DON FERNANDO EN BUSCA DE UN HEREDERO PARA LA CORONA DE ARAGÓN
Cuenta la historia que don Fernando tomó la decisión de internar a la reina por la violencia, en el castillo de Tordesillas, a seis leguas de Valladolid, y no les falta razón a los que así discurren pues, de grado, nunca se hubiera dejado sacar doña Juana de su refugio de Arcos, y cuánto menos para entrar en recinto amurallado. Pero, por su parte, con tantos quebraderos como tenía a costa de los nobles castellanos el Rey Católico, no podía dejar a su merced a reina tan propicia a desvaríos muy peligrosos para el buen gobierno de los reinos. En esta decisión pudo influir, no poco, el cardenal Cisneros, que fue siempre del parecer que la hija de los Reyes Católicos no servía para gobernar.
Tomada la decisión y en vísperas de emprender un largo viaje a Andalucía, se presentó don Fernando en el palacio de Arcos, serían las tres de la madrugada, y ordenó que despertaran a la reina para viajar. Se había traído consigo unas mujeres muy forzudas, por si su majestad no entraba en razón de lo que le convenía, pero no fue preciso recurrir a ellas pues doña Juana estaba en fase de melancolía y se resignó cuando le dijeron que le podrían acompañar sus dos hijos muy queridos, más el féretro de su marido del que no se separaba, pues entendía que en tanto no pudiera enterrarlo en Granada, conforme le había prometido, era su obligación tenerlo cabe sí. El destino quiso que el cadáver insepulto de don Felipe hubiera de viajar siempre de noche, pues cuando lo trasladaron de Burgos a Hornillos, y de allí a Arcos, era en lo más tórrido del verano, y mucho el calor para pasearlo de día por la estepa castellana; y en esta ocasión, que era de crudo invierno, dispuso don Fernando que había de ser de noche para no dar que hablar a los que pensaban que tenía a la reina prisionera, y que la traía y la llevaba a su antojo, según su conveniencia. De ahí la leyenda de las procesiones nocturnas a la luz de las antorchas.
Cuenta el cronista anónimo que en el momento de partir de Arcos, viendo el monarca tan ida a su hija, se conmovió profundamente y le acarició los cabellos diciéndole que todo aquello lo hacía por su bien y para que el día de mañana aquellos hijos suyos, tan queridos, pudieran ser tan buenos reyes como lo habían sido sus abuelos. A lo que doña Juana le replicó: «¿Y para ser buen rey es preciso ser mal padre?»
Tanto dolió a don Fernando este sentido reproche que no lo olvidó en los años que le quedaron de vida. Cuando doña Juana entró en el castillo de Tordesillas tenía veintinueve años y allí había de permanecer hasta los setenta y cinco, a los que falleció. Dice el cronista anónimo que nunca una reina estuvo tanto tiempo en un mismo lugar y siempre reinando, «pues los cuarenta y seis años que allá estuvo siempre figuró como reina, pues así convenía a los intereses del reino». No se piense que hay ironía en la frase del cronista ya que es cierto que a don Fernando no le quedaba otro remedio que gobernar en nombre de su hija y otro tanto le sucedió a Carlos V, a quien por ser flamenco y no bien recibido por los españoles, le convenía gobernar conjuntamente con su madre, la reina, como así hacía figurar en todos sus reales decretos. «Dios, en su providencia —añade el cronista con el candor de un buen vasallo— quiso que nuestra señora la reina doña Juana viviera muchos años, para que primero don Fernando y luego don Carlos pudieran hacer por ella lo que ella no podía hacer por sí.»
