—Mucha sangre derramarse para semejante joya llegara hasta aquí. Pero a nuestro cadí derramar sangre gustarle mucho —dijo el hombre, que en castellano se expresaba con dificultad, sirviéndose de frases cortas.
—¿Tú viste el ceñidor? —le requirió Martín Antolínez.
Asintió el hombre con la cabeza y guardó silencio.
—¿Cómo era?
—Joyas titilaban como lentejuelas —fue toda su respuesta.
—¿Eras acaso uno de los guardianes del tesoro?
El hombre, como si no hubiera entendido la pregunta, miró para otra parte, y como Martín Antolínez insistiera le encareció la Paciana:
—Mi señor, no le hagáis preguntas que no gusta de contestar y cuyas respuestas a nosotros no nos servirán de mucho. Mi consejo, mi señor, y perdonad mi atrevimiento, es que le pongáis delante otras dos monedas, a poder ser las dos de oro, y que nos diga cómo era el guardián que se llevó el ceñidor.
—¿No bastará con una? —tanteó Martín Antolínez.
—Mejor dos, mi señor.
Atendió el infanzón el consejo, preguntó y el hombre contestó:
—Razín, su nombre.
—Es natural, mi señor —discurrió la Paciana—, que no conserve el mismo nombre. A ver si este hijo mío es capaz de acordarse de alguna seña de su antiguo amo que nos asegure que es él.
Efrén, sin esforzarse demasiado, fue recordando detalles que confirmaron la identificación; sobre todo lo de la oreja derecha, que la tenía como un soplillo, y por ello Maksan alababa a Dios ya que gracias a aquella disposición de la ternilla podía oír lo que sucedía a varias leguas de distancia, y en eso no exageraba pues aun siendo Efrén tan buen cazador, era Maksan el primero en anunciar el aleteo de las tórtolas cuando aún no se vislumbraban en el horizonte.
El moro se despidió con las zalemas habituales en ellos y se consideró obligado a decir:
—Razín no ser malo. ¿Por qué no había de llevarse ceñidor? ¿Dejarlo para que lo llevasen los zirís, que mataron a muchos de los nuestros? Nosotros no sabíamos que valer tanto. Razín tampoco.
Martín Antolínez quedó muy satisfecho por este encuentro ya que el Campeador les encarecía que se cerciorasen bien de lo que hacían antes de hacerlo, sobre todo tratándose de personas, no fueran a matar, torturar, mutilar o poner en prisión a quien no se lo merecía.
Y aunque esta expedición no era de castigo, por otras razones no menos plausibles convenía confirmarse que aquel en cuya búsqueda iban era el que querían encontrar.
La Paciana se mostraba más ufana aún y le decía al infanzón que bien que se estaba ganando su parte y que mirase a ser más generoso y concederle un décimo, como decía el Fuero Viejo, y no la mitad de un décimo, que era miseria impropia de tan noble caballero. A lo que Martín Antolínez, aburrido de la monserga, le espetó:
—¿Y para qué quieres a tus años, buena mujer, tantas riquezas? Si el ceñidor vale lo que dicen, amén de las otras joyas, no vas a tener años para gastarlas.
—¿Es que acaso, mi señor, creéis que pienso en mí? —le replicó la mujer con mucho sentimiento—. ¿Olvidáis que tengo un hijo, que es por quien estoy haciendo todo esto?
Oyéndola hablar así, Efrén se quedaba perplejo, y hasta llegaba a dudar de si aquella mujer, a su modo, no le quería como a un hijo. Cuando hacían noche en la tienda de campaña que alzaban los escuderos le prodigaba arrumacos y ternezas, y le explicaba que con la parte del tesoro que les tocase a ellos, Efrén no tendría necesidad de estar a las órdenes de ningún señor, sino que armaría su propia mesnada para ser protector de muchos reinos de taifas que conocía ella, y por ese camino llegarían a ser más ricos todavía, y quién sabe si a ser condes, que de menos habían comenzado muchos que lo eran.
Efrén no la oía con disgusto, no tanto porque ambicionase semejantes grandezas sino porque en todo ello sentía un punto de cariño, que no le venía mal hambriento como estaba de algo más que galopar, guerrear, cazar, comer y beber. A lo más le advertía: «Ten en cuenta, mujer, que me debo a mi señor Campeador y todo lo que no sea servirle es soñar con lo excusado.» A lo que le replicaba la Paciana: «¿Y quién te dice que el Campeador vaya a vivir siempre? Ahora te conviene estar a su servicio, pues no hay dos como él, pero cuando muera tú puedes ser tanto o más que él.» «¡Estás loca, mujer, por hablar así!», se encrespaba Efrén, pero la mujer no se amilanaba y le razonaba que en su reciente carta astral había entrado a formar parte también Marte, lo cual era muy beneficioso para sus intereses, y que Venus aparecía tan alhajada que sólo podía ser una princesa, y que si se casaba con una princesa quién sabe si no llegaría a ser rey y en tal caso acabaría siendo más que el Campeador.
A veces contentaba a Efrén tanta solicitud y le divertían las profecías astrales de la mujer, pero otras, malhumorado, la mandaba callar.
Martín Antolínez, que era muy avisado, le comentó cuando Efrén le hizo alguna confidencia:
—¿Y por qué no había de quererte como una madre? ¿No dices que fue ella la que se ocupó de ti cuando eras niño? Además, tú te haces querer, y de eso no debes ufanarte porque es un don que Dios te dio y poco mérito tiene de tu parte.
—¿Que me hago querer? —balbuceó asombrado Efrén—. ¿Y eso qué es?
—Mejor que no lo sepas —rió Martín Antolínez—, no vaya a ser que te envanezcas y eches a perder ese don.
El conde García Jiménez los recibió en Aledo con gran boato, como si se tratara de grandes señores, lo cual sumió a la Paciana en un éxtasis, mayormente cuando Efrén, en público, se veía obligado a tratarla como su madre. Aquella noche, la mujer lloró y le confesó a Efrén: «¡Quién me iba a decir a mí que me vería en palacio tan hermoso, tratada en todo como una dama y en compañía de hijo tan querido!»
El castillo de Aledo, antes de ser fortaleza cristiana, había sido residencia de verano de un califa y todavía conservaba muestras de ese esplendor. Los aposentos eran muy espaciosos y en los sótanos había aljibes con agua fría y otros con agua caliente procedente de un torrente termal.
El conde los trataba con gran deferencia, no sólo por su buen natural sino porque había tenido tratos de suministros, de compras y ventas, con Martín Antolínez y le tenía en gran estima por lo bien que los cumplía. De Efrén tenía noticias, por ser sabido en la Marca Hispánica que el Campeador había armado caballero a un joven por el arte que se daba con el arco, con los halcones y los azores, y no menos con la espada.
Se concertaron para rogar a su huésped que había de confiar en ellos y que sólo podían decirle que el joven caballero y su madre precisaban entrar en Granada, salvaguardados por un escrito suyo, para atender a un delicado asunto de familia. A lo que el conde dijo que con gusto lo haría y que si precisaban de gente armada que los acompañara, podían contar con ella. Ante tanta nobleza, Martín Antolínez se consideró obligado a corresponder y le confesó:
—Tened en cuenta, señor conde, que no os decimos toda la verdad, pues no estamos autorizados a ello, mas tampoco ninguna mentira, pues la persona que busca el caballero Efrén es como un padre para él, y si logramos llevar el negocio a buen término, no olvidaremos vuestra hospitalidad.
El señor conde sobreentendió y agradeció pues, aunque todos eran muy caballeros, les parecía muy bien llevarse su parte cuando mediaban riquezas.
La Paciana, pese a sentirse tan madre de Efrén, iba administrando su información poco a poco, siempre a la mira de asegurarse su parte y, a ser posible, mejorarla.
De ahí el asombro de Efrén cuando, a las puertas de Granada, que pensó que pasarían de largo, camino de Lanjarón, la mujer le dijo que ya habían llegado.
—¡Maldita seas! ¿Qué enredos te traes? —se enfadó Efrén, temiéndose alguna de sus tretas.
—¿Cómo te atreves a hablar así a tu madre? —se indignó a su vez ella—. ¿No te he dicho que todo lo que saque para mí ha de ser tuyo? ¡Vamos camino de ser condes, quién sabe si príncipes, y tú me discutes el derecho a hacerte más rico de lo que nunca soñaste ser!
—¡No quiero ser rico! —clamó el joven de corazón.
—¿Qué quieres entonces? —le interpeló la mujer con cierta sorna—. ¿Ser noble?
—Así es —admitió Efrén—, con la nobleza a que me obliga el juramento de la caballería que tengo prestado.
—Mira, hijo —le razonó la mujer en tono conciliador—, mal se aviene la nobleza sin los caudales, y ahí tienes a tu Cid Campeador, que más noble no lo hay, suspirando por el tesoro de la Cueva Dorada por mucho que lo disimule. ¿Qué sería de él sin dineros para sostener a tan gran ejército?
—¡Basta ya! —concluyó Efrén, que mucho temía la labia de aquella mujer para todo lo que fueran enredos y trapisondas—. ¡Dime de una vez dónde se encuentra Maksan y hagamos las cosas como nos lo tiene mandado Martín Antolínez!
—Sé que no se encuentra en Lanjarón, sino en Granada, y no tardaré mucho en saber dónde, pues quien lo tiene preso es un caballero muy notable en la corte del rey Abdalá, capitán de su guardia, y tengo quien me ha de decir dónde y cómo vive. Hijo, has de confiar en mí, y en el cariño que te tengo.
—No dudo de tu cariño —admitió de mal grado Efrén—, pero sí de la manera que tienes de demostrármelo; y sobre todo dudo de tu buen juicio cuando la codicia te lo ciega.
Estas palabras de Efrén habían de resultar proféticas de allí a pocos días.
En contraste con los yermos y estériles pedregales de la serranía circundante, Granada se alzaba opulenta, con su maravillosa vega regada por el Darro y el Genil, que enmarcaban los suntuosos palacios que rodeaban el enorme castillo de la Alhambra. Desde hacía ochenta años reinaba en tan privilegiado lugar la taifa berberisca de los ziríes, cuyo último rey sería Abdalá, criado en el serrallo, entre mujeres, y bien por esta circunstancia o por su mala condición era irresoluto en todo, hasta en lo que atañía a su intimidad, y tan pronto tenía favoritas como favoritos, jóvenes mancebos, o no tan jóvenes.
La población de este reino no podía ser más abigarrada; predominaban los moros y muladíes, pero también residían muchos judíos y no menos mozárabes, pues la principal virtud de aquel vacilante monarca era la de consentir que sus vasallos siguieran la religión que fuera más de su agrado, quizá porque él mismo, aunque en público daba muestras de gran piedad, era presa de sus más bajas pasiones y en las orgías de palacio corrían toda clase de licores espirituosos de los más prohibidos por el Corán. Su corte la componían, en extraña mescolanza, visires, señores beréberes, eunucos eslavos y alfaquíes de al-Andalus.
Este monarca vivía aterrado entre la ola puritana que venía del África almorávide, encabezada por Ben Yussuf, y el cerco a que le tenía sometido el rey Alfonso so pretexto de prestarle protección. Y procuraba olvidarse de unos y otros entregándose a placeres que se cuidaban de facilitarle sus cortesanos a cambio de que les consintiera enriquecerse a costa de la Corona.
El capitán de su guardia era un hermoso caballero muladí, que así se llamaba a los que habían renegado de su fe cristiana y abrazado la del islam. Los que mal le querían decían que había renegado por alcanzar tan codiciado puesto, aunque no podían por menos de reconocer que como guerrero no lo había igual en todo al-Andalus; parecía tener en tan poco su vida, o de tal modo confiaba en su estrella, que no rehuía ningún duelo ni lid singular de caballeros armados, que también tenían lugar en los reinos moros, a ejemplo de los cristianos, y hasta con más profusión pues el Corán nada decía en su contra. En las batallas se mostraba tan sanguinario que los más próximos de los suyos temían que cuando hubiera dado cuenta de sus enemigos seguiría con ellos; tal era la locura que brillaba en sus ojos a la vista de la sangre. Pero en palacio se sabía mostrar muy rendido cortesano y se rumoreaba que el rey Abdalá estaba enamorado de él y, so pretexto de que el monarca era como un padre para sus vasallos, le hacía caricias en público, pero nadie podía asegurar que en privado pasaran de ahí las intimidades. El nombre cristiano de este capitán era Sebastián Domínguez, y cuando se pasó al islam se hizo llamar Abid Muzzafar.
Era hombre de muchas mujeres, y puede que por ahí le viniera la afición al islam, aunque no se mostraba partidario del harén, arguyendo que daba mucho quehacer y que un guerrero se debía a su señor, y por eso sus amores los tenía muy repartidos. A Aisa, la joven esposa de Maksan, la conoció con ocasión de una expedición de castigo contra unos judíos de Lanjarón que, concertados con mozárabes, se negaban a pagar el azoque, o tributo religioso destinado a los menesterosos, alegando que otra era su religión. A Aisa la poseyó también como castigo porque decía que, al socaire de las razones religiosas que invocaban judíos y mozárabes, ellos tampoco lo pagaban. Aisa se dejó poseer con gusto porque nunca había visto un hombre tan hermoso, y su madre Zaynab, cuando se enteró de que el agresor era capitán de la guardia y favorito del monarca, la animó para que se las ingeniara a fin de convertir en premio lo que había comenzado siendo castigo; y así fue porque Aisa estaba en la cumbre de su belleza y su madre muy versada en cómo retener hombres por su anterior condición de mujer de muchos de ellos en el desierto africano.
Al principio vivieron aquellos amores en Lanjarón, pero cuando éstos subieron de tono y Abid Muzzafar comenzó a encontrar en Aisa complacencias que no le proporcionaban otras mujeres, hizo venir a la madre y a la hija a una quinta que tenía a orillas del Genil, en Granada, aunque algo apartada de la ciudad, porque tenía tantos enemigos a causa de sus crueldades y rapiñas que había de vivir en lugar despejado para verlos venir. Para entonces Maksan ya estaba medio alelado por los bebedizos que le daban sus carceleras y Abid Muzzafar dijo que lo abandonasen a su suerte, pues para nada precisaban de semejante estafermo, y entonces fue cuando le contaron lo del tesoro, aunque ellas no lo nombraban así, sino como el escondrijo de los dineros del viejo avaro. «¿Dineros? Algo más que dineros tiene que haber en un escondrijo del que han salido estas joyas», dijo Abid Muzzafar refiriéndose a las joyas de la dote.
La corte de Granada era un prodigio de intrigas y Muzzafar uno de sus maestros, pues le iba la vida en estar bien informado de cuanto sucedía en el reino. Hizo venir a uno de los judíos que proveía de joyas a las mujeres del harén real, le mostró las de la dote de Aisa y el judío, con los circunloquios propios de los de su raza, dijo que joyas como aquéllas las había en un tesoro del que mucho se hablaba pero poco se sabía. «Pues procura saber más y no te arrepentirás», le advirtió Muzzafar, de manera que se entendiera que, de lo contrario, sí se arrepentiría. En aquel mundo de intrigas había cortesanos que se servían del dinero, del halago, y hasta de tercerías, para conseguir sus fines, y los había, como Abid Muzzafar, que se servían del miedo.
A la semana siguiente, Muzzafar tenía información sobre el tesoro de la Cueva Dorada, uno de cuyos guardianes bien podía ser el viejo inútil que en sus cada vez más torpes balbuceos seguía invocando derechos sobre su esposa. «Cuida de complacerle —le advirtió Muzzafar a Aisa—, siempre con la mira que tú ya sabes. Y cuida más aún de que no se nos muera.»
Las dos mujeres eran presa de encontrados sentimientos. Por una parte se sentían muy halagadas de vivir en aquella quinta, a la sombra de uno de los poderosos del reino, pero al tiempo temerosas de la suerte que las esperaba si no daban gusto a tan exigente señor. «Tú, al menos —le decía Zaynab a su hija—, le das gusto en lo que en tan alta estima tiene, pero... ¿qué va a ser de mí si se nos muere Maksan sin decirnos nada del escondrijo? ¡Qué torpes hemos sido! Teníamos que haberle abandonado y que se muriera como un perro, que es lo que se merece ese desagradecido.»
Esto lo decía porque ya no le daban tormento de hacerle pasar hambre o sed, ni ninguna suerte de malos tratos, sino que todo era mimarle y los mejores manjares de la casa eran para él, pero cuanto mejor le trataban peor correspondía el anciano, que así que le nombraban el escondite —siempre con muchos rodeos— se sumía en una especie de estupor y si hablaba era para decir que no se acordaba de nada. «¡Sólo se acuerda de comer este miserable, y de aprovecharse de ti! —le reprochaba Zaynab a su hija—. Pero ¿es que no eres capaz de sacarle una palabra del cuerpo cuando estáis en lo que es una vergüenza para su edad?»
Por fortuna, Abid Muzzafar andaba muy azacanado guerreando con bastante fortuna por la linde sur del reino contra las tropas del príncipe de Málaga, hermanastro de Abdalá, que le disputaba el trono de Granada, y como le iban bien sus negocios de rapiña con los vencidos, cuando volvía triunfador a la quinta del Genil se mostraba comprensivo con las dos mujeres y les decía que habían de tener paciencia y nunca separarse de él, porque en el momento más impensado se le iría la cabeza del todo y entonces cantaría. Pero si sufría algún revés, aparecía sombrío, con el rostro torcido, y se admiraba de que, siendo su único trabajo sonsacar a un viejo inútil, no fueran capaces de conseguirlo. Y de las amenazas pasó a los hechos el día en el que Aisa se atrevió a decirle que, si tan sencillo era, por qué no lo intentaba él. De un bofetón la hizo rodar por los suelos, y a renglón seguido se quitó el tahalí de cuero con incrustaciones de piedras preciosas y le aplicó diez cintarazos, y otros tantos a la madre por no haber sabido educar mejor a su hija.
