15
Las estaciones se invirtieron a medida que la partida de caza regresaba hacia el sur: de invierno a otoño. Nubes amenazadoras y el olor a nieve apresuró su partida; no tenían la intención de dejarse atrapar por la primera verdadera tempestad de nieve del invierno del norte de la península. La temperatura más benigna en el extremo sur daba una falsa impresión de primavera, con un cambio desconcertante. En vez de nuevos brotes y flores silvestres en capullo, las hierbas altas ondulaban en olas doradas por la estepa, y la floración de los árboles templados en el extremo protegido tenía matices carmesí y ambarinos mezclados con tonalidades verdes. Pero, a distancia, la vista resultaba decepcionante. La mayor parte de los árboles deciduos se habían quedado sin hojas y la violenta embestida del invierno estaba muy próxima ya.
Tardaron más en el regreso que en la ida hasta el punto donde se encontraba la manada de mamuts. Resultaba imposible mantener el paso rápido que tragaba las distancias con aquellas pesadas cargas. Pero Ayla llevaba a cuestas algo más que carne de mamut; la culpabilidad, la ansiedad y la depresión constituían cargas mucho más pesadas. Nadie hablaba del incidente, pero no lo habían olvidado. A menudo, su mirada se cruzaba casualmente con la mirada fija de alguno, que la desviaba inmediatamente, y pocos le hablaban como no fuera absolutamente necesario. Se sentía aislada, solitaria y más que un poco asustada. Por mínima que fuera la conversación, bastaba para tomar conciencia del castigo que su delito llevaba aparejado.
Los que se habían quedado en la cueva habían estado vigilando el retorno de los cazadores. Desde el día en que se esperaba su llegada, alguien había quedado apostado en la sierra, desde donde había una excelente vista de la estepa; casi siempre era uno de los niños.
Cuando Vorn ocupó su lugar temprano por la mañana, estuvo mirando concienzudamente el panorama distante, pero acabó aburriéndose. No le gustaba quedarse solo sin tener siquiera a Borg para jugar. Ideaba cacerías imaginarias y clavaba su lanza, todavía pequeña, en la tierra tan a menudo, que la punta terminó por achatarse a pesar de haber sido endurecida al fuego. Sólo por pura casualidad echó una mirada colina abajo cuando la partida de caza llegó al alcance de su vista.
—¡Colmillos! ¡Colmillos! —gritó Vorn, corriendo hacia la cueva.
—¿Colmillos? —preguntó Aga—. ¿Qué quieres decir: colmillos?
—¡Están de regreso! —gesticulaba Vorn, presa de excitación—. Brun y Droog y los demás, y he visto que traían colmillos.
Todos echaron a correr hacia la estepa para saludar a los cazadores triunfantes. Pero cuando se reunieron con ellos, se veía a las claras que algo andaba mal. La cacería fue un éxito, y los cazadores deberían haberse mostrado jubilosos. En cambio, su paso era lento y su actitud deprimida. Brun estaba sombrío; a Iza le bastó echar una mirada a Ayla para comprender que algo terrible había sucedido y que en ello estaba implicada su hija.
Mientras la partida de caza traspasaba parte de su carga a los que habían ido a su encuentro, se fue imponiendo la razón de aquel sombrío silencio. Ayla subió la cuesta con la cabeza baja, sin hacer caso de las miradas subrepticias que se lanzaban en su dirección. Iza estaba atónita. Si alguna vez se había preocupado por las acciones poco ortodoxas de su hija adoptiva, aquello no era nada comparado con la fría punzada de temor que ahora sentía.
Una vez que llegaron a la cueva, Oga y Ebra llevaron al niño a Iza; ésta cortó el molde de corteza de abedul y lo examinó.
—Su brazo estará tan bien como antes dentro de poco —declaró—. Le quedarán cicatrices, pero las heridas están sanando y el brazo está bien soldado. De todas formas, será mejor que le ponga otro molde.
Las mujeres respiraron con alivio. Sabían que Ayla tenía poca experiencia y aun cuando no les había quedado más remedio que dejar a la joven cuidar a Brac, habían estado preocupadas. Un cazador necesitaba dos brazos fuertes. Si Brac hubiera perdido el uso de uno, nunca habría podido convertirse en jefe como se esperaba de él. De no haber podido cazar, ni siquiera se habría hecho hombre, sino que habría permanecido en ese limbo ambiguo de los muchachos que, después de haber alcanzado la madurez física, no habían logrado cobrar su primera pieza.
También Brun y Broud se sintieron tranquilizados. Pero, por lo menos, Brun recibió la noticia con emociones contradictorias. Eso le dificultaba aún más su decisión. Ayla no sólo había salvado la vida de Brac, había asegurado su existencia útil. El asunto se había aplazado más de lo suficiente. Hizo señas a Mog-ur y ambos se alejaron juntos.
La historia, tal como la contó Brun, perturbó profundamente a Creb. La responsabilidad de criar y educar a Ayla había sido suya, y era evidente que había fracasado. Pero otra cosa le perturbaba más aún. Cuando se enteró de los animales muertos que solían encontrar los hombres, tuvo la impresión de que nada tenían que ver con los espíritus. Incluso se preguntó si Zoug o alguno de los otros no les estarían gastando una broma. No parecía probable, pero su intuición le indicaba que las muertes eran causadas por un agente humano. También se había percatado de los cambios producidos en Ayla, cambios que debería haber reconocido ahora que lo pensaba: las mujeres no caminaban con el paso ligero del cazador; hacían ruido, y con harta razón. Más de una vez Ayla le había sorprendido al acercarse a él tan silenciosamente que no la había oído llegar. También había otras cosas, menudencias que deberían haber despertado sus sospechas.
