o la perdición de cada uno. Aquella tarde de toros a ti te abrió las puertas de numerosos retratos y acrecentó tu bolsa como nunca te hubieras atrevido a imaginar, pues antes de finalizar aquel año ya habías comprometido tu palabra con la de la Solana, con el mismísimo Godoy, por fin, y con quien nunca esperaste ni buscaste más que en sueños: Cayetana de Alba. Y detrás de ellos, abierta la puerta de la casa más grande de la nobleza española, vendrían todos los demás en los años consecutivos de aquella década ubérrima de los noventa.
Lo que desconocías todavía era algún motivo oculto de tu éxito, aparte de tu genio como pintor, por supuesto. Solo tu cuñado Bayeu te daría las pistas poco antes de morir, cumpliendo su destino desde el comienzo hasta el final de ser tu benefactor y mentor contra la grima que te producía su persona. Y era tan ciertos sus informes que el mismo hijo de don Pedro, con ocasión del retrato mentado de veinte años después, sí, aquel niño que ahora se emborricaba por no salirse con la suya, te confirmaría al detalle los extremos de una operación en la que tus pinceles solo eran una disculpa. Porque en la corte, ya te lo venían avisando los mismos cortesanos con los que te relacionabas de cerca, nadie está para perder el tiempo. Y en los asuntos de estado de aquel tiempo, como ha sucedido a lo largo de toda la historia, se hacía política hablando de otra cosa. Eso que veías tan poco presentable en Godoy.
De momento, a partir de la misma tarde de la lidia, te vinieron tantos recados inesperados que no sabías si podrías cumplir y atender a todos ellos. Se hubiera dicho que al constatar tu presencia pública, Madrid por fin se había rendido al gran pintor que volvía sano y salvo (aunque sordo) de Andalucía, máxime escoltado por tan buena y añeja compañía como lo eran los duques de Osuna. Y de ahí en adelante lo serían muchas otras casas y personas entre los grandes de la corte. Comenzaba el ascenso definitivo, o eso creías, remontando la adversidad de tu sordera, que solo quedaría en una anécdota.
No había transcurrido una semana y ya te había llegado noticia de la casa del Duque de Alcudia, que solicitaba tu paso por su despacho de palacio para “procurar diligencias encaminadas a un retrato ecuestre”. No había pasado un mes y Cayetana de Alba te hizo expresión a través de su secretario de sus intenciones de hacerse pintar, junto con su marido, en el tiempo que les dejasen libres sus ocupaciones a lo largo de los meses del próximo verano. No sería posible, es verdad, hasta el año siguiente, pero su solicitud de tus servicios era ya un hecho y, por tanto, tu plan de aguantar aunque reventases de deseo por tenerla delante de tus ojos de pintor y de hombre había funcionado según tus previsiones. Cayetana te estaba llamando. Muchos otras sorpresas te aguardaban también durante el año venidero, muchos otros trabajos, incluidos los retratos de los dos hermanos Romero, que habían toreado con la conocida maestría que tú tanto apreciabas en los rondeños.
Hay que reconocer de todas formas que los Romero no estuvieron más que aseados aquel día, porque Francisco Garcés estuvo mucho más torero y venía en ascenso desde su encumbramiento vertiginoso en la anterior temporada sevillana. Pero el pueblo rugía cuando el mayor de los Romero daba una pincelada con estilo y cabeceaba escéptico ante un adorno meritorio de Garcés. Para colmo, su último bicho le tomó por el colorido fajín al entrar a matar, lo volteó en el aire y lo expelió de un golpe de su poderosa testuz, para fortuna del torero y quizá para decepción de la plaza, que se puso inmediatamente de pie a la espera de suceso más luctuoso. “¡Mírelos, amigo Goya!”, se apresuró a informarte don Pedro, “no les han bastado los once caballos con las tripas al aire: quieren la sangre del maestro”. Y movía el duque la cabeza a ambos lados en sentido negativo, para enfatizar la avidez de espectáculo truculento por parte del populacho. Por este nombre mencionó el duque al pueblo.
Para ti, te confesaste, no era ninguna de las dos cosas lo que estabas presenciando. Aquella masa no era más que una posibilidad empastada en el lienzo que ya habías tratado alguna vez no hacía mucho en una de las hojalatas. Era una mancha de pueblo, te decías, alguien inconcreto pero muy importante porque constituía una sola mirada resultante de la suma de todas las miradas. Era un público, sí, un espectador gigantesco que te atraía como artista por su visión moderna de los hechos. ¿Quién era aquel público? Probablemente el mismo que podría presenciar tus cuadros alguna vez en grupos numerosos, colgadas las pinturas en lugar bien visible a los ojos de cuantos quisieran enfrentarse a ellas. ¿Cómo miraba este público? ¿Qué pensaba del espectáculo y del arte y de la historia, a fuerza de unir sus pequeños saberes en una percepción mayor y más clara? ¿Qué pensaría el público de la pintura de Goya? Aquella mancha anónima pero de gran interés pictórico, te dijiste, la tratarías con cuidadoso interés en adelante. Pero tendría que habilitarse El Prado, pasado un tiempo, para mostrar el auténtico tesoro de pinturas que poseían los Reyes. Solo entonces se reconocería a los verdaderos maestros, entre los que ya te incluías. Faltaban todavía muchos años, sin embargo, más de veinte, para tu reconocimiento unánime y absoluto, y en ese momento ya tendrías tú comprada la Quinta y comenzarías a emborronar sus paredes.
No esperó la de Alba a que concluyera la lidia, no pudo ver el revolcón de Garcés. Parecía que se había dado por satisfecha cuando Pedro Romero le brindó su último toro. No había salido el siguiente y último, cuando se levantó seguida de su comitiva y se encaminó a la puerta de salida. En cuanto al brindis chulapo de Romero, te banderilleó los lomos, sin duda, y te dejó la escocedura en la carne el resto del día. No era suficiente con las opiniones de don Pedro en menosprecio del torero a criterio de la duquesita. Lo que habías visto era una prueba de sus recíprocos devaneos y en esos momentos, reconócelo, tu sangre ya estaba muy caliente del ansia por Cayetana. Estaba por dentro de ti y la prueba era que te encelaba cualquier referencia a ella en relación con cualquier hombre. Tus celos eran cada vez más evidentes ante el tribunal de tu propia conciencia, no ante los demás, por supuesto, que no notaban nada. Cayetana, lo ves ahora con la lucidez de tu sombra atravesando el tiempo, estaba entrando en ti y comenzabas a quererla para ti. Eso explicaba tus celos de macho enredado en la lidia de una hembra, en el pelo negro de una real hembra.
Poco a poco, sin darte cuenta, te ibas quedando sin escapatoria, y cuando te llamara a su casa para pintarla ya acudirías rendido. Creías que habías trazado una estrategia para impresionarla y que estaba funcionando a la perfección. ¡Pobre Goya! Exceptuada la Pepa, no sabías casi nada de mujeres, de mujeres como aquella otra. ¿Quién estaba conquistando a quién? ¿Es que no sabías que una mujer así era capaz de vencer sin estrategia ninguna? Ella ni siquiera se lo habría planteado. Las circunstancias harían que acudieras hasta sus mismas plantas y, puesto de rodillas, solo tendría que descabellarte. Porque así se cumplía su destino de mujer y tu destino de artista.
Ahora se daba la vuelta, sencillamente, y te dejaba con un palmo de nariz. Ahora, sencillamente, no era el momento. Cuando lo deseara de verdad, irías a ella como un cordero. D. Pedro te hizo saber que los de Alba posiblemente se anticipaban al término del festejo, por no soportar el riesgo de avalancha de la chusma hacia las puertas de salida en busca del morbo por acercarse a la gente ilustre, en especial hacia ella, como ya había tenido ocasión de comprobar en ocasiones anteriores. Detrás de ella, tan maja siempre, tan querida del pueblo por eso mismo, iba un tropel de curiosos en cualquier ocasión que se presentase. Además, la gente en esos momentos del día ya estaba sufriendo las consecuencias de los tragos largos de cualquier matarratas que hubieran podido empinar a su boca, y también del mucho cansancio acumulado. Pues la mayoría llevaba desde la media noche del día anterior sin dormir, a la espera de que se abriera el coso, según costumbre que sorprendería a algunos de tus amigos ilustrados y así lo contarían en sus papeles más adelante. Tus amigos a quienes no les convencían los toros. Te lo haría saber enseguida el duque de Osuna.
Cayetana se había esfumado sin dirigirte la mirada, levantando la mano al despedirse de los otros principales, acomodados como vosotros en lugar reservado. D. Pedro no parecía tener ninguna prisa en los amenes del festejo, ni por salir de la plaza ni por dirigirse a su casa. Seguía en la misma actitud amable contigo que había mantenido durante todas las horas que habíais compartido. Esa actitud a ratos viraba a cierta reserva cavilosa hacia el interior de sus pensamientos, o eso creías ver, como si tuviera una preocupación encubierta que no quería que trascendiese, o como que tuviera intención de comunicarte algo que ignoraba cómo hacerlo y cuál era el mejor momento para intentarlo. Se retraía un instante y luego volvía a sonreír y se dirigía a ti hablándote a través del intérprete sobre nimiedades. Era curioso comprobar por tu parte cómo del mucho tiempo transcurrido con él de seguido, la comprensión de sus palabras según afloraban a sus propios labios era cada vez más clara, olvidados ambos del intérprete. Te alegraba saber que su mucha confianza hacia ti auguraba felices tiempos en mutua compañía y que por eso resultaba importantísimo allanar las dificultades de comunicación cuanto antes.
Con esa gozosa sorpresa le venías entendiendo, ya en las calle, la invitación a acompañarle en alguna de sus jornadas de caza, hecho este que para ti, naturalmente, era la prueba decisiva de la consideración que te tenía aquel noble señor y el apego que comenzabas tú a sentir también por su misma persona, sumado al que ya habías demostrado hacia su casa y su inteligente esposa. Por si no fueran suficientes pruebas de afecto las que te venía dispensando, D. Pedro te habló también de otro retrato personal que pensaba encargarte más adelante, junto con algunas pinturas de tu nuevo estilo, así te lo expresó, para el Capricho. Tanto él como su esposa lo tenían decidido, aunque no se materializaría finalmente hasta pasados varios años por la gran cantidad de trabajo comprometido que habías acumulado. Porque bien pronto añadirías a tu cargo, con la muerte de tu cuñado Bayeu, el de Director de Pintura de la Academia de Bellas Artes, hasta que tuvieras que renunciar dos años después por imposibilidad física, o excusándote por ese motivo para dedicarte a una pintura más personal.
Se demoraba don Pedro en explicaciones, esa tarde que estabais disfrutando de mutua compañía, y observabas tú de manera cada vez más creciente su preocupación por trasladarte ciertas confidencias que venía apuntando sin saber muy bien cómo hacerte partícipe de forma que no te comprometiese. Tu instinto funcionarial y tu carácter cauteloso ante temas de cierta gravedad, te hacían esquivar de inmediato cualquier intentona que pudiera conducir a un pronunciamiento de opiniones políticas por tu parte. Ni siquiera te permitías meras opiniones, ante lo cual hubieras dicho que el duque se sentía un poco defraudado a juzgar por sus gestos. No querías tampoco desairarle, a fin de cuentas se trataba de una charla entre amigos, como te subrayó él en varias ocasiones, y no tenías por qué cerrarte a cal y canto convirtiéndote en un enigma para quien aparentemente solo trataba de ser franco contigo.
En el camino hacia tu casa, donde te dejaría al final de la tarde, decidió por fin interpelarte directamente y no te quedó más remedio que arriesgar tu posición en la forma de ver algunos asuntos. D. Pedro había mudado su humor a un tono más sombrío cuando abordó lo que había llamado eufemísticamente “preocupaciones nacionales”. Te decía saber, por personas que despachaban con él a diario, que el Rey estaba angustiado por la guerra con Francia, pero que no le había quedado otra salida después del ajusticiamiento de sus primos. El Rey y toda la corte estaban convencidos de que España necesitaba de reformas, pero no por caminos tan expeditivos como los que había iniciado el país vecino. Floridablanca era un pusilánime, un hombre al que los tiempos le habían superado, y Aranda había caído en el exceso contrario porque era un volteriano recalcitrante. “Afortunadamente, los dos están fuera del gobierno”, te manifestó su satisfacción y calló a la espera de alguna palabra tuya.
¿Qué podías decirle sino envolverte en un silencio demasiado tenso? ”Y ahora la cuestión, mi querido amigo, es saber si quien ha sucedido a los dos anteriores tiene la brújula orientada en sentido correcto o vamos a la deriva. Esta es la preocupación del momento por parte de toda la nobleza española que sirve al Rey Nuestro Señor”, te espoleaba en busca de opinión, porque te miraba abriendo mucho los ojos y esperaba alguna respuesta, andanada tras andanada. “Godoy me parece un estadista muy preparado a pesar de su juventud, he oído compararlo con algún político de la Inglaterra en este sentido”, concediste mínimamente. No reaccionó al pronto don Pedro cuando escuchó tu reflexión, y quedó meditabundo. Por un instante temiste haberle incomodado, porque movía la cabeza afirmativamente mientras caminabais siguiendo el paseo que se perdía al fondo desde la gran puerta de entrada a Madrid.
En todo caso, te venías diciendo que nunca le confesarías tu verdadera admiración hacia Aranda, un aragonés que tenía tus simpatías porque llevaba los pantalones bien puestos. Habría perdido la confianza del Rey pero hacía poco más de un mes que le había cantado las cuarenta a Godoy por haberse metido en guerra con Francia, y lo había hecho a la cara, en las mismísimas narices borbónicas de Carlos IV. Y le había costado un disgusto, eso lo sabía toda España y lo sabía mejor que nadie don Pedro, que seguía pensativo con el paso ligero a tu lado. Aranda conocía la política francesa tan bien como la española, era el hombre que podía haber guiado la crisis si no hubiera sido tan endiabladamente anticlerical que ya le habían cubierto con una tizne de leyenda negra. Igual que sucedía desde siglos atrás con todos los validos malquistados con la realeza y el pueblo por la calumnia. La iglesia y la nobleza se encargaban de expandir el veneno, secreto a voces que no podías compartir de ninguna manera con el duque de Osuna.
“Godoy está libre de ataduras con intereses pasados”, dijo don Pedro, “por eso le ha encumbrado el Rey, y la Reina sobre todo, para que no deba nada a nadie más que a ellos, eso creemos algunos cortesanos. Políticamente puede estar perfectamente justificado, lo malo es que este extremeño no se para en barras. Mire usted lo que ha tardado en deshacerse de Aranda, el tiempo en que tardó en despachar con el Rey tras la discusión con su paisano. ¿Pero cuáles son las intenciones de este muchacho, querido Goya? Le confieso que este extremeño apuesto e inteligente nos tiene muy preocupados. No se le conoce más débito que a los Reyes y a su propia ambición, es cierto, y también lo es que mantiene una intención de reformas similar a las que vienen proponiendo los ilustrados. Esto es lo único que sabemos de él”.
Le objetaste, por mantener un simulacro de conversación que te justificase, que no era un mal punto de partida el programa ilustrado. Y aquí sí que resultó contundente en su respuesta, pues enseñó de repente el duque alguno de sus naipes escondidos en la manga del estado al que pertenecía. “Demasiado ilustres quieren ponerse algunos que no lo son ni por sangre ni por méritos ganados de su talento”, dijo secamente. Ante semejante respuesta se avivaron todas tus cautelas, decidiste callar como un muerto. Eras un servido, nada más. “¡Calla, Goya, calla, que es él quien pone los doblones en tu arcón! ¡A pintar y a callar!”, te parecía oír la voz de la Pepa, que era como oír la voz de su hermano mayor, Francisco, y la voz de la experiencia de todos los que veníais de abajo a comer en la mesa de los grandes. Bien sabías tú que para comer las migas o los huesos que se caían de esa mesa había que estar callado, o de lo contrario se arriesgaba uno a quedar a la intemperie de una patada en el trasero.
Godoy había sabido convencer a los Reyes con su apuesta decidida contra Francia, halagando a la corona con la defensa valiente de la causa monárquica contra los revolucionarios. Las victorias del general Ricardos habían sido decisivas hasta el momento para cargar de razón al valido, es decir, hasta marzo en que repentinamente murió ese militar ilustre al que habías pintado por dos veces en el último año. Ahora el escenario había cambiado en poco tiempo. Los refuerzos que se necesitaban y Ricardos no había conseguido, y la desgraciada circunstancia de su muerte, darían un vuelco al conflicto que solo la historia sabría explicar más tarde. Pues Godoy solventó los inconvenientes que nos hacían enemigos de Francia y se firmó la paz y nos convirtió en aliados de la noche a la mañana. Y en enemigos de Inglaterra, que era a su vez y anteriormente nuestra aliada. Milagros de la política de Godoy, la política ambivalente de este Jano bifronte, de quien nadie entendía si acertaba o erraba. Por lo pronto, el Rey se apresuraría en breve a nombrarlo Príncipe de la Paz por sus éxitos. Y tú pondrías tus pinceles a su disposición antes del terminar el año.
Y junto a Godoy, la otra preocupación que apesadumbraba a don Pedro y a toda la nobleza española, te aseguraba, era el afán de modernización a ultranza del grupo ilustrado, a costa de la desestabilización de la sociedad entera, expresado esto con la máxima preocupación en su rostro. “Ese Jovino, por ejemplo, al que usted conoce y todos admiramos, no parece tener bastante con revolver en la corte. Desde su retiro en su tierra natal anda malmetiendo con informes que claman al cielo. No voy a ponerle paños calientes delante de usted, Goya”. Te alarmaste al oír palabras tan duras hacia el que considerabas tu amigo y la mayor inteligencia del siglo, decían. Enseguida sabrías algo que constituía el corazón de las preocupaciones inmediatas del duque. Probablemente era eso lo que no terminaba de digerir en todo el día, hasta que lo había soltado. Solo tenías que esperar a que aclarase sus palabras. No tardó nada.
“Desde los últimos tiempos del Tercer Carlos, ya venía significándose ese hombre con su manía indagatoria en todo tema que cae en sus manos convirtiéndolo en objeto de polémica. Más le hubiera valido quedarse en sus comienzos de literato. ¡Mire usted que ideas tan peregrinas, Goya, que se ha atrevido a cuestionar incluso la ausencia de señoras en la Sociedad Económica de Madrid! ¡No habría mayores males que remediar en nuestro país, que nos vino con melindres escritos! Mi querida esposa fue la primera en manifestar públicamente que no necesitaba del concurso de ningún ilustrado para bastarse por ella misma y pertenecer a cuantas sociedades se formasen en la villa y corte. Y justamente en la Económica no tenía ninguna apetencia. Y con ella hicieron fuerza las opiniones de otras muchas de nuestras mujeres más activas en la cultura del momento. El señor Jovellanos gusta de erigirse en paladín de causas perdidas”.
¡Acabáramos! ¡Claro! Molestaba Jovino desde que se negó a secundar una política que prescindía de Cabarrús, a quien consideraba íntimo amigo y hombre honesto de la cabeza a los pies! Así se lo plantó en la cara al entonces en pleno apogeo Floridablanca, pero este se retrajo lavándose las manos como Pilatos. Otro político más con la cualidad sinuosa de mirar a dos lados al mismo tiempo, igual que Godoy. Bien conocías tú al señorón que pintaste en todo su poder y esplendor, en el famoso cuadro que le mostrabas como parte de los motivos de la propia tela. Aquel que un día te había enfatizado Manuel Godoy con un conocimiento tan preciso del arte, que te convenciste de que esos conocimientos pictóricos no eran más que una condición y la antesala en el camino de su ambición. Godoy admiraba el cuadro de Floridablanca pensando en un futuro cuadro que cantase sus propias glorias. Pues bien, Floridablanca te había prometido a raíz de aquel trabajo el oro y el moro para tu medro personal en la corte y muy pronto lo olvidó. Iguales todos los políticos, enfebrecidos ante la visión cercana del poder. E iguales también en su decisión de elegir a un pintor que los inmortalizase, sí, y ese eras tú.
Jovino molestaba a don Pedro desde siempre, pues este traía a colación escritos de hacía bastantes años. Era una prueba que te revelaba con nitidez que le venían siguiendo los pasos y su trayectoria intelectual, llevada a la práctica con las encomiendas que se le habían ido encargando desde los tiempos del Rey anterior. Empezabas a comprender que un talante vital honrado e intelectualmente crítico resultaba molesto a los mismos que alardeaban de reformadores, o por lo menos a la parte de la nobleza que podía representar don Pedro. Es decir, la que había recibido al principio con mayores aplausos el legado de la Enciclopedia, la valentía de Voltaire y Rousseau, y las andanadas ejemplares del súmmun de la nobleza comprometida con la modernidad: el señor de la Brède, Montesquieu. Pero estaba resultando a todas luces que incluso las opiniones de este último e insigne señor no fueron bien recibidas de entrada en su país y tampoco lo eran ya en el nuestro, al menos para el duque de Osuna. ¿Qué estaba pasando? ¿Qué cambios se habían operado en la mentalidad inicialmente tan abierta de los ilustrados de la nobleza española, que en el momento actual los hacían volver sobre sus pasos? ¿Cuáles, por lo tanto, eran sus miedos?
D. Pedro te seguía hablando y te ejemplificaba en este momento con el entretenimiento de los toros, “Si por Jovellanos fuera”, te decía, “la lidia desaparecería definitivamente de las fiestas populares”. “Pues ¿qué? —seguía aleccionándote el duque con el gesto un poco amargo, pues el tono te estaba negado— ¿es que quiere Jovellanos inventar las nuevas distracciones de los españoles?, ¿creerá por fortuna que va a conseguir meter en sus cafés a recibir instrucción leída a todos los analfabetos patrios? No, amigo Goya, criticar la lidia por sus aspectos sangrientos es desconocer el fondo de nuestra cultura. Verdaderamente esperábamos más de Jovellanos, su Memoria de espectáculos nos ha defraudado a los que queremos una España más avanzada…”
Notabas tú que hablaba en plural, uno más de la nobleza, por supuesto, y uno más entre los que llamaban “los ocho grandes”, esas ocho casas entre las que la de Osuna se encontraba de las primeras. Te invitó a compartir el último trayecto hasta tu domicilio en su carroza, dejándote al rato en la puerta de tu casa. Te despidió con efusividad, era bien patente, te brindaba su amistad para otros momentos en el futuro inmediato, te aseguraba una larga y estrecha relación de colaboración, porque según sus palabras tú eras también imagen de las reformas moderadas que se necesitaban en el momento.“Usted, Goya, es el verdadero tipo de ilustrado que necesitamos hoy”, te aseguró con tanta rotundidad que te sorprendió.
No terminabas de explicarte la excitación de aquel hombre afable por la mañana y tan impulsivo momentos antes de dejarte. Su carácter sanguíneo, su convencimiento de que prácticamente le pertenecías entre los sirvientes de su casa, su orgullosa seguridad de convertir en éxito todo lo que emprendía, su facundia y hasta su trago alegre, le habían hecho a tus ojos muy convincente en las formas de su exposición. Pero barruntabas un fondo que no terminaba de pasar por tu gaznate, también suavizado por el vino. D. Pedro se había quejado, sobre todo, de la muy reciente publicación del Informe en el expediente a la Ley Agraria, no hacía tres días. En la corte se hablaba de ello, hasta en la Academia tenían noticia algunos de los más enterados. “Ese hombre cree que se puede poner patas arriba a nuestro país de la noche a la mañana”, te había dicho el duque sobresaltado. Era bastante claro que Jovino volvía con sus propuestas de desamortización de la tierra, y eso al clero y a la nobleza les escocía, les desestabilizaba y les enconaba. ¿Con quién estarías tú, Goya, en caso de que prosperasen semejantes medidas? España entera se convulsionaría con ellas. Se avecinaban tiempos en que convenía saber guardarse, meditabas.
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01/11/11
He leído en alguna parte que Juan Ramón, el poeta, rabiaba cuando alguna visita inoportuna le sacaba de sus quehaceres y que se las arreglaba con todo tipo de subterfugios para desaparecer en su propia casa, escondido detrás de un biombo incluso, hasta que conseguía dar esquinazo y reincorporarse a la soledad de su despacho. El oficio de escribir conlleva estas neuras que tienen cierta gracia cuando se recuerdan a posteriori, pero muy enojosas en el momento de vivirlas. Y es sabido que Juan Ramón era el campo de cultivo perfecto en lo tocante a neurosis varias. La muerte de su padre, cuando era apenas un adolescente de diecinueve años, tengo entendido, le dejó estas secuelas y otras.
Todos estos días he tenido que hacer un alto en el camino y dedicarme a corregir exámenes de segundo de bachillerato. ¡Qué remedio me queda, pues es de lo que vivo! Si una experiencia he acumulado a lo largo de tantos años de oficio docente es que los alumnos no te perdonan que seas negligente con la corrección, tanto si demoras mucho la entrega de los exámenes como si resultas injusto con la calificación de las pruebas. Por eso pongo sumo cuidado en estos aspectos de mi trabajo. Me exijo la máxima disciplina dando prioridad a esta labor, pero me encuentro muy nervioso unos cuantos días por miedo a perder el hilo de lo que estoy escribiendo. ¡En fin, gajes del oficio!
Y precisamente la tarde que ya me he librado de los enojosos exámenes y que me las prometía muy felices a solas con mis historias, aparecen unos cuñados a tomarse un café con unos buñuelos riquísimos que ha cocinado la mía. Yo no soy Juan Ramón. Por supuesto que no me molestan en absoluto, al contrario, siempre son bienvenidos, y además hay la confianza suficiente para retirarme un rato a pasar notas y rematar la faena, de manera que mañana podré entregar los resultados en el tiempo prometido. Luego me he sumado a la charla durante el resto de la tarde y he dejado en suspenso la continuación de estas líneas que ya no sé si son novela o cualquier otra cosa. El caso es que no consigo liberarme de las dichosas sombras que me acompañan desde el verano y me temo que el cuento se extiende más de lo previsto. Finalmente me digo que no he tenido prisa en cincuenta y dos años de pasión por las palabras (la traía desde la barriga de mi madre, ya lo he dicho en otro sitio) y no me va a preocupar ahora.
La verdad es que, en general pero más para un creador, la contemplación de una mujer casi niña como mi cuñada Jéssica en estado de gravidez supone una alegría inmediata contra la que cualquiera se rendiría. Estos días de otoño, que son pésimos para el mal de melancolía, a los escritores nos tienen descontrolados, pues nos recuerdan y nos reviven por dentro el eclipse de la vida, la descendente hacia el acabamiento. Por lo menos es lo que me sucede a mí, que llevo una temporada decaído sin saber por qué y la explicación no puede ser otra que la que acabo de decir. Tal vez me haya influido también que he recordado el pasado día veinte la muerte de mi padre hace ahora dos años. La muerte es un apunte que está siempre en la primera línea de la agenda de un artista, la lee todos los días a primera hora para olvidarse a continuación de ella por tener que cumplir con una obligación inexcusable, la escritura.
Por eso es maravillosa la barrigota hinchada de una mujer en estado de buena esperanza, da gusto constatarla en el brillo de los ojos, en el lustre de la cara, en la placidez del gesto de Jéssica. La niña que trae, que se va a llamar Andrea, es una esperanza que amortigua la punzada de vacío que late en mi estómago. Una mujer embarazada es el antídoto perfecto contra el cansancio de vivir y da cierta envidia sana o produce añoranza el pensar que uno no volverá a ser padre. A estas alturas, la vida ya nos ha brindado la oportunidad y la hemos aprovechado hasta donde ha sido posible. Yo no puedo quejarme. Lo que me resulta difícil imaginar es otro comienzo con otra mujer y ser padre de otros hijos que los que tengo. ¡Una locura! La naturaleza lo desaconseja y la cabeza lo rechaza.
Estamos en la edad en que la acedía nos toma en volandas, hace nuestro paso más ligero y nos acompaña ya siempre más o menos ralentizada por el peso grasiento de nuestra angustia. En esta lucha pasamos todo el otoño de la vida, después espero que el último salto sea de otro modo. La acedía no es otra cosa que el sentimiento de caducidad, vivido de diferente manera en cada estación de paso. Ya dije que la viví en el tránsito a la juventud y la superé escribiendo otra novela, la que perdí o quemé en la balsa del Puente Viejo. El creador conoce todo esto del “spleen” muy pronto, opino, para su desgracia y para suerte de la creación artística. En mi caso la vida y la muerte están unidas inextricablemente desde el momento en que nací, ese es mi sentimiento. Tengo conciencia de ello en forma de un recuerdo muy preciso. Hay quienes cifran sus primeros recuerdos a partir del cuarto o quinto año de su vida. Yo me acuerdo del momento en que nací, lo juro.
Puede sonar a la pretenciosidad propia de alguien que quiere ir de especial, pero no es así. He tenido un sueño recurrente a lo largo de toda mi vida, una secuencia de imágenes exactamente iguales siempre, una misma impresión de ahogo durante algunos segundos angustiosamente trágicos todas las veces. Es la sensación de encontrarme encajado sin posibilidad del mínimo movimiento, con la cabeza echada hacia atrás y el cuello estirado hasta el dolor, de forma que mi nuca está replegada o casi pegada a la parte posterior del cuello, en el nacimiento de la espalda. Y que me falta la respiración. Cualquier intento por enderezar la cabeza hasta la posición normal es en vano. Es un esfuerzo desesperado porque se produce contra el tiempo decisivo de unos segundos. O respirar o morir. No puedo más. Y me despierto.
He oído decir a mi madre que en su familia materna, casi todas sus primas hermanas, han perdido el primer hijo. De hecho mi primer hermano se murió a las pocas horas de nacer porque vino ahogado, enredado en el cordón umbilical al modo de la soga del ahorcado. La naturaleza también practica estos juegos crueles, unidos a la impericia de una eventual partera si la hay en la casa o en la vecindad, o a la asistencia que pudiera prestar el médico del pueblo, porque hace solo una generación todavía nacíamos en la cama donde nos habían concebido.
El diecisiete de febrero del cincuenta y nueve, una lluvia inclemente entreverada con granizo azotaba los cristales no muy resistentes, claveteados con pequeñas puntas a los marcos de la ventana, de una habitación con balcón frente a las escuelas viejas. Eran cerca de las cuatro de la mañana. Mi madre veía el despertador redondo que siempre ha estado en su mesilla de noche (incluso estropeado muchos años después y definitivamente parado) mientras empujaba y oía a dos pasos zurcir el aire contra las ventanas de cuarterones entornados. No existía el climalit, luego alguna gota pugnaría por filtrarse entre los intersticios de los cristales cuadrados y mal acomodados a su marco. Es posible que algunas grietas estuvieran selladas con engrudo. Yo me demoraba en exceso ante la preocupación de don César, el médico. “Otro ahorcado”, pensaría.
El cuento procede directamente de los labios de mi madre. Aquella boca que buscaba el aire afanosamente, encontró un resquicio al ritmo de una contracción para resbalar hasta la hendidura de la vida y asomar un poco, lo suficiente para que unas manos expertas desenredaran apenas la cuerda umbilical enroscada alrededor del cuello. Asomada la cabeza y libre de ataduras, vino el resto desnudo a la vida para cantarla con palabras. Del interior de aquella suciedad de las entrañas, algún canto hermoso venía aprendido. Luego, enseguida lloró o cacareó el gallo que iba a llevar siempre en su garganta y se esfumó la muerte de su lado, porque la muerte tuvo piedad al escuchar el primer tono feliz y la hermosura de aquel llanto, de aquel canto a la vida.
Nunca se borraría del todo el recuerdo primigenio de una cabeza que debe horadar un túnel más estrecho que su propio volumen. Alguna variante del sueño tiene que ver con la espeleología, una ciencia o una afición que me aterroriza con solo verla por televisión, pues revive en mí el pánico de fluir como una bola hasta un punto mínimo de luz que no admite ensanche ni continuación. Ni vuelta atrás. Se apaga la luz. Cuando me siento deprimido o preocupado o nervioso por algún asunto de la vida, estos sueños vienen a visitarme, me recuerdan que la vida está plagada de estos conductos angostos que se deben atravesar. O sucumbir. Es cierto: la muerte tiraba de mis pies hacia el interior del túnel el mismo día en que mi garganta luchaba por aspirar el aire de la vida.
La vi tan cerca que jamás se me ha olvidado la cara funesta de esa compañera en el inicio de mi aventura. De allí venimos y allá que vamos, pues el hombre es un ser para la muerte, que dijo Sastre. Estamos de acuerdo, bien entendido que lo que merece la pena es el trayecto recorrido y la manera de recorrerlo. Yo he procurado caminarlo casi siempre con energía vital, con optimismo alegre, pero también he caído a temporadas como esta en el pensamiento insistente de la muerte, en meditaciones suicidas, sí, lo admito. Seguramente me habrá podido la acedía de vivir. Me conozco bien y sé que cuando esto sucede comienzo con aquel sueño recurrente (hace unos días lo he tenido) y llegan poco a poco los síntomas y se reabre el historial de mi muerte.
Porque hay días en que simplemente quiero morirme. Alguien pensará de nuevo que busco llamar la atención. No, no estoy mintiendo. Llevo dos años en los cuales he sentido con total claridad en varios momentos que debería morirme ya, como si todo se hubiera cumplido en mi existencia, tras una constatación racional de que lo que sigue no merece la pena porque es en definitiva una repetición y una decepción. Se podrá objetar que nadie quiere morirse, pensando racionalmente. Este es el secreto del suicida, un ser extremadamente racional abocado a su fin por una lógica matemática, aplastante, implacable. Sé que decir esto encierra cierto matiz escandaloso o impúdico o indiscreto. Es verdad en principio, el único eximente que admite es que queda dicho en el contexto de un particular diario, que es a fin de cuentas quien le da razón de ser a compartir cualquier reflexión reservada.
Pero tampoco hay que llevarse las manos a la cabeza cuando una persona perfectamente equilibrada confiesa que ha sentido o siente impulsos suicidas. Pienso que es mucho más frecuente de lo que se conoce y reconoce. La atracción, el impulso, o si se quiere llamar así, la pasión del abismo, la considero tan natural como la del amor y la de la libertad. Quizás en el fondo todas ellas compartan un mismo objeto en su punto de fuga: el afán de llegada y el tránsito a una dimensión superior, es decir, mejor. Casi todos los grandes creadores no se han atrevido a negar esta inquietud íntima y para muchos ha sido todo un estímulo en su camino artístico. Me atrevería a decir que cada momento de acedía vital va parejo a un cambio de estilo. No se evoluciona sin crisis.
Claro que no puede inferirse de todo esto que el deseo de matarse literalmente sea una constante de todo escritor, por ejemplo. Eso tampoco es así. Para llegar al acto material de quitarse la vida tienen que sumarse otros componentes, sobre todo patológicos, endógenos y exógenos. Tal vez yo no estoy hablando más que del regodeo o la ensoñación de la muerte, de un sentimiento literario o estético más que nada. Me considero una persona bastante sana y equilibrada (al menos dentro de los límites aceptables entre la gente corriente) y tampoco pretendo que esto se convierta en una confesión trágica: el Gabilucho dice en su libro que se va a suicidar. ¡No! ¡Ni padiós! He dicho que he sentido el cansancio de vivir y una cierta melancolía de terminar con esta pasión inútil que es la vida. Si alguien me pregunta, por lo tanto, ¿te vas a pegar pronto un tiro en la boca, como Larra? Mi respuesta es terminante: ¡Va a ser que no! ¡Pégatelo tú, hijoputa! Llegados al extremo melancólico del que hablé hace un momento, me sale el gallo de Valdemedio que cantó a primera hora del día asoleado que siguió a la noche tormentosa de mi nacimiento. ¡Yo soy un gallo!
Hablando con total sinceridad, creo que para llegar al suicidio habría que haber perdido previamente el impulso de todas las demás pasiones para quedarse exclusivamente con aquel. No es mi caso. Yo pienso disfrutar mucho más, hasta el capicúa de los ciento un años. Así se lo digo a mi familia, a mis alumnos y a mis amigos. En realidad, soy tan apasionado que se me apilan unas pasiones sobre las otras, y eso tiene algo de bueno: que alguna que me ha hecho daño termino olvidándola pronto y sustituyéndola por otra. Si han surgido estas consideraciones es porque el otoño es muy malito como estación anual climatológica y como símbolo vital. Y no he querido ni quiero eludirlo.
Ya se sabe que en esta primera semana de noviembre, coincidiendo aproximadamente con la fiesta de Todos los Santos, lo tradicional era acudir de visita al cementerio a limpiar las tumbas familiares y a honrar a los propios difuntos. Y por la noche a ver por la tele un año más el Tenorio, antaño. Por cierto, que no sé si se conserva todavía esta costumbre en la parrilla televisiva. Me imagino que se habrá perdido porque la sensibilidad actual de la juventud (y de sus padres, que ahora somos nosotros) considera estas nostalgias como antiguallas, o mandangas, o simples chapas, que se dice. O sea, que no recuerdo haber oído anunciarse recientemente un don Juan, ¡con lo que yo disfrutaría! En la nebulosa de mi memoria, presumo no engañarme si meto las manazas para apartar las telarañas del tiempo y aparece por ahí una tele en blanco y negro, colgada en un esquinazo en el bar de Quique, en Piña, que está anunciando en este momento un Tenorio protagonizado por Rodero o Guillén. No estoy muy seguro, igual se me trabucan los tiempos. ¿Qué hacíamos en nuestro pueblo? ¿Nos habían dado puente en el internado? De lo contrario, no se explica nuestra presencia allí en esas fechas.
Pero de lo que estoy seguro es de que José Luis (mi amigo, mi casi hermano) y yo, somos dos adolescentes que entramos a dicho bar a comprar chicle Chewing Gum, redondo, una rueda rosa de tres discos, de un colorido envoltorio y de un sabor inolvidables. Yo era quinto de la Rosa Mari, la hija de Quique, y con ella hice la comunión, y me acuerdo de alguna quinta más como la Conchi o la Aguedita. De los chicos, me parece que también la hicieron conmigo Eli y Miguel Ángel Chaparro. Curiosamente estos no eran mis quintos del cincuenta y nueve, pero al ser yo de febrero no sé con qué criterio se me incluyó con los del año anterior. Esto lo sabe mi madre y don Antonio, el cura de entonces, y por supuesto, mi tío Lorenzo. El verso más difícil y más largo era el mío. “Compañeros que conmigo/ habéis tenido el consuelo/ de comer el pan del cielo/ que es Jesús Sacramentado/ ¿Queréis para honrar a Dios/ que renovemos hoy mismo/ las promesas del bautismo/ que hechas por otros tenemos…?” Y entonces decían Chaparro y Eli: “¡Sí, queremos!”. Yo creo que las chicas también tenían que contestar.
A mí me dieron un verso tan largo y tan jodido porque tenía buena memoria y siempre se me había dado bien memorizar versos desde pequeño. Por ejemplo, había uno en la Enciclopedia de mayores, cuando estaba ya en la tercera sección, antes de irme interno al colegio de Lourdes, en Valladolid, que me lo aprendí con mi madre de guía. “¡A ver, Jesús, di el verso!” Y entonces decía yo como si tal cosa: “Las huestes de don Rodrigo/ desmallaban y huían/ cuando en la octava batalla/ a sus enemigos vencían”. “¡Bien! – me animaba mi madre – pero has vuelto a decir una palabra mal: desmayaban, desmayaban…”. Y me lo repetía muchas veces, junto con otras palabras, para que notara la diferencia: gallo, pollo, mayo, rayo, etcétera. Eso eran madres y no como las de ahora, que no lo saben distinguir ni ellas. D. Edilberto era el maestro, y yo tenía que andar con mucho pesque con él porque era amigo de mi padre desde niños, y una vez me contó mi padre que, además, los dos habían tenido hermanos mayores en el seminario, de tal forma que en alguna ocasión acompañaron a recogerlos iniciadas unas vacaciones. Y nunca olvidarían esa visita porque vinieron los dos con zapatos nuevos (es un decir: era el momento más duro de las posguerra), olvidados o desechados por algunos seminaristas (o a lo mejor, sisados) y como a mi padre le gustaban los que llevaba don Edilberto (que de chico era solo Edilberto, como le llamaba siempre mi padre) y a la inversa, pues se los cambiaron y tan campantes. D. Edilberto tenía unos cuantos hijos, el mayor de ellos, Toñín, era quinto mío. Los dos se han muerto. D. Edilberto con la edad que tengo yo actualmente, y Toñín se murió hace por lo menos media docena de años. ¡Hay que joderse, cómo es la vida!
Yo tenía que haber hecho la comunión con Toñín y con los demás quintos míos. ¿A ver por qué cojones la tuve que hacer con Chaparro y con Eli? No es que me gustara ni no me gustara, es que mis quintos son los de la foto bajo las ventanas de las escuelas nuevas, aunque aparezcan algunos más que se juntaron porque estábamos jugando un partido en el recreo. O sea, mis quintos son los que son y ningún otro, ni mi amigo Jose, aunque sea el más amigo mío, porque es del cincuenta y ocho. Los quintos son los quintos, ¡cojones! Y cuando hemos hecho una merienda de quintos, ¿quiénes tienen que venir? ¿a ver? Pues los quintos, los del cincuenta y nueve y nadie más. Y si quiere merendar alguno más, pues que se junte con los de su quinta. Bien. Los quintos somos (con nombre y mote): Chuchi Gabilucho, Javi Mosca, Toñín Tadeo (q.e.p.d.), Javi Picholín, Godo Buque, César Jenaro, Domingo Pilón, Francisco Chaparro y Ramón Tuti. ¿Y Jesús de la Cal? Y nadie más. También tenemos una foto en la que estamos todos juntos, ya de jóvenes, en la boda de Tuti. Creo que no tenemos más en la que aparezca al completo toda la quinta.
De todas formas, más arriba he dicho que no recuerdo quién protagonizaba el Tenorio antaño, pero relacionando datos e imágenes más o menos revueltas en mi mente después de tantos años, se me aparecen con bastante nitidez entre las brumas la cara de Mª. José Goyanes y la de Luis Varela. Es posible que se mezclen confusamente con las imágenes de otra obra representada por televisión muchos años después y que yo he puesto en vídeo a mis alumnos en alguna ocasión. O sea, “Tres sombreros de copa”, de Mihura, que tiene tal poder de captación todavía que, con solo tres explicaciones, los muchachos la disfrutan a pesar de sus carácter vanguardista. Y ciertamente, en esta última, Goyanes y Varela hacían los papeles principales. Pero en aquel Tenorio, Varela, concretamente, hacía del gracioso criado Ciutti y este dato para mí es incuestionable por otra anécdota que pertenece a los orianales familiares.
Y es que cuando llegaba el tiempo de Todos los Santos y se reponía el Tenorio año tras año en muchos teatros de España – hasta que murió de agotamiento y quedó reducido obviamente por nostalgia a la representación en Valladolid, ¡con Ágata Lys de doña Inés! – en mi casa alguien traía invariablemente a cuento un chistoso comentario sobre la historia del seductor sevillano, en forma de coplilla procedente de la boca del señor Paco el Ebanista. Este era una institución para nosotros. Mi recuerdo físico de él es muy impreciso, pues debí de verle unas pocas veces siendo yo muy niño y él un hombre sexagenario que murió sobre esa edad. Quiero representármelo prácticamente calvo, no mal parecido, de rasgos convencionales: abultado de nariz, de labios y de cara, de complexión fuerte y estatura media. No sé si es el hombre que en este momento visita los desvanes de mi cabeza. Su huella en mi emotividad tuvo que ser importante para que no se haya consumido en el olvido. Su recuerdo está en paralelo con el de mi abuela Luisa, muerta también cuando yo tenía nueve años. No sé por qué se interfieren y se igualan siendo tan superior la influencia que tuvo que tener mi abuela en mi corta vida de niño.
En mi casa no se decía nunca “Paco el Ebanista” o “el señor Paco” o “Paco” a secas. Se decía todo junto siempre, sin ahorro de una sola palabra: “el señor Paco el Ebanista”. No sé si era para diferenciarlo de otros Pacos. Pues bien, el señor Paco el Ebanista llegó a mi casa procedente de Valladolid, un día de mucha hambre o necesidad, en la inmediata posguerra, en plena época del estraperlo. Era, como al correr del tiempo supieron los míos, el más hábil de una familia larga que se echaba a la carretera para conseguir algunos productos básicos, como el pan, que excedían lo estipulado en la cartilla de racionamiento, o que no podían mercar por escasos o por falta de condiciones para producirlos en el lugar donde vívían en Valladolid.
Y seguramente lo pagaría a precio abusivo, también lo conseguido de mi propia familia (¡bueno era mi abuelo Melchor para dárselo barato!), pero ciertamente también, superadas las primeras visitas de aprovisionamiento, sé por testimonio escuchado a mi madre que con el tiempo la relación humana abarató los costes, algunos productos se daban a romana corrida, y finalmente algunos más se metían en las alforjas a mayores, de gratis y de corazón. Esto pasa porque la adversidad provoca silencios que hacen a los hombres mirarse a los ojos y verse hasta adentro. Y además es muy probable porque el señor Paco el Ebanista tenía el don de la seducción en su palabra y era capaz de conmover a mi abuela y a mi madre con cuentos lacrimógenos sobre la precaria salud de su familia, los sofocos para llevar algo que comer todos los días, el riesgo que se corría con los guardias tras los talones de los que practicaban y consentían el estraperlo, etcétera. A la larga, ni mi abuela ni mi madre le creían del todo, pero dice mi madre que el cuento merecía la pena escucharlo.
Este último es un dato precioso para mí. Encierra sin pretenderlo la noticia sobre el carácter idealista o sencillamente melodramático de mi madre niña y la otra necesidad no material de alimentar la imaginación para superar una realidad gris e insuficiente. De ese talante un poco ingenuo y soñador estoy seguro de que está hecha la materia de mi pasión por las palabras. Revela también esta historia los recursos de un hombre acosado por las circunstancias, que sale adelante fiado de su retórica de charlatán – pues otra cosa más atractiva no tenía –, un talante secreto de narrador del que depende la supervivencia, una especie de Sherezade en versión masculina, rural y castellana, pero no menos eficaz para sus objetivos.
Una prueba de su astucia está en la anécdota que le he oído contar más de una vez, como no puede ser de otra forma, a mi madre. Dice que un día le pillaron los guardias al señor Paco el Ebanista en pleno trajín del estraperlo y le llevaron al cuartel de Castronuevo (si no recuerdo mal), le requisaron lo que podía acarrear en un macuto y en unas cartucheras que añadía a la bicicleta, y se dio por satisfecho porque de momento no le multaron ni le cruzaron la cara de dos bofetadas. Y prueba de que se trataba de un hombre especial es que, una vez calibrada la situación en que se hallaba, puso en marcha su vena interpretativa y antes de que le dejaran salir pelado del cuartelillo, comenzó a hablar como para sí mismo, emocionàndose hasta las lágrimas y los hipidos, y confesando que no podía ir a casa sin la mercancía porque no tenía nada que ofrecer a sus hijos para comer. Desgarrado ante los guardias estupefactos, les confesó que en cuanto llegase a casa se iba a pegar un tiro o que se iba a ahorcar. Jugó la baza hasta el final y aguantó la continuación del interrogatorio de los civiles ablandados por su caso. Le consolaron y se puso en las últimas, le ofrecieron consuelos generales y los rechazó, y por último le empaquetaron de nuevo buena parte de lo que le habían quitado y le dejaron marchar en la bici, con una caritativa despedida y el agradecimiento por ambas partes. A las pocas semanas estaba contándolo otra vez en la cocina de mi casa (lo corrobora mi madre), muerto de risa y de vuelta a las andadas.
Pasados los años y recuperada la normalidad relativa en la situación nacional, un día de compras por Valladolid, mi madre se dio de bruces con el señor Paco el Ebanista, que iba acompañado por una mujer bastante más joven (desde luego no era la suya, las relaciones con mi casa los habían hecho conocerse, estrecharse las amistades y visitarse). Mi madre entonces también era una muchacha de veintantos años y nunca fue corta de vista, con lo cual no podía confundir a aquel hombre con otro cuando tocó su brazo para llamar su atención y saludarlo. Inesperadamente, instintivamente, automáticamente, sin inmutarse, le dijo a mi madre “Disculpe, señorita, no tengo el gusto de conocerla”, tomó por el brazo a la mujer que tenía a su lado y tocándose el ala del sombrero que gastaba se alejó de allí.
”¡Pero mira que era listo el señor Paco el Ebanista! ¡Qué danzante!”, exclama mi madre cuando recuerda aquello. Esto de “danzante” es voz que Fausto explicaría en su lexicón como equivalente a la persona que actúa con mucha viveza en los asuntos que le importan, y así figura en alguna de las acepciones del diccionario general todavía. Estuvo mucho tiempo sin ir por mi pueblo el señor Paco el Ebanista. Por referencias de otras personas supieron que andaba alejado de su mujer y gastándose los cuartos con una lagartona. Mi madre nunca dudó de que era él a quien vio con su amiga. Y el fin del relato continúa con las noticias que llegaron hasta mi casa de boca de sus propios cuñados. Estos eran dos tíos como dos castillos – siempre lo iniciaba así mi madre – el señor Adolfo y el señor Cayo. Cuando la cosa pasó de castaño oscuro y su hermana se hartaba ya de llorar porque el marido no volvía, tomaron cartas en el asunto y decidieron solucionarlo a la manera antigua. Le pillaron por la calle, le cerraron el paso y le dijeron. “Vamos a ver si nos entendemos, Paco, que ya está bien de bobadas, que o vuelves a casa por las buenas o te hacemos volver nosotros por las malas”. Era tan listo que lo entendió a la primera, cuenta con mucha admiración la narradora. El señor Paco el Ebanista regresó, dio dos besos a su familia, volvió a su trabajo y nunca comentó nada. Fueron muy felices hasta el final de su vida.
También por Valdemedio tardó tiempo en volver. Un buen día, sin dar más explicación, se presentó y nadie le preguntó nada ni había por qué. Le abrazaron y le besaron todos, le agasajaron, le pusieron al corriente de novedades. Ni una sola palabra o alusión comprometida. Se imponía un pacto de silencio esperanzador entre personas que se han conocido en los tiempos malos: si superamos lo difícil, ¿no vamos a superar estas tontadas? Volvía con frecuencia y entraba siempre que se lo permitían sus negocios al paso. Después también nos visitaba ex profeso y traía a sus nietos a que jugaran con nosotros. Debía de ser muy niñero porque aquí tengo la memoria bien fresca de las bromas y las atenciones y las carantoñas que nos prodigaba a todos, igual a nosotros que a los suyos. Mi hermano sería muy pequeño pero yo ya me daba cuenta de las cosas. Le veo siempre en la cocina, rodeado de unos cuantos niños a los que nos había reunido y haciéndonos alucinar de admiración cuando se le levantaba el sombrero solo, mágicamente, o cuando nos decía que se iba a rasgar la barriga y que escuchásemos. Se hacía varios cortes transversales con el canto de la mano en su vientre y cuando menos lo esperábamos soltaba un pedo largo y arrastrado que nos hacía chillar de vernos burlados y morirnos de risa. Por fin, el número fuerte eran unos versos del Tenorio, que se sabía de memoria y tenía muy bien calculados en su efecto. Esto lo declamaba también delante de los mayores. De aquel recitado procede la anécdota a la que he aludido más arriba. Llegado un momento álgido de la representación, con gestos histriónicos y voz tremendamente fuerte, decía la copla que por su tono imperativo y por el misterio que sugerían tantas risas de los mayores se me ha quedado grabada indeleblemente: “¡Ciutti, da por culo al comendador!/ Señor, que le dé don Luis Mejía/ que tiene más energía/ que yo”. Lo recuerdo tan vivamente que distingo con claridad su voz grave y musical.
Hay aquí también, en la relación de aquella familia con mis abuelos y mis padres, un fondo de solidaridad muy humana, el comienzo de una indestructible amistad fraguada en momentos de infortunio, que aun hoy perdura en los descendientes. ¡Lo que son las cosas! Cuando el señor Paco el Ebanista no podía desplazarse por circunstancias de trabajo, seguramente, era mi abuelo quien iba con un carro de paja hasta la capital, o con cualquier otra disculpa, y debajo de la mercancía se escondía en unas alforjas o en un saco, otra mercancía más preciada que iba a a parar a casa del amigo y creo que también se extendía a su familia, a quienes genéricamente llamaban en la mía “los de las puertas”. Vivían en las afueras de Valladolid entonces y hoy en pleno corazón del barrio de Los Pajarillos. Con el primer boom de la construcción en los sesenta, “los de las puertas” vendieron algunos de unos terrenos que poseían a muy buen precio, se construyeron allí pisos y remontaron con negocios muy boyantes. El señor Paco el Ebanista mejoró el suyo de carpintería que llevaba en el apelativo. La relación con mis padres, como digo, se ha conservado y se conservará siempre mientras algunos de ellos vivan. La tercera generación no hemos tenido ya contacto más que esporádico y casual, pero en la memoria siguen los vínculos de la amistad pasada. Hoy ya están enterrados, por supuesto, todos los abuelos y la mitad de la generación segunda. Sobran palabras.