Lo de los diez cintarazos, ni uno más ni uno menos, era lo que el Profeta recomendaba para las mujeres díscolas, y la siguiente vez que se los aplicó fue cuando apareció en la quinta con una joven núbil diciendo que era su hermana y que habían de cuidar de ella, y Aisa, que pese a todo se sentía atraída por aquel hombre, dijo que ella no estaba dispuesta a ser la criada de sus jóvenes amantes.
—¿Cómo te atreves a confundir a mi hermana con una mujerzuela de tu condición? —la increpó con los ojos echando chispas. Y después de aplicarle el correspondiente castigo le advirtió—: La próxima vez que me faltes te fustigaré, no con este cinto, sino con un látigo de piel de hipopótamo como el que usa el emir de los creyentes.
Se refería a Ben Yussuf, emir de los almorávides, azote de moros y cristianos, famoso por su látigo de piel de hipopótamo, con el que laceraba hasta a sus mismos generales cuando no le obedecían puntualmente o perdían alguna batalla. Con el mérito añadido de que los que recibían el castigo lloraban de agradecimiento por considerar un honor que el emir en persona se cuidara de enseñarles el camino del paraíso.
Abid Muzzafar sentía gran admiración por Ben Yussuf, quien con tal de ganar una batalla era capaz de enviar oleadas sucesivas de almorávides a morir bajo la caballería cristiana, y que él mismo, con su fina cimitarra, se ocupaba de degollar a cualquiera de sus capitanes que vacilara ante el enemigo. En las intrigas de la corte, Abid Muzzafar era de los que aconsejaban al rey Abdalá que dejara de pagar las parias al rey Alfonso y que llamara en su ayuda a los almorávides, que pronto darían cuenta de los cristianos, como ya lo hicieran una vez en la batalla de Sagrajas.
Resultó ser cierto que aquella joven, cristiana conversa al islam, era la hermana de Muzzafar, y tan querida que le dispensaba un trato que poco tenía que ver con el que daba a otras mujeres. La había traído a la quinta del Genil para que tuviera ocasión de conocerla el rey Abdalá, con quien tenía medio concertado el que la tomara como tercera esposa.
Se llamaba Rucayya, como una de las hijas del Profeta, y resultaba curioso que, siendo en extremo sutil y delicada, en todo opuesta por carácter a su hermano, tuviera un gran parecido con él; sus mismas facciones agraciadas, la armonía en la figura, pero con un aire evanescente que la hacía muy grata a la vista. Para su edad, dieciséis años, estaba menos desarrollada que las mujeres moras y podía pasar por un muchacho según fuera vestida. «En eso es en lo que llevo ventaja —decía con gran naturalidad Abid Muzzafar—, en su parecido conmigo, y en que pueda pasar por un muchacho, ambas cosas muy del gusto de su majestad.» Sobre este punto no se recataba de hablar delante de Zaynab y Aisa, y les pedía consejo por considerarlas muy versadas en esos enredos. A la hermana tampoco la tenía engañada acerca de su futuro, pero la tranquilizaba diciéndole que, siendo el monarca medio amariconado, no habría de darle mucho quehacer, y que en ella estaba el aplicarse para lograr concebir un hijo de él, y en tal caso podría llegar a primera esposa, madre de un rey, y Abid Muzzafar convertirse en su regente.
A ambas mujeres, sobre todo a Zaynab, les parecía todo esto muy bien pensado, y que de ello podrían sacar provecho, ya que si Rucayya terminaba como esposa de Abdalá, viviendo en palacio, ellas podrían seguir su suerte como sus damas de compañía. Y aquel palacio era nada menos que el de la Alhambra, con el que soñaban todas las mujeres de al-Andalus. A Zaynab, que procedía de la humilde condición de esclava del desierto compartida por varios hombres, le parecía un sueño poder llegar a tanto; por eso se lamentaba: «¡Ay, señor! Ahora que la fortuna llama a nuestra puerta seguimos con la monserga del escondrijo, que no se le quita de la cabeza a ese hombre, con la cantidad de tesoros que nos esperan en la corte sin necesidad de tener que aguantar a ese viejo miserable.»
Pero a Abid Muzzafar no se le podía quitar de la cabeza lo del escondrijo porque ya le habían llegado noticias de que alguien se llevó de la Cueva Dorada el ceñidor de la sultana Zobeida y la posibilidad de que la joya sagrada de los musulmanes orientales pudiera caer en sus manos le hacía soñar despierto. Por eso les encareció que cuidasen más que nunca a aquel viejo miserable y que no le dejasen solo ni a sol ni a sombra.
Rucayya, que nada sabía de aquel enredo, se admiraba de la solicitud de la madre y la hija con el anciano y las tenía por las más caritativas de las mujeres. Como, a su vez, con ella también se mostraban muy complacientes, no podía tener mejor concepto de ambas.
Rucayya se había quedado huérfana de padre y madre siendo muy niña y su hermano mayor había hecho las veces de ambos con mucho amor, como él entendía el amor, siempre mirando al provecho que en riquezas o galardones pudieran obtenerse en este mundo. Abid Muzzafar la había tenido apartada, como quien cuida de una delicada flor, en una casa de campo cerca de Baza, al cargo de una ama de su confianza, quien la adoctrinaba que en todo había de seguir la suerte de hermano tan amante, de manera que cuando éste la visitaba ganas le daban de recibirle de rodillas y besarle la mano. A Abid Muzzafar, en su presencia, se le cambiaba el aire y le salía de dentro una ternura que hacía muy feliz a la niña. Él fue quien le enseñó, personalmente, a montar a caballo a la amazona y a la jineta, y cuidó de que tuviera maestros para las letras y la música. Cuando apenas había alcanzado la edad del uso de razón, pasó de la mañana a la noche de ser cristiana a ser musulmana, y su hermano le envió un alfaquí para que la instruyese en su nueva fe.
Abid Muzzafar, atendido el trato que él daba a las mujeres, entendía que todas estaban llamadas a ser muy desgraciadas bajo el dominio del varón, y por eso discurrió lo de casarla, aunque fuera en terceras nupcias, con su señor Abdalá, que era muy despreocupado del harén y no daba mal trato ni a esposas ni a concubinas. Con las mujeres se daba tan poca maña que todavía no había conseguido tener descendencia de ninguna de ellas, aunque bien que la deseaba para asegurar la continuidad en el trono de Granada de la taifa de los ziríes.
Cuando Rucayya cumplió los catorce años, Muzzafar organizó una cacería por la sierra de los Filabres, cerca de Baza, a la que condescendió asistir su majestad por la mucha estima que le tenía y lo mucho que le iba en tener contento a aquel de quien dependía su seguridad personal. Por la misma razón accedió a conocer a su hermana pequeña, que bien que cuidó su hermano que fuera de aquellas ocasiones en que lo mismo parecía una doncella que un joven adolescente, y el monarca no quedó disgustado y se mostró bien dispuesto para que se incorporara a su harén.
Rucayya entendió las razones que le daba su hermano para procurar ser grata a los ojos de su majestad, pues no sólo las moras, sino también las cristianas, estaban acostumbradas a que fueran sus mayores quienes les dijeran con quién habían de casar. Y si la ley del Corán disponía que los monarcas y otros varones señalados podían tener varias esposas, no era ella quién para discutirlo.
Cuando uno de sus subalternos de más confianza comunicó a Abid Muzzafar que una mujer humilde, que ya no era joven ni agraciada, pretendía verle, se extrañó sobremanera:
—¿Una mujer y humilde?
—Sí, mi señor, de Naciados, de las que venden noticias, que dice que tiene una que será de vuestro mayor interés.
—¿Y le has advertido qué es lo que pienso de los de su condición?
—Ella misma, mi señor, me ha dicho que bien sabe cuán justos sois con los que propagan falsedades o venden noticias adversas al islam, alabado sea el Profeta, pero aun a riesgo de que mandéis cortarle el cuello, como sería de justicia, quiere veros. Dice que la noticia que os trae le ha costado un ojo de la cara, y cierto debe de ser porque uno de ellos lo trae vacío.
La mujer a la que recibió Abid Muzzafar era la Lince, que hizo cierta la premonición de Alvar Háñez Minaya cuando la mandó cegar, de que con un ojo seguiría viendo más que muchos otros con los dos.
Una noche, la Paciana, con la que mantenía buena relación por la cuenta que les traía a ambas, se excedió en el vino y habló más de lo debido sobre un largo viaje que iba a emprender en compañía de uno de los principales caballeros del Cid y de su joven ahijado. La Lince comenzó a discurrir por su cuenta y acabó dando con las mismas fuentes que en su día informaran a la Paciana de la existencia del tesoro de la Cueva Dorada.
Los de Naciados tenían sus reglas, no escritas, entre las cuales estaba la de respetar al que primero diera con la noticia, ya que de no hacerlo así acabarían matándose entre sí y se arruinaría el negocio. Los naciadenses cuidaban de guardarla, salvo excepciones, y ésa fue una de ellas, porque a la Lince le hervía la sangre por el ojo perdido, pues no alcanzaba a comprender por qué ella sufrió pena tan cruenta mientras que Efrén salió indemne y al cabo del tiempo fue nombrado caballero.
Y aquel hervor que no la dejaba sosegar fue el que la condujo a los pies de Abid Muzzafar, muy rendida, aun sabiendo de su crueldad y de la decisión con que ordenaba degollar a los vendedores de noticias que no fueran de su agrado.
El muladí era partidario de imponerse por el terror y por eso la recibió cecijunto, advirtiéndole que muy importante sería lo que tenía que decirle para arriesgar el único ojo que le restaba y quién sabe si la cabeza entera.
—La noticia es ésta: por culpa de un caballero cristiano perdí este ojo, y este mismo caballero acaba de llegar a este reino de Granada en compañía de una mujer que se hace pasar por su madre. —Habló la Lince manteniéndose de pie, a prudencial distancia de tan importante señor, que la miraba con gran frialdad desde su sitial de capitán de la guardia real; con su silencio la invitó a seguir—. Es uno de los caballeros del Cid.
Al oír este nombre, Abid Muzzafar se removió inquieto en su asiento, pues el gran sueño de su vida era poder derrotar algún día, personalmente, al más famoso adalid de la cristiandad.
—Ese caballero, hace años, era un forajido que se dedicaba a la caza furtiva por la sierra Nevada como criado de un viejo medio loco llamado Maksan. Cuentan que éste le quería como a un hijo.
Y le fue desgranando detalles que coincidían con lo que Abid Muzzafar sabía de aquel asunto, por lo que mandó sentar a la mujer, hizo que le trajeran un refresco de hidromiel y, según hablaban, cada poco hacía tintinear una bolsa con monedas que siempre llevaba consigo.
—¿Y para qué dices que han venido a este reino? —preguntó Muzzafar.
—Digo lo que dicen, mi señor, que han venido porque tiene prestados unos juramentos, como acostumbran los cristianos cuando son investidos caballeros, que le obligan a ayudar a los menesterosos, y en este caso el menesteroso es su antiguo amo, Maksan, y eso me extraña, mi señor, porque ese viejo, según me cuentan, vive en una quinta que poseéis a orillas del Genil y en ella se encuentra atendido a cuerpo de rey.
Abid Muzzafar no movió un músculo de su rostro y se limitó a preguntar:
—Eso es lo que dices que dicen... ¿y tú qué es lo que dices?
—Que si hubiera venido solo ese caballero, tal vez fuera cierto que venía a hacer una obra de caridad, pero viniendo con la que viene, a quien llaman la Paciana, dineros tiene que haber por medio. —Hizo una pausa, miró muy fijo a la esfinge y prosiguió—: Mayormente si consideramos que ha venido con ellos hasta el castillo de Aledo el caballero Martín Antolínez, que es quien cuida de los intereses de las mesnadas del Cid. Mi señor, ¿habéis oído hablar del tesoro de la Cueva Dorada?
—Algo he oído —musitó el caballero.
—¿Y creéis que con lo que os llevo ya contado he salvado mi ojo? —se atrevió a preguntar la mujer.
El caballero no se dignó contestar a la pregunta, y en su lugar le dijo:
—Lo que sí podéis tener por cierto es que si hacéis las cosas como yo os voy a decir la cuenca del ojo que os falta la podréis adornar con un diamante que no lo tiene mejor la sultana de Sevilla.
Como fuera costumbre de la época, sobre todo entre los piratas y gente del mar, el sustituir el ojo perdido en combate por una piedra preciosa (que los cirujanos árabes eran muy diestros en colocar en su órbita), la Lince, muy ilusionada, se concertó con el muladí para tender una trampa al joven caballero del Cid.
La Lince acertó a presentarse ante la Paciana con tal oportunidad y diciendo cosas tan veraces que la mentira pasó inadvertida incluso para una mujer tan avisada como ella.
Dio con la Paciana en un barrio que tenían los mozárabes al oriente de Granada y en el que vivían algunos de Naciados, de los que se hacían pasar por moros, o cristianos, según conviniera. Cuando la Paciana vio a su amiga, de primeras se alarmó, pero ésta la tranquilizó con una gran verdad:
—Estoy a lo mismo que tú, a lo de ese tesoro del que se conoce que existió pero no se sabe cómo terminó, aunque quien lo sabe no está lejos de aquí, y yo bien sé lo que a ti te conviene saber. Y, sobre todo, cuánto te conviene que nos pongamos de acuerdo, como en tantas ocasiones lo hemos hecho y nunca hemos salido mal servidas.
Como esto último era cierto, la Paciana no se receló, por ser habitual que esta clase de negocios llegaran a buen término poniendo cada uno un poco de su parte y sabiendo repartir entre todos. En esta ocasión, la Lince le dijo que no se iba a conformar con poco porque era mucho lo que sabía.
Sabía que Maksan vivía en una quinta del capitán de la guardia real, atendido por dos mujeres que cierto que lo habían maltratado, pero ya estaban desinteresadas de él porque sus miras estaban en entrar en el palacio real de la Alhambra como damas de compañía de la que iba a ser tercera esposa del rey Abdalá, y para este asunto el anciano era un estorbo y con gusto se desprenderían de él, de manera que Efrén sólo tenía que presentarse de muy buenas maneras, cuando no estuviera el capitán de la guardia real, y con gusto se lo darían, pues para nada lo querían.
Cuando la Lince terminó le dijo la Paciana:
—Vuelve de aquí a dos días y seguiremos hablando. Sé que vas a comprobar si es cierto cuanto te he dicho, y yo haría lo mismo en tu lugar, pero, como es cierto, te anticipo que sé otras cosas que te iré diciendo según convenga.
—Así sea —dijo la Paciana.
—Cuando convenga a mis intereses —le aclaró la Lince para que no quedaran dudas—, que a nada que te pongas en razón van a ser los tuyos.
Y con mucho fundamento le razonó que si eran ellas las que estaban haciendo lo más principal del trabajo, no era de justicia que se llevaran una mísera porción y que la mayor parte fuera para caballeros que vivían regaladamente en sus castillos y sólo les tocaba poner la mano para recoger el fruto de un trabajo en el que a ellas, con frecuencia, les iba la vida. O, como poco, un brazo, una pierna o un ojo, como a la vista estaba. De manera que tenían que estar muy avisadas y muy unidas para tomar su parte sin esperar a que los grandes señores se dignaran concederles las migajas del festín.
—Así sea —repitió la Paciana, pero en esta ocasión con la codicia muy encendida pues ya se veía señora de verdad, bien alhajada y al frente de una corte de cantoras árabes que la harían más rica todavía.
La pasión del dinero no la cegó hasta el punto de no recabar información, pero la que obtuvo le confirmó en lo dicho por su cofrade. Se las ingenió para acceder a una de las criadas de la quinta del Genil, quien le contó muy por lo menudo lo que allí sucedía y cómo la señora más principal, Zaynab, se lamentaba una y otra vez de tener que cargar con el anciano y decrépito esposo de su hija cuando estaban a las puertas del palacio de la Alhambra, en el que pensaban entrar de la mano de una joven llamada Rucayya.
—¡Loado sea Dios! —clamó en el colmo del gozo la Paciana dirigiéndose a Efrén—. ¡Ya tenemos el jilguero en la jaula y sólo de ti depende que cante la canción por la que suspiramos!
Efrén había esperado muy paciente a que la Paciana hiciera su trabajo y, para distraerse, recorrió la gran ciudad de arriba abajo, muy admirado de su esplendor y riqueza, y añorando que las ciudades de los cristianos fueran en todo tan míseras comparadas con aquella hermosura.
Acostumbrado desde su niñez a que cualquier cosilla le costara gran esfuerzo el conseguirla, resultábale sospechoso que la Paciana lo viera tan fácil, y se hacía repetir una y otra vez lo que habían de hacer, y pese a su desconfianza hacia aquella trapisondista mujer tuvo que acabar por admitir que no parecía lógico querer tomar por la fuerza lo que, por azares del destino, se lo ofrecía a la mano. Y, por fin, aceptó el enviar una paloma mensajera a Martín Antolínez comunicándole que el camino se presentaba llano y que, de momento, para nada precisaba ayuda de gente armada, sino que por el contrario todo había de llevarse con gran prudencia y discreción.
Cuando la Paciana veía a su ahijado tan remiso y desconfiado pensaba que si no fuera por el amor que le tenía el remedio estaría, una vez conocido el escondrijo, en darle muerte, como venía a insinuar la Lince, de manera que el tesoro sólo fuera para ellas dos. Y a veces soñaba en que consentía que la Lince lo envenenase y, una vez consumado el mal, no se sentía tan a disgusto por el mucho consuelo que le daban las riquezas obtenidas. Otras veces, ya despierta, se decía: «Primero averigüemos dónde está el tesoro y luego ya se verá.»