Pero le había cegado el amor que sentía hacia ella. No se había permitido pensar siquiera que pudiera estar cazando, sabía demasiado bien cuáles serían las consecuencias. Eso incitaba al viejo mago a poner en tela de juicio su propia integridad, su capacidad para llevar a cabo su ministerio. Había permitido que sus sentimientos hacia la muchacha pasaran antes que la salvaguardia espiritual del clan. ¿Seguiría mereciendo la confianza que habían depositado en él? ¿Sería aún digno de Ursus? ¿Podría justificarse que siguiera siendo Mog-ur? Creb se echaba la culpa de las acciones de Ayla. Debería haberla interrogado, no debería haberle permitido vagar tan libremente; debería haberla disciplinado con mayor severidad. Pero toda la angustia que le causaba lo que debería haber hecho no cambiaba en nada lo que le quedaba por hacer. La decisión correspondía a Brun, pero era competencia suya llevarla a efecto, era su deber matar a la criatura a la que amaba.
—Sólo existe la sospecha de que ha sido ella quien haya matado a los animales —dijo Brun—. Tendremos que interrogarla; pero sí mató a la hiena y tenía una honda. Ha tenido que practicar con algo, pero es posible que haya adquirido tanta pericia de otra manera. Es mejor que Zoug con el arma, Mog-ur, ¡y es hembra! ¿Cómo ha podido aprender? Me he preguntado en otras ocasiones si no habría en ella algo viril, y no soy el único. Es tan alta como un hombre y ni siquiera es todavía mujer. ¿Crees que haya algo de cierto en la idea de que nunca lo será?
—Ayla es una niña, Brun, y algún día se convertirá en mujer al igual que otra muchacha…, o debería haberse convertido ya. Es una hembra que ha empleado un arma —la mandíbula del mago estaba apretada; no quería dejarse llevar por falsas ilusiones.
—Bueno, pues sigo queriendo saber desde cuándo ha estado cazando. Pero eso puede esperar hasta mañana. Ahora todos estamos cansados; ha sido un viaje largo. Di a Ayla que la interrogaremos mañana.
Creb regresó cojeando a la cueva, pero se detuvo en su hogar sólo lo suficiente para indicar a Iza que dijera a la muchacha que la interrogarían por la mañana, y siguió hasta su pequeño anexo. No volvió a su hogar en toda la noche.
Las mujeres se quedaron mirando silenciosamente a los hombres que se dirigían al bosque con Ayla a la zaga. No sabían qué pensar, y estaban llenas de emociones contradictorias. La propia Ayla estaba confundida. Siempre había sabido que era malo cazar, aunque ignoraba cuán grave era su delito. «Me pregunto si habría habido alguna diferencia de haberlo sabido —se dijo—. No. Yo quería cazar y habría cazado de todos modos. Pero no quiero que los malos me persigan hasta el mundo de los espíritus». Y se estremeció al pensarlo.
La muchacha temía a las entidades invisibles y malignas tanto como creía en el poder de los totems protectores. Ni siquiera el Espíritu del León Cavernario podía protegerla contra ellos, ¿o sí? «Debo de haberme equivocado. Mi tótem no me habría dado una señal para permitirme cazar a sabiendas de que moriría por ello. Probablemente me abandonó la primera vez que toqué la honda». Pero no le agradaba pensar en ello.
Los hombres llegaron a un claro del bosque y se acomodaron en troncos caídos y rocas a ambos lados de Brun, mientras Ayla se dejaba caer en el suelo a sus pies. Brun le tocó el hombro para permitirle que le mirara y comenzó sin más preliminares.
—¿Has sido tú la que mataba los carnívoros que encontraban por ahí los cazadores, Ayla?
—Sí —reconoció asintiendo con un ademán. De nada serviría tratar de ocultar ya nada. Su secreto había sido descubierto y ellos podrían darse cuenta de que intentaba evadir sus preguntas. Era incapaz de mentir, lo mismo que cualquier otro miembro del Clan.
—¿Cómo aprendiste a usar la honda?
—Aprendí de Zoug —respondió.
—¡Zoug! —repitió Brun. Todas las cabezas se volvieron como una acusación colectiva hacia el viejo.
—Nunca he enseñado a la muchacha a usar la honda —accionó con gestos defensivos.
—Zoug no sabía que estaba aprendiendo de él —señaló rápidamente Ayla, defendiendo prontamente al viejo cazador-con-honda—. Yo le observaba mientras instruía a Vorn.
—¿Cuánto tiempo llevas cazando? —fue la siguiente pregunta de Brun.
—Ahora hace dos veranos. Y el verano anterior sólo practiqué, pero sin cazar.
—Es lo que lleva aprendiendo Vorn —comentó Zoug.
—Ya lo sé —dijo Ayla—. Comencé el mismo día que él.
—¿Cómo sabes con exactitud el día en que Vorn empezó, Ayla? —preguntó Brun, intrigado por lo segura que se había manifestado.
—Yo estaba allí, y lo vi.
—¿Qué quieres decir con eso de que estabas allí? ¿Dónde?
—En el campo de prácticas. Iza me envió en busca de un poco de corteza de cerezo, pero al llegar allí todos estaban reunidos —explicó—. Iza necesitaba la corteza de cerezo y no sabía cuánto tiempo más iban a quedarse allí, de manera que esperé y miré. Zoug estaba impartiendo su primera lección a Vorn.