Novela también es esto, contar historias anónimas por donde empezaron y dar cuenta según van terminándose. ¿Quién se acordaría alguna vez de ellos, en toda la eternidad, si no somos nosotros, los de la misma sangre, los próximos, quienes las rememoramos y fijamos? La fiesta de Todos los Santos se presta mucho a ello, a contar lo que se ha perdido, a contar finales, completar historias. Es la melancolía de vivir la que nos empuja. Lamento muchísimo que ya no se pase por televisión el don Juan de Zorrilla, porque era una costumbre iniciada con la llegada de la tele y convertida en tradición, es decir, en recordatorio cíclico de que todo continúa igual para tranquilidad nuestra y que así será para los que vengan detrás. No quiere decir esto que el mundo no vaya a cambiar, pues el primer pasajero es nuestra propia existencia, sino que dejamos pistas o pautas que demuestran que la esencia del hombre es siempre la misma, que vivir es una aventura que merece la pena y que un futuro esperanzador queda asegurado.
Necesitamos tanto vivir como representar el vivir, mirarnos el vivir para reconocernos en nuestros aciertos y en nuestros defectos, por eso ha sido históricamente tan importante la función del teatro, tanto que a cada acto teatral lo llamamos función. Por eso somos muchos los que añoramos aquel famosísimo “Estudio 1” que duró tantos años en la tele inicial, que se interrumpió después durante otros muchos, y recomenzó con el siglo XXI pero ya de una forma ocasional y residual. Con todo y con eso, hoy se vuelve a hablar de la vitalidad del teatro en sus formas modernas, las carteleras de las ciudades dan prueba de una demanda resistente a toda crisis general, del cine, de la novela y de otras artes. El teatro, para mí, es por definición desde sus orígenes el arte que funde la ficción y el entretenimiento, dos necesidades tan básicas como las biológicas.
Es la necesidad inesquivable, como dijimos más arriba, de representar la vida. Yo puedo dar fe de que en la iglesia de Piña he presenciado de niño variantes de lo que se llamaban “tropos” en el teatro medieval. Eran pequeñas escenas dialogadas de la Pasión de Cristo que se reducían, por lo tanto, a las fechas señaladas de la Semana Santa. Estoy viendo desde el coro, donde subíamos desde mocitos los chicos, a don Antonio hacer de Jesucristo leyendo desde el lado de la Epístola, y a José Luis el de doña Anuncia hacer de Poncio Pilatos en su lectura desde el lado del Evangelio. No puedo recordar si en alguna ocasión hubo algún lector–personaje más al mismo tiempo, no me suena. A mí me parecía un mano a mano entre don Antonio y José Luis, a ver quién leía mejor. A don Antonio se le daba por supuesto, pero José Luis también lo bordaba. Yo notaba una pequeña emoción dentro de mí, como si aquel principio de escenificación tan rudimentaria tuviese un valor añadido, como si se vivificasen las palabras que normalmente en la iglesia resultaban un sonsonete de fluir oleaginoso y de tono nasal propio de cura, y al mismo tiempo sentía un prurito de envidia por no poder estar allí delante protagonizando la lectura, convencido de que no solo leería muy bien sino que la aportaría una entonación dramática adecuada. No sé por qué, pero me consideraba capaz de ello y dentro de mí un asomo incipiente de orgullo me hacía ver que los dos que leían lo hacían a la perfección pero que no dejaban de ser don Antonio y José Luis: y yo intuía que con la voz, solamente, se podía llegar a ser Jesús y Poncio Pilatos.
Desde luego, lo que no presencié nunca es a nadie caracterizado con algún tipo de vestimenta o con algún símbolo siquiera. Eso nunca lo vi porque don Antonio era un cura muy práctico y seguramente desistiría con solo plantearse cómo le vestía y de dónde sacaba las túnicas y demás jaeces a un buen mozo como José Luis, y no digamos si había que añadir un Barrabás y media docena de romanos. Eso estoy convencido de que para don Antonio sería derivar en puros títeres o en una comedia insufrible e irreverente. Ni que decir tiene que tampoco se le ocurrió nunca (al menos en mi época de monago que yo recuerde) un belén viviente o cosa por el estilo. Los castellanos ya se sabe que para estas cosas somos muy sobrios, incluidos los curas.
No obstante, a mí la imaginación se me desbordaba a ratos, aburrido con el resto de los mocitos de medio pelo en el coro y entretenidos en confidencias con los amigos cercanos sobre la localización allá abajo, en la nave central, de las chicas que nos gustaban y a ver si miraban para atrás. Cosa que jamás hizo ninguna, ¡hasta ahí podíamos llegar en aquella época en la que se habría considerado una fresca a la que hubiera tenido la cara de hacer tal cosa! Y además, porque lo que menos estarían pensando aquellas mocitas coetáneas nuestras era en los peleles que armaban barullo en lo alto del coro y a quienes don Antonio alguna vez tuvo que reprender y afear públicamente en medio de la ceremonia. Como no había ninguna posibilidad por tanto de que la niña de tus sueños volviese la cara, y ya lo sabíamos de antemano, y yo no era tan atrevido como para gallear como otros agrupados en torno al armonio que aún perduraba allá arriba, desvencijado y desafinado, entonces mi único recurso contra la pesadez de aquellos ritos alargados especialmente en aquellas ocasiones era volar…
Un maravilloso y potente foco mandaba el haz de luz a un círculo ante el altar de la iglesia de Valdemedio. Mis amigos y quintos y todos los de la escuela estaban a los lados de aquel luminoso misterio. Las chicas ahora sí que nos veían porque estaban vestidas de ángeles y sentadas entre algodonosas nubes en el espacio que había entre el púlpito y los primeros bancos. Ahora quedábamos nosotros de exclusivos protagonistas y yo veía a don Antonio observar en silencio el desarrollo de la ceremonia desde la puerta de la sacristía. También allí, flanqueando aquella puerta en arco de medio punto, veía yo a César y a Godo mover con habilidad los incensarios para crear ambiente aromatizando la escena. Y por supuesto, los mejores papeles los hacíamos mi amigo José Luis, Pedrín el de Ambrosio, Javi, Domingo y yo. A todos ellos los vestía mi magín de Pilatos, de Barrabás, de Judas, de Centurión romano y, por supuesto, yo de Jesucristo, porque de adolescente tuve bastante melena (como el Cristo jipi), porque tenía un tío cura, porque había sido siempre un niño muy bueno y espiritual, y porque se me ponía en los cojones, ya que a fin de cuentas era yo el que estaba soñando despierto. Era la estética de Jesus Christ Superstar adaptada a Valdemedio. A ratos me confundía con el prota de la peli americana y a veces con Camilo Sesto, más nacional de sabor, pero aunque Camilo cantaba muy bien y lo sentía mucho, a mí no terminaba de convencerme por su toque demasiado afeminado para el gusto de mi pandilla de pueblo. Y yo quería ser un Cristo muy hombre. Esto sucedía dentro de mi cabezota fantasiosa y así se me pasaba mejor la misa. Porque a misa, entonces, había que ir.
Pero además de estas formas rudimentarias de drama litúrgico, de origen antañón, en todos los pueblos como el mío aún subsistía también de forma elemental y ya muy devaluado el drama profano fruto de la última siembra, pienso yo, de la labor cultural de la República, y cuyos antecedentes lejanos se remontarían al afán de los ilustrados del XVIII por convertirlo en una herramienta de educación cívica. A esto se le llamaba todavía en los pueblos genéricamente “hacer comedias” o “echar comedias”, aunque a veces se tratara de dramones lacrimógenos en toda la regla, como los últimos representados y de los que guardo noticia de historiador de la literatura de Valdemedio, gloria que me enorgullece por haber recibido el espaldarazo del insigne prohombre de nuestras letras, Fausto Nuño. Eran estas iniciativas, esencialmente, un motivo de reunión social de los jóvenes, recluidos de ordinario en los límites de un ambiente cultural muy pobre y en los del ambiente festivo del baile de los domingos. Era una ocasión para comunicarse. Todas las demás actividades que pudieran llevarse a cabo, fuera del trabajo cotidiano, estaban separadas férreamente entre hombres y mujeres. Solo el noviazgo era una manera formalizada de acercamiento, por eso no se decía como ahora “salir juntos”, sino “hablar”. El chico de fulano hablaba con la chica de zutano, o sea, era una cuestión de los padres, que todavía mantenían el sentido de propiedad sobre los hijos.
En estas condiciones sociales surgían las comedias. En Valdemedio la más importante de los años cincuenta fue la representación de “Flor de un día”, seguida de su continuación titulada “Espinas de una flor”. En esta participó mi madre, por eso conozco muy bien algunas de las vicisitudes de su representación. Calculo que pudo ser a mediados de los cincuenta, hacia los veintitantos años de mi madre. Los que hemos sido teatreros durante algún tiempo (los que somos fantasiosos de carácter permanecemos teatreros siempre, o histriónicos), digo que los teatreros que le hemos dedicado cierta reflexión al asunto (yo también fui director durante ocho años de “El Globo” de Aguilar) sabemos muy bien que la elección de la obra es cosa que importa mucho para el buen éxito de la función. Después de muchos años y de haber preguntado muchas veces a mi madre quién propuso la obra mentada o la llevó a las tablas como director en Valdemedio, no encuentro contestación. “Sería Francisco o alguno de esos”, me contesta la Melcho, pero no tiene la más mínima idea de este detalle. Es lógico, sus recuerdos se centran en los ensayos. Ni siquiera sabe (y no creo que lo supiera nunca nadie de los participantes) quién era el autor de dicha obra y con qué propósito se representaba. Creo que era algo muy sencillo: alguien había conseguido una copia escrita del libreto y la había llevado al pueblo, había hablado con los jóvenes y había salido un grupo que se comprometía a ponerla en escena. Cada cual copiaría a mano su papel. Me imagino que sería así.
Conque mientras no tengamos más datos de este misterioso “Francisco”, con vocación de director de escena, no sabremos y permanecerá en las brumas de nuestra historia local quién tuvo el honor de ser el primer conductor dramático valdemediano. Y aun si apuramos un poco y suponemos que también tuvo que hacer forzosamente de arreglista, podríamos concluir que al tal Francisco le cupo el honor de ser el protodramaturgo, principio y arranque de las tablas de nuestro querido pueblo. Después de estos primeros conatos de producción dramática, nada se ha sabido de autor de comedias famoso en Valdemedio, y si acaso, solo se ha representado en tablas de algunos pueblos de la vecina provincia palentina, ya en edad muy cercana a la nuestra, la tragicomedia titulada “Quiniela en familia”, del autor valdemediano Medrano Gabilucho. En libreto totalmente original y que todavía anda por ahí de rondón junto con otra obra más específicamente dramática intitulada “¡Muerte…cómo te quiero!”, del mismo autor, y que por avatares del destino pidió ser representada en el pueblo de Las Rozas, de Madrid, donde se produjo el desenlace real de la acción de dicho drama y por motivos que se desconocen nunca fue representada. Quizás por su falta de calidad literaria o por ser un producto extemporáneo en la dramaturgia actual. Quizás porque cayó en manos de un aficionado que no se atrevió a ponerla en vivo. Finalmente, también fue ofrecida en su momento al actor Carmelo Gómez, que evitó dar respuesta de su interés y ni siquiera se hizo llegar la obra a sus manos. Pero en esencia, malas o pésimas, estas dos son las primeras y las únicas hijas que se conocen hasta ahora paridas de la imaginación de un valdemediano. Esto es lo que hay en nuestra dramaturgia, paisanos. Quieres pan o pan.
Por si fuera poco, siempre he dudado de que este misterioso Francisco fuese alguien de mi tierra (he incluso me he planteado si fue personaje imaginario), lo cual no me ha sido fácil comprobar preguntando a algún octogenario todavía vivo entre los que actuaron en la representación, porque da la casualidad de que el autor homónimo de la pieza es Francisco Camprodón, un catalán que cosechó mil éxitos con obras como éstas de un romanticismo tardío y almibarado. Hoy es fácil localizar su ficha biográfica en internet, que nos da cuenta de un abogado metido a literato y a político de la Unión Liberal, hacia la mitad del XIX, justamente cuando estrenó sus poemas y sus dos dramones más famosos, que son los aludidos. Tenía fama de ripioso y de sensiblero, pero precisamente es por lo que triunfó en su momento y por lo que se ve continuaba llevándose a las tablas cien años después.
Y no solo eso. Fue un autor tan representado, tan de moda y de fama tan perdurable, que su obra por excelencia, “Marina”, una zarzuela con música del maestro Arrieta, lamigosa donde las haya, y a la que pertenecen los versos aquellos de “Costas las de Levante/ playas las de Lloret…”, alcancé yo a verla representar en el teatro Calderón de Valladolid, invitado por un entrañable lasaliano, el Hermano Enrique de las Moras. Sería hacia el año setenta y siete, aproximadamente en mi primer o segundo año de universitario residente en el Colegio Mayor La Salle de Valladolid (¡mis buenos Hermanos de La Salle!). No comprendo de dónde nació aquel ofrecimiento a acompañarle a la zarzuela.
Era un religioso vocacional pero también un hombre de mundo (procedía de una familia acaudalada y lo sé porque tenía una rama familiar en mi valle y, concretamente, guardaba parentesco con Arcadio, el rico de mi pueblo). Vestía siempre de paisano, con trajes de corte que llevaba impecablemente pues era alto y bien parecido, y era de maneras finas y extremadamente educado en el trato. Tenía una preparación general muy sólida y en literatura me sorprendía con sus comentarios acertadísimos en cualquier ocasión en que coincidiésemos, como sucedía cuando compartíamos mesa en el comedor porque los frailes miembros de la dirección iban rotando de una mesa a otra cada día para tratar con todos los estudiantes. Otras veces coincidíamos en el bar del colegio o en el gran vestíbulo de entrada, un lugar habitual de reunión. Entendió enseguida que yo prestaba atención en cuanto se hablaba de literatura y seguramente lo tuvo presente en aquella ocasión de la zarzuela. Otra vez me regaló un libro de Grahan Green por mi cumpleaños. Siempre me resultaba sorprendente y es muy posible que viera en mí un futuro frailecillo de La Salle o un futuro escritor. Se confundió en las dos cosas por mi falta de devoción y de talento respectivamente, pero siempre le agradeceré su deferencia conmigo.
La vida me condujo por otros derroteros, pero quiero dejar claro de todas formas que nunca me adoctrinó ni me habló de religión, excepto aquella vez en que me fue a visitar mi padre y en su despacho, inopinadamente, le comentó en bromas que yo no era bueno, que no iba los domingos a la misa que se oficiaba en la capilla del colegio. No se me olvidará jamás la respuesta de mi padre, y eso que era sumamente religioso: “En mi pueblo dicen que no todos los que van a misa son buenos ni son malos todos los que no van”. No pretendo idealizar a mi padre ni exagero en lo más mínimo, fue exactamente así, con este juego de palabras que era frecuente en él, sin perder la sonrisa ni alterarse, con una rapidez mental que yo le envidiaba, manso e incisivo como yo nunca llegaré a serlo. Nadie en este mundo ha conocido tanto mis defectos como mi padre, ni podrá existir quien me los haga ver con la suavidad con que lo hacía él. No tenía estudios, no era más que un hombre de trato, como él mismo se confesaba. Pero nunca perdió la fe en que yo llegara a ser una buena persona ni consentía que nadie pusiera eso en duda. Se lo noté muchas veces. Por eso, si hay algo de bueno en mí, se lo debo a él, y todo lo malo es mío solo. El orden que he conseguido imponerme habitualmente en mi vida es una consecuencia de su educación y el equilibrio que mantengo a duras penas es un éxito de su influencia en mí, tendente por carácter natural a la neurastenia y al caos. Con otro padre, yo hubiese sido un tremendo desastre. Gracias a él, voy tirando.
Mira tú por dónde, la “Marina” que me llevó a ver el Hermano Enrique era del mismo autor de la “Flor de un día” en que había actuado mi madre de joven, aunque yo eso no lo supe entonces. Sé que el Pro, como le llamábamos, me mandó ponerme una camisa limpia y algo más de vestir de lo que en mí era habitual y nos plantamos en el Calderón. Más recuerdo no conservo sino unos decorados que me parecían muy cutres, unos sentimientos muy merengues y una música en las antípodas de lo que yo podía entender a mis veinte años como tal. Pero tengo la sensación de que fue entretenido porque sería la primera vez que presenciaba un espectáculo de ese tipo. Volví a casa tan contento, contando a mis amigos la experiencia, y no recuerdo que ninguno le diera ni mucha importancia ni mayor valor.
Repito que nunca he pensado que fuese un ejercicio de captación vocacional, no me pega para nada con el carácter franco y generoso de aquel fraile. Mi malicia me llevó a barruntar (por no hallar explicación más racional) que detrás también podía haber una intención de demostración de sus gustos exquisitamente clasistas, para que yo fuera con el cuento a los que pudieran conocerle en mi zona sobre las aficiones de señorón que se gastaba don Enrique de las Moras. Con el paso de los años he concluido que se trató ni más ni menos que del gesto de un enorme educador. Con la excusa de celebrar un cumpleaños o cualquier otro éxito estudiantil, te premiaba con uno de esos detalles. Es más, no fui el único. En todo caso, es verdad que no muchos fueron los agraciados. Él tenía su criterio de selección, eso me consta.
Y pienso también hoy desde la distancia que pudo influir aquel concurso universitario intercolegial de poesía que gané, con un soneto de los que me salían redondos como buñuelos y seguidos como churros, y que se leyó con otras obras premiadas en la cena de gala celebrada en el Colegio Mayor María de Molina, frente a la facultad de Medicina, presidida por el entonces rector don Alfonso Candau. Para mí el aliciente era doble porque quería impresionar a una niña de pelo moreno y rizado que vivía en aquella residencia y porque el premio eran siete mil pesetas. Conseguí lo segundo, pero la primera no estaba invitada a la fiesta. Era de Reinosa, cuando yo todavía no conocía exactamente dónde quedaba este pueblo de Santander. Me compró mi madre una camisa de cuadritos blancos y azules, ¡más chula!, y con ella recibí el galardón, un sobre con el taloncillo de las siete mil licurcias que me hicieron mucha ilusión y que guardé con sumo cuidado en el fondo de mi bolsillo, para pulirlas en cuanto tuve ocasión con la panda de abencerrajes que me estaban esperando esa misma noche y me tomaron al asalto nada más llegar a La Salle. Eran, sobre todo, José Luis Cuesta (¡siempre Jose a mi lado desde críos!), Jesús Antonio y Santiago Pérez Villar. De la cena de gala me quedó el recuerdo de don Alfonso Candau (un poco achispado), censurándome un encabalgamiento demasiado abrupto en mi soneto y lanzándome de un lado a otro de la mesa unas flores de ornato que pretendían homenajearme como poeta laureado.
En mi chinostra éramos abencerrajes porque una vez me había dicho Fausto en el teleclub de Valdemedio, que yo era el último abencerraje. Y me remitió al diccionario. Efectivamente, él siempre comenzaba por la etimología: abencerraje significa “el hijo del guarnicionero”, y yo era el hijo del último guarnicionero en cinco generaciones de “Gabiluchos”. Mi padre tuvo que dejarlo a los treinta años, cuando el negocio se vino abajo con la mecanización del campo, y yo me he dedicado a este otro humilde laboreo de la enseñanza de las palabras. Pero me contó que todavía había más detrás del mito del abencerraje, o así lo llamó él. Sentado a una mesa donde solía merendar un bocadillo de sardinillas en aceite, de espaldas a las ventanas del teleclub que miraban al pueblo por encima de la nave que hacía de pórtico de la iglesia (¿quién había consentido semejante atentado?), abrió muchos sus ojos azulísimos de vacceo o de celta y me llamó una tarde.
“¡Ven aquí, dañao, que te voy a contar la historia del abencerraje! Te la he contado ya más veces pero se te ha olvidado, tío pelele”. Me quedaba yo con cara de aterido y él continuaba con su plática. “¡Sí, majo, sí, te la contaba en la era, cuando te ponían al sombrío metido en la media fanega. Todavía ni te andabas, por eso ya no te acuerdas!” Parecía que se daba cuenta de que estaban a punto de echar por la tele “Viaje al fondo del mar” y me la iba a perder. A mí me jodía porque se aprovechaba de que tenía mucha confianza con mi familia y eran tiempos en los que había que respetar a los mayores. Por ejemplo, me veía por la calle y me mandaba a comprar un Ideales al estanco de Faustino porque le salía de los cojones, solo por fastidiarme, y porque sabía que yo, como cualquier chaval, teníamos que obedecer a un mayor o de lo contrario lo pondrían en conocimiento de tus padres y te podías llevar dos hostias en casa.
Pero la del abencerraje me gustó, me impresionó y me removió. ¿Cómo había llegado a él? ¿Es posible que hubiera leído el libro en traducción? Lo que es indiscutible es que conocía la narración de Chateaubriand porque a mí se me quedó grabada hasta que cayó en mis manos mucho más adelante. Son conocidos los episodios de esta novelita corta. Es la pretensión de volver al amor imposible, a los sueños perdidos y al mundo desaparecido. O sea, la historia de mi vida, la historia de todo artista, la historia de todo el mundo. Es, en definitiva, el afán edénico y la inevitable tentación de mirar hacia atrás en la vida del hombre. Pero no hay vuelta que valga a la inocencia y la consecuencia la aprendimos en otra historia de la Biblia, la de las estatuas de sal. Es posible que en nuestro interior no solo llevemos presentes muertos sucesivos, como decía el maestro Quevedo, sino una hilera de estatuas de sal.
En la historia de la humanidad la auténtica enciclopedia no fue la del siglo XVIII (sin restarle su inmenso valor, naturalmente), sino la del siglo XXI, que no es otra que la Wikipedia y el buscador de Google. Su importancia solo es comparable al invento del fuego, de la rueda o de la imprenta. Lo pienso de corazón y sé que comparto esta opinión con muchísima gente. E incluso voy a arriesgar más: que un simple “clic” con el dedo pueda llevarnos instantáneamente a cualquier asunto o tema de interés (máximo o ínfimo) y nos proporcione una ficha solvente para salir del paso y alumbrar el camino del objetivo que estamos desarrollando en ese momento, sin despistarnos ni movernos de la silla, esto, digo sin rebozo alguno que es una de las aportaciones decisivas en la historia del hombre.
Así me sucede ahora cuando compruebo, por ejemplo, los datos básicos de la biografía de ese hombre fuera de lo común que fue François René de Chateaubriand. Revisando su seductora aventura vital, su arriesgadísimo carácter que le llevó a jugarse la vida en numerosas ocasiones debido a los convulsiones políticas de su tiempo, sus viajes por todo el mundo, sus escritos anunciadores de la sensibilidad romántica. Revisando sus “Memorias de ultratumba”, que llegaron a mis manos porque me encargó el libro mi compañero del Departamento de Lengua y Literatura, Abelardo Olalla, ecuménico lector, he llegado al convencimiento de que él y solo él hubiese sido el hombre ideal para la duquesa de Alba, mi ensoñada Cayetana. Fueron coetáneos, se diferenciaron en unos pocos años de su edad, pero estoy convencido de que hubieran constituido una bomba atómica de su tiempo por la conjunción de sus dos personalidades. ¡Lástima que Chateaubriand comenzó a destacar como escritor muy al final de un siglo y Cayetana murió muy al comienzo del siguiente!
¡Escúchame, viajero que programas una semanita de asueto a París para dar gusto a tus hijos acercándolos al parque temático de Disney o de Astérix! ¡Escúchame, abnegado padre de familia que pillas una chupa de agua de la virgen con toda tu familia arrastrándose tras de ti para encontrar dónde comer en ese puto parque temático! ¡Escúchame, amigo conductor que haces mil kilómetros para ver una gilipollez porque se empeñan esos hijos tuyos de exigencias fascistas!: “Papá, mamá, a París, que le den por culo. Nosotros, al parque temático o no nos movemos de casa” ¡Mira lo que te digo, amigo! Cuando hayas dejado a tus hijos encerrados todo el santo día en las memeces de azucarada adrenalina de Disney, toma camino con tu señora hacia la “Vallée aux Loups”, y en este poético “Valle de lobos” muy cerquita de París, encontrarás la espléndida mansión neoclásica donde se recluyó Chateaubriand para escribir sus memorias, un género indispensable en todo escritor de verdad. Y cuando te acerques al pórtico de entrada bajo un tejadillo con tímpano apoyado en dos enormes cariátides, llora de emoción por el recuerdo de aquel hombre excelso, escritor sublime y político malhadado, que fue decisivo para que entrara en nuestro país la cuadrilla de los cien mil hijos de San Luis. Exterminadores de todas nuestras ilusiones liberales, tras la guerra de invasión francesa, contribuyeron a que se abriera una década ominosa en nuestra patria hasta la muerte de aquel tirano con cara apastelada.
Estoy seguro de que Fernando VII, o sea “Cara pastel”, como le denominaba un famoso profesor mío de Historia en el bachillerato antiguo (que tanto daño nos hizo porque aún conservaba un resto de Humanidades), fue pintado por Goya después de la Guerra de la Independencia con intención doble de su astucia pueblerina, que los mayores estudiosos no han podido penetrar a fondo aún: por un lado, la precaución del turiferario que se cuida de seguir manteniendo la posición social y el sueldo de primer pintor del Rey (con sus cincuenta mil del ala anuales); y por otro, con la aviesa zorrería de quien sabe representar un original con el genio y el disimulo suficientes para colgar de su cara la catadura moral de un absoluto impresentable. Fernando VII, desde luego, en aquel siglo de luces, no fue de los más iluminados, esto todo el mundo lo conoce, y que era durito de mollera para aprender cartilla, catecismo y ábaco. No se daría mucha cuenta de cómo quedó el retrato de 1814, probablemente él se encontraría muy natural.
En todo caso, el inteligentísimo vizconde de Chateaubriand creía a machamartillo en el absolutismo ilustrado (como tantos de nuestros ilustres de entonces) y nunca calculó que le estaba haciendo el caldo gordo a un déspota deslustrado, que es cosa muy diferente. El caso es que con su apoyo nos trajo uno más de los muchos tarados que han tenido en sus manos los destinos de la historia de nuestra España. Tiene su disculpa el vizconde de Chateaubriand, y los españoles que somos muy sensibles en materia culinaria se lo tenemos perdonado, porque dejó en herencia esa maravillosa joya sanguinolenta que es el solomillo a la Chateaubriand. Solo por esto quedan un tanto justificados sus errores.
En mi época de estudiante simultaneé varios años los libros y las bandejas ejerciendo el oficio eventual de camarero extra, como siempre se ha llamado a ganarse una pasta rápida pero no fácil en el mundo de la hostelería. Entre estudiantes era el mejor chollo que se podía encontrar para simultanear con flexibilidad los dos oficios. En este mundillo oí por primera vez, en el Hotel Roma, donde celebraron su boda mis padres y donde me estrené el día en que celebraba la suya mi quinta, la Rosa Mari de Quique (serví la boda de al lado), qué cosa era eso de “un Chateaubriand”. Era la pregunta más difícil que se le hacía en la puerta de toriles o fogones, mientras se esperaba la salida a servir el banquete, a un neófito de las pinzas y el lito. Claro que nadie te daba la respuesta hasta que no había terminado todo el lío y el chef te lo aclaraba mientras se comía ya en la tranquilidad interior de la cocina, entre risas, bromas y los restos variopintos sobrantes de la boda recién arrasada. Más de cuatro veces he papeado yo de lujo (de boda) sin haber sido invitado, además de ganarme unas mil quinientas pelas por rango, que es lo que se venía a pagar entonces y un poco más si se repartía propina. En esto los de la tuna solían andar muy tunos. ¡Que vivan los novios!
El vizconde de Chateaubriand agasajó a Napoleón con este plato, invención de su cocinero personal. En esencia ya se sabe que consiste en pasar ligeramente por el fuego una pieza de solomillo que puede llegar al medio kilo o más de carne de buey o de ternera, de manera que su interior quede muy poco hecho o pasado. A veces se forra (incluso se cose) con otras piezas más delgadas de carne por encima y por debajo, y otras se sella la corteza externa para que penetre menos el calor en su interior. Hay quienes degustan esta carne exquisita casi sangrante y hay quienes la bañan de queso parmesano o picón, por ejemplo. A un servidor le gusta muy roja, prácticamente cruda, sin aderezos que le cambien el sabor, y acompañada de un vino tinto del Duero, a ser posible un crianza como mínimo. Los vinos favoritos de mi señora y míos son, sin ninguna duda, en mi tierra el “Pago de Carraovejas”, y fuera de ella, el extremeño “Habla”. No digo que no los haya tan buenos o más, pero es lo que yo conozco, no mucho.
Bueno, esto que vengo diciendo de la carne era cuando yo comía. Ahora soy un jijas de sesenta y cuatro kilos. La barriga ya no me aguanta y si me paso un poco me hace la digestión muy lenta y estoy pesadísimo todo el día. Antes yo aguantaba mucho comiendo y ahora la vida me está comiendo a mí, para qué vamos a engañarnos. En fin, no nos pongamos lacrimógenos, que las cosas gordas ya se irán diciendo, y mejor con humor que por la tremenda. O sea, que la carne buena, el solomillo o el entrecot, muy poco hechos. Lo contrario es comerse una suela de zapato, o una bota como Charlot, y esos tiempos ya pasaron a la historia. Los de mi panda de abencerrajes de Valdemedio aprendimos a comer la carne en nuestras meriendas bodegueras. Allí llevamos los primeros solomillos enteros y aprendimos el arte de la buena mesa. Teníamos los veintitantos años y ya estábamos trabajando, por lo que podíamos permitirnos esos caprichos que no se estilaban en casa ni nosotros abusábamos de ellos. De ciento en viento coincidíamos los amigos y nos pegábamos un homenaje.
En el chiscón de mi buen amigo Javi Gómez (ya de esa edad no le llamábamos nadie Javi Picholín ni nos tratábamos por el mote más que en ocasiones contadas), he gozado yo de las últimas, casi nostálgicas, meriendas pantagruélicas. Había pocos que me echasen mano a mí a tragar. Me encantaba ese ambiente al caer de la tarde, cuando enfriaba un poco si no era verano, al calorcillo de los sarmientos crepitando en una gran hoguera dentro de la chimenea. Las parrillas o la plancha se quemaban al fuego para sanearlas y se les pasaba unos periódicos por encima para limpiarlas. No hacía falta más. Salar y al fuego. Y enseguida, a comer, porque si se enfría está para tirarlo, decía Gómez. Trago va y trago viene. Y a reírse de peleladas. ¡De las mejores cosas de la vida! Pero ya hemos dicho antes que no conviene mirar hacia atrás. La vida se va a toda prisa y es mejor no verla escaparse.
Me gustaba a mí muchísimo colocarme en un sitio de la mesa que me permitiera ver por la ventana del merendero que da hacia poniente, en tiempo bueno, cómo el sol iba tirando poco a poco a gallego. Al fondo, sobre las colinas que cierran el valle, se recortaba la “Casa del monte”, en realidad un resto de ruinas de los primeros que colonizaron el monte e hicieron allí su habitáculo pasajero, un lugar más cercano a la labor pero muy lejos del fondo del valle y ubicación natural a la vera de la Esgueva, donde se tiende el pueblo de mi alma. Al caer la tarde, como digo, el sol moría entre reflejos escarlatas y cárdenos, filtrados desde el horizonte por los vacíos que dejaban aquellas lejanas paredes de adobe desvencijadas, la escombrera del tiempo.
- ¡Chuchi! ¡Que te quedas apijotado! – me decía alguno – ¡Come, hostia!
No solo comíamos como mamíferos devoradores de proteínas haciendo acopio por si vinieran mal dadas, sino que bebíamos. ¡Vaya si bebíamos! Bajábamos de vinacho como fudres a jugar un mus al bar de Perfe o a seguir a cubatas, y la cosa podía rematar en cánticos y gritos y berridos de puro alumbrados que íbamos. Pero en aquel contraluz desde el merendero de Javi sentía yo al calor del vino, de la carne y del fuego, otra quemadura de belleza pasajera, moribunda, tan intensa como pocas veces iba a sentirla después. Y era entonces cuando en mi imaginación surgían los jinetes abencerrajes en caballos árabes al galope, sombras por la línea de la colina en la que se recortaba la “Casa del monte”. Y yo me convertía, efectivamente, como por ensalmo, en el último abencerraje que me había pronosticado Fausto.
Todas estas historias en la línea medianera entre el deber y el placer, la obligación y la devoción, el corazón y la cabeza, situadas en las fronteras de dos mundos opuestos, al filo de los sueños; estos asuntos entre moriscos y crepusculares, me trastornaban en aquella flor de la edad y me siguen seduciendo porque soy un impenitente soñador de quimeras, y posiblemente también por un germen de afección bipolar escondido en lo más hondo de mi personalidad. Me fascina la estética de la esquizofrenia, me hechizan los heterónimos literarios, me subyuga la imagen moderna del hombre roto y hecha fragmentos. Mi alma es un caleidoscopio y esta vez la composición de la palabra y su segmentación o fragmentación no vinieron ya de la boca sabia de Fausto. En aquel momento la vida me había concedido un segundo maestro al que reverencié, sin perder mi contacto y mi afecto por el primero.
El significado etimológico de la palabra “caleidoscopio”, literariamente, sabemos que es la “contemplación de una imagen bella”. Esto nos lo enseñó a los de letras el Hermano Eduardo Montero, una de las personas que más me ha influido en mi vida, cuando era un adolescente en El Lourdes, y que más tuvo que ver en mi decisión de consagrarme a la palabra. Muchas promociones se acordarán de “El Rata”, pues tal impresión ciertamente sugería su rostro, pero no en el sentido de fealdad sino de inteligencia. Todos los que lo conocieron saben la exactitud de esto que digo ahora. Para mí fue determinante en mi vocación, sin él no me hubiera dedicado a estos menesteres absurdos, en principio, y que terminan por devorarnos y consumirnos el corazón, inflamado por verbos bellos hasta la tirantez y el estallido, como dicen que reventó el corazón del poeta romántico Shelley. Yo le disputaba el tercer puesto de aquella clase de letras, cuando a Albina o cuando a Francisco del Toro. El segundo, prácticamente inamovible, el discreto y trabajador Gamarra. Y en el pódium más alto, medalla de oro, degüinerís, inalcanzable y perpetuo en su sencillez de compañero bueno e inteligentísimo: Adolfo García Ortega. En la vida todo tiene su explicación. Yo entonces quería ser un gran poeta y escritor, y Adolfo probablemente solo quería jugar bien al fútbol (le estoy viendo correr incansable en el patio de mayores, ¡joder cómo le gustaba!). Pero en eso no eras muy bueno, compañero, todo el mundo lo sabíamos.
El tiempo le fue poniendo a cada uno en su sitio. He seguido su trayectoria desde sus primeros trabajos de poesía y no me he perdido uno solo de sus libros, convencido de que él ha sido el escritor que yo nunca podré ser. No hay en esto asomo del síndrome de Salieri sino admiración sincera y mucho respeto por la obra literaria tan espléndida que ha levantado. El Hermano Eduardo lo hubiera dicho con Horacio: “Exegi monumentum aere perennius”. Es verdad que no tuvimos un trato muy íntimo de estudiantes (ni siquiera llegamos a hablar de literatura, ¡qué cosas!, a un metro de distancia en clase), pero me fastidió mucho, Adolfo, que no vinieses a conmemorar los veinticinco años de nuestra promoción de COU, quizás porque este curso ya no estuviste en el colegio, ¿no es así? En fin, brillante compañero de aquellas soberbias lecciones de vida y de honestidad docente y de Latín y Griego que nos dio El Rata, van a pasar ya casi cuarenta años de aquello… ¿Será posible que no encontremos ni una sola ocasión en toda esta puta vida para hablar de literatura tomando un buen vino? ¡Ah! Por supuesto que vi tu homenaje en el periódico cuando murió el Hermano Eduardo. Como siempre (no es coba), ¡lo clavaste!
He sido toda mi vida un manazas incorregible, un tolojodo de libro, inútil radicalmente para cualquier trabajo manual, pero el único juguete que fui capaz de construir con amorosa y primorosa delectación fue un caleidoscopio que nos enseñó a confeccionar un profesor de trabajos manuales del bachillerato cuyo nombre no recuerdo y por eso, pidiendo perdón por anticipado, aludiré a él por su apodo: todo el colegio le llamábamos El Pilila. No tengo ni puta idea de por qué. Con él destrocé todos los pelos (así se llamaban) que conseguí aprisionar entre las dos mariposas de la sierra de marquetería. Con él arañé, taladré y desfiguré cualquier intento de medallón repujado en láminas de estaño. Con él desbaraté y desgoberné cualquier figura de cartulina, papel cebolla o celofán, antes de darle la forma más elemental. Pero aquel invento maravilloso, de multiplicada hermosura multicolor, a mí me pareció nada más verlo el único entretenimiento capaz de decirle algo más a mis ojos y a mi pensamiento que a mis dedos pringados y pegajosos de pegamento Imedio. Más que un artefacto era un símbolo que inmediatamente yo supuse de remoto origen religioso y oriental, la expresión de un mensaje profundo transmitido por un objeto bello. En lo primero me equivocaba, el invento era de un inglés de principios del XIX. En lo segundo, no: su extraña belleza me estaba hablando al mismo tiempo de lo uno y lo diverso, de la simetría de todos los seres que forman un mismo ser. O sea, el caleidoscopio me remitía a mí mismo, y por eso es el único juguete que me salió bastante bien, no me aburrió nunca y todavía lo conservo por algún rincón de mi casa de Valdemedio, la tierra fecunda de mis sueños.
Retomando la línea no perdida, la cosa morisca, pues, me venía bombardeando las sienes desde muy niño, no sé si por esta nariz judiona o puede que sarracena que arrastro de generaciones, o por algunas lecturas como un cuento que me compró mi madre en un viaje a Pucela, en la librería Santarén, cuando ya era algo más mocito y sabía leer por mi cuenta. Por ahí andará, en el desván de casa, “El último mohicano”, de Fenimore Cooper, adaptación juvenil, con algunas ilustraciones, que le endosarían a mi madre, cansados los dependientes de oír todas las características del niño que lo iba a leer, de lo bien que leía y de los muchos cuentos que ya había leído para ser un niño de primera comunión. ¡A ver! ¡Seguro que las revistas de·”El Promotor” me las tenía trituradas! Otra cosa no había y a falta de pan, pan. Ya se sabe. Muchos años después vi la peli que hicieron a comienzos de los noventa y como aventura de acción no me disgustó.
Luego todo lo revolvió mi cabezota desordenada y el mohicano y el abencerraje se sucedieron sin transición en el curso de Primero de Hispánicas, estudiando los comienzos de la novela morisca en Ginés Pérez de Hita y sus guerras de Granada y, sobre todo, cuando cayó en mis manos la “Diana”, de Montemayor, y en su interior encontré la “Historia del abencerraje y la hermosa Jarifa”. Me veo leyendo dicho relato en un libro de tapa dura, pero no acierto a saber en qué biblioteca ni debido a qué afición de “rara avis” pude engolfarme para matar el tiempo en semejante berenjenal. La mucha vocación le empujaba a uno a estas cosas. También el “Guzmán” me destapó al paso un poco más adelante los devaneos de Ozmín y Daraja. Sin embargo, la potencia barroca y doctrinal de Mateo Alemán me prendieron más que el cuento intercalado. Sinceramente, el que más me impresionó fue el abencerraje anónimo, que luego tuve ocasión de releer en una de aquellas publicaciones de Anaya para del diario “El Sol”, en edición muy rústica y al precio de veinte duros junto al periódico. Lo compré exactamente el veinticuatro de febrero del noventa y dos, y ya había cumplido yo la edad de Cristo. El librito de “El Sol”, excesivamente breve para su publicación, se completaba con un florilegio de romances sobre el tema. Lo tengo en las manos.
Un poco antes de esto último que acabo de contar, en el año noventa, con motivo de una excursión a Andalucía de viaje de estudios en la que acompañaba a los alumnos del último curso del “IFP Castilla y León” de Aguilar, donde yo estaba destinado, nos acercamos a Granada y merqué una edición maravillosa de los “Cuentos de la Alhambra”, de W. Irving, realizada con exquisito gusto y profusión de grabados por “Miguel Sánchez, Editor”. Allí encontré la “Leyenda del príncipe Ahmed al Kamel o El peregrino de amor” y de la hermosa Aldegunda, la cristiana a la que convirtió en su sultana matrimoniando con ella, contra la voluntad en principio de su rey y señor padre, que “se apaciguó fácilmente cuando supo que a su hija le permitieron seguir fiel a sus creencias, no porque fuese muy piadoso, sino porque la religión es siempre un punto de orgullo y etiqueta en los príncipes”. ¡Ah, bueno! Queda patente que el autor norteamericano tenía muy claro la función de la religión en las guerras y en la política.
Con tanta vaina de estas andaba yo en el noventa y uno de nuevo prisionero de una melena negra de gitana, y esta vez lisa como la crin de una yegua mora. Toda mi sangre también mora andaba revuelta de pasiones en que se me trabucaban la vida y la literatura causándome mucho, mucho daño, casi irreparable. Pues si existe alguien de quien pueda decirse que es un letraherido, ese es el menda. Ya lo explicaré cuando llegue el momento, un poco más adelante. Por si no fuera bastante, a finales de año pasaron por televisión los episodios de aquel “Réquiem por Granada”, de Escrivá, que terminaron por rematarme. En la soledad de mi apartamento de los “VII Linajes”, en plena plaza de Aguilar, me sentía yo identificado y transportado (con más de treinta años, ¡tiene cojones la cosa!) con los amores honestos de Muley Hacén, el padre de Boabdil el Chico, por una cristiana guapísima, en oposición abierta al sentido del deber que le imponía su religión y su cultura, personificadas y bien patentes en la figura de su hermano El Zagal, nombre cuya resonancia me hacía estremecer. Jamás se me olvidarán tampoco los ojos verdes de serpiente de este actor recordando al rey sus obligaciones y aconsejándole que matara a la cristiana.
Estas graves distorsiones de la realidad padecía yo, como he dicho hace un rato, a la edad en que murió Cristo, que era por otra parte, casualmente (o no tan casual) la edad en que murió Alejandro Magno: “trigesimum tertium annum dum agebat”. A mí por de pronto terminaron por restarme muchas horas de sueño, muchas oportunidades profesionales y muchos kilos. Llegó un momento en que comprendí que la literatura se estaba apoderando definitivamente de mí, en un progresivo movimiento de fagocitación que había comenzado de muy niño y que llegaba a un culmen de trágicas consecuencias en esa frontera simbólica de la edad, en la que yo había profetizado a mi buen amigo de los años universitarios, Jesús Antonio (hoy pintor y médico en Gijón), que se acabaría mi vida. Y realmente alguien murió en mí y nació un hombre nuevo, un hombre que volvía al centro de la realidad por el efecto beneficioso, amoroso, de una mujer que lo iba a conducir hasta allí cuando la conociera, al cabo de un año, y que sería la mujer más importante de su vida y la madre de sus hijos, Lourdes Montero. Durante veinte años, esta mujer con los pies en la tierra ayudaría a aquel pobre enfermo de la imaginación a distinguir los sueños de la realidad. Su historia común empezaría en el noventa y dos en Madrid, con la disculpa de un concierto de los Gun´s and Roses, y continuaría en las calles de la Sevilla de la Expo.
Poco a poco, fracasado y desengañado en los amores moros, fueron asentándose los deliquios mortalmente literarios que venía padeciendo y fui bajando paulatinamente a los terrenos más pedestres de la vida diaria. Antes, la parte de mi temperamento más racional y crítica, consiguió poner en orden (y me ayudó mucho a recuperarme), la secuencia quijotesca de insensateces que había ido hilvanando desde años atrás, y que habían contribuido a tejer el manto de la locura que había estado a punto de ahogarme en su propia belleza asfixiante. Y aprendí de paso el sentido de lo quijotesco, como detallaré enseguida. Comprendí que el romanticismo más trasnochado, efectista y superficial, se compadecía inmejorablemente con el sustrato sentimentaloide de mi personalidad, y que sus efectos no eran ninguna broma.
Descubrí que la cadena que unía a Chateaubriand, introductor del romanticismo francés, con la Edad Media, era una forma propagandística de los primeros atisbos de nacionalismo que tanto daño habían hecho con el tiempo en toda Europa, en España especialmente, y en mi personalidad ingenua y propensa a mitos anticuados, sobremanera. A Chateaubriand lo copió enseguida (en el mismo año) Fenimore Cooper, y a estos dos, poco después, Washington Irving, cuyo nombre propio ya es un indicio de lo afectadito que estaría dicho escritor por los idealismos patrios. Y todos ellos juntos acabaron levantándome de cascos a mí, un simplón, un zoquete, un fantasioso de pueblo que no debió nunca salir de las estrechos límites que marcan las colinas del valle de la Esgueva, y que debería haberse dedicado a las fructíferas, naturales y saludables labores de la agricultura del cereal y la remolacha, acompañadas tal vez de una nave de cochinos para completar ingresos.
Pues no. Me dieron estudios y di en historias. Pero me quedaba en los aspectos más someros y no sabía sacarles una conclusión inteligente. Y eso que en algunas estaba claro como el agua. Porque mira que es fácil comprender la lección que hay en el desenlace de Chateaubriand, entre el moro Hamed y la cristiana Blanca. De todos los cuentos que me intoxicaron este es el más disculpable por su moraleja tan evidente, es decir, el deber está por encima de todo lo demás y el orden social se impondrá siempre sobre los sentimientos individuales por muy fuertes que estos sean. Hamed y Blanca se separarán desgarrados pero conscientes de hacer lo que deben hacer. En este sentido, frente al romanticismo sentimental del relato, Chateaubriand parece inclinarse por una solución de salida todavía dictada por la razón, esto es, ilustrada y dieciochesca.
En la vida, pues, hay que hacer lo que hay que hacer. La vida no son los sueños, amigos. La distancia de culturas es la distancia de almas. Mejor lo malo conocido que lo bueno por conocer. Cada oveja con su pareja. Una solución práctica y riesgos, los mínimos. Que luego pasa lo de don Rodrigo y La Cava, que no se les puede poner tan fáciles las cosas a los bárbaros que están esperando ahí fuera a pasarnos por la gola sus afilados alfanjes. Que mira lo que pasó por empeñarse el barbilindo de Paris con la calentona y rubia Elena. ¡Ojo que el cuento viene de lejos! ¡Que no! ¡En casita y bien atendido es como se está mejor! Esta conclusión, tan poco romántica, es la que yo no entendía. No me entraba en la mollera (no me entrará jamás de los jamases porque soy un romántico empedernido) que los sueños no tienen nada que ver con la realidad generalmente. Blanco y en botella: no existen los sueños hechos realidad, porque por definición los sueños cumplen la función de suplir lo que no es posible vivir.
Pero esto es muy difícil de reconocer por un letraherido, por un paleto aquijotado, por un lector de escasa comprensión, que es lo que yo he sido toda mi vida. No me cuesta reconocerlo: poco me han aprovechado mis lecturas, y digo poco en el sentido intelectual con que asimilaría un temperamento crítico mínimamente perspicaz. Yo me he tragado muchas lecturas, literalmente, sin entender nada, hasta el punto de atragantarme y estragarme. Fausto lo llamaba en Valdemedio “añuzgar al piri”, o lo que es lo mismo, querer cebar al cernícalo metiéndole en la boca tanta carnaza seguida que al final se le ahogaba, práctica más frecuente de lo que se ha creído entre muchachos de Valdemedio, que cuidaban un pájaro de esos y querían ponerlo gordo y lucido en poco tiempo para presumir delante de otros amigos. Conozco quien lo asesinó embutiéndole garbanzos hasta la asfixia. La edad de hierro en Valdemedio tuvo estas cosas.
Don Quijote fue el típico añusgado (esta es la voz correcta fuera de mi territorio abencerraje) por lecturas mal entendidas. De esta estirpe es un servidor de ustedes. Si la biblioteca del manchego fue sometida a feroz escrutinio, a algunos otros deberían habernos pegado fuego hace mucho tiempo dentro de la nuestra. El añusgado de literatura es duro y vano de mollera, no hay en él proceso de intelección que valga sino que todo se le pega directamente a su sensible piel. Y el que entiende con la sensibilidad es siempre un artefacto cargado de riesgos por fallos imprevisibles. O da en el genio. Dicho de otra manera, es un buen chorizo embutido en una tierna hogaza de pan, envuelto en papel de periódico y guardado en una bolsa de plástico herméticamente anudada. Así me ponía a mí los bocadillos mi madre cuando iba de excursión, a veces, siendo muy chico. La excelente calidad del producto había sido maltratada sin pretenderlo por unas santas manos. Talmente he manipulado yo, con la mejor de las intenciones, las lecturas fundamentales recubriéndolas de prejuicios y apriorismos y desatención, hasta el punto de que estaban rancias o no tenían el sabor intacto de lo que debería haberse hincado el diente en tiempo y forma oportunos. No sé si resulta ilustrativo lo que digo de este modo tan pedestre.
Estoy convencido de que don Quijote y Goya y otros (servidor, salvando inconmensurables distancias, por supuesto) somos individuos muy mal leídos. Cualquiera que se haya acercado a la escritura de Goya ha podido comprobar que era un analfabeto sintáctico. Goya no tuvo nunca más que un barniz cultural que se le fue pegando de callar y atender lo poco que le resultaba posible en contacto con los ilustrados de su tiempo. Tiene toda la pinta de haber escuchado poco y de haber sido impermeable a las opiniones ajenas. Solo obedecía a su propia experimentación y a su conveniencia dineraria. Además, a ello hay que añadir que terminó sin oír ni papa. Goya es el artista genial que entiende a su manera, va a su bola, diríamos hoy, y quizás resida en ello el que encontrase caminos completamente imprevisibles y novedosos. Goya supera artísticamente el tiempo que le tocó en suerte vivir sin entenderlo ni buscarlo, solamente a base de ensayar maneras de pintarlo, incansablemente, tozudamente, genialmente. Goya era un extraordinario pintor por su técnica y su capacidad incombustible de trabajo. Pero Goya pintaba a ciegas y a sordas. No era un teórico de la pintura, era alguien que estaba pintando constantemente para ver hasta dónde le llevaba la pintura. Más que entenderlo, sentía el mundo. Más que mostrar o dejar ver la realidad, su pintura alumbraba el lado oculto. No era un ilustrado sino un visionario.
No diré nada de don Quijote. Solo que yo creo que leía mucho y mal, no entendía, no discernía, no discriminaba, y le terminó poniendo muy malito la mezcla entre los libros y la vida. Se creía las telenovelas de los libros de caballerías y luego intentaba montarse el culebrón por su cuenta en casa, hasta que las paredes se le quedaron estrechas y decidió salir a la calle. Creo que a mí también me ha sucedido lo mismo. No sé si en alguna ocasión se le ocurrirá a algún quídam plantearse mis fuentes literarias o mis influencias. Me adelanto para evitar molestias y pérdidas de tiempo innecesarias: ninguna. Soy impermeable, ya lo he dicho. O al menos no soy consciente del todo de que me haya teñido alguna lectura esencial. Es más que posible que me haya quedado en la superficie de la mayor parte de los grandes libros que he tenido en mis manos y que con esos pobres mimbres haya urdido mi torpe literatura. También se escribe desde la confusión y el desconcierto, a tontas y a locas, a tientas y a ciegas. El arte nos hace daño a los ignorantes, por eso lo depositamos al final en forma de revoltijo excrementicio fruto de una mala digestión. El único eximente que me encuentro es que he empeñado en el intento mi propia vida. Y si hay alguna gloria en ello es la que esplende en mi fracaso.
El acierto de Cervantes es que nos muestra a alguien que ha leído mal, un confundido de la vida, como llamaba mi padre a los heridos de fantasía, como trataba de aleccionarme a mí indirectamente con sus comentarios jocosos y sus chascarrillos recurriendo al ejemplo de personas conocidas para ponérmelo más fácil. Ni así lo consiguió del todo. La santa objetividad que quiso dejarme por testamento, pienso con la perspectiva de su ausencia, me ha servido para atinar en muchos aspectos de la vida, para juzgar a los demás conforme a sus méritos, por ejemplo, y no ser nada envidioso. Lo juro, junto con la codicia de dinero, son los dos únicos pecados capitales que no he sentido nunca (y también muy poco la gusarapa de la pereza en la sangre). Pero en lo tocante a literaturas, debía de traer pegadas a mí las semillas de la desazón y la locura desde que me engendraron. La literatura me confunde como a otros la noche.