Y la forma de averiguarlo fue, conforme a las costumbres beréberes, presentarse la Paciana en la quinta del Genil, muy bien puesta de ropas y pedrería, pidiendo hospitalidad para un hijo suyo que en tiempos fue criado de un tal Maksan, a quien tendría mucho gusto en saludar, supuesto que siguiera viviendo.
Zaynab y su hija Aisa, advertidas por Abid Muzzafar, fingieron gran extrañeza. ¿Un criado de Maksan? Cierto que todavía vivía el tal Maksan, por la gracia de Alá, alabado fuera su Profeta, pero no sabían ellas de que hubiera tenido ningún criado de aquellas señas. Al fin, después de mucho discurrir y darle vueltas, como exigía la cortesía, acabaron cayendo en la cuenta.
—¿No estaréis hablando, por fortuna, de un joven agraciado, rubio como el trigo, a quien llamaban el eslavo? —preguntó Zaynab.
—El mismo —confirmó satisfecha la Paciana.
—¿Y cómo podéis decir que era su criado quien era tratado como un igual, con más trazas de caballero que el propio Maksan?
—No andáis descaminada, pues caballero es y no de los menos principales entre los cristianos.
Y procedió a relatarles los logros de quien era como un hijo para ella, que tenía un corazón tan tierno que había hecho un largo viaje por el sólo gusto de saludar a quien le había favorecido cuando andaba desnortado por las trochas de la vida.
Conmoviéronse la madre y la hija con tan hermoso relato, con gusto le concedieron la hospitalidad solicitada por el tiempo que tuvieran a bien, pues no dudaban que Maksan, aunque andaba con la cabeza perdida, mucho se alegraría de ver de nuevo a su antiguo protegido.
—¿Y no molestará nuestra intromisión al dueño de esta hermosa casa, que según tengo entendido es de los caballeros más nobles de este reino? —tanteó la Paciana.
—No tal —la tranquilizó Zaynab—, que, como noble que es, no lo es menos a la hora de conceder hospitalidad; además, ocurre que anda por el sur para sujetar en sus fronteras a los moros de Málaga.
Hubieron de concurrir circunstancias de la más variada condición, todas muy propicias para los lances del amor, para que Efrén, a los quince días de estar en la quinta del Genil, se sintiera de tal modo trastornado que tomó clara conciencia que de allí en adelante nada sería igual. Había vuelto ya la primavera, con su alboroto de pájaros y de enramadas floreciendo por doquier, con la consiguiente alteración del ánimo de los jóvenes, mayormente en tan privilegiado lugar, regado por un centenar de acequias que tomaban sus aguas del río para que no faltasen flores ni arrayanes en toda la extensión de aquel inmenso jardín, que en tamaño no le iba a la zaga al del Generalife de la Alhambra, de manera que día y noche se oía el discurrir de las aguas de fuente en fuente y, atraídos por tanto frescor, anidaban los ruiseñores que, con sus trinos nocturnos, privaban del sentido a los enamorados.
Fue tan evidente lo que estaba sucediendo que la Paciana, en extremo alarmada, advirtió severamente a Efrén:
—¡Por los clavos de Nuestro Señor Jesucristo, por nada de este mundo se te ocurra enamorarte de esa mujer! Y si la sangre te está solicitando lo que es de natura a tu edad, pon los ojos donde puedan satisfacerse tus deseos sin que eso nos cueste el negocio que acá nos trae y quién sabe si la cabeza.
La Paciana y Efrén habían llegado a la quinta con aire de grandes señores, ella montada sobre una mula ricamente enjaezada y él sobre su famoso caballo zaino que los años no alcanzaban a disimular la nobleza de su porte; más una reata de borriquillos con presentes y equipaje, porque la Lince le había advertido a la Paciana, y ésta a su vez a Efrén, que sus huéspedes traían su origen de una tribu del desierto famosa por su hospitalidad, y no había mayor agravio para esas gentes que llegar y marcharse con precipitación, como quien se siente a disgusto en casa ajena por no haber sido debidamente atendido.
Como la Paciana algo sabía de ese hábito, bastante extendido en aquel siglo de costumbres sosegadas (hasta para hacer la guerra los enemigos se avisaban con prudente antelación cuándo y dónde se iban a atacar), cuidó de adquirir ropa y presentes para que quedara claro que estaban dispuestos a corresponder cumplidamente a la hospitalidad ofrecida.
La hermosura del paraje deslumbró a Efrén, acostumbrado a los secarrales castellanos y a los castillos que se alzaban sobre un otero pelado o, a lo más, rodeado de carrascas que ni en primavera eran capaces de florecer. Por contra, allí la belleza se ofrecía generosamente, comenzando por las dos huéspedes, madre e hija, que los recibieron con grandes zalemas, pidiéndoles disculpas por recibir en tan mísero lugar a quien era tanto en el suyo.
Aisa estaba en la flor de la vida, con una belleza cuidada y deslumbrante porque sabía en cuánto le iba seguir conservando el favor del capitán de la guardia real. Siempre fue hermosa, que no en vano había conseguido que cayera en sus redes hombre tan sabio como Maksan o tan ducho en mujeres como Abid Muzzafar, pero ahora esa hermosura se había hecho, además, distinguida porque contaba entre la servidumbre hasta con un eunuco, que se cuidaba de depilarle cualquier parte de su cuerpo y, en especial, el rostro, de manera que se ofrecía terso y alabastrino, con un aire de transparencia que le confería una aura angelical que ella cuidaba de contrarrestar con una mirada profunda y sensual que, en palabras de Abid Muzzafar, hacía de ella un demonio de la carne puesta por Lucifer en este mundo para llevarse consigo las almas al averno, o una hurí del paraíso, según se mirase. Estas cosas las decía Muzzafar porque le gustaba ser blasfemo en ambas religiones y hasta alardeaba de que le iba mejor teniendo tratos con el diablo que con los dioses, fueran éstos cristianos o musulmanes.
La madre, Zaynab, por el contrario, había decidido convertirse en una dama respetable, y aunque también cuidaba mucho de su persona ya no se servía de afeites —aquellos que Efrén recordaba con repulsión—, lo que confería a su persona un aire de dignidad y realzaba lo que fuera su belleza natural, no excesivamente marchitada, puesto que apenas había cumplido los cuarenta años. En la corte se decía que las atenciones del capitán de la guardia real, dada su inclinación a todo lo perverso, no eran sólo para la hija, aunque tampoco ello fuera motivo de escándalo por no ser inusual que en un mismo harén coincidiesen madres e hijas.
El primer día de su estancia en la quinta apenas se habló de Maksan, y todo fue admirarse de la apostura del joven caballero y de cómo les parecía natural que hubiera llegado a tanto, pues ellas siempre advirtieron la nobleza que se escondía en quien se hacía pasar por criado de aquel desventurado. Y fue entonces, ya de caída la tarde, cuando Zaynab dijo:
—Por cierto, no quiero disgustaros, pero le hemos hablado a ese pobre desventurado de vuestra llegada y no alcanza a recordar quién podáis ser, lo cual le ocurre al punto que ni a mí, a veces, me reconoce... —Se calló, y con moderada picardía, entre risas, aclaró—: Días hay que sólo parece reconocer a Aisa cuando ésta le hace ciertas gracias que, por lo visto, son muy de su gusto.
Al otro día, a la puesta del sol, Efrén pudo ver por fin a Maksan.
Y por la mañana, muy a primera hora, conoció a la princesa Rucayya mientras recibía su clase de música en una enramada del jardín. La enramada se componía de madreselvas muy olorosas y tras ellas salían los sonidos de un laúd, tan bien tañido que no podía por menos de prender la atención incluso de quien, como buen caballero del Cid, mostraba el natural recelo hacia la música árabe.
Estaba la música muy controvertida entre los distintos reinos de España ya que en los de taifas había gran pasión por ella y todos los reyezuelos tenían su cítara, que eran cantoras que tañían laúdes y modulaban sus voces detrás de una cítara o tapiz, al uso del Oriente, «como los pájaros ocultos en la enramada», según cantaba el famoso poeta Ben Abdón de Évora. Por el contrario, los almorávides la consideraban profesión vil porque las que al comienzo cantaban tras la enramada acababan haciéndolo en brazos de sus señores mientras corría el vino y toda clase de bebidas prohibidas, y de ahí la corrupción de las costumbres y consiguiente perdición de los pueblos. Entre los cristianos también había diversidad de pareceres, y mientras el rey Alfonso era muy aficionado a las cítaras, el Cid Campeador advertía a sus caballeros que mirasen bien a lo que sucedía en los reinos de taifas, y como tras las cantoras venía la embriaguez con todos sus males. Sus caballeros decían que al Campeador no le disgustaba oír sonar un laúd bien tañido, pero que doña Jimena en esto no cedía y no consentía cítaras en ninguna celebración y sostenía que para elevar el espíritu bastaba con el antifonario gregoriano.
En todo al-Andalus era conocida la afición del rey Abdalá a las cítaras, de ahí que Abid Muzzafar cuidase la educación musical de su hermana y le pusiera los mejores maestros, sobre todo desde que se confirmó que, en vísperas del ramadán, entraría a vivir en la Alhambra para hacerse a la vida de palacio antes de las bodas, que se celebrarían al término del octavo mes del calendario musulmán. Desde que este acuerdo se firmó ante los escribanos reales, Rucayya comenzó a recibir el tratamiento de princesa, que es el que correspondía a todas las esposas de su majestad zirí.
El recelo de Efrén por la música era por seguir en todo las indicaciones del Campeador, pero eso no significaba que le disgustara; muy por el contrario, sentía por ella gran afición desde los tiempos en los que andaba por la sierra con Maksan y tocaban la flauta. Por eso quedó embelesado con la dulzura y sentimiento que extraían unas manos femeninas de un laúd, y se las arregló para ver sin ser visto. Por muy caballero que fuera, seguía teniendo el arte y las mañas de cuando era furtivo para disimularse, y de eso se valió. Aquella mañana había salido con la fresca a pasear por el jardín con la intención de familiarizarse con los animales que por él pululaban, tanto por la curiosidad de conocer especies que no las había en Castilla como por las de pedir permiso a las dueñas para cazar las ya conocidas, tales unos faisanes silvestres, muy apreciados en los convites.
Se apartó de la enramada musical, se cercioró de que el jardín por aquella parte y a aquellas horas estaba desierto y, con la destreza de un rapazuelo, trepó a un copudo magnolio, entre cuyas ramas se disimuló y se extasió ante lo que se ofrecía a su vista.
La joven princesa tomaba clases de una oronda matrona que le marcaba el compás con una batuta y de vez en cuando la corregía con mesura y buenas palabras, pero las más de las veces le elogiaba su arte. Las clases también comprendían el comportamiento de una esposa ante su señor, y después de cada interpretación la doncella se levantaba de su asiento y hacía zalemas que mostraban agradecimiento para quien la escuchaba.
Vestía una túnica muy sencilla, que lo mismo podía ser mora que cristiana, que, aunque suelta, no alcanzaba a disimular la gracia de sus formas y la soltura de sus movimientos, que a Efrén le dio por compararlos con los de una gacela que ignora que el cazador la está acechando. El cabello lo traía recogido en una trenza muy hermosa, formando corona sobre su cabeza (para que se pudiera disimular bajo el turbante cuando vestía a la usanza mora), y el rostro lo tenía muy fino y nacarado. La matrona cuidaba de que siempre se mantuviera a la sombra, y también disponía de una pequeña sombrilla para protegerla de los rayos del sol que pudieran filtrarse entre las ramas.
Al cabo de un buen rato, la matrona tomó el laúd para tañerlo con más arte aún que su discípula, mientras ésta cantaba unas canciones en las que daba gracias a Alá por la existencia y pedía a la lluvia, al rocío, a los vientos, al fuego y al calor, a las heladas y a las nieves, a la luz y las tinieblas, a los mares y a los ríos, que bendijeran a tan gran Señor. Luego cantó canciones de amor, y fue cuando comenzó el trastorno de Efrén que tanto había de preocupar a la Paciana.
Si fue una hora o fueron tres, no lo podría decir Efrén; sólo sabía que cuando se acabaron las lecciones el sol estaba más alto en su recorrido, próximo a la hora del mediodía, y que su cuerpo, entumecido por el esfuerzo de no moverse para no ser descubierto, no lo sentía como suyo.
Aquella misma tarde, a la hora de las infusiones, Zaynab hizo venir a la joven princesa a presencia de los invitados y la presentó con gran deferencia, como se merecía la que en breve habría de desposarse con el rey de Granada. De paso dijo que se encontraba a su cuidado (poniendo especial énfasis en el papel tan importante que le tocaba en aquel cuidado) al tiempo que se instruía en el arte de la música, tan apreciado por su majestad.
Efrén, que siempre había tenido gran soltura para decir cosas oportunas, se aventuró a preguntar:
—¿Acaso erais vos la que tañía con mucho arte un laúd que oí sonar cuando, por azar, paseaba esta mañana por el jardín?
A lo que la joven, con el candor o la malicia de sus pocos años, replicó:
—¿Y acaso erais vos el caballero que, subido en un árbol, nos veía practicar?
—¿Un caballero subido a un árbol? —rió divertida Zaynab—. ¿Cuándo se ha visto tal? ¡Qué cosas tienes, niña mía!
Efrén ni afirmó ni negó ni dio excusas que nadie le pidió, y tan sólo procuró disimular la impresión que le producía la proximidad de la princesa y aquel modo tan natural que tenía de decir las cosas, desgranando las palabras que salían de unos labios tiernos y jugosos con un retoque de bermellón, como era costumbre en la corte de Granada.
A la puesta del sol, que era el tiempo de hacer la cuarta oración del día, Zaynab advirtió a Efrén que acostumbraban a rezarla con Maksan, aunque no siempre ya que el Profeta, alabado fuera su nombre, disponía que sólo podían rezar quienes estuvieran en su sano juicio, lo cual, por desgracia, no siempre le sucedía a aquel desventurado. Pero aquel día sí lo estaba e invitaron a Efrén a presenciarla. Esta invitación no era inusual en tierra de moros ya que los musulmanes no tenían respetos humanos para la práctica de su fe, y llegadas las horas de la oración, que eran cinco —al alba, al mediodía, al atardecer, recién puesto el sol y ya de noche cerrada—, se ponían a ello, y si estaban con cristianos, éstos se apartaban unos pasos y aguardaban a que terminasen.
Sacaron a Maksan a una pérgola muy hermosa bien orientada hacia La Meca y, de primeras, Efrén no lo reconoció. De ropas iba muy bien trajeado, como si se tratara de un gran señor, y el primer sorprendido parecía el anciano, que se las miraba y tocaba y retocaba una y otra vez, como si no alcanzara a comprender por qué iba vestido de aquellas trazas. Carnes tenía pocas y tan mal distribuidas que por la parte del vientre le sobraban en forma de barriga mientras que en las otras partes visibles de su cuerpo, las manos y la cara, parecía un puro hueso. Los ojos los traía cerrados, como si no soportaran aquella luz de poniente que en Granada es tan viva, pero cuando los abrió y vio a Efrén brillaron como carbúnculos y el joven caballero sintió en el acto que le había reconocido; a continuación se le nublaron, como si fuera a llorar, y Efrén se disponía a hacer otro tanto cuando el anciano se volvió de espaldas, se arrodilló de cara a La Meca y se unió a la salmodia que dirigía un alfaquí, preceptor de la princesa Rucayya.
El pasado reverdeció en un instante en la mente de Efrén y se le puso un nudo en la garganta recordando con nostalgia aquellos años de su infancia en los que aquel hombre lo era todo para él. Terminado el rezo, el anciano se dejó ayudar de Aisa para alzarse del suelo y, evitando el mirar a Efrén, se retiró al interior de la quinta.
Zaynab suspiró y dijo:
—Me temo que no os ha reconocido.
Pero aquella misma noche Efrén aseguró a la Paciana:
—Ten por cierto que me ha reconocido y que en el fondo de sus ojos he visto aquel amor que me tenía cuando lo éramos todo el uno para el otro.
—Así sea —musitó la Paciana, encantada de la clarividencia de su ahijado.
Al otro día, a la misma hora que el anterior, se presentó Efrén en la enramada musical y, sin disimulo de clase alguna, se dirigió a la joven princesa:
—¿Debo subirme al árbol o me consentís que asista desde aquí a vuestra lección de música?
Esto era tan contrario a las costumbres ziríes, perversas en el fondo pero muy cuidadosas de las formas, que a la doncella se le arreboló el rostro sin acertar a pronunciar palabra alguna. La matrona, como muy acostumbrada a toda clase de enredos entre hombres y mujeres, intervino con prontitud:
—En todo caso, mi señor, habéis de conformaros con oír la música desde el otro lado de la enramada, pues hasta el mismo esposo se ha de conformar en hacerlo así cuando hay otros caballeros delante.
Con asombroso desparpajo —ese que tanto admiraba el Campeador en su joven caballero, de quien decía que tenía respuesta para todo—, Efrén sacó de su faltriquera una moneda de oro y la puso en la mano de la matrona al tiempo que le decía:
—No me basta con oír, sino que quiero ver cómo se mueven vuestros dedos entre las cuerdas del laúd para aprender yo también a tañerlo. Y sirva esta moneda a cuenta de las lecciones que espero recibir de vos.
—Por favor, mi señor, no me perdáis —le encareció la mujer, guardándose la moneda en el refajo—, y si oís que viene gente, apartaos presto de aquí.