Según François Ravier, escritor francés del siglo XIX, Fernando el Católico sólo visitó en una ocasión a su hija encerrada en el castillo de Tordesillas y fue para solicitarle sus joyas a fin de empeñarlas ya que el tesoro real, una vez más, estaba exhausto. Tal imputación carece de fundamento, entre otras razones porque la desgraciada reina de Castilla carecía de joyas que valiera la pena empeñar, y porque otras eran las ocupaciones del rey Fernando en los últimos años de su vida. La principal tener heredero que le sucediera en la corona de Aragón, para lo cual había contraído matrimonio con Germana de Foix, sobrina del rey de Francia, jovencísima doncella, a la que de un primer impulso logró dejar en estado dando a luz a un varón, en el 1510, que falleció a poco de nacer.
Germana de Foix, aunque muchacha de buen natural, había sido educada para ser madre de reyes y de ningún modo podía resignarse a no serlo; por su parte los consejeros aragoneses, que no veían con buenos ojos que fuera a ocupar el trono un Habsburgo, también encarecieron a su monarca que tentase de dejar a su joven esposa de nuevo en estado de buena esperanza.
Andaba don Fernando por los sesenta años, en todo muy lozano y activo, atendiendo a los negocios de estado con gran diligencia y poca pereza para viajar de un lado para otro como era costumbre de los reyes en aquella época. Con su joven esposa se mostraba muy amoroso y deseoso de caricias, aunque no acertaba a cumplir lo que natura exige para tener descendencia.
Eran tiempos en los que se hablaba con gran desenvoltura de todo lo relativo a la procreación, y en lo que a las testas coronadas atañe los cortesanos llevaban la cuenta de las relaciones amorosas entre sus soberanos, por la mucha importancia que tenía el que dieran fruto para la continuidad de las dinastías; de suerte que pronto se conocieran los apuros por los que estaba pasando el Rey Católico y fueran muchos a opinar.
El confesor de su Majestad Católica, el padre dominico Diego Fuertes, que haciendo honor a su apellido era hombre de notable temperamento, recomendó a don Fernando que no se fiase de médicos ni cirujanos, ni cuánto menos de brujas o curanderos, sino que todo lo fiase a la providencia de Dios, que si tenía dispuesto para bien de Aragón y de toda la cristiandad que tuviera descendencia, se lo haría ver del modo más conveniente, por mediación de san Ramón Nonato, santo catalán que debe su sobrenombre de Nonato, que quiere decir no nacido, al hecho milagroso de que fue extraído del vientre de su madre cuando ésta ya había fallecido.
Cumplió su majestad con todas las novenas, mortificaciones y abstenciones que le prescribió su confesor, sin que dieran el fruto apetecido, por lo que fray Diego Fuertes le hizo ver que bien claro estaba que la voluntad de Dios era que reinase en Aragón, al tiempo que en Castilla, y demás reinos de España e Italia el primogénito varón de Felipe el Hermoso, el príncipe Carlos. El monarca, que por aquellos años se mostraba muy piadoso, escuchaba con resignación al fraile, pero no así su regia esposa que se hizo aconsejar de mujeres moras, muy experimentadas en las prácticas del harén, quienes le preparaban sahumerios y otros embelecos para despertar el apetito genésico del rey. Cuando eso llegó a oídos del confesor real, reprendió a su majestad con mesura, pero con energía y aún se atrevió a más: le dijo que era sobradamente conocido desde los tiempos de Cicerón, que quienes habían gastado sus fuerzas en amores venales, fuera del legítimo connubio, perdían pronto la virilidad, mientras que los que se habían mostrado castos, según demanda natura, la conservaban viva hasta edades muy avanzadas. La reprimenda la aderezó con sentencias latinas, de los santos padres de la iglesia, y con ejemplos de la Biblia, comenzando por el de Abraham.
El monarca, que como los más de ellos según costumbre, había tenido más amores de los convenientes, calló con aparente contrición por los pecados de su vida pasada, pero desde aquella fecha cesó el Diego Fuertes en su ministerio sacramental, y de allí a poco fue enviado a las indias, dicen que como castigo por su atrevimiento.
Según una crónica fechada en la isla de Cuba en el año 1530, la llegada de fray Diego Fuertes a aquellas latitudes fue una verdadera bendición del cielo.
