A las seis de la mañana del lunes las calles de Austin estaban desiertas. Melanie Cathcart veía desfilar por la ventanilla trasera de su limusina las aceras, las tiendas, los parques de esa tediosa ciudad provinciana poblada de funcionarios y de políticos. Nada que ver con el dinamismo de su Houston natal, donde el dinero del petróleo fluía a borbotones, haciendo florecer el lujo y la ostentación. Pero allí era donde la carrera política de su marido y la suya propia les había llevado. Allí había vivido los últimos treinta años. Allí había criado a sus hijos. Muy a su pesar, ya debía considerarse como una ciudadana de Austin.
Desde que había vuelto a Texas, después de años en San Francisco, había perdido el sueño. No dormía más de tres o cuatro horas por noche, y su corto reposo era a menudo interrumpido por ataques de ansiedad. Se despertaba con una agobiante sensación de ahogo. Apneas del sueño, decían los médicos. ¡Pero ellos qué sabían! Probablemente secuelas de excesos pasados. Había aprendido a vivir con ello. Lo había aceptado y dedicaba sus horas de insomnio al trabajo.
—Desmond, vamos a pararnos en el Starbucks a comprar unos cafés, por favor.
—Sin problema, missis Cathcart
Desmond era un joven negro hercúleo, con cara de bueno pero con pinta de tener muy malas pulgas cuando se las buscaban. Era un tipo educado y discreto. Pero era el enésimo perjuicio de una carrera política que lo invadía todo. Especialmente desde que Melanie se había vuelto la cabeza visible de la derecha cristiana. A muchos no gustaban sus opiniones sobre el aborto, los derechos de los homosexuales o la lucha contra el radicalismo islámico. Ni su activismo a favor del endurecimiento de las leyes antidroga. Era interesante constatar cuantos defensores de la libertad se volvían tan intolerantes como aquellos que tildaban de fascistas, cuando se les llevaba la contraria.
Se había convertido en blanco predilecto de multitud de ataques. Hasta entonces, éstos se habían limitado a insultos y burlas televisivas o en la red. Algún lanzamiento de objetos más o menos inofensivos, como le había ocurrido la semana anterior, cuando el pobre Desmond se había llevado un par de huevazos, en su intento de protegerla a la salida de un mitin pro vida en un colegio de Austin. Las fotos del lamentable episodio habían hecho las portadas de los periódicos nacionales. Pero no se podían tomar riesgos. De ahí la presencia constante de Desmond. O de algún clon de Desmond.
—Tómate uno tú también, Des, que te obligo a seguir unos horarios inhumanos. Y pon un poco la radio por favor.
Al conectar la radio, saltó automáticamente uno de los programas de classic rock.
I have only one burnin’ desire
Let me stand next to your fire
Rugió Jimi Hendrix una fracción de segundo, antes de que Des sintonizara un canal de noticias.
Esa fracción de segundo dejó pensativa a Melanie, pero se sacudió rápidamente ese amago de nostalgia. “Déjate de tonterías. Demasiado trabajo”, pensó.
La falta de sueño no se notaba. Apenas una fina capa de maquillaje le era suficiente para disimular unas leves ojeras y para realzar una belleza que a sus más de sesenta años todavía sorprendía. Siempre se había negado a teñir su espesa melena blanca. Sus dignas arrugas destacaban en el país del lifting y de la carrera contra el tiempo. Su esbelta figura natural era la envidia de las adeptas al gimnasio y al quirófano.
Ya eran las ocho en Nueva York. Hizo su llamada diaria a su hijo que empezaba a destacar en Wall Street. ¿Le esperarían para pasar el fin de semana del cuatro de julio en la casa familiar de Houston? Estarían los abuelos y un montón de amigos. También gente que le interesaría conocer. Sería estupendo que pudiera venir.
Tendría que dejar pasar unas horas antes de poder hablar con su hija que aún estaría dormida en Hong Kong.
Una familia moderna, cosmopolita, en la cresta de la ola.
—Buenos días Mel—sonó la voz de su marido—. ¿Has llegado ya a la oficina?
—Hola, Tim. Estoy de camino con Des. Acabo de hablar con Junior, cree que podrá venir a pasar el puente con nosotros a Houston. Tengo muchas ganas de verle. Una pena que Isabella esté tan lejos. Tienes que decirme ya a quien quieres invitar. Ya sabes que la organización es un infierno de trabajo. Y supongo que no quieres que salga mal. ¿Qué tal en DC?