Por lo tanto, no he entendido nunca con sindéresis los libros ni he cosechado sus enseñanzas sino a trasquilones, de ahí su daño. A algunos los dediqué muchísimas horas y fuerzas, como a La Celestina, para penetrarlos con criterio fundado, y me dieron por culo ellos a mí, ciertamente. De este último Calixto apenas aprendí que el amor le puede volver loco a uno a fuerza de literaturizarlo, y que el amor impervio, es decir, el que no encuentra camino para llegar a su destino, puede dejarte el estómago llagado. Nunca entendí por qué Calixto no puede pretender a Melibea mediante el ritual ordinario y ortodoxo del aspirante rico y guapo, que realiza la pedida de mano acompañado de sus venerables y señores padres. No está explicado. No sé si fue un olvido del primer autor, que no supo enmendar el segundo, Rojas. O fue un acierto del autor anónimo, que mantuvo totalmente consciente el segundo autor mentado.
Ya digo, ¿por qué un chico de buena familia como este pasmado no se casa con ella y santas pascuas? ¿quién o qué lo impedían? Mi torpe respuesta: la impaciencia por pulírsela porque en el fondo el jicho no la quería, solo buscaba la chiche y su chichi. ¡Clarísimo! Como digo, el Calixto se la quería pulir o purrir, como decimos en Valdemedio, produciéndose una típica contaminación de palabras, así lo explica el Fausto Léxico que tengo ahora mismo en las manos. El significado sexual de “pulir” es claro por su acepción en germanía de “robar” (la virginidad). Y por analogía, “purrir” o “alargar algo a alguien” se contamina de la connotación sexual (sin que haga falta explicarlo). Purrir llamábamos en Valdemedio a la labor de trinchar con garia u horca las gavillas segadas de mies y alargarlas del suelo a lo alto del carro o remolque, para su acomodo y colocación por parte del operario que las recibía en sus manos.
Ese amor impaciente de Calixto lo estudió un palentino espabiladísimo, siendo un chaval, que se llamó Teófilo Ortega, el primer propietario de los Cines Ortega de Palencia ¡Y ya ves tú la conclusión que sacó un zamborgas (berzotas: apud Faus. Léx) como yo, después de mucho estudiar este libro que fue todo un beséler (plural: los beséler, para recordar su procedencia: apud Faus. Léx.). En fin, es lo que a mí me parece. Quiérese decir que tres amores hay en Celestina, el cortés, el loco y el impervio. Seguramente a este chico, al Calixto, se le fue un poco la pinza al ver alguna vez a esa chavala en una ventana de su torreón y se figuró que era una princesa de cuento en las almenas de su castillo, y se imaginó que hablaba con ella a lo fino, como en los libros de caballerías. ¡Ni que lo estuviera viendo! Luego la vio en el jardín, cuando lo del pájaro, y le pareció que estaba como un queso y le entró el fiebrazo. Y claro, se pasó de vueltas porque no había manera de pillarla. Y pasó lo que tenía que pasar. Otro quijote, como nos pasa a muchos.
Una viñeta muy antigua de Máximo en “El País” representaba a un hombre, con una gran biblioteca a sus espaldas, que decía: “Compro libros y libros como si me asegurasen tiempo infinito para leerlos”. ¡Lo clavó! Es la historia de mi vida. Ahí están los míos, a miles, esperando a que los lea. Y los pocos que he leído no me han servido para casi nada útil, un barniz de culturilla. ¡Y encima me han hecho un daño de la hostia! Sinceramente, no he sabido utilizarlos para entretener la muerte, única cosa que podría haberme y haberlos justificado.
Eso sí, el amor y la muerte, los dos temas eternos, sobrevolándome siempre. Dos manos que sostienen sobre mi cabeza la espada de Damocles. Chico busca chica y se acabó lo que se daba, no hay más cuestiones que ventilar. Si gustó tanto Celestina fue seguramente porque se trataba de la historia de un conquistador, un metrosexual, un donjuán que se anticipó a Tirso y a Zorrilla, enfrentado a la muerte con su espada (¿lo pillamos?). Aquel macho ibérico que yo vi de adolescente por la fiesta de Todos los Santos, si la memoria no me falla, en el bar de Quique y la María Compón, era un modelo de confundido de la vida del que yo debería haber aprendido la lección a sensu contrario para orientar mis pasos futuros. Pero lo tomé literalmente y literariamente y me confundió. Soy una víctima de los libros en cuanto salgo al aire de la vida, por eso nunca podré despegarme del todo de ellos, de su olor a tinta y papel y a polvo acumulado, hasta que vuelvo de nuevo a ellos como al lugar de los hechos, al lugar del crimen, de mi propio crimen a manos de mi misma imaginación.
Probablemente, antes de que terminase la obra completa, en un intermedio televisivo anticipatorio de la segunda parte en el cementerio, junto al panteón de los Tenorio, la María Compón nos echaría a todos los chicos con cajas destempladas. “¡Hala, a domir a vuestras casas que es tarde, mocazos, que sois unos mocazos!”. ¡Qué bonito! ¡Y seguro que la Rosa Mari, su hija, mi quinta, seguro que sí que podía terminar de ver la obra! ¿No se daba cuenta de que los demás no teníamos tele en casa? “¡Pobre María! ¡Si la vieras…!”, me dice mi madre cuando hablo con ella este domingo pasado. “¡Ni figura! ¡Lo guapa que era, lo risueña, lo percherona!”, sigue mi madre su lamento por el tiempo ido. No sé qué contestarle por teléfono que le sirva de consuelo. Nada. La vida es una pasión inútil, ya lo dijimos. Me cuenta que la ha saludado la Rosa Mari a la salida de misa y casi no la conocía. La vida no pasa en balde. Le ha preguntado por mí, que dónde estaba, si seguía en Aguilar, que hacía muchísimo que no nos veíamos. Que tenía a su madre con ella y que a la tarde la iba a sacar a dar un paseo. “Está cosa perdida de la cabeza, el Alzheimer, de aspecto bien, guapa como ha sido ella siempre, frescachona, todavía”, dice mi madre.
En Valdemedio había, como en tantos otros sitios, varias marías. La María Compón, la María Gitana, la María de la Anastasia. También había algunas Maris, pero la principal de todas para mi casa era la Mari prima, la de tía Anuncia, esta ha sido siempre como una hermana para mi madre. Para mi hermano y para mí, un repuesto de madre, como lo ha sido también toda la vida la Vitoria (sic), otra prima carnal. En las comunidades pequeñas, desde antiguo, se tenían muy claros los lazos familiares y sentimentales por si acaso, por si las moscas, por si el señor de las moscas te jugaba una mala pasada y de la noche a la mañana te quedabas tanguando (de “tangar” Faus.Léx.). Esa función de segunda madre, ese peligro que acechaba a los niños antiguamente de quedarse sin madre de súbito y llevaba a los adultos a prevenir con un repuesto, me dejó a mí un miedo inconsciente y muy dentro desde bastante crío. De tal manera que en algún momento, ya adulto, en que olí el peligro (un cáncer de mi mujer) trasladé en el acto esa función sustitutoria para mis hijos a una persona a la que adoro por su cariñosa bondad, mi cuñada Mari. Justamente, el mismo nombre. ¡El trascendental valor del nombre en la psicología de los que estamos heridos por las palabras!
La María Compón llevaba en su curioso apelativo la gallardía de su persona. He supuesto siempre que “compón” vendría del significado pronominal de “componerse” o “engalanarse”, lo que viene a ser coloquialmente “arreglarse”, porque a la María, además de ser guapa, le gustaría ir bien puesta y presentable. No hay que olvidar que tenían un negocio abierto al público de tienda y bar. Así me lo imagino pero puede que también sean cábalas mías. Nunca pregunté a Fausto sobre esta cuestión, ni pienso que tuviera que ver con las “componedoras” o quincalleras que periódicamente visitaban los pueblos vendiendo objetos menudos de metal o reparando, estañando, algunos útiles, sobre todo de cocina, como perolas o cazuelas. En Valdemedio decimos “quinquilleras” y llamamos “componedoras”, por extensión, a las mujeres que como aquellas, para buscarse la vida y el modo de vender su producto, son resueltas y dicharacheras. Puede que en el caso que comento se cruzasen ambas cosas.
Aunque la María nos echara, no nos perdíamos nada importante del Tenorio porque la seducción se producía en la primera parte, y la segunda tenía que ver con cementerios y ambientes y problemazos que a críos de nuestra edad no nos dirían nada. Hasta el setenta y ocho por lo menos, cuando he comprobado que compré y leí el Tenorio, no entendí el morbo que se desprendía de esa mezcla de los dos grandes temas aludidos antes, el amor y la muerte. Eso de los panteones y los resucitados del final del Tenorio no iba con nosotros a las puertas de la adolescencia. El Tenorio era solo una historia de amor un poco macarra. Imagino que la mayoría la interpretaríamos así en nuestras vidas reales: había que ser un poco sinvergüenza y canalla para gustar a las mujeres. Mucho atrevimiento, mucha labia y no perdonar lo que se pillara. Así lo interpretamos durante un tiempo. El tiempo en que tarda en aparecer el primer sabor a la acedía en nuestra vida.
Francamente, la muerte no nos decía nada todavía y mucho menos vista por televisión. A aquellas alturas el conocimiento que yo poseía de aquel misterio era una simple intuición de su trascendencia, pero sin haberme parado demasiado a pensar en ello. La había imaginado al paso (quizá por miedo a profundizar) como si se tratara de un fenómeno lejano y extraño a los humanos, al menos a los de mi familia. Pudiera decirse que la muerte se me confundía entonces con un acto natural solo visto en los animales, ejecutada con violencia en la matanza de un cochino, o en el pollo al que mi madre sangraba rajándole la nuca con un cuchillo muy afilado que yo conocía y miraba con recelo, o en el conejo (que luego estaba tan rico, guisado) al que yo veía desnucar con un certero golpe de palo. La muerte estuvo lejos mucho tiempo, la muy puta.
Hasta que dejó de estarlo. Creo que fue una tarde tediosa, en la escuela, cuando alguien avisó a don Edilberto de un hecho que tenía que ser muy grave a juzgar por su cara y la celeridad con que dejó la lección y salió del edificio de chicos (por supuesto, todavía estábamos separados y la situación se mantendría en mi caso todo el bachillerato), de las escuelas nuevas, que llegué a estrenar antes de irme interno a Valladolid. Las escuelas viejas estaban frente a la casa de mis abuelos, donde vivíamos todavía juntos toda la familia en aquellos tiempos, y de ellas recuerdo poco excepto que tomábamos la leche en polvo del Plan Marshal de los americanos, revuelta en una gran perola por Amador Paunero y Lázaro Ampudia, y que acompañábamos para disimular su sabor con un poco de azúcar y de un cacao que se llamaba Tody envuelto en un poco de papel que traíamos desde casa. “¡O Tody o nada!”. ¿Quién cojones inventó este juego de palabras en mi divino pueblo de Valdemedio o con qué motivo surgió esta fórmula hecha que se me ha quedado pegada a la cabeza, imposible de erradicar, durante casi cincuenta años?
Pero fue en las escuelas nuevas, estoy seguro. Don Edilberto salió disparado. Luego supimos que en una ladera había volcado o entornado el tractor que manejaba Cheque y que le había cogido debajo aplastándole. Casi creo recordar con exactitud estas mismas palabras salidas de alguna boca ignota, porque no sé si las escuché en mi casa o en la calle. La urgencia de resorte con que se precipitó mi admirado maestro del asiento a la calle, su gesto de máxima preocupación, debieron de conmoverme. No recuerdo que entrara nadie a dar el aviso pero no pudo ser de otra manera. Antaño no había ni teléfono ni gaitas. Por no haber no había más que el poco calor que dejaba un saco de paja quemado en la boca de la gloria, en el exterior de la calle, y acarreado algún tiempo por los propios alumnos con las consiguientes peripecias y humareda y sabañones enrabiados. Don Edilberto tardó en volver cariacontecido y alguna explicación nos daría. De puro miedo pasado en ese instante, tampoco soy del todo consciente de ello. Esa tarde y esa noche y unos cuantos días después yo pensaba qué cara tendría Cheque de muerto, alguien tan conocido para mí, y tan cercano que vivía unas casas más arriba de mi calle, donde la señora Felipa. Y trataba de imaginar qué sentirían sus hermanos, Foro y Verruga y la Maxi, cuando lo viesen como me lo imaginaba yo, no solo muerto sino aplastado, literalmente, espachurrado. ¡Cuánto lo sentiría la Loli, su mujer! Mi ejercicio de imaginación era ya tan potente que me cavaba una especie de hueco en la barriga. ¡Toda la puta vida he sido un impenitente fantasioso!
Creo que fue el primer muerto de verdad que conocí en mi vida, un muerto que había estado cerca de mí muchas veces, incluidas las que iba también a merendar al teleclub, de novios, con la Loli. Yo los vigilaba ya de reojo por ver qué era eso de ser novios y porque Cheque era alegre y algo chuleta de carácter, lo cual me llamaba la atención. Aparecían por allí y se sentaban a una mesa algunos días, cuando estábamos presenciando en una de las primeras teles el sonido inolvidable, metálico y acuático, de “Viaje al fondo del mar”, con el capitán Nelson y los demás, todos con voces traducidas tan evidentemente mejicanas que solo nuestra ingenuidad podía tomarlas por auténticas. Yo concretamente no sabía ni que eso era un doblaje. Todos los chicos éramos receptores ingenuos y siempre he pensado que no se ha estudiado lo bastante en la moderna narratología esta figura imprescindible en la pervivencia del libro, porque sin el lector ingenuo no hay grandes ventas, y sin ventas, no hay ni malos ni buenos libros, por ley de compensación de equilibrios en la balanza comercial. La justificación y pervivencia de la literatura de calidad, por mucho que joda a los puristas, está en la literatura de masivo consumo. Cada uno termina escribiendo lo que sabe escribir, pero para que existan unos pocos creadores de genio, tienen que existir muchos emborronadores de páginas (¿cómo yo?). Y entre los dos extremos, también deben existir escritores que se sitúen en el fiel de la balanza y conjuguen la calidad de la escritura y la cantidad de ventas. Estoy hablando de los, Pérez-Reverte, Martín Garzo, Ruiz Zafón o Posteguillo. Son algunos de los que más me gustan a mí, con las características mencionadas. Es lógico que estos sean los más vendidos, es más, estos son los pocos completamente imprescindibles para iniciarse en la literatura. Soy profesor desde hace muchos años y sé lo que estoy diciendo, no solo por experiencia personal sino por el testimonio de muchos compañeros. Ruiz Zafón o Pérez-Reverte son un cebo perfecto para enganchar a un adolescente a la lectura: mis propios hijos son un ejemplo de ello.
En la preadolescencia, Jarri Póter funciona muy bien. A los adultos les va mucho Posteguillo. Este satisface a lectores como mi mujer (¡a ver cómo lo entendemos!). Pero de eso ya hablaremos más adelante porque este cuento durará lo que a mí se me antoje y tú, lector, que eres como una oveja, de continuista y de modorro, aguantarás ahí porque te prometo todavía cuatro ratos divertidos. ¿Crees que no te conozco, después de tanto tiempo de tratos contigo? Tú, lector, eres como una cosa tonta. Demasiado bien me sé yo cómo se te retiene y se te encandila. No tengo más que decirte que dentro de nada te contaré la primera vez que fui a pilinguis con mis amigos y en qué circunstancias me desvirgaron a los dieciocho en la trastienda de una pastelería. ¡Por supuesto que esperarás a que te cuente todo esto, aunque sea mentira! Nihil novum sub sole. La novela se inventó por evolución de la historia y pensando en dar gusto a los cotillas.
Y si con todo y con esto te cansas, ¡claro que sí!, manda a la mierda estas páginas y dedícate a otra cosa más útil como rebozar unos “coprinus comatus” (que es de lo poco que ha salido en esta última temporada setera), y bien saladitos y bien calentitos, tomátelos como aperitivo con un buen “Antaño”, crianza del 2008, por ejemplo, que está de oferta a muy buen precio y tiene un gustito a curado que da gloria. Menda lerenda conserva media docena de botellas de estas guardadas, a ver si en un par de añitos mejoran. ¡No llegarán! Y créeme si te digo que a la muerte solo se le planta cara con un buen vino, con un buen cigarro, con un buen libro y con un buen polvo. Si no sabes esto, hijo mío, es que eres un pelamanillas.
Porque en este capítulo llevamos hablando todo el rato, queridos míos, de espantar al dragón de la muerte con una aguzada espada, o de encarrilar la naturaleza hecha fuego por pararrayos rematado en un gallo cruzado con la flecha de una veleta. Bien, no quiero ponerme misticorro. Estamos hablando de la parca, de la dama del alba, de la pálida, que aparece en un momento de nuestras vidas colándosenos dentro y nos pone el estómago acedo. Ciertas cosillas acabo de contar de mis primeros contactos con esta compañera. Se fue acercando, se fue acercando, hasta que un día vino la muerte a llamar a mi puerta, parafraseando a Manrique. ¡Cuarenta sextinas dobles! ¡La madre que lo parió! ¿Quién pudiera cantarla como él en tan corto espacio y luego retirarse? Porque uno pasa toda su miserable vida intentando encontrar la manera de contar apenas un poco de muerte. Y si escribimos tantas líneas es porque no damos con la forma de decirla con total claridad y de una vez para siempre. Toda escritura es una confesión de amor y/o muerte.
Aparte del desgraciado accidente de Cheque, otras pocas noticias de esas habían rozado mi oreja al modo del vuelo de un murciélago en la noche. Nunca me tocó asistir con el cura a una extremaunción, y eso que fui monaguillo, para suerte mía porque lo temía y me hubiese dado pánico por los chismes oídos a otros compañeros. Por ejemplo, me aterrorizó el relato de los que habían presenciado la muerte angustiosa por asma de mi tía Escola, cuñada de mi abuelo, su larga y lentísima agonía entre ahogados estertores. Me llegó por los monaguillos que acompañaron con los santos óleos o por una cuadrilla de zangolotinos que se apostó sigilosamente en las ventanas entreabiertas a la calle de la habitación donde expiraba. Esta curiosidad morbosa ¡me ha dado constantemente tanto que pensar!, porque lleva pegado el carácter de una sociedad ancestral y muy retrasada.
También registra mi memoria un día de mucho frío, en que me habían obligado a echarme la siesta en la cama de mi tío Lázaro, y yo había oído que en el bar de Quique se había puesto malo Narciso, el abuelo de mi amigo José Luis, le habían llevado enseguida a casa y se había muerto. Aquí me afectaría la cercanía por la relación con mi amigo o por la alarma con que lo expresaría mi madre (casi siempre con gran carga de emoción rayana en el llanto, según su costumbre). Sé que era un día de frío intenso, porque lo traía mi padre pegado a su cuerpo cuando subió a la habitación y se metió también en la cama a dar una cabezada, como decía él, entre muestras exageradas de escalofríos para provocar mi risa, o quizás para distender mi posible preocupación infantil y aliviar el posible miedo que yo pudiera sentir en aquel momento con la funesta noticia. Sé que me calmó con algunas palabras tranquilizadoras (no las recuerdo exactamente), pero me suena la sencilla explicación de que aquel hombre ya era viejo (no lo era tanto en realidad) y que no pasaba nada, que no tenía que pensar en ello. Algo así. Sé que fue sedante porque experimenté la seguridad de estar a salvo con mi padre allí, eso es seguro (como todos los padres, el mío también tenía esa virtud), y me dormí enseguida.
Dándolo vueltas, este hecho tan lejano y tan recluido ya en un perdido y minúsculo rincón de la memoria tuvo que impresionarme, porque no hay nada en él de lo habitual en las costumbres infantiles a que me tendrían sometido en mi casa. Quiero decir que no sé si me echaba la siesta habitualmente a una edad en que podía comprender lo que estaba pasando, ni entiendo que tuviera que ser en tiempo de otoño o invierno (sería más comprensible en verano), ni hay ninguna razón para que mi padre se acostara en aquella habitación que no era la suya, a no ser que pretendiera deliberadamente acompañarme porque hubieran intuido, él o mi madre, que pudiera estar asustado. Pero no me cabe duda de que era en aquella habitación y que mi padre había llegado helado y que se había muerto el abuelo de José Luis. Si acaso, es más que probable que me hubieran mandado acostar allí porque desde la cocina o el portal de la casa vieja (ese despropósito que ha sido siempre la casa de mis abuelos, o sea, dos casas en una comunicadas por una puerta abierta en la medianera: así estaba dividida entonces), digo que desde ese lugar era más fácil oírme si lloraba o llamaba.
Realmente quienes padecían un miedo cerval a lo desconocido que pudiera sobrevenir en relación con mi seguridad eran ellos, mis padres, afectados por otro hecho sucedido en nuestra propia casa cuando yo era tan chiquitín que rondaría los dos años en la cuenta de mi madre, y esas cosas no se olvidan tan fácilmente. Y fue que, por efecto del peso, se desplomó la troje o parte del desván donde se guardaba la cosecha de grano, costaleado y depositado allí, y cayó sobre una habitación contigua a donde yo dormía, y venció también las vigas mal encajadas de una construcción deficiente, para finalmente arrastrarse y aplastarse contra el suelo de una cuadra en la planta baja. Subió mi madre esperitada (así decimos en Valdemedio para la prisa desesperada), en cuanto comprendió lo que había pasado, y me arrancó de la cama desapareciendo en el aire conmigo hasta ponerme a salvo, fuera ya todos de casa en prevención de que se viniera abajo el resto. Así me lo han contado. Afortunadamente aquella catástrofe afectó verticalmente solo al espacio entre los tres pisos. Todos salimos ilesos. Mi madre y mi abuela llorarían de emoción por haber salvado la vida por pura suerte, de pura chiripa, diríamos coloquialmente por rebajar poco a poco el acojono. He dicho que mi madre me arrancó tal cual de la cama, en efecto, pero no del sueño. Aquel fragor y su ruido aplastante, sordo, limpio, lo aprecié yo con absoluta nitidez. Me pillaría en duermevela. Era un niño de dos años. Probablemente fue tan rápido que se juntó todo en una secuencia de segundos, el hecho del derrumbamiento y la interpretación del terror en los ojos de mi madre. Lo sentí o lo presentí. Como hay Dios.
La muerte llamaba cerca. Mi padre tenía una expresión para referirse a alguien tocado por una enfermedad incurable o desahuciado en su fase final: “A ese le andan buscando”, decía serio o con una pizca de ironía sabia en los ojos. A él mismo le observé yo el seis de octubre del nueve, y la frase fatídica vino a mi mente. Comprendí claramente que le andaban buscando. Se murió el día veinte. Y me pilló sentado a su lado una tarde tan mustia como la de este día en que lo escribo para recordarlo y que no se me olvide nunca. Vi que se le acercaba ya a toda prisa la muerte en el estertor de su respiración. Alcanzado el paroxismo, se ralentizó mucho el tiempo de un respiro al otro. Yo sabía que su corazón estaba dando los últimos latidos. Me impresionó que en esa angustiosa espera filial, solidaria, humana, movió el brazo y llevó su mano hacia el centro de su pecho, y allí hizo una especie de movimiento circular con los dedos, como de masaje suave. Una emoción muy grande me apretaba en la garganta. Porque era un intento vano, me parecía, de seguir dando cuerda a un mecanismo para que saltase de un latido al siguiente, que ya no llegaría. Porque a aquel corazón bueno ya no le quedaban latidos. Porque era mi padre. Su mano se paró. Miré su rostro. Tenía el rígido rictus de la muerte. No sé por qué pero me sentí sereno por ser yo quien apretaba su mano en aquel instante decisivo. ¿Quién tomará la mía? Dice Lorca en una de sus casidas del “Diván del Tamarit”: “Yo no quiero más que esa mano/ para tener un ala de mi muerte”.
Pero fue una noche de un abril de mi infancia, creo recordar, cuando decidió llamar a la misma puerta de mi casa. Esta vez no venía a por ningún extraño. Y llamó dos veces. La primera vivíamos todavía donde mis abuelos maternos, en Piña, porque estoy viendo a mi padre salir por la puerta de la calle con el rostro compungido sin poder disimularlo y eso era el síntoma evidente de una situación muy grave, para la percepción hiperestésica de un niño de ocho años. Mi padre sonreía siempre, pasase lo que pasase, ante cualquier circunstancia que admitiese solución. Naturalmente, esta a la que aludo le sobrepasaba. Lo sé porque yo también soy así. Uno mantiene el tipo hasta que la carga es demasiado grande, pero se puede decir que en la mayor parte de los casos aguantamos bastante bien comparados con otros.
La expresión de su cara me decía que estaba ausente. No porque fuese menos esperable – mi abuelo Crisógono llevaba ya muchos años enfermo en cama – le dolería menos su muerte a mi padre. Como me pasaría a mí con la suya. ¿Como le sucederá a alguien con la mía? Mis abuelos paternos vivían en el pueblo de al lado, en Esguevillas, y mi padre se estaba poniendo el abrigo en el portal, tras lavarse y mudarse con cierta prisa (yo lo venía observando, alzaba el agua de la palangana a su cara y no me miraba ni me sonreía ni me hablaba, intuía algo en su tono apagado de voz, en los diálogos con mi madre entrecortados de supuesta información que yo no alcanzaba). Acababan de avisar y seguramente se acercarían mi madre y él en el tractor, pero yo no recuerdo a mi madre entre los personajes de este acontecimiento. Solo a mi padre, demasiado rato seguido sin dirigirse a mí, sin recomponer su mirada alegre al dirigirse a mí. Algo gordo pasaba.
Entonces surge una pregunta que procedería con bastante probabilidad de labios de mi abuela Luisa: “¿Vais a llevar al chico?” Solo mi abuela podía plantear esto, una cuestión propia de su sentido luctuoso y anticuado de la existencia, un deber hacia el difunto tal y como ella lo vería. Seguramente para mi abuela, un niño debía asistir a los mismos pies del lecho de muerte de sus familiares acompañando el llanto y el luto obligatorios. Mejor, si era una ocasión para vestirle de hombrecito, relamido de pelo y formal como una momia. Pero mi padre no compartía esas escenas si podían ser evitadas, sabía que un niño podía ser muy impresionable. Ya había pensado ahorrarme el encongimiento de mi corazoncillo ante el probable susto. Eso quedaba para los mayores. “Ojos que no ven, corazón que no siente”, dijo muy suave. Mi abuela no contestó nada. El chico era yo, con ocho años, aunque hubiera otro que rondaría los tres, mi hermano Ramoncito. Impensable que se refirieran a este. Los dos quedaríamos al cuidado de mi abuela Luisa mientras mis padres cumplían con su obligación. “Ojos que no ven, corazón que no siente”. La expresión quedó incorporada a mi acervo lingüístico para toda mi existencia. Jamás oigo o leo o digo esta expresión, que no se tiña de aquella voz de mi padre velada por la pena. Cuando he tenido que poner en práctica su contenido doloroso (alguna vez todos tenemos que poner distancia por medio para no ver a alguien a quien debemos olvidar) inevitablemente me ha acompañado la sensación de pérdida para siempre y sin remedio de esa persona, como si se hubiera muerto para mí. La magia de las palabras es que llevan cargas de misteriosas emociones por dentro.
En cambio, ya vivíamos en la casa de la plaza, la de mis padres exclusivamente, cuando aquella pasajera dama llamó por segunda vez. No había transcurrido un año desde lo que acabo de contar hace un momento. En realidad, en la plaza no llegamos a vivir más que unos meses. Tengo que preguntárselo a mi madre para que me confirme el tiempo exacto. Sin embargo, mi memoria afectiva, mi forma de ser tan sensitiva, me permite ensayar una secuencia de imágenes, frases y emociones que pueden ser más certeros que la información presuntamente objetiva de un adulto. No sería extraño que nos mudásemos después de verano, pero veo a mi padre bajar la bebida a refrescar en el pozo del portal. ¿Cómo no habría dispuesto un sistema de seguridad para ese peligro dentro de la misma casa? ¡Me extraña muchísimo que no lo hubiese pensado con lo previsor que era! Probablemente no le dio tiempo a ponerlo en ejecución porque enseguida tuvimos que volver a vivir donde mis abuelos, como contaré enseguida.
Ahora no sé por qué causa me encuentro enfurruñado y solitario en la estancia que había servido de despacho y de caja fuerte a los dos propietarios anteriores, empleados de banca en esta oficina abierta en mi pueblo, uno de los cuales le vendió la casa a mi padre, que no declinó nunca en su empeño de vivir por separado de mis abuelos. Probablemente se daba cuenta de que el casado casa quiere por estar soportando el refrán en carnes propias, sometido a los dictados de un abuelo que picaba a soberbio y de una abuela que era una alborotadora (“¡Cállese, tía chicharra!”, le oí cortar alguna vez en plena discusión). Pero mi padre era manso, “un manso cordero”, al decir de mi tío Lorenzo el cura, con esa maravillosa capacidad de quien también me ha impresionado toda la vida con la palabra. ¡Qué hermoso epíteto aplicado con absoluta exactitud a mi padre!
Pero con la independencia familiar también venían aparejados momentos de malhumor y en esta situación en que me veo ahora estoy recibiendo dos azotes por mi tozudez caprichosa, desobediente a mi madre y despótico con mi hermanillo, al que le niego cualquier participación en mis juegos veleidosos. Y, por supuesto, le privo cruelmente de toda posibilidad de disfrutar de unos tebeos de “Roberto Alcázar y Pedrín”, que tengo en mis manos en ese momento aunque esos títulos no eran los más frecuentes entre mis lecturas. Pero el tebeo que estoy leyendo es indiscutiblemente uno de esos, percibo su forma rectangular y la textura de sus páginas muy diferentes de los modelos habituales de un “Red Reader”, mi tebeo favorito de la infancia. A mi hermano Moncho no le dejo ni tocarlos, rotundamente, me paso por el arco los consejos de mi madre, lo estoy viendo claro. Mi padre descarga secamente dos o tres trallazos seguidos en mis nalgas, sin decir nada, y me deja hipando pero sin llorar, porque fuera de su presencia no tiene sentido mostrar teatreramente mi aflicción para enternecerle. Era un hombre que no valía para corregir de esta manera. Estoy tumbado en el suelo de baldosa, solo, gruñendo, y hace calor. No sé cómo puede ser esto si allí no llegaba la gloria. ¿O sí?
Llegaba hasta la estufa, como se llamaba la sala de estar en Valdemedio, por metonimia. Con la cocina económica eran las dos fuentes de calor de las casas de entonces. La nuestra era poco práctica, se enrojaba en un hueco a la subida de la escalera a las habitaciones y tiraba mal, hacía una humarrera que apestaba toda la casa cuando se ponía bruta y le daba por no coger el tiro. En invierno no se podía salir de allí porque el resto de la casa estaba helado, y no digamos las habitaciones de arriba, donde había que subir a toda prisa por la noche con el pijama ya puesto y había que combatir el ambiente helador con un fardo de mantas encima que te oprimían hasta la asfixia. Siempre era mejor arriesgarse a morir de esta segunda manera. Por eso, cuando cogí el sarampión que me pilló estando en aquella casa, me bajaron a pasarlo a la estufa, más calentito y más a mano de mi madre. Algún cuento suena ahora en mi oído, con el que me entretiene mi madre las tardes mortecinas de aquellos días sin moverme de la cama. El recuerdo no puede ser más fiel: estoy aburrido como una mona mientras mi madre cose a la luz de la ventana que da a la calleja o patio delantero, cuando apunta en voz alta: “¡Ahí va tío Ambrosio un poco piripi!”. Era el abuelo de mi pariente Perico o Pedrín, así le llamábamos. Como el ayudante de Roberto Alcázar, por lo que no es extraño que la palabra haya servido de nexo para mantener las dos secuencias rememoradas perviviendo en el tiempo durante muchísimos años. A ellas se agrega irremediablemente el calorcillo y la diversión con mi hermano, pasados unos días, cuando decidieron meternos a los dos juntos a dormir para que él también se contagiara y pasarlo de una vez. Creo que eso era lo habitual. Funcionó, claro.
En el primer piso de la casa había (y hay todavía, aturdidas por el paso sin piedad del tiempo) cinco habitaciones exteriores, más un pequeño lavabo que encajó mi padre bajo la subida de la escalera al desván. Pero esto ya fue cuando llegó el agua corriente y dispusimos también de un baño abajo con desagüe a un pozo ciego cavado en el corral, aun antes de que lo tuviéramos en casa de mi abuelo. Quiero decir que a veces, para el aseo completo, íbamos a ducharnos de una casa a la otra, y nos parecía tan normal. Era también una casa resultante de la suma de dos viviendas, pero su lógica constructiva era mucho mayor que el laberinto de la de mis abuelos. Con el tiempo todas las casas fueron adoptando y adaptando el cuarto de baño entre sus comodidades. Todavía tenían que pasar algunos años para que fuera una necesidad. Mucha gente seguía utilizando los corrales para urgencias menores y mayores. La casa se enseñaba a las visitas con la explicación: “Y aquí tenemos un cuarto de baño, por si nos ponemos malos…” Los pioneros de las casas nuevas, ¡ese dispendio!, mantenían también la costumbre de trasladar una cocina de butano adjunta al garaje o a alguna edificación vieja en el corral para que “la buena”, la cocina de verdad, estuviera siempre limpia y libre de humos por si había que enseñarla a alguna visita.
En la habitación de mis padres, en la casa de la plaza – estábamos todavía en Reyes – nos trajeron de Oriente un juego de construcciones con piezas de muchos colores. Al quitar el envoltorio de papel nerviosamente y entrever su contenido, mi hermano Ramón dijo: “¡Hala! ¡Caramelos masticables!”. “¡Ay, pelele – dijo mi madre –, mira bien a ver qué es!” Tan cierto como la luz del día. Con mis manos de excomunión, no recuerdo que llegara a construir con aquellas piecezitas más que una especie de robot mal articulado, que siempre me ha venido a la memoria cuando paso al lado del San Cristobalón de Ursi, el que fuera famoso escultor de Aguilar, que está a la izquierda de la carretera vieja, a la salida hacia Santander. Ya sabéis dónde digo. Quienes no sean de Aguilar, que se acerquen a conocerlo. Por esta propaganda el ayuntamiento de la villa me ha prometido un libro con un cedé incorporado sobre paisajes de encanto aguilarenses. Puerta del románico, montaña palentina, en Aguilar nadie es forastero, etcétera.
A todas estas memorias agrupadas en algún lugar de mis remotos recuerdos se adelanta una, recurrente y nítida de sonidos y perturbadora. He dicho más arriba que estaríamos en abril, porque fue cuando se produjo aquel hecho tan impactante en mi sensibilidad de niño: la muerte de mi abuela Luisa. Estas impresiones siempre me han parecido muy bien reflejadas en el cine, porque se prestan a registrarlas a base de fogonazos entre luces y tinieblas de imágenes y voces y sensaciones. Es exactamente como funciona dentro de la cabeza. De mayor supe que esa misma tarde había asistido toda mi familia a otro entierro también en Esguevillas, una amistad, Vicente el de la María, siempre nombrado de esta manera por los míos.
De él no recuerdo nada pero de la María tengo metida su voz en mi oído, grave para ser de una mujer, clara y espaciosa, con un tono íntimo de cariño. A eso me está sonando en este momento. Tampoco entiendo por qué, pues las visitas por mi parte a esta familia nunca fueron muy numerosas. Tal vez porque se acercaban años después hasta mi pueblo el día de los Santos, tras visitar el cementerio de Esguevillas, aprovechando la María el viaje y la salida de casa, que ya no se produciría con demasiada frecuencia por su edad y su salud. La veo vestida de negro, delgada y alta, seria, su boca con una dentadura generosa o de piezas bastante separadas, y sobre todo aquella profunda voz que causaba un cierto efecto hipnótico en mí. Han tenido que pasar muchos años, ya prácticamente de adulto, para tomar consciencia de que yo veía en aquella mujer una representación material de la muerte. No me producía miedo, al contrario, la María era una mujer que me inspiraba una tremenda calidez, casi ternura, por eso registro este contraste tan raro en mi manera de sentirlo. A esto último probablemente ayudaba el atractivo de sus hijas, que normalmente la acompañaban, las dos mayores que yo y guapas, o a mí me lo parecían. Tenía algo de especial aquella familia, nunca he sabido determinar muy bien qué, un pequeño misterio, una intriga en la visión del niño que yo era entonces y que las miraría con arrobada curiosidad. De alguna vez que pasamos nosotros por su casa, noto la sala en penumbra y que huele a algo especial. Hay domicilios que tienen su propio olor, no es desagradable, es suyo propio. En alguna balda observo unas figuritas de animales que me llaman la atención y me apetecería llevarme. ¿Salían como obsequio en las bolsas de alguna golosina? La María me regala una: era un gallo de colores vivos en posición de caminar con una pata levantada. Siento su tacto rugoso de plástico duro. Han pasado cuarenta y cinco años de aquel pequeño animal guardado en mi bolsillo con el placer de un tesoro.
Por la noche mi abuela Luisa se puso mala. Un niño no calcula las horas, pero estábamos en la cama cuando mi tío Lázaro viene a dar el aviso a la ventana de la habitación de mis padres, que da al frente de la casa, a la calleja. No sé si previamente llamó al timbre chirriante que tenía a un lado, en el marco de la puerta principal de entrada. Tal vez ese ruido me despertara. No puedo precisar si oí que mi abuela estaba enferma. No sé si había pasado poco o mucho tiempo desde la primera llamada, cuando mi madre saldría precipitadamente a ver qué pasaba. Es posible que yo percibiese este movimiento contra toda costumbre y esperase medio despierto su vuelta. Soy perfectamente consciente de que hubo una segunda vez en que llamaron desde abajo, hacia la ventana de la habitación donde ya tal vez también esperaba despierto mi padre. Oí el ruido característico de la ventana al abrirse y la voz alcanzó a penetrar en la otra habitación donde dormíamos mi hermano y yo (ahora solo uno estaba dormido): “¡Levántate, que se ha muerto mi madre!”. Eso dijo la voz de mi tío. Nunca lo he hablado con nadie, es la primera vez que lo verbalizo aunque sea en palabras escritas. Puede que me esté equivocando y alguien pueda desmentirme. Mi padre ya murió, así que a lo mejor lo recuerda la prima Mari, que ha vivido siempre enfrente de esa casa. Seguramente también fue avisada y se ocupó de nosotros. Me extrañaría que nos hubieran dejado solos en aquella situación, aunque supusiese mi padre que estaríamos dormidos los dos hermanos. Por mucho que me digan no podrán convencerme. La voz de mi tío dijo: “¡Levántate, que se ha muerto mi madre!”. Eso dijo. Probablemente antes urgió con varias llamadas: “¡Lauro! ¡Lauro!, entrecortadas por brevísimas pausas. Y mi padre abriría de nuevo la ventana con sistema de falleba y su mecánico y característico chirriar: “¡Qué pasa?”, preguntaría asustado. “¡Levántate, que se ha muerto mi madre!”, dijo la voz.
A partir de aquí registro una sensación de estar aterido con los pies descalzos por el pasillo, eso que el pequeño trayecto era de listones de madera (lo es hoy todavía). Registro que he llamado a mi madre y a mi padre, no sé si en voz baja por precaución de no despertar a mi hermano. Sé dónde está el interruptor de la luz (está allí todavía) y alcanzo a darlo porque su posición es accesible desde el comienzo de la escalera (pero desde allí yo no llego) o desde el primer piso de las habitaciones, al pie de la barandilla de subida y a disposición de cualquiera con solo sacar la mano entre los barrotes de la baranda de hierro (desde ahí está muy fácil incluso para un niño). En esta ubicación nos permitía encender desde arriba y desde abajo. Sé que nadie me contesta y que vuelvo asustado y disparado a la cama, porque me asalta el miedo de estar a solas y me puede el instinto de protección hacia mi hermano Ramón. Tengo nueve años y mi hermano cuatro. Me meto en la cama en la que dormimos los dos juntos y toco despacio para comprobar que él está allí. Tengo que estar con él hasta que venga alguien. Posiblemente me quedé dormido.
Ya me he despertado por la mañana y me veo bajando a todo correr para asegurarme de que están cerradas las puertas de la casa al exterior. ¿Qué temo? No me doy cuenta de que es más peligrosa la situación de dos niños clausurados a cal y canto en un interior sin acceso posible a personas mayores, a no ser que dispongan de llave. Eso debería de haber pensado si es que con esa edad llegaba a tan simple cálculo. ¿Temía que pudiera venirmos a Ramón y a mí algún peligro de fuera o creía con mentalidad prelógica que con las puertas trancadas no volvería a llamar la dama de blanco que había sacado de la cama a mis padres y de este mundo a mi abuela Luisa? Porque eso era seguro, lo había oído perfectamente: “¡Levántate, que se ha muerto mi madre!”
No había pasado mucho tiempo desde que había amurallado con esas defensas la seguridad de mi hermano (más que la mía, estoy seguro, lo siento con viveza), cuando sonó el timbre arrasándome los oídos y sobresaltándome. ¡Ahora sí lo oigo avisar! La prima Mari decía mi nombre detrás de la puerta que yo vigilaba desde el interior y se movía hacia la ventana de la estufa, que da a la calle, tocando en los cristales y repitiendo mi nombre varias veces más con extrema urgencia. Por fin entro en esa sala porque reconozco su voz y me acerco a la ventana. Me dice que abra la puerta y dando por supuesto que voy a obedecer se dirige a ella. Efectivamente, la necesidad de ponerme al amparo de un adulto me hace abrir. La Mari me dice que va a levantar a mi hermano y que nos va a llevar a su casa. No sé si me dice que se ha muerto mi abuela, pero sé que es por eso por lo que esta mañana es excepcional. A Ramón no comprendo cómo y cuándo se lo dirían. Lo extraño es que ahora estoy en la cocina de su casa y estoy tomando chocolate con pan que me ha hecho para desayunar. Otra excepción que confirma un día especial. El caso es que ya no veo a mi hermano. ¿Le habría venido a buscar mi padre? Porque presumo que mi madre estaría muy ocupada en aquellas circunstancias. Supe después de boca de mi hermano (tenía ya cuatro años) que había estado junto a mi madre y otras mujeres en la habitación donde estaba muerta en la cama mi abuela. Otro terror añadido para mi imaginación, pero mi hermano parecía contarlo sin impresionarse demasiado por ello. Quizás todavía no entendía qué era la muerte. Yo sí sabía que se trataba de una cosa muy seria.
Esa noche, supongo que después del entierro (no pudo ser más que al día siguiente, a lo mejor no tuve conciencia exacta del tiempo), ya en la cocina de la casa de mis abuelos, andan todos los mayores callados y cabizbajos. Yo me refugio en mi hermano y juego con él procurando no armar mucho jaleo por si las moscas. En un determinado momento oigo la voz de mi abuelo, bien clara, lo tengo grabado aquí: “¡Venga, vamos a cenar!”. Fuimos sentándonos a la mesa y así lo hicimos siempre desde aquel día, atendidos los cinco por mi madre. Apenas llevábamos viviendo un año con toda independencia en la casa de la plaza, el sueño de mi padre, cuando tuvimos que retornar a la casa de mis abuelos porque el mío se negó en redondo a moverse de la suya.
Muchos años después mi padre me diría que consintió porque no quería ver a mi madre todo el día con cazuelas de un sitio para otro, de una casa a la otra. Mi padre nuevamente escogía el mal menor y tenía que adaptarse contra su voluntad por un objetivo de mayor importancia para todos. Se pasó la vida diciéndome que si no hubiera sido por el futuro de sus hijos, jamás se habría dedicado a agricultor ni se habría quedado en Piña. Gabriel el de la Pili, una amistad de Valladolid, le había dicho que en Fasa ya casi ganaban mil pesetas al mes. También ahora, mi padre sopesó y consideró que merecía la pena plegarse a los dictados de mi abuelo por nosotros (“por vosotros”, repetía varias veces), en la idea de que la mediana y bien saneada explotación de mi abuelo (a la que entonces se sumaban las tierras en renta del Marqués de Camarasa) necesitaba de operarios y, a fin de cuentas, dedicarse a ello significaba mantener lo que con el correr de los años sería nuestra herencia, o sea, la de sus dos hijos y únicos nietos de Melchor.
No se confundió en su decisión, pero el precio que pagó fue la sumisión ante el carácter férrero e intemperante de mi abuelo. Cuando le escocía alguna cosa se retiraba a su silencio, y yo fui entendiendo con la edad (y porque me lo confesó expresamente en cierta ocasión) que siempre pensaba que el fruto de su aguante lo recogeríamos mi hermano y yo. Y así ha sido. Porque en honor a la verdad, mi abuelo conjugaba un carácter tan soberbio como generoso. No escatimaba con los nietos pero tenía que recordar que recibíamos lo “de tu abuelo de aquí”. A esta coletilla recurría tan insistentemente que me fue chamuscando poco a poco. A ratos el comentario era para minusvalorar a mi padre diciéndome con total desfachatez que él “a los cincuenta años ya tenía todo el capital”. Quería enfatizar que mi padre no había aportado nada y yo lo cogía al vuelo (lo decía a sus espaldas, claro). Pero mientras él pensaba que resultaba ocurrente, no calculaba que el manso silencio de mi padre era tan poderoso como su dignidad herida, y que la sangre es traicionera, y que yo era hijo de mi padre antes que nieto de mi abuelo. Hasta que tuve catorce o quince años y le paré los pies con ocasión de uno de esos comentarios desafortunados. Se calló en seco. Jamás volvió a decirme nada referente al asunto. Podía picarme diciéndome: “¡A ver si te cortas esos pelos de nena!”, si me veía con las greñas colgando más de la cuenta, o zaherirme con cosas por el estilo. Bien sabía que a mí eso me la refanfinfaba. Pero el otro jode-jode sobre mi padre se acabó definitivamente.
Por este motivo, la convivencia y las relaciones en mi casa fueron relativamente tensas entre mi padre y mi abuelo, y completamente normales entre todos los demás, que pivotábamos como en un carrusel de feria sobre el eje de la familia que era mi madre. Tras la muerte de mi abuela, tomó las riendas de tal manera que se convirtió en la mediadora y la gobernanta absoluta. De no haber sido así, aquello hubiese terminado como el rosario de la aurora. Ella representaba el fiel de la balanza, el exacto justo medio de todas las cosas, pues si era (es), por carácter, una rama desgajada del tronco de mi abuelo, sentía por mi padre veneración. Era un sentimiento recíproco que no he terminado de explicarme nunca, porque a mi talante fantasioso no le ha bastado solo la razón de amor.
O sea, que a cada uno nos puso muy pronto en nuestro sitio, fundamentalmente a mi padre y a mi abuelo, como vengo diciendo. Estos dos siguieron guárdándose para sus adentros lo que pensaban el uno del otro. Sorpresivamente, el día que iba a morirse mi abuelo preguntaba con cierta frecuencia a mi madre: “¿Dónde anda ese?” Cuando llegó del trabajo mi padre, a la hora de comer, se aseó y fue directamente a la mesa, en espera de que mi madre terminase de dar unas pocas cucharadas de caldo al que no tenía ganas de nada porque ya presentía el viaje definitivo. Volvió a preguntar: “¿Dónde está ese?”, quizá porque “ese”, mi padre, no se había acercado a la habitación desde la que oía ahora la reiterada pregunta. Entonces se levantó de la mesa y asomándose a la puerta le dijo: “¡Aquí estoy! ¿Qué me quiere usted?”. Mi abuelo se quedó un momento mirándole y contestó: “Nada”. Así se lo oí relatar a mi madre. En esa habitación y en esa misma cama los he visto muertos a los dos. ¡Que descansen en paz!
En el territorio de mi infancia se había colado por fin la muerte real y me había permitido ver (o más bien, oír) muy pronto su extraña faz (su boca, su voz), hecha de los gestos contrariados de todas las personas cercanas y queridas por mí, aunque todavía no había visto un muerto de verdad, el rostro muerto de verdad de un muerto. Llegaría a verlo pero no en los míos que acabo de mentar, que tardarían todavía muchos años en morir, creándome la sensación de que pertenecía a una raza de inmortales. Pero la amargura, la acedía de la vida había dejado su simiente en mi interior y solo sería cuestión de tiempo hasta que volviese a retoñar con el síntoma de un mal sabor de boca.
Sin embargo, inicié el conocimiento de otro tipo de muertes que tenían el añadido de un regusto morboso, la muerte literaria, la principal entre otras. Me costó distinguir la muerte de un escritor de la de un personaje de ficción, no entiendo el motivo. Quizás porque los dos pertenecían a la cultura libresca que iba adquiriendo. Don Quijote se moría de una forma muy emocionante y muy humana, pero había muertes de escritores, sobre todo las de los suicidas, impactantes y conmovedoras para mi sensibilidad.
Uno de los principales desdichados de la historia literaria, a mi juicio, fue Larra. Creo que lo he tenido en la cabeza permanentemente desde que aprendí su historia y me temo que disfruta la prelación de mis santones literarios, junto con don Juan, cuando llega el día de Todos los Santos. De hecho, pienso que ha sido él quien ha motivado todo este largo capítulo hasta llegar a su epílogo de escritor menudo, adelantado a su tiempo e infeliz. Concretamente, por la rememoración de su célebre y agorero artículo “El día de difuntos de 1836”. Dejando a un lado la alegoría sobre la muerte y sepelio de las grandes palabras, los grandes conceptos nacionales que le empujan a ponerse un poco pesadito, el ambiente final resulta potente y genuinamente romántico (para el gusto actual queda excesivamente melodramático y llorón). Y conlleva algunos aciertos expresivos como cuando dice que “olía a muerte próxima” y también que “mi corazón no es más que otro sepulcro…” con el espantoso letrero de “Aquí yace la esperanza”. En eso no mentía, como demostraron los acontecimientos que siguieron poco después.
Lo del pobrecito Fígaro es de libro. Un poca cosa, un tío de bolsillo, un “puto mierda” y un “jodido porquería” (así se lo oí varias veces a don Poli, un antepasado mío) y ya dicen en Valdemedio (entre otros, el que acabo de mentar) que “no hay pequeño bueno”. Allí distinguimos a uno “bajo” de uno “pequeño”, no es exactamente lo mismo. Las diferencias se comprenden fácil. No todos los bajos son pequeños pero todos los pequeños son bajos, excluidos los “pequeños” llamados así por ser hermanos menores. Paco el Bajo, de Delibes, aparte de su significado simbólico, es calificativo caracterizador de lo físico. El rasgo fundamental para que uno bajo se transforme en uno pequeño es la mala leche, el mal café, el estar con frecuencia de mal gerol. El perro pequeño casi siempre es el que ladra al grande.
Los pequeños se caracterizan por su pugnacidad, sus ganas constantes de pelea para satisfacer el complejo que los mortifica constantemente de sentirse poco hombres o medio hombres. Necesitan con mucha frecuencia la autodemostración de su valía a través del reto. Si son inteligentes, suelen hacerlo con personas de confianza en su entorno y de estatura media, por hacerse la ilusión de que se enfrentan a un enemigo a medida, es decir, con sus añorados cinco centímetros más para sentirse bien. El pequeño tiene, como digo, mala baba, es peleón, pica a manduquita y solo encuentra alivio en ciertos topicazos que les atribuyen en horizontal los centímetros que les faltan en vertical. En el amor suelen ser desastrosos porque nunca se encuentran satisfechos y mira que los pequeños suelen coincidir con guapitos de cara. Suelen dejarse barba para investirse de alguna autoridad. En general no se aguantan y, si no encuentran una vía de escape (la escritura de un libro, la pintura, algún proyecto…) terminan convirtiéndose en inaguantables para los demás. Y no miro a nadie.
Larra era bastante bajito, ¡qué le vamos a hacer! Su aguda inteligencia le hacía comprender que estaba rodeado de idiotas, la España entera de su tiempo le parecía un país de zafios. Su escasa talla le ponía de un mal humor negro, como a Goya – que tampoco andaba sobrado de estatura – le salieron unas pinturas negras. Al pobrecito pero muy chinche de Mariano le llevaba a burlarse de todo el mundo, al sarcasmo hacia su patria y a la sátira universal. ¡Unos putos centímetros más y hubiese sido médico como su padre! Pero se quedó corto y se refugió en las letras, que es campo en el que las peleas se libran simbólicamente en las páginas de los libros y los duelos suelen hacerse con adjetivos. Además, puede que el lector no te haya visto nunca y se forme una imagen de ti propia de gigante, con lo que eso engorda el pecho. A los pequeños se les añade a menudo que son talentosos, laboriosos y mimosos.