—¿Viste cómo Zoug daba a Vorn su primera lección? —cortó bruscamente Broud—. ¿Estás segura de que era la primera? —Broud recordaba ese día demasiado bien: todavía enrojecía de vergüenza al recordarlo.
—Sí, Broud, estoy segura.
—¿Qué más viste? —Los ojos de Broud estaban entrecerrados y sus gestos eran bruscos. También Brun recordó repentinamente lo que había sucedido en el terreno de prácticas el día en que Zoug comenzó el entrenamiento de Vorn, y no le hacía mucha gracia que una hembra hubiera presenciado el incidente.
Ayla vaciló.
—También vi practicar a los demás hombres —respondió evitando una respuesta directa, pero vio que la mirada de Brun se volvía severa—. Y vi que Broud empujaba a Zoug, y tú te enojaste mucho con él, Brun.
—¡Viste eso! ¿Lo viste todo? —interrogó Broud con vehemencia. Estaba lívido de ira y confusión. De todos los miembros del clan, ¿por qué tuvo que ser ella quien lo viera? Cuanto más lo pensaba, más se mortificaba y más furioso se ponía. Ella había presenciado la más ruda reprimenda que le había echado Brun. Broud recordó lo mal que disparó, y súbitamente recordó que tampoco le había atinado a la hiena…, la hiena que ella mató. Una hembra, aquella hembra le había puesto en evidencia.
Todo pensamiento amable, toda brizna de la gratitud que había sentido recientemente hacia ella desapareció. «Me alegraré cuando esté muerta —pensó—. Se lo merece». No podía soportar la idea de que ella siguiera viviendo, conociendo como conocía el momento de vergüenza que él había vivido.
Brun observaba al hijo de su compañera y casi podía leer los pensamientos que pasaban por su mente al ver las expresiones de su rostro. «Mala suerte —pensaba—, justo cuando había una posibilidad de que terminara la enemistad entre ellos; claro, que nada de eso importa ya». Y prosiguió el interrogatorio:
—Dices que comenzaste a practicar el mismo día que Vorn; cuéntame cómo fue.
—Cuando todos se alejaron, crucé el campo y vi la honda que Broud había tirado al suelo. A todos se les había olvidado cuando te enfureciste contra Broud. No sé por qué, pero se me ocurrió que tal vez yo pudiera hacerlo. Recordaba la lección de Zoug y probé. No era fácil, pero seguí tirando toda la tarde, se me olvidó que se hacía tarde. Le di una vez al poste; creo que fue por accidente, pero eso me hizo pensar que podría lograrlo de nuevo si seguía intentándolo, de modo que me quedé con la honda.
—Supongo que también aprenderías de Zoug a hacer una.
—Sí.
—¿Y practicaste aquel verano?
—Sí.
—Y entonces decidiste cazar con ella; pero ¿por qué cazabas carnívoros? Son más difíciles y también más peligrosos. Hemos encontrado lobos muertos, y también linces muertos. Zoug decía siempre que se les podía matar con la honda; has demostrado que tenía razón, pero ¿por qué esos animales?
—Bien sabía yo que no podría llevar nada al clan, sabía que no debía tocar un arma, pero quería cazar, por lo menos quería intentarlo. Los carnívoros siempre nos están robando alimentos; pensé que si los mataba, estaría ayudando. Y no sería tanto desperdicio puesto que no los comemos. De modo que decidí cazarlos.
Eso satisfizo la curiosidad de Brun en cuanto a la razón por la cual siempre mataba depredadores, pero en realidad no aclaraba por qué había querido cazar. Era hembra; ninguna mujer había querido cazar nunca.
—Sabías que era peligroso disparar a la hiena desde tan lejos; podías haber golpeado a Brac —Brun estaba sometiéndola a prueba. Él mismo había estado a punto de lanzar sus boleadoras, aunque la posibilidad de matar al muchacho con una de las grandes piedras era indudable. Pero morir instantáneamente con el cráneo fracturado era mejor que sufrir la muerte que esperaba al niño, y por lo menos habrían tenido el cuerpo que enterrar para poder enviarlo al mundo de los espíritus con el ritual apropiado. Si la hiena se hubiera salido con la suya, sólo les habrían quedado huesecillos dispersos, y eso en el mejor de los casos.
—Sabía que podía atinarle —respondió Ayla con sencillez.
—¿Cómo podías estar tan segura? La hiena estaba fuera de alcance.
—No fuera de mi alcance. He atinado a animales a esa distancia; no fallo muchas veces.
—Me pareció ver el impacto de dos piedras —señaló Brun.
—Lancé dos piedras —confirmó Ayla—. Aprendí a hacerlo después de que el lince me atacara.
—¿Te atacó un lince? —apremió Brun.
—Sí —asintió Ayla moviendo la cabeza, y contó el apuro del que había conseguido librarse.
—¿Cuál es tu alcance? —preguntó Brun—. No, no me lo digas: muéstramelo. ¿Traes tu honda?
Ayla asintió y se puso de pie. Todos se dirigieron al extremo más lejano del calvero, donde un arroyuelo corría sobre un lecho rocoso. Ayla escogió unos cuantos guijarros de forma y tamaño apropiados. Los cantos rodados eran los mejores en cuanto a precisión y distancia, pero podrían servir piedras quebradas y melladas, con aristas agudas.
—La roca blanca pequeña junto a la grande, en el otro extremo —señaló ella.
Brun asintió. Era como una mitad más de lo que cualquiera de ellos pudiera lanzar una piedra. Apuntó cuidadosamente, metió una piedra en la honda y al instante siguiente tenía otra metida en la honda y en el aire. Zoug fue corriendo para comprobar su precisión.
