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Hay un paciente nuevo en la sala, un pobre viejo que se ha desplomado durante el entrenamiento físico y ha ingresado con la respiración y el pulso muy débiles. Presenta todos los síntomas de malnutrición prolongada: piel agrietada, llagas en las manos y en los pies, encías sangrantes. Le sobresalen las articulaciones, pesa menos de cuarenta kilos. Según dicen, lo encontraron completamente solo en un lugar apartado del Karoo, dirigiendo un puesto de apoyo de la guerrilla que opera en las montañas, escondiendo armas y cultivando alimentos, aunque claramente sin comérselos. He preguntado a los guardias que lo trajeron por qué obligaron a hacer ejercicio físico a un hombre en su estado. Fue un descuido, han dicho: llegó con los nuevos, los trámites se alargaron, el sargento al mando quiso darles algo que hacer mientras esperaban, así que les hizo correr allí mismo. ¿Y no se ha dado cuenta de que este hombre no podía?, he preguntado. El prisionero no se quejó, han contestado: dijo que estaba bien, que siempre había sido delgado. ¿Es que no saben distinguir entre un hombre delgado y un esqueleto?, he preguntado. Se han encogido de hombros.

He estado discutiendo con Michaels, el nuevo paciente. Insiste en que no le pasa nada, solo quiere algo para el dolor de cabeza. Dice que no tiene hambre. De hecho, no puede retener la comida. Le mantengo con suero, que intenta quitarse débilmente.

Aunque tiene el aspecto de un viejo, dice tener solo treinta y dos años. Puede que sea verdad. Viene de El Cabo y conoce el hipódromo de la época en que todavía era un hipódromo. Le ha divertido saber que esto era el vestuario de los jockeys.

—Con mi peso, también podría ser un jockey —ha dicho.

Trabajaba de jardinero para el Ayuntamiento, pero perdió el empleo y se fue a buscar fortuna al campo, llevándose a su madre.

—¿Dónde está ahora tu madre? —le he preguntado.

—Hace crecer las plantas —ha contestado, evitando mi mirada.

—¿Quieres decir que ha muerto? —he dicho (¿criando malvas?).

Ha negado con la cabeza.

—La quemaron —dijo—. El pelo le ardía como una aureola alrededor de la cabeza.

Suelta una frase así tan tranquilo, como si hablara del tiempo. No estoy seguro de que sea totalmente de nuestro mundo. Intentas imaginártelo dirigiendo un puesto de apoyo de rebeldes y piensas que tu mente empieza a desvariar. Probablemente alguien llegó, le invitó a una copa, le pidió que cuidara de un rifle y fue demasiado tonto o inocente para negarse. Está encerrado por rebelde, pero apenas sabe que estamos en guerra.

Ahora que Felicity lo ha afeitado, he tenido la oportunidad de examinarle la boca. Una simple fisura incompleta, con un ligero desplazamiento del septum. El paladar está intacto. Le he preguntado si alguna vez habían tratado de corregirle esta malformación. No lo sabía. Le he comentado que la operación es sencilla, incluso a su edad. ¿Se dejaría operar llegado el caso? Su contestación (cito): «Soy como soy. Nunca tuve mucho éxito con las chicas». He querido decirle que, chicas aparte, las cosas le irían mejor si pudiera hablar como todo el mundo; pero no he dicho nada, por no herirle.

Le he hablado de él a Noël.

—No podría organizar una partida de dardos, mucho menos un puesto de apoyo —le he dicho—. Es una persona de mente débil que por azar se metió en una zona de guerra y no tuvo la sensatez de escapar. Debería estar en un lugar protegido, tejiendo cestas o ensartando cuentas, no en un campamento de reeducación.

Noël ha sacado el informe.

—Según esto, Michaels es un pirómano. También es un prófugo de un campamento de trabajo. Cuando le capturaron, tenía un huerto floreciente en una granja abandonada y alimentaba a la guerrilla local. Esta es la historia de Michaels.

He negado con la cabeza.

—Han cometido un error —he dicho—. Le han confundido con otro Michaels. Este Michaels es un idiota. Este Michaels no sabe encender una cerilla. Si este Michaels tenía un huerto floreciente, ¿por qué se estaba muriendo de hambre?

—¿Por qué no comías? —le he preguntado a Michaels de vuelta en la sala—. Dicen que tenías un huerto. ¿Por qué no te alimentaste?

Su respuesta:

—Me despertaron mientras dormía. —He debido de quedarme perplejo—. No necesito comer cuando duermo.

Dice que se llama Michael, y no Michaels.

Noël me presiona para que acelere la rotación. Hay ocho camas en la enfermería y, en este momento, dieciséis pacientes, los otros ocho están alojados en la antigua sala de pesaje. Noël me pregunta si puedo tratarlos y darles el alta más deprisa. Le contesto que no tiene sentido dar el alta a un paciente con disentería en un campamento a menos que quiera desatar una epidemia. Por supuesto no quiere una epidemia, dice; pero en el pasado ha habido algún caso de simulación, y quiere acabar con ellos. La dirección es responsabilidad suya, le contesto, y los pacientes la mía, esto es lo que implica ser un oficial médico. Me da palmaditas en la espalda.

—Estás haciendo un buen trabajo, no pongo eso en duda —dice—. Pero no quiero que piensen que somos blandos.

Se hace el silencio entre nosotros; miramos las moscas en la ventana.

—Pero somos blandos —le comento.

—Puede que seamos blandos —contesta—. Puede que en el fondo estemos incluso conspirando un poco. Puede que pensemos que si un día llegan y nos procesan a todos, alguien dé un paso adelante y diga: «Dejad en paz a esos dos, eran blandos». Quién sabe. Pero no me refiero a eso. Me refiero a los números. Ahora tienes más ingresos que altas en la enfermería, y mi pregunta es: ¿Vas a hacer algo al respecto?

Al salir de su despacho vimos a un cabo que izaba la bandera naranja, azul y blanca en un asta en medio de la pista, a un quinteto que tocaba «Uit die blou», la corneta desafinada, y a seiscientos hombres alicaídos, en posición de firmes, descalzos, en su ropa caqui de décima mano, dejándose reeducar. Hace un año todavía intentábamos hacerlos cantar; pero a eso hemos renunciado.

Esta mañana Felicity sacó a Michaels para que tomara el aire. Lo encontré sentado en la hierba con la cara alzada hacia el sol como una lagartija, y le he preguntado si se encontraba bien en la enfermería. Fue inesperadamente locuaz.

—Me alegro de que no haya radio —ha dicho—. En el otro sitio donde estuve había una radio puesta todo el tiempo.

Al principio pensé que se refería a otro campamento, pero resultó que se refería a esa institución dejada de la mano de Dios donde pasó su infancia.

—Había música toda la tarde hasta las ocho. Se colaba como el aceite por todos lados.

—La música era para manteneros tranquilos —le he explicado—. Si no, quizá os hubierais peleado y tirado las sillas por las ventanas. La música era para apaciguar vuestro corazón salvaje.

No sé si lo entendió, pero sonrió con su sonrisa torcida.

—La música me ponía nervioso —ha dicho—. Me intranquilizaba, no podía pensar mis pensamientos.

—¿Y qué pensamientos querías pensar?

Él:

—Pensaba en volar. Siempre quería volar. Extendía los brazos y pensaba que volaba sobre las cercas y entre las casas. Volaba justo por encima de las cabezas de la gente, pero no me veían. Cuando ponían la música, me sentía demasiado nervioso para hacerlo, para volar.

E incluso nombró una o dos de las canciones que más le molestaban.

Lo he cambiado a la cama que está junto a la ventana, lejos del muchacho con el tobillo roto que le ha tomado manía, a saber por qué, y le miente y se burla durante todo el día. Al menos ahora, cuando se incorpora ve el cielo y el final del asta. «Come un poco más y podrás salir de paseo», le digo para intentar persuadirle. Pero lo que realmente necesita es fisioterapia, de la que no disponemos. Es como uno de esos juguetes hecho de palitos unidos por gomas. Necesita una dieta progresiva, ejercicio moderado y fisioterapia para poder reincorporarse pronto a la vida del campamento y tener la posibilidad de desfilar a lo largo y ancho del hipódromo, gritar eslóganes, saludar a la bandera y entrenarse en cavar hoyos y volver a llenarlos.

Oído sin querer en la cantina: «A los niños les resulta difícil adaptarse a la vida en un piso. Echan mucho de menos el amplio jardín y sus mascotas. Tuvimos que irnos a toda prisa: nos avisaron tres días antes. Me dan ganas de llorar cuando pienso en lo que hemos dejado». La que habla es una mujer de cara sonrosada con un vestido de lunares, la esposa, creo, de uno de los suboficiales. (Cuando sueña con su casa abandonada, ve a un desconocido tirarse en las sábanas con las botas puestas, o abrir el congelador y escupir en el helado). «No me pidas que no esté resentida», ha dicho. Su compañera es una mujer pequeña y delgada que no he reconocido, con el pelo peinado hacia atrás como un hombre.

¿Cree alguno de nosotros en lo que hacemos aquí? Lo dudo. Y mucho menos su marido suboficial. Nos entregan un hipódromo viejo y una gran cantidad de alambrada, y nos ordenan cambiar el alma humana. Como no somos expertos en el alma, pero suponemos con cautela que debe de tener alguna conexión con el cuerpo, mantenemos ocupados a nuestros cautivos con flexiones y desfiles arriba y abajo. También los hacemos trabajar con piezas del repertorio de la banda, y les proyectamos películas donde jóvenes con uniformes cuidados enseñan a los mayores del lugar cómo se lucha contra los mosquitos y se aran los desniveles. Al final del proceso, los declaramos limpios y los enviamos a los batallones de trabajo para que transporten agua y caven letrinas. En los grandes desfiles militares siempre hay una compañía de los batallones de trabajo que desfila delante de las cámaras, entre los tanques, los proyectiles y la artillería de campo, para probar que podemos transformar a los enemigos en amigos; pero he notado que desfilan llevando palas, y no rifles.