La matrona ni se molestó en solicitar la anuencia de la princesa, pues bien sabía cuáles eran sus disposiciones en este punto desde que la tarde anterior no hiciera más que hablarle del joven rubio que se había atrevido a tanto y a soportar tantas horas de inmovilidad por el gusto de contemplarla, y de cómo le conoció más tarde, y de lo que ella le dijo, y de cómo la miró él, todo lo cual era del gusto de la matrona, pues de estos desvaríos sacaban ellas su provecho, sin que le asustara el que estuviera llamada a ser una de las esposas del rey Abdalá, que más benévolo no podía ser con todas ellas, y hacía oídos sordos a sus amoríos siempre que no supusieran desdoro para su realeza. De todos modos, en esta ocasión había de cuidar que la travesura no pasara de ahí y todo quedara en músicas y sonrisas, no por temor a su majestad, sino al capitán de su guardia real, que de ningún modo había de consentir que su hermana no llegara entera a los desposorios.
Ese mismo temor lo compartía Zaynab, que tardó poco en enterarse de lo que cada mañana estaba ocurriendo en la enramada y se apresuró a comunicárselo a Abid Muzzafar que, obviamente, no andaba por las fronteras del sur, sino disimulado en uno de los palacios del Generalife. De primeras se le oscureció el rostro y balbuceó, asombrado:
—¿Que ese mequetrefe se atreve a cortejar a mi hermana?
—No es un mequetrefe, mi señor, que es de los caballeros más hermosos del Cid, casi tan alto como vos, aunque le falten vuestras gracias —se atrevió a decirle la mujer—, y en cuanto a lo de cortejarla, según se mire, porque o mucho ha cambiado, o cuando le tuvimos en nuestra casa de Lanjarón era muy mirado en el trato con mujeres, hasta el punto de que llegamos a pensar si no sería bujarrón.
El capitán se echó a reír y concluyó:
—Eso es tanto como confesar que no quiso yacer contigo.
Y ante los intentos de Zaynab de defenderse de tan cierta como torpe acusación, alzó la mano con autoridad y dijo:
—Eso nos conviene. No estorbes la devoción de ese joven por Rucayya, siempre que no falte a lo principal, que tú bien sabes lo que es.
Y pasando de la risa al rigor, le recordó los pasos que habían de seguir para alcanzar sus propósitos.
A tal fin, a Maksan lo tenían a buen recaudo en uno de los mejores aposentos de la quinta, del que sólo le consentían salir, y no siempre, para la oración de la tarde.
Este aposento comunicaba con un altillo, muy bien acondicionado, desde el que se podía ver y oír, sin ser visto, cuanto sucedía en él. Este altillo lo hizo construir un califa de Córdoba con nefandas intenciones, y ahora servía para otras no menos torpes, pues tan pronto entraba Efrén a visitar a su antiguo protector, Zaynab se subía al altillo y no perdía palabra de cuanto hablaban, siempre a la espera de las mágicas palabras que revelaran el lugar del escondrijo.
Aquello era un esperar y desesperar, tanto para Zaynab como para la Paciana, pues los días pasaban y poco avanzaban. Muchos de ellos, Efrén ni tan siquiera conseguía que el anciano abriese los ojos; otros, los abría y le miraba con mucho amor, pero no hablaba, y los había que hablaba, pero no decía nada de fundamento, como no fuera comentar alguna de las hazañas que acometieron cuando ambos andaban por las Alpujarras. Días había que parecía no reconocer a Efrén y otros que le tomaba de la mano y no quería soltársela hasta sumirse en un sueño del que tardaba horas en salir.
Todos desesperaban con esta espera, menos Efrén, que encontraba gran satisfacción en poder acompañar a su protector en lo que no dudaba que habían de ser los últimos días de su vida, y más satisfacción aún en los ratos libres, que los tenía muy ocupados discurriendo toda clase de ingenios para estar cerca de la princesa Rucayya.
Fue entonces cuando la Paciana le rogó, por los clavos de Cristo, que por nada de este mundo se le ocurriera enamorarse de la princesa.
—Tarde llega tu advertencia, y tarde hubiera llegado en cualquier momento, pues apenas la vi en la enramada quedé prendado de ella —le contestó Efrén con tanto sentimiento que, por un momento, se conmovió el corazón de aquella maligna mujer, y hasta intentó buscar remedio a esa desgracia.
—Escucha, hijo mío —le dijo—, si crees que el mal no tiene remedio, y hasta crees que eres correspondido... ¿crees que eres correspondido?
—No lo sé, mi ama; sólo sé que cuando estamos juntos nos decimos cosas muy del gusto de cada uno y que Rucayya siempre se muestra dispuesta a reír con mis dichos, y entonces es cuando me muestra esos dientes que me parecen diamantes y que me gustaría morder.
—Querrás decir —le rectificó la Paciana— que son los labios los que deseas morder...
—Más bien quisiera morder toda su persona, pero con mucha dulzura para no hacerle ningún daño, ni nada torpe hay en ese deseo, pues si me dijeran que mi condena había de ser pasarme el resto de mis días mirándola sin poder rozarle tan siquiera el borde del vestido, me parecería la más dulce de las condenas.
—Pongámonos en razón, hijo mío, y bien está que la cortejes con la mirada, que no está mal visto rendir homenaje a la belleza, pero de ahí no pases, y ten paciencia si la sangre te pide pasar a mayores.
Y con gran desenvoltura le hizo ver que cuando, por fin, la joven princesa se desposara con el rey Abdalá y, una vez más, este soberano demostrara su incapacidad para cumplir con el débito conyugal, le sería más fácil llevar el cortejo hasta sus últimas consecuencias.
—¡Maldita mujer! —clamó Efrén, arrebolado de indignación—. ¿Olvidas acaso que soy un caballero cristiano y que tengo prestados juramentos en los que me va la vida el cumplirlos?
—¡Pues si por tal te tienes, comienza por cumplir el más principal que te tiene mandado tu señor, que es el negocio que aquí nos trae, y que no es precisamente el de cortejar princesas moras sino el de averiguar el escondrijo! —le replicó la Paciana con no menos enfado.
Agachó el joven la cabeza, compungido, pues se sentía en falta, y veces había que con la locura de su amor se olvidaba de lo que le había llevado hasta allí, y deseaba no tener que marcharse nunca de aquel paraíso.
—¡Y estáte siempre ojo avizor —prosiguió la Paciana cuando le vio rendido—, que se me hace raro cuántas facilidades te dan para estar cerca de la princesa!
Esto lo decía porque cuando Efrén dijo que le gustaría aprender a tañer el laúd, tanto Zaynab como Aisa lo consideraron una muestra de la delicadeza de su espíritu, y cuando la Paciana salió al paso y dijo que cuándo se había visto un caballero cristiano tañendo música, Efrén, con gran desparpajo, contestó que en eso prefería parecerse a los árabes, poniendo el ejemplo del rey Motámid de Sevilla, el más excelso monarca de al-Andalus, famoso por sus composiciones métricas al laúd.
Cada día daba Efrén a la matrona una monedilla de oro y la mujer decía que nunca había tenido un discípulo tan aventajado, y la primera vez que Rucayya tomó la mano de Efrén para corregirle su posición sobre las cuerdas del instrumento creyó desfallecer. Y cuando a la siguiente ocasión retuvo entre las suyas la delicada mano de la princesa, sin que ésta hiciera resistencia, sintió una ebullición interior que le duró hasta el alba del otro día.
Todo esto fue nada comparado con el día en que la montó a la grupa de su caballo zaino, tal y como lo soñara la noche en que salió del marasmo en que le tenía sumido el ermitaño de la colina, y clamó: «¡Quiero vivir y tener un caballo y montarlo e ir con él hasta donde el mundo se acaba!» Pues ya había llegado donde el mundo se acababa, porque más allá de Granada, de la quinta del Genil, de sus acequias, flores y arrayanes, de la presencia mirífica de la princesa Rucayya, el mundo no merecía la pena de ser vivido.
La madre y la hija, siguiendo las instrucciones de Abid Muzzafar, hacían cuanto estaba de su parte para que no decayese la devoción del caballero cristiano por la princesa mora, y por eso se les ocurrió decir que tan buen jinete bien podría ser maestro de la doncella, que se mostraba más remisa para montar a caballo que para tañer el laúd.
No había costumbre entre los moros de que las mujeres cabalgaran, a no ser en mulas o en borrico, siempre sentadas de costadillo y cubiertas de la cabeza a los pies; pero Abdalá gustaba que las de su harén también lo hicieran a la jineta con los estribos cortos, para que le pudieran acompañar cuando salía de cetrería, y a tal fin disponía de una cuadra de jacas blancas, por entender que era el color que más favorecía a la mujer. Envió una de estas jacas a su futura tercera esposa para que se hiciera a ella, pero resultó ser un animal caprichoso que ponía en apuros a la princesa cuando la montaba, hasta que se hizo cargo de ella Efrén, que con aquel don natural que tenía para doblegar a toda clase de animales la convirtió en la más dócil de las monturas.
Dócil según le conviniera a su amaestrador, que bien que se cuidó de que sólo le obedeciera a él para que su presencia junto a la princesa resultara imprescindible a la hora de cabalgar. Estas cabalgadas las hacían a la caída de la tarde, acompañados por hombres de armas, más una dueña que montaba en mula, siguiendo así las instrucciones de Abid Muzzafar, que les encarecía que no decayese la devoción del joven caballero pero cuidando de que no se fuera por el mal camino.
El deleite que experimentaba Efrén en estos paseos no era para ser descrito. Cuando veía trotar a la princesa, muy aplicada y atenta a las instrucciones que le daba su maestro, mordiéndose los labios como si de ello sacara más fuerza, no le parecía una criatura de este mundo, precisamente por lo contrario. Emanaba tal sencillez, tal encanto de toda su persona como no recordaba haber visto cosa igual en ninguna doncella, ni mora ni cristiana. Cuando ponían los animales al paso se hablaban y contaban cosas de sus vidas pasadas, como si se conocieran de muchos años ha, aunque Efrén bien que se cuidaba de contarle aquello que le hiciera merecer a sus ojos, y para nada le mencionaba sus trapacerías de cuando fue furtivo o cuidador de cerdos. Por el contrario, le insistía en su condición de huérfano de un noble caballero normando, y puesto que ambos eran huérfanos encontraban mutuo consuelo en esta triste condición.
Cuando llegaba la última parte de la lección, la de poner al lindo animal a galope tendido, a Efrén se le nublaba el conocimiento, pues le parecía que aquella criatura, aparentemente tan frágil, podía salir volando por los aires para no volver nunca más, y para que esto no ocurriera sentía grandes deseos de estrecharla fuertemente entre sus brazos. Y un día, sin saber lo que se hacía, pero sabiendo lo que quería, dio unas voces al animal de la princesa que, obediente a su amaestrador, corcoveó y hubiera dado con la princesa en tierra si no fuera porque Efrén la pudo tomar a tiempo por la cintura, para depositarla en el suelo y, una vez pasado el susto, montarla a la grupa de su zaino. Con gran autoridad dijo a los hombres de armas que se hicieran cargo de aquel animal, que parecía haber enloquecido, y al ama que los siguiera en la mula a prudencial distancia, y a la princesa que se agarrase fuerte a su cintura, no fuera a caer de nuevo.
Se plegó la princesa a su espalda como pliega la mariposa sus alas, y así trotaron un largo rato, hasta que Rucayya, con voz temblorosa, habló:
—¿Por qué hacéis esto? ¿Es que acaso podéis olvidar a quién estoy destinada?
Y entonces Efrén puso el zaino a galope tendido, obligando así a la princesa a que se estrechara contra él con más fuerza todavía.
Aquella misma noche dijo Efrén a la Paciana:
—Hoy, por fin, se ha dado cumplimiento de lo que profetizaste en tu carta astral, a la que llamaste de Vita lucrum.
—¿De qué me hablas? —se extrañó la Paciana, que estaba en extremo desasosegada viendo cómo se sucedían acontecimientos con los que no contaba.
—De la conjunción de dos astros de signo favorable en la esfera celeste, Júpiter y Venus. ¿No lo recuerdas? Me dijiste, cuando salí del marasmo en que me sumió el ermitaño, que ya teníamos a Júpiter, que era el caballo zaino, y que sólo nos faltaba Venus, que estaría representada por una doncella sin tacha. Pues ya tenemos, también, a esa doncella.
La Paciana, en el colmo de su pasmo, alarmada por el cariz que tomaba aquel amorío, no dudó en tirar piedras contra su tejado, y clamó furiosa:
—Pero tú, caballero cristiano, ¿cómo puedes creer en semejantes paparruchas?
Y, una vez más, le recordó los compromisos que había contraído con su señor Campeador, y que allí estaba para llevarse consigo al tal Maksan, por el que tanta compasión decía sentir pero de quien apenas hacía caso, trastornado como andaba detrás de quien en ningún caso podría ser para él.
—Eso está por ver —le replicó desafiante Efrén.
Y la Paciana, temiendo que pudiera cometer alguna locura, le dijo conciliadora:
—De acuerdo, hijo mío, está por ver, y cuenta con mi ayuda para ello en su momento; pero lo que no está por ver es a lo que debes aplicarte en primer término, y bien sabes lo que es. —Y a continuación le insinuó una amenaza—: Y si no te vales tú solo para conseguirlo, recurriremos a Martín Antolínez, que allí sigue esperándonos y sabrá cómo arreglarlo.
Con el infanzón de Orbaneja se mandaban mensajes mediante las palomas mensajeras, cuya presencia en las jaulas no llamaban especialmente la atención de las dueñas de la quinta, dada la afición de Efrén a toda clase de animales. Martín Antolínez comenzaba a dar muestras de impaciencia, pero no excesiva, porque estaba aprovechando la espera para hacer negocios de aprovisionamiento en aquella parte de la frontera.
Efrén sólo creía en aquellas paparruchas cuando le convenía, y cuando al día siguiente vio aparecer en la quinta al ermitaño de la colina pensó que eran demasiadas coincidencias.
Este ermitaño era aquel que se había retirado del mundo porque temía tanto a los hombres como a Dios y que entendía que para no ofenderlos lo mejor era no hacer nada. Por eso se pasaba los días sentado sobre una piedra, procurando soportar el frío o el calor, sin inmutarse, en las situaciones más extremas.
Era la última persona que Efrén hubiera soñado ver por aquellos pagos, y cuando le dijeron que un hombre con aire de profeta, aunque no se sabía si moro o cristiano, requería su presencia a la entrada de la quinta pensó que se trataría de algún emisario, disfrazado, enviado por Martín Antolínez. Le costó reconocerlo porque, acostumbrado a verlo sentado sobre una piedra, siempre cabizbajo, le asombraron su estatura y proporciones; se trataba de un hombre muy membrudo, de nariz aguileña y mirada despierta, que, sobre todo, llamaba la atención por sus piernas y sus manos. Contra la costumbre de los varones de llevar las piernas cubiertas, las llevaba al aire hasta más arriba del muslo, en el que comenzaba un faldellín de piel de cordero sujeto a la cintura por una tira de cuero. Eran unas piernas macizas, como columnas de sustentación de un tronco muy poderoso apenas cubierto por unos trapos muy livianos; sus brazos, también muy musculosos, terminaban en unas manos tan grandes que parecía que no sabía lo que hacer con ellas, y las abría y las cerraba, y se las miraba a cada poco, como para confirmarse que seguían allí.
Si le costó reconocer en aquel poderoso hombre al contrito ermitaño de la colina, más le costó entender las razones de su presencia allí. Le explicó que había tenido una visión según la cual lo que más ofendía a Dios era no hacer nada, y por eso se había puesto en camino, en su busca. ¿Por qué en su busca?, se extrañó Efrén. Porque tenía una deuda con él: gracias a aquellas conversaciones que mantuvieron en la colina había llegado a comprender cuán equivocado estaba, y que de seguir por aquel camino hubiera acabado en los infiernos. Efrén no recordaba qué conversaciones fueron aquéllas ni cuál fue su acierto en el decir para hacer cambiar de parecer a quien tan decidido estaba a no ser nadie. Pero como todavía se encontraba bajo los efluvios de la galopada sobre el zaino entre los brazos de Rucayya, le dio por pensar que el que tanto él como el ermitaño hubieran salido del marasmo era algo providencial que tenía que ver con la carta astral Vita lucrum, aunque ahora su madrina renegase de sus artes proféticas.
—¿Y cómo habéis dado conmigo? —se interesó Efrén.
—Del modo que aprendí de vos a seguir una noticia.
Le explicó que empezó por Naciados, y de allí las noticias le llevaron al campamento del Campeador (en el que estuvo cortando leña más de un mes), y de allí a Aledo, donde conoció al caballero Martín Antolínez, y donde se ganó el sustento haciendo ejercicios de fuerza, tal como tirar de un carro bien cargado sirviéndose tan sólo de una soga entre los dientes, o mediante apuestas de echar pulsos con los forzudos del lugar.
—¿Y ganabais siempre? —se interesó curioso Efrén que, como todos los caballeros de la época, era muy aficionado a los ejercicios de fuerza y destreza.
—Siempre que me interesaba —contestó enigmático y sin alardes.
—¿Y en qué os puedo ayudar ahora? —le preguntó Efrén, divertido.
—En lo mismo que os habéis ayudado vos. En dejar de ser nadie para pasar a ser alguien. —Y se apresuró a añadir ante la cara de extrañeza de Efrén—: No sueño en llegar a tanto como vos, pero tampoco en pasarme el resto de mis días sentado sobre una piedra.
Efrén le miró de arriba abajo, imaginó qué buen guerrero sería de los que arrastraban las torres de combate e impulsaban los arietes contra las empalizadas, y le dijo:
—Descuidad que no os ha de faltar quehacer en las mesnadas de nuestro señor Campeador.