—Hay dos mellas recientes en la piedra blanca. Ha dado en el blanco dos veces —anunció al volver, con un tono de asombro y un leve indicio de orgullo.
Era hembra y nunca debió tocar la honda —la tradición del Clan era muy clara al respecto—, pero lo hacía bien. Y le acreditaba a él haberle enseñado, a sabiendas o no. «Esa técnica de las dos piedras —se decía— es un truco que me gustaría aprender». El orgullo de Zoug era el de un verdadero maestro respecto a un alumno brillante; un estudiante que prestaba atención, aprendía bien y mejoraba a su maestro. Y había demostrado que él tenía razón.
Brun percibió un movimiento en el claro.
—¡Ayla! —gritó—. Ese conejo. ¡Dale!
Ella miró en la dirección que él señalaba, vio al animalito brincar a campo traviesa y lo derribó. No era necesario ir a comprobar su precisión. Brun miró a la joven con aprecio. «Es rápida», pensó. La idea de una mujer cazando ofendía el sentido de las conveniencias, pero para Brun el clan estaba por encima de todo; su seguridad, su prosperidad era lo primero. En un rinconcito de su mente sabía las ventajas que la muchacha representaba para el clan. «No, es imposible —se dijo—. Va en contra de las tradiciones; no es la manera de ser del Clan».
Creb no apreciaba su habilidad de la misma manera. Si le hubiera quedado alguna duda, su exhibición le habría convencido. Ayla había estado cazando.
—Y para empezar, ¿por qué recogiste la honda? —preguntó el Mog-ur con una mirada triste, sombría.
—No lo sé —contestó Ayla meneando la cabeza y mirando al suelo. Lo que más odiaba era la idea de que el mago estuviera disgustado.
—Hiciste algo más que tocarla. Cazaste con ella, mataste con ella aun cuando sabías que estaba mal.
—Mi tótem me dio la señal, Creb. Por lo menos, yo creí que era una señal —y desató los nudos de su amuleto—. Cuando decidí cazar, encontré esto —y tendió el molde del fósil a Mog-ur.
¿Una señal? ¿Su tótem le dio una señal? Los hombres quedaron consternados. La revelación de Ayla daba un nuevo giro a la situación, pero ¿por qué se decidió a cazar?
El mago lo examinó de cerca. Era una piedra muy poco común, con la forma de un animal marino, pero, a fin de cuentas, una piedra. Podía haber sido una señal, pero eso no probaba nada: las señales se daban entre la persona y su tótem; nadie podía comprender las señales de otra persona. Mog-ur se la devolvió a la muchacha.
—Creb —rogó la joven—, creí que mi tótem estaba poniéndome a prueba. Pensé que la manera en que Broud me trataba era mi prueba. Pensé que si podía aprender a aceptarlo, mi tótem me dejaría cazar —unas miradas enigmáticas se concentraron en el joven para ver su reacción. ¿Pensaría realmente Ayla que su tótem estaba usando a Broud para probarla? Broud se sentía incómodo—. Cuando me atacó el lince pensé que también era una prueba. Casi dejé de cazar por entonces: estaba muy asustada. Entonces se me ocurrió probar con dos piedras de manera que podría intentarlo de nuevo si erraba la primera vez. Incluso pensé que mi tótem me había inspirado esa idea.
—Ya veo —dijo el hombre santo—. Necesito algún tiempo para meditar acerca de todo esto, Brun.
—Quizá todos deberíamos pensar en ello. Nos reuniremos nuevamente mañana temprano —anunció—, sin la muchacha.
—¿Qué hay que pensar? —objetó Broud—. Todos conocemos el castigo que merece.
—Su castigo pudiera ser peligroso para todo el clan, Broud. Necesito estar absolutamente seguro de que no hemos pasado nada por alto antes de condenarla. Nos reuniremos nuevamente mañana.
Los hombres volvieron a la cueva intercambiando comentarios.
—Nunca he sabido de una mujer que quisiera cazar —dijo Droog—. ¿Tendrá algo que ver con su tótem? Es un tótem viril.
—Yo no he querido cuestionar el juicio de Mog-ur —dijo Zoug—, pero siempre me ha intrigado su León Cavernario, incluso con las señales de su pierna. Ya no lo pongo en duda. Tenía razón, siempre la tiene.
—¿Podría ser macho en parte? —preguntó Crug—. He oído algunos comentarios.
—Eso explicaría sus modales poco femeninos —agregó Dorv.
—Es hembra, no cabe duda —cortó Broud—, y debe morir, eso lo sabemos todos.
—Probablemente tengas razón, Broud —dijo Crug.
—Aun cuando sea macho en parte, no me agrada la idea de que una mujer cace —comentó tercamente Dorv—. Ni siquiera me agrada que forme parte del clan. Es demasiado diferente.
—Ya sabes que siempre he opinado así, Dorv —convino Broud—. No sé por qué Brun quiere hablar nuevamente de eso. Si yo fuera jefe lo haría y se acabó.
—No es una decisión que pueda tomarse a la ligera, Broud —dijo Grod—. ¿Por qué tanta prisa? Un día más importa poco.
Broud apresuró el paso sin tomarse la molestia de contestar. «Ese viejo está siempre echando discursos —pensó—, siempre se pone del lado de Brun. ¿Por qué no puede Brun tomar una decisión? Yo ya la he tomado. ¿De qué sirve hablar tanto? Tal vez esté envejeciendo demasiado para seguir de jefe».