Andaban los dominicos por aquellos años muy contrarios al trato que daban los encomenderos a los indios de la isla, sujetándolos a esclavitud en contra de las disposiciones de la Corona, del parecer de los teólogos de Salamanca, y de las mismas Leyes de Burgos, que se habían promulgado para defensa de los nativos de aquellos inmensos territorios. Pero a los que iban allá a hacer fortuna poco se les daba de teólogos y pragmáticas, estando la mar océana por medio, y se entiende que así fuera si se considera que era presidente del Consejo de Indias, con poderes omnímodos, el obispo de Palencia, don Juan Rodríguez de Fonseca, que sin haber pisado aquellos pagos era el primer encomendero del reino. Como queda relatado en su lugar, este Juan Rodríguez de Fonseca era fidelísimo del rey Fernando, capaz de cualquier hazaña por servirle, tanto en organizar armadas por la mar, oficio más propio de vizcaínos que de obispos, como de atravesar Francia disfrazado de buhonero para concertar la boda de doña Juana con Felipe el Hermoso. Cuando falleció la Reina Católica fue quien mandó a su secretario, Lope de Conchillos, a sacarle la firma de poderes a doña Juana, de cuyo empeño salió sin la firma, pero contrahecho por la tortura a la que le sometió Felipe el Hermoso. A uno y otro pagó don Fernando su fidelidad con la sinecura del Consejo de indias con el que ambos se enriquecieron.
No se movía un papel en las indias sin la anuencia del Rodríguez Fonseca y de su secretario el Lope de Conchillos, y los únicos que se atrevían a enfrentarse a ellos eran los padres dominicos, por entender que les iba el alma si consentían en los desmanes que allá se cometían. Los más famosos de estos dominicos fueron el padre Pedro de Córdoba, hombre de tal apostura y belleza natural, que la modestia de su hábito de estameña no era a disimular los encantos de su vigorosa personalidad, y el padre Antón de Montesinos, de quien se decía que salía fuego de su boca cuando predicaba contra los abusos de los encomenderos. A ellos, pasado el tiempo, se uniría el más famoso de todos, fray Bartolomé de Las Casas, del que se hablará en su lugar.
Fray Diego Fuertes llegó a la isla de Cuba resentido por lo que a todas luces entendía ser castigo inmerecido, pero fray Pedro de Córdoba le hizo ver que lo que él tenía por castigo era más bien regalo de Dios, pues resulta más fácil ser santo entre los desheredados de la tierra que en la corte de los grandes de este mundo, que las más de las veces es una selva de pasiones, más peligrosa para el alma que la más intrincada de las selvas de aquella isla.
Acertó en el consejo fray Pedro, y el Diego Fuertes se incorporó a la batalla contra los abusos de los encomenderos, con no menos ardor que el fray Antón de Montesinos. Si no se había mordido la lengua a la hora de decirle lo que pensaba al monarca más poderoso de la cristiandad, excúsase decir su desparpajo en llamar a las cosas por su nombre cuando de miserables y torticeros encomenderos se trataba. Y por todo ello mereció la palma del martirio, bien supremo al que aspiraban los que en aquellos siglos de oro iban a misionar a tierras de salvajes, aunque en este caso el martirio no le vino de los paganos sino de quienes se decían cristianos.
Cuenta la citada crónica cubana que así como en La Española, hoy Santo Domingo, todo eran desgracias, en Cuba por contra eran venturas. En la Española, aparte del mal trato que recibían los indios, a cada poco les llegaba una plaga, bien de viruela, bien de sarampión, que pronto acababa con ellos. Las mujeres indias, ensombrecidas por tanta desgracia, no querían parir y tomaban cocimientos para acabar con los niños en su vientre, y a los varones les entraba tal tristeza que se dejaban morir y ni los más jóvenes tenían fuerza para procrear. Al diezmarse a tales extremos las haciendas, cuya única mano de obra eran los indios, comenzaron las escaseces y los hacendados españoles tenían que proveerse de Cuba, que estaba en el cenit de su prosperidad puesto que a ella no habían llegado, todavía, las plagas que asolaron La Española y otras islas menores.
