Ley de vida

El viejo Koskoosh escuchó ávidamente. Aunque su vista se había apagado hacía largo tiempo, oía aún perfectamente, y el más ligero sonido penetraba hasta la inteligencia que, aunque ya no podía contemplar las cosas del mundo, seguía despierta tras la arrugada frente. Esa era Sit-cum-to-ha, anatematizando a los perros con gritos agudos y obligándoles, a golpes y manotazos, a someterse a los arneses. Sit-cum-to-ha era la hija de su hija, pero estaba demasiado ocupada para dedicar un solo pensamiento a aquel anciano sentado allí solo, sobre la nieve, inútil y olvidado de todos. Tenían que levantar el campamento. Les esperaba un largo camino y el breve día se negaba a rezagarse. Les reclamaba la vida y los quehaceres de la vida, no de la muerte. Y él estaba muy próximo a la muerte.

La idea le causó pánico por un momento. Luego extendió una mano vacilante que palpó temblorosa el montón de ramas secas que tenía junto a él. Después de constatar que las ramas seguían allí, la mano volvió a su refugio de pieles andrajosas y el viejo se aplicó de nuevo a escuchar. Un crujido bronco de pieles medio heladas le dijo que habían levantado ya la tienda del jefe y que en aquel momento la plegaban hasta reducirla a unas dimensiones que permitieran transportarla en los trineos. El jefe era hijo suyo, un hombre robusto y fornido, cacique de la tribu y gran cazador. Mientras las mujeres se afanaban por levantar el campamento, él elevó su voz reprendiéndolas por su tardanza. El anciano Koskoosh aguzó el oído. Era la última vez que sentiría esa voz. Ahora levantaban la tienda de Geehow. Y luego la de Tusken. Siete, ocho, nueve… Sólo debía quedar en pie la del hechicero. Ahora. Ya la levantaban. A sus oídos llegaba el jadeo de su dueño mientras la colocaba en su trineo. Se oyó el llanto de un niño y la voz de una mujer que le calmaba con un canturreo suave y gutural. Ese era Koo-tee, pensó el anciano, un niño asustadizo y no muy fuerte. Quizá muriera pronto. Abrirían con fuego un hueco en la superficie de la tundra helada y amontonarían piedras sobre su cadáver para que no le devoraran los carcayús. ¡Qué importaba! Viviría a lo más unos cuantos años y conocería tantos días de hambre como de abundancia. Al final siempre aguardaba la muerte con su apetito insaciable. ¿Qué era aquel ruido? ¡Ah, sí! Los hombres tensando los arneses. Escuchó aquel sonido que ya no volvería a oír jamás. Los látigos restallaron y clavaron sus dientes en los lomos de los perros. ¡Cómo aullaban! ¡Cuánto odiaban su trabajo y los caminos helados! Ya se iban. Trineo tras trineo se fue hundiendo la caravana en el silencio. Habían partido. Habían salido de su vida y él se enfrentaba solo con la amargura de la última hora. No. Sintió crujir la nieve bajo la pisada de un mocasín; un hombre se erguía junto a él y una mano se posaba blandamente sobre su cabeza. Su hijo solía hacer aquellas cosas. Recordó a otros ancianos cuyos hijos no habían esperado a que partiera la tribu. Pero su hijo había esperado. Su mente se perdió en el recuerdo hasta que la voz del joven lo devolvió al presente.

—¿Estás bien? —preguntó.

Y el anciano respondió:

—Estoy bien.

—Tienes leña a tu lado —continuó el joven—, y el fuego arde con viveza. La mañana está gris y ha comenzado el frío. Pronto nevará. Ya nieva.

—Sí, ya nieva.

—Los hombres de la tribu tienen prisa. Los fardos son pesados y ellos tienen los estómagos vacíos. El camino es largo y van aprisa. He de irme. ¿Estás bien?

—Estoy bien. Soy como una hoja seca que aún se aferra con fuerza a su tallo. Al primer soplo de viento, caerá. Mi voz parece ahora la de una anciana. Mis ojos ya no muestran el camino a mis pies, las piernas me pesan y estoy fatigado. Pero estoy bien.