Ayla echó a andar detrás de los hombres. Se fue directamente a la cueva, al hogar de Creb, y se sentó en sus pieles de dormir, mirando al vacío. Iza trató de convencerla para que comiera, pero Ayla meneó la cabeza negativamente. Uba no sabía lo que estaba pasando, pero algo preocupaba a la muchacha alta y maravillosa, la amiga especial a la que amaba e idolatraba. Se fue hacia Ayla y se acurrucó en su regazo. En cierto modo, Uba tenía la sensación de que era un consuelo para Ayla; no hizo nada por bajarse, sino que se dejó mecer y acabó por quedarse dormida. Iza fue a cogerla de brazos de Ayla y la acostó antes de hacer ella lo mismo, pero no se durmió. Tenía el corazón demasiado angustiado por la extraña joven a la que llamaba hija y que estaba allí sentada, mirando fijamente las brasas de la hoguera que casi no calentaba ya.
El día amaneció claro y frío. Se estaba formando hielo en las orillas del río y una fina película de agua sólida cubría la poza quieta, alimentada por el arroyo, junto a la entrada de la cueva, como todas las mañanas, derritiéndose por lo general tan pronto como el sol estaba alto. Dentro de muy poco tiempo el clan se vería confinado en la cueva para pasar el invierno.
Iza no sabía si Ayla había dormido; seguía sentada en sus pieles cuando la mujer se despertó. La muchacha estaba silenciosa, perdida en un mundo que le era propio, sin tener apenas conciencia de lo que estaba pensando. Sólo esperaba. Creb no regresó a su hogar aquella segunda noche. Iza le había visto entrar, arrastrando los pies, por la oscura grieta que servía de entrada a su santuario. Y no salió hasta por la mañana. Una vez que los hombres se fueron, Iza llevó algo de té a Ayla, pero ésta no respondió a las amables preguntas de la curandera. Cuando Iza volvió, el té seguía junto a la muchacha, intacto y frío. «Es como si ya estuviera muerta», pensó Iza. Se le cortó la respiración al sentir la helada garra de la pena que oprimía su corazón. Era casi más de lo que Iza podía soportar.
Brun condujo a los hombres a un lugar bajo una enorme roca, protegido del viento frío, y mandó encender una hoguera antes de abrir la sesión. La incomodidad que representaba estar sentados al aire fresco podría incitar a los hombres a despacharse precipitadamente, y él quería conocer toda la extensión de sus sentimientos y opiniones. Cuando comenzó, lo hizo de forma totalmente silenciosa, mediante los símbolos empleados para dirigirse a los espíritus, lo que hizo comprender a los hombres que no se trataba de un encuentro casual, sino de una sesión formal.
—La muchacha, Ayla, miembro de nuestro clan, ha utilizado la honda para matar a la hiena que atacó a Brac. Durante años ha usado el arma. Ayla es hembra; según la tradición del Clan, la hembra que emplee un arma debe morir. ¿Alguien tiene algo que decir?
—Brun, Droog quisiera hablar.
—Droog puede hablar.
—Cuando la curandera encontró a la muchacha, estábamos buscando una nueva caverna. Los espíritus estaban enojados con nosotros y mandaron un terremoto para destruir nuestro hogar. Quizá no estuvieran tan furiosos, tal vez sólo querían un lugar mejor, y tal vez querían que encontráramos a la niña. Es extraña, como la señal de su tótem. Hemos tenido suerte desde que la encontramos. Creo que nos trae suerte, y creo que eso proviene de su tótem.
»El que fuera escogida por el Gran León Cavernario sólo es parte de su rareza. Pensamos que era peculiar porque le gustaba ir al agua del mar, pero si no hubiera sido tan peculiar, Ona estaría ahora vagando por el mundo de los espíritus. Ona es sólo una niña y ni siquiera ha nacido en mi hogar, pero he llegado a amarla. La habría echado de menos; agradezco que no se haya ahogado.
»Es rara para nosotros, pero sabemos poco de los Otros. Ahora es del Clan, pero no nació en el Clan. No sé por qué haya querido cazar; está mal que las mujeres del Clan cacen, pero tal vez sus mujeres sí lo hagan. Eso no viene al caso y de todos modos está mal, pero si no hubiera aprendido a usar la honda, también Brac estaría muerto. No es agradable pensar en cómo iba a morir. Que un cazador sea muerto por un carnívoro es una cosa, pero Brac es un bebé.
»Su muerte habría sido una pérdida para todo el clan, Brun, no sólo para Broud y para ti. Si hubiera muerto, no estaríamos aquí sentados para decidir qué hacer con la muchacha que le salvó la vida; estaríamos llevando luto por el niño que algún día habría de ser jefe. Creo que la muchacha debe ser castigada, pero ¿cómo se la puede condenar a morir? He concluido.
—Zoug querría hablar, Brun.
—Zoug puede hablar.
—Lo que dice Droog es cierto; ¿cómo puedes condenar a la muchacha que ha salvado la vida de Brac? Es diferente, no nació en el Clan y quizá no piense como debería pensar una mujer, pero excepto en el asunto de la honda, se porta como una buena mujer del Clan. Ha sido una mujer modelo, obediente, respetuosa…
—¡Eso no es cierto! Es rebelde, insolente —interrumpió Broud.
—Ahora estoy hablando yo, Broud —replicó Zoug con enojo. Brun le lanzó una mirada reprobatoria y Broud dominó su arrebato.
—Es cierto —prosiguió Zoug—, cuando la muchacha era más joven se portó insolente contigo, Broud. Pero tú tuviste la culpa, fuiste tú quien dejaste que eso te molestara. Si actúas como un chiquillo, ¿qué cosa más natural que la muchacha no te trate como un hombre? Conmigo siempre ha sido obediente y respetuosa. Ni tampoco ha sido insolente con ninguno de los demás hombres.
Broud miró con malos ojos al viejo cazador, pero se dominó.
—Aunque fuera cierto —prosiguió Zoug—, nunca he visto a nadie que maneje tan bien la honda como ella. Dice que aprendió de mí; yo no lo sabía, pero confesaré sinceramente que desearía tener un alumno tan capaz de aprender, y debo admitir que ahora podría aprender de ella. Quería cazar para el clan, y como no podía hacerlo, trató de hallar otra manera de ayudarnos. Puede haber nacido de los Otros, pero en su corazón pertenece al Clan. Siempre ha puesto los intereses del clan por encima de los suyos. No pensó en el peligro cuando se lanzó tras Ona; puede ser capaz de moverse en el agua, pero yo vi lo cansada que estaba cuando regresó con la niña. El mar podía habérsela llevado también a ella. Sabía que cazar estaba mal y guardó su secreto durante tres años, pero no vaciló cuando Brac estuvo en peligro. Es hábil con el arma, más hábil que nadie que yo haya conocido. Sería una vergüenza permitir que se desperdicie tanta pericia. Yo digo: que pueda prestar servicios al clan, que se le permita cazar…
—¡No! ¡No! ¡No! —exclamó furiosamente Broud levantándose de un salto—. Es hembra. No se puede permitir que las hembras cacen…
—Broud —dijo el orgulloso y viejo cazador—. No he terminado. Podrás pedir la palabra cuando termine yo.
—Deja que termine Zoug, Broud —advirtió el jefe—. Si no sabes comportarte en una reunión formal, puedes retirarte. —Broud se sentó de nuevo, luchando por dominarse.
—La honda no es un arma importante. Yo no empecé a desarrollar mi habilidad hasta que fui demasiado viejo para cazar con lanza. Las demás armas son las verdaderas armas masculinas. Yo digo que se la deje cazar, pero sólo con honda. Que la honda sea el arma de los viejos y de las mujeres, o por lo menos, de esta mujer. Ahora he concluido.
—Zoug, bien sabes tú que es más difícil emplear una honda que una lanza, y muchas veces has sido tú quien ha suministrado carne cuando la cacería había fracasado. No te infravalores en favor de la muchacha. Con una lanza sólo se necesita un brazo fuerte —dijo Brun.
—Y piernas y corazón fuertes, y buenos pulmones y muchísimo valor —replicó Zoug.
—Me pregunto cuánto valor se necesitaría para enfrentarse a otro lince después de haber sido atacado por uno, a solas, y con sólo una honda —comentó Droog—. Yo no tendría nada en contra de la sugerencia de Zoug, si se limitara a cazar únicamente con honda. No parece que los espíritus hayan tenido nada en contra; sigue trayéndonos suerte. ¿Qué tal os ha parecido nuestra cacería del mamut?
—No estoy seguro de que sea una decisión que podamos tomar —dijo Brun—. No veo cómo podemos dejarla vivir, no hablemos ya de cazar. Ya conoces la tradición, Zoug. Nunca se ha hecho antes; ¿lo aprobarían realmente los espíritus? De todos modos, ¿cómo se te ha ocurrido? Las mujeres del Clan no cazan.
—Sí; las mujeres del Clan no cazan, pero ésta ha cazado. Probablemente no se me habría ocurrido de no haber sabido que podía hacerlo, de no haberlo visto. Lo único que digo es que se le permita seguir haciendo lo que ya ha hecho.
—¿Qué dices tú, Mog-ur? —preguntó Brun.
—¿Qué esperas que diga? ¡Si vive en su hogar! —intervino amargamente Broud.
—¡Broud! —atronó Brun—. ¿Estás acusando a Mog-ur de poner sus sentimientos y sus intereses por encima de los del clan? ¿Acaso no es Mog-ur? ¿El Mog-ur? ¿Crees tú que no dirá lo que es correcto, lo que es verdad?
—No, Brun. Broud ha dicho algo sensato. Todos conocen mis sentimientos hacia Ayla; no es fácil olvidar que la quiero. Creo que todos deben recordarlo, aun cuando he tratado de hacer a un lado mis emociones. No puedo estar seguro de haberlo logrado. He estado ayunando y meditando desde tu regreso, Brun. Esta noche pasada he encontrado un camino hacia recuerdos que no conocía, quizá porque nunca los he buscado.
»Hace mucho, muchísimo tiempo, mucho antes de que fuéramos Clan, las mujeres ayudaban a los hombres a cazar —hubo un murmullo de incredulidad—. Es la verdad. Celebraremos una ceremonia y os llevaré a todos allá. Cuando estábamos aprendiendo a hacer herramientas y armas, y nacíamos con un conocimiento que era como los recuerdos, sólo que diferente, las mujeres y los hombres mataban animales para comer. Los hombres no siempre proveían entonces para las mujeres. Como una madre osa, la mujer cazaba para sus hijos y para ella.
»Fue más adelante cuando los hombres comenzaron a cazar para la mujer y los hijos de ésta, y mucho más tarde aún cuando las mujeres con hijos se quedaron en casa. Cuando los hombres comenzaron a ocuparse de los pequeños, cuando comenzaron a sustentarlos, fue el comienzo del Clan y eso le ayudó a desarrollarse. Si la madre de un bebé moría mientras iba en busca de alimento, también el niño moría. Pero sólo cuando la gente dejó de luchar entre sí y aprendió a cooperar, a cazar en grupo, se inició realmente el Clan. Incluso entonces, algunas mujeres cazaban, cuando eran ellas las que hablaban a los espíritus.
»Brun, has dicho que nunca anteriormente se había hecho. Estás equivocado: las mujeres del Clan han cazado en otros tiempos. Los espíritus lo aprobaban entonces, pero eran espíritus diferentes, espíritus antiguos, no los espíritus de los totems. Eran espíritus poderosos, pero hace mucho que se fueron a descansar. No estoy muy seguro de que en rigor pueda llamárseles espíritus del Clan. No era tanto que se les venerara u honrara, sino que se les temía; pero no eran malos, sólo poderosos.
Los hombres estaban atónitos. Hablaba de tiempos tan pretéritos y tan mal recordados que casi los habían olvidado, que casi eran nuevos. Y sin embargo, sólo mencionarlos evocaba en ellos un recuerdo de temor, y más de un hombre se estremeció.
—Dudo mucho de que las mujeres nacidas ahora en el Clan lleguen algún día a cazar —prosiguió Mog-ur—. No estoy seguro de que pudieran. Hace muchísimo tiempo de eso, las mujeres han cambiado desde entonces, y los hombres también. Pero Ayla es distinta, los Otros también son distintos, más diferentes de lo que imaginamos. No creo que dejarla cazar introduzca diferencia alguna en lo que concierne a las demás mujeres. Que ella cace, que desee cazar, las sorprende tanto como a nosotros. No tengo nada más que decir.
—¿Alguien más tiene alguna otra cosa que decir? —preguntó Brun, pero no estaba seguro de poder aguantar más; se habían expuesto demasiadas ideas nuevas como para sentirse cómodo.
—Brun, Goov quisiera hablar.
—Goov puede hablar.
—Sólo soy un acólito. No sé tanto como Mog-ur, pero creo que ha pasado algo por alto. Tal vez sea porque se ha esforzado demasiado por dejar a un lado su sentimiento hacia Ayla. Se ha concentrado en recordar, no en la muchacha misma, y eso quizá por temor a que hablara su amor y no su mente. No ha pensado en su tótem.
»¿Ha considerado alguien por qué un poderoso tótem masculino habría de escoger a una niña? —Y respondió a su pregunta retórica—: Aparte de Ursus, el León Cavernario es el tótem más poderoso. El león cavernario es más poderoso que el mamut; caza al mamut, sólo al viejo y al pequeño, pero a veces caza mamuts. El león cavernario no caza mamuts.
—No tiene sentido lo que dices, Goov. Dices que el león cavernario caza mamuts, y después dices que no los caza —señaló Brun.
—Él no caza, ella caza. Hemos pasado eso por alto al hablar de totems protectores: incluso el león cavernario, el macho, es el protector. Pero ¿quién caza? ¡El carnívoro más grande de todos, el cazador más fuerte es la leona! ¡La hembra! ¿No es cierto que lleva a su compañero lo que ha matado? Él puede matar, pero a él le toca protegerla mientras caza.
»Es curioso que un León Cavernario escogiera a una niña, ¿no es cierto? ¿No se le ha ocurrido a nadie que tal vez su tótem no sea el León Cavernario sino la Leona Cavernaria? ¿La hembra? ¿La cazadora? ¿No podría eso explicar el porqué de que la muchacha quisiera cazar? ¿Por qué recibió una señal? Tal vez fuera la Leona la que le envió la señal, tal vez por eso fue marcada en su pierna izquierda. ¿Es realmente más excepcional en ella cazar que tener semejante tótem? No sé si es cierto, pero hay que admitir que sí es lógico. Ya sea su tótem el León Cavernario o la Leona Cavernaria, si estaba destinada a cazar, ¿podemos negarlo? ¿Podemos negar su poderoso tótem? ¿Y nos atrevemos a condenarla por hacer lo que desea su tótem? —concluyó Goov—. He terminado.
A Brun la cabeza le daba vueltas. Se le ocurrían las ideas demasiado deprisa. Necesitaba tiempo para pensar, para tomar una decisión. Claro está, la leona es la que caza, pero ¿quién ha oído hablar nunca de un tótem femenino? Los espíritus, las esencias de los espíritus protectores son todos machos; ¿o no es así? Sólo quien se pase días sin fin pensando en los caminos de los espíritus puede llegar a la conclusión de que el tótem de la niña que había estado cazando fuera el cazador de la especie que personifica su tótem. Pero Brun habría querido que Goov no insinuara la idea de negar los deseos de un tótem tan poderoso.
Todo el concepto de una mujer cazadora era tan singular, tan digno de profundas reflexiones, que algunos de los hombres habían sido incitados a empujar los confines de su mundo cómodo, seguro y bien definido. Cada uno hablaba desde su punto de vista, desde su área de interés o preocupación, y cada uno de ellos había empujado exclusivamente los confines de esa área, pero Brun tenía que abarcarlo todo, lo que era casi demasiado para él. Se sentía obligado a examinar cada uno de los aspectos antes de pronunciar un juicio y le hubiera gustado disponer de tiempo para pensar en todo ello cuidadosamente. Pero ya no podía aplazar mucho más la decisión.
—¿Alguien más desea expresar su opinión?
—Broud querría hablar, Brun.
—Broud puede hablar.