Larra estaba reconcomido desde joven por todas estas cosas y otras. Su orgullosa inteligencia le permitió comprender muy pronto. Lo suyo no tenía remedio y lo de España mucho menos Allá por sus días de estudiante en Valladolid no está muy claro para la historiografía literaria si se enamoró mucho (son mimosos, ya lo he dicho) de una señora mayor que él y para colmo amante de su padre, o qué pudo pasarle para colgar todo un curso aunque lo recuperara al completo el año siguiente. Le daría muy fuerte, algunas de Valladolid son esfinges bellas, y caería tempranamente en la depre. No sabemos cómo se llamaba la hermosa que tenía a los Larra de quita y pon. ¡Cuídate de una belleza gélida de esas que pasa ante las cristaleras del Lyon d´Or mientras te tomas un café dentro, bien calentito él, tan calentito tú, en pleno invierno pucelano! Me viene a la memoria de paso aquella Elisa Guillén, otra paisana, que le tuvo de cabeza a Gustavo Adolfo, poeta. Seguramente le revolvería las noches de fiebre, tontearía con él un poco porque habría leído alguna rima suya y le abandonaría enseguida, en cuanto viese que escupía salivita manchada con hilillos de sangre de tisico. ¡Algunas chicas son tremendas con tal de decir que han sido amadas por un poeta! Llegan incluso a decirle cosas como “¡Escribes muy bien!”, con sonrisas de gata. Luego comienzan a dejarse querer poco a poco, aunque no sientan nada. Siempre mola que la quiera a una un poeta, ¿verdad? Solo que estas chavalitas no saben que tontear con uno de estos tiene un alto coste, sobre todo para él, que si se pone muy pezuño puede incluso hacerse mucho daño. No deberían ni encender la chispa ni avivar el fuego, porque al final alguien se quema. ¡Alguien sestaquemaaando…! No, no son calientapollas, son mucho más peligrosas: son calientacascos. ¡Cuidadín, poetas!
Lo mismo que a Gustavo Adolfo le ocurrió a Mariano José, ¡qué más da! Este se casó muy pronto con Josefa Wetoret por demostrarse a sí mismo que era muy hombre, y al año ya estaba colmado. Lo dijo el maestro Quevedo: “Esto de ser marido un año arreo/ aun a los azacanes empalaga./ Todo lo cotidiano es mucho y feo”. O sea que su Pepita no le gustaba nada a Larra, no obstante de hacerle tres churumbeles. Se portó muy mal con ella Mariano en este aspecto, la verdad. Se separó dejándola embarazada de la tercera de sus hijos, Baldomera, quien al correr del tiempo se convertiría en una pájara de cuidado dedicada al mundo de la banca e inaugurando las estafas piramidales que han llegado hasta nuestros mismos dias. ¡Joder con la Baldomera! Creo que esta misma debía de vivir con él cuando se descerrajó el tiro en la sien derecha. Otros dicen que fue en el corazón para significar su mal de amores. ¿Por quién?
Siempre hay alguien, sí. La crítica se empeña en señalar una serie de causas que actuaron conjuntamente y concluye que el desengaño amoroso sería el desencadenante final. Pero los críticos suelen apoyarse en documentos, necesitan pruebas para afirmar algo y no hay papeles donde Larra registrase cuánto dolor le producía la separación de la que le condujo el dedo al gatillo. El escritor no necesita de esos papeles, ya tiene el escalofrío de su piel y el rebullir de sus tripas para entender que Larra era un neuras como la copa de un pino. Lo trae pegado al rostro en el retrato canónico que nos ha legado a la posteridad. Un tipo feo donde los haya, con ojos de haber dormido mal o de hipnotizador o de psicólogo. Un corte de cara de soñador llegado de la república de la luna. Y ese tupé, ese copete levantado del flequillo, a lo Tin-tin, que quiere ser un peinado romántico pero que le queda fatal. ¿Adónde vas con una cara así? Pues a ser un escritor de genio, de acuerdo, pero en lo tocante a mujeres, ¿adónde vas, alma cándida? ¿O crees que se mueren ellas por tu genio?
He releído con cierta urgencia las “Flores de plomo”, de Zúñiga, una novelilla de novelillas de poco más de cien páginas, pero allí se recrea con maestría más que otra cosa el eco del pistoletazo de Larra, su onda expansiva. No digo que no le doliese España (por cierto, su trayectoria política es sorprendente), ni discuto tampoco que le defraudase la capacidad de denuncia de la palabra, disponiendo como dispuso él de una herramienta eficacísima ya en su época: el periodismo. Lo que yo afirmo con total imprudencia y descaro es que Mariano José de Larra se pegó un tiro porque amaba a Dolores Armijo. Esta fue su auténtica equivocación, su ruina. Y para colmo, él no era poeta, como Gustavo Adolfo, para dejar testimonio directo en forma de trémolos líricos. Bastante fue que pudo emboscarse detrás de la leyenda de Macías, el trovador medieval de los amores adúlteros con una casada, que le costaron la vida. Esto lo desarrolló en una obra de teatro homónima y en una novela histórica infumable, “El doncel de don Enrique el Doliente”, una de cuyas primeras ediciones regaló doña Leticia en la pedida de mano a nuestro Príncipe. La verdad, no entiendo a qué vino ese regalo. Sólo pudo haber otro regalo peor, una edición princeps de “El príncipe”, de Nicolás Maquiavelo. ¡Hay detalles que le manda madre…!
Hay que reconocerle a Larra su laboriosidad, pues en media docena de años y sometido a presiones de todo tipo levantó una obra considerable (estos pequeños son así de duros), máxime cuando al menos los cuatro últimos anduvo constantemente vapuleado por la tormentosa relación con Dolores Armijo. Estamos de acuerdo en que todo se le fue amontonando al hombre, pero su cruz fue esta socia que acabo de mentar. En la ejemplar edición de su Opera Omnia, de Cátedra, se pueden consultar las últimas cartas de su correspondencia con Pepita Wetoret, su ex, su “difunta”, como la llama en alguna ocasión el mismo Mariano. Las circunstancias políticas son muy delicadas en algún momento, como a mediados de agosto del 36, pero Larra no tiene miedo ni huye de España, desmintiendo esos rumores en carta abierta publicada en la prensa de Madrid. Es previsor y se separa de la hija que vivía con él en evitación de algún contratiempo, eso sí, pero en ningún caso muestra la angustia de un hombre acosado. En cartas a sus padres aparece como un hombre afectuoso y orgulloso de su acta de diputado por Ávila, adonde había recalado su periplo detrás de la Dolores.
Habitualmente se trae a cuento el día de difuntos de 1936 como una prueba inequívoca de su estado de ánimo. Creo que su pesimismo no era muy diferente de otros momentos de sus artículos alejados de esa fecha. Aparte de que hay gran carga retórica y ornato romántico en el ambiente que pretende transmitir. De la sinceridad de su estado anímico no hay que dudar, desde luego. De su propósito literario, tampoco. “¡Fuera, exclamé, la horrible pesadilla, fuera! ¡Libertad! ¡Constitución! ¡Tres veces! ¡Opinión nacional! ¡Emigración! ¡Vergüenza! ¡Discordia! Todas estas palabras parecían repetirme a un tiempo los últimos ecos del clamor general de las campanas del día de Difuntos de 1836” ¿No resulta hiperbólico en exceso? ¡Venga, Fígaro, no te pases! ¡Cómo van a sonar unas campanas a constitución, opinión nacional, emigración…! A mi entender, este no es el Larra genuino sino el de la introducción de este mismo artículo.
El jueves, veintidós de diciembre del 36, Fígaro deja ver en carta a Pepita un hombre de palabra y responsable de sus obligaciones de paterfamilias, más allá aun de lo que parece esperable. Hasta el extremo de ponernos de su parte por la generosa provisión dineraria que le hace a su exmujer, que va a pasar unos meses en Valencia. Da la impresión, de tan magnánimo, que le está poniendo puente de plata. Y también se concluye de sus palabras que debía de estar sobrado de dinero, pues no escatima miles y miles de reales. Es posible que estuviera dejando despejado el terreno para una reconciliación con Dolores, que anhelaba fervientemente. Esta, seguramente, le habría lloriqueado con las habladurías de la gente acerca de la relación, y todo porque él era un hombre casado y seguía viviendo en casa con su esposa… ¿Qué era ella para él? ¿En qué situación quedaba ella? ¡A ver! Pero interiormente ya debía de rumiar en ese momento su desprecio por aquel periodistilla de carácter y de diente retorcido que, si le había encariñado en algún momento del principio de la relación, ahora se le antojaba agobiante, complicado por dentro y muy poco animado para la vida social que ella deseaba, con algún pasante más esbelto de talla y que le había dedicado ya algún romántico poema. Lo de siempre.
Dolores era una hembra muy deseable, entrada en carnes sonrosadas, atrevida y resuelta de maneras como para dejar con dos palmos de nariz a su maridito legal (por mucho que fuera hijo de Cambronero, el celebérrimo abogado), sobrada de pretendientes y de miradas salaces y superconvencida de que ella era una tía que estaba muy rica. ¿Para qué quería ella a su lado a Marianico el Corto (solo de estatura pero ¡corto!)? En “Flores de plomo”, entre la novela y el relato, Zúñiga nos cuenta muy ricamente y de manera muy impresionista, cómo don Ramón Mesonero pudo hacer de intermediario para comunicarle al periodista que la Doloritas ya no quería saber nada de él, pero nada de nada, al mismo tiempo que don Ramón se fijaba en el tafetán de la silla de su despacho, donde se habían posado brevemente las jugosas nalgas blancas de aquella hembra buenísima. A Don Ramón Mesonero también le hubiese gustado catarla, ¡cómo no! “¡Confórmate con lo que hay! ¡Dichoso tú, Mariano, que al menos estos años atrás te la has estado pasando por las armas cuantas veces has querido!”, pensaría para sí don Ramón. Pero Larra había hecho algo más que eso que suponía el cronista madrileño, había cometido un error garrafal: querer a Dolores. No en vano, en el artículo del día de Difuntos nos había confesado que quería darnos una idea de su melancolía, y como término de comparación proponía “un hombre que cree en la amistad y llega a verla por dentro, un inexperto que se ha enamorado de una mujer, un heredero cuyo tío indiano muere de repente sin testar, un tenedor de bonos de Cortes, una viuda que tiene asignada pensión sobre el tesoro español, un diputado elegido en las penúltimas elecciones…” Nótese que algunas cosas no han cambiado nunca, otras han cambiado muy poco, y dos de ellas le afectaban muy personalmente: la de las elecciones anuladas por el motín de La Granja y la del enamorado inexperto.
¡Ay, Figarillo, Figarillo! Tan espabilado para escribir articulillos con mala folla y tan torparrio para comprender que la Doloritas era mucha hembra para ti. ¡Razón tenía don Ramón! Agradecido debías estar del tiempo pasado junto a ella. Así son las cosas en este mundo cochino, Figarillo. Y ahora ella quería las cartas, ¿verdad? (como Guiomar las de Machado, que las expurgó de indiscreciones). Quería que le devolvieses las cartas para no dejar rastros de su honra mancillada. En esa España pacata, cualquier mujer era como pared enjalbegada o encalada: todo el que la tocaba se llevaba algo de ella. Al principio, seguro que le harías cierta gracia: tu fina educación francesa combinada con esa agresividad de perrillo pequeño y ladrador, tu displicencia hacia los muchos dineros que ganabas en la prensa porque estabas de moda, el relumbrón social de tu temido nombre. Todo esto que a ti te envanecía y te alegraba las pajarillas. Todo eso que a ella le estimulaba la mente más que el cuerpo, porque son así, Figaro, porque de ordinario es así la naturaleza humana. Porque sabía desde el primer instante en que la casualidad la plantó delante de ti (por la forma en que la miraste), que toda tu vida y toda tu literatura no valían una mierda comparadas con sus dos tetas. Y desde ese instante, amigo Fígaro, fuiste suyo. El resto, incluido lo del pistoletazo, ya venía escrito de antemano en el guión.
07/11/11
Guerido y stibado abigo Cheba Abador: He pisdo du gorreo. Berdórabe gue darde uros días en gondesdarde. Be engüendro buy agadarrado. Dan brondo gomo bueda be bondré en gondazdo gondigo. Sda ia bisbo.
13/11/11
Hola de nuevo, amigo Chema Amador: Te mandé por delante mis excusas porque no podía articular palabra. Me he pasado toda la semana con el albornoz puesto, las zapatillas de felpa y una cataplasma sobre la cabeza. El trancazo me ha desmoronado tanto que pensé que me faltarían ganas para continuar este desastre literario que voy escarabajeando. Como sé que me sigues en los pequeños fragmentos que cuelgo en mi blog, no te pillará de sorpresa si te digo que el escarabajeo era palabra querida de Fausto el de Valdemedio (“me suena a barrido con rampojo de uva”, me comentó una vez, ¡imagínate dónde llegaba su poética del lenguaje!), pero no pertenece al léxico valdemediano. Bien poco hace que la leí en el doctor Diego de Torres, ya sabes a quién me refiero, catedrático de prima de Matemáticas, etcétera. Por cierto, tienes razón, debo actualizar urgentemente ese blog o resultará insoportable a todos los amigos que huroneáis en él. Ya sabes que nació con propósito de antología y más hubiera valido abortarlo a tiempo (como todo lo mío).
Yo paseo a ratos por el tuyo y veo que estás hecho un figarillo. Todos esos apuntes periodísticos que cuelgas de vez en cuando me parecen oportunísimos en cuanto a sus reflexiones y muy sueltos literariamente, un tantín apresurados, observo. Así es tu prosa mensurada, ¡si supieras cómo te envidio! La misma prosa contenida, clara y recta, muy bien carreteada, que dejas en tus ensayitos literarios de literatura, música y cine. Te he dicho más veces que merecen ya una recopilación urgente, ¿verdad? Es una pena que se haya caído la revista Amaltea por falta de dinero, merecía la pena aunque solo fuera por tu escritura. Lo cierto es que yo leía allí lo tuyo y un par de cosas más. No le faltará mi visita a tu minerva, me serena leerte, de veras, casi desde aquellas antiquísimas colaboraciones cuando coincidimos en nuestra periódico “El Águila”, cuya cabecera también pasó a mejor vida por falta de dinero, de interés y de talento. ¿Quién va a llenar todo un periódico, aunque local, de gratis et amore? ¿Cuántas plumas hay en Aguilar dispuestas hoy, como lo hicimos entonces, a dar por nada su ingenio? Poco o mucho ingenio, pero lo dimos a manos llenas. ¡Cómo han cambiado las cosas!
Tienes razón, he dejado de colgar poemas. ¿No te parecen suficientes? He escrito muchísima poesía y toda ella anda soterrada, una parte en papelajos, y el grueso en este misterioso limbo informático del que no termino de fiarme. Como si no pudiera superar el recelo de que un día alguien apagará taimadamente, definitivamente, la luz en la red y nuestra vida quedará sin sentido, porque el poco que tiene se lo debe a las palabras hermosas que vamos acuñando, apilando, atesorando, cada uno en la medida que quiere y que puede. Pero no, ya se me pasó el tiempo y la apetencia de sacar a la luz impresa de los libros, ni mi “”Marta” ni mi “Tilo” ni mi “Moneda” ni mi “Tren”, que son las últimas colecciones donde yo he querido dejar mis garabatos líricos. Es posible que con ello ya haya colmado las ansias de probar las carnes de la palabra. De estos trabajos ya he dado cuenta en estos mismos papeles prosaicos y no merece la pena insistir.
Quería probar con la novela por segunda vez (o tercera si la “Marta” se considera prosa poemática: la forma de relatos conectados o novela, tanto da), y no sé si última. Hay en mí de pocos años a esta parte una necesidad de despedida y de balance. Mi amigo Martín el Inglés gusta de ponerse agorero y me sugiere (me manda, me insta, me urge) que escriba “mucho, pronto y todo”, en prevención de que esta sea la postrera ocasión para darme a mí mismo, pues ese es el oficio del que escribe. Y pensándolo bien no es tan mala idea, habida cuenta de que a estas alturas del camino uno ya conoce su mediocre talento y su abúlica voluntad, y vislumbra que no queda prácticamente distancia que recorrer para dedicarse a dar un fruto maduro tras intentos sucesivos y cabezones. ¡A buenas horas, mangas verdes!
Llegada la edad de cantarse uno las cuarenta (o las cincuenta), veo bien claro que durante toda mi vida yo he hecho de la literatura una pose. Mi trato mercantil con los libros, desde el ritual de salir a adquirirlos, fisgar las librerías, hojearlos en cualquier circunstancia y ficharlos y depositarlos en mis anaqueles; mi picoteada biblioteca (eso sí, en una buharda encantadora); mis estudios literarios, mis fotos con escritores (en bronce o similares) en todas las partes del mundo que he visitado (que no son más que cuatro contadas); mis sesiones de lectura o escritura en mesitas de cafetín y bancos públicos; mi halagadora fama entre unos pocos amigos de escritor maldito en mi juventud (¡cuatro gotas!: cuatro putas, cuatro copas, cuatro poemas); mis logros creativos aportados realmente al idioma… Total, ¡menos que nada! ¡muy poquita cosa! ¡cero mata cero!
La literatura me ha servido como mucho de entretenimiento y no me ha compensado el mucho daño que también me ha producido. Ha sido una frustración íntima con la que he ido tirando en cumplimiento de una especie de autoimpuesta ley del palo y la zanahoria. Y esto también vale para mi profesión de docente especialista en palabras. No por mucho predicarla he creído por completo en su maravillosa existencia, es más, esperaba descubrirla a fuerza de insistir hablando de ella. (¡unamuniano cabezota!). Estoy agradecido porque me ha valido para ganarme la vida, eso no lo negaré nunca, y he procurado servir a esta causa con honestidad, con trabajo serio, cantando sus excelencias casi siempre con gesto teatrero y a veces con alma encanallada. De esta manera he podido ir trapicheando con mi vida. Y mira tú por dónde que llega un momento a los cincuenta en que el sistema en que se funda nuestra intimidad comienza a dar muestras de desmoronamiento por insuficiencia. Es esta una edad en la que la acedía nos ha madurado a la mayoría transformándonos en un fruto amargo. Es la melancolía de la que habla el maestro Diego de Torres en el cuento de su vida y que, citando a Galeno, se encona más que nunca en esta etapa de la vida. Doy la cita porque lo dice con su periclitada pero sabrosa parla habitual: “Ya, gracias a Dios, han trotado sobre mis lomos los cincuenta del pico, ya doblé la esquina de este término fatal, que lo cuenta Galeno por el más melancólico de los críticos…”. Cuando esto sucede, cuando todo comienza a fallar, uno se aísla y comienza a darse cuenta de que se encuentra a solas con sus palabras. Entonces es cuando se resuelve esa relación de amor y odio que se ha mantenido desde siempre con ellas, y que se inclina definitivamente y sin remedio por el servicio mecánico o inercial, ciego, hacia la escritura. Otro refugio no resta, quedar a la intemperie sería tanto como elegir el suicidio.
¡Tenlo muy claro, amigo Chema Amador! ¡Por supuesto que no me molestan ninguna de tus consideraciones! ¡Si oyeras a mis colegas del Foro Gabiluchos! Martinito puede decirme abultadas barbaridades sin control, una catarsis que a él le libera y a mí me ayuda mucho para conocer claramente lo que puede pensar un lector habitual e inteligente sobre mis escritos. Por lo tanto, no necesitas excusarte por ser directo en tus comentarios, estoy acostumbrado. Si te los pido, puedes imaginarte que es porque tú eres uno de los que he elegido abriendo todas mis defensas para que me digas la verdad sin ambages. Tengo cincuenta y dos años y por carácter cualquiera que me haya tratado un poco, como tú, sabe ya que soy buen encajador. ¿Qué cosas sobre mí pueden faltarme por oír que al menos no sospeche y puedan herirme? Y especialmente las relacionadas con mi literatura. Llegado a este extremo, ni la crítica más feroz va a alterar mi impasibilidad, que es la manera orgullosa de decir que escribo como sé y como quiero.
Para empezar ya te adelanto y te reconozco que tengo la sensación de ser un escritor fatuo y propenso al topicazo, incapaz de desarrollar seguidas dos ideas interesantes. Esto me mortificaba hace tiempo porque estaba convencido de que lo prioritario tenía que ser un acto de comunicación en el que la tesis quedase bien clara. Todavía pensaba que se escribe para algo concreto, y no me apeo de ello, pero hoy día creo que le sobra el adjetivo. Y matizo. Se escribe, sí, pero para ponerse y poner en camino sobre algo que tampoco se acierta con frecuencia a determinar. Mis lecturas sobre esta experiencia en narradores, me dice que son muy pocos los obsesivos que tienen que tener todo controlado desde la primera línea, en lo que a la estructura se refiere. Lo normal o más frecuente es que se intuyan mediante una reflexión previa e imprecisa las sendas por donde se puede transitar en la dirección que queremos seguir, mucho antes de vislumbrar el objetivo exacto que queremos alcanzar, que a menudo no es preciso sino aproximado a nuestra intención de partida.
Esto, en general, o sea, lo que diría cualquier crítica juiciosa y prestigiosa. Para eso está la crítica, ¡cómo no! Para señalarnos las vías que descubrieron los exploradores anteriores. Es fundamental para no desencaminarse. El problema es cuando a uno se le antoja de añadido que el arte de novelar es salirse del camino para llegar por otra vereda, o que cualquier medio es bueno para llegar incluido el de aterriza como puedas. El asunto se complica si uno es tan torpe y burriciego que se obstina en creer que la escritura también puede ser a oscuras y a tientas, ¡cómo saber dónde estamos!, guiados únicamente por un canino olfato, acezante el escritor y en continuo estado de insatisfacción. “Todavía no he dicho lo que tenía que decir. ¿Me estoy apartando? ¡Sigue, sigue, sigue, cabrón!”. Esta es la única guía, no hay manual que valga.
Dice el caballero Tristram que hay que empezar un libro diciendo la primera frase: “Confiando en Dios Todopoderoso para escribir la segunda…”, es decir, aboga por una narración inenarrable, por la novela como oxímoron. No sé si el originalísimo padre del Tristram se conducía por un extraño método asociativo aprendido de la filosofía de Locke, o simplemente era alguien que se echó la manta a la espalda y creyó que tirando del hilo saldría el ovillo, y a tejer… “Lo tuyo con la escritura es como yo cuando me pongo a hacer ganchillo…”, me dice la mía, ya lo conté al principio de estos papeles (es que tú no lo oíste porque no estabas, amigo Chema Amador). “El caso es entretenerse”. No puede ser más cierto a primera vista. Cuando nos ponemos a ello, es otra cosa. Ella tiene la suerte de manejar un patrón insustituible e inalterable, mientras que a mí me pide el cuerpo salirme constantemente del corsé. La mía y yo somos iguales de cimientos y muy diferentes en el resto de la construcción. Ya la conoces, Chema Amador, es tan realista, tan práctica, que destapa a veces mi risa.
Ahora bien, si te digo la verdad, lo que no atino a comprender es que desde hace tantos años me vengas con la copla de que lo mío te resulta “agradable de leer como mínimo, y muy divertido a veces”. ¡No me mientas, cacho perro! Cuando te contesto invariablemente que esto mío es “un coñazo” no es falsa modestia, de veras. Igual que nuestra propia voz nos resulta extrañamente ridícula cuando la escuchamos en una grabación, así me pasa a mí cuando descanso un día, me distancio y a la vuelta tomo quince o veinte páginas, (si tengo tiempo, veinticinco, que para mí es el número máximo de revisión y corrección soportables en un día). No puedo reprimir una mueca de asco: “¡Qué horror! ¿Qué puta mierda estoy escribiendo? ¡Esto no tiene ni pies ni cabeza!” Se me llenan de borborigmos la cabeza, el estómago y los cojones (en este mismo orden descendente). Se me hace el vacío global, existencial, y me arrepiento muchísimo de haber comenzado con esta locura interminable. Precisamente porque tengo que terminarla, me doy ánimos, porque en el fondo no puedo admitir que me faltan huevos y tripas y coco (en este orden ascendente) para ir hasta el fin.
Pero ya no hay marcha atrás que nos exima de la responsabilidad contraída con nosotros mismos. No hay mayor tiranía que la de nuestra propia sombra. ¡Qué putada, mi brigada! Dices tú que últimamente estás prolijo y no te sale artículo de entre los dedos menor de veinticinco folios también (¡qué casualidad!). Ya me gustaría a mí volver a los buenos tiempos de mis trabajitos sobre literatura palentina a razón de veintitantos folios la historieta. Así, he ido coleccionando varios ensayos perpetrados durante períodos vacacionales, sobre todo en los últimos veranos, ¡Que maravilla saber que uno se sienta unas cuantas tardes a escarbar en el teclado y ya tiene obra: cerrada, redonda, acabada! ¡Al cajón del olvido, ese féretro de hijos muertos! ¡Hala! ¡A los perdidos archivos del cementerio informático! Total, ¡otro niño más para el limbo de los justos!
Como el niñín que se nos ha muerto hace pocos días en la familia, el primero de mis cuñados José Santos y Sonia, ¿los conoces, verdad? Sí, porque él ha vivido toda su vida de soltero en este barrio nuestro, en Santiago Amón. ¡Qué mala suerte! Tenían una ilusión los dos… ¡A ver, normal…! Se les ha malogrado justo el día antes de dar a luz, por lo que cuentan. Ha sido un palo para ellos pero es así. Un hecho poco frecuente con las atenciones médicas actuales, un contratiempo que se solventará con una nueva ilusión…Mi cuñado, más o menos entero. Ella, imagínatelo… Mejor, cambiar de tema. Por cierto, Chema Amador, me cruzo muchos días con tu padre, nos saludamos y le encuentro duro todavía como un morrillo. Siempre hemos hablado de ti refiriéndonos al “socio”. “Tal día viene el socio”, me comunicaba más antes que ahora, que casi no te acercas por aquí, ¡descastado! “¿Cómo anda el socio?”, le interrogaba yo de paso. “¡Bien, bien, ayer hablamos con él! ¿Sabes que ha salido por la tele?”, me espetó un día. Yo creo que se le escapaba incontenible un cacho de pecho de lo orgulloso que está de ti. ¡Ay, los hijos! ¡Qué serán, los hijos!
De la suma de todos estos ensayos de que te hablaba me gustaría hacer a mí un repaso histórico de la literatura palentina con parada y fonda en algunos de sus momentos y autores más significativos. Ya sé que todo está estudiado y es terreno requetepateado, pero levantarías las cejas con algunas sorpresas que guardo y, más que nada, te ganaría con el estilo antiperiodístico y de ensayo muy “sui generis” que empleo. Me pasé por exceso de investigación en Santillana y me paré. Tenía madurado ya el enfoque para este último verano y el viaje a Burdeos del que te hablé en otro correo me desvió la atención hacia estos otros menesteres narrativos en los que me hallo empecinado (o embarrancado, veremos).
En fin, ya sabes que un libro de divulgación ensayística no tiene más salida en nuestra tierra que su publicación, si hay pasta (¡buenos estamos ahora!), por la Diputación Provincial. Una edición limitada para satisfacer a ambas partes, pagador y pagado. Uno, porque paga con dinero de todos y llena un día la prensa con su foto. Y otro, porque se da por pagado en su orgullo y con cincuenta ejemplares para repartir entre sus amigos. Que no los van a leer, por supuesto. Todo el que te conoce ya sabe de qué va el asunto y que eso no hay quién lo trague, ni tiene más valor que la dedicatoria personal del autor. De ahí, a las baldas del garaje de casa. El mismo estimulante recorrido tendría una recopilación de las colaboraciones que hicimos aquellos remotos años en la revista “Cascajera” y en “El Águila”. No estaría mal, ¿no te parece, Chema Amador? En fin, el destino sería el mismo que te pinto, pero todo lo compensaría la efímera ilusión de un día.
Y es que, lo que te venía diciendo, escribir es un coñazo, amigo Chema. Te envidio porque no me explico cómo a tu edad mantienes esa motivación para sacar adelante tres blogs simultáneos en internet, para seguir formándote (¿Ahora te pones a perfeccionar inglés? ¡No me jodas! En todo caso, profundizar en ingles…). Para escribir esas cartas larguísimas y ordenadísimas tuyas, para llevar tu casa mientras vuelves a encontrar trabajo en la enseñanza (lo de Madrid no tiene nombre) y hasta para hacer fotografías que estoy convencido de que tendrán un excelente toque poético. Yo, por contra, no sé más que hacer una cosa: ir de clase a la bibliotea. En un sitio enaltezco las palabras y en el otro ensucio palabras. Las dos cosas, muy mal. La primera es verdaderamente divertida porque tengo setenta chavales como potros jóvenes. La segunda, es solitaria, obcecadamente ávida, tediosa… ¡un coñazo!
Así que no hago más que escaquearme en cuanto el escarabajo de la pereza me ronda, asomando por un extremo de mi mesa de trabajo. Es como si viniera a espantarme para que me levante de la silla inmediatamente y sin pensarlo. Doy un respingo al verlo y si aguanto el primer repelús de asco y trato de olvidarme de él, al poco lo siento trepar por mis piernas y mis brazos – mientras se mueven nerviosamente tratando de escribir– y se encarama sobre mis hombros, cosquilleando con sus patas peludas en el interior del cuello de mi camisa. Hay días que se transforma en un demonio cabrón que se sitúa a mis espaldas y musita a mi oído halagadoras palabras para que dé gusto a mi cuerpo y abandone el sacrificio de la escritura. Como ahora, en estos huecos libres que me restan en el horario de mañana entre clase y clase. Recluido en la apartada biblioteca del instituto, aterido por la sensación que me crea la niebla percibida a través de las ventanas que asoman al huerto de la Posada, deprimido porque no termino de sacar de mi estómago esta sensación de vacío que lo ocupa y lo tensa como un globo desde hace dos años (¿qué podrá ser? ¿qué nombre darlo?), no tengo más consuelo ni esperanza sino la alegría mínima de ver desde aquí las manzanas de los frutales todavía encumbradas y agarradas a sus ramas resistiendo el invierno. Parece que están para animarme cada mañana, cuando llego aquí y enciendo el ordenador y tiendo mi mirada al frente. “¡Resiste tú también, gallo!”, creo que quieren decirme. “¡Resiste! Eres de la Esgueva y tienes dos pares de cojones: como los dos pares de mulos que había en la cuadra del abuelo Melchor: El Lucero y El Muino, el Mallorquín y la Turquesa”.
“¡Y escribe! – me dicen – ¡Escribe, no te lamentes, huevazos!”. ¡Es tan placentera la sola idea de levantarse y salir hasta el Aulario a tomarse un cafetito con Rosi y con Javi! Y si pudiera fumarme un cigarrito… Sería otra cosa. Aguantaría mejor esta angustia que me está devorando sin saber muy bien su causa. En esta carrera impostada de escritor que ha sido toda mi vida, la mejor pose que tengo es acompañado de un cigarrito. ¡Me queda muy cinematográfica! ¡Encuentro tan estética la mano que se dirige hasta los labios! ¡Y no digamos cuando lo dejo colgando allí, humeante, consumido, despeinado, con un poco de barba (pero solo un poquito)! Estoy para una foto de escritor en plena acción. Solo que de escribir, también poquito. El único detalle que le falta es estar fuera de casa, a la vista de todo el mundo, escribiendo en cualquier bar adecuado con el portátil o si es preciso a mano. O la ideal de todas las situaciones: escribir en tiempo bueno en una terraza no muy frecuentada, ¡fumando, por supuesto!
Estas elecciones últimas, de las que no sé si hablaré más adelante, no me han puesto tan nervioso como las anteriores municipales. En parte porque el resultado era esperable. Así que no he fumado más que mi ración diaria de tres, uno después de cada comida. Pero he sentido constantes tentaciones y algún rato he pensado tirar la toalla y ceder definitivamente al vicio. No lo hago porque entiendo que sería como entregar las armas y rendirme a un enemigo que podría matarme después de una tortura larga y cruel. Y porque tengo claro que si alguna vez vuelvo al tabaco sin control es porque habré decidido de una vez por todas suicidarme. El cigarro se ha convertido para mí en el símbolo de la herida que produce por dentro la existencia y que tiene que supurar por algún lado, y al mismo tiempo en el veneno que te inoculas para calmar su dolor pero que te va consumiendo poco a poco. Fumar es para mí una forma de morir elegida conscientemente. Iría de cabeza a ello si fuera tan literario como lo veo yo en mi mente, pero me temo que la realidad tiene que ver más con esputos, asfixia y, en el mejor de los casos, seis sesiones de quimioterapia en el Hospital Río Carrión de Palencia. Que para mi desgracia y mi suerte, he visto muy de cerca cuando el bicho entró en nuestra casa y se apoderó de esta chica mía. ¡Sin tener ni culpa ni pena! ¡Sin comerlo ni beberlo! Hasta que supimos que lo traía en su código genético, en su inocencia herida. ¡Tengo que resistir aunque solo sea por ella y por estos otros dos malotes que tengo a mi cargo!
¡Eh, despierta! ¡Chema Amador, Chemita! ¿Sigues ahí? Perdona pero a ratos me parece que te has dormido o te has marchado, o quizás soy yo quien se olvida de que estás justo al otro lado leyéndome. A lo mejor es esto la literatura, un aparente diálogo de sordos. No sé qué pensarás tú, que eres tan canónico en tus puntos de vista. Por mi parte, estoy dispuesto a pasarme por debajo de pata todo lo que me suene a norma, a poética, a Boileau y a Luzán y al lucero del alba. Ya sabes cómo soy de otras experiencias anteriores con esta cacharrería, con esta caja de grillos que es el diccionario.
Me preguntas en otro correo más reciente si no me he dado por enterado de este al que te estoy contestando (y que, por supuesto, todavía no te he enviado). Por tanto, ten paciencia, amigo mío, un poquito de por favor, como dicen los sandungueros de la tele. Verás, es que hay días que no sé por dónde empezar. Me amontono tanto, me puede tanto la veta neurasténica de mi rama materna, que no consigo concentrarme. Son mis genes de los Poeques, raza de pastores que llegaron a Valdemedio de La Granja deSanAndrés, tengo entendido: sudorosos, nerviosos y fogosos. Los dos casos extremos somos mi tío Lázaro y yo, un tipo de individuos a los que se nos escapan disparadas las cosas de las manos como si fueran saltamontes. Somos propensos a tiritonas cuando nos coge el frío aun dentro de la cama y a enfermedades nerviosas, por lo cual necesitamos una vida muy tranquila. Desgraciadamente, yo no puedo tenerla. Mis condiciones de funcionario con jornal fijo son inmejorables para ello, y con eso debería estar más que cubierta mi hambre, pero me empeño en empapuzarme de otras tareas que derivan en gula, como son la política y la literatura, y que me tienen constantemente en la tensión de un resorte. No tengo tranquilidad completa ni descanso del todo. Por eso es imposible que engorde. Al revés, cada mañana compruebo que peso menos. Y ahora, para más cojones, ando metido en esta aventura de la novela (o simplemente, en estos papeles) que me tienen más que ávido, eléctrico.
No he tenido paciencia en toda mi puta vida, Chema Amador, tú me has conocido de sobra en esos años que compartimos de periodistas de tres al cuarto, ¡pero generosos como nadie! He querido tener de inmediato lo que deseaba porque yo no he deseado sino amado. El deseo es un paso previo que enseña a refrenarse y a meditar si volver atrás o seguir adelante. Yo he sabido instantáneamente si amaba algo. Y un segundo después he intentado tomarlo. Y por eso he fracasado tanto, aunque no importa. Quien me ha aceptado sabe que ha merecido la pena, y quien me ha perdido también sabe que ha perdido algo que merecía la pena. No es orgullo, es seguridad. Y porque soy de esta manera y me conozco bien, sé que no me sirve de nada cualquier entrenamiento para fortalecer mi paciencia. En la bici, Martinito el Inglés no ha conseguido en muchos años enseñarme la técnica de la dosificación. Ahora aguanto mucho porque he perdido muchos kilos, pero mi respiración siempre va alterada, mi pulso desacompasado, acelero cuando se empinan las cuestas, me duermo en las rectas llanas, ¡un desastre! Solo mi voluntad me lleva a estallarme el corazón si es preciso en un esprín.
De joven, destinado en Cantabria, jugué un tiempo al ajedrez. Me gustaba mucho. No era malo del todo si exceptuamos que siempre corría un riesgo máximo, me encantaba el ajedrez romántico al estilo de Alekhine. Digo que no era malo considerándolo en términos relativos, es decir, por dar una referencia, podría haber jugado al nivel de siete, y con mucho sacrificio, al de ocho. Nunca podría haber sido en nada un jugador de élite, lo tengo muy claro. Yo soy un individuo de siete, mi número mágico o favorito. Sí, ya sé que a muchos les gusta el siete, pero yo digo que soy el siete, ese es el número de mi alma. Me conozco muy profundamente. Hablo en general: mi interés es de cinco, mi inteligencia de siete y mi voluntad de nueve. Total, la nota media que me hace justicia en todo lo que me propongo es el siete. Esta objetividad me hace tener un autoconcepto muy sólido y muy satisfecho. Y me ha valido siempre como término de comparación para descubrir en qué nivel están los demás. Creo que no me he equivocado tanto, y no es soberbia, es pura justicia. Esta característica es una de las grandes herencias que también le debo a mi padre. Y por esta razón misma, por tener tan claro mi posición, no he conocido la envidia absolutamente hacia nadie. No es que lo afirme, es que lo juro.
Por otro lado, dime, Chema Amador, ¿acaso Cervantes era de diez? Su obra es de diez. ¿Quién ha dicho que uno de siete no puede lograr una obra de diez? En fin, cada loco con su tema. Yo vivo bajo los efectos del siete. Paso todo el día remoloneando, ramoneando información, muy inquieto. Le saco una página a algunas mañanas con mucho esfuerzo y poca concentración. Pero llegan las siete de la tarde y mis dedos entran en actividad. No sé hasta dónde me llevará mi imprudencia. Escribo, escribo y escribo. El caballero Tristram escribió setecientas páginas en siete años. Yo pretendo escribirlas en siete meses. Ya digo: ninguna prudencia y ninguna paciencia.
Así pues, para mi negra suerte, tampoco el ajedrez educó ni fortaleció mi paciencia. Lo que tenía que ser venía ya desde el huevo y desde adolescente me di cuenta de que no había Dios que lo cambiara. Soy impermeable, infranqueable, impenetrable a los argumentos, a la razón y a la lógica, posteriores a lo que no trajera en la etiqueta. Solo se llega a mí a través de los sentimientos. Así, puede filtrarse en mí un zumo y un veneno. Punto. El objeto, por lo tanto, de este largo discurso expositivo y argumentativo es que tampoco la literatura in extenso, o sea, la novela, va a servirme como ejercicio de paciencia. Me pulí en cuarenta días de un verano la primera que escribí, a razón sistemática, eso sí, de diez folios por día (o no me iba a la cama), y vivo atacado desde el momento en que emprendí este sindiós del que me parece que voy llegando al ecuador y en el que muy pronto tendré que poner el caballete del tejado. Paciencia, ninguna. Las dos palabras que mejor pueden definir mi estado son “enervado” y “esperitado”, pero las dos guardan trampa. Que se lo pregunten a Fausto. La segunda es valdemediana, vale por “espiritado” y en mi tierra puede decirse que “va uno esperitado”. Un servidor.
¡Bueno, bueno, bueno, amigo! Ya estás viendo que a mí también me salen cartas muy largas sin proponérmelo. Me pasa lo que a ti, caemos en la prolijidad. O sea, hablando en plata, que a poco que nos den cuerda nos enrollamos como persianas, que somos unos chapas, vamos. Me confiesas que eso te preocupa. ¿Qué dices? ¡En absoluto! Lo he reflexionado muchas veces y es una especie de gusanillo de la conciencia que nos avisa por temor a perdernos por el camino, a andarnos por las ramas, a salir por los cerros de Úbeda. Hablando claro, tenemos que hacer de nuestras respectivas prosas un arte de la digresión. Ya lo vio antes que nadie el caballero Tristram. A él nadie podía reprocharle no haber leído concienzudamente el Quijote. Los ingleses lo captaron enseguida, pero el caballero Tristram fue más allá: fue el primero que comprendió que el Quijote valía mucho más por las historias paralelas, por las digresiones, que por la línea principal. Eso queda para historiadores y asalariados del lenguaje.
En fin, amigo, vas a perdonarme que te deje un ratito, porque te escribo desde la biblioteca del instituo y ya he fichado hoy dos docenas de libros, con lo cual he cumplido mi cometido oficial. Me he dedicado un rato a charlar contigo pero tendrás que disculparme porque tengo una cita semanal a estas horas con mi amigo Nico Bores, que vive a un paso de aquí, en las casas de Bernardo del Carpio. No sé si sabes de quién te hablo. Es igual. Ahora nos tomamos un cafetito y despotricamos de lo divino y de lo humano. Y ponemos a caer de un burro a Martinito el Inglés. Después, si no te parece mal, continuaré por la tarde con el desarrollo de algunas cuestiones que he dejado para el final de la carta, porque son en las que te muestras más crítico conmigo. Ya te lo he dicho más arriba, no me importa, al contrario: háblame claro de lo que llevas leído y, sobre todo, tendrás que esperar a que te mande la novela terminada. Me dices que te quedan un par de días para concluir la parte enviada, ¿no? ¿La estás leyendo en papel o en el mismo archivo de Word? ¿Qué tal el título? ¿Sugerente? ¡Pues a leer! (que hace ya dos meses que te la envié, macho, y ya tengo otro tanto escrito). Y esta tarde continuaré porfiándote. No te cogerá de nuevas, reconócelo: soy don erre que erre y que erre… y erre… erre… err… er… e…
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¡Hola de nuevo! Son ahora las ocho de la tarde y nueve minutos. No he podido sentar el culo desde esta mañana a las once y media, cuando fui a tomar un cafeta con Nico. He tenido un examen parcial con segundo de bachillerato y se me ha ido el tiempo. Para colmo, se avecinan durante los próximos días las actividades del Festival de cine de Aguilar y no voy a poder dedicarme más que a corregir y a cumplir como munícipe. Espero sacar algunos ratos libres para seguir dándole a esta matraca. No quiero dejarlo muchos días seguidos porque temo perder el hilo, aunque ahora mismo eso ya es casi imposible. Entre otras cosas, porque esto, hilo, lo que se dice hilo, no tiene. Ni puta falta que hace, como no se atrevería a decir el bienhablado caballero Shandy.
“Entonces, ¿qué cojones es esto que estás haciendo, amigo mío”, me preguntarás tú. Pues novela, claro, ¿qué otra cosa puede ser? El que lo probó lo sabe. Esta misma pregunta se la hacía don José Ortega a don Pío el Timidín. D. José es que se creía con derecho a plantear estas cuestiones magnas, a la altura de su altísima inteligencia, porque nadie en España pensaba ni escribía mejor que él, ni se calaba el sombrero ni fumaba en boquilla como él. A todo esto no había quien le ganase, aunque no hubiese escrito una sola novela. Claro que don Pío había escrito más de cien y eso también le concedía el derecho para contestar apurado de timidez que la novela es “un saco donde cabe todo”. Luego vino el gran buey de las letras hispanas, don Camilo, y este no lo dudó un momento, novela es un libro donde debajo del título dice novela. Y don Camilo, que era menos tímido que el maestro Baroja, no admitía objeciones. No vamos a ser nosotros más estupendos que ninguno, ¿verdad, Chemita Amador? Dejémoslo en lo siguiente: novela es un escrito en prosa que se escribe más de mentira que de verdad, para que se lea más de verdad que de mentira. Por ejemplo. Novela es prácticamente todo lo que no incluya al final las memeces esas, que hoy acostumbran algunos, de las páginas con bibliografía.
Dices tú de la unidad, que no entiendes adónde van a parar la mitad de las cosas que cuento. Yo tampoco, sino que hay que seguir contando, esto y no lo otro, para el recado que uno quiere enviar. Después de todo esto de la novela consiste en escribir algo si viene a cuento, pero por aproximación y un poco a bulto. A mí me parece que todo lo que voy diciendo es a propósito y cumple con el que me he trazado. Porque tengo claro que la unidad de estas líneas soy yo, y se da la circunstancia de que yo soy un hombre roto, fragmentado en varios más. Seguiré escribiendo mientras alguna parte de mi descuadernado cuerpo me lo pida, incluso por ejercer simplemente esta labor menestral, sacrificada y mal pagada, desagradecida. Por saber lo que trajinan otros en oficios serviles. Estamos acostumbrados a la molicie funcionarial. ¿Y si tuviéramos que vivir de nuestros trabajos?, como decía el doctor Diego de Torres.
Nosotros no somos novelistas, seamos sinceros. Si yo fuera tal cosa no estaría como estoy ahora mismo comido por la impaciencia de concluir este martirio. Tenemos la edad buena, eso sí, para construir despacio y reflexivamente un artefacto de esas características, y en ese intento andamos aperreados. Después habría que correr a toda mecha en dirección contraria para que nunca jamás nos volviese a pillar esta fiebre. Nosotros no somos profesionales. Debería valernos con dar cuenta dos o tres veces en la vida de nuestras grandes crisis, que es para lo que nos sirve a nosotros la narración, y dejar que continúen otros con la afición, o sea, la verdadera ficción. Lo nuestro es testimonio. Novelista es alguien que ya no sabe hacer otra cosa que aporrear todos los días durante varias horas el teclado, porque su vida perdería sentido. Es aquel que ha sido vencido por la palabra aunque no le dé de comer. La vida imaginaria, la ficción es una adicción. Pero ¿nosotros? Nosotros somos personas serias, maduras, bien empleadas, ciudadanos probos. Bien está hacer nuestros pinitos en literatura recreativa, pero hay que evitar intoxicarse.
Y también dices tú de la falta de intriga: léete de nuevo al caballero Tristram. Pero ¿quién coños va a saber lo que seguirá después de que la primera sombra se despegue de tus pasos y tome su propio camino? ¿O si volverá esa sombra en algún momento a integrarse en la figura del caminante de la que se originó? Además, que las intrigas solo valen para rematar las historias, para conceder una explicación a los hechos ocurridos, que de lo contrario nos dejarían un cuerpo muy malo. La intriga le convence al lector de que su esfuerzo (su vida, nuestras vidas) ha servido para algo. Por eso no se puede privar al que paga de tener alguna satisfacción, por lo menos, al final. ¡Cuidado con la narración demasiado abierta! Un poco de misericordia con el destinatario, pero sin corromperse el que cuenta.
Por tanto, ni método ni, por supuesto, diálogos ni personajes. ¡Método! ¡Ninguno! El caballero inglés lo dice muy claro: ninguno, no hay dios que pueda tener un guión sino es el de dar palos de ciego. Esto me parece a mí lo interesante y lo moderno. La línea alternativa no niego que es mucho más fértil, pero conduce a Galdós e incluso a Posteguillo. Muy respetable, me adelanto. Estupendo, pero a mí no me interesa. El primero agotó hasta la perfección el arte de armar una novela. El segundo, lo utiliza regresivamente (en el proceso histórico del desarrollo de la novela) para volver a enseñar historia, con su bibliografía complementaria. Estupendo, admirable, inteligentísimo, lo digo de corazón, pero no me interesa. Método, al menos en el propósito inicial: no dar la brasa. Y después, ya veremos…
Diálogos los mínimos. Conozco a muy pocos que saquen adelante un diálogo vivo. Casi todos fracasamos en el intento. Aquí, hasta Galdós y Baroja hicieron aguas. Para hablar varios personajes, el teatro, y naufraga con frecuencia. El cine es el único arte que permite el tiempo real. Ahí es donde es lícito intentarlo. Es diálogo de las novelas no puede ser otro que la interlocución ordenada, o sea, falsa. La vida real consiente muy pocos diálogos que no sean interrupciones y amontonamiento de soliloquios. Seré sincero del todo. En realidad no me interesa que hable nadie en mis papeles, porque a mí lo que me gusta es hablar todo el tiempo yo para decirlo todo yo solo. Y quien necesite interlocutor, que se busque uno mudo o escriba su propia novela dialogada y se arrogue el personaje principal y el máximo tiempo en las intervenciones.
¿Que hablo de mí? ¿Qué me dices? O sea… ¿Es que hay alguien más interesante que uno mismo? Tire usted de repertorio, amigo mío. Emma Bovary soy yo (Flaubert). Yo soy todos mis personajes (Saramago). Aquí están los dos extremos. Hablar de algo despegado de la propia piel opino que es casi imposible. Puede que sea el inevitable peaje que rinde un novel como yo. Y como tú. No te lo digo como defecto, pero algunas de tus criaturas las identifico con gentes que has tenido al alcance de la mano. Y con todo y con eso, lo nuestro no dejan de ser engendros. ¡Cómo se podría hablar hoy de personajes redondos! El personaje más redondo que se puede construir es el que uno lleva debajo de su propia piel y aun así habría que escoger quién de nosotros. No nos engañemos: todo personaje literario es un frankenstein.
Conclusión, que esto consiste en dale que dale y venga. Ni más ni menos. Hasta que uno se vuelve tonto, como me está pasando a mí. Me duermo y me despierto pensando obsesivamente en estas quimeras. “Estás como una carraca”, me dice esta mía. “Anda, déjate de tantas bobadas y vete a darte un paseo a ver si coges unas setas. Por lo menos sacaremos algo en limpio”. Esto me dice esta mía, esta sota, esta lagartona. ¡Qué sabrá ella de esta lucha a pecho partido con la palabra! “A mí me pega que eso tuyo no hay quien lo lea”, dice la bruja de ella. “Yo por lo menos no pienso ni intentarlo”, hurga y hurga. “¿Por qué?, si puede saberse”, inquiero yo a punto de llegar al reventón a fuerza de crispar los puños dentro de los bolsos. “Porque tiene toda la pinta de ser paja para el burro”, me suelta, y se queda tan campante.
—¡De lo que gane yo con esta novela vas a cobrar tú hostias en vinagre! — grito.
—Mañana te abro una cartilla para que vayas metiendo. ¡Todo para ti!
—¡A ti si que te voy a meter yo todo y a traición! —corto y cambio, dándome la vuelta y perdiéndola de vista. Y disculpen ustedes por estas barbaridades en que uno cae. Pero es que me pone en las últimas. “Esta lo que necesita es que la des pal pelo”, me susurra con tono socarrón don Poli (un antepasado mío). ¡El que faltaba! Por cierto que hacía tiempo que no enseñaba su hocico.
—¡Y usted, váyase también a cagar, don Poli! —se me escapa en voz alta saliendo ya por el pasillo.
—¡Estás para que te encierren, hijo mío! —la oigo de lejos, junto a la puerta de salida. Y todavía me hinca más para darme la puntilla—: ¡Que tú no vales para escritor ni para nada, hijo mío! ¡Ni que fueras Posteguillo!—. Me mató la tía cabrona. ¡Cómo sabe darme donde me duele!
Y es que en parte tiene razón, eso es lo malo. Si es que ya hablo con ella, como si lo hubiésemos vivido, de cosas que suceden solo en este mundo de palabras. Le he dicho hace unos días que si recordaba el retrato de su mujer que tenía en la sala mi amigo X, (voy a ser discreto por una vez porque a él no le gustaría otra cosa), y al contemplar la cara de perplejidad de la mía me doy cuenta, efectivamente, de que ese retrato solo está en una sala de la casa de un personaje de mi imaginación. Y no acaba aquí la cosa. Como estos días ando mal de la garganta, por lo que se fuerza en la docencia al final de los trimestres, me ha preguntado una compañera de trabajo si fumaba mucho. Y después de contestarle, pasado un rato, me he percatado de que había dicho que sí, que por lo menos un paquete de Marlboro al día. Y se lo he dicho masajeándome la garganta y sintiendo el malestar. Lo cierto es que prácticamente no fumo. Probablemente habrá alguien en mi cabeza que sea fumador empedernido. Lo dicho. Estoy senil.
En fin, Chema Amador, amiguito mío, cambio de tercio para no desmoronarme y echarme a llorar delante de ti y de tu familia (no me gustaría que me viera tu niño, la verdad). Te contaré para terminar que hace unos días me llegó un correo de un contacto importante al que me había dirigido hace meses, pasado el verano, cuando supe que el proyecto ya no tendría vuelta atrás y que terminaría este cuento a costa de lo que fuese y con el objeto de publicarlo. Pues bien, es un antiguo amigo de los tiempos del bachillerato, muy relacionado con el mundo editorial y que ha dirigido de hecho una de esas grandes firmas (en este momento no sé si continúa en dicho trabajo). Me anima con muy buenas palabras a concluir mi empresa y se presta para mi sorpresa a realizar una primera lectura seguida de una opinión sincera. Así me contesta. Me he acojonado un poco porque creo que le he sabido pintar muy bien la idea y tengo miedo de defraudarle con el desarrollo. Pero por otra parte me animo dicíéndome que si no me pongo de una vez por todas delante del toro de la opinión ajena y cualificada, no haré ni una sola faena completa. Por esta razón te he enviado a ti por delante de subalterno, para tantear las posibilidades de este morlaco. Tus juicios no diferirán mucho de los suyos en lo esencial, estoy convencido, pero lo que él me puede aportar es su experiencia del libro como objeto de mercado. O sea, si esto que estoy haciendo tiene algún precio (cosa que dudo), además de algún valor (cosa que no dudo).
Por resumirte el proceso, este hombre me aconseja que una vez leída la obra por él y con su crítica como referencia – no se andará por las ramas (eso me dice ante mis ruegos de que evitemos cumplidos, eufemismos y otras zarandajas) – el paso siguiente sería ponerme en contacto con un agente literario prestigioso y de su máxima confianza, y que llegáramos a un acuerdo para la gestión del libro. Ninguna experiencia tengo en esto, ya lo sabes, pero no me ha parecido mal de entrada. Lo que me gustaría saber ya es qué se entiende por “acuerdo” con una agencia, o sea, ¿cuál es el precio por leerlo y aconsejarme? Y ¿cuál es el precio por moverlo para su publicación si merece la pena? Total, que me hago tantas cábalas que al final no escribo y me pierdo como un adolescente en ingenuas ensoñaciones.