Inclinó la cabeza resignado hasta que oyó apagarse el último quejido de la nieve y supo que su hijo ya no oiría su llamada. Luego se apresuró a palpar de nuevo el montón de leña. Sólo ella le defendía de la eternidad que abría ya sus fauces ante él. Su vida se medía en un puñado de astillas. Una por una irían a alimentar el fuego y a la misma velocidad la muerte se cerniría sobre él. Cuando la última rama le entregara su calor, el hielo comenzaría a apoderarse de él. Sucumbirían primero los pies y las manos y la insensibilidad treparía lentamente de las extremidades al tronco. Reclinaría la cabeza sobre las rodillas y así descansaría. Era fácil. Todos los hombres tenían que morir.

No se quejaba. Era ley de vida y era justo. Había nacido en contacto con la tierra; en contacto con la tierra había vivido y su ley, por lo tanto, no le era desconocida. Era la ley de la carne. La naturaleza no tenía piedad de la carne. Esa cosa concreta llamada individuo no le preocupaba lo más mínimo. Su interés se centraba en la especie, en la raza. Esa era la única abstracción que podía elaborar la mente primitiva de Koskoosh, pero esa abstracción la comprendía perfectamente y la veía ejemplificada en la vida, en el fluir de la savia, en el verde estrepitoso del brote del sauce, en la caída de la hoja amarilla… En esas pequeñas cosas estaba escrita toda la historia. Sólo una tarea le había encomendado la naturaleza al individuo. Si no la llevaba a cabo, moría. Si la llevaba a cabo, moría también. A la naturaleza no le importaba; eran muchos los que seguían su dictado y era la obediencia en sí y no los obedientes lo que sobrevivía y sobreviviría siempre. La tribu de Koskoosh era muy antigua. Los ancianos que había conocido de niño habían conocido, de niños, a otros ancianos. Por lo tanto era cierto que la tribu sobrevivía y que simbolizaba la obediencia de todos sus miembros, incluso los que pertenecían a un pasado ya olvidado y cuyos restos descansaban en lugares que ya nadie recordaba. Ellos no significaban nada; no eran sino episodios en una larga historia. Al final habían pasado como pasan las nubes de verano. Él era un episodio más y también pasaría. ¡Qué le importaba a la naturaleza! Ella había encomendado a la vida una sola tarea, una sola ley. La tarea consistía en perpetuarse; la ley era la muerte. La mujer joven era fuerte y de pechos duros, de andar ligero y ojos luminosos, un auténtico placer para la vista. Pero tenía una tarea que cumplir. La luz de su mirada se encendía de día en día, su paso se hacía aún más ligero y con los jóvenes se mostraba unas veces osada, otras tímida, comunicándoles de ese modo su propia inquietud. Y su hermosura seguía aumentando hasta que algún cazador, incapaz ya de dominarse, la llevaba a su tienda para que cocinara y se afanara para él y para hacerla la madre de sus hijos. Y con el parir su belleza se esfumaba, sus miembros perdían agilidad y fuerza y sus ojos se apagaban hasta que ya sólo los niños hallaban placer en el roce de la arrugada mejilla al calor de la hoguera. La mujer había cumplido su tarea, pero poco después, con el primer pellizco del hambre o con el primer viaje, la dejarían atrás como le habían dejado a él, sentado sobre la nieve y con un pequeño montón de leña al lado. Esa era la ley de la vida.

Colocó cuidadosamente una rama sobre el fuego y continuó sus meditaciones. Así ocurría siempre con todo. Los mosquitos desaparecían con los primeros hielos. La diminuta ardilla se ocultaba en algún lugar apartado para morir. Cuando la edad se ensañaba en el conejo se hacía lento y pesado y ya no podía correr más que sus enemigos. Hasta el enorme oso se volvía torpe, ciego y pendenciero y al final sucumbía al ataque de un puñado de perros. Recordó cómo había abandonado a su propio padre en un cerro del Klondike en pleno invierno, el anterior a aquel en que llegara el misionero con sus libros de oraciones y su caja de medicamentos. Muchas veces había chascado la lengua con delicia recordando aquella caja, pero ahora su boca se negaba hasta a hacerse agua. El jarabe que todo lo sanaba era especialmente sabroso. El misionero, sin embargo, había terminado por resultar una carga porque no participaba en las cacerías y comía en abundancia, por lo que los hombres de la tribu protestaban. Pero un día se le helaron los pulmones al atravesar la divisoria de mayo y los perros levantaron con su hocico las piedras que cubrían su cadáver y riñeron por sus huesos.