—Todas esas ideas son interesantes y pueden darnos algo en que pensar durante los frío días de invierno, pero las tradiciones del Clan están muy claras. Que la muchacha haya nacido de los Otros o no, ahora es del Clan. Las hembras del Clan no pueden cazar. Ni siquiera pueden tocar un arma ni cualquier herramienta que sirva para hacer un arma. Todos sabemos cuál es el castigo: debe morir. No cambia las cosas el que en otros tiempos hayan cazado las mujeres. Porque una osa o una leona cace, eso no significa que pueda cazar una mujer. No somos osos ni leones. No hay ninguna diferencia porque tenga un poderoso tótem o porque traiga suerte al clan. Tampoco las cambia que sea excelente con la honda, ni siquiera que haya salvado la vida del hijo de mi compañera. Se lo agradezco, claro está —todo el mundo se ha enterado de que así lo dije muchas veces cuando regresábamos—, pero eso no cambia las cosas en absoluto. La mujer que usa un arma debe morir. No lo podemos cambiar; así es la ley del Clan. Toda esta reunión es una pérdida de tiempo. No puedes tomar otra decisión, Brun. He terminado.
—Broud tiene razón —dijo Dorv—. No nos corresponde a nosotros cambiar las tradiciones del Clan. Una excepción lleva a otra. Pronto no quedaría nada con lo que pudiéramos contar. El castigo es la muerte, la muchacha debe morir.
Hubo unos cuantos gestos de asentimiento. Brun no contestó inmediatamente. «Broud tiene razón —pensó—. ¿Qué otra decisión puedo tomar? Ella salvó la vida de Brac, pero empleó un arma para hacerlo». Brun no estaba más cerca de tomar una resolución que el día en que Ayla sacó su honda y mató a la hiena.
—Antes de tomar mi decisión tendré en consideración todos los pensamientos que habéis expresado. Pero ahora quiero que cada uno me dé una respuesta clara —dijo finalmente el jefe. Los hombres estaban sentados en círculo alrededor de la hoguera. Cada uno de ellos apretó el puño y lo sostuvo contra su pecho. Un movimiento arriba y abajo significaría una respuesta afirmativa, un movimiento lateral del puño significaría «no».
—Grod —comenzó Brun, dirigiéndose a su segundo-al-mando—: ¿Crees que la muchacha Ayla debe morir?
Grod vacilaba. Simpatizaba con el jefe que se enfrentaba a tal dilema. Había sido segundo de Brun durante muchos años, casi podía leer los pensamientos del jefe, y su respeto hacia él había crecido con el paso de los años. Pero no veía otra alternativa: alzó el puño y lo bajó.
—¿Qué más podemos hacer, Brun? —agregó.
—Grod dice que sí. ¿Droog? —preguntó Brun, dirigiéndose al tallador de herramientas.
Droog no vaciló: se cruzó el pecho con el puño.
—Droog dice que no. Crug, ¿y tú?
Crug miró a Brun, después a Mog-ur y finalmente a Broud. Alzó el puño.
—Crug dice que sí, que la muchacha debe morir —confirmó Brun—. ¿Goov?
El joven acólito respondió inmediatamente poniendo el puño sobre su pecho.
—Goov opina que no. ¿Broud?
Broud movió el puño antes que Brun terminara de pronunciar su nombre, y Brun se apartó con la misma rapidez; conocía de antemano la respuesta de Broud.
—Sí. ¿Zoug?
El viejo maestro de lanzamiento de honda se sentó orgullosamente y movió el puño atrás y adelante del pecho, con un énfasis que no dejaba el menor lugar a dudas.
—Zoug considera que la muchacha no debería morir. Y tú, Dorv, ¿qué opinas?
La mano del otro viejo subió y, antes de que pudiera bajarla, todas las miradas se concentraron en Mog-ur.
—Dorv dice que sí. Mog-ur, ¿cual es tu opinión? —preguntó Brun. Había adivinado lo que dirían los demás, pero el jefe no estaba seguro en cuanto al viejo mago.
Creb se sentía morir; conocía las tradiciones del Clan, se echaba la culpa del delito de Ayla, de haberle dejado demasiada libertad. Se sentía culpable por quererla y temía que eso empañara su razón, temía ser capaz de pensar en sí mismo antes que en su deber hacia el Clan, y comenzó a levantar el puño. Lógicamente decidió que debería morir; pero antes de iniciar el movimiento, su puño se fue de lado como si alguien lo hubiera empujado a su pesar. No pudo decidirse a condenarla aun cuando haría lo que debiera, una vez tomada la decisión. Él no tenía nada que decir; eso le correspondía a Brun y sólo a Brun.
—Las opiniones están divididas a partes iguales —anunció el jefe—. La decisión, de todos modos, estaba en mis manos. Sólo quería conocer vuestras opiniones. Necesitaré algún tiempo para pensar en lo que se ha dicho hoy. Mog-ur dice que esta noche tendremos una ceremonia. Eso está bien. Necesitaré que me ayuden los espíritus, tal vez todos necesitemos su protección. Conoceréis mi decisión por la mañana. Ella se enterará también en ese momento. Ahora podéis ir a prepararos para la ceremonia.
Brun permaneció junto al fuego, solo, después de que se fueron todos. Las nubes corrían por el cielo, impulsadas por vientos fríos, y a su paso dejaban caer, a ratos, chubascos helados, pero Brun no se fijaba en la lluvia como tampoco en las últimas brasas que chisporroteaban en el fuego que se apagaba. Era casi de noche cuando finalmente se incorporó y echó a andar lentamente hacia la cueva. Vio que Ayla seguía sentada donde la había visto por la mañana, antes de salir. «Espera lo peor —se dijo—. ¿Qué otra cosa le cabe esperar?».