Y no te aburro más. Espero tus “demoledoras” opiniones. Eres mi jurado (junto con otros que de momento no te descubriré) en el comité de preselección. Si las ocupaciones (como en estos últimos días) o la pereza (todos los días invariablemente) me vencen, me imagino que no remataré hasta dentro de tres o cuatro meses. No puedo escribir al ritmo que escribí a comienzos del verano, cuando arrancaba. Tampoco tengo ya la misma ilusión. Esta también es una buena manera de definir la novela: una pérdida de las ilusiones iniciales, porque uno se va alejando cada vez más y sin poder evitarlo de lo que se había propuesto en la primera idea luminosa. Y no queda más remedio que seguir casi a oscuras, seguir, seguir… La angustia de la escritura. La angustia de revivir la palabra todos los días y la que produce no tener tiempo para escribir más por haber reaccionado tarde. Jurando todas las veces que pasa esto que no volverá a pasar, que no se perderá ni un solo día más… ¡Adiós, Chema! ¡Hasta otro rato en que me anime a darte más noticias! ¡Tú sigue mandándome correos!
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Se dio cuenta de que habían pasado unos meses y estaba hundido en un severo marasmo. O tal vez no era para tanto pero la palabra le gustaba. De todas formas, le sonaba mejor “ostracismo”, aunque eso quedaba para otros momentos de parálisis en la actividad pública, política, en el sentido exacto de la palabra. La emplearía si llegaba a abandonar definitivamente (¡Dios mío, qué tentaciones!) el informe sobre limpieza viaria al que se había comprometido con el respaldo y el aplauso de los principales amigos de la Sociedad. Llevaba semanas elaborando argumentos, amasando las ideas principales, acrisolando los conceptos hasta la extenuación intelectual, hasta la forma perfecta. Él no sabía hacer las cosas de otra manera. Sentado ante su ordenador, tenía un esquema de media página con el axis, el eje o centro gravitatorio de todo lo que iba a constituir su discurso. Y ahora buscaba las formas, una expresión con un ritmo ensayístico propio de los mejores. Había consultado a Jovellanos, Montegón, Condorcet y Rousseau. Su informe no sería un vulgar alegato de denuncia, él tenía a sus espaldas toda una vida de docente, quería basar su tesis en la prevención por la educación. Había que pensar mucho para engarzar una pieza retórica sublime con tales mimbres.
El miedo escénico le tenía clavado, nunca lo hubiera creído. Es verdad que había perdido paulatinamente la costumbre del discurso directo ante los alumnos. Desde la jubilación, y aun antes (en el semirretiro de las bibliotecas) no había vuelto a hablar en público. ¡Le temblarían las piernas cuando se acercase al atril para presentar previamente el trabajo en la Sociedad! Así se lo había sugerido Montesinos, el Secretario, y lo había apoyado todo el resto de compatriotas que se hallaban presentes el día en que explicó en la tertulia que andaba detrás de este proyecto. Habló por no estar callado siempre como un muerto, por no hacer mal papel. Y resulta que esta vez todos los demás hicieron un silencio y por una vez le escucharon. Tuvo que decir algo que sonase interesante, enjundioso. Se le ocurrió lo del dichoso informe para elevarlo hasta el Alcalde Presidente de la ciudad, cuatro ideas inconexas y poco meditadas por el apuro y sinsabores que le causaba el elemento canino en su distrito. Y resulta que encontró el apoyo unánime. ¡A ver qué hacía ahora! No tenía más huida que una salida hacia delante y por eso, si se ponía a pensarlo con detenimiento, le entraban sudores. Sobre todo porque no encontraba una excusa válida para deshacerse de semejante encomienda.
La responsabilidad le había quitado las ganas de comer y había adelgazado un poquito. Se miraba en el espejo del baño, recién duchado por las mañanas a ritmo de reloj (en su disciplina no había cambiado nada) y se encontraba con una buena figura. No sabía muy bien por qué, pero en estas ocasiones se le iba la cabeza y se acordaba de Aline. También en este aspecto parecía que el tiempo se había detenido. ¡Varios meses sin saber nada de ella! ¿Dónde se habría metido? Evitaba últimamente la visita a la Sociedad por el temor a verse cada vez más impelido por la insistencia de los compañeros a finalizar el informe, y sin embargo necesitaba pasar por allí para charlar con Giselle y preguntarle si sabía algo de su paradero. Desde que Aline se había quedado sin trabajo, se había autoimpuesto la obligación de no compadecerse más de lo razonable, pues sabía que por esa grieta podía colarse el demonio que le robase su ganada independencia. Y eso no estaba él dispuesto a consentírselo jamás a nadie. Cada uno está a solas en su mundo, se decía, y lo demás suponía caer en una flojera sentimental propia de ancianos. A él le quedaba mucha vida y mucha obra por delante.
Cada vez fumaba más. En esto no lo detenía ni el precio estratosférico al que se había puesto el Marlboro. Era su amigo mortal, se decía, y la metáfora le resultaba deliciosa cuando lo que pensaba le transportaba a las mañanas de domingo al solillo de una terraza en el muelle, después de un paseo entre los puestos del mercado, y concentrado en la lectura del periódico saboreando un St-Émilion. Añoraba a ratos los riojas y los riberas de su tierra, pero ¡qué se le iba a hacer! A este paso sospechaba que terminaría convirtiéndose en un perfecto bordelés, un francés de adopción, un apátrida (volvió a sonarle bien la palabra, muy romántica). La idea no le disgustó. Ciudadano del mundo. Universal. Ecuménico.
Echó un vistazo desde donde se encontraba, en su rincón de trabajo del salón, y le pareció advertir el paso de alguien que dio la vuelta a la esquina de la casa. Se levantó inmediatamente a fisgonear separando un poquito la cortina translúcida y se tranquilizó al comprobar que el paseante continuaba por Berthelot adelante sin perro. Esto era lo que le interesaba constatar. En un mes, se daba cuenta ahora, apenas había tenido que salir cuatro o cinco noches con presura, antes de acostarse, a recoger los excrementos y otros restos que se iban acumulando junto al bordillo de la acera. Aprovechaba que no hubiera ningún coche aparcado delante del espacio de su fachada, para tener libre el recorrido de limpieza, y ojeaba a ambos lados antes de asomar a la calle para evitar la sensación humillante, ignominiosa, de que algún vecino pudiera estar viéndole rebajarse en aquellos menesteres deshonrosos. Precisamente, creía él, alguno de los que le dejaban el estigma un rato antes y se alejarían con risita malévola pensando en el que venía detrás recogiendo hacendosamente la mierda un rato después.
Y ese mismo tiempo hacía también que venía observando que la paleta recogedora con la que operaba – provista de una cazoleta de bastante capacidad – volvía prácticamente llena hasta el cubo de la basura del que disponía en un rincón del vestíbulo, a la izquierda de la entrada, con una materia granulosa y reblandecida, que él hubiese jurado los primeros días que se trataba de arroz, negruzco por la suciedad, pero arroz. La luz eléctrica no permitía apreciarlo con demasiada claridad, pero una vez dentro del vestíbulo, más iluminado, se dio cuenta de que efectivamente se trataba de eso, aunque no pudo evitar la repugnancia al acercarlo un poco más para verlo bien, envuelto con las cacas de perro (pero bastante menos que antes), colillas de cigarros y demás lindezas. Se diría que alguien había vertido un recipiente con el sobrante de una ración de arroz, posiblemente desde un coche (como se hace con un cenicero repleto), porque la cantidad era considerable y volvía a salir tras sucesivos barridos durante los días siguientes. Después hubo un paréntesis de una semana, y luego volvió a advertir los granos. No podía tratarse de un hecho impremeditado. Pero no encontraba tampoco una causa lógica y tuvo que dejar de pensar en ello o se obligaría (se conocía bien) a una vigilancia tan intensiva que no le dejaría ni dormir. O colocaría una cámara en el interior de la vivienda, enfocada a este tramo de acera.
El marasmo era tan pavoroso que ni perros le quedaban para ocupar sus días. La frase le pareció tan ingeniosa que se sonrió para sus adentros. “¡Ocurrente, sí señor!”, se felicitó por su ingenio literario. Y se hinchó un poco. A él le salía el escritor en cualquier circunstancia. No estaba siendo un invierno de lluvias, así que dejó la sala, prendió un cigarrito y salió apostándose en el umbral a fumar como un actor. Un tipo interesante en medio de la noche, se dijo, para cualquiera que pasara por allí. Una luz, una bombilla, se encendió de pronto en su cabeza. ¡Apenas un rastro mínimo de perros en la última temporada! ¿Era posible que la elefanta con la que tuvo el altercado una noche, la asistenta de Paniagua, le hubiera reconocido en la visita al médico y no hubiera vuelto a pasar por allí? La sola idea le produjo un respingo. ¿Y si había disimulado en su presencia y había modificado su ruta nocturna? ¿Era posible?
Ya había oscurecido. No pudo soportar el nerviosismo, salió y se alejó en dirección a Place Picard. Un paseíto no le vendría mal. Según la hora y el ánimo que tuviera, algunos días alargaba el garbeo hasta la siguiente plaza de Chartrons o a la de Tourny. Raramente, hasta Gambetta, porque esta ya le quedaba lejos y la dejaba solo para las pocas ocasiones en que le apetecía ver cine. También porque aquellos cines eran los favoritos de Aline y su hijo. La verdad, se había acercado a ver una película hacía unos diez días, más que nada confiando ingenuamente en un improbable encuentro casual… Por una cuestión instintiva y por su carácter más bien medroso, hacía siempre el trayecto nocturno en línea recta procurando no salirse de las grandes, luminosas y siempre transitadas avenidas.
Inopinadamente (tal vez el recuerdo de Aline), los pasos parecían querer dirigirle hacia Martinique, al edificio de ladrillo donde sabía que ella había vivido con su padrastro. Se resistía a caer en esas veleidades de la investigación secreta, podía quedar muy de cine, sí, pero se dio cuenta de que no llevaba tabaco en el bolso ni gabardina ni sombrero, y que se sentía ridículo solo de pensar que andaba haciendo el janfribogar por la vida. No llegó a la calle conocida, giró en la primera a la izquierda y se metió por Pomme d´Or, en dirección hacia el Museo del Vino, donde había estado de visita una sola vez, recién asentado en Burdeos. Recordaba perfectamente que Aline le había dicho que Pomme d´Or (¡cómo olvidarse de este nombre tan poético!) era la calle donde vivía ahora Giselle, la chica que atendía en el café de la Sociedad y a la que vieron en cierta ocasión, una noche, acompañada de Máximo Higueruela, el filósofo.
Se llevó la mano al bolso de la americana y se dio cuenta de que no había metido un mal pitillo que llevarse a los labios. Era una pena porque hubiese rubricado con ello la satisfacción que le produjo ese acto de verdadera voluntad que había supuesto apartarse del camino y del destino de Aline. Él era un hombre de personalidad, se dijo, su vocación no admitía compromisos con nadie. No hay gloria para los débiles del mundo, se confesó con mucho orgullo. No sabía dónde podía vivir exactamente en esa calle la chiquilla rubia de la Sociedad. No tenía ganas de seguir deambulando. No quería pensar en Aline porque terminaba desazonándose. No tenía tabaco...
No existe la casualidad. Decidió volver. Y un momento antes de llegar al final de la no muy larga Pomme d´Or y a punto de doblar la esquina a la izquierda para regresar a su casa, pudo ver con perfecta claridad que cruzaban por Rue Barreyre a la derecha, hablando animadamente y caminando despacio y confiados, a quienes nunca hubiera imaginado juntos. Los seguía estupefacto mientras se alejaban en dirección a la salida hacia los muelles del Garona. No podía apartar la vista de sus espaldas. Se encontraba fuera de toda lógica. No podía pensar. Nada indicaba (un gesto, un detalle) que hubiera algo entre los dos. Pero allí estaban, envueltos en la noche y, por tanto, cómplices, la pareja más dispar del mundo (¿o no lo eran tanto?). Al menos, a él le parecían dos extraños compañeros de viaje: Máximo Higueruela, el filósofo, y Aline, su buena amiga, su negrita Aline.
Aceleró el paso con humor sombrío, herido en su orgullo, ¿celoso?, ¡por Dios, eso ni pensarlo! La curiosidad podía más en él que cualquier otro sentimiento. Caminaba a escape (se le ocurría algún chiste con su apellido). ¡Máximo, sinvergüenza, canalla… sofista! Del azoramiento no se le ocurría adjetivo mejor con que tildar al paisano español que todos tenían por un filósofo peripatético, pretecnológico, pseudocientífico (se acordaba de su charla siempre pendiente sobre energías limpias) y… y… esquizofrénico, pues todos los allegados de la Sociedad le consideraban un poco perturbado.
Tenía un comportamiento imprevisible y hasta en alguna ocasión él mismo había oído comentar discretamente al del guardarropía de la puerta principal a Intendence, que “don Máximo se confunde de chaqueta, se viste la de otros, sale y vuelve al poco rato pidiendo excusas por el despiste”. Por lo visto le había pasado en sucesivas ocasiones. Generalmente perdía el número asignado a la entrada y cuando iba a marchar señalaba la prenda que reclamaba como suya. Pero alguna vez fallaba, por mala memoria, y se excusaba muy apurado. Había llegado a pedir el chaquetón de Cristal, la veterinaria, y gracias a que el conserje le había reconvenido a tiempo: “¡Hombre, monsieur Maximo, no salga con eso a la calle que va a parecer un travesti!”. No se enfadaba nunca, sonreía, pedía excusas muchas veces y rogaba que no se extendiese su despiste para que los compañeros no hiciesen mofa de ello.
Llegaba ya tan ofuscado a casa por Cours St. Louis que ni vio ni pudo evitar el desliz pastoso de su zapato por una caca de perro de al menos dos roscas y pico. En cuanto cayó en la cuenta, juró y voto a los cielos y al propio Ayuntamiento de Burdeos en la persona de su Alcalde Presidente, a la sazón una rubianca guapa, rellenita y muy votada por los bordeleses (desde la oposición se le hacía mala prensa diciendo que era espabilada pero muy autoritaria). El escrito que en breve pensaba dirigirle, una vez leído públicamente en la Sociedad, sería ya imparable, impecable e implacable. Así se dijo. Lo juraba por su honor.
No vio ni evitó, pero sí oyó (el chofff al pisar) y olió su tufo nada más entrar en casa. Se desprendió del zapato al entrar por la puerta del garaje y lo llevó con el brazo estirado hasta el fondo donde tenía un montón de periódicos y revistas para retirar. Se dijo que lo mejor era dejarlo allí un día a que secase y así lo hizo. Entró por la puerta interior del garaje al domicilio y fue directamente a cambiarse de calzado. Lo tenía claro: aunque eran más de las once de la noche pensaba salir a desfogar la tensión con un par de cigarrillos. Tomó la cajetilla de encima de su mesa de trabajo, la metió en la americana y salió disparado a Place Picard. Iba tan ansioso de fumar, tan pensativo y tan cabreado que no percibió la última sorpresa que todavía le deparaba aquella jornada. Entre las sombras, donde se encontraba el aliviadero canino.
—¡Bon soir, monsieur! —dijo una voz saliendo de la penumbra y alargando el lazo que sujetaba a un perro al que dejaba ocupado en sus defecaciones.
Saludó él con cierta prevención, pero la sola presencia de una mujer y, hasta donde podía verse, el caniche mínimo que quedaba al otro lado de la traílla, no le produjeron el amedrentamiento con que solía recibir lo desconocido. Es más, su pésimo humor en aquel momento le dio arrestos para encarar lo que podía ser una distracción de unos instantes y luego dormir tranquilo. Cuando la iluminación eléctrica de la plaza lo permitió, se dio cuenta de lo que se le venía encima. ¡La elefanta, una vez más! Y ahora no había disculpa posible para evitarla pues se habían conocido donde Paniagua. Contra todo pronóstico puso una voz increíblemente amable y se dirigió a él a la francesa, con grandísimas muestras de estar avergonzada por lo que había pasado en su primer encuentro con el perro. Por supuesto que ella también lo había reconocido en casa del médico, pero también prefirió callar por simple discreción. En eso estaban ambos de acuerdo.
—Buenas noches, madame.
—Mademoiselle, Desireé, ¿recuerda? —añadió ella con voz melosa.
—¡Exacto! —quiso él dar muestras de seguridad—. ¿Cómo sigue el doctor?
—Perfectamente bien. Me ha hablado mucho de usted, de su amistad…
—Antonio es un excelente amigo.
—Desde luego que le tiene a usted un gran aprecio. Me suplicó que le atendiera en la Clínica como si se tratase de él mismo. Por lo visto le había recomendado pasar por allí para un chequeo. ¿Ya pasó usted y tal vez no nos vimos? Sepa que don Antonio tiene mi teléfono y puede llamarme cuando lo desee para acompañarle en su visita.
—Bueno, no me ha parecido ni urgente ni necesario de momento. Se lo agradezco muchísimo y lo tendré en cuenta si llega el momento.
—¿Fuma usted mucho, monsieur? No debería…
—No, seguramente Antonio le ha exagerado. Unos pitillos al día… No lo considero un vicio. Soy una persona de voluntad fuerte —quiso evitar este enojoso asunto y esquivar el compromiso con ella, porque la veía venir.
—Español, ¿verdad? Romántico país y muy ardientes los españoles, he oído… ¿Es eso cierto? —ponía una voz aterciopelada poco natural. No sabía bien por qué pero intuía un riesgo que no quería correr. Lo mejor era salir por la tangente y dar la conversación por concluida.
—Ha sido un placer, señorita Desirée —cortó en seco y se dispuso a marcharse.
—Permítame que lo acompañe, amigo mío —dijo ella rápidamente tirando del minúsculo perrillo—, creo que llevamos la misma dirección. No vivo muy lejos de su casa.
—Como guste, se me está haciendo tarde y mañana tengo ocupaciones que no pueden esperar. Soy de los que les gusta madrugar.
—Entiendo, claro, ya me dijo el doctor que es usted escritor. ¡Qué interesante! Un bohemio, un solitario perdido en esta ciudad tan grande, tan fría. ¿No echa de menos su país? ¿No dejó a nadie allí?
—La verdad es que no —dijo él secamente. No le interesaba en absoluto ampliar los datos que pudiese haber proporcionado Paniagua. No le quería dar ninguna confianza a aquella entrometida.
Caminaban juntos y él apuraba el paso para llegar cuanto antes a casa. Por no hacer muy violenta la compañía, se le ocurrió apuntarle que aquel perrillo no era el que llevaba la vez anterior. Efectivamente, ella le contó que el anterior había muerto no hacía mucho tiempo de un cólico o de algún alimento nocivo que había podido tomar inexplicablemente. En la clínica veterinaria no habían sabido determinar la causa o no les había merecido la pena averiguarlo. Le detalló, eso sí, cuánto había llorado. Hasta que llegó este nuevo amigo, este nuevo perrito encantador, así le dijo, que le llenaba sus muchas horas de soledad…
—Porque una se encuentra a ratos muy sola, amigo mío, en esta ciudad tan grande donde ya casi no se cultiva la amistad ni las relaciones humanas —le confió con un tono apesadumbrado y un amago de pucheros en su boca.
—Comprendo, comprendo… —se asustó él de unos amagos de intimidad y de confianza que no venían a cuento.
Observó, ya junto a su puerta, que aquella mujer no vestía tan desaseadamente como en su anterior encuentro. Iba peinada con cierto esmero, con los labios pintados y un vestido largo que disimulaba un tanto sus formas (si aquello tenía alguna forma precisa). No hubiera dicho que le causaba exactamente asco, porque su percepción en aquel momento estaba un poco atenuada por la compasión.
—Espero que volvamos a coincidir, amigo mío —dijo con mucha intención.
—Es posible. Soy un hombre bastante ocupado… —abrió la puerta.
—Adiós otra vez, buenas noches, querido —dijo—. Nos vemos, encanto. ¡Despídete de nuestro amigo, Gitano! – le dijo al perro pronunciándolo perfectamente en español. Y siguió andando.
**
Transcurridos unos días, por fin, la curiosidad venció todas sus resistencias y se decidió a pasar por la Sociedad. Tenía que hablar con Giselle o con Máximo o con quien fuera que le pudiera dar noticia de Aline. Temía enfrentarse a la cuadrilla de los que esperaban su informe, pero más todavía le incomodaba pensar en un encuentro con Máximo Higueruela. No se imaginaba cómo podía reaccionar en su presencia. ¡A saber a qué indecencias estaba sometiendo a aquellas pobres chicas! A Giselle y, sobre todo a su Aline, su negrita! Si este desalmado estaba cometiendo alguna fechoría, alguna vejación, estaba dispuesto a no sabía qué. Eso se dijo antes de salir de casa, poniéndose nerviosísimo y crispando los puños. Tanto que no podía apenas peinarse o retocarse el pelo ralo y muy canoso que aún le quedaba. Haría de tripas corazón, pero ¡tenía que pasar por la Sociedad!
Así pues, después de una ligera refacción (pues adivinaba que se le revolvería el estómago), hacia las ocho y media tomó camino de Intendence. Paseaba lentamente, no había prisa y procuraba insensatamente inhalar y luego expulsar el aire al mismo tiempo que el humo del pitillo (¿cuántos se había fumado hoy?) para acompasar los latidos de su corazón y serenarse. Tomó las avenidas de Tourny y entró desde la Comedia a Chapelet con objeto de cruzar el pasaje y salir a Intendence. En esta época del año aquel rincón de encanto, lógicamente, estaba expedito de terrazas, aunque no estaba haciendo un invierno frío. El pasaje le recordaba siempre su juventud universitaria en aquella ciudad de brumas, aquel otro pasaje que unía la calle donde él residía con una recogida plazoleta donde había ido tantas veces a buscar a un amor de primera juventud. Un amor malogrado como todos los suyos, por eso había terminado solo. ¿Quién podía saber por qué se malogra el amor?
Avistó la estatua de Goya. Reconocía la inconfundible mano de Benlliure que también veía tantas veces de adolescente en la escultura de grupo frente a la puerta de la Academia de Caballería, ubicada en el gran paseo de aquella misma ciudad de brumas. La misma tensión extraída del bronce, esa había sido su conclusión permanente y simplona, pero sincera, a lo largo de cincuenta años. No había variado el criterio de aquel adolescente de quince al de este otro jubilado que ahora se paraba a observar por centésima vez, plantado delante de ese baturro de vida y obra misteriosas. Algún rato de estudio le había dedicado en otros tiempos. Del mismo modo que no había variado a lo largo de toda su vida aquel gesto mecánico, íntimo y mortal, de llevar un cigarrillo a su boca. Entonces era un “Tres carabelas”, de paquete rojo, sin boquilla. Hoy era un Marlboro emboquillado y delicioso. Si el tabaco llegaba a matarlo, se dijo, seguramente no sería una muerte muy literaria. “¡Y qué más da morir apestado de nicotina que de blanco de cobalto o de verde veronese! ¿Verdad, maño?”, dijo para sus adentros mirando a los ojos a la estatua del pintor. “A fin de cuentas, gajes del oficio y, pensándolo bien, todos ellos son materiales de trabajo”. Todo artista muere a manos de su obra, se dijo. La diferencia estribaba en que ese baturro tenía mucho talento y muchos cojones. Y echó a andar el poco camino que ya le restaba.
Ni rastro de Higueruela ni de Giselle ni de Paniagua. Algunos conocidos de vista, otros de nombre, el impenetrable Montesinos, y como novedad, la veterinaria Cristal acompañada esta vez de su marido. Ya lo sabía antes de subir al salón, porque lo había preguntado en el vestíbulo y el ujier que atendía le había contestado que la señorita Giselle hacía meses que no trabajaba allí y que don Máximo tampoco aparecía con mucha frecuencia. El ujier calculaba que no había visto a este por lo menos en el último mes. “Ya sabe usted que don Máximo es muy suyo”, le dijo el ordenanza acercándosele al oído, sonriendo y haciéndole un guiño de ojo. “Lo sé, lo sé”, contestó él también en tono confidente acompañado de otra sonrisa, con la intención de animar al hombre a que completara toda la información de que dispusiera. “En fin, una pena”, le instigó una vez más. Y entonces este le dejó una clave en la que hasta entonces no había reparado: “En confianza, don Juan, ¿no cree usted que don Máximo está un poco enfermo? Y perdone mi atrevimiento, no querría ofender a nadie pero un servidor desde este puesto es lo que observa”. Y se le quedó mirando silenciosamente. Después se retiró al interior del guardarropía. “Es posible”, iba a responder él, pero ya no tenía a nadie delante.
Una vez en el salón, quien primero lo acogió con gesto afable fue Montesinos, puesto que Cristal y su marido no se sumaron de inmediato al verle, cosa que le extrañó en parte. Probablemente porque el abogado los había rehuido antes mostrándose enfrascado en la lectura de un periódico y ellos habrían optado por tomar un café en compañía de otros tertulianos en el servicio de bar. Allí se encontraban en ese momento. Sin embargo, cuando él apareció fue Montesinos quien lo llamó a su lado, dobló el diario e invitándole a sentarse a su lado se entregó a una charla animadísima, como pudo comprobar en un instante. No quiso desairar al abogado, cuyo aspecto severo e inquisitivo siempre le había hecho recelar un poco, y se dijo que no había más remedio que tomar los acontecimientos por donde venían. Además, quién sabía si Montesinos también podía darle razón de lo que estaba buscando.
—Mi querido Juan, por fin un hombre adecuado para una conversación tranquila —le recibió efusivamente abriendo los brazos pero sin levantarse de su cómoda posición a tenderle la mano. Fue él quien tuvo que acercarse para este fin—. ¡Cuánto tiempo! Diríase que anda usted escondiéndose de los amigos.
—Ni muchísimo menos, estimado Montesinos. Mis ocupaciones… En fin… Los que vivimos solos nos volvemos raros, es verdad. Pero necesitamos periódicamente el cariño de los amigos. No me importa reconocer que cuando falto un tiempo los echo de menos. A usted mismo, sin ir más lejos, Montesinos, echo en falta su conversación inteligente, su sensatez… —cortó ahí porque entendió en la cara del abogado que era suficiente a su propósito, que había conseguido sorprenderlo y descolocarlo para un rato. El abogado era un hombre extraño que le provocaba estos arranques retóricos, una forma de autodefensa que había empleado intuitivamente con él desde el principio de conocerse y le había funcionado muy bien. Era como una pelea de púgiles en que el aspirante salía a por todas consiguiendo un par de buenos golpes de entrada, que lograban retener bajo control al contrincante durante unos cuantos asaltos.
—El aprecio es mutuo, Escapa. Pero dejémonos de cumplidos. Sabe usted que soy poco protocolario, me gusta la franqueza, la comunicación directa. Por eso tengo algunas dificultades con algunos paisanos un tanto … ¿cómo se lo diría a usted?... un poco esquinados, ¿comprende? —e hizo un gesto evidente con la cabeza y la vista de referirse a la veterinaria y su marido, que continuaban departiendo con un grupo de recién llegados al club, porque a él no le sonaban de nada sus caras.
—Bueno, Montesinos, no se congenia por igual con todo el mundo —quiso terciar y esquivar el asunto planteado con tan poca delicadeza. Pero él sabía que el abogado era así, inmediato, pugnaz e imprevisible. Daba la impresión de que liberaba por esta vía su acidez permanente, cuyo origen él no había acertado todavía a determinar si era por una soberbia no del todo contenida o por una bilis más honda y sorda, encubierta y mantenida a raya. Tal vez el centro de su propia personalidad.
—Desde luego, nada tengo ni con ellos ni contra ellos. ¡Ya me dirá usted en mi posición qué interés puede moverme! Es mi objetividad, mi sentido de la justicia lo que se rebela, créame. En la conversación con estos señores casi siempre adivino las carencias modernas en la educación de los hijos. No me importa confiarle a usted que los encuentro unos padres laxos y consentidores de esta juventud sin principios que hoy anda suelta por ahí. ¡Óigalos usted mismo, Escapa, si tiene ocasión! Demasiado permisivos y demasiado amigos de sus vástagos. Esta no era la pedagogía de mi generación. ¡Educar antaño era otra cosa, un arte, si me permite decirlo de esta manera!
—No olvide que he sido docente toda mi vida profesional… —quiso tomarle la delantera también aquí para mantener la ventaja del primer asalto.
—¡Cierto, cierto! ¡Magnífico, es verdad, mi buen amigo! Por ello su opinión me interesa más que otras. ¿Qué me dice usted de estos padres reblandecidos por la falta de valores de la sociedad moderna?
—También soy padre de dos hijos mayores de edad, Montesinos, no sé si lo desconocía… —¡le estaba ganando la partida al jurista más inmisericorde que había conocido en su vida!
—¡Acabáramos! Usted siempre me ha parecido un hombre de criterio. Dígame, ¿no habrá sido también de esos profesorcillos que se dejan torear por una cuadrilla de mozalbetes imberbes? —le lanzó la pregunta y se le quedó mirando con fijeza de serpiente, casi a punto de sacarle los colores en la cara. Estaba perdiendo la posición. El abogado contraatacaba.
—Cuando la autoridad se gana con el ejemplo, cualquier muchacho responde con la sola mirada. No sé si conoce usted este principio elemental…
—¡Extraordinario! Siempre lo he dicho: nos jubilan cuando más sabios somos, cuando podríamos dar lo mejor de nosotros mismos. Usted mismo sería hoy dentro de las aulas un pedagogo como la copa de un pino, la esperanza y la garantía de que las leyes educativas puedan servir para algo. Dígame, Escapa, será un padre modelo, ¿le visitan sus hijos a menudo? No me extraña que le quieran a usted… —seguía mirando ahora con la cabeza ladeada, algo taimadamente, como si vigilara un gesto de debilidad en el contrario, una fisura por donde entrar a la carga.
—Precisamente he pasado una quincena hace nada con ellos. He estado ausente ocupándome de esas ayuditas a las que un padre nunca es ajeno, me entiende ¿verdad? —le mintió porque no le importaba lo más mínimo lo que pensase aquel cafre de las relaciones familiares y porque se maliciaba en él un fondo demasiado oscuro en relación con estos asuntos.
—¿Usted también, amigo mío, es como aquellos? —volvió a señalar con el gesto a la veterinaria y su marido, y endureció de repente la expresión—. ¿También se deja sacar usted los cuartos para los caprichos de sus criaturas? ¿Es que los jóvenes de hoy no saben relacionarse con sus progenitores si no es para extorsionarlos? —le estaba abrasando con la mirada en ascuas, echado el cuerpo hacia delante y estirado el cuello como si fuese a embestir. Le horrorizó pensar que en un segundo le iba a preguntar por su mujer…
—¿Usted es casado, Montesinos? —se adelantó a la pregunta, dispuesto a no soltar la iniciativa hasta hacerle tragar su lengua. No por convencimiento, sino por miedo, por puro miedo hacia aquel cabestro.
—Lo estuve. Dos veces, para ser francos —no dudó en la respuesta y, en efecto, pareció completamente sincero.
—¿Tiene hijos? ¿Tiene hijos usted? —le repitió ante su silencio y un cierto abatimiento de su cabeza.
—No quiso dármelos Dios. Ni Dios ni las dos inútiles con quien estuve casado —dijo con un tono entre el desprecio y la melancolía.
—Nos hemos puesto serios, admirado amigo Montesinos —cortó él de repente. Podía haberle dicho que no había más preguntas. O mejor, solo una más: ¿Estaba seguro de que no había podido tener hijos por la esterilidad de sus mujeres? ¡Había batido por una vez al más correoso de toda la Sociedad! Había llegado sin quererlo a conocer el fondo de su bilis.
—Va a disculparme, Juan. Últimamente me retiro más pronto —y se levantó, le tendió la mano sin mirarle y tomó la dirección de las escaleras.
Había conseguido, en definitiva, espantar a ese bestia. No se lo creía. Ni siquiera le había preguntado por el informe pendiente, ¡tanto le había descentrado! O quizás ya no se acordaba nadie de ese compromiso, idea que comenzó a tranquilizarle. Pero ninguna noticia de Aline, ninguna de Higueruela. ¿Qué hacía allí? Se quedó solo en el diván y decidió hojear el periódico por pasar todavía un rato. En breve tendría que volver a casa. Pero la pareja que había permanecido todo este tiempo en la barra había observado la situación y se le acercaron en cuanto Montesinos desapareció del salón. Se dijo que con estos no se andaría con rodeos para sus averiguaciones. Pudo comprobar que la veterinaria era una mujer que caminaba hacia los cincuenta años manteniendo una figura espléndida. Era alta, muy seria en el primer contacto. No así su marido, a quien él había conocido en otro par de ocasiones y le había parecido un risueño e inteligentísimo hombre de mundo, un francés vividor que contrastaba aparentemente con su esposa. ¿Quién podía saber el secreto de su común condición? ¡Ah, monsieur, la cama hace extraños cómplices!
—No le dejaremos solo ahora que se ha decidido a volver. ¿Nos permite? —se adelantó ella haciendo amago de sentarse.
—¡Bon soir de nuevo, amigo mío! —dijo el marido.
—¡Por favor! Siempre es grata su compañía —los invitó a sentarse.
—¡Cuánto tiempo! ¿Cómo ha sido para caer hoy por aquí? —dijo Cristal.
—Amigos míos, no me puedo librar de mis debates científicos y filosóficos con Máximo Higueruela, me imagino que ya le conocen.
—¡Sí, claro! ¡Claro! —se quedó ella pensativa, mientras su marido miraba sin perder un principio de sonrisa en la comisura de sus labios—. No sabíamos que tuvieran tanto trato, la verdad. ¿Se ven ustedes habitualmente? —parecía querer averiguar algo.
—¡Querida, eso es imposible! —se entrometió el marido riéndose francamente ante los gestos de extrañeza que levantó, a la espera de una explicación más detallada que enseguida añadió—. Porque Máximo no para en ningún lugar realmente… —se notaba un silencio expectante hasta que se decidió a completar su explicación—. No es ningún secreto y tú lo sabes, querida. Fui durante bastante tiempo contrincante de Máximo al ajedrez… Máximo anda ahora muy solo, no tiene amigos. Creo que pasa una mala racha, aunque no puedo decir cuál es la causa. No lo ocultemos, siempre ha tirado un poco a neurótico y algunas cosas he podido saber de él por su propia boca, que quizás debo callar por discreción.
—Bueno, yo tengo cierta relación pero confieso que estoy un poco preocupado porque hace tiempo que tampoco le veo —apuntó él por alentar el curso de la conversación que tanto le interesaba—. Sí, también he oído que es un poquito especial, maniático, podría decirse.
—Aquí todos somos un poco particulares, Juan, ya se habrá dado cuenta. Puede que nos influya más de lo que creemos estar fuera de nuestro país, como si se tratara de un destierro, aunque voluntario —reflexionó Cristal con gesto de resignación—. El que hablaba hace un rato con usted es un ejemplo patente de ello. Debe de tener ojeriza a los matrimonios bien avenidos, porque con nosotros siempre está a la defensiva, ¿verdad, Michel?
—Montesinos es un Míster Scrooge, querida. Con eso queda todo dicho. Pero Máximo es otra cosa. Francamente, la última vez que le he visto me ha dado la impresión de que está perdiendo el equilibrio psicológico. Lo suyo ha sido desde hace años una obsesión, una especie de manía persecutoria. Lo sé porque hace un par de años tuve ocasión de conocer a un hermano que vino a visitarle. Máximo es muy posesivo en cada momento con quienes considera íntimos, a mí llegó a agobiarme y tuve que distanciarme de él. Me presentó ante su hermano como el amigo del alma y este se me confió. En resumen y para su conocimiento, Juan, hasta donde creo comedido informarle, nuestro común amigo Máximo estuvo hace algunos años muy afectado por la pérdida de grandes sumas de dinero procedentes de su herencia familiar y reclamadas por el fisco. Mi esposa lo sabe como yo. Esperamos su confidencialidad, pero usted también es un hombre que nos resulta amigable y honesto, y no está de más ponerle sobre la pista ya que trata de ordinario, según dice, con el pobre Máximo.
—¡Cuánto se lo agradezco, Michel! —atinó a decir aturdido todavía por aquella historia inesperada—. Para ser sincero del todo, les diré que lo he visto no hace mucho, sin que él se percatara, acompañado de una muchacha que atendía aquí mismo, una tal Giselle, una muchacha rubita —no quiso deliberadamente revelar que le había visto en realidad con Aline.
—Muy propio de él, Juan —contestó ahora Cristal— le conoce todo el mundo en esto. Máximo es enamoradizo, se satisface platónicamente y con eso tiene bastante. En ese aspecto es atractivo para ciertas mujeres, es todavía joven porque lo prejubilaron muy pronto. Además es generoso a ratos, no generalmente, porque procede de una familia rica (ya se lo hemos dicho), tiene dinero y no escatima con quienes cree que le entregan su afecto. Pero es un completo ingenuo. Se ve a la legua que no ha estado nunca en serio con una mujer.
—El caso es —continuó el marido— que se hace acompañar de algunas chicas con las que se porta muy bien, es un bendito. Le he visto contratarlas para la limpieza de su casa y con esa disculpa disfruta varios días de su compañía y si la persona de su agrado le sigue la corriente puede aguantar una temporada. Luego, la realidad se le impone y necesita huir de su autoengaño. Normalmente, después recomienda a esas chicas en las casas de sus amigos o conocidos. A nosotros mismos nos presentó a una de ellas, ¿verdad? Es un inocente, dicho en plata. No creo que sea capaz de proponerles nada deshonesto, ni siquiera de palabra. Hasta donde nosotros sabemos, bien entendido.
—¡Vaya por Dios! Me dejan ustedes de piedra, con toda franqueza —dijo.
—No esté preocupado, Juan —quitó importancia Cristal— disponemos del teléfono del hermano. Cuando estuvo aquí, le reiteró muchísimo a Michel que no dudara en llamarlo si era necesario.
—¡Ahora ya está al corriente, querido amigo! —sonrió Michel.
—Pues sí. Creo que ha estado tratando en los últimos tiempos de entablar amistad conmigo.
—Es posible. Pero le hubiera buscado a usted Lo más seguro es que haya estado ocupado en otros menesteres más agradables —le dijo guiñando un ojo con cara pícara.
Cristal se reía moviendo la cabeza a ambos lados, como amonestándolos, como si quisiera recriminarles cómo eran los hombres. Estuvieron muy amables con él y se citaron para otros encuentros en semanas sucesivas. A la salida notaron que se agradecía el abrigo a esas horas. Por vez primera le sobrecogió la iluminación navideña de Intendence. Los tres se quedaron mirando a lo alto. Poco a poco se encaminaron hacia la Plaza de la Comedia. Conocía más a la veterinaria, pero la conversación con su marido se le hacía fluida, le sugería ese tipo de personas con quien es fácil congeniar. Le había dicho en otra ocasión que trabajaba en el Ayuntamiento de la ciudad y él había comprobado, en efecto, que un Michel Dumont figuraba como funcionario en una sección llamada ACA (Área de Cultura y Artes). Era evidente que su sentido del humor, su inteligencia y su cultura formaban parte de una personalidad muy interesante.
La veterinaria ganaba mucho en la distancia corta. Parecía recuperar sus orígenes españoles en la expansión de un carácter quizá demasiado encorsetado al contacto muchos años con la educación francesa. Se la observaba distendida y feliz. Tuvo tiempo todavía de bromear con él y preguntarle por su trabajo sobre el “saneamiento de la ciudad”. Así se lo dijo, con risa entrecortada. Le contó que si los acontecimientos seguían el curso que traían en los últimos meses, no haría falta la vigilancia viaria sobre los perros de la ciudad, porque andaba suelto el “asesino mataperros”. Literalmente. Él quedó muy extrañado mientras la pareja compartía con mucho humor una noticia que él no tenía hasta ese momento y le estaba resultando entre curiosa y alarmante. Y por eso pidió explicaciones inmediatas a la veterinaria.
No le concedió ella mayor importancia, pero la cuestión era que habían surgido varios casos de perros envenenados que había tenido que atender en su consulta. Desconocía la causa hasta que el laboratorio tuviese unos resultados claros y definitivos. Tampoco era extraño, le comentó, que periódicamente apareciera algún chalado con malas pulgas que se hartaba de soportar la poca educación cívica de sus paisanos y se dedicaba a sembrar por la ciudad alimento envenenado. Un justiciero de opereta, le dijo. Ya lo habían conocido antes.
Tenían que despedirse. Ellos volvían sobre sus pasos, una vez que le habían acompañado una pequeña parte del recorrido hasta más allá de la Comedia. Su residencia estaba más cercana a la clínica veterinaria, junto a la plaza de la catedral de St. André. En el curso de la animada conversación, también Michel Dumont se había ofrecido a ejercer de cicerone si se decidía a presentar el trabajo sobre aseo urbano, así lo llamó. Por lo visto, todos sus conocidos tenían una idea propia de su futuro ensayo. Michel le brindó su guía en el siempre enojoso camino administrativo hasta la Alcaldía de la ciudad. En un momento de la tarde habían hablado de su exprofesión docente y de su trayectoria por algunos institutos en su función de catedrático. A Michel le llamó la atención algún dato. Dijo tener buena memoria y se comprometió a curiosear algún expediente archivado que podría resultar interesante después de mucho tiempo. El nombre de algunas villas españolas por las que él había transitado en su cometido docente, a Michel le sugerían extrañamente ciertas relaciones con el Ayuntamiento de Burdeos, que así, de pronto, no podía precisar. Le prometió que le llamaría por teléfono en breve si descubría algo de interés. Intercambiaron móviles y se dieron la mano efusivamente. Cristal le dejó un rastro oloroso muy agradable, posado con sus dos besos de despedida. “Es posible que en breve tenga noticias mías, monsieur Escapa. Tengo una corazonada”, le advirtió Michel Dumont. Quedó extrañado pero en unos minutos se había olvidado de ello.
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El paseo había sido mínimo pero se sintió sin aire. Creyó que necesitaría entrar a un servicio para mojarse la cara y se metió en un café. Se sentó a una mesa y decidió tomar una copa de vino. Estaba dispuesto a quedarse allí lo que hiciera falta mirando pasar la vida por la cristalera. Necesitaba pensar no sabía en qué. Pero hoy no se daría prisa en volver. El contacto con sus cariñosos paisanos le había puesto melancólico, o era el viento frío que comenzaba a notarse, o el tabaco lo que le removía una herida interior. O las fechas de navidad que se avecinaban, el tibio recuerdo familiar de otros tiempos. Una sensación más bien difusa, de todos modos. No le gustaba escribir por la noche y la disciplina era la clave fundamental de su éxito, estaba convencido de ello. No sabía bien por qué pero no tenía ninguna prisa por regresar a casa.
En cuanto se pusiera por la mañana, despacharía el correo a España, como gustaba decir para sus adentros. “Despachar” sonaba más clásico: sus modelos eran los clásicos, él no pretendía otra cosa que ser un clásico. Se había dicho muchas veces que tenía que enviar un último correo dando el ultimátum, pero contestaba una y otra vez a los que le enviaba ella. Otros días, a una hora que él conocía con exactitud, podían conectarse y charlar un rato, aunque fuese de una forma tan precaria como el diálogo escrito que permitía el correo electrónico. Estaba la posibilidad de conectar visualmente a través de la cámara, pero ella se negó rotundamente desde el comienzo y, además, solía hacerlo en horas de trabajo desde el despacho de la Biblioteca del Patrimonio. Desde su propio domicilio, impensable, nunca se hubiera atrevido.
Así llevaban ya un tiempo, quizás mucho tiempo, se dijo él. De tal forma que, sin la expectativa de reencontrarse, sin la posibilidad siquiera de verse, la emoción se iba apagando. Él comenzaba a pensar también que en el fondo a ella la situación le resultaba cómoda. Ni pedía ni necesitaba más que una amistad a distancia, hasta que se convirtiese en un entretenimiento y luego en un recuerdo. Estaba seguro de que esa mujer no pondría ningún reparo en interrumpir la relación cuando llegara el momento de cansancio y de sensación de absurdo. ¿No era mejor poner fin ahora mismo fulminantemente y sin despedida alguna?
Porque, ¿qué es lo que esperaba él de aquello que no sabía cómo llamarlo a estas alturas? Casi dos años, si la memoria no le fallaba, sin verla. No se trataba de ninguna necesidad física de posesión, la edad había amortiguado mucho la llamada del deseo. Pero sí había sentido tiempo atrás la avidez física de verla, de ver sus ojos verdes, el misterio que procedía de ellos y le había impresionado, lo mismo que si se tratase del pigmento tóxico conocido como “verde veronese”, una materia que los pintores utilizaban para los ojos de los ángeles, según había leído en alguna ocasión. ¡Esos ojos necesitados de cariño de la bibliotecaria! Ya casi no los recordaba. Un hombre que no ve durante tanto tiempo a la mujer que quiere termina negándose a retenerla en el pensamiento para no volverse loco. Un hombre termina autoconvenciéndose de que no quiere a una mujer de quien sabe que duerme con otro, para no volverse loco. Porque ella todavía seguía casada. Es cierto que entre los dos nunca había existido contacto físico, su relación de amistad había sido excesivamente larga pero sin sobresaltos de ese tipo. Podía decirse con toda justicia que lo suyo había sido un amor platónico, sincero, pero ideal.
La obstinación de su esposa (entonces), de Luz, le había llevado hasta aquel poblachón que casi no llegó a ver porque su presencia allí se limitaba a las horas de obligada permanencia por la mañana. A las dos de la tarde salía espantado. Las necesidades laborales y administrativas del instituto le relegaron al destierro de la biblioteca durante buena parte de su horario. El programa de bibliotecas en red le puso en contacto con la del Patrimonio donde trabajaba ella, la bibliotecaria, a dos pasos dentro del mismo edificio, como pudo conocer enseguida llevándose una grata sorpresa. El antiguo monasterio rehabilitado era la sede de varias instituciones, absolutamente autónomas en el resto de su funcionamiento.
Luz había sido toda su vida una mujer del norte desterrada (también ella había sufrido su destierro) en una ciudad de interior sin luz y sin mar. Nunca se había adaptado a un lugar en que consideraba, según ella, que estaban de paso, desplazados. Lamentaba una y mil veces que sus hijos no hubieran tenido la oportunidad al alcance, a la puerta de casa, de dar sus primeros garbeos por el puerto, la bahía y la playa. Consideraba esto casi como una desgracia. Luz era hija única, venía de gente bien y estaba decidida a sacar provecho de esa situación que le había tocado en suerte. Disponía de buenas rentas, estaba entregada a vivir la vida y conocía al detalle las buenas cosas materiales. No era en absoluto una persona vana, pero las apariencias de su excelente posición social eran tan importantes como la posición misma. Era de buenos sentimientos combinados con una educación clasista muy arraigada.
Se conocieron siendo universitarios, coronó él su carrera con una meritoria oposición y llegó el matrimonio, el asentamiento en la ciudad donde le dieron destino, la casa, los hijos y el vacío. Sus sentimientos se esfumaron por inacción, por frustración, él siempre lo había creído de esta manera. Para ser justos, la frustración de Luz era real, patente, tenía que ver con los casi treinta años que había tenido que residir en un sitio que rechazaba. La frustración de él era más difusa pero más dañina, se relacionaba con la sensación constante de que se estaba dedicando a algo que no le llenaba, que había nacido para otra cosa. Cuando llegó el momento en que los dos no se soportaban, desplazaron la culpa de lugar en busca de solución para sus vidas. Ya no la había. Pero mudaron la residencia a su ansiada ciudad marítima del norte, para alegría inenarrable de Luz, y él tuvo que tragar con el desplazamiento de casa al trabajo y a la inversa a lo largo de un recorrido de cien kilómetros en coche, ida y vuelta, o sea, dos horas y pico más de estrés diario por carretera.
Los hijos habían llegado tarde, después de varios años de casados. Por ellos había aguantado él casi hasta la jubilación. Cuando se dio cuenta de que también le despreciaban y siempre se pondrían del lado de su madre ante cualquier problema que surgiera (como de hecho había surgido, o mejor dicho, había emergido a la superficie), decidió al punto de un ataque de nervios que había que soltar amarras, una expresión muy adecuada y meditada en sombríos paseos por el puerto durante muchas tardes grises de soledad. El matrimonio venía muriéndose, por lo tanto, desde mucho tiempo atrás, los hijos iban teniendo edad para entender un conflicto de aquella naturaleza, su hastío vital llegaba al cenit y el trato recién iniciado con la bibliotecaria fue el desencadenante de una crisis profunda.
El año 15 se plantó en aquel poblachón resignado y dispuesto a soportar lo que le viniera encima hasta que pudiera volver a pedir traslado hasta otro instituto lo más cercano posible a su domicilio. Al principio, cuando viajaba solo en su propio coche, la autovía hacía la distancia más o menos soportable, incluso agradable en días determinados. A medida que fueron pasando los días, los madrugones sin motivación alguna y la tensión de la conducción comenzaron a pasarle factura. Dio en pensar que tal vez le conviniera durante la semana vivir de alquiler para evitar el desgaste del desplazamiento y el desgaste de una sensación de orfandad cruel cuando regresaba a casa y, generalmente, ya no encontraba a Luz, que le había dejado algo en la nevera, eso sí, pero que había salido a tomar café con sus amistades o andaba ocupada en minucias que él nunca llegó a conocer del todo. Sinceramente, tuvo la sensación de que Luz le apoyaría en la idea de separarse durante la semana.
Pero un hecho le hizo reconsiderar sus planes. Primero fue una solicitud de un libro sobre simbolismo en el arte románico, por parte de un compañero del propio instituto que buscaba la significación del gallo en dicho arte. A decir verdad, fue el único con el que mantuvo un contacto cercano y un trato cordial durante los pocos meses que permaneció en aquel centro (hasta febrero), porque enseguida se vería obligado a coger la baja por depresión. “Te encuentro muy serio, Juan”, le decía este colega a veces, cuando se pasaba por la biblioteca donde él se fue aislando paulatinamente de todo el mundo. Era un profesor de Lengua y Literatura al que llamaban “Gavilán”, o algo parecido, convertido un apodo familiar de generaciones atrás en un apellido que utilizaba como nombre artístico (pues se dedicada a escribir de forma no profesional, por puro entretenimiento), tal y como le explicó en cierta ocasión. Cursó la petición a través del sistema de préstamo interbibliotecario y para su desconcierto (porque estaba recién incorporado a su labor, llevaría un mes) obtuvo respuesta de la existencia del volumen buscado en la Biblioteca del Patrimonio, ubicada en el mismo recinto monacal. En el mensaje de correo electrónico, la bibliotecaria responsable le aseguraba que podía recogerlo personalmente al día siguiente, indicándole la hora en que podía acercarse a retirarlo y diciéndole que tendría mucho gusto en conocerlo y saludarlo. Así, por pura casualidad, tendría ocasión de dar entrada en su vida a la mujer que le haría cambiar sus planes en breve.
Si le hubieran avisado con antelación de que una mujer iba a trastornar su existencia, difícilmente habría imaginado que fuese la que le recibió aquella mañana con una sonrisa tímida y dos besos sin acercar apenas su cara. La primera señal que le transmitió de forma inequívoca, pura, sin mezcla de ningún otro rasgo de su carácter, fue la de un desvalimiento completo. A la larga llegaría a pensar que había sido el efecto de verla a la luz fría de una claraboya bajo la que tenía su mesa de trabajo, o su empequeñecida figura aislada en medio de una larguísima sala que se estrechaba de techos en forma de buhardilla a uno de sus lados.
La bibliotecaria era una mujer que le pareció atractiva, agradable más que deseable a primera vista. Tenía entonces treinta y seis o treinta y siete años. Estaba casada pero no tenía hijos ni los llegaría a tener (como más adelante le confesaría finalmente, tras sucesivos intentos de buscarlos). Su marido trabajaba de comercial por todo el norte para una firma de electrodomésticos. Vivían en una urbanización a la entrada de la ciudad (la misma donde residía él), desde la que también viajaba todos los días, y convivía con una hermana menor soltera, enferma o en paro o con algún problema que él no llegó a conocer en concreto, porque en este punto la información se interrumpía enigmáticamente cuando salía la conversación. Lo cierto era que esta hermana tenía una hija que también convivía en la misma casa. Todo esto pudo ir entresacando él en sucesivas charlas durante los muchos trayectos que desde entonces hicieron juntos.