De Cuba contaban y no acababan. Por entonces se ignoraba, todavía, si era isla o era la Tierra Firme de la que hablaba Cristóbal Colón en su diario. Cuando se supo que era isla, porque al fin la circunvalaron los navíos del gobernador Diego Velázquez, la comenzaron a llamar «La perla del Caribe» y con ese nombre ha llegado hasta nuestros días.
Según cuenta fray Bartolomé de Las Casas, en su condición de cronista de indias, su largura era de trescientas leguas y su anchura, por la parte más amplia, de sesenta. Se podía discurrir por toda ella a cubierto de árboles, lo que la hacía más fresca y agradable que La Española. De esos árboles muchos eran cedros, como los de Castilla, pero del grosor de un buey y de tal altura que de ellos sacaban los indios canoas de una sola pieza, en las que cabían hasta setenta hombres y en ellas se atrevían a adentrarse en la mar océana. También abundaban unos árboles a los que llamaban estoraques, tan aromáticos, que pasear entre ellos era tener embargados todos los sentidos, no sólo el del olfato. Los indios acostumbraban por las noches a hacer fuego con sus ramas y se dormían en sus hamacas —aclara fray Bartolomé que no conocían las camas— embriagados con su aroma. Otros árboles eran los xaguas, que daban unos frutos en forma de riñones de ternera, de pulpa tan suave como la de las peras enmeladas. Dice el mismo cronista que toda la isla era montuosa, y plagada de parras montesas, pero buenas para hacer vino siempre que se cuidara de plantarla a resguardo de los vientos marinos, para que se convirtieran en domésticas y suaves. Las flores lucían por doquier, con más profusión que en la misma Andalucía, y por la banda sur se extendían unas isletas tan floridas y hermosas que cuando el almirante Colón las descubrió en su segundo viaje, las bautizó con toda justicia con el nombre de jardín de la Reina. Concluye su relación Bartolomé de Las Casas diciendo que no lejos de allí debió de estar el paraíso terrenal del que nos habla el Génesis.
Considera quien suscribe, en su condición de cronista del siglo XX, que no es ajeno al orden del relato la antecedente descripción para que se entienda el amor que despertaba en quienes conocían aquellas tierras, y cómo se dolían del poco aprecio que de ellas hacían sus majestades y cuánto más se le daba a don Fernando el Católico dejar embarazada a su joven esposa, a fin de que el reino de Aragón tuviera un monarca de su gusto, que mirar hacia aquellos inmensos territorios que la divina providencia había puesto a su alcance.
Cuenta fray Bartolomé de Las Casas que en Cuba habían prosperado hasta extremos insospechados las cosechas de mandioca, de maíz y de caña de azúcar, así como las granjerías de yeguas, que daban más potrillos que huevos las gallinas extremeñas. Con la mandioca fabricaban el pan cazabe, alimento principal de los indios sujetos a encomienda, aunque los más cristianos de los hacendados también les daban media libra diaria de carne de puerco, como tenía dispuesto la Corona. Con el negocio de vender el pan cazabe a La Española y a las otras islas, se hicieron ricos muchos hacendados cubanos, pero como la codicia con nada se sacia, los hubo que quisieron sacar más provecho a sus encomiendas, mezclando a los indios con los negros que comenzaban a traer de África. A los negros, como más hechos a trabajar, se los tenía en mayor estima que a los nativos, y por cada uno de ellos se pagaba el precio de cinco indios. A un encomendero de los más codiciosos, llamado Tavira, fue a quien primero se le ocurrió cruzar un negro cimarrón de su propiedad con las indias jóvenes de su encomienda para sacar vigorosos mestizos que alcanzaran mejor precio en el mercado de esclavos.