—No olvidaré este favor, mi joven amigo —le dijo el ermitaño, que se mostraba cambiado hasta en el modo de hablar.
—¿Favor? El que vos me hacéis —le explicó Efrén por cortesía, sin saber cuán ciertas habían de ser aquellas palabras de allí a pocos días.
Solicitó a las dueñas permiso para que se quedara el ermitaño en la quinta por unos días y las mujeres aceptaron, curiosas porque no era la clase de hombre que se veía todos los días.
Acuciado por los reproches de la Paciana, Efrén decidió poner por obra sus propósitos iniciales y tentar de llevarse consigo a Maksan, y así se lo propuso al anciano un día de los que le tomó la mano, con mucho amor, y parecía tener ganas de hablar. Y habló en un susurro:
—Nunca me dejarán salir de aquí con vida.
—No son tales mis noticias —trató de animarle Efrén.
—Te han engañado. —Y mirando hacia el altillo le dijo—: Habla en aljamía, que es la lengua que menos entienden.
Como si no hubieran pasado tantos años, Efrén sintió que se entendía con su amigo, como en los viejos tiempos, con pocas palabras y unas cuantas miradas; y reaccionando con presteza, sin mirar tan siquiera hacia el altillo, dijo en el habla de los mozárabes:
—He venido para sacaros de aquí con la anuencia de estas damas, o si no con maña, o por la fuerza, que caballeros hay en Aledo que están comprometidos a ayudarme. ¿Entendéis bien lo que os quiero decir, mi amo?
Asintió con la cabeza, guardó silencio, le apretó la mano y le preguntó en un susurro:
—¿Y no has venido también para saber dónde guardo mi tesoro, que ha sido la causa de mis males y el que me tiene aquí postrado?
—Mi señor Campeador me ha dado su permiso y me ha ofrecido su ayuda para que cumpla con mi conciencia de no dejar abandonado a su suerte a quien ha sido como un padre para mí. En cuanto al tesoro escondido, lo dejo a la vuestra el que me digáis lo que mejor os conviene —le contestó Efrén, también hablando en susurros.
Y en susurros continuó el anciano, ora diciendo cosas de fundamento, otras no tanto, como que gracias a ese tesoro había podido desposar a Aisa, que era mala como su madre, pero que por sonsacarle le hacía cosas que eran muy de su agrado, y de eso no se arrepentía, mayormente cuando en la resurrección de los muertos se convertiría en una hurí del paraíso, con su belleza inmarcesible para siempre y sin mal alguno en su interior. Mas se arrepentía, por el contrario, de haberse llevado el ceñidor de la sultana Zobeida, no por tomarlo él, que si no lo hubieran tomado otros con no más derecho, sino porque era maldito como lo había sido su dueña, y por eso quienes lo poseían acababan en desgracia, como a la vista estaba.
—Entonces —no pudo por menos de alborotarse Efrén— ¿es cierto que existe el tal ceñidor?
—Eso y más —contestó lacónico el anciano—, pero por tu bien te digo que no conviene que sepas dónde está; por eso no te quise enseñar nunca el escondrijo.
—¿Por qué, mi amo? ¿Por el maleficio?
—Así es.
—Nosotros, los cristianos, no creemos en tales maleficios.
El anciano, con gran esfuerzo, se incorporó del lecho en el que yacía, miró muy fijo al joven y le dijo:
—Eres tan hermoso y estás tan lleno de gracia que pienso que no hay poder maléfico que pueda obrar sobre ti. Con Aisa he tenido algunos momentos de contento, y espero tenerlos más seguidos en la otra vida, pero contigo en ésta no me has dado más que satisfacciones, y cuando todo me era contrario pensaba en aquellos años tan felices que pasamos por las trochas de la sierra Nevada y daba gracias a Alá por el día en que te puso en mi camino, y le pido que te convierta a la verdadera fe, para que nos volvamos a encontrar en el paraíso. ¿Quieres saber dónde está el tesoro de la Cueva Dorada?
—Quiero.
—Pues sea.
Y le detalló muy por menudo, entre suspiros entrecortados y mirando de cuando en cuando al altillo, el lugar exacto en el paraje de Quebrantahuesos, al pie de una piedra de tal forma que estaba a tantos pies de tal otra, y ésta a su vez de otra, hasta señalarle siete referencias y hacérselas repetir una y otra vez, para que no quedaran dudas de que se había enterado bien. Y cuando terminó aún le quedaron fuerzas para decirle:
—Y ten por cierto que no dudo de que has venido por mí y no por el tesoro, y ése es mi mayor consuelo; sólo quisiera no haberme equivocado diciéndote lo que he sabido callar durante tantos años. —Y le aclaró—: A ellas nunca se lo dije, porque sabía que en cuanto lo supieran se desharían de mí.
Efrén creía estar viviendo un sueño, admirado de la precisión y lucidez con la que se expresó quien días había que ni tan siquiera era capaz de abrir los ojos. Y como si el viejo adivinara su pensamiento, dijo:
—No dudes de que es exacto cuanto te he dicho; es mi canto del cisne.
—Y no dudéis, mi amo, que de aquí a poco os he de sacar de este encierro y llevaros conmigo.
—No con vida —repitió Maksan cerrando los ojos y haciéndole señas con la mano para que se apartase de allí.
Efrén decidió recurrir a la ayuda que les ofreciera el conde García Jiménez y solicitar a Martín Antolínez, por medio de las palomas mensajeras, que se acercaran con una tropilla de lanceros para llevarse consigo a Maksan.
Esta decisión la tomó por la mañana y por la tarde decidió que habían de llevarse, también, a la princesa Rucayya mediante el caballeresco proceder del rapto, según precedentes que constaban en la crónica Omnino esse dinoscitur, tenida por muchos como espejo de la caballería andante.
Como cada atardecer, salieron ambos jóvenes a cabalgar con su pequeña corte de gente armada y damas de compañía, y en aquel crepúsculo, especialmente suave y luminoso, la princesa le confesó que había sido cristiana y que por obedecer a quien era como un padre para ella se había convertido al islam. Efrén sintió un estremecimiento de la cabeza a los pies, no porque él fuera muy buen cristiano, sino porque en el acto le vino a las mientes la mencionada Omnino esse dinoscitur, que leyera durante su estancia en el monasterio de Cardeña y que bien claro establecía el derecho de los caballeros de servirse de la fuerza cuando se quisiera torcer el alma de un cristiano para obligarla a apostatar. Era tan grande la alegría que sentía que lo primero que hizo fue agradecer de todo corazón al Cid Campeador, que tanto empeño puso en enviarle a Cardeña para que se ilustrase, y ahora recibía los frutos de aquella solicitud. También dio gracias a Dios de que fuera tan justo que no consintiera que una criatura suya se perdiera por los torpes propósitos de un apóstata. Cierto también que le vino a la memoria la historia del rapto de la bella Helena que dio lugar a la guerra de Troya, pero no le pareció disuasorio pues su señor Campeador no había de consentir que se perdiera una alma por evitar una guerra, a las que tan hecho estaba.
—Princesa mía —le dijo Efrén como si se sintiera muy contrito—, ¿habéis pensado el daño que eso puede traer a vuestra alma?
—¿Y qué puedo hacer? —dijo la niña con contrición más sincera que la de su joven enamorado.
Efrén, en lugar de dar respuesta a tan sentida súplica, ordenó poner los caballos al galope tendido para llegar cuanto antes a la quinta, a fin de poner por obra lo que tenía decidido.
A la puerta de la casa los aguardaba el maestresala para comunicarles la buena nueva de que su señor, el gran Abid Muzzafar, había regresado de su campaña contra los de Málaga y le mandaba decir que tendría mucho gusto en que se sentaran a su mesa. «¡Mi hermano!», exclamó gozosa la princesa. Luego miró a Efrén, y al recordar la conversación habida durante el paseo le dijo: «Ha venido mi hermano; os gustará conocerle.» Pero no lo dijo con la misma alegría, y una sombra oscureció su mirada.
Sin tiempo para discurrir, justo para sacudirse el polvo del camino, Efrén se vio sentado a la mesa de la estancia principal, muy hermosa y con un mirador que se asomaba a la ribera del río. También se sentaban Zaynab y Aisa, aunque a distancia prudencial del señor de la casa, como correspondía a las servidoras que, aunque nerviosas, parecían muy dichosas de tener de nuevo a su señor. Y la Paciana, más apartada todavía, mostraba una sonrisa de oreja a oreja, como si se sintiera muy honrada de compartir aquel honor, pero en sus ojos pudo leer Efrén el más negro de los presagios.
El anfitrión, que se hallaba reclinado entre suaves almohadones de pluma de garza, se alzó cortés del asiento y con gran deferencia saludó a Efrén:
—¡Qué honor tan grande sentar a mi mesa a un caballero de don Rodrigo Díaz de Vivar!
Efrén correspondió con una inclinación de cabeza, admirado de la hermosura del caballero, de sus ojos negros, profundos, de su sonrisa distendida y de la aparente delicadeza de sus manos, cuajadas de toda suerte de pedrería. De estatura ambos caballeros andaban parejos, pero el muladí casi le doblaba en corpulencia, sobre todo por la parte de los hombros. Llevaba una barba corta, muy cuidada, y en general vestía a la usanza mora, con una faja de seda muy primorosa de la que sobresalía un puñal curvo, engastado en turquesas y diamantes.
Comenzó la cena con gran pompa de lavatorios de manos y recíprocas cortesías, y con notable benevolencia del señor de la casa, que consentía que las mujeres también interviniesen en la conversación cuando solicitaban permiso. Efrén todavía quería hacerse ilusiones de que aquello podía tener arreglo y cuidaba de mantenerse muy sereno, sin mirar el puñal de turquesas, como si pudiera alcanzarlo antes que su dueño en el caso de que se torcieran las cosas, como efectivamente se torcieron cuando salió el segundo plato, que eran unas volátiles de poco tamaño y escaso aderezo.
—¿Palomas? —se admiró Abid Muzzafar; y dirigiéndose a Efrén añadió—: ¿Os gustan las palomas?
La paloma era manjar impropio de mesa tan distinguida, y aquéllas más aún, pues se las veía entecas de carne, más bien correosas, como es propio de las palomas mensajeras. Eran cuatro, con un hierro curvado en una de las patas, que era el modo del que se servía Efrén para distinguir a sus aves.
Efrén se puso de pie de un brinco, intentó lo que momentos antes le pareciera una locura, y casi consiguió hacerse con el puñal de su huésped; comenzó un forcejeo entre ambos que poco duró pues, como advertidos que estaban, la estancia se llenó de hombres de armas y por un momento pareció que el capitán de la guardia real, fuera de sí, quisiera dar muerte con sus propias manos al caballero cristiano, pero al fin consintió que fueran sus hombres los que se hicieran con él, con no poco esfuerzo, ya que Efrén se libraba de sus brazos una y otra vez, y cuando por fin se alzó con una cimitarra los mantuvo a raya, hiriendo a varios de ellos, ante la admiración de Abid Muzzafar que, casi con pena, puso fin a tan hermoso espectáculo ordenando que le entraran por detrás y le golpearan en el colodrillo con el astil de una lanza.
Para que no quedaran dudas de sus intenciones, dispuso Abid Muzzafar que los sacaran de la quinta y los llevaran en un carro a una fortaleza muy ruin que tenía a media jornada de Granada, hacia la parte de la sierra, y los encerró a los tres en el mismo calabozo. Los tres eran Efrén, la Paciana y el viejo Maksan, que parecía no enterarse de nada. Con el traqueteo del carro recuperó Efrén el conocimiento, pero tardó en darse cuenta de lo sucedido. La cabeza le dolía mucho, era ya noche cerrada y el firmamento estaba cuajado de estrellas. Cuando su vista se hizo a la oscuridad fue cuando advirtió a Maksan, tumbado a su lado, musitando rezos en su habla nativa y ajeno a cuanto le rodeaba. Luego advirtió la presencia de la Paciana, sujeta con correas y con un trapo, por mordaza, en la boca. Intentó hablar con Maksan, pero el anciano, sin hacerle caso, continuó con su salmodia. La Paciana, por el contrario, sí quería hablar, pero no podía a causa de la mordaza. Efrén, que también llevaba los brazos sujetos a la espalda, tentó de acercarse a ella, pero un guardián que se apoyaba contra una de las costanas le pegó un cintarazo y de una patada lo volvió a su sitio.
Llegaron al castillo con el alba, y como si las primeras luces del día iluminaran, también, la mente del anciano, Maksan habló:
—Me temo que era cierto lo del maleficio, aunque sigo confiando que tu estrella ha de poder sobre cualquier maleficio.
Efrén no supo qué decir, ni tiempo les dieron, porque con gran rigor y pocas consideraciones los condujeron a un calabozo muy húmedo situado debajo de la barbacana. Uno de los guardianes le quitó la mordaza a la Paciana y le dijo:
—Ahora, bruja, ya puedes gritar todo lo que quieras.
Pero la mujer, en lugar de gritar, se puso a sollozar y, como si se supiera en trance de muerte, sólo manifestaba muestras de arrepentimiento y decía que todo lo que sucedía era por culpa de su codicia, y le pedía perdón a Efrén, sin que éste alcanzase a saber por qué, puesto que ambos se habían concertado en hacer lo que a todas luces se había torcido.
—¡Pero fui yo, por mi maldita codicia, quien te forzó a meternos en la boca del lobo, pensando que así sacaría más provecho! —se lamentó entre sollozos la mujer.
—Si por boca de lobo entiendes la quinta del Genil, sólo te debo agradecimiento, pues por haber conocido lo que allí he conocido bien vale perder la vida, y cien más que tuviera.
Esto lo dijo Efrén por tranquilizar a aquella desesperada mujer, pero según lo decía sentía que era más cierto que nada en este mundo, porque aunque se temía lo peor, pues bien conocida era la fama de Abid Muzzafar, para nada se arrepentía de lo hecho.
No hubo lugar para más consideraciones porque entró en el calabozo Abid Muzzafar, con gran señorío, acompañado de dos guardianes, uno de los cuales portaba un sillón con bordados en seda, de realce, que se lo hizo colocar en el centro de la pieza, y en él se sentó.
—Éste es el lugar que me corresponde y vosotros no os merecéis uno tan cómodo —dijo con mucha calma, y dirigiéndose a los carceleros les ordenó que los colgaran de unos ganchos que salían del techo, de manera que sólo tocaran el suelo con la punta de los pies.
La Paciana reanudó sus gritos y lamentos, y Abid Muzzafar, molesto, ordenó que le volvieran a colocar la mordaza. De los labios de Maksan no salió una queja, y Efrén habló por él:
—Señor, no sé lo que pretendéis ni si es propio entre caballeros darse semejante trato, pero este anciano tiene contados los días de su vida y a nada conduce el maltrato que le estáis dando.
—¿Y qué os hace pensar que sus días están más contados que los vuestros? —replicó el muladí.
Y como la Paciana, pese a la mordaza, siguiera emitiendo quejidos guturales muy desagradables, se levantó el caballero de su asiento y, con una fusta que llevaba en la diestra, le cruzó el rostro, primero por la parte del cuero y luego con el pomo, que era de plata.
—La próxima vez —le advirtió severo— os cortaré la lengua.
Efrén, sin poder contener su indignación, le increpó:
—¡Sois un cobarde y un miserable, lo cual no es de admirar en un traidor y en un apóstata!
—¡Quién fue a hablar, miserable furtivo sin patria ni religión que se arrima al sol que más calienta! —replicó el muladí muy contenido—. ¡Quién fue a hablar, quien con engaño entra en casa ajena y, faltando a todas las leyes de la hospitalidad, que en nuestra religión es sagrada —esto lo dijo con retintín—, pretende abusar de unas pobres mujeres!
Por un momento pensó Efrén si todo el agravio que merecía aquel castigo sería el haber cortejado a la princesa, pero Muzzafar, como quien no tiene tiempo que perder, pronunció la palabra temida:
—El tesoro.
Guardó silencio, muy complacido al ver el terror reflejado en los ojos de la Paciana, y ordenó que le quitasen la mordaza por si tenía algo que decir. La mujer ofrecía un aspecto deplorable, con el rostro desencajado y ensangrentado a causa del fustazo con el pomo.
—¡Yo no sé nada, os lo juro! —suplicó sollozante.
—Es cierto —medió Efrén—, ella no sabe nada.
—Luego vos sí sabéis, y me lo habéis de decir si no queréis que mate a vuestra madre ante vuestros ojos.
—¿Y por qué creéis que yo lo sé? —fue lo único que se le ocurrió decir a Efrén.
—Porque esta mañana os lo ha dicho este buen hombre sirviéndose del habla aljamía, que no alcanzaba a comprenderla del todo quien os estaba escuchando, pero sí lo suficiente para saber que os daba toda clase de detalles de cómo encontrarlo, pues os señalaba con los dedos hasta siete puntos que hay que seguir para dar con el escondrijo, y esto os lo hacía repetir una y otra vez, y vos dócilmente los repetíais, y ahora os ruego que hagáis otro tanto conmigo.
Y como si no dudara que así había de ser, ordenó salir a los carceleros para que nadie más que él se enterara de secreto tan celosamente guardado.
—Puede que sin vuestra ayuda —prosiguió calmoso— también acabáramos por dar con él, porque ya sabemos que el lugar se llama de Quebrantahuesos, pero como no es nombre extraño por estas tierras, y es de suponer que hay más de uno, es preferible que nos lo digáis vos. Y como nadie da nada por nada, yo os brindo la vida de este anciano, que dicen que ha sido un padre para vos, y la de quien se hace pasar por madre vuestra. Y, por supuesto, la vuestra, con una parte razonable de lo que hallemos, y si eso disgusta a vuestro señor Campeador, descuidad que en mi guardia habéis de tener buen acomodo pues he tenido ocasión de comprobar la destreza con la que os servís de la espada.