De vuelta al campamento después de un domingo libre, me presento en la verja con la impresión de ser un espectador que saca una entrada, RECINTO A, dice el cartel en la entrada principal, SOLO SOCIOS Y OFICIALES, dice el cartel en la entrada de la enfermería. ¿Por qué no los han quitado? ¿Creen que el hipódromo volverá a abrir uno de estos días? ¿Hay todavía gente en algún sitio entrenando caballos de carreras, convencida de que, después de toda esta agitación, el mundo volverá a ser como antes?

Ya no tenemos más que doce pacientes. Pero Michaels no mejora. Es evidente que se trata de una degeneración de la pared intestinal. Lo he vuelto a poner a leche desnatada.

Está tumbado boca arriba, mirando a la ventana y al cielo, las orejas le sobresalen del cráneo desnudo, y sonríe su sonrisa. Cuando lo trajeron, tenía un paquetito en papel de estraza que guardó bajo la almohada. Ahora se ha acostumbrado a sostener el paquetito en su pecho. Le he preguntado si contenía a su muti.

—No —ha dicho, y me ha mostrado unas semillas secas de calabaza.

Esto me ha conmovido.

—Tienes que seguir con la jardinería cuando se acabe la guerra —le he dicho—. ¿Piensas volver al Karoo?

Se ha mostrado reservado.

—Claro que también hay buena tierra en la Península, bajo todos esos prados de césped. Estaría bien ver de nuevo cultivos en la Península.

No ha contestado. Le he cogido el paquetito de las manos, y lo he deslizado bajo la almohada… para mayor seguridad. Cuando he vuelto una hora después, estaba dormido y chupaba la almohada como un bebé.

Se parece a una piedra, un guijarro que, tras haber estado tranquilamente en la tierra, ocupándose de sus cosas desde el origen de los tiempos, de repente ahora lo recogen y lo lanzan al azar, pasando de mano en mano. Una piedra pequeña y dura, apenas consciente de lo que la rodea, arropada en sí misma y en su vida interior. Pasa por estas instituciones, campamentos, hospitales, y Dios sabe qué otros sitios, como una piedra. Por las entrañas de la guerra. Una criatura inconsciente, irresponsable. No puedo verlo como un adulto, aunque sea mayor que yo según todos los indicios.

Su situación es estable, la diarrea está controlada. Pero el pulso es débil, la tensión baja. La noche pasada se quejó de frío, aunque las noches sean cada vez más cálidas, y Felicity tuvo que darle un par de calcetines. Esta mañana, cuando he querido mostrarme amable, me ha rechazado.

—¿Cree que si me deja en paz me voy a morir? —ha dicho—. ¿Por qué quiere hacerme engordar? ¿Por qué tanta atención, por qué soy tan importante?

No estaba de humor para discutir. He intentado agarrarle la muñeca; la ha apartado con una fuerza sorprendente, moviendo un brazo parecido a una pata de insecto. Lo he dejado hasta que he acabado la ronda, después he vuelto. Quería decirle algo.

—Me preguntas por qué eres importante, Michaels. La respuesta es que no eres importante. Pero esto no quiere decir que debamos olvidarte. No se olvida a nadie. Recuerda los gorriones. Cinco gorriones valen muy poco, y aun así no los olvidamos.

Ha contemplado el techo durante un buen rato, como un anciano consultando a los espíritus, después ha hablado.

—Mi madre se pasó la vida trabajando. Fregaba los suelos de otros, cocinaba para ellos, lavaba sus platos. Lavaba su ropa sucia. Fregaba sus baños después de que los usaran. Se arrodillaba y limpiaba el retrete. Pero cuando estaba vieja y enferma, la olvidaron. La apartaron de su vista. Cuando murió, la arrojaron al fuego. Me dieron una caja vieja de cenizas y me dijeron: «Aquí está tu madre, llévatela, no nos sirve».

El muchacho del tobillo roto fingía dormir, pero era todo oídos.

He respondido a Michaels con tanta energía como he podido; no tenía sentido abundar en su autocompasión.

—Hacemos por ti lo que debemos hacer —le he dicho—. No eres especial, puedes estar tranquilo. Cuando estés mejor tendrás que fregar muchos suelos y limpiar muchos retretes. En cuanto a tu madre, estoy seguro de que solo has contado parte de la historia, y estoy seguro de que lo sabes.

Sin embargo, tiene razón: es verdad que le presto demasiada atención. Al fin y al cabo, ¿quién es él? Por un lado, tenemos una marea de desplazados del campo que buscan seguridad en las ciudades. Por otro lado, tenemos la gente cansada de vivir hacinada en una habitación y comer poco, que sale de las ciudades para poder subsistir en el campo abandonado. ¿Quién es Michaels sino uno más entre la multitud que compone esta segunda clase? Un ratón que abandona un barco sobrecargado a punto de hundirse. Pero, como era un ratón de ciudad, no sabía vivir de la tierra y empezó a tener mucha hambre. Y después tuvo la suerte de que lo encontraran y lo remolcaran de nuevo a bordo. ¿Qué motivo tiene para estar tan resentido?

Noël ha recibido una llamada de la policía de Prince Albert. Ayer por la noche atacaron el embalse de agua de la ciudad. Dinamitaron la bomba y una sección de la canalización. Mientras esperan a los ingenieros, tendrán que arreglarse con agua de manantial. El tendido eléctrico exterior también ha volado. Es evidente que se hunde otro de los barcos pequeños, mientras los barcos grandes siguen surcando las aguas en la oscuridad, cada vez más solitarios, crujiendo por el peso de la carga humana. A la policía le gustaría tener otra oportunidad de hablar con Michaels sobre los responsables, es decir, sobre sus amigos de las montañas. Y si no puede ser, quiere que le hagamos algunas preguntas.

—¿No lo han hecho ya una vez? —me he quejado a Noël—. ¿Para qué interrogarle por segunda vez? Está muy enfermo para trasladarlo, y en cualquier caso, no es responsable de sí mismo.

—¿Está muy enfermo para hablar con nosotros? —me ha preguntado Noël.

—No muy enfermo, pero no le sacarás nada razonable —le he dicho.

Noël ha vuelto a sacar los documentos de Michaels y me los ha enseñado. En Categoría, he leído Opgaarder escrito en la caligrafía esmerada de un policía rural.

—¿Qué es un opgaarder? —he preguntado.

Noël:

—Algo como una ardilla, una hormiga o una abeja.

—¿Es una nueva especialidad? ¿Ha ido a la escuela de opgaarder y ha obtenido una insignia de opgaarder?

Llevamos a Michaels en pijama y con una manta sobre los hombros al almacén del final de la tribuna. Había latas de pintura y cajas de cartón apiladas contra la pared, telarañas en cada rincón, mucho polvo en el suelo y ningún sitio donde sentarse. Michaels nos hizo frente malhumorado, sujetándose la manta con energía, sus dos piernas de alambre clavadas firmemente en el suelo.

—Te has metido en un buen lío, Michaels —dijo Noël—. Tus amigos de Prince Albert se han portado muy mal. Se han convertido en un problema. Necesitamos encontrarlos y hablar con ellos. Creemos que no nos prestas toda tu ayuda. Pero ahora tienes una segunda oportunidad. Queremos que nos hables de tus amigos: dónde se esconden, cómo podemos encontrarlos.

Encendió un cigarrillo. Michaels no se movió ni apartó la mirada de nosotros.

—Michaels —dije—, Michael… algunos de nosotros ni siquiera estamos seguros de que tuvieras algo que ver con los rebeldes. Si nos convences de que no trabajabas para ellos, nos ahorrarías muchos problemas, y tú mismo te ahorrarías mucho sufrimiento. Así que dime, dile al comandante: ¿qué hacías realmente en esa granja cuando te detuvieron? Porque todo lo que sabemos es lo que hemos leído en esos informes de la policía de Prince Albert, y, francamente, lo que dicen no tiene sentido. Dinos la verdad, dinos toda la verdad, y podrás volver a la cama, no te molestaremos más.

Le vi replegarse en sí mismo, apretándose la manta alrededor del cuello, mirándonos con rabia.

—¡Vamos, amigo! —le dije—. ¡Nadie te va a hacer daño, cuéntanos solo lo que queremos saber!

El silencio se alargó. Noël no habló, dejándome a mí el peso de la conversación.

—¡Vamos, Michaels! —dije—. ¡No tenemos todo el día, estamos en guerra!

Por fin habló:

—Yo no estoy en guerra.

La irritación me invadió.

—¿Que no estás en guerra? ¡Por supuesto que estás en guerra, hombre, lo quieras o no! ¡Esto es un campamento, y no un hotel de vacaciones, ni una casa de reposo: esto es un campamento donde reeducamos a la gente como tú y la hacemos trabajar! ¡Vas a aprender a llenar bolsas de arena y cavar hoyos, amigo mío, hasta que se te partan los riñones! ¡Y si no cooperas, irás a un sitio mucho peor! ¡Irás a un sitio donde te pasarás el día achicharrándote al sol, y comerás peladuras de patata y mazorcas de maíz, y si no sobrevives, mala suerte, tacharán tu número de la lista y ese será tu final! ¡Así que venga, habla, el tiempo se acaba, dinos lo que hacías allí para redactar el informe y mandarlo a Prince Albert! El comandante es un hombre muy ocupado, no está acostumbrado a perder el tiempo, ha dejado la reserva para dirigir este agradable campamento y ayudar a personas como tú. Tienes que cooperar.

Replegado todavía en sí mismo, preparado a esquivarme si me abalanzaba sobre él, contestó.

—Las palabras no se me dan bien —dijo, nada más. Se humedeció los labios con su lengua de lagartija.

—¡No nos interesa si las palabras se te dan bien o mal, hombre, solo queremos que nos digas la verdad!