Los negros, de suyo, repelían el trato carnal con las indias, por lo que el Tavira tuvo que obligar al cimarrón a hacerlo, ofreciéndole premios o la horca. Pero la que se ahorcó fue una joven india, cristiana, que no pudo soportar semejante humillación. Llegó la noticia a oídos de fray Diego Fuertes, quien montó en santa cólera y denunció al Tavira ante el gobernador Velázquez; le ayudó en el trance Bartolomé de Las Casas, que todavía no había profesado como dominico, sino que era un simple clérigo y no de los mejores, puesto que también tenía encomienda de indios. Pero como conocía a la joven ahorcada, porque él había sido quien la había cristianado, se sintió especialmente agraviado. Al gobernador Velázquez no le quedó más remedio que encerrar en prisión al Tavira, quien juró vengarse de fray Diego como así hizo en cuanto recuperó la libertad a no mucho tardar.'
Se sirvió de un veneno muy sutil, que los indios extraían del maracure, que en pequeñas dosis hace enfermar al que lo toma produciendo la impresión de una disentería, enfermedad que, de primeras, padecían todos los que llegaban de Europa. Para darle la pócima mortal se sirvió de una mujer india que atendía la misión que los dominicos tenían establecida en la región del río Arimao. El fray Diego con aquella disentería se sentía morir, pero no por eso descuidaba su ministerio y por su propio pie, a veces arrastrándose, predicaba de lugar en lugar y, según obra en el proceso que se abrió para su beatificación, tanto sacrificio dio sus frutos, y en menos de una semana bautizó más indios que otros en un año. También se le atribuyen curaciones y milagros y el más señalado fue que la mujer india que lo estaba envenenando, conmovida ante tanta bondad, confesó el mal que estaba haciendo. Pero ya era tarde para cortar el curso de la mortal enfermedad y murió en unos pocos días más. Le dio tiempo para perdonar a la mujer y mucho encareció que si prendían al Tavira en ningún caso lo ahorcasen sin que antes se recibiera en confesión, y que le dijeran que también lo perdonaba a ejemplo de lo que había hecho Nuestro Señor Jesucristo con quienes lo ajusticiaban.
Sus últimas palabras fueron de gratitud para el rey Fernando que lo había hecho viajar a aquellas tierras, para encontrar en ellas una felicidad que nunca había sentido entre los regalos de la corte, y le dijo a Bartolomé de Las Casas que le hiciera llegar un escrito a su majestad diciéndole que si Dios en su infinita bondad le recibía en el cielo, hablaría con san Ramón Nonato para que le concediera el heredero que tanto ansiaba para el reino de Aragón.
Pero de poco sirvieron tan buenas disposiciones, porque el rey Fernando había tomado un camino torcido que había de conducirle a la tumba.
Tenía la reina doña Germana una doncella del linaje de los Alba, de nombre María Casares, que se daba especial gracia en hacerse querer de la gente y que supo ganarse la voluntad de su soberana. Con ello no perseguía otro lucro que presumir de su amistad con la reina y tomarse confianzas en público que a otros no consintiera. Sobre el famoso asunto de las deficiencias del rey Fernando para cumplir con el débito conyugal, se permitía picardías que escandalizaban a las otras damas de su séquito, pero no tanto a doña Germana, que había sido educada en la licenciosa corte francesa. Hasta se permitió decirle que tomara ejemplo de doña Juana, esposa de Enrique IV, rey de Castilla, quien permaneció infecunda durante seis años, y pese a que el doctor Jerónimo Münzer, de Nuremberg, dictaminó la impotencia de su regio esposo, acabó por tener una hija a quien bautizaron con el nombre de su madre, Juana, pero el pueblo por su cuenta la rebautizó como la Beltraneja, por el gran parecido que tenía con don Beltrán de la Cueva, hermoso caballero del séquito de la reina.
Entre bromas y veras todo le consentía doña Germana a la María Casares y de ahí no pasaba la cosa, hasta que un mal día le vino la doncella con el cuento de que en Medina del Campo había unas mujeres que hacían milagros, gracias a un bebedizo que empinaba el ánimo de los maridos más remisos. Contaban y no acababan de las hazañas que conseguían con ese afrodisíaco, y hasta se decía de caballeros que venían de Alemania y de Inglaterra para remediar su mal. Admira al cronista del siglo XX que monarca tan sesudo y con tantas luces como don Fernando se prestara a ingerir la pócima, y hasta cabe pensar si no la tomó disimulada en otros alimentos o bebidas, pero contamos con el testimonio de Bartolomé Leonardo de Argensola, aragonés, natural de Barbastro, poeta eximio, hombre de gran cultura y conocimientos, que alcanzó a ser cronista mayor del reino de Aragón, amén de clérigo piadoso, y que con gran dolor de su corazón admite que el monarca aragonés, de grado, tomó el afrodisíaco y hasta nos da el nombre de las dos mujeres que se lo facilitaron, María de Velasco e Isabel Fabra.
Estas mujeres eran curanderas con mucha fama como sanadoras de huesos rotos, pero siendo en extremo codiciosas como suelen serlo las de su condición, extendieron el negocio a los filtros de amor y que duda cabe que en alguna ocasión acertarían, según las disposiciones de los sujetos.
La María Casares, que lo que tenía de graciosa también lo tenía de ligera, las hizo venir a la corte, a la sazón en Valladolid, y les encareció que tenían que esmerarse con su majestad por lo mucho que iba en el empeño. Lo único que se sabe es que el afrodisíaco se componía de vísceras de oso, sazonadas con especias muy picantes que producían calores y rubores que, de primeras, parecían empinar el ánimo del varón. El tratamiento había de aplicarse durante quince días, sin desfallecer, siendo la María Casares la encargada de hacérselo tomar al monarca; cuando se mostraba remiso, quejándose de ardores en sus entrañas, la joven doncella le decía que pronto aquellos ardores tomarían otros caminos, para satisfacción de su señora doña Germana, y gloria del reino de Aragón en el plazo de nueve meses. Especial gracia debía de tener la tal María Casares porque consiguió que don Fernando cumpliera el tratamiento pese a las molestias crecientes en su interior, pero acabarlo y quedar postrado todo fue uno. Al cabo tuvieron que intervenir médicos y cirujanos, y a las dos curanderas les aplicaron mancuerda para que confesaran de qué se componía la pócima, por si hubiera algún contraveneno. Salvó la vida, pero durante un mes no pudo levantarse del lecho, y cuando lo hizo fue para mirarse en un espejo y al verse tan envejecido, exclamó:
«Cuántas gracias tengo que dar a Nuestro Señor Jesucristo que me avisa con prudente antelación que de aquí a poco voy a morir, que es el mayor favor que se le puede hacer a un cristiano. Tantos talentos como se ha servido darme, y no todos los he empleado en su santo servicio.» Desde aquel día se preparó para una buena muerte y comenzó por hacer testamento con muchas disposiciones atañentes a su alma. En dicho testamento, que lleva fecha de 26 de abril del 1515, dejó un legado de cinco mil ducados para dotar a huérfanas sin fortuna, con la obligación para las beneficiadas de rezar por su alma. Otro tanto, y con la misma obligación, dispuso para el rescate de esclavos cristianos. Prueba de que no guardaba rencor a su regia esposa, pese haberle animado a tomar la pócima mortal, fue que le dejó una renta anual de treinta mil ducados, una verdadera fortuna para la época. Perdonaba a todos los que le hubieran hecho algún mal, y para ser él perdonado cuando compareciese ante el tribunal de Dios, disponía resarcir a quienes había dañado. A tal fin ordenaba que a la antigua reina de Nápoles se le devolvieran todas las propiedades privadas de las que había sido desposeída. También disponía que se le devolviera al almirante de Castilla una ciudad de la
que, indebidamente, se había apropiado la Corona de Aragón; y se contenían diversas indemnizaciones a nobles perjudicados, la más destacada la que correspondía al duque de Gandía. En cuanto a las tierras de allende la mar océana encarecía que se mirase muy bien lo que se hacía con ellas, y que se cuidase el trato a los indios, en los que habían de ver al mismo Jesucristo Nuestro Señor, como así lo había dispuesto la Reina Católica, su augusta esposa.