—¡Por favor, hijo mío —suplicó la Paciana—, atended a lo que os dice este noble señor!
—Por tu boca ha hablado la sensatez, buena mujer —dijo Abid Muzzafar y, como argumento de mayor fundamento, añadió dirigiéndose a Efrén—: Y en cuanto a mi hermana, la princesa, que me han informado que andáis muy prendado de ella, quién sabe... Los reyes son muy caprichosos, y una vez que las desposan pronto se cansan de ellas...
En ese momento, Maksan, como quien vuelve de otro mundo, habló:
—No hagas caso, mi buen hijo, que por boca de este hombre sólo habla la mentira, y ten por cierto que tan pronto le cuentes dónde se halla el tesoro tu vida valdrá tan poco como vale la mía ahora.
—Favor me haces, buen hombre —dijo Abid Muzzafar—, confirmándome que este caballero sabe lo que yo preciso saber. Pero mal le aconsejáis diciéndole que calle cuando en el callar le va la vida, y a vos también.
Maksan, cuya esquelética figura colgada de los brazos ofrecía un aspecto patético, pronunció una de sus frases preferidas:
—El hombre es efímero e hijo del instante.
—Hagamos ciertas sus palabras —dijo Abid Muzzafar, y levantándose de su recamado asiento se dirigió al anciano, sacó el puñal y, con gran soltura, le dio un tajo en el cuello.
Lo hizo con tal delicadeza y destreza que Efrén no advirtió que el tajo era de muerte hasta que comenzó a correr la sangre a lo largo del cuerpo para formar un pequeño charco en el suelo. La vista de la sangre enardeció de tal modo a Muzzafar que el rostro se le transformó, y con los ojos muy fijos siguió el sanguinolento reguero, con una mezcla de complacencia y sufrimiento; la mandíbula la tenía caída, como si le costara respirar, pero de sus labios sonrientes salían entrecortados sonidos de satisfacción.
Con el cuchillo ensangrentado se volvió hacia Efrén, quien a la vista de aquella mirada enloquecida pensó que era llegada su hora, pero el muladí, sacándose del bolso un pañuelo de seda, muy fino, limpió el puñal, lo volvió a su sitio y comentó:
—Dejémoslo por hoy, no vaya a hacer algo de lo que luego me arrepienta.
—¿Por qué habéis cometido semejante infamia? —reprochó Efrén al verdugo, asombrado de su cruel sinrazón.
—¿Infamia? —se extrañó, a su vez, el muladí—. ¿Creéis que puede haber muerte más dulce que la que he proporcionado a quien de todos modos ya estaba a sus puertas? No penséis que vos vais a tener igual fortuna. Además, os aconsejaba mal.
—¡Señor —le recordó suplicante la Paciana—, mirad que yo le he aconsejado bien y le he dicho que debe seguir vuestro consejo y deciros dónde se esconde el tesoro! Si yo lo supiera, os lo habría dicho.
—Lo tendré en cuenta, buena mujer —dijo Abid Muzzafar—, y ahora os dejo tiempo para que lo penséis.
Los dejó lo que restaba del día y toda la noche siguiente en compañía del cadáver de Maksan, porque Abid Muzzafar gustaba de persuadir por el terror y entendía que semejante compañía les haría reflexionar sobre la seriedad de sus intenciones.
No había pasado una hora cuando comenzaron a aparecer las ratas, primero para lamer la sangre del suelo, pero cuando terminaron con ésta comenzaron a subir por el cadáver y a roer lo que encontraban a su paso, bien fueran ropas, carne o huesos. Eran tiempos en los que las ratas se consideraban animales muy malignos, portadores de la peste y otras enfermedades no menos mortales, por lo que producían gran repulsión y se procuraba combatirlas y mantenerlas lo más alejadas que se pudiera. De ahí que la Paciana, fuera de sí, se pusiera a gritar de forma tan desaforada que Efrén pensó que le iba a volver loco. El dolor que padecía era total; en lo físico sentía que, así colgado, acabaría descoyuntado, y en lo moral no podía por menos de dolerse de la muerte padecida por amigo tan querido, quién sabe si por su culpa. A esto se unía el tormento de la sed, pues bien claro estaba que los carceleros tenían órdenes de no darles de beber, pese a la súplicas de la Paciana.
Al llegar la noche, las ratas, que al principio sólo afluían por las partes bajas de la mazmorra, comenzaron a descolgarse desde el techo, y como si no les bastara con el cadáver de Maksan, tentaron de roer los pies tanto de Efrén como de la Paciana. A ésta ya no le quedaban fuerzas para gritar y se limitaba a suplicarle a Efrén que le quitase aquellos demonios de encima. El joven, con no poco esfuerzo, se balanceaba de un lado a otro para evitar a los roedores y así alcanzaba a golpear el cuerpo de su madrina con los pies para espantarlos. La Paciana, muy cambiada, no hacía más que darle las gracias por lo que estaba haciendo por ella, y cuando con las primeras luces del otro día remitieron los ataques de las ratas le dijo:
—Sé que voy a morir y lo único bueno que he hecho en esta vida ha sido hacerme la ilusión de que eras hijo mío, y eso no sé si será suficiente para que Dios me perdone tanto mal como he cometido en este mundo. Te ruego que reces por mí, tú que eres más puro y estás más limpio que yo.
Efrén se compadeció de ella, pues en su rostro se leía la muerte sin necesidad de que Abid Muzzafar le cortase el cuello, como sin duda era su intención. Trató de consolarla y le dijo cosas que aprendiera en Cardeña sobre la misericordia de Dios con los pecadores arrepentidos, y el ejemplo de Dimas, el buen ladrón, que en situación pareja entró en el paraíso en compañía de Nuestro Señor Jesucristo.
—Arrepentida de mis pecados creo que estoy —manifestó la mujer, contrita—, y no menos de muchas de las cosas que he hecho, excepto en lo de venderte cuando eras niño, tan hermoso, a aquel visir de Granada, que algo mejor nos hubiera ido si me hubieras hecho caso.
Efrén le dijo que de eso también había de arrepentirse, pero la mujer no cedía en ese punto, y como compensación le dijo una cosa muy de su agrado:
—Cuando te veía pasear con la princesa Rucayya temblaba temiéndome que por ahí nos había de venir la perdición, pero al tiempo me gozaba viendo qué pareja tan hermosa hacíais.
—Hacíamos... —musitó Efrén, embargado de dolorosa nostalgia.
—Y quién sabe si la haréis —le consoló la mujer, y le dio un último consejo—: Tú aguanta cuanto puedas, dile a ese malvado que le vas a decir dónde se encuentra el tesoro, pero nunca se lo digas porque ya eres hombre muerto; en eso haz caso de tu padre Maksan, y puede que dé tiempo a que Martín Antolínez y los caballeros de Aledo, advertidos de tu ausencia, vengan a librarte.
Fue su último consejo porque al poco entró Abid Muzzafar y, después de recrearse ante el cadáver del anciano, convertido en una piltrafa, se dirigió a la Paciana y le preguntó si había convencido a su ahijado de lo que le convenía; como la mujer parecía no tener fuerzas para contestar, Efrén suplicó al caballero:
—Os lo ruego; dejadla morir en paz.
Éste, muy alarmado, le levantó el párpado de un ojo, que se mostró casi sin reflejos, y, tomando por agravio el que se muriera sin su ayuda, prorrumpió en juramentos y concluyó:
—¿Morir en paz? ¡De ningún modo! ¡He de hacer lo que está en mi mano para que se vaya a los infiernos, que es lo que se merece esta bruja!
Y sacando su daga comenzó a propinarle cortes en las partes visibles de su cuerpo, como para provocar su dolor y consiguiente desesperación, pero sólo logró que su víctima emitiera débiles gemidos, apenas perceptibles, y cuando vio que la cosa no tenía remedio le aplicó el corte mortal al cuello, por el gusto de ver correr la sangre. Y volviéndose a Efrén, que contemplaba la escena horrorizado, le dijo:
—Os advierto que no consentiré que disfrutéis de muerte tan sosegada.
Y desde ese momento comenzaron a darle tormento, parte del cual consistía en dejarle en compañía de los cadáveres, con la consiguiente multitud de ratas que atraían, y parte en lacerarle el cuerpo con hierros, bien fríos, bien al rojo vivo, hasta que perdía el conocimiento, y entonces lo descolgaban del garfio para que se repusiera, y así poder volver a empezar.
Para estos menesteres, que estaban recogidos tanto en los fueros cristianos como en los moros, los caballeros se servían de sayones y, a lo más, ellos decían por dónde habían de aplicarle la tortura y qué partes del cuerpo debían respetarse, pero Abid Muzzafar, siempre que podía, lo hacía personalmente, pues decía que nadie como él sabía lo que convenía a cada prisionero para que hablase. También decía que estos trabajos habían de hacerse sin perder las formas, y alardeaba de que conseguía el que ni una gota de sangre salpicase sus vestiduras, que gustaba de llevarlas inmaculadas.
Por suerte, su condición de capitán de la guardia real le obligaba a viajar a Granada, y entonces Efrén quedaba en manos de un guardián que, sin ser más caritativo que su señor, se mostraba menos afanoso y le concedía más tiempos de respiro. Éste fue el que al cuarto día retiró los cadáveres de la Paciana y Maksan, no por benevolencia sino porque el hedor trascendía fuera de la mazmorra.
—Por favor, dadles sepultura —le rogó Efrén, pensando que era ya lo único que podía hacer por los que, para bien o para mal, tanto habían sido en su vida.
—No son ésas las órdenes que tengo recibidas —replicó el sayón.
Y los colgó de una saetera de la barbacana para que Efrén, por el único ventanuco de su mazmorra, pudiera ver cómo terminaban con ellos las aves rapaces.
Decidido como estaba a no revelar el secreto, sabía que le esperaba la muerte. Y cada vez que volvía en sí después de los tormentos se lamentaba de que aquel desvanecimiento no hubiera sido el último de su vida. Cuando el que se lo aplicaba era el mismo Abid Muzzafar, en cuya mirada se leía su pasión por la muerte y la destrucción, procuraba provocarle a fin de que en un arrebato le cortara el cuello como hiciera con los otros. A tal fin se atrevió a escupirle al rostro, y Muzzafar sintióse tan ofendido de que el escupitajo ensuciara sus vestidos que a punto estuvo de conseguir su propósito. Pero se contuvo el muladí, limitóse a sacarle la lengua y darle un corte muy doloroso en ella, advirtiéndole que no se la cortaba del todo porque todavía tenía esperanzas de que entrara en razón.
Eso resultaba cada vez más improbable porque Efrén la iba perdiendo con tanto sufrimiento y ya vivía entre el sueño y la muerte. Su sueño preferido era cabalgar a galope tendido hacia las nubes en compañía de la princesa Rucayya, y detrás de las nubes estaba el paraíso, y le daba por pensar si en eso no le llevaría ventaja Maksan, que estaba cierto que allí había de encontrarse con Aisa en forma de hurí, y él quería otro tanto, pero con Rucayya, y no estaba seguro de que en el cielo de los cristianos las cosas fueran así.
Aunque sus guardianes le traían de comer y de beber, la comida no la probaba para morirse cuanto antes, y entonces venía el tormento de embucharle los alimentos cerrándole las narices y forzándole los guardianes a tragarlo. Como cada día se sentía más débil, sus verdugos habían de ser más mirados en sus torturas, y aunque él procuraba conducir su pensamiento hacia las verdades y consuelo que aprendiera en Cardeña, acababa resultando que el mayor consuelo lo encontraba en la compañía de la princesa, que si no podía ser una hurí porque no las había en el cielo de los cristianos, podía ser un ángel, y con eso se conformaba.
Y un día de aquel tiempo sin fin se presentó en la mazmorra la princesa a ver si el amor conseguía lo que no había podido el terror.
Abid Muzzafar adoctrinó a su hermana en los siguientes términos: el caballero cristiano se había introducido en aquella casa con la torcida intención de obtener noticia sobre el paradero de una joya de gran valor, que era sagrada para los musulmanes. Había conseguido su propósito, y su obligación era confesar dónde se hallaba ese objeto sagrado para restituirlo al califato de Bagdad. Por fortuna se había prendado de sus gracias y en ella estaba el hacerle razonar lo que le convenía y hasta prometerle algo de su amor, aunque no todo, porque lo más principal seguía comprometido con el rey de Granada.
A Rucayya le pareció la mejor de las noticias, pues nada sabía del paradero de su enamorado, que de la mañana a la noche desapareció sin que nadie supiera o quisiera dar explicación alguna, o a lo más le decían que habría vuelto con los suyos, como era de razón en un caballero que tantas obligaciones tenía con su mesnada. Y sus dueñas, que algo sabían o intuían por su mayor conocimiento de la vida, le decían que había de olvidarse de él y pensar en cuánta majestad le esperaba como esposa del rey. Pero Rucayya no se lo podía quitar de la cabeza y el dolor de verse abandonada sin una explicación era tan lacerante que sus dueñas llegaron a temer por su salud.
Por eso, cuando supo que no se fue por su voluntad, sintió un gran consuelo y aceptó con gusto el encargo de su hermano, convencida de que por su amor habría de olvidarse de aquella joya sagrada. Y hasta se atrevió a preguntarle si su compromiso con el monarca era irremediable, habida cuenta cuántas doncellas le sustituirían con gusto en tal honor; a lo que Abid Muzzafar contestó: «Sólo la muerte es irremediable; tú aplícate a convencerle de lo que le conviene y luego se verá.»
A Efrén lo adecentaron para recibir la visita de la princesa, limpiándole de excrementos y procurando disimular las heridas con unas ropas muy holgadas que le cubrían de la cabeza a los pies. También lo descolgaron del garfio y lo sentaron en un banco que había adosado al muro, y Efrén se dejaba hacer, sin tan siquiera preguntar el porqué de aquellas atenciones, ya que era de los días en que tenía la cabeza más ida. Por eso, cuando entró Rucayya, no se le pasó por mientes que aquello fuera realidad, sino que el Señor, compadecido de él, le daba el consuelo de presentársela en sus sueños más a lo vivo, todavía, que cuando lo vivían de verdad. Porque entonces tenía como gran logro el tomarle una mano entre las suyas o cogerla por la cintura para ayudarla a subir a la jaca, pero en este sueño Rucayya se le acercó, le tomó la cabeza entre sus brazos y se la colocó muy apretada contra su seno, diciéndole palabras tan tiernas que él nunca pudo imaginar, ni en sus más amorosos desvaríos, que de labios tan hermosos pudieran salir tales delicadezas.
Cuando por fin, y con mucho esfuerzo, la doncella pudo convencerle de que aquello no era un sueño, Efrén no se cansaba de mirarla de arriba abajo, una y otra vez, porque, en contraste con la miseria y fealdad en la que estaba sumido desde hacía un tiempo que no sabía precisar, le parecía hallarse ante la belleza suma y, además, estaba convencido de que era la última vez que disfrutaría de semejante visión en esta vida, porque pese a la espesura en la que se movían sus pensamientos sabía que no era posible lo que pretendía su amada, ya que por encima de todo estaban los juramentos que había prestado como hijodalgo del río Ubierna, amén de que no podía olvidar el consejo de los que le precedieron en el tormento, de que por nada revelase el secreto, pues entonces su muerte sería más cierta todavía. Él la deseaba, y cuanto antes mejor, pero no era propio de la orden de la caballería ser infiel a los suyos por un poco menos de padecimiento en esta vida.
Estas razones tentaba de explicárselas a su amada, pero con gran dificultad porque a la debilidad de su mente se unía la hinchazón de la lengua por el corte que le diera Abid Muzzafar, que le obligaba a balbucear. La joven no sólo no entendía tales razones sino que se desesperaba y hasta mostraba enojo de que fuera a dudar de las promesas que a ella le había hecho hermano tan querido. Por fin, con gran esfuerzo, Efrén le suplicó:
—Dejadme que os guarde en mi recuerdo tan hermosa, y no mostréis enojo, que aunque os hace más hermosa todavía, me hace sufrir pensando que yo soy el culpable de vuestro enfado, y por nada de este mundo quiero yo haceros sufrir.
Abid Muzzafar, que se había mantenido oculto, apareció en ese punto, ordenó salir a su hermana, y cuando se quedó solo con el prisionero procuró hacerle el mayor daño posible, en esta ocasión no en su cuerpo sino en su alma. Para Muzzafar, el asunto del tesoro de la Cueva Dorada era de gran importancia, ya que a costa del ceñidor de la sultana Zobeida pensaba obtener gran provecho, quién sabe si una alianza con los otomanos de Bagdad, para hacerse con todo el Mediterráneo, pero no era el único asunto del que debía ocuparse, ya que las intrigas de la corte de Granada y sus posibles tratos con los almorávides también requerían su atención. Por eso decidió no perder más tiempo en componendas amistosas (ni consentir que su hermana se rebajara suplicando a semejante miserable) e hizo venir a un verdugo de la tribu seluyí muy famoso, pues de él se decía que era capaz de hacer hablar a un muerto. Pero antes de marcharse no quiso que el prisionero se quedara con el consuelo de aquella visita y le fue desgranando, muy por menudo, la burla que habían hecho de él, haciéndole creer que la princesa Rucayya mostraba inclinación por su persona.