A partir del día que se conocieron, aprovechaban el receso a media mañana para tomar un café en compañía, cada vez con mayor frecuencia, hasta el punto de que él apenas mantenía relación más que formal y muy de paso con los compañeros del instituto. La suya, le explicó la bibliotecaria, era una labor temporal de catalogación que se alargaría todo lo más durante aquel curso (todavía no se imaginaba que seguiría allí muchos años más). Por puro sentido común, determinaron viajar juntos en adelante, alternándose semanalmente en el turno de coche y conducción, lo cual les suponía un ahorro considerable, económico y en energías. No obstante, como él vivía más hacia el centro de la ciudad, tenía que acercarse todos los días con su vehículo hasta el domicilio de ella en las afueras. La semana que no le correspondía por turno hacer el viaje completo, lo dejaba allí mismo y lo retomaba a la vuelta. La solución, de todas formas, era mucho más cómoda que lo que tenía anteriormente. Esto le hizo replantearse las cosas y así se lo comunicó a Luz. Ya no había necesidad de separarse durante la semana. A su mujer le pareció de toda lógica, pero no evitó un casi imperceptible gesto de contrariedad, un movimiento minúsculo de la boca que solo él conocía.
Fueron cuatro o cinco meses, no más, de desplazamientos diarios, exceptuados, claro, los fines de semana. En un par de meses él se dio cuenta de que se le hacían largos los dos días de descanso, le sobraban, deseaba que llegase pronto el lunes por la mañana. Y durante los días laborables disfrutaba íntimamente la hora de vuelta a casa, hasta el domicilio de ella, donde se separaban hasta el día siguiente y él continuaba mentalmente en conversación. En realidad, como si no se hubieran separado. Es más, algunas mañanas retomaban el asunto que habían dejado con toda normalidad.
Las dos horas más felices del día eran las del viaje y el rato de media mañana, cuando podían permitírselo por coincidir un hueco libre en sus horarios. Había sido un golpe de fortuna, después de todo, conocerse en aquellas circunstancias. Aunque él no creía del todo en la casualidad, lo que pasaba era por algo y para algo. “Ha sido una suerte, hemos ganado el cien por cien”, se repetía él insistentemente, a veces en voz alta dentro del coche, cuando se producía un silencio. “Sí, la verdad, el viaje se hace muy corto”, le respondió ella también en cierta ocasión, casi sin pensárselo, concentrada en la conducción.
El coche es un habitáculo demasiado angosto para mantener las distancias, forzosamente lleva a intimar, y más si son dos, un hombre y una mujer tan desvalidos como ellos lo estaban, los que comparten a diario sus soledades. No hay mayor imán (ni mayor peligro) entre los hombres que el encuentro de sus soledades. Él lo sabía. Los dos lo sabían. “El viaje se hace muy corto”, había dicho ella. No solo corto, no, sino muy corto, había dicho. Luego se encontraba a gusto también y era probable que se sintieran unidos de una forma más que amistosa. Tuvo ocasión de comprobarlo en la primera separación durante varias semanas, con ocasión de las vacaciones de navidad. La ausencia se le hizo insoportable. La distancia de Luz, insalvable. Esta lo notaba sin ninguna duda y le preguntaba a veces si se encontraba preocupado. El cansancio acumulado era una disculpa muy socorrida, pero ambos la admitían para no tensar más la situación. Se notaba abatido, malhumorado con los hijos y ausente de las cosas que anteriormente le interesaban. Los libros, que habitualmente le habían servido de válvula de escape, no le decían nada. Ni leer ni escribir tenían ya demasiado sentido.
Aún viajarían los dos primeros meses del nuevo año, hasta finales de febrero o principios de marzo, no lo recordaba con exactitud. Cuando pensaba en esas fechas experimentaba un intervalo confuso de días intercalados en los que asistió al trabajo y otros en los que le resultó imposible levantarse de la cama. Sabía exactamente la fecha en que le dieron definitivamente la baja y ya no regresó jamás a aquel centro, porque en el larguísimo año y medio en que no pudo levantar cabeza se produjo el concurso de traslados que le llevó a un último instituto. Este más cercano todavía de su domicilio, al que se reincorporaría una vez pasada la enfermedad y en el que permanecería arrastrándose (esa era la palabra) hasta su jubilación.
A partir de aquello, muchas veces intentaría explicarse por qué se produjo aquel auténtico apagón en su mente, aquella rotura en su equilibrio psíquico que se tradujo en un adelgazamiento vertiginoso, en una tristeza enfermiza, en un cansancio invencible hasta para moverse desde la cama al sofá de la sala. Una ausencia de ganas de comunicarse con nadie reforzada por el hecho de que los hijos se encontraban estudiando fuera y Luz aprovechaba cualquier ocasión para no contaminarse de aquel imprevisto que la desbordaba. Distanció incluso la comunicación telefónica esporádica con su madre, ya muy mayor, para no preocuparla y jamás le comunicó que se escontraba enfermo. Más relaciones familiares no tenía ni cultivaba por principio otras de tipo social. Era una isla.
La bibliotecaria le telefoneó al principio algunas veces, era evidente que lamentaba lo que estaba pasando y le echaba de menos. Con ella era con la única persona con quien hacía un esfuerzo ímprobo por aparentar una estabilidad emocional que no poseía y que no era creíble. Porque la bibliotecaría sabía tanto como él que había sido parte de aquel mal que le aquejaba. Y para ser justos, él se daría cuenta con el tiempo de que había sido el desencadenante. Pero eso no saldría de su boca nunca, ni siquiera en el largo tratamiento médico y psicológico que tuvo que soportar.
A las llamadas telefónicas sucedió la costumbre convenida de comunicarse por el correo electrónico y por el servicio de “chat”, la entrevista escrita de que disponía dicho correo. Ciertamente, se ponían en contacto con frecuencia y se fueron acomodando a reconfortarse mutuamente de esta manera, pues ambos necesitaban de continuo contarse muchas cosas. Tendría que pasar largo tiempo hasta que volvieran a verse, cuando la enfermedad remitió y la propia Luz consideró a la bibliotecaria como una amistad más de la casa y su compañía en las visitas y paseos a solas con su marido, una forma muy saludable de ayudar a su recuperación y, sobre todo, un alivio que le dejaba un rato libre a ella. En el fondo, él comprendía con total claridad que su mujer estaba conforme con cualquier medio que le evitase soportar el problema. Porque él se había convertido en una parte del problema, era verdad, pero lo que Luz no se atrevía a reconocer y a encarar era que ella también formaba parte de ese problema, porque el matrimonio de conveniencia que mantenían ambos era el verdadero conflicto. Y lo peor de todo: aún duraría años dicha situación hasta que se desmoronase el último resto de algún tipo de vínculo entre ellos. Civilizadamente, eso sí, se fueron desintegrando, por dejadez, por despreocupación, por desatención. Se murió su matrimonio por pura inanición. Cuando él llegó a comprenderlo y se lo confió a la bibliotecaria, lo aceptaron porque estaban viéndolo venir, lo esperaban y no sabían si lo deseaban. Porque ninguno de los dos hubiera sido capaz de decir en aquel instante si había algo más que amistad entre ellos.
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No habían pasado vinticuatro horas y se encontraba de nuevo en el mismo cafetín e incluso había elegido la misma mesa junto a las cristaleras para sentarse, solo que había pedido una infusión que le aliviase el mal cuerpo que se le había puesto, nervioso, meditabundo y a la espera de que llegase la hora del reencuentro con Michel Dumont. Allí habían quedado. Este último le había telefoneado hacia la hora de comer para comunicarle un “descubrimiento”, según sus propias palabras. Llegó puntual, sonriente y resuelto, como si en su jovialidad se encerrase la seguridad de quien posee algún secreto. Vestía esta vez una gabardina larga que le hacía parecer todavía más alto y delgado que como era de natural, y llevaba recogido el pelo más bien largo en una coleta muy moderna para la edad que se le suponía. Era innegable que se trataba de un individuo con estilo. Portaba una carpeta y un periódico bajo el brazo, que tomó en las manos al sacarlas de los bolsillos para abrir la puerta. Fuera hacía frío. Levantó la mano en cuanto le localizó y se acercó primero a la barra a realizar su pedido, después de fijarse en que él ya estaba atendido con su consumición sobre la mesa. Se acercó ofreciendo la mano al tiempo que se sentaba.
—¿Sorprendido, Juan? —le preguntó sin más preámbulos—. Recuerde que le dije que tenía una corazonada —le sonrió con cierto misterio.
—Su llamada me ha dejado en ascuas, Michel. Ayer no había dado importancia a sus comentarios y nunca pensé que pudieran tener relación con lo que me ha apuntado brevemente por teléfono esta mañana.
—¡Muchas gracias! —dijo con gran amabilidad mirando al camarero que le dejó sobre la mesa lo que parecía una copa de vino blanco. Inmediatamente tomó un sorbo y lo degustó un instante reteniéndolo en la boca—. Lo que voy a mostrarle atañe directamente a alguien de su tierra o de un lugar que usted sin duda debe de conocer, porque ayer mismo lo mentó de pasada en la conversación que tuvimos.
Mantenía la carpeta en sus manos mientras hablaba y parecía querer retenerla para crear un mayor interés. Incluso la abrió un par de veces y volvió a cerrarla tras echar un vistazo por encima a su contenido. No parecía una documentación voluminosa.
—¿Es para mí? ¿Me permite, Michel? —alargó él la mano en solicitud de la carpeta.
—¡Por supuesto, amigo mío!
El francés echó su cuerpo hacia atrás y volvió a tomar la copa llevándola a sus labios, al mismo tiempo que le observaba en completo silencio. No le hizo ni un solo comentario en los minutos siguientes, el tiempo justo que él tardó en percatarse de la inmensa carambola del destino que suponía lo que tenía ante la vista. No admitía ninguna duda en una rápida interpretación. Eran unas cuantas fotocopias de varios expedientes con registros de entrada y de salida del Ayuntamiento de Burdeos, concretamente de su área cultural. En una de ellas, una editorial francesa de cierto renombre ofrecía participar en la publicación de una novela española al Ayuntamiento bordelés, cofinanciándola según las condiciones que se estipulasen. Se detallaba que dicha novela se desarrollaba en una de sus tramas principales en plena ciudad y especificaba el distrito de Chartrons. La editorial francesa estaba dispuesta a comprar los derechos a una española, que la publicaría previamente. Se encomiaba la calidad literaria y la oportunidad comercial de la obra mencionada.
—A este hombre lo conozco yo —le dijo a Michel sin dudar un solo instante y señalando una fotografía que encabezaba el currículum anexo a una de las solicitudes—. He trabajado con él, he hablado con él y he coincidido con él durante la gestación de esta obra, cuyo título no alcanzo a recordar si era exactamente el que figura aquí. ¡Michel, le aseguro que mantuve durante unos pocos meses un trato amistoso con este escritor! Pero no entiendo el significado de estos otros escritos que parecen contradecirse con aceptaciones y denegaciones alternativas.
—¡Exacto, Juan! Tendrá que leerlos con mayor detenimiento. Yo me he permitido ocupar un buen rato de mi tiempo a primera hora de hoy y le aseguro que no ha comenzado usted a encajar las piezas que hay detrás de este proyecto abortado, fíjese en lo que le digo: sí, abortado.
—¿Es que no se ha publicado en Francia? —lamentó él.
—¡Ni en España, Juan! —aseguró Michel dejándole confuso y completamente expectante ante la explicación subsiguiente—. Escuche bien lo que voy a contarle como consecuencia de lo que me ha sido posible indagar, hasta donde se extiende el ámbito de actuación de mi trabajo.
—Aquí figuran fechas del año 17. ¿Cómo ha podido usted dar con esto, recordarlo después de tanto tiempo?
—Mi mujer es española, Juan, no lo olvide. Forzosamente tenía que llamarme la atención, cuando pasó por mis manos, la posibilidad de colaboración en un asunto que hermanaba a mi tierra con alguien procedente del departamento o de la región o comunidad, como dicen ustedes, de donde procede la familia de Cristal. Ella misma me animó a que me interesara personalmente. Hoy precisamente hemos tenido ocasión de recordarlo cuando la he llamado antes que a usted para anticiparle esto que parece un poco… novelesco… si se puede decir de esta manera.
—¿Y dice que se abortó la publicación? —le urgió en su explicación porque no podía aguantar más la curiosidad.
—¡Escúcheme, Juan! Si usted mira en orden esos papeles del expediente, observará que el Ayuntamiento de Burdeos se comprometió a considerar la cofinanciación previa lectura del original y si se llegaba a un acuerdo en el apartado económico. Al poco tiempo la editorial francesa cursa escrito, léalo, en el que dice que adjunta original en una primera traducción que debía manejarse de modo absolutamente confidencial (lo subrayaba como si se tratase de un documento clasificado de seguridad), y es lógico si se piensa en la competitividad que existe en el mundo del libro. Por dirigir la sección de publicaciones, mi responsable político de entonces me transmitió que me encargara personalmente de encomendar a un escritor francés de nuestra entera confianza (eso dijo el delegado de la Alcaldía) la lectura del manuscrito junto con un informe valorativo. Pero ese manuscrito jamás llegó a mis manos. Pasaron varias semanas y el delegado político no me volvió a requerir para el asunto. Cuando le pregunté por el manuscrito traducido, me contestó sencillamente que el Ayuntamiento no participaría ya en aquella publicación porque la editorial francesa no había llegado a un acuerdo finalmente con la española. Vea usted el escrito. Y ahí quedó todo en aquel momento.
—Una pena que se malograse aquí, en Francia. Pero no me explico por qué sabe usted que tampoco llegó a término en España. ¿Hizo usted un seguimiento o tiene noticia de lo que pasó? —le preguntó a un Michel cada vez más sonriente y enigmático, que se mantenía a la espera y satisfizo su curiosidad sin más dilación.
—No se publicó en España, Juan. No consta en el ISBN español, puede verlo por internet. Ni hay rastro de él en la red. Todo lo que le digo lo he ido comprobando a lo largo de la mañana. Y algo más, intuyo.
—¿Hay algo más? La verdad es que hasta este momento no encuentro nada extraordinario más allá de una curiosa casualidad, Michel. ¿No padecerá usted de un exceso de fantasía y de ahí las sospechas sobre eso que esta mañana al teléfono ha llamado “confabulación”? No la percibo por ninguna parte, la verdad, salvo en la intriga que llevan aparejadas sus palabras desde primera hora de hoy y que no imagino adónde conducen.
—En efecto, le propongo que lo dejemos por hoy, amigo mío. No me gusta hablar por hablar, no me lo consiente mi temperamento deductivo y excesivamente racional, perdone la inmodestia. Pero puedo adelantarle que estoy a la espera de la definitiva llamada telefónica de un amigo muy particular, con quien he intercambiado impresiones un par de veces en las últimas veinticuatro horas, que tal vez nos proporcione a usted y a mí las claves informativas de una extraña historia relacionada con esto tan parecido a un enigma. De momento le repito que prefiero callarme.
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Michel Dumont tenía asuntos que resolver todavía, era bien patente que se le hacía tarde y un motivo más para dejar la charla en suspenso hasta mejor ocasión. No obstante le propuso que le acompañase hasta la parada de tranvía más cercana, que era la de Chartrons, como muy bien sabía él y así se lo comunicó, por tratarse de la línea roja que tomaba Paniagua algunas veces y él mismo cuando se acercaba hasta los cines de Gambetta. Precisamente, el punto más cercano para apearse, del domicilio de Michel en Rue de Vital Carles. “Ahí tiene usted su casa, Juan, ya lo sabe. Cristal y yo estaríamos felices de invitarle a comer cualquier fin de semana, preferiblemente un sábado, cuando tenemos más tiempo libre”, le ofreció el técnico municipal con mucha cortesía, pero se notaba que de todo corazón. Agradeció él la deferencia sin concretar ningún compromiso y, pensándolo mejor, se resolvió a tomar también el tranvía para acercarse a los cines de Place Gambetta. “¡Estupendo, Juan!”, le dijo el amigo, “pero ni una palabra más sobre lo que hemos hablado esta tarde, por favor”.
Así lo hicieron de común acuerdo. A partir de ahí, Michel se mostraba locuaz y muy animado en los variadísimos asuntos que fueron saliendo sobre la marcha. Le interesaba el arte español, la literatura, la política y hasta se permitió bromear sobre el aseo urbano, en el que tan mala fama se atribuía a los españoles. Pero no dejaba de reconocer que también era un problema en su país, y en Burdeos concretamente rayaba en algunas zonas el límite de lo soportable. Le encomió su preocupación personal por hacer llegar su crítica hasta donde correspondiese. Gracias a la idea de su informe, le confesó, Cristal estaba planeando desde su clínica veterinaria una campaña de concienciación y de reeducación de los propietarios de mascotas, a las que tan aficionados eran los franceses como desmemoriados y descuidados.
Michel le contó que había oído decir a su mujer que en el distrito de Chartrons se necesitaba urgentemente una intervención y que no era extraño que allí se hubiesen localizado recientemente varias muertes de perros por envenenamiento. Había gente tan harta que estaba recurriendo a estas medidas extremas. Informes veterinarios muy actualizados no dejaban lugar a dudas. La queja inicial que en él había suscitado este descuido, se venía convirtiendo en un problema ciudadano que estaba teniendo repercusión incluso en algunas emisoras de radio. A Cristal le habían entrevistado ya una vez. “Tenía usted razón, Juan, hay que poner freno. No es propio de una ciudad de las más bellas de Francia, y le aseguro que al Ayuntamiento también ha llegado”.
Después Michel se interesó por su trabajo como escritor, le preguntó directamente por el título de la novela que había oído a Cristal que estaba escribiendo. Él quiso esquivar un envite tan comprometido y decidió soslayarlo remitiéndose a un título que ya le parecía definitivo: “El vuelo breve de los grandes gallos”, le dijo, y se quedó en silencio. “Una novela de aprendizaje, una reflexión sobre la escritura”, añadió solamente tras una pausa. Le apuntó Michel que se trataba de un título extraño y que no quería insistir porque conocía las reticencias de los escritores a departir sobre sus obras inacabadas. Le habló a continuación de que a él le interesaba muchísimo el cine, del festival que había montado años atrás en su etapa como alcalde de la pequeña localidad de donde procedía, muy cerca de allí.
Crodaigles era el nombre de su pueblo natal. De allí había salido hacía ya unos cuantos años decepcionado de la política y había optado por oposición a los servicios de cultura y artes del Ayuntamiento de Burdeos. No renunciaba a esa etapa de su vida, le contó, pero le había servido para constatar que no había iniciativa pública que no se truncase por muy bella que se pintase en sus comienzos. Su mimado festival de cine, por ejemplo, se había malogrado por la dejación de colaboradores políticos en manos de técnicos interesados y despilfarradores del presupuesto municipal. Se quejaba de que la cultura terminaba secuestrada por diletantes que organizaban unas pocas actividades de relumbrón, amparados en la permisividad de responsables políticos que perdían el rumbo de los verdaderos fines del dinero público. Era un mundo este, el de los organizadores y colaboradores, decía amargamente, rodeado y ahogado por reciclados procedentes de una “gauche divine” entendida como puro izquierdismo estético, gentes de poca altura intelectual que buscaban notoriedad, influencia y una remuneración asegurada, a base de crear una red caciquil de participación en el peor sentido de la palabra. “Terminé tan asediado como alcalde por ineptos políticos y técnicos que opté por formar parte de los segundos, porque al menos estos siempre tienen a alguien por encima, con espaldas anchas, que les cubra sus blandas espaldas”, concluyó Michel Dumont.
Mientras el tranvía iba ralentizando su marcha para estacionar en Gambetta, Michel le tocó en el brazo y le señaló en tránsito por la plaza a tres personas paseando con su perro. “Aquí no se atreven a ensuciar, está demasiado visible”, le dijo Michel. Se despidieron con un apretón de manos. Prefirió que Michel custodiase los documentos. Prendió un nuevo pitillo en cuanto se separó del amigo y le vio alejarse con una energía envidiable. Claro que era más joven, pero tenía que admitir que a él cada vez le faltaban más los alientos. Miró el reloj y vio que disponía de media hora para pasear por las inmediaciones del edificio de los cines. Había enfriado mucho pero siempre quedaba la posibilidad de resguardarse en el vestíbulo. Íntimamente albergaba la esperanza de encontrarse con Aline y su hijo, el deseo milagroso casi de que se les ocurriera acercarse por allí a pasar el rato. Se daba cuenta de su ingenuidad.
Efectivamente, nadie apareció que suscitase en él una atención mejor que la película que le tocó al azar, porque se metió en una de las salas sin fijarse apenas ni en las carteleras ni en el título de la que eligió de esta manera. En el fondo no había sido tan mala idea dedicar ese tiempo a distraerse, porque en ningún lugar hubiera tenido concentración suficiente para ocuparla en algo útil. Miraba a la pantalla y pasaban por su mente la bibliotecaria, sus correos con ella, Michel y Cristal, su negrita Aline, su informe, su novela, su casa, su vida sin sentido…
Intentaba seguir las imágenes vertiginosas que le deslumbraban y le herían la vista. No alcanzaba a comprender más que vagamente un argumento disparatado sobre un taxista asesino, que recogía a ciudadanos solitarios que solicitaban sus servicios, y en la carrera hacia un destino demandado sufrían el pinchazo finísimo de una aguja hipodérmica, activada desde un artefacto situado bajo el asiento trasero del coche. Un anestesiante potentísimo los hacía desvanecerse en segundos y quedaban totalmente dormidos y transportados hasta un garaje en el que se ocultaba el vehículo, desde el que se los trasladaba hasta una habitación hermética donde eran sometidos a todo tipo de barbaridades. Finalmente, el taxista asesino los mataba y los arrojaba a un pozo disimulado bajo una plancha metálica al fondo del garaje. Y vuelta a empezar. Hasta que una investigadora privada, guapa hasta el morbo, se ofrecía como conejillo de Indias, caracterizada de prostituta, y pasaba las de Caín salvándose in extremis con la ayuda de un compañero y amante… y colorín colorado el horror ha finalizado…
Salió del cine y retomó la línea roja de tranvía. No se le hubiera ocurrido tomar un taxi a pesar de que no se considerase nada impresionable ante estos subproductos de serie B, reflexionó. Estaba fatigado, tenía sueño y no deseaba más que esconderse al calor de su casa calentita y meterse en la cama. Le costó caminar el corto paseo desde la parada del tranvía. Se apostó en el umbral de la puerta y no pudo aguantar el vicio de fumar un último pitillo antes de acostarse. No había dado cuatro caladas y avistó al fondo de la calle, a la altura del supermercado, una sombra o bulto de alguien que caminaba despacio, como paseando, con lo que parecía una bolsa grande en la mano. No quiso arriesgarse a un encuentro inoportuno a tan intempestiva hora y ocasión para él. Sin arrojar el pitillo, presionó hacia atrás con la espalda sobre la puerta ya abierta, sin dejarse ver, cerró sin ruido y se metió en casa a oscuras.
Entró en la habitación y detrás de las gruesas cortinas entreabiertas mínimamente y a través de las ranuras de la persiana, observó el paso muy quedo y los movimientos poco habituales, para ser un transeúnte cualquiera, de una persona que se paraba, se agachaba, se alzaba, daba unos pasos y volvía sobre ellos. Era un hombre de espaldas. Estaba a un par de metros de su vista, pero él se sentía seguro de no ser descubierto en ningún caso dentro de su refugio. Las cortinas, el cristal, la persiana a medio bajar, los barrotes exteriores que creaban una distancia impenetrable incluso para una cara que se acercase a comprobar si se distinguía algo dentro de la casa, todo le decía que no corría ningún peligro. Se acercó un poco más a ver lo que ocurría y en un pequeño giro hacia la izquierda del hombre agachado en ese momento, descubrió el perfil inconfundible de Maurice, el padrastro de Aline. ¿Qué hacía?
Al identificarle, su prevención inicial que no llegaba a miedo disminuyó todavía más. Estuvo a punto de abrir y encararle, pero comprendió que tenía que cerciorarse de lo que tramaba aquel hombre a su puerta. Pegó la cara ya sin mayores problemas al cristal y a través de la persiana, y para su indignación le sorprendió derramando algo de la bolsa que portaba a lo largo del borde de la calzada, en la línea en que se juntaba con la acera. Al punto entendió a la perfección de qué se trataba. ¡Era arroz, sin ninguna duda! ¡Estaba seguro! ¡Era Maurice, ese canalla, el envenenador de perros! A la rabia siguió sin transición una reacción de rebeldía impensable hasta ahora en él. No, no le tenía miedo a ese hombre por muy violento que pudiera ponerse, se envalentonó. Bueno, tampoco pasaba nada por ser cauto. E inmediatamente, también impensable hasta el momento, le visitó como un relámpago la idea: subió a toda prisa al piso superior, abrió sin dudarlo una de las dos ventanas que daba a la calle, y apoyado en el alféizar encendió un cigarro aparentando tranquilidad y observando los movimientos de Maurice. No tardó este en percatarse y levantó la vista con cara de pasmado, perceptible a la luz artificial de la calle. Se quedó quieto. Entonces a él no se le ocurrió otra cosa que decir “¡Buenas noches, Maurice!” y arrojando lo que quedaba de pitillo con energía al centro de la calle, cerró la ventana y se metió en casa con la esperanza de haber creado en el otro el efecto deseado.
Pero tardó en dormirse y durmió mal, preocupado, caviloso, revuelto de estómago. ¿Denunciaría el hecho? No tenía testigos. En accesos de pesadillas breves y recurrentes era él quien se veía denunciado y juzgado por un tribunal que inexplicablemente y contra todo argumento se ponía a favor de Maurice. Le parecía absurdamente que le concedían mayor credibilidad por ser francés, porque adoptaba zorrunamente una actitud lastimera de viejito desvalido y porque terminaba acusándole directamente a él de abusar de su hija Aline. De ser un español rico que disfrutaba de un cómodo retiro y se servía de ello para comprar los favores de aquella pobre chica. Repentinamente, Aline se encontraba entre los testigos de la sala y se callaba, bajaba la vista avergonzada y asentía con un movimiento de cabeza ante las calumnias que se vertían contra él. No podía ser, tenía que estar amenazada, chantajeada por su padrastro con el pago del alquiler de la vivienda y temerosa de que su hijo Alain se quedase sin protección. “Aline, hija, ¿por qué me haces esto?”, le preguntaba. Le mandaban callar.
Maurice contaba con todo detalle que había sido contratado para exterminar cuanto perro transitase por las inmediaciones del domicilio del acusado, un intransigente, un obseso de la limpieza que había discutido con algunos vecinos por el mero hecho de poseer una mascota. Se citaba a Desirée, que lo confirmaba. Se tomaba declaración a Antonio, muy desmejorado y un poco demenciado, que asentía sin comprender las preguntas que se le hacían, de eso estaba él seguro. Se citaba a Montesinos, que declaraba conocer el contenido de un informe irrespetuoso y poco fundado contra el Ayuntamiento… ¿Es que todo el mundo se había vuelto contra él? Cristal y Michel a última hora se lavaban las manos con sus respuestas de una ambigüedad calculada. Tan solo Máximo, el pobre perturbado, se dignaba presentarle como una buena persona y un ciudadano honrado, amante de la ciencia y de la literatura. Pero Máximo no era objetivo, le veía la intención, quería hacerse perdonar las bajezas que había cometido con las chicas a las que acompañaba, sobre todo con Aline.
Le sometieron a una última prueba irrefutable. Maurice sostenía que, bajo la apariencia de recadero que le surtía de compras del supermercado vecino (desde los tiempos en que lo hacía su hija, aclaró), podía disponer de una llave del garaje por orden de su propietario para sepultar allí, descuartizados y embolsados, los restos de numerosos perros que habían ido a parar al fondo de un pozo excavado y oculto en la parte posterior del garaje, en un trastero donde todavía se conservaban vestigios de que alguien había cocinado en su interior… y quién podía asegurar que no hubiera devorado algún trozo de aquella carne… ¡No, no, mentira! ¡Él había cocinado allí solo algunas tardes, cuando tuvo en obras el interior de la vivienda! ¡Un simple infernillo para freírse unas salchichas! ¡Por Dios bendito, estaban dando crédito a las patrañas de un embustero! Los funcionarios que acudieron, finalmente, procedieron a levantar la moqueta gruesa de hule que tapaba, a una esquina, una chapa redonda de metal sobre la boca oscura del pozo… ¡Estaba perdido! ¡Iría a la cárcel! “¡Socorro! ¡Socorro! Soy inocente de los cargos que se me imputan, putan, putan, tan, tan, tan…”, se oyó vocear balbuciente a sí mismo al desvelarse. Se despertó, una vez más, calado, cansado, cagado…de miedo.
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“Oficio de acémilas: servir a la corte sin entrar en ella”, te había dicho tu cuñado Paco Bayeu poco antes de morir. El mal de la pintura que no pudo contigo se lo llevaría a él, definitivamente, en el verano del año que entraste en relaciones para los retratos de los duques de Alba. Saturno devoraba a uno de sus hijos. En cuanto a ti, estaba por verse. Fuiste a visitarlo, como otras veces, por la insistencia de la Pepa, bien lo sabía Dios, que te ablandaba con sus ruegos y te recordaba constantemente tu deuda con él. La última, su desinteresada propuesta cuando ya barruntaba que estaba muy malo, para que le sucedieras como Director de Pintura en San Fernando. No le dejaba su condición de “pater familias” ni al borde mismo de la muerte. Las tensas relaciones que habíais mantenido siempre, se empeñaba en suavizarlas en los momentos críticos con su afán protector.
Aprovechaba su estado de debilitamiento progresivo para aleccionarte moralmente, como si lo considerase un deber hacia su hermana. Porque lo que no había tragado desde el año anterior (o al menos eso creías tú) era que le hubieras sustituido en el cometido del retrato ecuestre del Duque de Alcudia. ¡Qué culpa tenías tú de ello! No andaba ya bien de salud y a mediados de julio había solicitado al Rey un permiso de descanso en Zaragoza que le tuvo apartado un par de meses. El monarca le había concedido lo que necesitase, pero le faltó tiempo para regresar a Madrid. En condiciones normales él hubiese sido el encargado de ejecutar dicha labor y solo las circunstancias habían hecho que tú estuvieses a su lado, como pintor de cámara, pisándole los talones, por decirlo de alguna manera. ¿Qué esperaba que hicieses?
Luego las ocupaciones de Godoy harían que los borrones se quedasen en papel mojado. ¡Mejor! Porque el ministro te había avisado de que dispondría tu alojamiento en el Real Sitio de La Granja, la residencia de verano, por si era para largo, y eso te habría impedido comenzar con los de Alba, que estaban a la espera. Bayeu conocía, desde sus días de estancia en Zaragoza, que tú ya pisabas los salones de Buenavista y que Cayetana te engatusaba con sus mimos y zalemas para que te dedicases a ella cuanto antes. Lo sabía por Martín Zapater, a quien se lo habías comunicado por carta y seguramente le había comentado maliciosamente el detalle de que la duquesa te había rogado que le pintases la cara. Martín tenía la lengua muy larga.
Y la Pepa tenía que saberlo de boca de su hermano, una vez regresado, a juzgar por las miradas atravesadas que te dedicaba en casa con la intención de descubrir en ti una modificación de conducta, algún detalle que le revelase el secreto de tu desgana hacia ella, de tu pasar caviloso y tu prisa por salir a tus ocupaciones en palacio. El palacio de Cayetana, por supuesto, de donde volvías silencioso y esquivo. Tu Javierico, sin embargo, no notaba mudanza. Se arrimaba a ti en cuanto entrabas por la puerta y había aprendido el arte de mirarte de frente y contarte sus niñerías pronunciando bien claro y despacio, para que le entendieras a la primera. En su candidez de infante, parecía entender su papel de mediador entre tu mujer y tú, un puente de comunicación que de otra manera se habría interrumpido inevitablemente. Otra cosa era cuando os quedabais solos. Tú apenas le sostenías la mirada a la Pepa en los breves instantes en que se imponían los asuntos prácticos del gobierno de la casa y las palabras se interrumpían en cuanto entrabais en la alcoba. Y mucho menos en la oscuridad del lecho. De cuando en cuando, cumplías a toda prisa con la coyunda.
“Fancho, las acémilas entran en los patios de palacio guiadas con orejeras, se las vuelve de ancas y se las unce a los carruajes, y vuelta a la calle. Para labores más nobles están los caballos”, te dijo tu cuñado Bayeu aquella tarde. Estaba sentado en un sillón de una estancia en penumbra, arropadas sus piernas con una manta, desmintiendo un tiempo espléndido previo al verano que se avecinaba. Tenía ya una respiración fatigosa. Al entrar en casa, su mujer te había hecho un gesto silencioso de negativa con la cabeza. Escondía bajo la manta la mano herida de una reciente caída. Conservaba el pelo blanco y largo, un tanto desgreñado, y en su mirada quedaba todavía el baturro terco, recio, inteligente y autoritario que había sido toda su vida. Tosía a ratos y con la mano derecha se cubría con el pañuelo que no dejaba de sostener desmayadamente. Con la casaca gris abotonada hasta el cuello, aparentaba un resto de la nobleza y la integridad que de otra forma hubiera destapado la decrepitud inexorable de su cuerpo a punto de entregarse.
—Nosotros somos servidores de esas gentes, Fancho, nos utilizan para sus fines y solo por interés nos dejan estar junto a ellos —volvía de nuevo a la carga con su sermón—. No te vayas a creer que eres un cortesano por muy alto que subas en el escalafón de los pintores.
—También tú has estado siempre en este mundo, Paco —contestaste conciliador, pues no habías ido allí a incomodarle.
—¡Pues eso! A nosotros nos pagan nuestros buenos reales por pintar y callar.
—¿Callar? —te sentiste de repente coartado en tu orgullo.
—Sí, callar tus opiniones. No están las cosas para expansiones, Fancho. En todos esos salones que frecuentas tienen los oídos más finos de lo que crees.
—Hasta ahora he sido bien recibido por los que me invitan. Yo no pido a nadie que me cuente entre sus amistades.
—Esos con los que tratas últimamente con tanta frecuencia no tienen amigos, puedo asegurártelo. Tienen intereses de clase desde la cuna. Nosotros no podemos equipararnos a ellos por mucho que nos permitan su cercanía. Nosotros venimos de un trozo muy estrecho de terruño y con mucho sacrificio hemos conseguido una posición envidiable que no conviene poner en peligro.
—¿Adónde quieres ir a parar, Paco? Ya me conoces, yo no me meto donde no me llaman, pero tengo mi clientela, como tú, entre los grandes. Sin ellos no me ganaría la vida como me la gano para tu hermana y tu sobrino.
—A eso voy. Que te dediques a pintarlos como a ellos les gusta verse, que sabes hacerlo muy bien. Y se acabó y se terminó.
Interrumpió la Sebastiana, su mujer, con una bandeja provista de dos vasos de agua de limón y un cestillo repleto de apetitosas ciruelas. Se te fueron los ojos detrás de ellas.
—¡Pruébalas, Fancho! Nos las han traído de nuestra tierra hace unos pocos días. A Paco le hacen más al ojo que al gusto, ¿verdad?
Hizo un gesto de rechazo Bayeu y cogió solamente el vaso de limón. Tomaste tú un par de ellas y las metiste en la boca con fruición, puesto el pensamiento en tus campicos y en tus huertos. Era una forma de acercarte a tu tierra.
—¡Anda, come alguna, Paco! —le insistió la Sebastiana a su marido sin obtener respuesta—. Te va bien al intestino.
—No tenías que haber dejado escapar esa casa de ahí —te recordó con un gesto de la cabeza, indicando la propiedad a dos calles de allí que habías rechazado en otro tiempo contra su recomendación.
—Todavía estamos cómodos en la nuestra. Tu hermana también se va haciendo perezosa para modificar sus costumbres.
—¡A ver! —terció la Sebastiana—. ¿A quién le apetece ahora andar trasladando los bártulos? Si están a gusto, déjalos, Paco.
—Yo no digo nada. Son ellos los que se codean con la gente de copete.
—No sigas, Paco —le atajaste—. Voy donde me llaman y en mi casa solo recibo a los muy íntimos. ¿Qué sabes de Martín? El capón de él me tiene olvidado.
—Prácticamente nada desde el año pasado cuando fui allí. Estuvo amable. Desde que heredó lo de su tía no le echa la pata en todo Aragón ni el mismísimo Goicoechea. Andaba preocupado por la marcha de la situación, estaba pensando en dejar las rentas y adquirir más capital en tierra.
—Eso lo sé desde hace tiempo —contestaste con intención de demostrarle que su amistad te tenía bien informado.
—¡Y que te aprecia! ¡Y que espabiles, también me dijo! —sonó su frase a recriminación encubierta.
—Os dejo con lo vuestro —se separó de detrás de su silla la Sebastiana y juzgó más prudente salir de la habitación.
Tú sabías bien que la mujeruca seguramente temía estar en medio de alguna de vuestras discrepancias. Desde la puerta, andando despacio y sin volverse, os dijo que si la necesitabais estaría abajo preparando la cena. Te preguntó si te quedarías a cenar y se lo agradeciste, pero pretextaste que al día siguiente tenías que madrugar. Tu cuñado tenía su recorrido hasta un límite que tú juzgabas más bien corto. No convenía alterar esa precaución por si variaba su humor.
—De Martín no viene esa frase, Paco. No creo que lo conozcas tanto como yo —le advertiste para que no se extralimitase ni reiniciase su consabida reprimenda. De todas formas, le notabas deseoso de ponerte sobre aviso.
—Fueron sus palabras, te lo aseguro. Está más preocupado de lo que crees respecto a la situación nacional.
—¡Vamos, Paco! ¿A qué puede temer él?
—No te adelantes, que no sabes lo que quiero decirte —hizo un silencio. Verdaderamente quería tratar algo contigo que se salía de lo habitual.
—De Godoy sé muy bien lo que opina, me lo detalla cada vez que pasa por Madrid —aventuraste por dónde iba a salir con su plática.
—No sabes todo. Cuando estuve con él me contó que se había entrevistado con Cabarrús no hacía tanto, en una visita que este había realizado a Zaragoza. Ya sabes que le queda todavía familia de la mujer allí. Cabarrús es un portento de la economía, pero es demasiado cándido en cuanto a las esperanzas que concibe en la bondad de las ideas ilustradas. Eso es lo que cree tu amigo Martín. Que se excede de afrancesado, para su gusto. Como lo oyes.
—¡Ah, comprendo! Ya se ha pasado la moda de lo francés, ahora queda un regusto agridulce, ¿me equivoco? —se lo dijiste a tu cuñado con frase que habías tomado prestada de ella, de Cayetana, en una de sus visitas a tu estudio. Te pareció encantadora de inteligencia y de estética frívola para relativizar los vaivenes políticos (y muy a tono con su hermosa figura), pero ni Bayeu ni tu amigo Martín pensaban así, como pudiste comprobar enseguida.
—No peques tú también de ingenuo. Al señor Cabarrús puede parecerle un acierto cualquier asunto encaminado a solucionar los conflictos con Francia, porque él lo lleva en la sangre y además tiene enredando en la alta política a su temeraria y bella hija, esa Teresa que llaman la Termidor. Pero a tu amigo Martín le ha costado muchos cuartos, como a otros patriotas aragoneses, luchar contra la Convención, incluso ha mantenido armados a unos cuantos mozos a sus expensas. La guerra contra Francia le ha terminado resultando muy cara, como para aguantar de boca de este financiero crédulo que no hay que estar contra Francia y mucho menos contra el espíritu francés. Estas fueron sus palabras a Zapater. ¡Imagínate!
—A mí Cabarrús me pareció un hombre optimista cuando lo traté con ocasión del retrato, hará una media docena de años. Y Martín no hace falta que te diga cómo es de cauteloso en asuntos crematísticos. No lidiarían, lo estoy viendo — aventuraste.
—Martín juega con el dinero propio, no nos engañemos, y eso es siempre garantía. El optimismo de Cabarrús es el del banquero, el de quienes piensan que los ahorros de unos pocos ajenos son una buena fuente de negocio para todo el mundo, incluidos ellos mismos. No me hagas hablar, Fancho —se clavó en una pausa deliberadamente tensa, haciendo gestos cruzados con las manos para mostrar que quería abandonar ese camino. Sin embargo, apuntó maliciosamente lo que todo el mundo murmuraba—: Ahí está coleando todavía desde el 90 lo del Banco deSanCarlos… —apuntó en voz baja.
—No manches tú su nombre, ahora que se ha reparado su honor públicamente quitándolo de la cárcel. No me saques de mis casillas, Paco, te lo ruego, que nosotros somos maños y sabes que no aguantamos esa puta manía española de jugar con la dignidad de nadie. Cabarrús es íntegro en lo suyo como tú y yo somos pintores de la cabeza a los pies. Y si no, no lo hubiera defendido Jovellanos en su día como solo los hombres de bien saben hacerlo.
—¡Acabáramos! ¡Salió el jefe de la cuadrilla! —le atajó Bayeu con un tono de máximo desagrado y removiendose en su sillón. Y ya no pudo pararse en las siguientes andanadas—: ¿Sabes para qué lo quería a Martín? ¿Lo sabes? —se echó hacia delante como si quisiera embestir—–. ¡Para animarle a que confíe sus depósitos enSanCarlos! ¿Es que no hemos tenido ya suficiente con el dichoso banco, Paco? Porque a ti y a mí también nos han obligado como funcionarios a respaldar sus acciones. ¿No ha sido generoso tu amigo Martín? ¿Dónde estaba el banco cuando las carestías de Zaragoza y Barcelona? ¡Si te oyera Martín! Me hubiera gustado conocer la opinión de vuestro Jovellanos…
—¿”Nuestro” Jovellanos? ¿Es que me pones a mí en alguna facción, Paco? — subiste el tono un tanto indignado.
—¡Pregúntaselo al señor Cabarrús, que te tiene por uno más del círculo de ilustrados del asturiano! O por lo menos eso fue lo que le entendió Martín, para su sorpresa mayúscula —se frenó consciente de que sus palabras sonaban a acusación.
—¡Yo no tengo más amo que el que me paga el jornal! ¡Entérate! Y aparte de eso, por si te interesa, te diré que el señor Jovellanos me parece de los que suelen atinar en sus ideas sobre las reformas que necesita este país. Tampoco lo niego. Por eso está donde está. ¿O se retiró a Gijón por gusto?
—¿Y ahora con quién está? Porque el señor Cabarrús es uña y carne con Godoy y no hace más que insistirle en que traiga a Jovellanos de nuevo a Madrid. No son imaginaciones mías, se lo ha contado así a nuestro Martín. ¿Es que Godoy y Cabarrús y Jovellanos son de una misma facción? —ironizó con agrura.
—Yo no me meto en política, pero no te digo que no sea el hombre que necesitamos.
—¡Si callara más…!
—¡Rediós, Paco! Un hombre de esa calidad no tenía que cerrar nunca la boca…
—Yo no te voy a decir lo que tienes que hacer. Tú sabrás a quiénes eliges como amigos. Yo pensaba que Martín era uno de ellos —pareció ponerte a prueba.
—¡Naturalmente! Lo de Martín viene de siempre, pero yo tengo en consideración a mucha más gente.
—Háblale a Martín cuando estés con él sobre Jovellanos. Este hombre tiene la manía de pisar muchos callos, te aviso. Yo también tengo oídos y llevo mucho más tiempo que tú en la corte, casi toda mi vida. Hace ya años que comenzó a molestar a los grandes con sus sátiras poéticas y no tiene el aspecto de ser un hombre que se pare en barras. Nada le parece bien. Y se dirige de frente a los que nos pagan a ti y a mí. Conque tú sabrás lo que haces.
—A mí me sobra con escuchar a los que saben y pintar —le tranquilizaste.
—¡Pues vamos estando de acuerdo, Fancho! —concluyó echándose hacia atrás con aspecto fatigado.
Afortunadamente la plática quedó ahí. No te hubiera agradado tener que despedirte de mala manera cuando habías ido a todo lo contrario. Antes de bajar de su aposento le agradeciste, ya más calmado, su consideración contigo para sustituirle en la dirección de la Academia. Bromeó añadiendo que bien entendido que la plaza era temporal, mientras durase su indisposición para ocuparse del cargo. ¡Demasiado bien tenía asumido que no volvería! Como así fue. Lo visitarías otro par de veces en los últimos días en que ya se encontraba terriblemente debilitado y desahuciado por los sucesivos infartos. Y hacia mediados de agosto lo enterrasteis. Hubo en el sepelio representación de la casa real. Aparte de esto, de la grandeza de España no viste más que a Manuel Godoy, con quien solo llegaste a cruzar un gesto de saludo. Sin duda que el valido le significaba así la estima por el glorioso retrato, cuando estaba a punto de dirigir los destinos patrios. Bayeu, en efecto, no había querido inmiscuirse nunca en el pantanoso terreno de las intrigas políticas, pero a Godoy lo había desnudado de alma. El viejo Paco Bayeu, en cierto modo, te estaba indicando un camino de pintor comprometido pero astutamente discreto.
La tarde de tu visita, tras la charla que interpretaste de sabia advertencia, bajaste a los corrales de la casa de tu cuñado para salir con el birlocho por las puertas accesorias, de vuelta a tu casa. A pie, delante de los mulos, tirando de la cabezada hasta el exterior, ibas a subir al coche cuando una voz te detuvo a tu espalda.
—¿Goya, el pintor? —te dijo un hombre, acompañado de un segundo que se mantenía a su lado y hacía gestos de mirar recelosamente hacia los lados, como asegurándose de que nadie asistía a la escena.
—¿En qué puedo servirlos, amigos? —intentaste aparentar normalidad.
—No es nada personal con su señoría —mantuvo el suspense aquel individuo mal encarado de rasgos—. Solo queríamos saludarle de parte de unos patriotas españoles que le encuentran a usted demasiado… gabacho… digamos.
Estaba plantado aquel individuo a unos pasos, abierto de piernas, y con una mano se desarropó el atuendo de majo, enseñando calada en el fajín una navaja más que mediana de proporciones a juzgar por las cachas bien visibles. Se quedó en silencio. Subiste tú al pescante sin apartar la vista y arreaste las caballerías con suavidad.
—Tengan buenas tardes, señores —dijiste por toda despedida. Mientras te alejabas pensaste en Bayeu y en el eco de sus palabras.
**
¡Dios cómo olía! Con el paso del tiempo te fuiste acostumbrando, pero los primeros días que te hacían esperar en las estancias de arriba y, tras unos instantes preparatorios, te conducían a su presencia, no te hubiera hecho falta el acompañamiento de ninguna camarera para seguir su rastro hasta donde se encontraba. Te dirigías a ella con mejores vientos que el Gitano nada más llegar de Zaragoza, enviado por Martín muchos años atrás. ¡Cuántas alegrías te había dado aquel perro! La voz de Cayetana se te había olvidado, pero aquel perfume almizcleño, probablemente importado de París, no se te había despegado de la nariz desde el día que la conociste personalmente en el Capricho, presentada por doña Josefa.
Te habían asignado un estudio muy amplio y luminoso que daba a la fachada principal de la casa, en la cara norte y en el extremo que daba más a poniente, desde el que te entrenías a ratos mirando la Cibeles por la ventana. No sabías hacer otra cosa mientras iban llegando los trastos y descansabas la vista de los buenos ratos que te pasabas dibujando. En tu cabeza ya hervían las primeras ideas de los Caprichos, unas ideas novedosas que en principio procurabas mantener alejadas de la vista de tu benefactora, porque ignorabas cómo interpretaría ella semejantes pinturas. Pasadas unas semanas, te darías cuenta de que para la duquesa difícilmente podría encontrarse algo con mayor poder de provocación o sorpresa que el de su propia persona.
Cibeles valía tanto como decir “la de la larga cabellera”, te venía a las mientes la erudición un poco pedante de Tomás Iriarte, y que años más tarde sorprenderías también gozosamente en boca de su hermano Bernardo, ya nombrado ministro y sometido a tus pinceles. Sin duda que ambos estaban poseídos por el espíritu etimologista de su tío, que tanta mofa suscitó en Forner, y que se había aplicado laboriosamente en tan peregrinos asuntos como aquella larguísima oración versificada en metros latinos sobre la limpieza urbana de la villa y corte. Por feliz ironía del destino, la de la larga cabellera cayendo abundosamente sobre sus hombros, te recibía en la gran sala en la que un par de veces se detuvo ante un soberbio Correggio, “La educación de Cupido”. Alguna afinidad sentimental quería significarte Cayetana cuando mostraba tal preferencia por ese cuadro. “¿Volverá a pintarse algo así, Goya?”, te preguntó en las dos ocasiones. Y no esperó tu respuesta, a pesar de situarse completamente frente a ti, a un paso, volviéndose de la contemplación de aquella hermosura, para que entendieses su boca esforzada en hacerte llegar con total claridad las palabras. Su boca mensajera que te hacía olvidar al instante la pregunta, para posar tus ojos en la carnosidad de los labios recién retocados de cosmético. ¿Para ti?
Movía suavemente los brazos y las manos con gracia adquirida en su aristocrática educación. Y sin embargo, no había en ella envaramiento ni protocolo. Seguías tú embobado sus evoluciones. Las primeras veces te preocupaba sobremanera tu limitación de oído, que ella pudiera pensar que existiese alguna barrera en la comunicación. Enseguida tu interés y su consideración hicieron que este extremo no se convirtiese en ningún obstáculo. Es más, el mismo hecho te disculpaba el seguimiento arrobado que hacías de su boca. Ella, seguramente, lo interpretaría de esta manera. Cada día que te había recibido personalmente la habías encontrado igual de porte, de maneras, siempre extravertida de carácter, pero diferente de atuendo, elegantísima en el vestido elegido en cada encuentro. Habías retratado no hacía mucho a doña Rita, la marquesa de la Solana (y a la misma doña Josefa, años atrás) y no existía parangón posible entre estas mujeres y Cayetana. Desde el primer momento, entre esta mujer y tú se había producido una compenetración natural, un trato que fluía con facilidad.
Cuando quedó establecida la costumbre de tu asistencia durante unos días determinados de la semana y el estudio quedó completamente preparado a tu gusto, Cayetana debió considerar que ya no era necesario recibirte invariablemente a tu llegada y sus camareras personales se encargaban de preguntarte si requerías algo de ellas. Y, ante tu negativa, te dejaban expedito el camino hasta el estudio. Era después, metido en faena, cuando te visitaba alguien de la casa con algún recado o por simple curiosidad personal. Alguna tarde, el señor duque, que no se demoraba en exceso. También Cayetana, esporádicamente, seguía dedicándote algún espacio de tiempo. Te hacían entender así que formabas parte del personal de la casa.
Y fue esa tarde del primer día de agosto cuando llegó lo imprevisto. Ausente el duque desde hacía días, de viaje a la Andalucía como te habían informado – en cumplimiento de las labores de su cargo de Gran Inquisidor de Sevilla – te afanabas por distraerte en los primeros bocetos caprichosos, donde intentabas plasmar los conceptos ilustrados que ibas aprendiendo. ¡Ni te imaginabas entonces que llegarían a ser más de ochenta ni que tendrían el fin que tuvieron! ¿Realmente eras tú un ilustrado? Si algo había en ti de eso, te decías, lo descubrirías trabajando. Lo tuyo era preguntarte pintando. Los debates de ideas estaban muy bien para escucharlos en las bocas sesudas de tus amigos. Tú, a escuchar y a pintar. O mejor dicho, a interpretar sus bocas y sus ideas, y luego, eso, a pintar.
Volcado sobre el gran cuaderno con los primeros esbozos, retocabas con trazos apresurados las figuras deformes en las que dejabas tu visión ambigua pero llena de crítica… La bruja alcahueta que ejerce de guía y maestra transportando en una escoba a la pobre meretriz, los frailes lujuriosos que se le cuelan por la ventana volando y requebrando salazmente a la casquivana doncella… Habías abierto los grandes ventanales de la estancia palaciega para dejar paso a la claridad y la frescura, por no incidir el sol de estío directamente a esas horas. Disfrutabas concentrado, rodeado de sensaciones visuales e incluso olfativas, filtradas estas de la vegetación que hermoseaba la plaza… Rasgabas el papel con celeridad… El pueblo llano cargado a sus espaldas con las auténticas bestias de carga, los onerosos tributos de los que estaban exentos el clero y la nobleza, el pico de oro de los oradores religiosos y la superstición de los fieles capaces de adorar a un tronco revestido de trapos por un sastre… Y aquel último que acababas de pergeñar, “Volavérunt” intitulaste: era ella, la duquesa, sus facciones nítidas y su cuerpo bello a punto de echar a volar dejando a sus plantas, como si de una virgen de Murillo se tratase (una virgen al revés) el coro también inverso, no de ángeles, sino de monstruosos caricatos que la rondaban encelados en sus salones con mayor o menor fortuna. Quizás también tú te habías convertido en uno de ellos y sufrirías el gran batacazo cuando aquella mujer caprichosa decidiese soltarte y precipitarte en el vacío, para que se partiese en mil pedazos tu corazón. Porque aquella mujer parecía estar hecha para hacer añicos a cualquiera, desde luego a un pobre artista como tú…
Tan absorto te encontrabas que habías olvidado tu sordera. Cuando moviste la cabeza sentiste su calor, su olor, su presencia, la tenías a tus espaldas. Diste apuradamente las buenas tardes y cerraste el cartapacio, como si entendieras concluido tu trabajo en deferencia a la llegada de la anfitriona. Puso la mano en tu hombro e hizo ademanes con ella de que siguieras, de que no quería interrumpirte. Te levantaste en señal de respeto y te situaste a un extremo de la mesa, a dos pasos de ella, enfrentando sus risueños ojos verdes, sus labios lentos en la emisión de la palabra.