Pero respecto de esto último merece dar paso de nuevo a fray Bartolomé de Las Casas que, por azares del destino, fue de las últimas personas que recibió su majestad poco antes de morir. El encuentro tuvo lugar en Plasencia el 23 de diciembre del 1515 y el rey Fernando moría justo un mes después, el 23 de enero del 1516.
Trae fama Bartolomé de Las Casas de haber sido en extremo apasionado y, según Menéndez Pida¡, desequilibrado, que por su culpa se tejió la infame leyenda negra que viene padeciendo España desde el siglo XVI. Que fue apasionado él mismo lo admite en sus numerosos escritos, y en cuanto a lo de desequilibrado según lo que se entienda por tal. Cierto que su equilibrio se inclinó de la parte de los indios y si exageró en alguna ocasión fue para llamar la atención de los poderosos, al igual que hacen los abogados ante la corte pensando que con eso ayudan a sus defendidos.
Lo que no es tan conocido e interesa a los efectos de este relato es que fue un escritor en extremo prolífico, cifrándose su obra en cuatrocientos escritos, con tenidos en más de tres mil pliegos en latín y en castellano, pues en ambas lenguas escribía con gran soltura. Sus enemigos —que sigue teniéndolos hoy en día abundantes— más bien lo consideran escribidor por la poca gracia que se da en la ordenación artística del relato, pero eso no es óbice para que se contengan hechos muy puntuales, contados con mucho detalle, que nos ayudan a conocer lo que fue la España en tiempos de doña Juana la Loca.
También es conocido por su condición de fraile dominico, pero conviene saber que profesó como tal a una edad avanzada, treinta y siete años, y que antes había sido buscador de oro en La Española y más tarde encomendero en la isla de Cuba. Se ordenó clérigo con más deseos de medrar al socaire de la sotana, que de atender a la cura de almas. Se dio tal arte para hacer compatible su ministerio sacerdotal con su condición de encomendero, que llegó a ser uno de los hacendados más ricos de la perla del Caribe, y sin ser de los más abusivos con los indios, bien que se lucraba a su costa alcanzando a disfrutar de una hacienda en el Canoreo que no desmerecía de la del mismo gobernador de la isla. Tenía criados que le abanicaban, se hacía traer las sotanas y los balandranes de Italia, de lino fino y de seda, dormía siempre en colchón de plumas de ave, y el tiro de su carruaje era famoso por la gran alzada de sus mulas, nunca menos de cuatro.
Con este regalo vivía hasta que llegaron los dominicos ya citados, Pedro de Córdoba y Antón Montesinos, y este último pronunció el famoso sermón del domingo cuarto de Adviento del 1511, en el que denunció las tropelías que cometían los españoles con los indios. Fue sonado el sermón porque se atrevió a predicarlo en una misa mayor a la que asistía, nada menos, que el almirante Diego de Colón, gobernador general de las indias. Comenzó el fraile tomando pie del Evangelio, «Ego vox clamantis in deserto», de suerte que el almirante y todos los altos dignatarios de su compañía pensaron que les iba a predicar sobre Juan el Bautista, de ahí su asombro cuando les aclaró que él era la voz de Cristo que predicaba en el desierto de aquellas islas, advirtiéndoles que todos ellos estaban en pecado mortal por la crueldad y tiranía que usaban con los nativos.
