Cuando era niña, allá, en Svappavaara, a Kerstin le contaron muchas veces la historia de Oso Negro.
Kerstin vivía entonces con su madre y sus hermanos en casa de su abuelo, un minero jubilado de Malmberget que se pasaba las horas sentado a la ventana de su casa. Le gustaba mirar la calle y la montaña de hierro en la que había trabajado durante más de cincuenta años. Cuando él llegó allí, decía, apenas había ni casas.
Su hijo, el padre de Kerstin, también trabajó en la mina, e incluso llegó a ser sindicalista, pero un día se marchó, abandonando la mina y a su familia y la ciudad en la que había nacido. La madre de Kerstin se quedó sola, con cuatro hijos pequeños. Fue cuando se trasladaron a Svappavaara, a casa del abuelo.
Kerstin, que era la menor, creció de la mano de éste. Hasta los cinco años, de hecho, no supo que tenía padre; para ella, su padre era el abuelo. Se pasaba los días sentada en sus rodillas o jugando con él delante de la casa. Como todas las del pueblo, la del abuelo tenía un jardín, aunque en ninguno de ellos hubiera árboles. Cerca de Svappavaara, en la carretera, un cartel de madera señalaba: Fin de la tierra cultivable. Estaban ya por encima del Círculo Polar Ártico.
Uno de aquellos días, cuando tenía tres años, el abuelo le contó a Kerstin la historia de Oso Negro. El abuelo solía contarle muchas historias, de la mina y de otros tiempos, pero aquélla fue la que más le impresionó y la que recordaría toda su vida. Durante mucho tiempo, de hecho, pensó incluso que Oso Negro era su padre.
La historia de Oso Negro, que el abuelo le contó un millón de veces (aunque la llegó a saber de memoria, a Kerstin le gustaba volver a oírla), se remontaba a los primeros años del siglo y había ocurrido en aquella zona, cuando el ferrocarril llegó allí, camino de Narvik, por donde las compañías mineras pensaban sacar el mineral de hierro y evitar de ese modo los hielos del mar Báltico. Aunque Narvik estaba más al norte, en Noruega, allí el mar nunca se helaba. Por los fiordos, le explicaba el abuelo a Kerstin antes de seguir contándole.
Lo que le contaba era que, entre los que llegaron haciendo el ferrocarril, todos hombres arriesgados y curtidos como correspondía a unos pioneros, y más en aquella zona en la que no vivía prácticamente nadie (la gente llegó después), venía también una mujer a la que sus compañeros llamaban Oso Negro por su inusual fortaleza física y por el extraño, allí, color negro de su pelo. Era la encargada de hacerles la comida a los ferroviarios y de alegrarles las noches cantándoles canciones y bebiendo con ellos mientras el viento helado del norte sacudía sus míseras casetas. Oso Negro llegó a ser toda una leyenda. Nunca una mujer se había atrevido a viajar sola en compañía de hombres por aquel inhóspito territorio en el que sólo se aventuraban los cazadores y los pastores de renos. Pero todos la respetaban. Y la trataban como a uno más. Y, si alguno, en las noches solitarias de la tundra, intentaba propasarse, como a veces ocurrió, ella misma se bastaba para defenderse sin tener que pedir ayuda a nadie. Oso Negro era tan fuerte o más que sus compañeros.
Durante varios meses, Oso Negro viajó con los obreros de la vía, haciéndoles la comida y conviviendo con ellos, hasta que, pasada Kiruna, cerca ya de la frontera con Noruega, se desató la tragedia. Al parecer, Oso Negro se enamoró de uno de los hombres y empezó a frecuentar su compañía olvidándose del resto. Estos jamás se lo perdonaron. Ni a ella ni al compañero. Les hicieron el vacío hasta que les obligaron a marcharse, cosa que hicieron desandando hacia el sur la vía que ellos mismos habían ido construyendo y llevando Oso Negro a cuestas la cocina de hierro con la que les hacía la comida a los ferroviarios, hasta que, reventada, cayó sobre la nieve para no levantarse más. La enterraron en Abisko, donde murió, en un cementerio que ya no existe, pero su nombre es el único de todos aquellos hombres que aún se recuerda. Por valiente, como tú tienes que ser, acababa el abuelo siempre su historia ante la emoción de Kerstin, que imaginaba a Oso Negro tirada junto a la vía, con la cocina de hierro al lado, mientras la cubría la nieve.
Muchas veces el abuelo le contó la misma historia, siempre de la misma forma y siempre con el mismo fin, pero a Kerstin le seguía emocionando lo mismo que la primera. Le escuchaba sentada en sus rodillas y, cuando el abuelo se despistaba, cosa que le sucedía a menudo (el hombre ya era muy viejo), le corregía y le hacía tomar el hilo que había perdido. Y, cuando definitivamente el abuelo se dormía, cosa que también le sucedía a menudo, sobre todo en el invierno junto al fuego, ella también se quedaba dormida hasta que su madre la despertaba y la llevaba a la cama con sus hermanos, que llevaban todos ya tiempo durmiendo. Esas noches, Kerstin soñaba con Oso Negro.
Un día, sin embargo, el abuelo se murió (se quedó dormido en su silla, al lado del fuego, y ya no volvió a despertarse más) y Kerstin y su familia regresaron a Malmberget, donde nadie volvió a hablarle de Oso Negro y donde empezó a ir a la escuela junto con los otros chicos de la ciudad. Todos eran como ella. Vivían en las casas de la mina, todas iguales, con sus jardines, con sus tejados negros y verdes alineados a ambos lados de las calles que ella cruzaba desde la suya para acudir a la escuela, y vestían como ella y sus hermanos, sin apenas diferencias. Sólo una cosa les distinguía, aparte de sus edades y de sus nombres: todos tenían un padre que trabajaba en la mina o en los comercios de la ciudad y que a veces iba a la escuela a esperarlos o les acompañaba los domingos a la iglesia. Todos, menos sus hermanos y ella.