—El mismo rollo de siempre. Tengo al arzobispo de San Francisco dentro de media hora. Quiere hablar del matrimonio entre maricas…, perdón, quiero decir gay… He estado hablando con los financieros. Dicen que estamos bastante lejos de nuestros objetivos. Si seguimos así lo vamos a pasar mal en las elecciones de midterm. Mel, cuento contigo para poneros las pilas. Bueno, me tengo que ir. Te quiero.
—Te quiero.
Dinero, dinero, dinero. Siempre era la misma historia. Parecía que la política se reducía a eso. Al dinero. No contaban las ideas, las convicciones, los proyectos. Sin altavoz, nadie te hacía ni caso. Y el altavoz era el dinero. A ella lo que le gustaba era hablar, debatir, convencer. Pero debía dedicar todas sus energías a recaudar más y más dinero, una y otra vez.
*
Melanie Cathcart era una mujer de su tiempo. Siempre se había interesado por los avances tecnológicos. Le era imposible concebir su vida sin ordenadores y demás smartphones. Siempre estaba al corriente de lo último que se cocía en internet. Sus intensas actividades políticas le habían llevado a interesarse por todos los nuevos medios de comunicación y era plenamente consciente de la importancia de las redes sociales. No pasaba una semana sin que les preguntara a sus hijos por las últimas novedades en la red. Cuales eran los blogs, las páginas, el buzz de moda. Le preocupaba que sus hijos que ya pasaban de la treintena empezaran a quedarse un poco desfasados. Tendría que buscarse nuevos contactos de dieciocho años que estuvieran al tanto de lo que tramaban las nuevas generaciones. Iba a aprovechar el fin de semana familiar del cuatro de julio para preguntar a sus sobrinos. Las cosas evolucionaban a una velocidad mareante.
Cuando no estaba en reuniones políticas o celebrando mítines por todo el país o mendigando con potenciales contribuidores a la causa, desarrollaba una actividad frenética en la red. Además de sus contactos privados su equipo incluía a tres jóvenes exclusivamente dedicados a seguir y analizar todas las informaciones relevantes que salían a diario en miles de blogs, páginas webs o emboscadas de Anonymous.
Llegó a su oficina como todos los días, a las seis y media de la mañana. Lo primero que hizo, mientras terminaba el café king size de Starbucks, sola en su todavía tranquilo despacho, fue leer la revista de prensa y de correo que el equipo del turno de noche le había preparado y que le había guardado en un archivo compartido de su ordenador—“nunca en papel, por favor. Somos los primeros defensores del medio ambiente”—. La oficina electoral de un senador no cerraba nunca. Una campaña electoral empezaba el día que terminaban las elecciones anteriores. Ello necesitaba unos medios humanos brutales. Un trabajo infinito. Una cantidad de dinero galáctica.
Artículos y más artículo sin interés. Un montaje cómico en YouTube sobre el incidente de la semana anterior. ¿Cuánto tiempo más iba a tener que aguantar esas bobadas, antes de que el foco de interés pasara a otra cosa? Cartas de seguidores. Alguna amenaza. Debería recordar pasarle copia al FBI. Nunca se sabía.
¿Qué era eso? ¿Estaría soñando? “¿Habrá cambiado de idea este cabrón?”, pensó esperanzada al ver el correo electrónico de David Weinberg. Melanie había contactado con él hacía un par de años para pedirle una contribución económica a su movimiento político. No se habían visto desde la época de San Francisco, pero ella estaba al tanto de sus éxitos empresariales. Siempre estaba al acecho de nuevos donantes y David debería haber sido pan comido, invocando los buenos tiempos. Pero Weinberg había resultado mucho más duro de lo esperado. No había soltado un dólar, cómo buen judío. Además se empeñaba en querer rememorar épocas que Melanie prefería dejar ocultas en el laberinto del tiempo. Cada seis meses volvía a la carga con el mismo resultado. ¡Ésta era la primera vez que iniciaba él el contacto!
“Querida Melanie—¡Que no River!, buena señal—como sabes, por principio yo no apoyo a ningún movimiento político, pero, la ultima vez que nos vimos, te prometí que en el momento en que tuviera conocimiento de algún contribuidor potencial te pondría en contacto con él o ella. Cómo verás, soy hombre de palabra.