Sonrió con malicia.

—Ese jardín que tenías —dijo Noël—, ¿qué cultivabas allí?

—Era un huerto.

—¿Para quién eran las hortalizas? ¿A quién se las dabas?

—No eran mías. Eran de la tierra.

—Te he preguntado que a quién se las dabas.

—Los soldados las cogieron.

—¿Te molestó que los soldados cogieran tus hortalizas?

Se encogió de hombros.

—Lo que crece es de todos. Todos somos hijos de la tierra.

Entonces intervine.

—Tu propia madre está enterrada en la granja, ¿no es así? ¿No me dijiste que tu madre estaba enterrada allí?

Su rostro se cerró como una piedra, y yo continué, olfateando la ventaja.

—Me contaste la historia de tu madre, pero el comandante no la conoce. Cuéntasela al comandante.

Volví a notar que se angustia cuando tiene que hablar de su madre. Sus pies se retorcieron en el suelo y se humedeció la fisura del labio.

—Háblanos de tus amigos que salen en plena noche a incendiar granjas y matar a las mujeres y los niños. Quiero oír eso —dijo Noël.

—Háblanos de tu padre —dije—. Hablas mucho de tu madre, pero nunca mencionas a tu padre. ¿Qué ha sido de tu padre?

Cerró la boca con obstinación, esa boca que nunca se cerrará del todo, y la mirada le brilló con furia.

—¿No tienes hijos, Michaels? —dije—. ¿A tu edad, no tienes mujer e hijos escondidos en alguna parte? ¿Por qué estás solo? ¿Dónde está tu baza de futuro? ¿Quieres que la historia se acabe contigo? Sería una historia muy triste, ¿no crees?

Se hizo un silencio tan denso que lo sentí como un timbre en el oído, el mismo silencio que encuentras en los pozos de las minas, los sótanos, los refugios antiaéreos, los lugares sin aire.

—Michaels, te hemos traído aquí para que hables —dije—. Te damos una buena cama y mucha comida, puedes pasarte el día tumbado cómodamente contemplando los pájaros pasar volando por el cielo, pero esperamos algo a cambio. Llegó la hora de pagar tus deudas, amigo mío. Tienes una historia que contar, y nosotros queremos oírla. Empieza por donde quieras. Háblanos de tu madre. Háblanos de tu padre. Háblanos de tu visión de la vida. Y si no quieres hablarnos de tu madre, ni de tu padre, ni de tu visión de la vida, háblanos de tu última explotación agrícola, y de tus amigos de las montañas que aparecen de vez en cuando para hacerte una visita y descansar. Dinos lo que queremos saber, y después te dejaremos en paz.

Hice una pausa; él seguía con la mirada pétrea.

Habla, Michaels —continué—. Ya ves lo fácil que es hablar, así que ahora habla. Escúchame, escucha lo fácil que es llenar esta habitación de palabras. Conozco gente que puede hablar todo el día sin cansarse, que puede llenar de palabras mundos enteros. —Noël me miró, pero continué—: Dale un poco de sustancia a tu vida, amigo mío, si no vas a pasar por ella completamente inadvertido. Serás solo un dígito en la columna de las unidades al final de la guerra, cuando hagan la gran resta para calcular la diferencia, nada más. ¿Quieres ser solo uno de los muertos? Quieres vivir, ¿no? ¡Entonces habla, haz oír tu voz, cuenta tu historia! ¡Te escuchamos! ¿En qué otro lugar del mundo vas a encontrar dos caballeros educados y civilizados dispuestos a oír tu historia todo el día, y si es preciso toda la noche, y además a tomar notas?

Noël abandonó la habitación sin avisar.

—Espera aquí, vuelvo enseguida —ordené a Michaels; y salí deprisa.

Paré a Noël en el pasadizo oscuro, y traté de negociar con él.

—Nunca le sacarás nada razonable —le dije—, seguro que te das cuenta. Es un idiota, y ni siquiera un idiota interesante. Es un pobre ser indefenso, al que han dejado emigrar al campo de batalla, al campo de batalla de la vida, me atrevería a decir, cuando en realidad deberían haberlo encerrado en una institución rodeada de muros altos, a rellenar cojines o regar las flores. Escúchame, Noël, tengo que pedirte algo importante. Déjale marchar. No intentes sacarle una historia a golpes…

—¿Quién ha hablado de golpes?

—… No intentes exprimirle una historia, porque en realidad no hay una historia. No sabe lo que hace, en el sentido más profundo de la expresión: durante días le he observado, y estoy convencido de eso. Inventa algo para el informe. ¿Cuántos crees que componen esa banda de rebeldes de Swartberg? ¿Veinte hombres? ¿Treinta hombres? Pon que te ha dicho que eran veinte hombres, siempre los mismos veinte. Venían a la granja cada cuatro, cinco, seis semanas, nunca le decían cuándo iban a volver. Sabía sus nombres, pero no los apellidos. Inventa una lista de nombres. Inventa una lista de las armas que llevaban. Cuenta que tenían un campamento en algún lugar de las montañas, nunca le dijeron exactamente dónde, salvo que estaba muy alto, que se tardaba dos días en llegar a pie desde la granja. Cuenta que dormían en las cuevas y que había mujeres con ellos. Y niños. Esto será suficiente. Escribe todo en un informe y envíalo. Será suficiente para que nos dejen en paz y podamos continuar con nuestro trabajo.

Estábamos fuera, al sol, bajo el cielo azul de primavera.

—Así que quieres que cuente mentiras y les ponga mi firma.

—No son mentiras, Noël. Probablemente hay más verdades en la historia que te acabo de contar que en la que le sacarías a Michaels si le torturas.

—¿Y si ese grupo no vive en las montañas? ¿Y si viven cerca de Prince Albert, de día trabajando con normalidad, y luego, cuando los niños duermen, sacan los rifles escondidos debajo de la tarima y actúan en la oscuridad, poniendo bombas, provocando incendios, aterrorizando a la gente? ¿Has pensado en esta posibilidad? ¿Por qué tienes tanto interés en proteger a Michaels?

—¡No le protejo, Noël! ¿Quieres pasar el resto del día en este sucio agujero, forzando la declaración de un pobre idiota que confunde el culo con las témporas, que tiembla en los pantalones cuando piensa en su madre con el cabello en llamas que le visita en sueños, un tipo que cree que los niños nacen en las matas de col? ¡Noël, tenemos cosas más importantes que hacer! No hay nada que buscar ahí, te lo repito, y si lo entregas a la policía, llegará a la misma conclusión: ahí no hay nada, no hay ningún dato que tenga el mínimo interés para la gente sensata. ¡Le he observado, lo sé! No vive en nuestro mundo. Tiene un mundo propio.

En resumidas cuentas, Michaels, te he salvado gracias a mi elocuencia. Inventaremos una historia para satisfacer a la policía, y en vez de volver a Prince Albert esposado, sentado en un charco de orina en la caja de la furgoneta, podrás echarte entre sábanas limpias, y escuchar el arrullo de las palomas en los árboles, dormitar, pensar tus propios pensamientos. Espero que algún día me lo agradezcas.

Sin embargo, es sorprendente que hayas sobrevivido treinta años a la sombra de la ciudad, que hayas pasado una temporada vagando libremente en zona de guerra (si creemos tu historia), y que hayas salido intacto, cuando mantenerte vivo es como mantener vivo al pato más débil del corral, al gato más frágil de la camada, al pájaro caído del nido. Sin documentos, sin dinero; sin familia, sin amigos, sin saber quién eres. El más oscuro de los oscuros, casi tan oscuro como un prodigio.

El primer día caluroso del verano, un día de playa. Pero ha ingresado un nuevo paciente con fiebre alta, mareos, vómitos, inflamación de los nódulos linfáticos. Lo he aislado en la antigua sala de pesaje y he enviado para analizar muestras de sangre y orina a Wynberg. Hace media hora, al pasar por la sala del correo, he visto el paquete todavía allí, la cruz roja y el sello de URGENTE claramente a la vista. La furgoneta postal no viene hoy, me ha explicado el empleado. ¿No podía haberlo mandado con un mensajero en bicicleta? No hay mensajeros, ha contestado. No se trata solamente de un detenido, le he dicho, tiene que ver con la salud de todo el campamento. Se ha encogido de hombros. More is nog ’n dag. ¿Qué prisa hay? En su mesa había una revista porno abierta.

Detrás del muro oeste, detrás del ladrillo y la alambrada, los robles de Rosmead Avenue se han cubierto estos últimos días de un tupido manto verde esmeralda. De la avenida llega el clip clop de los cascos de los caballos, y del otro lado, del campo de entrenamiento, llegan los cánticos del pequeño coro de la iglesia de Wynberg, que viene a cantar para los prisioneros cada domingo alterno, con su acordeonista. Ahora cantan Loof die Heer, su pieza final; después, los detenidos marcharán en fila de vuelta al bloque D para recibir su ración de puré y judías en salsa. Tienen un coro y un sacerdote para sus almas (no faltan sacerdotes), un médico militar para sus cuerpos. No les falta de nada. En unas semanas se marcharán con un certificado garantizando su buena disposición moral y física, y entrarán seiscientas caras nuevas. «Si no lo hago yo, lo hará otro —dice Noël—, y será peor que yo». «Al menos desde que tomé posesión, los prisioneros no mueren más que de causas naturales», dice Noël. «La guerra no puede durar eternamente —dice Noël—, tendrá que acabar algún día, como todo». Los dichos del comandante Van Rensburg. «Sin embargo —digo en mi turno de palabra—, cuando el tiroteo cesa, los centinelas han huido y el enemigo atraviesa la entrada sin resistencia, espera encontrar al comandante del campamento en su despacho con un revólver en la mano y un tiro en la cabeza. Eso es lo que espera, a pesar de todo». Noël no responde, aunque supongo que ya lo ha pensado.

Ayer le di el alta a Michaels. En el volante del alta especifiqué claramente que no podía hacer ejercicio físico durante un mínimo de siete días. Pero al salir de la tribuna esta mañana, lo primero que he visto ha sido a Michaels, desnudo hasta la cintura, corriendo a duras penas con los otros alrededor de la pista, un esqueleto arrastrándose detrás de cuarenta cuerpos fuertes. He amonestado al oficial de guardia. Su respuesta:

—Cuando no pueda más, que lo deje.

Mi protesta:

—Lo dejará cuando se haya caído muerto. Se le parará el corazón.

—Le ha contado un cuento —ha contestado—. No se crea todo lo que estos sujetos le cuentan. No le pasa nada. Pero ¿por qué está tan preocupado? Mire.

Ha señalado con el dedo. Michaels pasaba delante de nosotros, los ojos cerrados, el rostro relajado, respirando profundamente.

Puede ser que me crea muchas de sus historias. Quizá la verdad sea que no necesita comer tanto como los demás.

Me he equivocado. No debí dudarlo. A los dos días está de vuelta. Felicity ha ido a abrir la puerta, y allí estaba, inconsciente, sostenido por dos guardias. He preguntado lo que había ocurrido. Han fingido no saberlo. Pregunte al sargento Albrechts, han dicho.

Tenía las manos y los pies fríos como el hielo, el pulso muy débil. Felicity lo ha envuelto en mantas y bolsas de agua caliente. Le he puesto una inyección y, más tarde, le he suministrado glucosa y leche a través de la sonda.

Para Albrechts es un caso de clara insubordinación. Michaels se negó a participar en las actividades obligatorias. Como castigo, le ordenaron hacer ejercicio físico: flexiones y saltos. Después de media docena, se derrumbó y no pudieron reanimarlo.

—¿Qué se negó a hacer? —he preguntado.

—Cantar —ha respondido.

—¿Cantar? Escuche, Michaels no está totalmente en sus cabales y no puede hablar correctamente, ¿cómo quiere que cante?

Se ha encogido de hombros.

—No le hace daño probar —ha dicho.

—¿Y cómo se le ocurre castigarle con ejercicio físico? Se ve perfectamente que está tan débil como un recién nacido.

—Es el reglamento —ha contestado.

Michaels ha vuelto en sí. Ha empezado por arrancarse la sonda de la nariz; Felicity no ha llegado a tiempo para detenerlo. Ahora está junto a la puerta, bajo un montón de mantas, tiene cara de cadáver y se niega a comer. Aparta el biberón con su brazo de alambre.

—No es mi tipo de comida —es todo lo que dice.

—¿Qué demonios es tu tipo de comida? —le pregunto—. ¿Y por qué nos tratas así? ¿No ves que queremos ayudarte? —Me observa con una mirada serena e indiferente que desata mi cólera—. ¡Cientos de personas se mueren de hambre todos los días y tú no quieres comer! ¿Por qué? ¿Estás en huelga? ¿Es una huelga de hambre? ¿Es eso? ¿Contra qué protestas? ¿Quieres tu libertad? Si te soltáramos, si en tu estado te pusiéramos en la calle, te morirías en veinticuatro horas. No puedes cuidar de ti mismo, no eres capaz. Felicity y yo somos los únicos en el mundo que nos preocupamos de ayudarte. No porque seas especial, sino porque es nuestro trabajo. ¿Por qué no quieres cooperar?

Esta discusión ha causado un gran impacto en la sala. Todos escuchaban. El joven, del que había sospechado que tenía meningitis (y al que ayer sorprendí con la mano bajo la falda de Felicity), se ha arrodillado en la cama, estirando el cuello para ver mejor, sonriendo de oreja a oreja. Incluso Felicity ha dejado de fingir que barría el suelo.

—Nunca he pedido un trato especial —ha refunfuñado Michaels.

He dado media vuelta y he salido.

Nunca has pedido nada, pero te has convertido en un albatros cargado a mi espalda. Tus brazos esqueléticos se anudan en mi nuca, camino inclinado por tu peso.

Más tarde, cuando se había calmado el ambiente en la sala, he vuelto a sentarme junto a tu cama. He esperado durante un buen rato. Al fin has abierto los ojos y has hablado.

—No voy a morir —has dicho—. Es solo que no puedo comer lo que me dan aquí. No puedo comer la comida del campamento.

—¿Por qué no firmas una orden de libertad? —he insistido a Noël—. Esta noche le llevo a la entrada, le pongo algunos rands en el bolsillo y lo echo. Y después, que empiece a arreglárselas por sí mismo, que es lo que quiere. Tú firmas una orden de libertad, y yo te redacto el informe: «Causa de la defunción, neumonía, provocada por una malnutrición crónica anterior a su ingreso». Le tachamos de la lista y ya no tendremos que pensar más en él.

—Estoy desconcertado por tu interés por él —me ha dicho Noël—. No me pidas que falsifique los informes, no voy a hacerlo. Si va a morir, si quiere morir de hambre, déjalo morir. Es muy sencillo.

—No se trata de morir —he dicho—. No es que quiera morir. Es solo que no le gusta la comida de aquí. No le gusta nada de verdad. Ni siquiera toma papillas. Tal vez solo coma el pan de la libertad.

Se hizo entre nosotros un silencio incómodo.

—Puede que tampoco a nosotros nos gustara la comida del campamento —he insistido.

—Lo viste cuando lo trajeron —ha dicho Noël—. Ya entonces era un esqueleto. Vivía solo en esa granja suya, libre como un pájaro, comiendo el pan de la libertad, pero llegó hecho un esqueleto. Parecía uno de Dachau.

—Puede que tan solo sea un hombre muy delgado —he dicho yo entonces.

La sala estaba a oscuras, Felicity dormía en su habitación. He permanecido junto a la cama de Michaels con una linterna, zarandeándole hasta que se ha despertado y se ha tapado los ojos. Le he hablado en un susurro, inclinándome tanto que sentía el olor a humo que desprende siempre, a pesar de sus abluciones.

—Michaels, quiero decirte algo. Si no comes, te vas a morir de verdad. Es así de fácil. Lleva su tiempo, no es nada agradable, pero al final seguro que te mueres. Y no voy a hacer nada para detenerte. Me sería fácil atarte a la cama, sujetarte la cabeza, meterte una sonda por la garganta y alimentarte, pero no voy a hacerlo. Voy a tratarte como a un hombre libre, no como a un niño ni como a un animal. Si quieres tirar tu vida por la borda, hazlo, es tu vida, no la mía.

Ha retirado la mano de los ojos y se ha aclarado la garganta con energía. Parecía que iba a hablar, pero en vez de eso, ha movido la cabeza y ha sonreído. A la luz de la linterna su sonrisa era repulsiva, de tiburón.

—¿Qué clase de comida quieres? —le he susurrado—. ¿Qué clase de comida estás dispuesto a tomar?

Alargando lentamente una mano, ha apartado la linterna. Después se ha dado media vuelta y se ha dormido otra vez.

Ha finalizado el período de entrenamiento del grupo de septiembre, y esta mañana la larga columna de hombres descalzos, encabezada por el tambor y flanqueada por centinelas armados, ha emprendido su marcha de doce kilómetros hasta la estación del ferrocarril para ser enviados al norte. Dejan atrás a media docena de ellos, considerados irrecuperables, que esperan recluidos su traslado a Muldersrus, más tres en la enfermería que no pueden andar. Michaels está entre estos últimos: no ha vuelto a salir nada de sus labios después de negarse a ser alimentado por sonda.

Hay olor a desinfectante en la brisa, y disfrutamos de una tranquilidad agradable. Me siento aliviado, casi feliz. ¿Será igual cuando acabe la guerra y cierren el campamento? (¿O quizá ni siquiera entonces lo cierren, porque los campamentos con muros altos son siempre útiles?). Excepto el personal mínimo de guardia, todos se han marchado con permiso de fin de semana. El lunes se espera la llegada del grupo de noviembre. Pero el servicio de trenes ha empeorado tanto, que solo podemos organizar planes a un día vista. La semana pasada atacaron De Aar, causando importantes daños en las vías. No se habló de ello en las noticias, pero Noël se enteró de buena fuente.

Hoy he comprado una cidra cayote a un vendedor ambulante en Main Road, la he cortado en rodajas finas y las he tostado.

—No es calabaza —le he dicho a Michaels, incorporándole en la almohada—, pero sabe casi igual.

Ha dado un bocado, y he observado cómo lo rumiaba.

—¿Te gusta? —le he preguntado.

Ha asentido. Había espolvoreado la cidra cayote con azúcar, pero no había encontrado canela. Al cabo de un rato me he marchado para no incomodarle. Cuando he vuelto, estaba tumbado, el plato vacío a su lado. Supongo que cuando Felicity vuelva a barrer, encontrará la cidra cayote debajo de la cama cubierta de hormigas. Una pena.

—¿Qué es lo que te haría comer? —le he preguntado más tarde.

Ha estado en silencio tanto rato que pensé que se había dormido. Después se ha aclarado la garganta.

—Nadie ha tenido nunca interés en lo que como —ha dicho—. Así que me pregunto por qué.

—Porque no quiero verte morir de hambre. Porque no quiero ver a nadie aquí morirse de hambre.

No creo que me oyera. Los labios agrietados continuaban moviéndose, como si siguiera un hilo de pensamientos que temiera perder.

—Me pregunto: ¿Qué significo para este hombre? Me pregunto: ¿Qué le importa a este hombre si vivo o muero?

—También te podrías preguntar por qué no ejecutamos a los prisioneros. Es lo mismo.

Lo ha negado rotundamente con la cabeza; después, de pronto, me ha abierto sus ojos grandes y oscuros como pozos. Yo hubiera querido decir algo más, pero no he podido hablar. Me ha parecido absurdo discutir con alguien que te contempla con una mirada de ultratumba.

Nos hemos mirado durante un buen rato. Después, sin darme cuenta, he empezado a hablar en un susurro. Mientras hablaba, he pensado: Ríndete. Este es el sabor de la derrota.

—Podría hacerte la misma pregunta —le he dicho—, la misma pregunta que te has hecho: ¿Qué significo yo para este hombre? —Mi susurro era más suave, mi corazón latía acelerado—: No te he pedido que vinieras. Todo me iba bien antes de que llegaras. Era feliz, tan feliz como se puede ser en un sitio como este. Por eso yo también me pregunto: ¿Por qué yo?

Había vuelto a cerrar los ojos. Yo tenía la garganta seca. Lo he dejado, he ido al baño, he bebido, y me he quedado durante un buen rato apoyado en el lavabo, lleno de arrepentimiento, pensando en las dificultades por llegar, pensando: No estoy preparado. He vuelto a su lado con un vaso de agua.

—Aunque no comas, tienes que beber —he dicho.

Le he ayudado a incorporarse y dar algunos sorbos.

Querido Michaels:

La respuesta es: Porque quiero conocer tu historia. Quiero saber por qué precisamente tú te has visto envuelto en la guerra, una guerra en la que no tienes sitio. No eres un soldado, Michaels, eres una figura cómica, un payaso, un monigote. ¿Qué pintas en este campamento? No podemos hacer nada aquí para reeducarte de la madre vengativa con el pelo en llamas que te visita en tus sueños. (¿He entendido correctamente esta parte de la historia? En cualquier caso, así es como la entiendo). ¿Y para qué te vamos a reeducar? ¿Para trenzar cestas? ¿Cortar el césped? Eres como un insecto palo, Michaels, cuyo aspecto extraño es su única defensa en un universo de depredadores. Eres un insecto palo que ha aterrizado, Dios sabe cómo, en medio de una vasta llanura asfaltada y vacía. Levantas una a una tus piernas de alambre, lentas y frágiles, avanzas poco a poco buscando algo con lo que confundirte, y no encuentras nada. ¿Por qué abandonaste los matorrales, Michaels? Ese era tu sitio. Deberías haberte quedado toda la vida colgado de un arbusto insignificante, en un rincón tranquilo de un jardín oscuro en un barrio apacible, haciendo lo que el insecto palo hace para sobrevivir: mordisquear hojas de aquí y allá, comer pulgones de vez en cuando, beber el rocío. Y —si me permites un comentario personal— deberías haberte separado muy joven de esa madre tuya, que parece verdaderamente una bruja. Deberías haber encontrado otro matorral lo más lejos posible de ella y haberte embarcado en una vida independiente. Cometiste un gran error, Michaels, cuando te la cargaste a la espalda y huiste de la ciudad en llamas hacia la seguridad del campo. Porque cuando te imagino llevándola, jadeante bajo su peso, asfixiado por el humo, esquivando las balas, haciendo todas las demás proezas de caridad filial que sin duda hiciste, también me la imagino a ella sentada sobre tus hombros, devorando tu mente, mirando triunfante a su alrededor, la encarnación misma de la gran Madre Muerte. Y ahora que se ha ido, tienes la intención de seguirla. Michaels, me he preguntado lo que ves cuando abres tanto los ojos —porque estoy seguro de que no me ves, estoy seguro de que no ves las paredes blancas y las camas vacías de la enfermería, que no ves a Felicity con su turbante blanco como la nieve—. ¿Qué ves? ¿Ves a tu madre sonriéndote, con su aureola de pelo en llamas, haciéndote una señal con su dedo tentador para que cruces la cortina de luz y te reúnas con ella en el más allá? ¿Es esto lo que explica tu indiferencia ante la vida?

Otra cosa que me gustaría saber es lo que comías en el campo que ha vuelto insípido todo lo demás. Solo has mencionado la calabaza. Incluso llevas contigo semillas de calabaza. ¿Es la calabaza el único alimento que conocen en el Karoo? ¿He de creer que te alimentaste de calabaza durante un año? El cuerpo humano no es capaz de eso, Michaels. ¿Qué más comías? ¿Cazabas? ¿Te fabricaste un arco con flechas y cazaste? ¿Comías raíces y bayas? ¿Comías langostas? Tu informe dice que eras un opgaarder, un almacenista, pero no dice lo que almacenabas. ¿Era el maná? ¿Caía para ti el maná del cielo, y lo almacenaste en compartimentos subterráneos para que tus amigos vinieran a comer por la noche? ¿Es por eso por lo que no quieres probar la comida del campamento… porque el sabor del maná te ha malcriado para siempre?

Tenías que haberte escondido, Michaels. Fuiste demasiado negligente contigo mismo. Tenías que haberte deslizado en el rincón más oscuro del agujero más profundo y haberte armado de paciencia hasta que desaparecieran las dificultades. ¿Acaso pensaste que eras un espíritu invisible, un visitante de otro planeta, una criatura fuera de las leyes de las naciones? Pues bien, las leyes de las naciones te tienen ahora atrapado: te han atado a una cama bajo la tribuna del antiguo hipódromo de Kenilworth, y si es preciso te harán morder el polvo. Las leyes son de hierro, Michaels, espero que lo vayas aprendiendo. Da igual lo que adelgaces, no te dejarán tranquilo. Ya no hay hogar para las almas universales, salvo quizá en la Antártida o en alta mar.

Michaels, si no transiges, vas a morir. Y no pienses que vas simplemente a consumirte, hacerte más y más insustancial hasta que solo seas espíritu y puedas volar hacia el éter. La muerte que has escogido está llena de sufrimiento, miseria, vergüenza, arrepentimiento, y todavía quedan muchos días hasta que la liberación llegue. Vas a morir, y también va a morir tu historia, por los siglos de los siglos, a no ser que recobres el juicio y me escuches. Michaels, escúchame. Soy el único que puede salvarte. Soy el único que ve en ti el alma singular que eres. Soy el único que se preocupa de ti. Soy el único que no te ve como un caso fácil en un campamento fácil, ni como un caso difícil en un campamento difícil, sino que te veo como un alma humana imposible de clasificar, un alma que ha tenido la bendición de no ser contaminada por doctrinas ni por la historia, un alma que mueve las alas en ese sarcófago rígido, que susurra tras esa máscara de payaso. Michaels, eres valioso a tu manera; eres el último de tu especie, un resto de épocas pasadas, como el celacanto o el último hombre que habla yaqui. Todos hemos caído rodando en la gran caldera de la historia, pero solo tú, guiado por tu estrella idiota, esperando tu hora en un orfanato (¿quién habría pensado en semejante escondite?), esquivando la paz y la guerra, escondido al descubierto donde a nadie se le ocurriría buscarte, solo tú has conseguido vivir como antes: dejándote llevar por el tiempo, sujeto a las estaciones, sin querer cambiar el curso de la historia más que un grano de arena. Deberíamos valorarte, deberíamos festejarte, poner tu ropa en un maniquí de un museo, tu ropa y también tu paquete de semillas de calabaza, con un letrero; deberíamos clavar una placa en la pared del hipódromo que conmemore tu estancia aquí. Pero no va a ser así. La realidad es que vas a morir inadvertido, y van a enterrarte en una fosa común, en un rincón del hipódromo, porque ahora ni se plantearían tu traslado a los campos de Woltemade, y nadie más que yo te recordará, a no ser que cedas y al fin abras la boca. Te lo suplico, Michaels: ¡cede!

Un amigo

Después de un cúmulo de rumores, por fin tenemos información precisa del grupo de este mes. El grupo principal está retenido en la vía del ferrocarril en Reddersburg, esperando un medio de transporte. En cuanto al grupo del este de El Cabo, no va a llegar nunca: el campamento de tránsito de Uitenhage ya no tiene personal para separar a los prisioneros difíciles de los fáciles, y hasta nueva orden envían a todos los detenidos en ese sector a campamentos de alta seguridad.

La atmósfera festiva persiste en Kenilworth. Se ha organizado para mañana un partido de criquet entre el personal del campamento y un equipo de Intendencia. Hay mucha actividad en el centro de la pista, donde cortan el césped y alisan el terreno. Noël capitaneará el equipo. Dice que han pasado treinta años desde que jugó la última vez. No encuentra un par de pantalones blancos que le sirvan.

Si siguen dinamitando las vías y el transporte se paraliza en todas partes, puede que el Castillo se olvide de nosotros, y nos deje jugar durante el resto de la guerra, despreocupados y tranquilos entre nuestros muros.

Noël ha venido de inspección. Solo había dos prisioneros en la sala, Michaels y el caso de conmoción cerebral. Hemos hablado de Michaels en voz baja, aunque estaba dormido. Todavía podría salvarle si utilizo la sonda, le he dicho a Noël, pero me resisto a obligar a vivir a alguien que no lo desea. El reglamento me respalda claramente: No alimentar a la fuerza, no prolongar artificialmente la vida. (Y también: No dar publicidad a las huelgas de hambre).

—¿Cuánto puede durar todavía? —me ha preguntado Noël.

—Quizá dos semanas, quizá hasta tres —le he respondido.

—Al menos es un final tranquilo —ha dicho.

—No, es un final doloroso y lleno de angustia —he dicho.

—¿No le puedes poner una inyección? —ha preguntado.

—¿Para acabar con él? —le he dicho.

—No, no me refiero a acabar con él —ha replicado—, solo a hacerle la marcha más fácil.

Me he negado. No puedo aceptar esa responsabilidad mientras exista todavía la posibilidad de que cambie de opinión. Nos hemos quedado ahí.

Hemos jugado y perdido el partido de criquet. La pelota botaba con gran velocidad por el césped irregular y los bateadores tenían que saltar para evitar que les golpeara. Noël, que jugaba con un chándal blanco ribeteado de rojo, que le daba un aire de Papá Noel con ropa interior térmica, bateó el undécimo, y fue eliminado en la primera pelota.

—¿Dónde aprendiste a jugar? —le pregunté.

—En Moorreesburg, en los años treinta, en el campo de juego del colegio, en el recreo —contestó.