Koskoosh echó otra rama al fuego y retrocedió aún más en el pasado. Y recordó días de hambre en que los ancianos se agazapaban con el estómago vacío junto al fuego y de sus labios fluían viejas tradiciones de aquellos tiempos en que las aguas del Yukón corrieron libres durante tres inviernos y estuvieron después heladas tres veranos. En aquellos días de hambre había perdido a su madre. En el verano, el salmón no bajó la corriente del río y la tribu esperó ansiosa el invierno y la llegada del caribú. Y el invierno llegó, pero los caribús no vinieron con él. Nadie, ni siquiera los más ancianos, habían visto jamás nada semejante. Pero los caribús no llegaron y era el séptimo año y los conejos no habían dado a luz y los perros no eran sino manojos de huesos. En la larga oscuridad del invierno los niños sollozaban y morían, y también morían las mujeres y los ancianos y ni uno de cada diez miembros de la tribu vivió para dar la bienvenida al sol cuando al fin regresó al comienzo de la primavera. ¡Aquello sí que fue hambre!

Pero había visto también tiempos de abundancia en que la carne se les pudría en las manos y los perros engordaban y se volvían perezosos de tanto comer, tiempos en que ni siquiera tenían que ir de caza y las mujeres eran fértiles y las tiendas rebosaban de niños-hombres y mujeres-niñas. Pero sucedió que cuando se hallaron con el estómago repleto los hombres revivieron viejas pendencias y cruzaron las montañas hacia el sur para matar a los Pellys y hacia el este para sentarse junto a las hogueras apagadas de los Tananas. Recordaba haber visto de niño, en aquellos días de abundancia, cómo los lobos derribaban un alce. Zing-ha estaba echado junto a él sobre la nieve y vigilaba… Zing-ha, el que había de ser con el tiempo el más diestro de los cazadores y que al final cayó en un agujero abierto en el hielo del Yukón. Le encontraron un mes después totalmente helado; había muerto cuando ya había logrado sacar la mitad del cuerpo a la superficie.

Pero volviendo al alce, Zing-ha y él jugaban aquel día a cazar a la manera de sus padres. En la ribera de un arroyo encontraron la huella fresca del animal y en torno a ella las de muchos lobos.

—Es un alce viejo —dijo Zing-ha, que era más rápido en descifrar los signos de los animales—, un alce viejo que no puede andar a la misma velocidad que el resto de su manada. Los lobos le han aislado de sus compañeros y ya nunca le dejarán volver junto a ellos.

Y tenía razón. Ese era el modo en que lo hacían. Día y noche seguirían al alce sin descanso acosándole hasta el final. ¡Cómo sintieron los dos muchachos hervir la sed de sangre en las venas! ¡Aquel final iba a ser digno de verse!

Con pasos ávidos siguieron las huellas que hasta él, Koskoosh, lento de vista y no muy buen rastreador, podía haber seguido a ciegas de tan claras que eran. Ansiosos siguieron las huellas del alce leyendo en cada paso la lúgubre tragedia recién escrita. Al fin llegaron a un lugar donde el alce se había detenido para ofrecer resistencia. En un radio equivalente a la altura de tres hombres, se veía la nieve revuelta. En el centro del círculo las huellas profundas de las pezuñas del alce y en torno a ellas, por doquier, las más ligeras de los lobos. Parte de ellos se habían echado a descansar sobre un costado mientras sus compañeros acosaban a la presa. La marca que habían dejado sus cuerpos sobre la nieve era tan perfecta como si todo hubiera ocurrido un segundo antes. La víctima, enloquecida, había embestido salvajemente a uno de los lobos y lo había pisoteado, hasta matarle. Unos cuantos huesos limpios y relucientes daban testimonio de lo ocurrido.

De nuevo detuvieron los dos muchachos el trajinar de sus raquetas de nieve en el lugar en que el alce se había vuelto a defender. Aquí el animal había luchado desesperadamente. Dos veces le habían derribado los lobos, como atestiguaban las huellas en la nieve, y dos veces se había sacudido a sus asaltantes y había logrado ponerse en pie. Hacía largo tiempo que había cumplido su tarea, pero aun así se resistía a morir. Zing-ha le dijo que aquello era muy raro, que un alce derribado no suele volver a ponerse en pie. Pero éste lo había logrado. Sin duda que el hechicero, cuando se lo contaran, vería en ello el anuncio de toda clase de maravillas y portentos.