¿Cómo podía haber pensado que quien estaba llamada a ser esposa del más grande monarca de al-Andalus y, por ende, madre de reyes había de fijar su atención en un bastardo, hijo de padres desconocidos, que se había pasado buena parte de su vida ora criando cerdos, ora descalzo por los montes tras unas piezas de caza que ni tan siquiera le pertenecían? ¿Cómo no había caído en la cuenta de que todo había sido una añagaza para que por las buenas dijera lo que había de acabar diciendo por las malas? De ahí que le consintieran el dar clase de música con la princesa y que, concertado con Zaynab y Aisa, le hubieran animado a cabalgar con la princesa y cerraran los ojos a lo que no se le escaparía ni a un ciego.
—¿Cómo sois tan necio —concluyó— de pensar que podía suceder algo en mi casa sin que yo lo supiera? ¿Cómo podéis pensar que mi hermana os podía mostrar su favor, a ojos vista, sin mi autorización? Pero luego venían las risas a vuestra costa, viéndoos tan rendido enamorado de quien jugaba con vuestros sentimientos. Necio erais, pero más necio habéis mostrado ser ahora, que si os hubierais mostrado más complaciente con ella y hubierais dicho lo que vais a acabar diciendo de todos modos, algún sufrimiento os hubierais ahorrado, y quién sabe si la princesa, para corresponder a vuestra gentileza, no habría tenido alguna atención con vos.
Escuchó Efrén la perorata, al principio anonadado, sin dar crédito a lo que oía, y a su término, como pensaba que no podía haber verdad alguna en ello, le dio la satisfacción al muladí de insultarlo e intentar agredirlo, lo que permitió a Abid Muzzafar propinarle una paliza que no entraba en sus cuentas. Primero lo golpeó con el puño, haciéndole una incisión en la mejilla con una sortija diamantina que llevaba en su dedo anular, y a la vista de la sangre le entró la furia en él acostumbrada, y ya en el suelo le golpeó con ambos pies, hasta que uno de los guardianes, con mucho respeto, le advirtió que de continuar así acabaría con él de una vez por todas.
En esta ocasión, Efrén no acabó de perder el conocimiento, y como tenía el cuerpo tan macerado apenas sentía dolor por los golpes, y más le dolía que creía oír gritos de la princesa que no sabía de dónde venían, o si sólo estaban en su imaginación.
Para Abid Muzzafar no sería el único asunto al que tenía que prestar atención, mas para la Lince, sí. A través de una criada a la que puso de su parte, como era costumbre en tales casos, seguía día a día lo que sucedía en la quinta, y cuando los encerraron en el castillo hizo otro tanto con uno de los guardianes. De cuando en cuando se atrevía a presentarse ante Abid Muzzafar, en su guarnición de la Alhambra, y no era mal recibida por su capitán, que la tenía por mujer muy útil para esta clase de enredos y escuchaba con gusto su consejo.
Pero cuando las cosas llegaron al punto que llegaron, la Lince se guardó para sí el último consejo, pues bien conocía ella a los caballeros cristianos, sobre todo a los de las mesnadas del Campeador, y en cuánto tenían los juramentos prestados, y que si aguantaban el primer tirón de sufrimientos, ya nada los haría hablar, dándoseles poco de tormentos ni cuanto menos de la muerte, a la que tenían por una hermana que les abría las puertas de la gloria imperecedera.
Cuando, en una de sus visitas a la Alhambra, Abid Muzzafar le dijo lo de traer al verdugo seluyí, la Lince decidió que era llegado el momento de concertarse con el único humano sobre la tierra que conocía el escondrijo y, además, sin pérdida de tiempo pues según sus noticias a poco más de tormento que le dieran se acabarían sus días en este mundo. La Lince era madre de dos hijos, ya crecidos, a los que no quería ver pasando los trabajos que ella padecía, y su sueño era poder comprarles un navío que les sirviera para transportar esclavos entre África y Portugal que, según ella, era negocio muy pacífico y provechoso. Sus parientes de Naciados le decían que si estaba loca, que nadie de aquel pueblo había tenido nunca barcos ni negocios con ellos relacionados, a lo que la mujer replicaba que alguno había de ser el primero, y que ese primero se haría muy rico.
Menuda de cuerpo y vivaracha como una ardilla, nunca tenía pereza para nada, y con un asno no menos vivo que ella se acercaba cada día al castillo para tener noticias del prisionero y, de paso, con su único pero penetrante ojo miraba y remiraba la fortaleza y sus alrededores, y llegó a la conclusión de que estaba muy mal guardada, con apenas una docena de soldados cuya única ocupación era cuidar de un prisionero medio muerto, y por eso era lógico que se pasaran buena parte del día y casi toda la noche dormitando. Primero pensó concertarse con el guardián que tenía sobornado, para entre los dos sacar al caballero de su mazmorra; pero pronto desistió pues aquel hombre servía para darle noticias a cambio de unas monedas, pero era tal el terror que todos ellos tenían por su capitán que ni por todo el oro del mundo harían nada que provocase su terrible cólera.
Y, por fin, la solución le vino por otra criada sobornada que, providencialmente, se había quedado prendada del ermitaño, de quien nadie se acordaba. Mucho había desconcertado al hombre que nada más llegar, aquel a quien estaba decidido a tener por señor y protector hubiera desaparecido sin dejar noticia. Las señoras de la quinta, pasada la primera curiosidad de ver un hombre de aquellas trazas, lo habían mandado a la parte de la servidumbre, y allí hacía los trabajos que le mandaba el maestresala, generalmente de limpiar cuadras y cuidar de las caballerías. La criadita, que era joven y le gustaban los hombres grandes, comenzó a tener atenciones con él, y el ermitaño las agradecía porque había pasado de gustar de la soledad a anhelar la compañía. Para hacer méritos delante de aquella mujer que tan solícita se le mostraba le dijo que cuando volviera su señor las cosas habían de cambiar, pues a su amparo estaba llamado a ser un gran guerrero en las mesnadas del Cid Campeador.
Ésta fue la información que le dio la criada a la Lince, al tiempo que le decía que la princesa había estado un día fuera, en compañía de su hermano, y había regresado con tal desconsuelo que se pasaba el día llorando. Toda la servidumbre sabía que lloraba por el amor del cristiano y a ninguna le extrañaba pues nunca habían visto un caballero tan hermoso, con el rostro atezado, los ojos claros y la cabellera rubia como el oro, y a ninguna le parecía despropósito aquel amor, por ser costumbre que las esposas de sus majestades tuvieran enamorados que las cortejaban, a veces con anuencia de sus dueños, sobre todo cuando eran poetas y se limitaban a cantar sus gracias. Es más, casi era desdoro para una sultana el no tener esa clase de enamorados, y el que éstos llegaran a más o menos en su adoración dependía de la benevolencia del rey.
—Pero ¿llora mucho? —le preguntó incisiva la Lince.
—Día y noche, y no quiere comer ni consiente que le den consuelos ni la señora Zaynab ni la doña Aisa.
—¿Y su hermano, nuestro señor Abid Muzzafar?
—La reprende, aunque no con excesivo rigor, pues con la princesa se muestra distinto que con cualquier otra persona en este mundo.
En aquella ocasión, la Lince demostró que había nacido para algo más que para vender noticias, actuando con la diligencia en ella habitual, pero ponderando todo con mucho fundamento pese a no tener letras ni más escuela que la de una vida aperreada tras unas riquezas que no acababan de llegar. Como primera providencia olvidó el odio que sentía por Efrén, a quien tenía por responsable de la pérdida del ojo, y se dispuso a sacarlo de la prisión pues, cierta como estaba de que sabía dónde estaba el tesoro, le daría su parte, no menos de un décimo, ya que los caballeros del Cid, siguiendo el ejemplo de su señor, nunca dejaban de vacío a quien los hubiera ayudado en una empresa, y cuanto más si en ella les había ido la vida.
Esa misma noche, con ayuda de la criada, le fue fácil entrar en el aposento de la princesa en cuanto dijo que traía noticias de lo único que le interesaba: el caballero cristiano. Y esas noticias no podían ser peores: de allí a pocos días moriría si no lo sacaban de la prisión. «¿Pero creéis a mi hermano capaz de semejante infamia?», sollozó la que no se resignaba a creer en la maldad a la que se había asomado con sus propios ojos. «¿Maldad? —replicó la Lince con maestría insuperable—. ¿Quién habla de maldad? ¿Pensáis que vuestro hermano hace estas cosas por su gusto?» Y le explicó que se veía obligado a hacerlo en su condición de capitán de la guardia real, obedeciendo órdenes del chambelán de su majestad, que a su vez tenía que dar gusto a los de Bagdad. «¿Y qué puedo hacer yo?», preguntó la princesa, desconsolada. «Lo que yo os diga, y quién sabe si no acabaréis dando una alegría a vuestro hermano», la tranquilizó la Lince.
Y lo que hicieron fue presentarse a la caída de la tarde del otro día en la fortaleza de la sierra. El ermitaño iba trajeado como soldado de la guardia real, muy ufano de poder servir tan pronto a su joven señor en empresa tan arriesgada. La Lince, que salvo en lo de la cuenca vacía no tenía mala apariencia, iba vestida como dueña de una doncella tan notable como la princesa. Y ésta iba con su natural majestad, sobre una mula bien enjaezada que el ermitaño había tomado de las cuadras a su cargo; además llevaban dos caballos y el asno con el que se arreglaba la Lince, quien se había cuidado de hacerse escribir por un mozárabe pendolista un documento como los que ella veía en la guarnición de la Alhambra, con su sello de lacre, por el que Abid Muzzafar ordenaba a los del castillo que dieran libre paso a la princesa, su hermana, en compañía de un hombre de su confianza, para que sin impedimento alguno pudiera hablar con el prisionero el tiempo que tuviera a bien.
El oficial de la guardia que dio su permiso para que pasaran fue luego degollado por mal pensado. Porque de primeras se extrañó que a aquellas horas, y con escaso acompañamiento de gente armada, se presentara tan alto personaje, pero luego discurrió que si lo hacían de manera tan desusada, sería porque la princesa estaba dispuesta a entregarse al caballero cristiano para que dijera lo que quería saber su señor. Y no resultaba descabellado el que discurriera así, pues con sus propios ojos vio cómo Abid Muzzafar había consentido el que su hermana se quedara a solas con el prisionero y le tomara en sus brazos y le estrechara contra su pecho, y ahora podía ser el colofón de aquel escarceo. Pero de nada le sirvieron estas razones y Abid Muzzafar mandó darle tormento antes de cortarle el cuello, no sólo por su torpeza de dejar entrar al enemigo en la fortaleza sino por atreverse a pensar tal cosa de su hermana.
En la mazmorra entró Rucayya en compañía del ermitaño, y la Lince se quedó por la parte de la barbacana más próxima al lucernario, con las caballerías, y les decía lo que tenían que hacer, reprendiendo a la princesa por sus llantos y encareciéndole que los dejara para más tarde. La princesa lloraba porque entendió que el socorro llegaba tarde, ya que ni con caricias conseguía que Efrén abriera los ojos, y su respiración era entrecortada, como la de los que van a morir de un momento a otro.
—¡Antes morirá si no lo sacamos de ahí! —la increpó la Lince a través de la claraboya.
El ermitaño, aunque también impresionado por el aspecto de su joven señor, hizo lo que tenía que hacer y, con un hierro que traía escondido entre sus ropas, golpeó el adobe en el que se sujetaba el enrejado del ventano hasta lograr arrancarlo, y por el boquete sacó en volandas a Efrén, entre sus poderosos brazos, y luego hizo otro tanto con la princesa.
Dispuso la Lince que se apartaran presto de allí, Efrén en brazos del ermitaño, y cuando estuvieron a prudencial distancia del castillo ordenó a la princesa que se retornara a la quinta sin temor, que su hermano mostraría comprensión por lo que había hecho. Pero la princesa estaba tan cierta de que Efrén se iba a morir que no quería separarse de él, para que al menos tuviera el consuelo de hacerlo en sus brazos.
—Escuchad, niña mía, puede que nuestro señor Abid Muzzafar se resigne a perder a este prisionero, que en el trance en el que se encuentra de poco le sirve ya; pero en ningún caso se resignará a perder a hermana tan querida, y de no volver a la quinta ha de poner tras nuestros pasos a todos los ejércitos de Granada, y si dan con nosotros, muertos somos. Y en cuanto a lo de morir en vuestros delicados brazos, prefiero que viva entre los robustos de este hombre, que parece que no ha nacido para otra cosa que para acometer esta empresa en la que estamos metidos. Y en cuanto a vuestro enamorado, mirad que respira con más sosiego, como si supiera que ya no se encuentra entre las cuatro paredes de su tormento, y aunque dormido parece que le han entrado ganas de vivir, y tengo yo conocimientos que lo pueden terminar de curar, y vuestra presencia para ese negocio sólo nos sirve de estorbo.
A la débil luz de la luna en cuarto menguante, Efrén reposaba tranquilo entre los brazos del forzudo, con el rostro exangüe pero sereno; la princesa le acariciaba con gran dulzura y no quería separarse de él, hasta que la Lince, que no estaba dispuesta a perder un tiempo que consideraba precioso, le advirtió severamente:
—Sabed, señora mía, que si no estáis dispuesta a iros de grado, os hemos de atar a un árbol para que no podáis seguirnos.
(Luego le confesó al ermitaño que si hubiera sido preciso le hubiera clavado un puñal en el pecho con tal de evitar el estropicio que significaba su compañía.)
Obedeció la princesa haciendo jurar a la mujer que le haría llegar noticias puntuales sobre el estado del caballero, y la Lince le juró cuanto quiso con tal de que se marchara.
De tal modo se transformaba aquel monstruo de maldad ante su hermana pequeña que cuando apareció a la mañana siguiente en la quinta, con la ropa destrozada por las zarzas de un bosque en el que se perdió durante la noche, todo su afán era comprobar que no había sufrido mal alguno, y su cólera la descargó con Zaynab y Aisa, que así habían cuidado de ella. Luego, cuando le llegaron noticias de lo sucedido en el castillo, fue cuando mandó degollar al oficial de la guardia y, por fin, pidió cuentas a su hermana del disparate cometido y la mandó encerrar en sus habitaciones, amenazando de muerte a quien contara algo de lo ocurrido, no fuera a llegar a oídos de su majestad y repudiara a quien tan prendada parecía estar de un miserable caballero cristiano. Pero cuando su hermana le dijo que el cristiano, cuando llegaron, estaba a punto de morir y que si salvaba la vida sería gracias a haber salido de la prisión, no dudó de que decía verdad y comenzó a discurrir cómo podría hacerse con la Lince, ya que estaba cierto de que aquella pérfida pero astuta mujer acabaría conociendo el escondrijo del tesoro.
A tal fin desplegó hombres suyos por la sierra, y también ofreció fuertes sumas a los de Naciados que le dieran noticia de los huidos, pero eso era tanto como buscar una aguja en un pajar, mayormente cuando esa aguja la escondía la Lince, que desde su más tierna infancia había mamado el arte de disimularse entre las espesuras.
Al segundo día de su huida, Efrén abrió los ojos y luego los cerró, parecía que para no abrirlos más, pero para fortuna suya el ermitaño resultó todavía más aventajado que la Lince en el empleo de remedios naturales, que ya le habían dado cierta fama cuando vivía solitario en la colina. El hombre masticaba en su boca unas hierbas que abundaban por aquella serranía, que llamaban crecederas porque hacían crecer la vida, y luego se las metía en la boca del joven, moviéndole con sus manos las mandíbulas, hasta que se las tragaba. Y así, con gran paciencia, hasta que con ayuda de un canuto pudo empezar a sorber leche de cabra, de la que se proveía la Lince en lugares muy apartados.
El gran susto fue cuando, pasados unos días, salió del pasmo pero no reconocía a nadie ni parecía acordarse de nada, y a la Lince le entró una gran angustia temiendo que tanto esfuerzo no habría servido de nada. En tales circunstancias, el ermitaño resultó de gran ayuda, pues tantos años de soledad le habían enseñado a discurrir sobre la condición humana, y así como en las abstracciones (si Dios existía o no existía, si el hombre era espíritu o materia, etcétera) andaba perdido, en las concreciones se mostraba muy práctico, y le decía a la Lince que tuviera calma, contándole de personas que habían pasado por sus manos con ese mal de cabeza y que con cuidados y paciencia habían terminado por recobrar la memoria. «¿Y cuánto puede tardar?», le requería ansiosa la mujer. «A veces días, a veces meses, a veces años», le contestaba el ermitaño, con gran desesperación de la Lince, que sabía que de no encontrar pronto el tesoro y desaparecer con su parte (y con sus dos hijos) camino de Portugal, para armar el navío, estaba perdida, pues Abid Muzzafar no había de parar hasta dar con ella, siendo de imaginar lo que la esperaba cuando eso ocurriera.
Por fortuna, pasados veinte días, una mañana muy cálida, vísperas del verano, despertó Efrén, vio a su lado al ermitaño y, con gran sosiego, le preguntó:
—Amigo, ¿qué hacéis aquí?
Y cuando vio a la Lince hizo ademán de levantarse para apartarse de ella, pero el ermitaño le tranquilizó:
—Ahora es también amiga; por su interés te ha salvado la vida, y amiga es.
Se pasó otros dos días, entre dudas y vacilaciones, haciéndose repetir por el ermitaño, una y otra vez, lo que había sucedido, y éste se lo contaba, excepto en la parte que había tenido la princesa, pues la Lince le decía al ermitaño: «Como sepa el amor que ella le profesa, y que ha tenido en poco su vida y su honra por salvarle, seguro que por librarla de las garras de su hermano, a quien tiene por un demonio, hará cualquier locura, querrá volver a Granada y muerto es. Y entonces ¿qué será del tesoro? ¿Qué de vuestras ilusiones?» Porque la Lince, advertida de la decisión que mostraba en servir al joven cristiano, le había contado lo del tesoro y la gloria que a él le cabría por ayudar a encontrarlo, y cómo serían recibidos en Castilla con tan preciado presente, y que por menos de eso más de uno había sido armado caballero.