Eso sucedía en Santo Domingo, pero los dominicos se concertaron para llevar el mismo mensaje al resto de las islas, y cuando llegó a Cuba le tocó muy hondo en el corazón de Bartolomé de Las Casas, quien se sintió removido por aquellas terribles palabras. Pero no queriendo desprenderse de tantas riquezas como había conseguido, se resistió a aceptar el mensaje, y hasta tuvo palabras gruesas con el fray Antón Montesinos, hasta que durante una travesía en carabela desde el puerto de Xagua a La Habana, encontró su camino de Damasco leyendo el Eclesiástico, capítulo 34, aquel que dice que no se complace el Altísimo en la ofrenda de los impíos que retienen el salario del jornalero. Cuenta fray Bartolomé que en esas palabras se vio retratado, punto por punto, porque él era de los que hacía ofrendas a la iglesia, hasta de cálices de oro, que había obtenido con el sudor y aun la sangre de los indios. Desde tal fecha hizo voto de pobreza, se desprendió de todos sus bienes y se dedicó a predicar sobre la injusticia de las encomiendas.
Pero como esto no le pareciera suficiente urdió viajar a España para hablar con su Majestad Católica y darle cumplida cuenta de cómo iban las cosas por aquel apartado rincón de su reino. Para este viaje encontró apoyo en los dominicos, que le dieron cartas de presentación, la más señalada la dirigida al arzobispo de Sevilla, fray Diego de Deza, también de la orden de predicadores, que tenía gran valimiento cerca de don Fernando, de suerte que le recibió su majestad el citado día 23 de diciembre, víspera de la Navidad. Se admira fray Bartolomé en su relato de que don Fernando, que contaba poco más de sesenta años, en todo parecía un anciano, que no podía apartar las manos de un brasero que tenía cabe sí, y que constantemente le recorrían escalofríos por el cuerpo, pese a que la estancia estaba caldeada por una gran chimenea, en la que ardían gruesos troncos. Su majestad no quitaba el ojo a la chimenea, y cada poco hacía señas a dos criados para que removiesen los leños a fin de reavivar las brasas. Como fray Bartolomé no conocía lo del maléfico afrodisíaco, atribuyó aquel deterioro del monarca a las guerras y dolores que había padecido desde los trece años. La impresión que le produjo es la de un hombre que había vivido más de una vida.
Bartolomé de Las Casas, con el ardor de los neófitos, le expuso con gran rigor todos los daños que se estaban causando en las indias, el sinnúmero de indios que perecían sin recibir la fe y cómo, de no acudir su majestad a poner remedio en breve, las islas quedarían desiertas y la Corona sin rentas. Dice fray Bartolomé que esto último lo entendió don Fernando muy bien y comenzó a hacerle preguntas muy sesudas sobre la administración de aquellos territorios. El fraile se despachó a su gusto y, según él fue la primera vez que el monarca aragonés cayó en la cuenta de que lo que había descubierto el almirante Colón era algo más que unas islas poco más grandes que las Canarias con algunos yacimientos de oro, que buenos eran. Concluye el fraile: «Mucho le insistí sobre las inmensas riquezas de almas, tierras y caudales de las que era soberano al otro lado del océano y cuántas rentas se podrían sacar de ellas si se trataba a los indios como súbditos y no como esclavos.» A lo que don Fernando fe replicó:
«En el trance en el que me encuentro más debo mirar a las almas que me puedan ayudar a abrirme las puertas del cielo, que a las riquezas de este mundo que ya voy viendo en lo qué acaban, pero como también me debo a mis reinos, no me parece mal remedio sanear aquellas rentas como vos decís.»
Y le prometió a fray Bartolomé que antes de finalizar la Pascua de Navidad se encontraría con él en Sevilla, sede del Consejo de Indias, para enmendar lo que estuviera mal hecho.
Fray Bartolomé nunca dudó que el Rey Católico hubiera cumplido su palabra, de no haberse topado con la muerte en el camino, precisamente en Madrigalejo, finca perteneciente al monasterio de Guadalupe al que se dirigía para postrarse a los pies de la Señora, para luego seguir a Sevilla.