—¿Me privará de contemplar sus manos en el instante mismo de crear una obra de arte, Goya? A quienes no poseemos ese don solo nos queda admirar y sentir el misterio que lo provoca —te dijo sin perder la expresión alegre de su cara.
—Es solo el fruto de un trabajo constante, señora —fuiste falsamente modesto.
—¿Son estos sus últimos dibujos? —te inquirió señalando con los ojos ostensiblemente el cuaderno—. ¿Sería oportuno verlos en este momento? —te rogó con un encanto seductor en el gesto que hacía imposible denegar.
—Apenas son trazos, el comienzo de una serie… Tal vez no sean de su agrado, señora, es otro tipo de pintura —te excusabas sin convicción.
—¿Me permitiría…? —y sin transición tomó el asiento que acababas de dejar vacío—. ¿Cuento con su amable explicación? ¡Acérquese por favor! —te estaba rogando y ordenando al mismo tiempo.
Hizo un movimiento de reacomodo en el sillón, moviendo su cuerpo hacia la izquierda e invitándote con la mano a que te situases a su lado. Luego desplazó el cuaderno por la mesa, hasta una posición intermedia que os permitiese la contemplación a los dos simultáneamente. Quedabas tú de pie, por encima de ella, casi rozando su brazo y enseñoreando tu cuerpo sobre su cabello abundante, negro y rizado. Tu rostro sentía la atracción de hundirse en aquel pelo como en un campo de sensaciones desconocidas. Hiciste un esfuerzo por concentrarte en el asunto, puesto que ella levantaba cada poco la cara para hacerte llegar su comentario.
—Extraña belleza la de este mundo de desdichados —observó inteligentemente.
—Tienen el propósito de grabarse, como ya se hace en Francia y en Inglaterra. Algunos llaman Romanticismo a esta tendencia —apuntaste.
—Pero ¿esto es España? —preguntó.
—Sí, esto queda en nuestro país más que en ningún otro lugar del mundo civilizado por la razón.
—Entiendo. ¿Lo ha vivido usted, Goya? —te interrogó directamente.
—Lo he observado, señora, y creo que debe reformarse con leyes.
—¡Qué extraños son ustedes los artistas! Y particularmente usted, Goya. Le he observado en mis reuniones.
Siguió hojeando en un silencio que no quisiste interrumpir. Se refería a su salón, al que ya habías acudido en varias ocasiones. Ciertamente, no te sentías a gusto allí, no era el ambiente de los Osuna, que seguías visitando también.
—Yo solo soy un servidor entre cortesanos, un invitado. No puedo evitarlo. Lo cual no quiere decir que no me sienta honrado de compartir su compañía.
—Le tengo por uno más de mi casa, Goya, sépalo bien. Haga el esfuerzo de sentirse cómodo, y para empezar y puesto que va a estar mucho tiempo entre nosotros, o eso espero, llámeme Cayetana, se lo ruego.
—No sé si podría, señora…
—¡Cayetana!
—Pues bien, Cayetana, intentaré ser lo más cercano que me permite mi carácter.
—Eso es, Goya… Fancho, así le llaman familiarmente, ¿verdad?
—¡Exactamente!
—Fancho, ¡bienvenido a mi casa! —te miró intensamente y te sonrió—. Espero contar con usted durante mucho tiempo, de verdad.
Continuó pasando las páginas y apuntándote matices a veces ingenuos, a veces sutiles, de lo que iba viendo. Detuvo todo movimiento en el aún esquemático “Volavérunt”, lo observó con mucho detenimiento pero no dijo nada y pasó la hoja. Iban y venían tus ojos alternativamente del cuaderno a sus hombros descubiertos, un pudor instintivo te impedía pegarlos a su cuello entrevisto a través del cabello, bajaban a veces aceleradamente (como tu pulso) por el comienzo apuntado de su pecho, volvían de nuevo a los bucles negrísimos que acariciaban su frente... Tus manos inmóviles y unidas en la caída de los brazos experimentaban una dolorosa sensación de impotencia por no poder tocar aquel cuerpo deseado. Decía ella algo mirando los dibujos que no podías comprender y era evidente que alguna vez requería una respuesta por tu parte que no llegaba porque no oías, lo cual le hacía levantar el rostro hasta ti, sorprendiendo tu mirada extraviada, extasiada en su piel… Probablemente porque comprendía con largueza de mujer, apartaba los ojos y los bajaba al papel iniciando una deliciosa sonrisa. Tal vez era su perfume lo que te trastornaba desde la primera vez. ¿Qué hombre no ha sido robado de forma imprevista por una emanación del cuerpo mezclada con la esencia de una flor? Era un olor de cuerpo de mujer corregido sabiamente, artesanalmente, por una esencia de alma. Así era el arte mismo.
Se interesó después, ya junto a las ventanas que dejaban disfrutar una tarde serena, por la marcha de tus trabajos con el retrato del Duque de Alcudia. Creíste observar en ella un íntimo regocijo cuando le confesaste que no iban por buen camino. Tus ocupaciones y las del ministro no encontraban punto ni momento de coincidencia oportuna. Seguramente, confesaste, tus apuntes quedarían en un lienzo de dimensiones menores y entonces ya estarías disponible para atender los cometidos de su casa. En breves días le confirmarías dichos extremos. Godoy cedería absorbido por el conflicto con Francia y, de hecho, al verano siguiente no encontraría otra salida que la firma de la paz mediante el tratado de Basilea. Se permitió ella observaciones incisivas sobre el valido, que esta vez no podían levantar tus celos, dirigidas como estaban a recabar tu parecer sobre las habilidades políticas del favorito, como le llamó. Favorito de la Reina, quería decir, sin duda. Fuiste muy cauteloso, estabas aprendiendo muy deprisa que en el tremedal de la corte no resultaban gratuitas las opiniones imprudentes.
Disfrutaba contigo en charla distendida, sin prisa, como si estuviese necesitada de un confidente que le prestara la máxima atención, la que tú le dedicabas en ese momento, quizás más arrobado por su sensualidad que por su plática. Pero eso ella no lo distinguiría o lo interpretaría como solo una mujer sabe recibir indistintamente y de una sola vez el halago hacia su belleza y su carácter. En todo caso, era más que evidente que tu interés le hacía sentirse bien. Abría sus rasgados ojos verdes observándote embriagado y ganaba en la listeza y la rapidez de sus consideraciones. Te dijo que de Francia admiraba todo menos su absurda revolución. “Primero nos ilustran, amigo Fancho, para demostrarnos a continuación que son unos majaderos”, concluyó. Se interesó demoradamente por las ideas incorporadas de tu círculo de amigos y te preguntó por Moratín y por Ceán y por Jovellanos. Daba por supuesto que un pintor, un artista como tú, debía estar muy atento y en contacto continuo con lo más granado del pensamiento español. Con esta bella forma lo expresó.
“Mientras tengamos entre nosotros a mentes como la suya, Fancho, las reformas irán por buen camino”, te halagó tocándote con su blanca mano la espalda y dejándola un instante pegada a la casaca. No pasó desapercibido ni desechó este detalle tu sensibilidad de hombre, sobre todo de hombre, te reconocerías después de haber marchado. “Para esta casa, para el señor duque, sí, amigo mío, y para mí misma, usted es uno de nuestros primeros ilustrados si no el más destacado de ellos”. No quisiste desmentirla en tan inmerecida atribución. Tu sincera modestia en ese momento apenas te permitió balbucir que tú solo te considerabas un esforzado pintor, un hombre que se ganaba la vida viendo a través de sus manos y casi siempre con los ojos muy abiertos. “Cayetana, por Dios, yo solo pinto lo que interpretan mis ojos”, le confesaste abrumado, “las cabezas pensantes de la patria son otros”. “¡Mejor que así sea, Goya, de alguna manera es lo que más admiramos en usted!”.
No faltó un apartado para los planes del futuro inmediato. Sus deseos de ver retratados a los miembros de su casa y a su círculo de amigos, que se animarían con toda probabilidad siguiendo su ejemplo, no admitían más dilación. Pero no dependía exclusivamente de ella sino de los avatares de la profesión de su esposo, te dijo, de sus idas y venidas en sus compromisos cortesanos y políticos. Sin duda su casa esperaba grandes satisfacciones de tu parte. Todo quedaba pues al albur de las ocupaciones del señor duque. Era su deseo que pintases su retrato el primero de los dos, como era la costumbre en los lienzos apareados que encargaba la nobleza. Después te ocuparías con toda seguridad de representar el de ella, el de su suegra, doña María Antonia Gonzaga, y a ello le seguiría el de su hija adoptiva, María de la Luz. Quizás, el de su señora madre, esta última tan imprevisible por otra parte, te confesó. Por un capricho inexplicable rechazó a instancias tuyas un retrato de grupo, familiar. Se quedó seria, endureció el gesto y te dijo secamente que no contemplaba esa posibilidad.
Os extendisteis, movida por tu curiosidad, en una conversación punteada de silencios y de sobrentendidos, en relación con algunos asuntos del señor duque y en el exquisito trato que de su parte habías recibido en las pocas ocasiones en que os habíais saludado. Admitiste que su seriedad natural y su señorío no le consentirían probablemente dedicarte mucho tiempo, tampoco lo esperabas ni lo necesitabas. Simplemente, agradecías su correcta educación. Estuvo Cayetana todo ese tiempo que te permitiste corresponderle en su vanidad marital con los ojos bajos, algo ausente y, frente a su actitud anterior, cortante y evasiva hasta el punto de hacerte pensar que pudiera tener prisa y buscaba el momento de despedirse. No era así. Por toda explicación a su incomodidad patente, se permitió apuntar que su marido y ella compartían la misma idea de mecenazgo pero que discrepaban en algunas cuestiones de la administración de la casa. “Y por qué no reconocerlo, Fancho, si usted ya va siendo uno de los nuestros: también existen entre mi esposo y yo enormes diferencias de carácter y de modo de ver la vida. Como en todos los matrimonios. Como en el suyo, imagino”. Su silencio abrupto, su mirada cortante, sus ojos interrogativos…
Por suerte, un griterío de niños en el exterior de la sala, en el pasillo, vino a resolver el único momento embarazoso de toda la tarde. Tenías que irte en breve, se lo habías anunciado, pero te encontrabas misteriosamente apacible y reposado. Te entendías bien con aquella mujer, lo notabas, no con la duquesa sino con Cayetana. Seguidos por una dueña de modales rígidos y ceño adusto, penetraron súbitamente en la estancia dos niños de edad muy tierna que corrieron a esconderse tras el vestido de Cayetana, a su espalda, mientras esta se deshacía en muestras de reconvención, acompañadas por una risa suelta y una alegría indisimulada. Quedó la vieja aya derecha como un palo a la puerta, en actitud de recibir órdenes, después de mostrarse quejosa por la escasa policía, dijo, que mostraban aquella damita y su acompañante, el desvergonzado caballerete que se escondía a su lado. La tranquilizó Cayetana y la ordenó retirarse hasta que ella misma, le prometió, se los devolviese bien sendereados.
—Luisito, María de la Luz, ¡saludad al ilustre pintor, el señor Goya! —ordenó.
—Señoritos, tendrán ustedes que aprender a estar modosos para cuando yo los retrate —dijiste con tu voz grave y tu cara más seria.
—¡Si, señor pintor! —dijo el infante—. ¡Enchantée! —adivinaste casi en el aire el formulismo francés de la niña.
Te explicó Cayetana que se trataba de su hija adoptiva, la Negrita María de la Luz. Se la había traído de uno de sus viajes por Andalucía, porque se la habían llevado hasta su puerta del palacio de Sanlúcar por encontrarse abandonada. “Y en esas andamos, Fancho, aprendiendo a ser madre de este pimpollo”, te anunció. El niño, Luisito Berganza, era un habitual en palacio, hijo del mayordomo. Se agachó la duquesa al suelo y tomando a cada uno por un brazo consiguió apaciguarlos en unos instantes, porque enseguida corrieron hasta un bargueño, en un ángulo de la sala, giraron la llave como si lo conocieran de siempre, extrajeron algunas figurillas de animales en loza y se sentaron en sendos canapés a disfrutar de sus juguetes. Hasta que la dispusieron como estudio de pintura, a tu llegada, la sala había hecho funciones de cuarto de esparcimiento de aquellos niños, te informaba la anfitriona.
—Me paso algunas tardes leyendo a la luz de esta misma ventana y viéndolos jugar —te confesó con el rostro hermosamente iluminado de ternura.
—Yo también tengo un pillastre de diez años.
—¿Lo traerás algún día de estos, Fancho? —casi te lo rogaba.
—Agradezco de corazón tu invitación, Cayetana —contestaste.
Jugaba la niña con un gallito mientras la observabas cacarear inocentemente. Te contó la duquesa que no hablaba todavía cuando la recogió. El nombre se lo había puesto ella personalmente. Nunca supieron su procedencia ni quisieron averiguarlo. Un único y singular rasgo poseía, te dijo, como sola identificación, nada definitivo pero característico en su sola persona. Llamó a la niña y le pidió que se acercara a vuestro lado. Cuando la sentó en su regazo, le descubrió el vestidito en un hombro dejando ver una marca que parecía una mancha de nacimiento en su piel. Una especie de distintivo. Era visiblemente, indiscutiblemente, el contorno de un gallo. La dejó Cayetana que volviese a sus juegos y les pidió a los dos que llamasen a la dueña. Esta acudió al instante por encontrarse de guardia en el pasillo, como pudisteis ver cuando se abrió la puerta. Le pidió que se los llevara conservando los juguetes hasta más tarde. “Le dicen la Beata”, te comentó con ojos maliciosos a la par que señalaba a la vieja alejándose con los niños tomados de la mano, a ambos lados de su ampulosa faldamenta.
—Ahora yo soy su madre, Fancho. Tendrás que pintarme a mí también un gallo en la espalda —te animó con ojos seductores.
—¡Bonita ocurrencia, duquesa! —replicaste.
—¿Por qué no? ¿Por qué no pintar en la piel? ¿No es un lienzo también?
—Yo no hago esa clase de trabajo —cortaste el discurso que tomaba aquello.
—¡Píntame, Fancho, antes de marcharte! ¡Píntame la cara! —te pidió.
Quisiste ser juicioso, la previniste de que tus pinturas llevaban veneno y confiaste en que con esta sola advertencia la harías desistir. No hubo manera. Su empeño estaba por encima de toda lógica y tu deseo de tocarla te cegaba. Notó al punto tus dudas y te insistió tomándote de los dos brazos como antes había tomado a los niños. Había un ruego en sus ojos que compartía al mismo tiempo la sensualidad y la tristeza. Sin soltar una de las mangas de tu casaca, te arrastró a uno de los sillones donde se sentó, junto a los caballetes y la mesa supletoria con la paleta y los tarros de pintura. Cerró los ojos y percibiste en sus labios la frase como si realmente la hubieras oído: “¡Píntame con tus manos!” Y su poderosa petición venció tu resistencia.
Tendiste un lienzo mediano por encima de sus hombros. Ella se esponjó el pelo y lo echó hacia atrás irguiendo el rostro y dejándolo al descubierto, así como su largo y delgado cuello. Estiraste los dedos de las dos manos por comprobarlo pero ningún temblor había en ellos. Hundiste las yemas en la materia tibia dispuesto a mancharla y a mancharte definitivamente con aquel veneno. Esparciste con suavidad los rojos y los marfiles, los cremas y ocres, algunos perfiles quisieron el verde, unas sombras fueron azules, un tono escarlata se posó junto a la delicada oreja…Tus manos y tus dedos venenosos resbalaban por aquellas mejillas amadas, surcaban horizontalmente sobrevolando los pensamientos bajo su frente limpia, trazaban el camino de la mandíbula voluntariosa, se detenían en sus labios. Con las puntas de los dedos índice y corazón de la mano diestra retocaste sus labios, blandos y flexibles, sus labios cercanos a los tuyos con solo inclinar tu cabeza, algo que nunca te hubieras permitido. Masajeaste su cuello con ambas manos extendiendo un suave tono crema… Por fin, te diste cuenta de que habías creado la figura de un ángel, como en los frescos de Zaragoza o los que te esperaban enSanAntonio de la Florida, un ángel mujer, un ángel vivo al alcance de tus manos. “¡Píntame con tus manos!”. Al día siguiente se lo pondrías por carta a Martín, “se me metió en el estudio a que le pintase la cara y se salió con ello”. Pero no le dijiste a Martín cómo te lo pidió: “¡Píntame con tus manos!”. Ni le dijiste lo que le contestabas mentalmente a cada ruego: “Me estoy enamorando locamente de ti, Cayetana, me estoy enamorando de tus ojos verdes. Como los de un ángel pintado con la materia tóxica que se esconde en el “verde veronese”.
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Pasaban los meses, frecuentabas su casa y su salón, pero los retratos apalabrados de la familia no llegaban. Por unas razones u otras, a última hora surgía un inconveniente que hacía posponer el cumplimiento del compromiso. Cayetana se entrevistaba contigo a ratos, te buscaba en el estudio y se desahogaba de sus preocupaciones cotidianas. Parecía no sentir apremio ninguno y, desde luego, celebraba tu presencia en su casa (o eso te decía) cuando le comunicaban que te encontrabas allí, encerrado en el taller y dedicado a tus ocupaciones. Cuando se había espaciado suficientemente en su cháchara intrascendente, te paseaba por su palacio mostrándote desde sus colecciones más valiosas hasta el último caballo que había adquirido. Intuías que se sentía a tu lado orgullosa, vital y feliz. No dejabas de pensar en las palabras no muy lejanas de doña Rita Barrenechea, la resuelta marquesa de la Solana, con ocasión del retrato que le estabas realizando, y ante tu comentario de que habías sido requerido para comenzar los retratos de los de Alba pero no se resolvían a ponerlo en práctica: “Esa niña caprichosa ya tiene a su pintor, ¿para qué preocuparse por los cuadros?” Era un aguijonazo entre simpático y malicioso, muy del gusto de doña Rita, que no había tenido nunca pelos en la lengua con Cayetana. Todo el mundo conocía esto.
Al señor duque, a don José Álvarez de Toledo (no sabías por qué acudía siempre a tu mente su nombre fundido al apellido de tan noble prosapia) lo veías mucho menos. Entre Sevilla y Madrid, hubo veces en que te enteraste de que deambulabais por el mismo palacio sin cruzarse vuestros caminos. Su carácter protocolario recurrió en unas pocas ocasiones a requerirte en su despacho para conocer la marcha de tus trabajos o para anunciarte la posibilidad inminente de posar para ti, posibilidad que te fuiste acostumbrando a considerar desbaratada por alguna circunstancia imprevista. En escasísimas ocasiones le viste en el salón de la tertulia organizada por su mujer, y en estos casos se notaba que hacía acto de presencia pública, se limitaba a unos gestos envarados de saludo y desaparecía en cuanto le era posible. No obstante, durante las veladas en que se ofrecía música de cámara en palacio, era asiduo, silenciosamente atento y fiel hasta el final de la función.
Es verdad que te preguntaste desde tu primera visita la especial relación que mantenían los duques, tu interés soterrado por Cayetana te llevaba a ello. En público, por descontado, era impensable una mínima manifestación que desentonase con su condición. En privado, después de varios meses de estancia entre aquellas lujosas paredes, algún motivo de reflexión fuiste recabando, como el del día del pañuelo, previo por fin al primer posado del duque para su primer retrato. En líneas generales, cualquier observador hubiera apreciado que Cayetana era una mujer mucho más reservada y comedida en presencia de su marido. Cuando coincidían juntos en una misma conversación, mantenía ella un silencio demasiado prolongado y hasta tenso para su hábito ordinario. Tú mismo llegarías a la conclusión de que reía menos. En cuanto el duque desaparecía de su vista, volvía rápidamente a las expansiones de un carácter festivo, desenfadado, espontáneo y franco.
Hasta que llegó el momento definitivo largamente anunciado, fue ella misma quien te sugirió la composición de algunas pinturas de interiores de escenas cotidianas de palacio. Naturalmente, precisó, te serían abonadas como parte de la obra completa. No quisiste parecer excesivamente interesado y callaste, pero el cometido venía a cubrir tu progresiva sensación de provisionalidad y a engordar tu bolsa, dos buenas razones para seguir acudiendo a Buenavista. Bien es verdad que suplías las horas pasadas allí en la elaboración de los dibujos caprichosos, pero no era suficiente motivo porque eso mismo podrías haberlo hecho en tu propia casa. A las dos razones anteriores se agregaba, con toda seguridad, el contacto más continuo con Cayetana. Las horas pasadas en el estudio se hacían cada vez más dilatadas en espera de que ella asomase en algún momento a su puerta y habías comprobado que tu nerviosismo se acentuaba si a lo largo de una tarde entera no te había sobresaltado tocando tu hombro en señal de afectuoso saludo. A partir de ese instante, como no podías trabajar y escucharla al mismo tiempo, no te quedaba más remedio que alzar la cabeza y seguir su boca bebiendo por completo y embobadamente cada uno de sus gestos.
Y fue tal y como lo habías imaginado. Cayetana no se despegó de ti durante la temporada en que pintaste los dos cuadros de la Beata. Tenía esta dueña en su persona un si es no es de estricta, de agria y de pitañosa. Acostumbraba a ir envuelta en tocas y refajos y ropones de severo paño. Cayetana, sin saber tú en principio muy bien por qué, disfrutaba con ella martirizándola sutilmente con su conversación desenvuelta, con sus maneras provocativas, y levantaba en ella una ira contenida pero muy visible en su rostro apergaminado y tendente a la expresión horrorizada ante la más mínima fruslería. Se ocupaba de ordinario de los niños de la casa, fundamentalmente de María de la Luz, y de Luisito Berganza cuando acudía a palacio para acompañar en sus juegos a la negrita adoptada. Entendía la vieja que la educación consistía en someter la libertad infantil a las ordenanzas, preceptos y leyes de los adultos. Por supuesto, los dos infantes la tenían constantemente enrabietada y en alarma.
Volvía a faltar el duque, acuciado por los cometidos sevillanos, y la primavera en Madrid se mostraba pródiga en los jardines de palacio, como podías constatar una tarde tras otra que buscabas, cada vez con mayor frecuencia, la ocasión de acercarte al estudio de los duques, es decir, a la compañía de Cayetana. Arrancaste una rosa al paso apresurado de una de tus visitas y entraste en el taller oliéndola con delectación, pegada a la nariz y casi entornados los ojos. Así te sorprendió Cayetana, que ya te estaba esperando dentro. Miraba por la ventana hacia la Cibeles y ensanchó su boca al verte en una sonrisa de profunda alegría. La notabas con los ojos clavados en la contemplación maravillada de la flor, que oscilaba al compás de los movimientos de tu mano seguida de tus palabras.
—¿Es para mí ese regalo, Goya? ¿Me permite de nuevo que le llame Fancho? – te pidió.
—¿Para quién si no? ¿Para la Beata? —dijiste con tal rapidez de reflejos que despertaron su risa.
—¡Que no le oiga, Fancho! Vendrá con los niños de un momento a otro —hizo un silencio y continuó cambiando de tema—. A algunas personas les pone melancólicas el otoño, a mí, por el contrario, la primavera me produce decaimiento y acedía.
—Tiene usted una especial forma de ser —te atreviste a apuntar.
—La primavera me recuerda que en la naturaleza retorna el ciclo de la hermosura. No así en las personas.
—Si me lo permite, Cayetana, aún está usted en la primavera de su vida. Quizá es injusta consigo misma o muy exigente —te atreviste casi a interrogarla.
—Es un cumplido que agradezco. Fancho, déjeme abusar de su confianza: ¿me encuentra hermosa?
—¡Sí, por Dios! —fuiste tajante.
Era la primera vez que tu atrevimiento llegaba a tanto. Tomaste su mano y pusiste en ella la rosa que venías anunciando como un presente desde que entraste por la puerta. Y por primera vez también descubriste el rubor de la duquesa en su cara. Se volvió de nuevo hacia la ventana y perdió su vista y sus pensamientos en el exterior. No te quedó más remedio que apartarte de ella y dedicarte a preparar los trebejos de pintar. A los pocos minutos se oyó la voz clara de los niños en el pasillo y la voz hueca de la Beata solicitando permiso para entrar en la sala con ellos, que enseguida se dirigieron al escondite de los juguetes.
Rehízo su ánimo Cayetana y muy decidida se fue hasta la vieja aya ofreciéndole a la nariz el regalo que acababas de hacerle. Tomó un pétalo separado de la rosa y se lo acercó tanto que la otra echó su cuerpo hacia atrás con el habitual ceño espantado. Casi, casi, mostraba en sus ojos desencajados un rechazo o una recriminación. Traía una pequeña cruz en la mano derecha y un bastón en la izquierda, y se asustó tanto que levantó ambos brazos en una estampa casi bíblica de “vade retro”. Intuiste con tu mente y tus ojos de pintor lo que se escondía detrás de aquel insignificante hecho. Les rogaste a Cayetana y a la vieja un permiso que afectaba a ambas por igual y te miraron desconcertadas. Te llegaste a su posición y con total impavidez dispusiste la posición de sus cuerpos con la delicadeza que exigían tus intenciones. Rogaste otra vez encarecidamente que permaneciesen unos minutos en aquella postura un poco forzada. Desde tu mesa, tomaste el cuaderno y sacaste un rapidísimo borrón de lo que se ofrecería enseguida a tus pinceles. Diste las gracias y continuaste con la labor.
¡Cuánto lo encomió Cayetana en los días sucesivos que duró la ejecución del pequeño lienzo! Su admiración vencía los requisitos del protocolo, se acercaba a ti impidiéndote pintar, estorbando tu labor, apoyando descuidadamente su cara en tu hombro. Te acosaba y te importunaba descontenta con las líneas de su cuerpo tomado de espaldas. Te instaba a rematarlo, a concluirlo, porque lo quería inmediatamente para ella. Así quedó plasmada la anécdota finalmente para los restos: “Duquesa de Alba con su dueña”. ¡El cabello negro de Cayetana, que le llegaba al extremo de la espalda! ¡El torso arqueado dejando imagen de sus formas seductoramente mórbidas! No se han apartado de tu visión íntima nunca, Goya, te dices, ni siquiera hoy que te has convertido en una negra sombra que abandona su misión de noche y vaga por los jardines de aquel palacio, y por la sala de pintura, y por la cámara de la duquesa… Una sombra que se filtra en el Prado hoy (¡todavía hoy!) y contempla de nuevo el bello cuadrito desde la inconsistencia de tus ojos muertos de inmortalidad.
Igual protagonismo le diste a la Beata en otra pequeña pintura de aquellos días. También Cayetana la disfrutó. Recogías un momento en que la pequeña María de la Luz y Luisito Berganza tiraban de las amplias haldas de su cuidadora, que iniciaba un movimiento aterrado de huida en solicitud de apoyo de una sombra de negra sotana, apenas apuntada a un extremo del cuadro: ¡el abate Pichurris! ¡Qué historia no hubiese escrito un Leandro Moratín sobre la educación de aquellos cachorros al cargo de tamaños preceptores! Entonces de viaje por toda Europa, echabas de menos en tu recuerdo emocionado la palabra templada y tímida de Leandro, y en tu cabeza se levantaban con muy diferentes formas caprichosas sus críticas ácidas pero llenas de luz ilustrada, contra las sombras de una España que parecía ir quedando a la zaga.
También entretenidos en el gabinete de pintura os llegó otro día, ya en pleno verano, la orden del señor duque, don José Álvarez de Toledo, de que se requería la presencia de la señora duquesa para un asunto de la mayor urgencia. Luego sabrías por el mayordomo que el propio duque se había llegado hasta la puerta de la estancia donde os encontrabais, pero no había considerado oportuno interrumpir vuestros “discreteos”, o de esa manera lo subrayó el administrador. También sabrías que no existía tal urgencia sino el despacho de unos documentos que debían ser firmados en los próximos días. Acudió en el acto Cayetana a la llamada de su esposo y se dirigió hacia el piso inferior por la escalera central – que todavía quedaba por rematar de alguna obra reciente, en restauración del incendio que se había producido en palacio (se decía que provocado y bien que lo lamentaba la duquesa) – y reparaste tú en que olvidaba un pañuelo perfumado que te había alargado para sofocar un tanto los calores de agosto. Saliste tras ella con intención de devolvérselo, cuando ya alcanzaba el final de la escalera para encontrarse con su esposo. Y desde la noble baranda marmórea te encumbraste con intención de llamarla, pero la distancia no debió parecerte la adecuada ya, pues te exigiría elevar la voz, y porque en un simple golpe de vista apreciaste que la duquesa se paraba delante de su esposo, que la miraba seriamente sin decir palabra, y tras un segundo tenso ambos tomaban direcciones contrarias.
Al día siguiente, recién entrado en el estudio, se te comunicó que el duque posaría para ti después de comer, tras un breve descanso reparador. Recuerdas ahora, en la intemporalidad de las sombras, que le hiciste dos retratos en el plazo de unos meses, por no quedar del todo satisfecho (imaginaste tú entonces) con el primero que lo representaba apoyado sobre un piano y con una partitura en las manos. No debieron llenarle estos detalles, que sin duda exornaban sus cualidades, pero esquinaban su innegable vocación política. Nunca sabrías tú el verdadero motivo. Quizás el segundo retrato transmitía mejor la imagen de estadista que él reclamaba, en un trance político muy difícil por su notoria e íntima amistad con Alejandro Malaspina, el conspirador que había acabado también (se murmuró por todo Madrid), y para siempre, con la carrera curial de don José Álvarez de Toledo, además de con la suya propia, que tan duro destierro le costaría en Galicia.
De él dejaste la visión de un hombre serio, con una melancolía que a ti te parecía propia de las tierras del Bierzo de su casa de origen, de alguien que amaba lo bello del arte como reducto desengañado de la propia existencia. Entre los dos trabajos quedaba su preocupación manifiesta por los muchos problemas que sobrellevaba. Y sin embargo, fue precisamente él, el hombre de Cayetana por derecho propio, quien más y mejor acertó a describir la naturaleza de aquella mujer excepcional y compleja. Nunca averiguaste por qué un hombre tan retraído, tan suspicaz hubiera podido pensarse, descendió a tales confidencias contigo. Es probable que no te considerase un rival (eso para él sería una bajeza), tal y como tú ya te atrevías a verle, porque deseabas a una Cayetana poco a poco apegada a ti de una larga temporada de convivencia artística. El caso es que fue tu mejor mentor en el laberinto de “aquella niña”, como le oíste decir, “adelantada en varios pasos al curso de la historia”.
La Cayetana que abrió la puerta al caer la tarde de aquella primera sesión con el duque, no era la misma que habías tratado algunos días antes. Circunspecta, cabizbaja, incluso seca, no dirigió sus ojos a ti cuando manifestó que traía recado de un asunto a su esposo, al tiempo que aprovechaba para saludarte. Se mantuvo unos instantes en el umbral y le interrogó si asistiría al salón de esa misma noche. Por supuesto, hacía la invitación extensiva a ti. Os disculpasteis los dos. “Nos acompañará Pedro. Ya sabes de sus ocurrencias”, añadió escuetamente. “Como el señor Goya no me ha permitido respiro, pensaba dedicarle un rato más tarde a la administración, querida”, fueron las palabras del duque. Las tuyas, apenas inteligibles de puro bajas, sospechaste, tenían que ver con la dedicación atrasada a tus dibujos sobre caprichos.
—Le confesaré a usted, Goya, que las chocarrerías de ese torero se me hacen cada vez más insufribles —te confesó cuando ella ya se había retirado.
—No así su toreo, si me lo permite el señor duque —saliste del quite con lo que Romero hubiera llamado una larga cambiada.
—Consiento y admito que la duquesa (la llamaba así con frecuencia formalista en su conversación) necesita de esparcimiento. El asunto del incendio la tiene preocupada desde hace tiempo. Es demasiado sensible a estas eventualidades, se lo recrimino a diario, pero acusa particularmente lo que considera agresiones de un pueblo al que adora. Si hay alguien atenta a las necesidades de la gente, esa es mi esposa. Usted sabe que los madrileños, los andaluces, en todas partes donde tomamos contacto directo, la adoran. Por eso no puede comprender las manifestaciones de violencia de unos pocos exaltados.
—El pueblo en masa o en cuadrilla es un gigante imprevisible, señor duque.
—Lo sé, Goya. Deberíamos ser más didácticos en nuestros esfuerzos por civilizarlo. La duquesa los acompaña en sus diversiones y en sus necesidades, está a su lado y promueve la defensa de la cultura de la calle, llegando a veces al alarde de un españolismo que se enfrenta a lo francés. Yo le censuro estos posicionamientos extremos. Y lo chocante es que en ella es una actitud sincera.
—Me consta por nuestras largas pláticas de los últimos tiempos que doña Cayetana conoce muy bien el alma española, pero en absoluto desconoce la civilización francesa.
—¡Amigo, Goya! Nadie como mi esposa para entender lo bueno del país vecino, con el que afortunadamente ya nos encontramos en paz. Si usted supiera que su abuelo personalmente la imbuyó de las ideas ilustradas, la educó desde muy niña en las páginas de Rousseau, antes aun que en nuestra literatura…En esta niña, porque Cayetana casi lo es, no es impostada la moda francesa porque lo lleva asimilado en su código de conducta. Y sin embargo, sabe combinarlo, como le digo, con un españolismo y con un majismo encomiables. Le reconozco que tiene mi admiración en muchísimos aspectos.
—Es una opinión que comparto, por supuesto, hasta donde he podido alcanzar. La señora duquesa trasluce un temperamento alegre y generoso…
—Y liberal, Goya, independiente, un poquito díscolo e impulsivo si me apura. ¡Cuántas veces me habré dicho que su corazón está a la altura de su grandeza de cuna, pero no siempre encuentra el modo de manifestarse también en obras grandes! ¿Sabe, Goya? Este hecho es para ella una fuente de contrariedades.
Se interrumpió reflexivo el señor duque y aprovechaste para obtener su permiso y dar por concluida la jornada. Estuvo de acuerdo en que marcases en lo sucesivo el ritmo más idóneo para tu labor. De esta forma, los avances en el retrato te hicieron concebir esperanzas de llegar cuanto antes al de Cayetana. Porque además te venías dando cuenta de que tus compromisos funcionariales, cada vez más enojosos de mantener con seriedad, tu necesidad de libertad pictórica absoluta hacia nuevos caminos y los copiosos encargos que empezaban a agobiarte porque se habían multiplicado desde que te movías en la órbita de la casa de Alba, todos estos extremos unidos no te dejaban horas libres de descanso ni reflexión. Y cuando llegabas por la noche al lado de la Pepa, que ya había acostado al niño, por supuesto que no te quedaban ganas de platicar. Ni lo soportaba casi tu mente en huida constante al lado de Cayetana. “¿Estás pintando todas las paredes de Buenavista, Fancho?”, te preguntó con retranca la Pepa desde el reclinatorio donde rezaba antes de meterse en la cama. “Pepa, la pintura me está moliendo los lomos para traeros buenos dineros y todavía me andas con aleluyas y jodiendas”.
Aquel año, entre los dos retratos del duque, tuviste que interrumpir en semanas alternas los paseos al palacio. D. José Álvarez de Toledo hizo gala de su comprensión y te eximió de la dedicación continua. Cumpliste con lo de los dos hermanos toreros. Especialmente ingrato fue con el mayor, por una bravuconería que no casaba con tu mutismo (tenías prisa) y por su arrogante apostura que te hería de celos incomprensibles al situar su imagen junto a la de Cayetana en alguno de los saraos. Cumpliste con don Vicente, el de Sofraga, para rubricar su flamante cargo en la Academia de Historia. Cumpliste con los dos encargos de santos, y en uno de sus arranques melindrosos, todavía tuviste tiempo de ofrecerle a Cayetana tu autorretrato desde el que la miras con ojos que quieren abrasarla. Y solo porque te había sugerido que tus ausencias la indisponían. “Acéptalo fuera de encargo, así te miraré y me verás a diario”, le espetaste crecido en tu vanidad. Lo tomó sacándolo de las telas que lo envolvían y lo contempló demoradamente con la mirada brillante de emoción. No dijo nada, te enfrentó la vista directamente y abrazó el cuadro junto a su pecho.
Más tortura supuso, si la tortura no está reñida con la delicia, la pintura de su retrato propio. Por una inseguridad de carácter que no la dejaba componer un gesto distendido, elucubrabas tú, no encontraba avío en el rostro que la expresase con naturalidad. Se le soltaba una risita ridícula y soportaba apenas el tiempo de dos rasguños de pincel. Se retocaba el cabello, se quejaba de la tensión de sus labios. Por fin salió una y otra y hasta tres veces del estudio, y regresó cambiada de vestidos hasta que conseguiste convencerla de la elegancia del tercero, blanco, con el lazo rojo a la cintura. Tuvo que salir de nuevo a suavizarse el rostro con afeites, te pidió desolada. Volvió sin que pudieras haber dicho que se le notaba tal cosa. Conseguiste pactar con ella la inmovilidad durante el trazado del contorno y la dejaste libre. Fueron múltiples veces las que se acercó velozmente hasta el caballete a contemplar un resultado que por fuerza no existía, se enojaba y estuvo en uno de sus viajes de cotilleo a punto de lágrimas con las manos cogiéndose ambas mejillas… Se te prendía del brazo, te zarandeaba y como arrugabas el ceño retornaba con un trote al lugar de posado. No había forma ni manera. Te salió el baturro. “¡Recoños, duquesa, me está usted hinchando más que cuando pinté la Virgen del Pilar! ¡Quédese quieta o no habrá forma de rematar la faena sino atándola!”, le soltaste como un tiro de arcabuz, sin respirar y arrepintiéndote al punto. “¡Tendrá que atarme o matarme, Fancho, pero por lo que más quiera, pínteme bella!”
¿Qué pensamientos de censura no le hubiera arrancado a su vetusta suegra, la insigne señora doña Mª. Antonia Gonzaga? ¡Qué señora! Concluiste con ella, por ese año, la colección particularísima de los Alba y su entorno. Le pusiste en los ojos la viveza, la astucia, la inteligencia y la ironía de la administradora de una grandísima fortuna. Y lo demás eran cuentos. En dos ocasiones coincidiste con la visita de tan noble señora a la casa. Su expresivo rostro te decía todo lo que no articulaba en palabras. Asentía Cayetana en su presencia con algo parecido a una reserva de miedo. Sin duda evitaba a toda costa que trascendiese a su vista lo que ya habría alcanzado a sus finos oídos: el modo de ser de la duquesa. El duque, su hijo, se excedía en amabilidad. En su presencia toda la casa de Alba era un dechado de ejemplaridad. Durante la segunda visita, antes de despedirse en el vestíbulo donde se recibía, pasó revista a todo el servicio y para todos tuvo palabras de agradecimiento y de estímulo en el servicio a los señores duques. Cuando se plantó frente a ti no ahorró el mensaje: “El señor pintor don Francisco de Goya, ahora que ya forma parte de nuestro servicio, encontrará en la casa motivos interminables para sus pinceles y para su permanencia durante un largo tiempo”. Asentiste con la cabeza.
En realidad, bien sabías tú que no había más que un motivo para la avidez de tus pinceles. Lo que pudieran encomendarte no tenía parangón con lo que podría surgir en cualquier cámara, en el salón donde se disponía la mesa para el almuerzo, en un pasillo que se abría a la claridad mustia y mortecina del véspero otoñal, un pasillo al que había salido de su retiro privado Cayetana y se afanaba en esponjarse y recogerse el pelo. Si su humor podía ser variable, como ibas comprendiendo con el paso de los días, contigo se ensanchaba su paciencia, porque sabía que tus ojos la buscaban para abocetar su figura y fijarla en cualquier momento intrascendente y por eso mismo mágico. ¡Dios qué ángel de mujer aquel que capturaste estirando sus brazos levantados en prolongación del arco de su cuerpo, hundidos sus dedos en el cabello, marcadas las caderas y adelantado y soberbio el busto!
Con el nuevo año, entrado en la cincuentena, un apretón de acedía te recordaba el mucho camino andado y el incierto futuro que te aguardaba si tu vida aclimatada a aquellas estancias, a las que ahora acudías menos, se quedaba en un transitar sin objeto ni destino, cuyo único fin solo podría ser perderte en el laberinto del mundo de los Alba. Uno más entre sus servidores, es verdad que tratado siempre con una consideración especial por la duquesa. Pero, además de eso, ¿qué? Tú ya sabías entonces, no podías engañarte, que el único lugar posible al que deseabas llegar era al corazón de Cayetana. Un imposible. Temías que el duque de Alba, don José Álvarez de Toledo, terminara interpretando tus servicios corteses más que cortesanos. Pero mientras todo estuviese estancado, madurando vuestros respectivos sentimientos (si es que algo sentía ella), debías seguir pintando. Ese era tu primer destino incuestionable. Pintar ciegamente, febrilmente. Había que seguir con los encargos oficiales y oficiosos.
A primeros de mayo decidiste bajar a Sevilla y hospedarte donde Ceán, que te había escrito brindándote su casa. Aprovecharías para acercarte a Cádiz y saludar a Sebastián Martínez, y si era el caso, concretar algo que desde tiempo atrás te venían proponiendo sobre unos frescos en la Santa Cueva, aunque dicho cometido no se materializaría tan pronto. Además, los duques te habían confirmado que a comienzos de verano estarían en Sanlúcar. Otro motivo para tomar la ruta del sur, se pusiera como se pusiera la Pepa. Tenías la experiencia de otras veces, así que la noche de despedida había reconvenciones sordas y hasta alguna voz más alta que otra. Pero los encargos privados no habían sido los esperados aquel año y la bolsa se resentía. No estabas mal pagado ni os faltaba de nada, pero sin mucho jaleo le convenciste a tu mujer de que vivir a las alturas por donde andabais tenía esas gabelas. Se calló la Pepa, porque era práctica y buena. Y también, caes ahora en ello, porque en el fondo se diría que bendito de Dios mientras los cuartos siguiesen llegando a casa.
El viaje tan largo tampoco te asustaba ya. La salud se recuperaba con el buen tiempo y Ceán te recibió como a un hermano y te alojó en su casa, cansándote con sus noticias los primeros días, con sus ideas esperanzadas sobre la confianza recuperada de los políticos hacia los ilustrados. Se avecinaban buenos tiempos en sus palabras nobles y optimistas, en sus deseos, más que en lo que tú mismo recogías del ambiente de la corte. Sospechabas que la política estaba enturbiada desde hacía años y cuando esto te pasaba por la mollera te decías que lo tuyo era pintar. A pintar, Goya, como te había aconsejado siempre el viejo Bayeu. Después ya se irían viendo las cosas. Con esta consigna para tus adentros pasaste varias semanas. No veías la manera de tramar la gira hasta Sanlúcar, donde suponías iniciando el estío a los de Alba, a Cayetana. Ni te podías imaginar que la casa de Alba ya corría de boca en boca: a los cuarenta años de edad había fallecido repentinamente el duque, don José Álvarez de Toledo.
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El hombre que se dirigía desde Sevilla a Sanlúcar no sentía el pésame que iba a manifestar a la duquesa, y lo sabías. Una contradicción íntima te repartía entre un sentimiento de obligación social hacia tu protectora y otro oscuro, bien guardado y esperanzado, de posesión de una mujer a la que aspirabas, a la que deseabas, ¡cómo la deseabas! Mientras el coche que te había proporcionado Ceán hacía el camino que te separaba de ella, tu amigo había preferido quedarse en Sevilla. Su pésame, te había dicho, iría formalmente por carta, pues las relaciones con la casa ducal se habían enfriado desde tiempo atrás por las suspicacias del duque en los últimos tiempos hacia los ilustrados del círculo de Jovellanos, cercanos progresivamente a la causa política de Godoy. El valido, como era de todos conocido, no terminaba de ganar la confianza de los grandes, por mucho que el Rey lo hubiera encumbrado hasta las nubes a empellones de la Reina.
Ciego como estabas de necesidad de verla, te justificabas confusamente argumentándote que tú eras un artista, el pintor Goya, no un político, y en cierto modo tu posición y tus intereses quedaban al margen de los avatares de los problemas patrios. Entre otras cosas porque tu respuesta a ellos venía de los pinceles y no de las soluciones y las leyes necesarias para transformar las cosas. No es que no compartieses las necesarias reformas ni comprendieses el camino a seguir, pero entre los ilustrados y tú la diferencia estaba en que ellos podían llevar su visión a los papeles oficiales, exponerla de viva voz en las cámaras áulicas, en cambio a ti no te quedaba más remedio que expresar tu parecer o tu congoja o tu queja en un lienzo. Además, ¡qué coños!, que tú eras un empleado de palacio y debías andarte con cien ojos porque tu forma de vida, tu estipendio asignado y tus encargos venían de la casa del Rey, de la nobleza y de los ricos, y eso no debías olvidarlo de ninguna manera.
Mientras el coche atravesaba las fincas de Sanlúcar, antes de llegar a la casa y al paso por las tierras fértiles en las que faenaban sus peones y aparceros, estos levantaban la espalda de la tierra si se encontraban al borde de las veredas y caminos, y buscaban con los ojos extrañados, suponías, al eximio visitante de aquel momento que cruzaba encerrado en la cabina. Los imaginabas preguntándose quién podría ser esta vez, ¿quién sería el noble de turno que viniese a consolar a su señora y ama? Y te mentirías si te dijeras que no pasó por tu cabeza en ocasiones que tú podrías convertirte con paciencia y suerte y tu genio, por supuesto, en el señor de todo aquello por derecho de consorte. No carecías de fundamento para ello. Durante más de un año largo, Cayetana venía dispensándote algo más que el cariño sincero a un servidor singular de su casa, venía demostrándote una afición que sobrepasaba el protocolo y tocaba el límite de la veneración de una mujer por un hombre capaz de enamorarla.
Naturalmente, habías anunciado con antelación tu visita por correo y llegabas con propósito de acompañarla no sabías cuánto tiempo. La esquela que te había remitido hasta la casa de Ceán en respuesta a tu anuncio, había sido escueta pero muy significativa de su estado de ánimo. Cuando el criado te la llevó a tu cámara y abriste el secreto escrito en su forma triangular tuviste un pálpito de emoción. “Fancho, mi queridísimo amigo, le espero a usted y le necesito de verdad”. Inmediatamente decidiste ponerte en camino. Una ansiedad inusual en ti te hormigueaba en el cuerpo a las mismas puertas de su palacio, parado ya el coche y ocupada la servidumbre en transportar tu equipaje al lugar donde había dispuesto la señora. Te asignó una parte en el ala este, a naciente, con varias estancias que se inundaban al amanecer, como comprobarías en días sucesivos, de la luz andaluza que tan perfectamente distinguías ya de los no pocos viajes que llevabas realizados a aquellas tierras. ¡Qué sala descubriste preparada para tu taller! Te demoraste en disponer tus efectos y en preparar tu ánimo para el encuentro.
Porque la realidad era que en ese momento, con esa luz ahora de atardecer, con una brisa apenas insinuada, tenías una sensación cabal de perfecta felicidad. No podías ir a Cayetana pletórico de alegría. Te concediste una tregua y descansaste un rato en la fresca penumbra. ¿Qué hacías allí, Goya?, esa fue la primera pregunta que te hiciste cuando intentaste poner la mente en blanco y recapitular. ¿Para qué habías ido allí? ¿Qué podía surgir de tu estancia allí?, una incógnita inquietante esta última.
Habías cumplido cincuenta años, una edad en que a cualquier hombre de tu tiempo se le consideraba viejo, sin paliativos. Habías trabajado toda tu vida como un mulo, habías pasado enfermedades mortales, pero tú te veías vivo y derecho y abombado el pecho como un gallo dispuesto a cantar todavía muy fuerte. La acedía de la edad, los últimos años, te había hecho recapacitar, eras más sabio, era verdad, pero tu fortaleza de espíritu era innegable y tu naturaleza vigorosa no encontraba respuesta ya en la Pepa, avejentada y seca. ¿Querías a la Pepa y al chico? ¡Claro que sí! Para ellos trabajabas también. Y sin embargo, tu insatisfacción interior pedía otra cosa, tu cuerpo pedía otra cosa, tu arte pedía otra cosa. Cayetana era un horizonte nuevo. ¿Serías capaz, puestos en el trance, de abandonar a la Pepa y al hijo? Bien atendidos, bien situados, eso estaba fuera de duda en tus intenciones. Tantos años juntos, te decías, terminan apergaminando los sentimientos y sin ellos no hay arte sincero, no hay arte que valga la pena. ¿Serías hombre suficiente para Cayetana, aunque solo fuera como amante, si ella te admitiera al lado de su cuerpo desnudo de treinta y pocos años? Y te enredaste en tus contradicciones y te resolviste a dejar que el destino marcase tu rumbo. Y tu lugar de destino inmediato en ese momento se llamaba Cayetana de Alba.
Te anunciaron con varios toques a la puerta que la duquesa te estaba esperando. Abajo, en la parte posterior de la casa, se salía a un pensil no muy amplio repleto de manzanos, perales y ciruelos, rematado en una pérgola, que a su vez daba acceso a otros jardines más extensos y de exclusivo ornato que alargaban la propiedad. Cuando penetraste, la viste que leía en silencio junto a otras mujeres de su servidumbre. Vestía de luto riguroso y cuando alzó la vista y te vio llegar, debió de ordenar que sus acompañantes se retiraran porque enseguida se levantaron y se alejaron con prisa. Esperaste tú a quedaros solos y se levantó del sillón de mimbre para recibirte. Te acercaste despacio y de una forma natural e impremeditada os abrazasteis. Nunca te hubieras creído capaz de besarla en la frente y, un poco apurado, al querer besar su mejilla pusiste tu boca sobre la comisura de sus labios, en los que quedaban marcas de la erupción de calenturas recientes.
—Así sanarán —comentó cuando te apartaste para mirarla a los ojos.
—Cayetana, ¿qué puedo hacer para evitar tu sufrimiento?
—Ya lo estás haciendo, Fancho.
Inició un grandísimo silencio. Tal vez no quería hablar para que las palabras no desatasen sus lágrimas. Se levantó y te indicó el camino a los jardines exteriores. Tomó tu brazo, como si así se sintiese más segura, y simplemente arrancó a andar. No quisiste interrumpir su deseo y te limitaste a mirarla de vez en cuando, a lo largo de un trayecto entre setos de boj que delimitaban un paseo escoltado de naranjos. La encontrabas muy descolorida y muy abatida, caminando con la cabeza muy rígida hacia el frente, perdida. Hubieses dicho que le habían suministrado alguna sustancia sedante. En días posteriores descubrirías que en los accesos de mayor decaimiento pedía a sus camareras una cajita con unos polvillos traídos de América, te explicó, con enorme poder lenitivo. Era una receta muy de moda y su médico personal no encontraba remedio mejor para el momento cenital de sus crisis.
Estaba debilitada de comer muy poco. Te pidió que la acompañaras hasta sus habitaciones enseguida porque no se sentía bien y temiste que no pudiera regresar al interior del palacio, a pesar de que no os habíais alejado un trecho muy largo. Con sumo esfuerzo entró en casa y ya la atendieron sus camareras. No obstante, mientras localizaban al médico, la dejaron medio tendida en un sofá del vestidor de acceso a su cámara de descanso y consideraste que debías quedarte a su lado. Estaba mareada, adormilada, acertó a decirte, muy cerca del desvanecimiento por lo que tú veías.
Te hiciste a un lado cuando apareció con toda presura el físico. Le abrió el párpado e inspeccionó su ojo con una lupa. Le tomó los pulsos, le palpó la frente y la prendió con una mano en garra a ambos lados del cuello. Puso su mano en el tórax y fue descendiendo con presiones de sus dedos. Finalmente, ordenó que la trasladaran al lecho y, por lo que dedujiste y después preguntaste, le prescribió un preparado de sales y reposo. Desde el primer instante en que apareció aquel hombre, bastante joven, de maneras altivas, con el pelo muy negro y simétricamente repartido por una crencha al medio, de cejas bien pobladas y no del todo simétricas, cosa que contrastaba con su simetría de cabello… desde ese momento hubieses dicho que te resultaba conocido. A tus ojos de pintor, te jurabas que a aquel todavía muchacho lo habías visto antes. No hubieras podido asegurar si tu coincidencia casual con él había sido anterior a tu sordera, porque increíblemente estabas asociando su rostro a una voz concreta que lamentablemente ahora ya no podías oír.
Además, observaste cierta preocupación huidiza en su comportamiento, eso era evidente. Descansaba ya Cayetana y saliste tras los pasos del médico, que alargaba las zancadas con una intención que no podía ser otra que poner distancia contigo. Pero no pudo evitar las últimas indicaciones al servicio de la duquesa y tuvo que pararse antes de abandonar la casa o quizás retirarse a donde le tuvieran asignado en palacio. En todo caso, tú no estabas dispuesto a perder la oportunidad de satisfacer la duda.