Me parece la mejor persona entre todos nosotros.

Después del partido, hemos estado de fiesta hasta muy entrada la noche. El partido de vuelta se ha fijado para febrero, en Simonstown, si aún estamos por aquí.

Noël está muy desanimado. Hoy ha oído que Uitenhage no era más que el principio, que iban a suprimir la diferencia entre campamentos de reeducación y campamentos de internamiento. Van a cerrar Baardskeerdersbos, y convertirán los tres restantes, incluido Kenilworth, en campamentos de internamiento. Parece que la reeducación es un ideal que no ha podido probarse; en cuanto a los grupos de trabajo, también se pueden reclutar en los campamentos de internamiento. Noël:

—¿Quieren decir que van a internar a soldados endurecidos por la batalla aquí, en Kenilworth, en medio de una zona residencial, entre un muro de ladrillo y dos hileras de alambrada, y van a vigilarlos un puñado de viejos, niños y enfermos de corazón?

La respuesta: Se han tomado en consideración las carencias del campamento de Kenilworth. Antes de su reapertura, se harán cambios estructurales, incluyendo las luces y las torres de vigilancia.

Noël me confiesa que está pensando en dimitir: tiene sesenta años, ha consagrado la mayor parte de su vida al ejército, tiene una hija viuda que le apremia para que vaya a vivir con ella a Gordon’s Bay.

—Es necesario un hombre de hierro para dirigir un campamento de hierro. Yo no soy de esa clase.

Estoy de acuerdo. El no ser de hierro es su mayor virtud.

Michaels se ha marchado. Ha debido de escapar por la noche. Al llegar esta mañana, Felicity se dio cuenta de que su cama estaba vacía, pero no informó a nadie («¡Pensé que estaba en el baño!»). Eran ya las diez cuando me he enterado. Ahora, mirando atrás, te das cuenta de lo fácil que ha tenido que ser, o lo fácil que sería para cualquiera con buena salud. Como el campamento estaba casi vacío, los únicos centinelas de guardia estaban en la entrada principal y en la del recinto del personal. No había patrullas y la puerta lateral estaba cerrada sin llave. No había nadie que quisiera escapar, ¿y quién querría entrar? Pero nos olvidamos de Michaels. Debió de salir de puntillas, escalar el muro (sabe Dios cómo) y escabullirse. No parece que cortara la alambrada; pero Michaels es casi un fantasma que puede deslizarse por cualquier sitio.

Noël se encuentra en un dilema. En casos similares, el procedimiento específico consiste en informar de la fuga y dejar el asunto en manos de la policía civil. Pero en este caso habrá una investigación, y sin duda saldrá a la luz la situación relajada que reina ahora aquí: la mitad del personal con permiso nocturno, las patrullas suspendidas, etcétera. La alternativa consiste en preparar un certificado de defunción y dejar marchar a Michaels. He insistido a Noël para que escoja esta solución.

—Por amor de Dios, cierra la historia de Michaels aquí y ahora —le he dicho—. El pobre idiota se ha ido a morir en un rincón como un perro enfermo. Déjale, no le traigas a rastras para obligarle a morir aquí bajo un foco de luz, rodeado de desconocidos. —Noël ha sonreído—. Sonríes —he dicho—, pero es verdad lo que digo: las personas como Michaels están en contacto con cosas que ni tú ni yo entendemos. Oyen la llamada del gran benefactor y obedecen. ¿No has oído hablar de los elefantes?

»Michaels no tendría que haber venido nunca a este campamento —he proseguido—. Fue un error. En realidad su vida ha sido un error de principio a fin. Es cruel decirlo pero lo diré de todas maneras: alguien como él no debería haber nacido nunca en un mundo como este. Más le hubiera valido que su madre le hubiera asfixiado discretamente cuando vio lo que era, y lo hubiera dejado en el cubo de la basura. Ahora, déjale al menos ir en paz. Escribo un certificado de defunción, tú lo firmas, algún oficinista del Castillo lo archiva sin mirarlo, y con esto se termina la historia de Michaels.

—Lleva puesto un pijama caqui reglamentario —ha dicho Noël—. La policía lo detendrá, le preguntará de dónde viene, dirá que viene de Kenilworth, comprobarán que no hay ningún parte de fuga, y nos la cargaremos.

—No llevaba el pijama puesto —he contestado—. Todavía no sé lo que encontró para ponerse, pero dejó su pijama aquí. En cuanto a admitir que viene de Kenilworth, no lo hará, por la sencilla razón de que no quiere volver a Kenilworth. Les contará una de sus historias, por ejemplo que viene del Jardín del Edén. Sacará el paquete de semillas de calabaza, lo agitará, les regalará una de sus sonrisas, y se lo llevarán directamente al manicomio, suponiendo que aún quede alguno. Te lo juro, Noël, no volverás a oír hablar de Michaels. Además, ¿sabes cuánto pesa? Treinta y cinco kilos, la piel y los huesos. No ha comido nada en dos semanas. Su cuerpo ya no tiene la capacidad de digerir los alimentos habituales. Me sorprende muchísimo que tuviera fuerzas para levantarse y andar; es un milagro que trepara el muro. ¿Cuánto puede durar? Una noche al aire libre y se morirá de frío. Se le parará el corazón.

—A propósito —ha dicho Noël—, ¿alguien ha comprobado que no esté fuera, tirado en algún sitio, que al llegar a lo alto del muro no se cayera directamente al otro lado? —Me he levantado. Noël ha proseguido—: Porque lo último que necesitamos es un cadáver delante del campamento, cubierto de moscas. No es tu trabajo, pero si quieres comprobarlo, adelante. Puedes coger mi coche.

No he cogido el coche; he recorrido a pie el perímetro del campamento. Había maleza abundante a lo largo del muro; en la zona posterior he tenido que avanzar entre la hierba que me llegaba a la rodilla. No he visto ningún cuerpo, ni tampoco ningún corte en la alambrada. Después de media hora, estaba de vuelta en el punto de partida, un poco sorprendido de lo pequeño que parece desde fuera el campamento que, para los que viven dentro, es un universo entero. Luego, en lugar de regresar a informar a Noël, he paseado por Rosmead Avenue, entre la sombra jaspeada de los robles, disfrutando de la calma del mediodía. Me ha adelantado un anciano cuya bicicleta chirriaba a cada golpe de pedal. Me ha saludado con la mano. Se me ha ocurrido que si le seguía, continuando en línea recta por la avenida, podría estar en la playa a las dos. ¿Hay alguna razón especial, me he preguntado, por la que no se pueda romper hoy el orden y la disciplina, en vez de mañana, el mes próximo, el año próximo? ¿Qué beneficiaría más a la humanidad: que me pase la tarde haciendo el inventario de la enfermería, o que me vaya a la playa, me quite la ropa y me tumbe en calzoncillos a tomar el sol suave de primavera, mirando a los niños divertirse en el agua, para más tarde ir a comprarme un helado en el quiosco del aparcamiento, si el quiosco existe todavía? ¿De qué le ha valido después de todo a Noël esforzarse en su escritorio por equilibrar las entradas y las salidas de hombres? ¿No hubiera sido mejor echarse una siesta? Es posible que la suma universal de la felicidad aumentara si declarásemos esta tarde libre y nos fuéramos todos a la playa, comandante, médico, capellán, monitores de EF, centinelas, instructores de perros, y también los seis casos difíciles del bloque de celdas, encargando al paciente de conmoción cerebral que cuide de todo. Es posible que conociéramos algunas chicas. Después de todo, ¿por qué otra razón hacemos la guerra sino para aumentar la suma universal de la felicidad? ¿O es que mi memoria me falla y la he confundido con otra guerra?

—Michaels no está tirado al otro lado del muro —he informado a Noël—. Tampoco lleva ropa que nos incrimine. Lleva un mono azul marino adornado con la palabra treefellers delante y detrás, que estaba colgado de un gancho del baño de la tribuna desde Dios sabe cuándo. Por lo tanto, podemos negar fácilmente nuestra relación con él.

Noël parecía cansado: un hombre mayor y cansado.

—Además —le he dicho—, ¿puedes recordarme por qué hacemos esta guerra? Me lo dijeron una vez, pero fue hace tiempo y parece que lo he olvidado.

—Hacemos esta guerra —ha dicho Noël— para que las minorías puedan decidir su futuro.

Hemos intercambiado miradas vacías. Cualquiera que fuese mi estado de ánimo, no he conseguido que lo compartiera.

—Prepara ese certificado que me prometiste —me ha dicho—. No pongas la fecha, déjala en blanco.

Por la noche, sentado a la mesa de la enfermera sin nada que hacer, mientras la sala se llenaba de sombras, el viento del sudeste comenzaba a soplar fuera y el caso de conmoción cerebral respiraba regularmente, me inundó la sensación de que estaba desperdiciando mi vida, que la desperdiciaba por vivirla día a día en un estado de espera, de que en realidad me había convertido en prisionero de esta guerra. Salí y, de pie en la pista vacía, miré el cielo despejado por el viento, y deseé que la inquietud pasara y volviera la paz anterior. El tiempo de guerra es tiempo de espera, había dicho Noël una vez. ¿Qué otra cosa se podía hacer en un campamento sino esperar, continuar con la rutina de la vida, cumplir sus obligaciones, el oído siempre atento al rumor de la guerra al otro lado del muro, alerta ante el menor cambio de tono? Sin embargo, se me ocurrió pensar si Felicity, por no hablar más que de ella, se sentía como un ser en suspenso, viva pero sin vivir, mientras la historia dudaba sobre el camino que seguir. Felicity, a juzgar por lo que la conozco, no ha conocido la historia más que como un catecismo infantil. («¿Cuándo se descubrió Sudáfrica?». «En mil seiscientos cincuenta y dos». «¿Dónde está el pozo más grande del mundo hecho por el hombre?». «En Kimberley»). Dudo que a los ojos de Felicity las corrientes del tiempo se arremolinen formando torbellinos alrededor de nosotros, en los campos de batalla y en los cuarteles generales, en las fábricas y en las calles, en las salas de consejos y en los gabinetes ministeriales, primero indecisas, pero dirigiéndose permanentemente hacia el momento de transfiguración donde el orden nace del caos y la historia se manifiesta en su significado triunfal. A no ser que me equivoque con ella, Felicity no se considera una náufraga abandonada en un reducto del tiempo, el tiempo de espera, el tiempo del campamento, el tiempo de la guerra. Para ella el tiempo está tan lleno como antes, incluso el tiempo que dedica a lavar las sábanas y barrer el suelo; mientras que para mí, que escucho los intercambios banales de la vida del campamento por un oído, y por el otro la rotación suprasensorial del giroscopio del Gran Diseño, el tiempo se ha vaciado. (¿O quizá esté subestimando a Felicity?). Hasta el caso de conmoción cerebral, totalmente replegado en sí mismo, absorto en el proceso lento de su propia extinción, vive la muerte con más intensidad que yo la vida.