James R. Cahill III es el dueño de un fondo de inversión de tres mil millones de dólares. Ha tenido un enorme éxito estos tres últimos años. Le he conocido hace poco porque tiene una participación relevante en una compañía con la que estoy tratando.
El fondo se llama Itaipú. No creo que los tengas identificados porque están basados en Brasil y son muy discretos. Ni siquiera figuran en la Red. James me comenta que está pensando en volver a vivir a Estados Unidos. Simpatiza con el partido republicano y esta considerando contribuir económicamente.
Creo que te interesará conocerle. Se va a quedar esta semana en mi casa de Monterey y estaría encantado de encontrarse contigo si te puedes acercar por aquí.
Dime cuándo te vendría bien.
Un saludo
DW”.
“¡Dios mío. Dios mío. Dios mío! ¿Por fin pagarían sus esfuerzos de años? Tranquila. Tranquila. Cada cosa a su tiempo.” En su excitación, Melanie no había seguido leyendo su revista de prensa y se había perdido la noticia sobre la fusión Smartout/Delfos.
—¡Sandy!—gritó Melanie, en el colmo de la excitación.
—Dime, jefa—le contestó su asistenta personal, sin tiempo de colgar su chaqueta, un enorme café en una mano y sus escarpines en la otra.
—¡Sandy, no me lo puedo creer! Lee esto. Cancela el programa de mañana. Que preparen el reactor para salir a las seis de la madrugada. Nos vamos a Monterey. Mejor dicho, voy yo sola. ¡Creo que tenemos a Weinberg!
“Querido David,
Te agradezco tu correo. Me encantará conocer a James R Cahill III.
Da la casualidad que mañana martes estaré en San Francisco, por lo que me podría acercar a Monterey a saludaros. Os viene bien a las 10 AM?
Atentamente
MC”.
Mandó convocar inmediatamente el comité estratégico de la oficina electoral para anunciarles sus planes con David Weinberg.
—Mel, ésta es la mejor noticia que nos podía llegar en este momento—dijo el director de campaña—. Necesitamos contribuciones como agua de mayo. Por cierto, curiosa coincidencia que se ponga en contacto contigo el mismo fin de semana en el que fusiona su compañía. No sé si tendrá algo que ver. ¿Qué piensas de eso Melanie?
El silencio ruborizado fue delatador. Eran el mismo equipo. Estaban en el mismo barco. Pero las agendas no siempre concordaban. La ambición del director de campaña era desmedida. A la altura e su ego. Melanie siempre había sospechado que veía a la mujer del senador como un obstáculo en su carrera. Siempre parecía aprovechar cualquier excusa para demostrar al resto del equipo que esta mujer, que consideraba de limitadas luces, solo estaba en su puesto gracias a su marido. Tenía que aguantar a diario a ese asqueroso machista y su constante labor de zapa. Por su culpa, parecía tener que demostrar en cada momento que estaba en su puesto por méritos propios. Por supuesto, comentarle ese incordio a su marido era impensable. Tenía que lidiar ella sola con la situación. ¿Cómo podía haber sido tan torpe como para presentarse a esa reunión sin disponer de toda la información?
—¿Cómo, no has visto la noticia? Pensaba que preparabas mejor tus casos antes de convocarnos Mel. En fin, en cualquier caso es muy buena noticia. Estábamos empezando a estar muy justos de fondos. Solo una cosa, creo que deberías ir acompañada. Un equipo de apoyo, ¿Sabes? Parecería más profesional. Daría más peso.
El resto de los participantes en la reunión asintieron. ¿Qué se pensaban, que ella no era capaz de llevar a bien esta tarea? ¡Pero si la única razón por la que tenían contacto con Weinberg era porque ella le conocía! Ella sola les demostraría su valía.
—En otras circunstancias estaría de acuerdo contigo, pero éste Weinberg es un tipo muy peculiar. Créeme, le conozco de la universidad - menuda universidad, pensó Melanie, sonriendo para sí misma - Tiene un pasado un poco hippie. Hay que saber llevarlo. Si llegamos a su casa en grupo, sería capaz de cerrarnos las puertas en nuestras narices. Iré sola.
Era perfectamente consciente del riesgo que significaba su decisión. Cualquier fracaso sería su responsabilidad y podría incluso salpicar al senador. Esa manada de lobos no la perdonarían. Aún así decidió arriesgar y apuntarse ella sola un tanto de esa relevancia.
—OK, tu eres la que sabe. Espero que te salga bien. Nosotros habremos intentado ayudarte—concluyó, amenazante.