—¿No nos hemos saludado en alguna ocasión anterior, caballero?
—Difícilmente, señor, no hace mucho que ejerzo en Cádiz —dijo secamente—. Si me permite… —reconociste su voz sin sonido.
Salió despacio, pero dejó en sus movimientos un aire que machaconamente quería recordarte a alguien. Lo miraste alejarse de espaldas unos instantes. Sin duda, había en él algo registrado, no sabías cuándo, en tu memoria visual. Preguntaste a un par de personas del servicio que se afanaban en regar los parterres al vencer la tarde. Era uno de los varios médicos que atendían a los señores en Sanlúcar desde hacía años, pero no podían precisarte en qué ocasiones acudía este de hoy. De nombre le decían doctor Antonio Villar, recordó alguien.
Una semana al menos tardó Cayetana en reponerse. No obstante, en un par de días había permitido que acompañaras a su camarera personal hasta el lecho. Pasabas largos ratos departiendo con ella y te decía que tu compañía le sentaba bien. “Mi Goya, el bálsamo de mi salud”, te repitió no pocas veces, pensativa y sin duda alegre de que te hallaras a su lado. Te preguntaba por los trabajos que estabas realizando. No encontrabas ocasión de concentrarte en nada concreto y te animaba ella a que dibujaras su casa. “Tienes todo el palacio para ti, Fancho. Deja memoria de este verano en tus cuadernos”. Se abría una esperanza. Comenzaste entonces aquel en el que anotabas con mano rápida las escenas cotidianas que iban surgiendo con los días. Y a pesar de la tristeza que invadía el palacio por el recuerdo de la muerte del duque y por el desfallecimiento de la duquesa, tan contrario a su naturaleza de ordinario, sentías en aquella atmósfera una sensualidad que hubieras creído olvidada. Se diría que una fuerza vital te estaba rejuveneciendo y su consecuencia se plasmaba en el papel mediante instantáneas de interiores, de mujeres capturadas al paso en ocupaciones nimias, de la propia voluptuosidad que se desprendía de Cayetana luchando contra su enfermedad.
Ella misma te aconsejó también algunas distracciones como los paseos a caballo por la finca, prometiéndote que te acompañaría en cuanto se viese con fuerzas. No deseaba de ninguna forma que volvieras a Sevilla, con Ceán, como le proponías las veces en que te apesadumbraba la soledad y la desocupación. “No podría pasar sin ti”, te musitaba casi, porque no la entendías recostada entre almohadas, silenciosa y abatida por la debilidad. Decidiste tomar esparcimiento con los paseos sugeridos y la primera mañana que así lo anunciaste, una vez cursada la orden y hechos los preparativos, te encaminaste a las caballerizas en busca de la montura. Allí te recibió un mozo destinado a esas labores con un magnífico cuatralbo, un punto cazcorvo, brillante la grupa de la broza recién pasada y ya ensillado. Se adivinaba un potro nervioso y todavía algo cimarrón. Así te lo advirtió el criado que actuaba de espolique para conducirte a una de las veredas desde la que iniciarías tu paseo.
Ya al salir de las cuadras al exterior habías reparado en el criado y ahora, a paso de marcha, aunque lo escudriñabas de perfil, no podías evitar poner toda tu atención en él. ¡Rediós! ¿Era posible que de nuevo también a este segundo hombre lo identificaras con una persona anteriormente conocida o por lo menos vista? ¿No te jugaría otra mala pasada tu imaginación de pintor, estimulado constantemente por captar los rostros ajenos, como una forma de estudio de la psique humana a través de los rasgos faciales? De este modo se enseñaba en los primeros pasos del oficio en la Academia. Primero el médico y ahora este. No tenía ningún sentido entrar en charla de nuevo para indagar lo que ya te iba pareciendo un exceso de pura casualidad. Mejor era olvidarlo y así lo hiciste. Cargado de suspicacia, cuando te dejó libre de bridas y levantó la mano en señal de despedida, todavía hubieras jurado que apartaba los ojos y realizaba gestos de rascarse la frente, síntoma de que también él parecía reconocerte y se tapaba. No supiste si por prudencia o por astucia optaste por el disimulo y te dijiste que mejor ocasión habría para constatar estas sospechas un tanto noveleras.
Así dejaste correr un mes poco más o menos, en que tampoco el contacto con Cayetana fue tan frecuente como hubieras imaginado y deseado. Su salud iba entonando, pero su aflicción te vetaba los pasos más decididos que estabas dispuesto a dar para ganarla. Sí, te admitía a su vera, aferrada a tu brazo, te miraba lánguidamente, te sentaba a su mesa, te abría la intimidad de las estancias privadas de su casa, admitía tu cercanía cada vez más envolvente y ardiente en palabras y en gestos, pero… ¿te aceptaba Cayetana como hombre? ¿te quería Cayetana? En cuanto esta pregunta se repitió con asiduidad en tu mente sin respuesta posible, ni siquiera aproximada, determinaste que tenías que salir de sus dominios para ver más claro. Con este propósito y la excusa de volver a Sevilla a pasar un par de semanas en casa de tu amigo Ceán, fuiste preparando el terreno unos días y finalmente se lo comunicaste a la duquesa. Su reacción fue inesperada y mucho más enérgica de lo que debiera suponerse de su salud quebrantada.
Para empezar, calladamente, enjugó alguna lágrima con su pañuelo en tu estudio. Te enterneciste y le tomaste las manos, levantaste su rostro para que te mirara y dejaste unas caricias en sus mejillas. Todo te lo aceptaba. Le preguntaste de frente si te necesitaba “de verdad”, con estas palabras. Asentía con su cabeza, mirando al suelo, pálida, encerrada en un mutismo que no sabías si era un sentimiento sincero o un mohín propio de malas artes de mujer. Enseguida comprobarías que se trataba de esto último, porque te preguntó si tanto te necesitaba tu amigo y qué asuntos eran tan urgentes en Sevilla que te impeliesen a dejarla a ella en aquel estado. ¿Alguna pintura de encargo? ¿Política, quizás? No quisiste mentirla. No había encargos inmediatos y era cierto que Ceán tenía información actual, por amigos ilustrados de Madrid, de que era imprescindible e inminente un cambio de rumbo en el gobierno, que hacía crisis por el acoso cada vez más insoportable a que estaba sometido un Godoy metido de bruces en abiertas hostilidades ahora con la Inglaterra. Ceán era un hombre muy bien informado desde su posición aparentemente marginal del Archivo de Indias.
—¿Y qué se les da a ustedes los ilustrados con las locuras de ese barbilindo de ministro o la flojeza del Rey o los institutos de ese asturiano de boca tan grande? —te descentró con su encendimiento en una manera de hablar que parecía un ataque.
—Cayetana, escucha, yo me debo a mi trabajo pero entiendo… —pensabas algo que no resultase agresivo en contestación a sus ojos que ahora ardían.
—¡Entiende como quieras, Fancho! ¡Lo que cuentan son los hechos! Si ahora me dejas, me demostrarás cuánto te importo. ¿Con quién estás tú, Goya? —dijo.
Fue tan desusada, tan inquietante, su reacción, que en el coche de vuelta a Sevilla tuviste la impresión de que despertabas de una especie de sueño. Es verdad que regresaste junto a ella a terminar el verano, y en algo se alivió la tirantez pasada. En Septiembre Cayetana subió a Madrid con motivo de las exequias de su esposo y tú en enero del año siguiente tuviste que bajar a concretar lo de la Santa Cueva. Volvió la duquesa a Andalucía y te hizo demostración palpable de lo mucho que valías para ella, porque en testamento dejó escrita una renta vitalicia concedida a tu hijo. En marzo no te quedó más remedio que estar en Madrid a despachar asuntos como director de pintura de la Academia. En abril te desembarazaste por fin de tan enojoso cargo dimitiendo. Los pedidos, confiabas, bastarían para vivir. Lo demás, te dijiste, era tiempo exclusivo para el arte de Goya. Ya no servirías más que al Rey y a ti mismo.
Acometiste definitivamente los frescos de la Santa Cueva de Cádiz coincidiendo otra vez con Cayetana en Sanlúcar. El trayecto entre el palacio ducal y el de Sebastián Martínez dividió tu domicilio hasta pasado el verano de ese año. Se mostraba quejosa Cayetana de estas idas y venidas, además de tus salidas en estampida hacia Sevilla. ¿Qué quería realmente de ti?, te preguntabas con frecuencia. La convivencia en su palacio tomaba visos frecuentes de intimidad de una pareja de amantes. Pero la fogosidad de tus sentimientos, que cada vez le hacías más explícitos, se estrellaba contra la muralla de su frialdad y de su esquivez. Y de su veto al contacto físico, eso lo veías con claridad meridiana, pues sabías que cualquier mujer, llegado el momento maduro de la relación, abriría el acceso a su cámara y desnudaría su cuerpo para su amante. Te devanabas los sesos inquiriéndote si las reservas de Cayetana a aceptarte plenamente tendrían que ver con una repugnancia instintiva motivada por la diferencia de edad, o por la diferencia de estatus social, o porque en el fondo y en definitiva no te amaba. Volvías tu recuerdo en algunos ratos de melancolía hacia la Pepa y el hijo, y te planteabas si compensaban los sacrificios que estabas exigiéndolos a cambio de esta pasión, si es que era pasión lo tuyo, y ante todo, de esta pasión por qué o por quién, pues Cayetana no la completaba correspondiéndote. En cuyo caso, tendrías que forzar los acontecimientos para saberlo, precipitarlos en busca de la respuesta que no obtenías por su curso natural. Y si de resultas te topabas con nada… pues entonces la verdad te liberaría de ella.
Las circunstancias de un tiempo histórico acelerado se encargarían de poner en claro tus dudas. Antes, mostró ella un empeño desmesurado por tener otro retrato de su época de luto, que remataría con consecuencias imprevistas. Se sometió en todo a tus dictados durante las jornadas de apuntes preparatorios, posó con más aplomo y tranquilidad que en el retrato anterior y te dejó completa libertad para concluir su interpretación cuando lo fundamental estuvo esbozado. Tanto fue así que imaginaste por su parte una claudicación a tu dominio. Estuvo tan sumisa (sí, aunque pareciera mentira en ella), tan moldeable a tus indicaciones de pintor y a tus manos de hombre en las caricias disfrazadas de felicitaciones por su mansedumbre, que creíste alcanzar el fin de tus pretensiones. Por fin, Cayetana era tuya.
Pero el lienzo terminado no le gustó. Habían pasado los días y te había dejado trabajar sin importunarte con sus melindres de la otra vez. El resultado no difería en gran cosa de la representación anterior, pero a ella no le convencía. Mostró un gesto severo, casi de desagrado, cuando la avisaste para mostrárselo. Se quedó muda frente al lienzo, mirándolo como si no se reconociera en él. “Fancho, esto es más de lo que yo te pediría nunca”, aseguró enigmáticamente. Luego salió del estudio diciéndote que daría orden a su secretario de que te abonase tus emolumentos. Nunca llegarías a cobrarlo, sencillamente porque el cuadro, contra su voluntad y sucesivos requerimientos más de compromiso que de verdadero deseo, habías decidido no vendérselo. Y te acompañaría todavía muchos años en tu casa, almacenado y casi oculto, hasta que se desempolvase con motivo de la muerte de tu pobre Pepa para hacer inventario de bienes. Es muy posible que no le convenciese tu arrogancia, pensarías al cabo de mucho tiempo. Los dos anillos de sus dedos con las leyendas “Goya” y “Alba”, y la inscripción en el suelo adonde ella apuntaba con el índice de su mano, sobrepasaban la más elemental discreción tal y como sin duda la entendería la orgullosa duquesa. “Solo Goya”. ¿Qué pretensiones eran las tuyas, las de un simple pintor a su servicio…?
Tu desquite inmediato, de rencor sordo como tú, fue alejarte a Cádiz a pasar unos días de esparcimiento en casa de Sebastián Martínez, con la compañía inestimable de Ceán. Necesitabas olvido y un tiempo mínimo para despejar tu confusión. El día que pasó Agustín Ceán a recogerte, la marquesa se mostró repentinamente indispuesta. No hubo saludo entre ellos de ninguna clase. Tu solapado enojo lo compensó el amigo con su sana ironía, con su carácter vitalista y sus ganas de agradarte y divertirse contigo. Ya en destino, ante el cuadro de don Sebastián que habías pintado en la misma fecha que el suyo, era cosa de broma asistir a la competición por dirimir la calidad de uno y de otro. Era más mesurado y fino de palabra don Sebastián, pero Agustín le excedía en su impulsiva facundia de datos siempre oportunos, no en vano conocía la pintura profesionalmente y no cejaría nunca en el estudio histórico de las bellas artes. Y dejaría a la posteridad escritos sublimes sobre dichos temas, que lamentablemente permanecerían inéditos en algunos casos hasta que esa posteridad los rescatase. Conocía Sevilla y Cádiz con extremo detenimiento y competía también con don Sebastián en la descripción de cada visita a sus lugares y monumentos artísticos más insignes.
Fueron jornadas incansables, además, de noticias sobre política nacional. Agustín estaba en contacto permanente con muchísimos ilustrados, sobremanera con Jovellanos y Cabarrús, con quienes había convivido estrechamente por haber sido secretario de ambos. De Jovino daría noticia exacta, la primera y más cumplida sobre la biografía del polígrafo paisano suyo. Su admiración para con él no tenía límites. Asimismo, pronosticó que muy pronto asistiríamos a una resurrección de las ideas ilustradas y manifestó su confianza absoluta en el talento político de Godoy. Callabais, Sebastián Martínez y tú, por no desengañarle, vuestros pensamientos poblados, estabas seguro, de escépticos nubarrones sobre un panorama nacional que no aclaraba.
Hubo ocasión para todo, incluidos los recuerdos de tu anterior visita. Se interesó don Sebastián por el curso de tu salud y celebró tus progresos en la comunicación, trayendo memoria de que en su casa habías aprendido las primeras palabras por cifra de la mano. No faltaron más bromas. Salió la imperturbable filosofía del físico judío, ya fallecido, que te había atendido en los primeros trances. Y salió al paso también, cómo no, el episodio del asalto a su casa por unos truhanes encontrándote tú entonces en ella. Naturalmente que lo tenías fresco, pues no habías pasado todavía el sobresalto, dijiste. Detalló el anfitrión la investigación seguida poco después de tu estancia, convencido como estaba entonces de que la había instigado el pleito que mantenía con un acreedor suyo relacionado con la magistratura.
—Erraba en mis sospechas, amigo Goya, pásmese usted —dijo con ojos muy abiertos.
—¿Buscaban dineros, tal vez? —le preguntaste, por parecer obvio.
—España es un patio de Monipodio —apuntó el culto Agustín.
—Bien dicen que la casualidad es la madre de la invención, amigos. Yo añado que es la madre de la verdad —frenó su discurso hasta vernos colgados de sus palabras—. Pasados unos cuantos meses, un hecho fortuito acaecido en la lonja de Cádiz, adonde habían acudido algunos de mis criados a mercar pescado, me supuso un contratiempo con quien nunca hubiese imaginado.
—¡Por Dios, Sebastián, no se ande con misterios y suéltelo! —apuró Agustín.
—Mis criados toparon con los de otra casa principal y surgió una reyerta entre ellos. Según me informaron posteriormente, el motivo fue que en la facción opuesta reconocieron los míos a alguien que había estado sirviendo aquí, en mi propia casa, y a quien yo tuve que arrojar a puntapiés por haber sido desleal a mis intereses. ¿Recuerda algo de esto, Goya? —te preguntó con mucha intención.
—¡Perfectamente! —hiciste memoria de aquello con total viveza—. Yo mismo presencié cómo aquel sirviente franqueaba la entrada a los cacos.
—No se proponían robar, amigo Goya.
—¿Entonces?
—Entonces supe que aquel falso servidor se había infiltrado en mi casa tiempo atrás con el propósito de facilitar la entrada, para lo que usted y yo presenciamos después y quedó solo en un susto. Pero desconozco lo que tramaban en última instancia. Nada bueno, imagino.
—¿No se excede usted en sus sospechas, amigo Sebastián? —supusiste.
—No lo creo —terminó su razonamiento—. Mis criados ventilaron la disputa hiriendo con una navaja a aquel sujeto. Y por este hecho la cuestión trascendió a la Audiencia donde tuve que prestar declaración. El verdadero motivo, créame, quedó oculto, pero el desagradable accidente a mí me costó la animadversión y la pérdida de relaciones con los dueños de la casa a la que pertenecían aquellos hombres.
—¿De quién estamos hablando, Sebastián? —forzó la respuesta Agustín.
—De la casa de Alba, amigos míos —dijo muy serio Sebastián Martínez.
Una extraña sensación te sobrecogió el ánimo. No sabías a qué atenerte. ¿Miedo? Era inevitable establecer una conexión entre tu persona y aquellos matasietes que se habían ido cruzando en tu camino, no por casualidad sino como si te hubiesen estado siguiendo. Tampoco eras una persona medrosa, pero la política estaba viciada. No podía tratarse de otra cosa, que tú supieses… Este antiguo suceso de Cádiz de insospechada explicación… No hacía tanto, la advertencia junto a la casa de Bayeu, poco antes de morir este, en Madrid… El aire conocido del médico de Cayetana, el caballerizo… No, no eras nada cobarde, solo cauto. De ahora en adelante, pensaste, no estaría de más volver la cabeza hacia atrás de vez en cuando, por comprobar si alguien venía pisando tus suelas.
Volvió Cayetana a acercarte su compleja intimidad. Cuando lo evocas ahora, después de tantos años de dar vida a una sombra, lo percibes en la sensibilidad de una piel que ya no posees, en unos pulsos alterados hoy pautados y regulares como la eternidad, en una pasión o un deseo tensos como solo pueden serlo en un hombre de cincuenta años, intemporales ya. Hoy no podrías decir si en algún momento te quiso, pero podrías asegurar que en algún momento quiso quererte. Quiso poseer al artista y seguramente acabó convencida de que lo poseyó. Quiso poseer al hombre y seguramente no lo poseyó porque no fue capaz de entregarse, ni a ti ni a nadie, porque Cayetana a la edad de treinta y cinco años probablemente ya estaba muy cansada, un cansancio de viejos.
Al contrario que tú, que estuviste dispuesto a iniciar una nueva vida con ella si te lo hubiera pedido, si te hubiera besado, si se hubiese desnudado para ti. En las playas de Sanlúcar, paseando uno de los últimos días de septiembre seguidos de lejos por el séquito y completamente enajenada por el sol y la brisa, te dijo unas palabras que jamás se te olvidarán. “Si pudiéramos vivir siempre juntos en el mar, dentro del mar, sería como un amor perfecto”. Tal vez a ella le preocupaban los dimes y diretes de la corte, la murmuración que ya se había extendido por todo Madrid acerca de vuestra reiterada y sospechosa compañía, de vuestra convivencia por un tiempo excesivamente prolongado. ¿Habría llegado también a oídos de la Pepa? Y sin embargo, tú eras distinto, tú aspirabas a ella como a algo real, como la materia pictórica en la que hundías tus pinceles y a veces tus manos para construir otra realidad.
—Cayetana —le propusiste— ¿por qué no vivir alejados en un lugar real? — arriesgaste.
—Querido Fancho —contestó sin dudarlo— porque Cayetana arrastra la casa de Alba tras de sí a donde vaya.
Noviembre ya te pilló en Madrid. De los meses pasados a su lado quedaron los ratos de intimidad silenciosa en el estudio, los paseos a caballo por sus fincas, las tardes de playa, los apuntes de palacio en un cuaderno con escenas que parecían sacadas de tus sueños que pretendían ser reales. Los momentos tiernos en que la sorprendiste dando un amor artificialmente maternal a María de la Luz, la niña adoptada. La niña negrita que se soltaba de sus brazos para correr a abrazarte cuando te veía llegar, la niña con un antojo de un gallo sobre un hombro…
Ceán te comunicó que Godoy ya había llamado a Jovellanos. Primero le habían propuesto la embajada en Rusia, un exilio a las claras que no había aceptado, y después no le habían dejado alternativa: tendría que ocuparse en el nuevo gobierno de tintes liberales que el valido quería formar. “Estaremos todos, Goya, no falte usted”, te había pedido el amigo. Y era verdad que en la corte asististe a un auténtico renacer ilustrado. ¿Qué podías hacer tú con tus pinceles? Poco si se trataba de política, pero bien mirado, ¿quién te impedía a ti combatir las sombras de la sinrazón? Para empezar, las nuevas luces te traerían un efecto insospechado pero muy provechoso: las demandas de tu trabajo conocerían varios años de incesante actividad. Todos querían posar para Goya, someterse a los colores incisivos y geniales de Goya, el pintor.
¡Casi dos años se prologaría aquella genuina primavera ilustrada, como la historia la llamaría después! ¡Fueron tantos los grandes que pasaron por tu taller que no alcanzarías ahora a nombrarlos! Los grandes por su genio más que por sus títulos, aunque también estos. No faltó en tu casa ministro de aquel gabinete privilegiado que formó Godoy. Volvió a impresionarte Jovellanos entre todos ellos. Más adelante te obsequiaría de nuevo con su deferencia exquisita en Aranjuez. Tenía razón Agustín Ceán, su futuro biógrafo (¡cómo le conocía!) cuando te había dicho que don Gaspar era “la mejor inteligencia que había dado el siglo”. Solo la ingratitud de la política española podría explicar el destino nefando que le tendría reservado la historia. No había más que oírle unos instantes para comprobar que todo en él era solidez inconmovible de principios, hasta el punto de aceptar las reformas de un Godoy tornadizo de intereses. Pues bien, por responsabilidad, Jovellanos se echó a España a sus espaldas con la nobleza de una bestia de carga, a sabiendas de quién era el arriero que la conducía. Aquel trabajo ímprobo, por encima de las fuerzas de un hombre, lo reflejaste tú, Goya, te dices orgulloso hoy, en la abrumadora melancolía que se desprende del retrato en que le inmortalizaste.
La alegría de aquellas horas llenas de esperanza para España, justificaba y hacía olvidar momentáneamente el interés espurio de Godoy por aparentar un cierto aperturismo. De sobra era conocido en las tertulias y hasta en los mentideros que desde el frustrado asunto de Malaspina, su estrella estaba en declive y el tiempo jugaba en contra de sus maniobras de alianza con el Directorio vecino, que en febrero había costado la catástrofe del cabo deSanVicente. Una de las muchas que desde entonces se sucederían hasta desembocar en el enfrentamiento abierto del pueblo con los franceses. Por lo tanto, ningún ilustrado se fiaba de Godoy y menos que nadie Jovellanos, pero aceptó el envite. ¡En qué poca cosa quedarían sus ideas cuando llegó a ministro del gobierno! No obstante, hacían daño, como todo lo que venía del asturiano. La segunda desamortización de la propiedad de la tierra más que ninguna otra. Por eso la grandeza y el alto clero no podían sufrir al valido, al ministro y a todo lo que oliera a iniciativas ilustradas. Y tú estabas muy cerca de ellos.
Decidido a colaborar desde tu taller, te entregaste de lleno a la colección de las estampas de los Caprichos. Tal vez tu interpretación no era fiel a lo que se desprendía de las bocas de tus amigos en los intensos debates que bullían por doquier. No importaba. Lo relevante era que de tus manos salía la corrección de los vicios de una España pasada y en vías de ser superada. La libertad que te brindaba el momento político no perdonó la sátira a la iglesia, a la nobleza, a las supersticiones y depravaciones del pueblo. En tu percepción más sensitiva que intelectiva, no dejabas títere con cabeza de una forma calculadamente ambigua en su interpretación, novedosa por tanto. Si alguien te hubiera vuelto a preguntar entonces con quién estabas, en justicia habrías podido contestar con tu fórmula personal: “Solo Goya”. Pero cualquiera podía deducir que tu programa se parecía mucho al de tus amigos ilustrados. Y era muy posible que incluso entre estos también molestases a alguno, ya que tenías muchos de ellos no solo entre los intelectuales sino entre los ricos y los grandes. ¿Con quién estaba de verdad Goya?
Para empezar, el inicio del nuevo gobierno pudiste celebrarlo por todo lo alto con Martín, que se había acercado a Madrid y fue agraciado contigo en el sorteo de los lotes premiados de acciones del Real Empréstito. ¡Y bien generoso que fue con tu familia, como lo demostraron sus obsequios! Claro que a él le habían correspondido siete mil quinientos reales frente a los dos mil tuyos. Aprovechaste además su estancia para tomar apuntes de su segundo retrato. Con todo y con eso, le notaste apesadumbrado. No terminaba de comulgar con la deriva que tomaban los cambios políticos y eso que su avispado ingenio sacaría pingües beneficios de la desamortización promovida por Godoy, al que tanto criticaba. Las consecuencias en Aragón del conflicto vivido unos años antes le habían convertido en un escéptico y todo lo que le olía a francés le desagradaba. De Cabarrús te llegó a decir que “para ser un hombre de hacienda, peca demasiado de ingenuo”.
—Fancho, ¿qué se puede esperar de revoluciones? —te dijo en un aparte, asistiendo a los festejos desde el balcón de la Plaza Mayor que te había reservado.
—¡No seas zambombo, Martín! —contestaste jocosamente, como hacías siempre que estabais juntos—. ¡Ni en Francia ni en España pueden las revoluciones con maños como tú y como yo!
—Espero, por el bien de todos, que estos Jovellanos y Saavedras y Cabarruses no confundan en qué país están haciendo sus experimentos.
—¡Vamos, Martín! Si estos no nos sacan del atraso, dime, entonces ¿quién?
—Y este asturiano —cambió de tema—, ¿qué líos se trae con los del capirote? ¿Has oído algo en la corte? —te preguntó con gran interés.
—Ceán me tiene al tanto de todo. En julio parece que se suspendió el expediente, se dice que la orden venía de arriba. Ya lo sabes, a Jovellanos le quiere mal mucha gente.
—¡Ni el Santo Oficio le ha hecho callar!, luego deducirá que de aquí en adelante no lo podrá hacer callar ni Dios, ya lo verás —concluyó con cierto gesto desencantado.
La amistad de tu paisano se sobreponía a todo lo demás, solo que Martín comenzaba a convertirse en un solterón malhumorado ante cualquier síntoma de inestabilidad en su vida, te decías. A sus cincuenta años su temperamento práctico no admitía riesgos. Martín no era un artista, era un hombre inteligente y rico que defendía lo suyo, y hasta el momento le había ido bien. Era lógico que no creyera en “experimentos”, como te acababa de explicar. No se sentía molesto contigo, pero te dejó una prueba inequívoca de su forma de pensar:
—Fancho, tú verás, pero ¡ándate con tiento en las amistades que escoges! No todas son tan antiguas y tan fiables como la de tu amigo Martín —y entonces sí te sonrió y te propinó dos palmetazos en la espalda.
Seguías acudiendo con la frecuencia que te lo permitía el trabajo, alternativamente ahora, a las veladas de los Osuna y a las de Cayetana, y alguna vez también te dejaste caer por la Fonda, en espera de encontrarte con los de antaño, pero el ambiente de esta última ya no era el mismo. Bernardo Iriarte, Meléndez, Saavedra, el mismo Jovellanos, o Moratín, de vuelta de su viaje europeo, andaban demasiado enfrascados en las preocupaciones de sus cargos. Algunos de ellos pasarían por tu estudio y allí, durante el tiempo que posaban para ti, tuviste ocasión de departir brevemente sobre las vicisitudes de sus respectivas encomiendas ministeriales. En los otros salones también se hablaba ahora mucho de política, en otro tono, entre frívolo y crítico, dependiendo si lo capitaneaban Cayetana o doña Mª. Josefa respectivamente. La de Alba había establecido una distancia de seguridad contigo que no llegabas bien a entender. A ratos te interpelaba con velada ironía y otros te castigaba con algún aguijonazo de desprecio (¿o de despecho?), como cuando se dirigió a ti en varias ocasiones tildándote de “señor ilustrado de los colores”.
Quienes no te retiraron su cortesía intacta fueron los de Osuna. Es más, con tu regreso a la Alameda se reavivó su interés por entrar en nuevos negocios contigo. Sin una palabra ni un mínimo gesto que hiciera referencia a tu vinculación pública y muy aireada con Cayetana, desde que había muerto el duque su esposo, te acogieron con la educación y el entusiasmo consabidos. Se lo agradeciste, como también agradeciste su intermediación en el trabajo realizado al general Urrutia. Sus desavenencias con Godoy eran muy conocidas y tampoco él mismo las ocultaba en la conversación. Siempre sospechaste que el interés de los Osuna para ponerte en contacto con este militar se debía a una maniobra de su exquisita diplomacia, haciéndote saber por persona interpuesta sus propios sentimientos y recelos hacia el valido.
Se adelantó el duque don Pedro a otros encargos de su casa y le retrataste de nuevo, esta vez haciendo figura de su madurez algo achacosa, un poco más fuerte de constitución, todavía satisfecho y altivo. No ahorró tampoco sus sermones políticos, después de los consiguientes juicios taurinos con el fin de zaherirte (pues se acordaba a la perfección de tus gustos) y otras consideraciones sobre artes de pintura y música. No fue descortés en absoluto sino que se limitó a dejar palmariamente claro que el relevo de Godoy y su equipo debería ser una cuestión de “perentoria urgencia para España”, con estas mismas palabras que interpretaste con toda la exactitud de una opinión que no admitía réplica. Él era quien pagaba el trabajo y el tiempo empleado en ello, y por tanto te convenía mirar para otro lado.
En aquellas sesiones y en otras que las completaron en su despacho, con la presencia de doña Mª. Josefa, concretasteis la nueva serie de cuadros caprichosos que adornarían su gabinete, sobre temas de brujería. Tan cargado en ese momento de ocupaciones, no pudiste satisfacerlos hasta el verano siguiente. Las seis pinturas fueron muy de su agrado por la burla que se hacía en ellas de supersticiones populares. No eran las estampas de tus caprichos personales, desde luego, pero se asemejaban en ciertos aspectos. Era hasta donde podían admitir los duques. Y te pagaron muy bien, ¡vaya si te pagaron!, ahora recuerdas perfectamente que te abonaron seis mil reales, y lo hicieron justo después de dos días de presentada la cuenta.
Fue a finales de junio, la Pepa no lo olvidaría nunca, pues tenía memoria larguísima para esas cosas, y más en aquel período de florecimiento ilustrado en el que hicisteis una pequeña fortuna. Andaba la Pepa como un cascabel de alegre, renovando muebles y enseres hasta que puso la casa patas arriba, y también porque te sentía más animado con ella, más despreocupado de lo que no fueran tus obligaciones, incluso más hablador. ¿Intuía como mujer que habías vuelto a casa después de un largo tiempo acogido en brazos ajenos? De todos modos, nunca se atrevió a recriminarte nada. A decir verdad, tú habías establecido un compás de espera en relación con las veleidades sentimentales de Cayetana, o eso te iban pareciendo sus habituales cambios de humor, su comportamiento variable contigo o sus volubles e indefinidos sentimientos. A fin de cuentas, reflexionabas para tus adentros, cada día estabas más convencido como todo artista de que lo único imperdonable en una mujer es que le haga perder a uno el tiempo. Y por fortuna, tú tenías muchas cosas que hacer en aquellas fechas.
En efecto, a instancias de unos cuantos de tus amigos del entorno de Jovellanos (y el mismo ministro, que estaba detrás del mandado), te pusiste manos a la obra con los frescos en la cúpula y las pechinas de la iglesia deSanAntonio de la Florida, donde quisiste plasmar la pintura de una romería de cercana humanidad, patente en las expresiones y miradas de niños, trabajadores, majas, mendigos, gente corriente que asiste al milagro del santo, el cual resucita a un muerto para que revele el nombre de su asesino. Y por encima de todas las figuras, las de esas “ángelas”, muchachas de pechos insinuados y belleza deslumbrante de pura sensualidad. Trabajaste como un bruto en jornadas extenuantes y al concluir el año lo tenías ventilado.
Para entonces, ni Godoy ni Jovellanos tenían ya el poder. Este último no había llegado al año en el Ministerio de Gracia y Justicia. Las fuerzas de la reacción habían terminado con ellos. Con el asturiano, para siempre, en lo que a labores de gobierno se refería. El valido, como buen político capaz de nadar en aguas turbulentas, retornaría con la lección aprendida del trato con los ilustrados (ellos mismos habían forzado su caída) y no volvería a rodearse de ellos. Las ilusiones de muchos se habían disipado. ¿Estabas tú entre ellos?, te inquirías a menudo. Porque la caza del reformador asturiano había comenzado a manifestarse a las claras desde que la pusilanimidad del Rey Carlos le hubiera agradecido el celo y los servicios prestados, al mismo tiempo que lamentaba los muchos enemigos que el asturiano había cosechado. ¡Valiente Rey! Pero a ti lo que te preocupaba era qué sería en adelante de los seguidores del programa jovellanista, de sus amigos, de sus simpatías, de tus simpatías hacia él. De momento, en la tertulia de Cayetana, por ejemplo, se mantenía un completo mutismo, inopinadamente, sobre la crisis de gobierno. Ni una referencia. Ni una palabra. Quizás alguna sonrisa esquinada, una atmósfera alegre que ocultaba posiblemente el triunfo y la vuelta de las cosas a la normalidad, a la estabilidad de los de siempre.
Por lo tanto, mucho estaban cambiando los tiempos. No tardarías en comprobarlo: la salida de tus Caprichos a la venta en el febrero siguiente sería la prueba fidedigna. Quisiste engañarte, creías que el arte de Goya quedaba al margen de avatares, estabas por encima. El arte de Goya pretendía reprender vicios pero no iba dirigido a nadie en concreto, ¿no rezaba eso en la presentación de las estampas? En una perfumería y licorería de la esquina de la calle del Desengaño, donde vivías, y por consejo de tu Pepa, pusiste a la venta la colección de ochenta estampas por trescientos veinte reales. Un buen negocio que no duró quince días. A tu mujer le hacía ilusión pasarse por allí casi a diario. En su inocencia llena de orgullo por ti, iba constatando la marcha del negocio, según te decía tocada un poco de vanidad.
Por supuesto, algunas colecciones compraron los fieles amigos de Osuna antes de que salieran a la venta. Otros notables pasaron o cursaron orden de ser enviadas a sus domicilios. Preguntaba la Pepa en la tienda y luego, durante la cena, no sabía especificarte los títulos de la casa sobre la que había averiguado confidencialmente su compra en el establecimiento. Sería coincidencia, pero días antes del aviso te relató la visita de un caballero interesándose por las estampas cuando ella se encontraba presente. Por una mínima discreción y una seña oportuna, el expendedor no quiso revelar al posible comprador que la de allí era la mujer de Goya. Revisó, así lo observó tu mujer, una colección con grave detenimiento, impasible e impenetrable de intenciones. Frente a lo esperable por la distinción de sus maneras, no compró. Antes de abandonar el establecimiento, el dueño se interesó por identificarle.
—¿Con quién tengo la satisfacción de hablar, caballero? Por si hubiera que reservar una colección para momento más oportuno de su interés —le dijo ya a las mismas puertas.
—Agradecido. No me parece probable. Mi oficio también es la pintura. Buenos días —comentó secamente y salió.
No supo la Pepa después darte más razón que la de un hombre joven, de buen porte y maneras, alto, moreno y atildado. En definitiva, cualquier curioso poco interesado por el arte de Goya o por el precio. A los pocos días lo relacionarías con el oficio escrito dirigido a tu propio domicilio conminándote a suspender la venta y recoger los cuadernos en existencias, y con el inicio de expediente de calificación por parte del tribunal del Santo Oficio. Habías topado con quien nunca hubieses deseado. Decididamente los tiempos estaban cambiando a toda velocidad. Después del segundo anuncio en la prensa de Madrid, tuviste que pensarlo con pausa y, aconsejado por los miedos bien fundados de la Pepa, decidiste poner a buen recaudo las obras hasta que vinieran tiempos mejores. No lo verías tan pronto. Acuciado por sombríos presentimientos, viviste una temporada desvelado y acosado por las posibles interpretaciones a que sin duda se prestarían tus sátiras a los ojos de los censores. Por fin las dudas se resolvieron a tu favor (o alguien intercedió o alguien lo consideró suficiente con la disuasión). De todas formas, transcurridos unos años y pasado el trago también de lo de Cayetana, y valorado el rumbo que iban tomando los acontecimientos, resolviste de una vez por todas dar fin al asunto entregando las planchas a la Real Calcografía. Te deshacías definitivamente de ellas y del problema que acarreaban. A cambio, no saliste mal con la pensión vitalicia conseguida para tu hijo. Las colecciones guardadas volverían a venderse ya en tiempos de guerra, otros tiempos en que la insensatez y la persecución habían cambiado de caras y tu crítica había pasado de ser mal vista a ser aplaudida.
De todos estos disgustos sacaste buena consecuencia. Por primera vez comprendiste que era imposible nadar y guardar la ropa, que tu posición personal de artista no importaba tanto como tu posición pública de intelectual y funcionario palatino, y esta te unía a la suerte de los ilustrados, una suerte nada halagüeña en la mayor parte de los casos. Y entonces tu instinto de supervivencia, o tu raíz de baturro espabilado y enormemente realista, te avisaron de un peligro, no sabías cuál, pero intuiste que un peligro te acechaba de seguir con tu libertad de ideas, o más bien, de libertad creativa. Porque la libertad de pensamiento siempre molesta a alguien. Porque la libertad, te anunciaste, se paga cara. En lo sucesivo, habría que redoblar la vigilancia. Se te hacía más que nunca muy necesario volver a la sociedad entre los grandes que desde hacía mucho venías frecuentando, pero con la intención de tener los ojos bien abiertos (ya que no los oídos) para descubrir lo que se cocía en la corte. Aun a tu pesar, ¡quién lo hubiera dicho! comenzabas a considerarte efectivamente un cortesano. “En la corte nadie pierde el tiempo”, habías escuchado una vez, ya no sabías si cuando oías bien. Y cortesano quería decir no abandonar las buenas maneras y hacerlas visibles en una sonrisa, pero no fiarse ni de Dios. ¡Del Rey abajo ninguno! Ni de Cayetana, aunque te declarase de rodillas que te amaba. No fiarse de nadie o te devorarían.
No obstante, nuevos sobresaltos te tenían reservados tus Caprichos. Cuando creías que ya se habían olvidado, comenzaron a circular en la corte con desesperante tráfico, con normalidad que a ti se te antojaba de calma chicha. La razón no podía ser más evidente: contra tus recelos a quedar apartado por tu relación con el círculo de Jovellanos, el último día de octubre del noventa y nueve, gozosamente, anheladamente, te nombraron Primer Pintor del Rey. Pero no era Jovellanos quien lo firmaba, como habías estado esperando los dos años anteriores, sino el volteriano Urquijo que le había sucedido. Por fin, cincuenta mil reales de vellón. ¡Por fin!, te abrazarías esa noche a la Pepa y a Javierico. En tu fuero interior, tu tozudez de maño tiraba coces diciéndote que nunca renunciarías a tu visión de artista ni la compraría nadie. Tu codicia de gloria, de dinero, de Cayetana… todavía, te juramentaba con toda claridad a que de ninguna manera estropearas tu triunfo.
Como Primer Pintor del Rey, lo que te esperaría en los años siguientes tenía como anticipo la apoteosis con que eras recibido en los salones nobiliarios. La misma Cayetana te paseaba de bracete por la tertulia, a su mayor gloria. Estaba de un excelente humor y no tenía ojos y atenciones más que para ti, para “su Goya”, declaraba públicamente, lo cual te producía a ratos cierto sonrojo. Te fuiste acostumbrando (¿te recuperó en cierto modo?) a deslizarte impávido a su lado ante el coro de aduladores, de preteridos y ninguneados, actores, toreros, nobles petimetres a la última, políticos meritorios. Y hasta el mismísimo Godoy, en decadencia transitoria, se apartó bajando la vista y ensayando una sonrisa, cierta tarde, cauteloso e íntimamente aspado por la absoluta entrega a tu servicio que se le notaba a la duquesa. Y si esta te abandonaba sin poder evitarlo por cumplir con la imprescindible etiqueta, volvía enseguida a ti con maneras de hembra posesiva.
Como sucedió delante de la actriz Rosario la Tirana, que se había sumado de nuevo a la lista de los que solicitaban tus pinceles. Una simpatía que no sabías bien de dónde se originaba, te unía a aquella mujer dominante y de carnes atrayentes cuando la habías pintado unos años atrás. Ahora un tanto más ajada, conservaba la prestancia y el desahogo atribuidos a su profesión, suficientes para ponerte en un aprieto con sus requerimientos descarados y su zalamería. Nada que no se explicase en su vanidad de gran diva, pero Cayetana observó que te había tomado en monopolio y sacó su lengua de culebra para apartarla de un latigazo conminatorio. “Rosario, maja, ¿tendremos actuación este fin de semana?”, le preguntó a bocajarro. Hacía entonces la Tirana un conocido papel en el teatro de El Príncipe de mujer adúltera, sorprendida y castigada al final de la función. Ella se hinchó como un pavo y te ofrecía un palco (no incluía groseramente a Cayetana) mientras explicaba su éxito desde hacía semanas. Le dejó Cayetana concluir sus atropelladas explicaciones y, cuando quedó en silencio, aguantó todavía un instante la duquesa y mirándola sin perder la calma ni la gracia le soltó su veneno. “Y has venido a mi casa en busca de figurante para tus ensayos, ¿no es así, querida?” Plegó velas la otra y se excusó para ir a empolvarse la cara.
Luego la retratarías haciendo justicia a su carácter y a su genio, en unas pocas sesiones en las que no se le ocurrió ni por asomo mentar a la duquesa. Pero te dio motivo de chanza a seguido en el trabajo hecho a Moratín, algo mejorado de su timidez enfermiza de juventud, y ello a pesar de su talento. ¡Como lo recuerdas hoy, en los años finales de Burdeos, durante las amistosas charlas del segundo retrato! En veinticinco años no cambió su pesimismo vital y su lamento por España. ¡Había visto tanto fuera de la frontera! No creía en España y tomó al fin el camino del exilio. Como lo hiciste tú, desengañado también, viejo, pero pintor todavía, pintor siempre hasta la consumación en la bellísima Burdeos. De Leandro vino la noticia, procedente a su vez de una conversación que él había mantenido con Cabarrús, y de ambos siguió la idea del primer viaje a dicha ciudad. De ellos y de una confidencia de Cayetana sobre sus intenciones de abandonar durante un tiempo España, fijar residencia en Francia (preferiblemente te había hablado de París) y mirar allí por el alivio de algunas de sus dolencias que se hacían de día en día más insoportables. No te dijo en ningún momento cuáles. Posiblemente, ni ella misma las conocía en ese momento más que por sus síntomas. Pero era verdad, como sabías de tu estancia con ella en Sanlúcar, que la medicina de España no le ofrecía remedios.
Casaron en tu cabeza, por tanto, muchos motivos para procurarte una salida al país vecino. Realmente, los que impulsaban a Cayetana a ti no te apremiaban. Tu salud se había rehecho inexplicablemente, con temporadas de pequeñas recaídas menores. Eran otros motivos. Martín, primero…, a Cabarrús se lo habías oído tertuliando…, Leandro tampoco lo descartaba…La posibilidad de trasladar a Francia algunos intereses económicos, adquirir casa si era posible, tener trazada una vía de escape pensando en un agravamiento político, eran razones que había que meditar y parecía que estaba llegando el momento apropiado para ello. Además, Cayetana… Sí, pensabas en tu familia, en todos, pero no podías apartar la idea de Cayetana ausente. ¿Qué poder tenía ella sobre ti, que se interfería de esta manera en tus planes? Más aún, los determinaba.
Cabarrús era la ficha que Godoy, gran amigo suyo, había jugado para mantener el contacto y la influencia de cerca con el Directorio francés. Sin embargo no terminaban de aceptarlo como embajador precisamente por su condición de nacido en Francia. El ascendiente que su hija Teresa se había ganado entre las altas esferas (entre la nobleza y los revolucionarios alternativamente) era de sumo interés para la política española, si bien a esas alturas el peso político del jacobino Tallien, con quien se había casado, estaba declinando a marchas forzadas. Pero Teresa Cabarrús había sido decisiva para refrenar el Terror que dicho revolucionario había prodigado en “la santa guillotina” de Burdeos, cuando ella lo había conocido a resultas de ser detenida y condenada a muerte. Sus encantos de mujer, su espectacular belleza reconocida unánimemente en su época de esplendor, la habían salvado y ella a su vez había salvado a otros muchos, y había sido decisiva para el nefasto fin de Robespierre.
Todo ello lo contaba un Cabarrús entusiasmado, que conocía la historia reciente de su país con la precisión de un contable. Y como consecuencia de los viajes frecuentes que efectuaba a Francia haciendo alto siempre en Burdeos – como te contó en diferentes ocasiones de sus estadías en Madrid – trajo a la conversación una casa apartada pero tampoco muy lejana del núcleo urbano, en la que había residido su hija y de la que todavía él mantenía la propiedad. Al filo del siglo, se expandía Burdeos hacia el norte siguiendo la media luna que traza el Garona. Y como había sucedido también en España, era costumbre de la nobleza y de la burguesía acomodada hacer residencia temporal en las afueras de las grandes urbes, construyendo mansiones y palacetes y villas de extensos jardines para su recreo. Hasta donde podías entender, el financiero se refería a una especie de antigua quinta que mantenía todavía a una pequeña servidumbre a sus expensas.
La idea se te quedó pegada desde que apareció en la charla y ya no te abandonó. Pero no le dijiste nada a Cabarrús en espera de tener tus conversaciones con la Pepa y de pensar las cosas despacio. Y tu mujer te dijo que sí sin pensárselo dos veces. Los motivos que la llevaron a ello fueron muy sencillos pero muy claros, como su alma de mujer buena, y los sabrías muchos años después, en los momentos peores de la guerra, cuando tu pesimismo existencial os hizo repensar de nuevo en la adquisición de una finca de retiro, esta vez sin salir de España, que todavía se demoraría años en llegar y que la Pepa no vería nunca. Hablabais del primer intento de compra fallido en Burdeos y te preguntó por las razones que te llevaron a desestimarlo. No supiste qué contestar o no quisiste. Le volviste la pregunta sobre la razón por la que ella se había mostrado tan decidida en su momento por tener vivienda en el extranjero. “Porque una mujer va donde vaya su marido si está en peligro, Fancho”, te respondió. “En peligro, de una manera o de otra, ¿me entiendes, Fancho?”, te especificó. ¡Claro que lo comprendías!
Tu buena Pepa no quería dejar que te alejaras de ella, porque veía desde años atrás que tus viajes disfrazados de trabajo no perseguían otra cosa que el acercamiento a Cayetana dondequiera que se encontrase. Su corazón de mujer que apenas podía ya brindarte el imposible que creías necesitar, no se resignaba a abandonarte en poder de otra mujer para la que no estabas hecho y una mujer sin destino tal y como lo entendía la Pepa, o una mujer cuyo destino podía engullir el tuyo. Y ninguna mujer deja escapar a su hombre, aunque sueñe con otra, si no es a la fuerza o si no está convencida de que lo entrega en mejores manos que las suyas. Te emocionas al rememorarlo con la clarividencia y con la serenidad de tu destino de sombra, ¡te emociona todavía pensar en el alma grande de tu Pepa!
En el mismo año del cambio de siglo, para el verano, conviniste definitivamente con Cabarrús (recuerdas su parla de negociante en tu taller de palacio) una visita de prospección a la quinta de Burdeos. La estancia durante el tiempo que desearas correría de su cuenta y gentileza, te expresó. De inmediato haría las diligencias oportunas para que fueras recibido y acomodado como correspondía. Después de verano, te proponía, volveríais a veros, y si todo había sido de tu agrado y conveniencia, cerraríais el trato. “España y la Francia, ilustre amigo, están llamadas a compartir sus dos destinos en uno mismo. La más poderosa nación de occidente, me atrevería a afirmarle. Día llegará en que se establezca un tránsito permanente entre Madrid y París y nosotros tendremos que repartir nuestra vida entre un lugar y otro. En previsión de ello, considero muy acertado invertir nuestros intereses en ambas partes. Celebro que usted, Goya, comparta conmigo esa visión de futuro”.
Desde luego, tus cálculos no eran tan largos como los del financiero pero allá se andaban. De entrada, las fechas coincidían con la presumible permanencia de Cayetana en París, todo lo más un mes en sus intenciones iniciales. La labor de retratista real no te dejaba respiro, así que las llamadas insistentes de la duquesa invitándote a su lado con muy diferentes excusas no podías atenderlas como hubieras deseado. Lo curioso era que desde que te dedicabas a la familia real Cayetana había suspendido todo su interés por ti como pintor. La ibas conociendo lo bastante como para deducir que no te permitiría un solo trazo en Buenavista mientras estuvieras dedicado a la “belladona italiana”, según la motejaba con su última ocurrencia. Cayetana se excedía en alabanzas irónicas a los bien torneados brazos de la reina, para enseguida preguntarte si se mantenía callada o si la retratarías con la boca abierta. Su maliciosa rivalidad conocía la pésima dentadura de Mª. Luisa (o su falta de dientes, como era de dominio público, y que no la probaba la dentadura artificial de sus mecánicos) y te animaba a que captases su “elocuencia desatada arrojando perlas de su boca”. Su crueldad llegó a la cima de lo que podías sufrirla, cuando te sugirió entre risas histéricas que su retrato “podría correr parejas en lo físico con el de don Francisco de Quevedo”.
Dirigiste la conversación a donde te interesaba. Le diste noticia de tu propósito de viajar hasta Burdeos mientras ella estuviera en París. Te encomió tu idea de buscar allí un retiro. Te preguntó si la acompañarías hasta París. Le dijiste que a la vuelta la estarías esperando en la bella Burdeos, tan luminosa como París, te habían informado, pero lejos de cualquier preocupación palaciega. Un retiro para vivir la pasión por el arte y el amor por una mujer que quisiera compartirlo, reflexionaste en voz alta con impensada naturalidad. Se quedó como ausente.
—¡Fancho mío! —suspiró—. ¿Vendrás a París? ¿Vendrás a París con María de la Luz y conmigo? —insistió de nuevo.
Le tomaste las manos y se las besaste. No dijo nada. Pasaste tus manos, salpicadas de restos de pintura confundidos con la piel, por los rizos negros de su pelo, que le temblaban al paso de tus dedos. Tomaste su cara entre tus manos y la besaste en la frente. No dijo nada. Tu impulso de hombre te aseguraba que podías besarla en los labios, que se quedaría mansa y sin reacción posible. Pero tu instinto de hombre te prevenía también de que aun así era muy posible que no te amara. Y todo tu orgullo se rebeló en aquel instante y todo tu deseo se hizo de hielo en aquel instante.
—Cayetana —le dijiste con plena serenidad—, vámonos a París o a Burdeos o donde prefieras, pero yo necesito saber si vamos a un lugar definitivamente.
—Ahora no tengo respuesta para eso, amigo mío.
—Te esperaré en Burdeos, a tu regreso. Quizás allí se aclaren tus dudas.
Bajó la cabeza y se encerró en un hondo abatimiento. Cuando la levantó le apuntaba una lágrima. Por animarla le dijiste que guardabas su retrato de luto, en el que se leía “Solo Goya”, y que le reservabas un lugar preeminente en la mejor sala de tu futura quinta de Burdeos. Te contestó triste todavía que en esta vida existían muros infranqueables por mucho poder y riqueza y belleza y genio que se tuvieran. Y que franquear esos muros no conducía a ningún lugar, porque detrás de ellos no había nada más que la infelicidad y el caos. Después debió de establecer una relación extraña en su pensamiento porque te preguntó por unos cuadros recientes sobre unos amantes ajusticiados. ¿No habías pintado hacía unos meses el suceso de unos parientes, primos o cuñados, que en su locura de amor habían asesinado al marido de ella?, te inquirió. Así era. Se conocía como el crimen del comerciante Castillo, por el nombre del muerto.
—Cayetana, el amor entre un hombre y una mujer nunca es un delito — afirmaste.
—Un hombre y una mujer no son solo ellos —contestó con rapidez—. Por ejemplo, tú eres Goya, el pintor del Rey. Y yo soy Cayetana, de la casa de Alba.
Se interesó luego por la quinta que pretendías comprar, por la ciudad modernísima en que se había convertido Burdeos. Para tu extrañeza, estaba muy bien informada de la historia de terror que habían vivido los Girondinos. Detallaba en extremo las vicisitudes de la hija de Cabarrús, a quien te confesó que admiraba enormemente. A continuación le aclaraste que precisamente se trataba de una propiedad de Cabarrús la que era objeto de tu interés y que la propia Teresa había habitado allí.
—Teresa —evocó—, como yo…, pero una mujer capaz de hacer historia… ¿Qué nombre le darás a la finca, Fancho? ¿Ya lo tienes pensado?
—Lo tiene puesto, Cabarrús me lo dijo. Se llama la “Quinta de los gallos”.
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