Camino adelante habían llegado allá donde el alce había logrado remontar la ribera y llegar hasta el bosque; allí, al verse atacado por la espalda, se había erguido sobre las patas traseras cayendo de espaldas y aplastando bajo su cuerpo a dos de los lobos. Estaba claro que la matanza era inminente porque sus compañeros ni siquiera los habían tocado. Dejaron atrás otros dos lugares en que la víctima se había detenido brevemente, esta vez muy cercanos el uno del otro. El rastro era ahora de color rojo y las huellas indicaban que el animal avanzaba con pasos cortos y vacilantes. Llegaron a sus oídos, por fin, los primeros ruidos de la batalla, no el coro resonante del acoso, sino los ladridos cortos y agudos que hablan de proximidad y del contacto del colmillo con la carne. Arrastrándose de cara al viento, Zing-ha se había acercado a la escena con el estómago pegado a la nieve; junto a él iba Koskoosh, el que había de ser cacique de la tribu. Juntos apartaron las ramas de un abeto joven y atisbaron la escena que tenían frente a sí. Lo que vieron fue el final.

La imagen, como todas las impresiones recibidas en la juventud, no había perdido su fuerza, y los ojos apagados de Koskoosh contemplaron el final de aquel acoso tan vívidamente como lo viera en aquel día lejano. Se maravilló el anciano ante la nitidez del recuerdo, porque en días posteriores, cuando había llegado a ser cacique de la tribu y jefe de los consejeros, había llevado a cabo grandes hazañas y su nombre se había convertido en una maldición para los Pellys, y eso por no mencionar al hombre blanco que había matado en combate cuerpo a cuerpo, cuchillo contra cuchillo.

Durante largo tiempo meditó sobre los días de su juventud hasta que el fuego languideció y sintió el amargo mordisco del hielo. Alimentó la hoguera arrojando esta vez dos ramas al mismo tiempo, y midió lo que le restaba de vida, comprobando cuánta madera quedaba. Si Sit-cum-to-ha hubiera sentido compasión por su abuelo y hubiera recogido una brazada mayor, sus horas habrían sido más largas. No le habría costado un gran esfuerzo. Pero siempre había sido una niña descuidada, que por añadidura no había hecho honor a sus antepasados desde el día en que Castor, el hijo del hijo de Zing-ha, había puesto por primera vez sus ojos en ella. Bueno, ¿qué importaba? ¿No había hecho él lo mismo en su juventud?

Durante unos momentos escuchó el silencio. Quizá se le ablandara a su hijo el corazón y regresara con sus perros a llevarse a su padre junto al resto de la tribu, allá, al lugar donde el caribú abundaba y sus cuerpos estaban recubiertos de una capa de grasa.

Aguzó el oído y por un momento se calmó su inquieto cerebro. Ni un solo ruido, nada. Sólo él respiraba en medio del gran silencio. La soledad era inmensa. De pronto…, ¿qué era aquello? Un escalofrío le recorrió todo el cuerpo. Un aullido prolongado y familiar rompió el vacío inmediato. Y en sus ojos oscurecidos por la ceguera se proyectó la visión del alce, el viejo alce con los flancos desgarrados y ensangrentados, la melena revuelta y los enormes cuernos de innumerables ramas abatidos hasta rozar el suelo y embistiendo hasta el final. Y vio las formas relampagueantes de color gris, y los ojos fulgurantes, y las lenguas afiladas y los colmillos babeantes. Y vio cómo en torno al alce se cerraba el círculo inexorable, hasta quedar convertido en un simple punto oscuro en medio de la nieve revuelta.

Un hocico frío le rozó la mejilla, y a su contacto volvió de nuevo al presente. Extendió la mano hacia la hoguera y sacó de ella una rama ardiente. Dominado por su miedo hereditario al hombre, el bruto retrocedió llamando a sus hermanos con un aullido prolongado; y ellos respondieron ávidos, hasta que un círculo gris de formas agazapadas y mandíbulas babeantes se cerró en torno al anciano. Koskoosh lo supo. Blandió la tea furiosamente en el aire; el constante olfatear se transformó en un coro de gruñidos, pero los lobos se negaron a dispersarse. Uno se destacaba ahora del grupo, aún agazapado, arrastrando tras él la grupa; un segundo le imitó; un tercero… Ni uno sólo se retiraba. ¿Por qué seguir aferrándose a la vida? Koskoosh arrojó la rama encendida al suelo. Sobre la nieve la llama crepitó y se apagó. El círculo gruñó inquieto, pero no retrocedió. El anciano vio de nuevo ante sus ojos al alce que se resistía por última vez. Luego, fatigado, dejó caer la cabeza sobre las rodillas. Después de todo, ¿qué importaba? ¿No era ley de vida?