Mientras vivía en Svappavaara, y mientras vivió el abuelo, Kerstin nunca echó en falta a su padre. Este se había marchado de casa al poco de nacer ella y ni siquiera sabía de su existencia. Pero, cuando murió el abuelo y volvieron a Malmberget, a la casa de la mina, su madre se lo contó. Vivía muy lejos, le dijo, en la capital, pero algún día volvería a verla.
Desde aquel día, Kerstin vivió esperando a su padre, imaginando cómo sería y observando con envidia a sus amigos cuando les veía por la calle o en la iglesia con los suyos o cuando, mientras jugaban, hablaban de ellos. En esas ocasiones, Kerstin decía que el suyo era el mejor de todos: vivía en la capital y era tan fuerte como Oso Negro. Y les decía también que un día vendría a buscarla para llevarla a vivir con él. Pero pasaban los días y su padre no venía. Su madre, cuando le preguntaba, le daba largas o se quedaba en silencio, como si le disgustara tener que hablar de aquel tema. Kerstin, entonces, se ponía triste, pero seguía esperando a su padre y, por las noches, rezaba para que volviera pronto y la llevara a vivir con él. Aunque a veces era ella la que volvía a casa llorando porque alguien le había dicho que su padre no existía y que, aunque estuviese en alguna parte, jamás volvería a verla.
Un día, sin embargo, sus deseos se cumplieron. Llegó una carta y su madre le dijo a Kerstin y a sus hermanos que era del padre, que anunciaba que iba a venir a verlos. La madre se lo dijo con tristeza, como si le disgustase que viniera. Kerstin aún no sabía que sus padres estaban separados y que el padre vivía en Estocolmo con su segunda mujer.
Kerstin nunca olvidaría el día en que conoció a su padre. Fue a esperarlo con su madre y sus hermanos a la estación de Malmberget y por el camino iba mirando a la gente con la satisfacción del que al fin ve cumplirse sus promesas. Sentía ganas de decirles: voy a buscar a mi padre, ¿lo veis como era verdad?, ¿lo veis como no mentía? Pero no se atrevió a hacerlo. Ni siquiera al pasar junto a la escuela, donde todos sus amigos se asomaban a su paso para verla. Iba andando entre su madre y sus hermanos y todos iban muy serios.
La espera en la estación se le hizo eterna. Había deseado tanto tiempo que llegara aquel momento, desde el día en que su madre se lo dijo, y antes aún: desde que supo que tenía un padre, que pensaba que nunca iba a llegar. Pero allí estaba Kerstin ahora, agarrada de la mano de su madre, con el abrigo y el gorro de los domingos, esperando el tren de Estocolmo en el que venía aquél. ¿Cómo sería? ¿Sería guapo? ¿Llevaría barba? ¿Tendría el pelo negro o, por el contrario, lo tendría blanco como el abuelo? De lo único de lo que estaba segura, pues así lo había imaginado muchas veces, es de que sería muy fuerte. Fuerte como un gigante. Tan fuerte como Oso Negro.
Kerstin estaba tan emocionada que ni siquiera le vio cuando descendió del tren. Entre el revuelo de gente que se formó en torno a éste y la emoción que sentía, Kerstin no supo que era su padre hasta que lo tuvo enfrente. Era muy guapo, en efecto, pero tenía el pelo rojizo y era más bajo de lo que había pensado. Y tampoco tenía barba. El hombre llevaba abrigo y sombrero y sólo supo que era su padre porque la cogió en sus brazos después de saludar a los demás (a su madre, fríamente) y, levantándola en alto, la apretó contra su pecho. Luego, volvió a posarla en el suelo y, sin soltarle la mano (en la otra, llevaba una maleta), echó a andar hacia su casa, seguido por su madre y por sus hermanos, que iban todos en silencio.
Apenas estuvo un día y, cuando se marchó, se fue sin ella. Kerstin lo supo cuando salió de la escuela y durante toda la tarde estuvo llorando, como cuando se murió el abuelo. Había pasado aquel día contando a los amigos lo guapo que era su padre y diciéndoles que por la tarde iba a ir a recogerla, pero, en lugar de su padre, la estaba esperando Lannart. Era el hermano mayor y el único que trabajaba. Mientras la acompañaba a casa, Lannart le dijo a Kerstin que su padre se había ido, pero que volvería otra vez y, esa vez sí, la llevaría con él aunque la madre no la dejara.
Kerstin recordaría la escena algunos años más tarde cuando, junto a su madre y sus cuatro hermanos, llegó a Estocolmo en el mismo tren en el que antes se había ido su padre. Iban siguiendo sus pasos. El padre le había buscado a la madre un trabajo, de cocinera en alguna fábrica, pero Kerstin ya sabía que no iban a vivir con él. El padre ya tenía otra familia y vivía con ella en otra ciudad. Ni siquiera estaba esperándolos cuando llegaron a la estación de Estocolmo, todos juntos, asustados, agarrados de la mano de su madre, que iba, como Oso Negro, con toda la casa a cuestas, como en la historia que el abuelo le contara tantas veces, allá, en su casa de Svappavaara, cuando Kerstin era niña y aún no sabía que tenía un padre.