A pesar de los problemas que nos causaría, me descubro deseando que un policía llegue a la verja agarrando a Michaels del cuello como un muñeco de trapo, y diga «Deberían vigilar mejor a estos sinvergüenzas», lo deje allí y se marche con paso marcial. Michaels, que sueña con cubrir el desierto de flores de calabaza, es también una más entre las personas demasiado ocupadas, demasiado estúpidas, demasiado absortas para oír girar las ruedas de la historia.

Esta mañana, sin previo aviso, una columna de camiones llegó con cuatrocientos nuevos prisioneros, el grupo retenido primero una semana en Reddersburg, y después al norte de Beaufort West. Mientras aquí organizábamos juegos, salíamos con amigas, filosofábamos acerca de la vida, la muerte y la historia, estos hombres esperaban en vagones de ganado, aparcados en las vías muertas bajo el sol de noviembre, durmiendo apretados unos contra otros en las noches frías de las tierras altas, saliendo dos veces al día para aliviar sus necesidades, sin comer nada más que gachas preparadas en hogueras de espinos al lado de las vías, viendo pasar cargamentos más urgentes que ellos, mientras la araña tejía su red entre las ruedas de su casa. Noël dice que, dada la precariedad de nuestras instalaciones y haciendo uso de este derecho, estuvo a punto de negarse en redondo a admitirlos, pero cuando olió a los prisioneros, cuando vio su cansancio y su impotencia, se dio cuenta de que, si ponía obstáculos, los volverían a llevar sin más al almacén de la estación y los meterían como un rebaño en los mismos vagones en los que llegaron, a esperar la muerte o a que alguien, en alguna parte de las altas esferas de la burocracia interminable, decidiera moverse. Por eso todos nosotros hemos trabajado sin descanso todo el día para prepararlos: espulgarlos y quemar la ropa vieja, equiparlos con el uniforme del campamento, alimentarlos y darles medicinas, separar a los enfermos de los simplemente muertos de hambre. La enfermería y el anexo vuelven a estar llenos; algunos de los pacientes nuevos se encuentran tan débiles como Michaels, que estuvo tan cerca de un estado de vida en muerte, o muerte en vida, cualquiera que fuese, como era humanamente posible. En resumen, hemos vuelto al trabajo, y dentro de poco tendremos otra vez las prácticas de saludo a la bandera y los cantos educativos para destruir la calma de las tardes veraniegas.

Los prisioneros nos contaron que al menos hubo veinte bajas en el camino. Sepultaron a los muertos en fosas comunes en el veld. Noël revisó los documentos. No resultaron ser más que unas hojas pergeñadas en Ciudad del Cabo por la mañana, en las que no se consignaba nada más que el número de llegadas.

—¿Por qué no exiges los documentos de la salida? —le he preguntado.

—Sería una pérdida de tiempo —me ha contestado—. Dirán que los papeles aún no han llegado. Pero es que los papeles no llegarán nunca. Nadie quiere una investigación. Y además, ¿quién dice que veinte entre cuatrocientos no es una proporción aceptable? La gente muere, no cesa de morir, es la naturaleza humana, no se puede hacer nada.

La disentería y la hepatitis hacen estragos, y por supuesto también las lombrices. Es evidente que Felicity y yo no podremos con todo. Noël está de acuerdo en que seleccionemos a dos prisioneros como ayudantes.

Mientras tanto continúan los preparativos para ascender a Kenilworth a la categoría de alta seguridad. El primero de marzo es la fecha fijada para el cambio. Habrá modificaciones importantes, entre ellas, el derribo de la tribuna, y nuevas casetas para alojar a quinientos prisioneros más. Noël llamó por teléfono al Castillo para protestar por ese plazo tan corto, y le dijeron: «Cálmese. Nos encargaremos de todo. Ocúpese de que sus hombres preparen el terreno. Quemen la hierba. Quiten las piedras. Cada piedra es un peligro. Buena suerte. Y recuerde, ’n boer maak ’n plan».

Sospecho que Noël bebe más de lo normal. Puede que, tanto para él como para mí, ahora sea el momento más apropiado de abandonar la fortaleza —porque en esto sin duda se va a convertir la Península—, dejando a los prisioneros que vigilen a los prisioneros, a los enfermos que curen a los enfermos. Quizá los dos deberíamos coger una hoja del libro de Michaels y marcharnos de viaje a una de las zonas más tranquilas del país, a la cuenca más oculta del Karoo, por ejemplo, y establecernos allí, dos desertores de buena familia, de fortuna modesta y hábitos sobrios. La dificultad mayor es llegar tan lejos como Michaels sin ser descubiertos. Quizá pudiéramos empezar por renunciar a nuestros uniformes, por ensuciarnos las uñas y caminar un poco más cerca de la tierra; aunque dudo de que pudiéramos pasar tan inadvertidos como Michaels, o al menos como Michaels debía de haber sido antes de convertirse en un esqueleto. Cuando miraba a Michaels, siempre me parecía que alguien había cogido un puñado de polvo, había escupido en él y le había dado la forma de un hombre rudimentario, cometiendo uno o dos errores (la boca, y sin duda el contenido de la cabeza), y olvidando uno o dos detalles (el sexo), pero logrando finalmente la forma de un hombrecillo genuino de barro, como los hombrecillos que se ven en algunas figuras de la artesanía popular salir al mundo de entre los muslos abiertos de su madre, los dedos ya torcidos, la espalda ya doblada, preparados para una vida de labranza, un ser que pasa su vida consciente inclinado sobre la tierra, que cuando llega al fin su hora cava su propia tumba, se desliza en ella y arroja la tierra pesada sobre su cabeza como una manta, sonriendo por última vez, y se vuelve dejándose llevar por el sueño, al fin en casa, mientras que, más inadvertida que nunca en algún lugar lejano, la rueda de la historia continúa girando. ¿A qué cuerpo del Estado se le ocurriría reclutar semejantes seres como agentes, y de qué servirían, si no es para llevar los fardos y morir en gran número? El Estado cabalga sobre la espalda de los siervos de la tierra como Michaels; devora los productos de su esfuerzo, y a cambio se caga en ellos. Pero cuando el Estado marcó a Michaels con un número y se lo tragó, perdía el tiempo. Porque las tripas del Estado no han digerido a Michaels; ha salido de sus campamentos tan intacto como de sus colegios y orfanatos.

Mientras que yo —si en una noche oscura me pusiera un mono, unas zapatillas de tenis y trepara el muro (cortando la alambrada porque no soy de aire)—, yo soy de esos que se dejaría atrapar por la primera patrulla que pasara, mientras me decido por el camino que lleva a la salvación. La verdad es que he tenido mi oportunidad, y la he dejado pasar sin darme cuenta. Debí haber seguido a Michaels la noche que se fugó. Es inútil alegar que no estaba preparado. Si hubiera tomado a Michaels en serio, siempre habría estado preparado. Habría tenido siempre un fardo a mano, una muda de ropa, una cartera llena de dinero, una caja de cerillas, un paquete de galletas y una lata de sardinas. No le habría perdido de vista nunca. Cuando durmiera, yo habría dormido en el umbral de la puerta; cuando se despertara, lo habría vigilado. Y cuando huyera, habría huido detrás de él. Me habría escondido en su sombra, habría trepado el muro por el rincón más oscuro y le habría seguido por la avenida de robles bajo las estrellas, a una buena distancia, parándome cuando se parase, para que no tuviera que preguntarse «¿Quién me sigue? ¿Qué quiere?», ni tuviera que empezar a correr si me tomara por un policía, un policía de paisano con un mono, unas zapatillas de tenis y una pistola en el fardo. Le habría seguido como un perro por las callejas toda la noche, hasta que al amanecer nos hubiéramos encontrado al final de los descampados de la llanura de El Cabo, caminando a cincuenta pasos uno del otro por la arena y los matorrales, evitando los grupos de chabolas donde se elevaría al cielo algún hilo de humo. Y allí, a la luz del día, al fin te habrías vuelto a mirarme, a mí el farmacéutico convertido en médico militar, convertido ahora en tu escolta, que antes de ver la luz te había impuesto tus momentos de sueño y vigilia, que te había introducido sondas en la nariz y pastillas en la boca, que había presenciado tu interrogatorio y me había burlado de ti, que, por encima de todo, había intentado obligarte a ingerir alimentos que no podías comer. Con recelo, incluso con enfado, habrías esperado en medio del sendero a que me acercara para explicarme.

Y yo me habría acercado y habría hablado. Te habría dicho: «Michaels, perdona la forma en que te he tratado, no he sabido apreciar quién eras hasta los últimos días. Perdóname también por perseguirte de esta manera. Te prometo no ser una carga». (¿«No ser una carga como la de tu madre»? No, esto quizá sería imprudente). «No te pido que me cuides dándome de comer, por ejemplo. Necesito algo muy sencillo. Aunque este país es extenso, tan extenso como para pensar que hay sitio para todos, lo que he aprendido de la vida me dice que es difícil estar lejos de los campamentos. Pero estoy convencido de que existen zonas entre los campamentos que no pertenecen a ningún campamento, ni siquiera a las zonas de influencia de los campamentos (las cimas de algunas montañas, por ejemplo, algunos islotes en medio de los lagos, algunos parajes áridos), donde los seres humanos no quieren vivir. Busco un sitio así para establecerme, ya sea hasta que la situación mejore, o para siempre. Pero no soy tan tonto para creer que los mapas y las carreteras me pueden guiar. Por eso te he elegido para que me muestres el camino».

Entonces me habría acercado más, hasta colocarme a tu lado para que pudieras leer en mis ojos. «Michaels —habría dicho si hubiera estado despierto y te hubiera seguido—, desde el momento en que llegaste vi que no eras carne de campa— mentó. Al principio, lo confieso, pensé que eras un tipo cómico. Es cierto que insistí al comandante Van Rensburg para que te eximiera del régimen del campamento, pero únicamente porque pensaba que someterte al proceso de reeducación hubiera sido como intentar enseñar a una rata, a un ratón o (¿me atreveré a decirlo?) a una lagartija a ladrar para pedir la pelota y atraparla en el aire. Sin embargo, a medida que pasaba el tiempo empecé poco a poco a percibir la originalidad de la resistencia que practicabas. No eras un héroe, no pretendías serlo, ni siquiera un héroe del ayuno. En realidad, no te resististe en absoluto. Cuando te ordenamos saltar, saltaste. Cuando te ordenamos saltar otra vez, saltaste otra vez. Pero cuando te ordenamos saltar por tercera vez, no obedeciste, sino que te derrumbaste; y todos pudimos ver, incluso los más reticentes, que te habías derrumbado porque habías agotado tus recursos obedeciéndonos. Así que te levantamos, constatando que no pesabas más que un saco de plumas, te sentamos delante de la comida y te dijimos: “Come, recupera tus fuerzas para poder volver a perderlas obedeciéndonos”. Y no te negaste. Creo que intentaste sinceramente hacer lo que te decían. Tu voluntad lo aceptó (perdóname que haga estas distinciones, no tengo otro medio de explicarme), tu voluntad lo aceptó, pero tu cuerpo lo rechazó. Así lo entendí. Tu cuerpo rechazaba la comida que te dábamos y tú adelgazabas más y más. ¿Por qué?, me preguntaba. ¿Por qué este hombre no quiere comer mientras se muere claramente de hambre? Después, a medida que te observaba día a día, comencé lentamente a comprender la verdad: implorabas en secreto, en tu subconsciente (perdona la palabra), por otra clase de comida, comida que ningún campamento podría proporcionarte. Tu voluntad seguía siendo dócil, pero tu cuerpo imploraba su propia comida, y ninguna otra. Ahora bien, me habían enseñado que el cuerpo no tiene ambivalencias. Me habían enseñado que el cuerpo solo quiere vivir. El suicidio, según tenía entendido, no es un acto del cuerpo contra sí mismo, sino de la voluntad contra el cuerpo. Pero ante mis ojos tenía un cuerpo que iba a morir antes que cambiar de naturaleza. Permanecí horas en la entrada de la sala observándote, interrogándome sobre este misterio. No había ni un principio ni una idea detrás de tu negativa. No querías morir, pero te estabas muriendo. Eras como un conejillo cosido en la carcasa de un buey: sin duda asfixiado, pero también muerto de hambre por la comida verdadera entre todos esos trozos de carne».

Aquí quizá habría interrumpido mi discurso en la llanura, porque de algún lugar cercano detrás de nosotros llegaría el ruido de un hombre tosiendo, carraspeando, escupiendo, y también el olor de leña quemada; pero el brillo de mi mirada te habría mantenido, por el momento, inmóvil.

«Yo he sido el único en darse cuenta de que eras más de lo que parecías —habría continuado—. Lentamente, a medida que tu “No” obstinado cobraba peso día a día, empecé a sentir que no eras un paciente cualquiera, otro herido de guerra, otro ladrillo en esta pirámide del sacrificio que un día alguien escalaría para conquistar su cima, rugiendo, golpeándose el pecho, proclamándose emperador de todo lo que divisara. Tú estabas metido en tu cama bajo la ventana, a la luz de la lámpara de noche, los ojos cerrados, quizá dormido. En la entrada, respirando en silencio, escuchando los gemidos y ronquidos de los otros en su sueño, yo esperaba; y en mí crecía más y más la sensación de que sobre una de esas camas, una sola, el aire se hacía más denso, la oscuridad se concentraba, un torbellino negro rugía en absoluto silencio sobre tu cuerpo, señalándote, sin ni siquiera mover el borde de las sábanas. Sacudí la cabeza como un hombre que trata de librarse de un sueño, pero la sensación persistía. “No es un producto de mi imaginación”, me decía a mí mismo. “Esta concentración de sentido que percibo no es un rayo luminoso que proyecto sobre esta o aquella cama, una camisa en la que envuelvo a este o aquel paciente a mi antojo. Michaels significa algo, y su significado no es solo asunto mío. Si así fuera, si el origen de este significado no fuera más que una carencia mía, una carencia, digamos, de algo en que creer, ya que todos sabemos lo difícil que es saciar el hambre de creer con el futuro que nos ofrece la guerra, por no hablar de los campamentos, si lo que me llevó a Michaels y su historia solo fuera un vulgar apetito de significado, si Michaels mismo no fuera más de lo que parece ser (lo que pareces ser), un hombre escuálido con el labio retorcido (perdóname por nombrar solo lo que salta a la vista), en ese caso tendría razones para retirarme a los baños detrás de los vestuarios de los jockeys, encerrarme en la última cabina y pegarme un tiro en la cabeza. Pero ¿cuándo he sido más sincero que esta noche?”. Y de pie en la entrada de la sala, dirigí hacia mí mismo la mirada más crítica, tratando por todos los medios a mi alcance de detectar el germen de la deshonestidad en lo más profundo de mi convicción (por ejemplo, el deseo de ser el único para el que el campamento no era solo el antiguo hipódromo de Kenilworth, salpicado de casetas prefabricadas, sino también un lugar privilegiado donde el significado erupcionaba al mundo). Pero si tal germen estaba escondido dentro de mí, no quería levantar la cabeza, y si no quería, ¿qué podría hacer para obligarle? (De todas formas dudo de que se pueda disociar el yo que examina del yo que se esconde, enfrentándolos como halcón y ratón; pero convengamos en posponer esta conversación para un día en que no huyamos de la policía). Así que dirigí mi mirada de nuevo al exterior, y, sí, todavía era verdad, no me engañaba, no era una ilusión o un consuelo, era como antes, era la verdad, realmente había una concentración, una intensificación de la oscuridad sobre una de las camas, una sola, y esa cama era la tuya».

En este punto creo que ya me habrías dado la espalda y te habrías alejado, perdiendo el hilo de mi discurso, impaciente en cualquier caso por aumentar la distancia que te separaba del campamento. O puede que un grupo de niños de las chabolas, atraídos por mi voz, estuvieran ya reunidos a nuestro alrededor, algunos en pijama, escuchando con la boca abierta esas palabras grandes y apasionadas, poniéndote nervioso. Así que ahora habría tenido que correr detrás de ti, pisándote los talones para no tener que gritar. «Perdóname, Michaels —habría tenido que decir—, ya no queda mucho más, por favor, ten paciencia. Solo me queda decirte lo que significas para mí, después habré terminado».

Supongo, porque así es tu naturaleza, que en este momento echarías a correr. Tendría que correr detrás de ti, vadeando la espesa arena gris como el agua, esquivando las ramas, gritando: «Tu estancia en el campamento no ha sido más que una alegoría, si conoces esta palabra. De manera escandalosa y ultrajante, esta alegoría revelaba (utilizando el lenguaje erudito) hasta qué punto un significado puede alojarse en un sistema sin convertirse en parte de él. ¿No te diste cuenta de que cada vez que intentaba sujetarte, te escurrías? Yo me di cuenta. ¿Sabes lo que he pensado cuando he visto que te habías escapado sin cortar la alambrada? Debe de ser pertiguista, eso es lo que he pensado. Bueno, puede que no seas pertiguista, Michaels, pero eres un gran artista de la evasión, uno de los fugitivos más grandes: ¡me descubro ante ti!».

Mientras tanto, a fuerza de correr y explicarme, me habría quedado sin aliento, incluso es posible que hubieras empezado a alejarte de mí. «Y ahora el último tema, tu huerto —habría dicho entre jadeos—. Déjame que te explique el significado de ese huerto sagrado y seductor que florece en el corazón del desierto y cuya fruta es el alimento de la vida. El huerto al que ahora te diriges se encuentra en cualquier parte, menos en los campamentos. Es otro nombre del único lugar al que perteneces, Michaels, donde no te sientes desvalido. No está en ningún mapa, ninguna carretera corriente lleva allí, y únicamente tú conoces el camino».

¿Serían imaginaciones mías, o de verdad empezarías en este preciso momento a consagrar todas tus energías a correr, de manera que incluso el observador menos atento comprendería que corrías huyendo del hombre que gritaba detrás de ti, el hombre de azul que parecía un acosador, un loco, un sabueso, un policía? ¿Sería una sorpresa que los niños, después de habernos seguido para entretenerse, empezaran ahora a estar de tu parte y a acosarme por todos lados, tirándome palos y piedras, por lo que tendría que pararme para librarme de ellos a golpes, gritándote mis últimas palabras, mientras tú te sumergirías en lo más profundo de la tupida maleza, corriendo ahora más deprisa de lo que se podría esperar de alguien que no come? «¿Tengo razón? —gritaría—. ¿Te he comprendido? ¡Si tengo razón, levanta la mano derecha; si me equivoco, levanta la izquierda!».