Y el ermitaño, como si quisiera resarcirse de tantos años perdidos, soñaba en que las cosas habrían de ser como las contaba aquella avispada mujer y ponía tal empeño en que todo saliera bien que él solo se bastaba para hacer las guardias, buscar cárcavas y cuevas en las que refugiarse por la noche y hacerse de comida, robándola si era preciso. Y cuando Efrén, por fin, recobró su ser, le cuidaba como una madre, y en pocos días consiguió que se valiera por sí solo. Pero no consiguió que recuperase un ápice de su alegría anterior, porque de todos los tormentos y vejaciones padecidas durante tan largo encierro sólo le quedó el recuerdo de las afrentosas palabras de Abid Muzzafar cuando, sañudamente, le dijo cómo su hermana jugaba con sus sentimientos para luego hacer burla de ellos.
Un día le preguntó a la Lince:
—¿Qué sabes de la princesa Rucayya?
—Está con su hermano, preparando sus nupcias, como no podía ser menos —le contestó la mujer sin mentir pero sin decir toda la verdad.
Efrén quedó sumido en una profunda tristeza, de la que nada ni nadie era capaz de sacarle. Cuando Abid Muzzafar le escupió al rostro aquellas palabras de burla se resistió a creerlas, mas luego, por la mucha sangre perdida, le entró una enfermedad, entonces conocida con el nombre de melancolía, que consistía en un predominio de los sentimientos tristes, que venía muy bien a los poetas para hacer sus versos pero que en los caballeros los podía llevar a la desesperación y el suicidio.
La Lince, aunque ya no le guardaba rencor por lo del ojo, se alegró y aprovechó de ese mal porque, como al joven caballero todo le daba igual, tampoco le importó ir en busca del escondrijo. «Mira —le susurraba en sus desvelos nocturnos la Lince con mucha malicia— que si a ti se te da ya poco de esta vida, debes cuidar de cumplir tus juramentos de caballero del Cid, que está aguardando el tesoro para acometer grandes hazañas que quizá te ayuden a quitarte esa tristeza. Y por mí no temas, que me he de conformar con lo mismo que la Paciana, que según me dijo era un décimo, aunque yo merecía más pues también te he salvado la vida; por favor, no lo olvides.» Pero era tal la melancolía de Efrén que hasta oír el nombre de la Paciana le hacía llorar.
Por fin, un día le requirió el ermitaño:
—¿Es cierto que te comprometiste con nuestro señor Campeador a poner de tu parte para encontrar el tesoro de Zobeida? —Y ante el lánguido asentimiento de Efrén prosiguió—: Pues entonces cumple como caballero.
—¿Y eres tú quien me decía que lo mismo daba blanco que negro, y que todo en la vida era dejarla pasar sin molestar a nadie y sin que nadie te molestara? —le replicó el joven sin excesivo énfasis.
—Cierto que era el que ya no soy, y para remediar lo que nunca debí ser es para lo que me aplico, y te ruego que pongamos por obra lo que conviene a quien tanto honor debes.
—Sea —dijo Efrén.
Y aquel mismo día tomaron el camino de Quebrantahuesos, con algún apuro por las partes bajas, en las que rondaban hombres armados de Abid Muzzafar, pero en cuanto llegaron a los ventisqueros no había una alma y se podían mover con gran soltura, y si Efrén se cansaba, la Lince le rogaba al ermitaño que lo tomara en sus brazos y siguieran caminando. De los caballos sólo les quedaba uno, pues el otro se lo tuvieron que comer, y en cuanto al asno había perdido dos herraduras y se manejaba con dificultad por aquellas asperezas. Pero a la Lince de tal modo le brincaba el corazón viendo que sus sueños estaban en trance de cumplirse que tiraba de todos ellos y apenas les consentía dormir unas pocas horas por la noche. En una ocasión en la que el asno se negaba a cruzar una torrentera que apenas llevaba agua, le tomó ella entre sus brazos, con gran admiración del ermitaño, que no alcanzaba a comprender que en cuerpo tan enjuto se encerrase tal vigor. Efrén no se admiró porque no se admiraba de nada, ya que su mente sólo la tenía para la adorada figura de la princesa Rucayya, que a veces se la imaginaba tierna, como siempre había sido con él, y se ponía a llorar con tan dulce recuerdo, y otras se la imaginaba altiva y burlona, como se la había presentado Abid Muzzafar, y también se ponía a llorar.
(La princesa, en su encierro de la quinta, también lloraba, porque los soldados de Abid Muzzafar encontraron un cadáver en la sierra y, para justificarse ante su señor, dijeron que por las trazas parecía ser el del caballero cristiano, y aunque nadie pudiera asegurarlo convino a su hermano darlo por cierto para que Rucayya se olvidara de una vez por todas de tan disparatado capricho.)
Mucho se dolía el ermitaño viendo llorar a quien recordaba tan entero, y tentaciones le daban de contarle la parte que tuvo la princesa en su liberación, pero la Lince lo sujetaba y le decía que no podían echarlo todo a rodar cuando estaban a las puertas de alcanzar el sueño que tantas vidas había costado. Y por fin lo alcanzaron.
La noche que durmieron al pie de Quebrantahuesos, la Lince, fuera de sí, le rogó a Efrén que le dijera cómo encontrar el tesoro, no fuera a darle otro vahído de memoria, como el pasado, y todo aquel esfuerzo resultara inútil. Y en su zozobra interior llegó a ofrecerle que, si se lo decía en ese mismo momento, estaba dispuesta a conformarse sólo con la mitad de un décimo. A lo que Efrén replicó:
—Con la mitad de un décimo te has de conformar de todos modos, pues eso era lo concertado con la Paciana.
—¿Y tu vida? —se encrespó la Lince—. ¿Es que acaso no vale otro tanto?
—¿Mi vida? Flaco favor me has hecho salvando mi vida, excepto en lo del tesoro que pueda ayudar en algo al más noble caballero de la cristiandad, porque en cuanto a tu parte, mucho me temo que sólo te va a servir para ser peor de lo que ya eres.
—¿Es que hay algún mal —se dolió, sincera, la Lince— en que una madre quiera que sus hijos no padezcan lo que ella ha tenido que padecer?
—Perdóname, mujer —se excusó Efrén—, que no sé lo que me digo, pero hasta mañana no he de hablar.
Al otro día, sin una vacilación, fue cantando las señas que le diera Maksan —llorando cada paso con el recuerdo del amigo querido—, y el ermitaño y la Lince contaban los pasos de una piedra a otra, cuidando que no fueran ni muy grandes ni muy menudos, y le preguntaban a Efrén cómo tenía los pies su protector, y éste sólo acertaba a decirles que muy recios y bien arqueados, pero que no recordaba si grandes o pequeños. Cuando llegaron a la séptima y última referencia les entró una desazón muy grande (a la Lince y al ermitaño) porque de todo aquel paraje les pareció el lugar más inapropiado para esconder un tesoro; se trataba de un bajío de piedra, a manera de meseta llana, sin fisura de clase alguna, y no se entendía cómo se podría entrar a la que pudiera haber debajo. Tentó el ermitaño con sus prodigiosas fuerzas de moverlo valiéndose del mismo hierro que sirvió para salir de la prisión, y saltaban chispas, pero el bajío no se movía. A la Lince le entró tal desesperación, temiendo que todo había sido burla del viejo, que rompió en denuestos contra él y acabó blasfemando, lo cual sacó de su indiferencia a Efrén, que dijo a la mujer:
—Ten por cierto que si Maksan ha dicho que aquí está el tesoro, es que está, porque por su boca no hablaba la mentira como por la tuya. Y la próxima vez que te atrevas a hablar mal de él, por los clavos de Cristo que te he de arrancar la lengua.
Y con mucha paciencia se puso a tantear con los dedos los bordes de la gran laja, animando a los otros dos a hacer lo mismo, hasta que el ermitaño dio con un vano por el que metieron el hierro y, sin demasiado esfuerzo, consiguieron remover la piedra. A continuación quitaron un poco de tierra y aparecieron varios sacos de distintos tamaños, que casi no se atrevían ni a tocarlos. La Lince fue la primera que se bajó al hueco a abrirlos, comenzando por los más grandes, que contenían armas con pedrerías y vestiduras recamadas con hilos de oro, y cuanto más chicos eran los sacos mayor era la riqueza que contenían de aljófares, turquesas, amatistas, filigranas de oro y plata, y también monedas de una y otra clase, y por fin, del más pequeño, de cuero repujado y que contenía un estuche de oro, sacaron el ceñidor de la sultana Zobeida, que les dejó embargado el ánimo pues, aun no siendo ninguno de los tres versados en piedras preciosas, comprendieron que no podía haber cosa igual en el mundo entero. Con ser mucho el oro del que se componía, apenas se veía entre el fulgor de los diamantes, algunos del tamaño de un huevo de paloma, de los más grandes, y las hileras de perlas se enlazaban unas con otras haciendo juegos de luces que cegaban la vista. No pudo resistir la Lince la tentación de ceñírselo a la cintura, siendo tal el peso de aquella singular joya que necesitó la ayuda del ermitaño; le daba dos vueltas a su cintura, lo que confirmaba la afición del sultán Harún Ar-Raxid por las mujeres de formas opulentas.
—Es tal la riqueza de este sartal —musitó la Lince acariciándolo— que aunque me llevara todo el resto no alcanzaría al quinto que me es debido.
—Eso se verá —dijo el ermitaño que, con gran diligencia, iba extrayendo sacos y distribuyendo su contenido en montones de pareja condición: armas por un lado, vestiduras por el otro, monedas de oro o de plata, turquesas, aljófares, amatistas y filigranas, con gran serenidad, como si no hubiera hecho otra cosa en su vida que manejar riquezas.
Por contra, la Lince las acariciaba una y otra vez, las miraba a contra luz y se le escapaban gemidos de placer que desconcertaban a los dos hombres.
Según hacían este trabajo, el ermitaño echaba cuentas de lo que se había de llevar la Lince y lo que había de quedar para el señor Campeador, y también cómo se las habían de arreglar con el asno y el caballo para apartar el tesoro de allí lo antes posible, siempre con el temor de la sombra de Abid Muzzafar.
Conforme avanzaban en este trabajo y tomaban conciencia de la magnitud de tanta riqueza, mayor era la tristeza que le embargaba a Efrén, pues había soñado en compartir aquella gloria con quien a la postre había resultado que se burlaba de él.
—¡No tal! —clamó el ermitaño cuando Efrén no pudo por menos de lamentarse en voz alta—. Que esa doncella nunca se ha burlado de ti y, por el contrario, ha arriesgado cuando menos su honra por salvar tu vida. Los únicos que nos hemos burlado de ti hemos sido nosotros pensando que con ello te hacíamos un bien, mas ahora no estoy seguro de haber acertado y te pido perdón.
Esto sucedía al filo del mediodía y dos horas más tarde el ermitaño todavía tenía que sujetar a Efrén, que quería matar a la Lince por considerarla principal artífice de un engaño que a saber si no habría costado la vida de la princesa. La mujer le porfiaba una y otra vez que Abid Muzzafar en ningún caso haría daño a su hermana, a lo que Efrén replicaba que cuándo se había visto que el demonio no hiciera daño a cualquier alma pura que estuviera a su alcance. En ocasiones, su furia se dirigía contra el ermitaño, por haber consentido en el engaño, y le golpeaba con ambos puños, y el hombre le dejaba hacer para que se desahogara, hasta que el joven caballero, exhausto, se quedó dormido, parecía que traspuesto por el dolor, pero cuando al cabo de una hora se despertó parecía otro. Lo primero que dijo fue:
—Hay que determinar lo que conviene hacer.
—Lo primero de todo —se atrevió a opinar el ermitaño— es apartarnos de aquí.
—Y lo segundo —sentenció Efrén, dirigiéndose a la Lince— es que esta mujer tome su parte y se vaya porque no quiero volver a verla nunca más.
A la Lince no la disgustó ese pronto, pues estaba deseando poner por obra sus sueños y no le interesaba seguir implicada en enredos de caballeros enamorados. De todos modos, por principio, protestó:
—¿Así me pagas el que gracias a mí estés vivo?
—Cierto, pero muerto estaría si te hubieran salido las cosas como las tenías pensadas. No quiero que la próxima vez aciertes a la primera y me cueste el cuello. Por favor, vete antes de que me arrepienta, que no quiero verte más.
Y no la vio nunca más porque la Lince consiguió llegar a Naciados sobre su humilde asno, como si fuera una pobre mujer, sin que nadie pudiera imaginar la riqueza que escondía en sus alforjas. En Naciados tomó a sus hijos y se fue hasta el sur de Portugal, donde armó un navío, primero para traer esclavos de África, pero luego lo dedicó a la piratería que, aunque arriesgado, era negocio más provechoso y hasta mejor considerado, pues se concertó con un conde cristiano del Algarve, de manera que cuando depredaba los navíos moros lo hacía en servicio del citado conde que, a su vez, se debía al rey de Galicia. No la vio nunca más, pero mucho oyó hablar de ella pues fue la primera mujer en la historia que se dedicó a la piratería y, cosa curiosa, muchos de sus tripulantes los hizo venir de Naciados y resultaron todos muy buenos marineros, pese a que nunca antes habían visto el mar ni imaginado cómo pudiera ser. Llegó a tener una flota y muchas riquezas, pero acostumbraba a decir que cambiaría buena parte de ellas (todas no) por el ojo tan injustamente perdido.
La noche en la que se separaron de la Lince, el ermitaño le rogó a Efrén:
—Llámame Juan, que es mi nombre, y trátame con llaneza porque ahora soy menos que tú, la prueba es que antes he consentido que me pusieras las manos encima sin protestar, como corresponde al servidor con su señor.
—Perdóname —le contestó Efrén—, pero comprende mi dolor pensando lo que puede haber sido de la mujer que para mí es más que un ángel.
—¿Y no te sirve de algún consuelo saber que te ama, en lugar de creer que te desdeñaba y hacía burla de tu amor?
—Más de lo que te piensas, que el corazón me brinca sólo de pensar que cuando me miraba con ternura era amor y no fingimiento; por eso sólo me compensa de haber venido a este mundo, aunque mañana hubiera de morir.
Le decía cosas como éstas, cada vez más encendidas, sin que las lágrimas volvieran a fluir de sus ojos, y como si en un santiamén hubiera recuperado las fuerzas, dispuso que se pusieran en marcha sin miedo a la noche, pues bien conocía él aquellas quebradas, y determinó que lo primero era poner el tesoro a buen recaudo, pero como el castillo de Aledo caía muy largo y los obligaba a atravesar territorios que no estaban bajo el protectorado del rey Alfonso, discurrió dejarlo en depósito en un lugar respetado por moros, cristianos y hasta por los mismos judíos: el monasterio benedictino de Orce.
En aquel siglo eran considerados estos monasterios como lugares sagrados en los que sólo tenían cabida hombres que fueran muy de Dios, y por eso los respetaban también los de las otras religiones, porque Dios sólo había uno y aquellos santos varones, con sus oraciones y sacrificios, procuraban contentarlo de los desaguisados que se cometían extramuros de sus conventos, amén de que siempre se mostraban dispuestos a ayudar a los necesitados sin mirar el color de su piel ni la religión que profesaran, o el que no profesaran ninguna.
El de Orce estaba en una linde de Granada, en tierra de nadie, porque era considerada de Dios y Dios no era de nadie porque era de todos. Su abad, dom Baraquisio, había sido novicio de dom Sisebuto de Cardeña, de quien era devotísimo, y de eso se valió Efrén cuando se presentó con el tesoro porque, de primeras, el abad le advirtió que, conforme a la regla, no podía haber riquezas dentro de los muros del convento, pero cuando Efrén le dijo que él también había sido pupilo del santo abad de Cardeña y para quién iban destinadas aquellas riquezas se puso en razón a fin de arbitrar una solución que, sin faltar a la regla, diera satisfacción a la justa pretensión del joven caballero de que aquellas riquezas no fueran a caer en manos de quien pudiera hacer un mal uso de ellas. Y la solución fue guardarlas en una cueva de la que se servían para conservar el vino que estaba en el patio exterior, fuera de los muros conventuales, pero muy bien pertrechada con una puerta de hierro que siempre la traían candada. Ante un escribano eclesiástico levantaron una acta detallada de las riquezas que allí se depositaban, quién era el que las depositaba y cuál había de ser su destino. Cuando salió a la luz el ceñidor de la sultana Zobeida produjo el natural pasmo entre los presentes, y dom Baraquisio hizo señas de la cruz diciendo que por nada de este mundo quisiera ser dueño de semejante joya, que parecía inventada por el demonio para perdición de los hombres.
Desde aquel día dispuso el abad que los monjes más devotos del monasterio se turnaran en hacer guardia, sin dejar acercarse a nadie a la cueva, y orando y mortificándose, en primer lugar, para que se llevaran de allí cuanto antes aquella semilla del demonio y para que los que hubieran de servirse de ella lo hicieran para mayor gloria de Dios y bien de las almas.
Cumplido lo cual, Efrén preguntó al ermitaño:
—¿Tienes alguna duda de que he sido fiel a los juramentos que presté a mi señor Campeador y que he hecho cuanto estaba en mi mano para pagarle lo mucho que le debo?
—Con exceso, mi señor.
—Pues ahora procede que cumpla la deuda que tengo con quien ha arriesgado su vida por mí.
Y con el vértigo de la locura contrató vendedores de noticias que hicieron correr por todo el reino de Granada la noticia de que él, