2012
Me prometieron que los años de universidad serían los mejores de mi vida. Mentira. Estuvieron bien, pero no fueron los mejores.
Los mejores años de mi vida fueron los del instituto, y creo que Alfredo, Roberto y Justo Manuel estarían de acuerdo conmigo. Nunca he tenido mejores amigos, nunca me lo he pasado mejor, nunca he sido más feliz, aunque ni siquiera lo supiera. Entérate: nunca he leído mejores tebeos que en aquellos cuatro años. Cualquier época palidece ante los recuerdos de entonces.
—¿Habéis visto la película de Los Vengadores? Menuda mierda. Seguro que os ha encantado.
Quien se había unido a nosotros en la mesa del pub, quien además había pagado la ronda, quien nos había soltado la provocación de la peli de Los Vengadores no era otro que el Cobra. Se había acercado a dar el pésame a la madre de Roberto durante el funeral. Y después nos abrazó a los supervivientes del club. Ver para creer.
—Qué malos erais. ¿Sabéis que a veces os tenía hasta miedo? Cuando pasaba lo de los petardos, estaba convencido de que me quemaríais la tienda.
—Deberíamos habértela quemado.
—Pero no lo hicisteis. Y lo más cachondo es que El Cobra se salvó gracias al pobre Roberto que en paz descanse.
No sabíamos de qué narices estaba hablando. Roberto tenía al Cobra tan atravesado como todos nosotros. Le pedimos que se explicara. Miró a su tercio de cerveza, como quien consulta con un asesor de confianza, se llevó la jarra a la boca y dio un largo trago. Necesitaba mojar el paladar antes de contarnos aquello.
—Fue poco después de que Roberto y tú —señalando a Alfredo— abrierais vuestro chiringuito. Lo del ocultismo y los platillos volantes ya no iba tan bien como antes, la moda se debía estar pasando. Quería volver a llevar tebeos, pero el muy cabrón de Fuentes no quería servírmelos.
—Porque le debías una pasta.
—Da igual, por lo que fuera. El caso es que fui a vuestra tienda, aprovechando un día que tú no estabas.
—¿Y qué si estaba yo o no estaba?
—Joder, sigues siendo igual de botarate que siempre. ¿Es que no te acuerdas de todo lo que te había dicho?
—No lo que me dijiste. Me amenazaste con ir a la policía y hacer que me despidieran.
—Pues eso, ¿cómo iba a pedirte un favor, so lerdo? Porque era eso lo que necesitaba. Un favor. Le dije a Roberto que me sirviera unos cuantos cómics, no demasiados, sólo para reactivar la clientela. Si los vendía, le pagaba el precio de venta al público, con lo que yo no ganaba nada y era como si vosotros los hubierais colocado. Si no los vendía, se los devolvía sin más. Sea como fuera, todos ganábamos: yo reflotaba el negocio y vosotros vendíais más de lo previsto. Y no nos haríamos la competencia, porque cada uno estábamos en una punta de la ciudad.
—¿Y aceptó?
—Pues claro. ¿Cómo crees que sobrevivió El Cobra durante diez años más? Vendiendo esa mierda de los superhéroes y luego esa mierda del manga, que es más mierda todavía que la mierda de los superhéroes. Hay que ver en qué mundo de mierda nos movemos.
—Pero al final cerraste la librería.
—Mirad. Hay un momento en que te cansas y ya no puedes más. También os pasará a vosotros.
Puso encima de la mesa un billete de 20 euros, que cubría de sobra lo que habíamos consumido, levantó la jarra y brindó.
—Por Roberto.
Se la terminó de beber y se largó. Nos habíamos quedado de piedra.
—Entonces, ¿Roberto salvó al Cobra? ¿Cómo es posible? —Justo Manuel no entendía nada. Yo tampoco. Pero creo que Silvia y Alfredo sí. Fue él quien lo verbalizó.
—Habíamos hecho las paces, pero era su manera de joderme por… —le costaba decirlo. La miró, y supo que no le molestaría que lo hiciera—… lo de Silvia. El que pusiera el dinero y se hiciera mi socio y volviéramos a ser amigos, primero entre comillas y luego de verdad, no quería decir que me hubiera perdonado. Supongo que salvar el culo al Cobra era una manera como otra cualquiera de jorobarme a mí. Y no la dejó pasar.
Alfredo volvió a mirar a Silvia y le apartó un mechón de pelo que tenía sobre la frente. Veinte años después y era como si acabaran de empezar a salir.
—Siempre estuvo colado por ti, bicho. Creo que se llevaba tan bien con los chicos porque los veía un poco como los hijos que podía haber tenido contigo.
Nos quedamos todos sin decir nada. Y nos hubiéramos puesto a llorar allí mismo de no ser porque Justo Manuel dio un golpecito encima de la mesa, que nos provocó un respingo.
—Vale ya de darle vueltas. Vamos a dar un paseo, que llevamos aquí dos horas. ¿Te acuerdas de aquellos especiales de Verano que sacaba Forum? ¿El primero de Spiderman, aquél que te conté que el Doctor Octopus era el malo, salía el Castigador y dibujaba Frank Miller? Te dije que era uno de mis cómics favoritos, pero se me olvidó comentarte que no sólo era por la historia principal, sino también por una segunda historia, que nadie menciona y que servía para rellenar las 64 páginas. Tía May se acordaba de cuando era joven, de cómo era Nueva York en aquel entonces, de cómo no quedaba nada de aquello.
El tebeo me vino a la memoria cuando fuimos por calles que habían cambiado en los veinte años que yo llevaba viviendo en Madrid hasta convertirse en irreconocibles. Llegamos a la zona en la que estaba el almacén del señor Fuentes y descubrí que en su lugar habían construido un McDonald’s, porque la distribuidora se la habían llevado a una nave más grande, en el nuevo polígono industrial que construyeron a las afueras. Pasamos por el primer local donde había estado la Batcueva, antes de que Alfredo y Roberto se lo llevaran a otro más grande, y en el que ahora había un bar de ambiente español, todo muy hortera. «Fíjate, si todavía me acuerdo de dónde estaban las estanterías, pero no acabo de situar la caja registradora», decía Justo. «Estaba ahí», señaló Silvia. Andamos tanto que terminamos delante de donde había estado El Cobra. Paradojas del destino, volvía a haber una peluquería. Nos partimos el culo cuando la vimos. Y acabamos sentados sobre el respaldo de un banco que estaba en el parque de enfrente, mirando al cielo. Alan Moore lo explica mejor que yo: Todo lo que vemos de las estrellas es la luz que nos llega, como fotografías. Pero las estrellas están muertas.
—¿Os vais a apañar vosotros solos con la tienda? —pregunté a Alfredo y Silvia. Creía que él me diría que cualquiera de los chavales les echaría una mano. Pero estaban ya en segundo y tercero de la ESO y tenían tantas ganas de largarse como nosotros a su edad. Quizás más.
—No sé si nos apañaremos. Esto de la crisis es una jodienda. No vendemos como antes.
—Ya.
—Y luego hay capullos como éste —señalando a Justo Manuel— que ya no vienen nunca. Lo compran todo por Internet o se lo descargan directamente.
—Es que te los llevan a casa y no tienes que hacer nada.
—Así de gordo te has puesto, so cabrón.
—¿Gordo yo? ¡Soy todo músculo! ¡¡Músculo que te triturará!!
Lo último, si te acuerdas, era una frase de Kingpin. Ya te digo que se parecía. Pero es que encima se sentía orgulloso de parecerse. Sólo le faltaba el traje blanco. Qué putos frikis seguíamos siendo, de verdad.
—Tampoco estaría mal que tú vinieras alguna vez, tío.
Esta vez me lo decía a mí.
—Es jodido. Hay semanas que curramos de lunes a sábado. Y ahora encima con un crío…
—Pero con el coche te pones aquí en dos horas. Si no vienes es porque no quieres.
—Que sí, que a lo mejor tienes razón. Prometo venir más.
—Y una mierda que prometes venir más. Lo mismo te digo, Justo Manuel. Menudos amigos que estáis hechos.
Los dos miramos al suelo. Hasta que Silvia, con la timidez que esgrime quien teme meterse donde no la llaman, levantó un poco la mano.
—Tengo una idea. ¿Por qué no hacemos una cena fija todos los años? Que sea siempre en la misma fecha. Así todos la podemos reservar y, si tenéis que pedir un día en el curro, pues lo pedís, narices.
No era mala idea, pero ¿qué fecha?
—El 20 de mayo, que es el día del orgullo friki —propuso Justo Manuel.
—Y una mierda —respondió Alfredo—. Lo del orgullo friki es una mierda. No pienso quedar con vosotros ese día.
—7 de septiembre. Fue cuando se inauguró el Cobra —dije. Y me miraron raro. No por la ocurrencia, sino porque me acordara del día concreto en el que había sido eso.
—Si fue cuando abrió el Cobra, no hay mucho que celebrar entonces.
Eso nos llevó al 29 de septiembre, que era el día en que se había estrenado Batman y se inauguró la Batcueva. Y alguien mencionó el 27 de abril, que fue el estreno de Los Vengadores. Volvíamos a hablar a gritos de lo mucho que nos había gustado la peli cuando Silvia, sin levantar siquiera el tono de voz, dio con la clave.
—30 de abril. Es cuando murió Roberto.
Nos callamos todos.
—El 30 de abril. Me parece bien.
—Premio. El 30 de abril.
—El 30 de abril entonces, si estamos todos de acuerdo.
Y así fue como Los 4 Fantásticos volvieron a reunirse, después de llevar tanto tiempo separados, como siempre ocurre en los tebeos. Te digo yo que esos cuatro están destinados a formar equipo. O familia, como quieras llamarlo. Acaba siendo lo mismo.
Estaba allí, con unos tíos a los que conocía desde que éramos adolescentes pirados por unos psicópatas en mallas, y pensé que no nos había ido mal, después de todo. Lo mismo Jack Kirby se equivocaba, por mucho que a él los tebeos le hubieran roto el corazón y le hubieran roto la vida. No fue así con nosotros. Ni siquiera con Justo Manuel. Déjame que te cuente la última sobre él. A los cuatro meses del funeral de Roberto, fue un día a casa de Alfredo y le dijo que tenía sesenta mil euros ahorrados, que no sabía qué hacer con ellos y que si los podía invertir en la Batcueva. Alfredo le dijo que adelante, pero que ponía una condición: si quería entrar en la empresa, no sólo debería ser socio capitalista, también trabajar en la tienda, aunque fuera a media jornada, porque era el trato que tenían él y Roberto. Pones dinero, pero también pones músculo laboral. Y Justo aceptó. Es lo bueno de ser funcionario: te deja las tardes libres. Hace un par de semanas, me llama el muy cabrón y me dice que está saliendo con una chavala de allí del pueblo a la que le saca como diez años, que había entrado un buen día a la tienda porque quería comprarse algo de Batman, después de ver la última peli, y que había sido amor a primera vista. Lo que son las cosas.
En cuanto a mí… Un buen día decidí que igual que iba a comprar los tebeos al centro de Madrid, podía acercarme hasta la Batcueva, aunque el camino fuera bastante más largo. Lo siento por Ismael, pero él no tiene problemas para conseguir nuevos clientes. De hecho, con esto de las películas, los tiene a paletadas. Ah, y no me preguntes cómo. Convencí a Sonia de que pusiera a nuestro hijo el nombre que se me había ocurrido a mí. No lo llamamos ni Caleb, ni mucho menos Peter Parker, a ver qué te has creído. El nene se llama Roberto.
No te negaré que todo esto de los tebeos quizás hunda en la ciénaga a algunas personas. Ey, he visto casos de ésos en que los tebeos son una obsesión que centra su existencia, que los paraliza como si fuera más importante el siguiente número de Los Vengadores que encontrar un trabajo de verdad o alguien que te quiera. A esa gente los tebeos les llegan a destrozar la vida, puedes estar seguro, vagando en las montañas de números atrasados, berreando por colecciones espantosas, pero que tienen que tachar de su lista de números que le faltan. Los he conocido. Dan mucha pena, cuando no dan miedo.
Pero, cuando veo lo que los tebeos han significado, lo que significan, para mí y mis colegas, entiendo que no es nuestro caso. Era lo que teníamos, lo que hizo posible que nos conociéramos y llegáramos a ser los mejores amigos del mundo, lo que hizo que nuestra adolescencia no fuera un absoluto infierno, sino un purgatorio del que salir con la cabeza alta y recordar incluso con una nostalgia amable, siempre endulzada por el paso del tiempo. Aquellos años, y sólo ahora es cuando me doy cuenta, hubieran sido muy diferentes, horribles y grises, de no ser porque teníamos una pasión que compartir, porque cada semana teníamos nuevos cómics que llevarnos a casa. En aquellos años, los tebeos nos salvaron la vida.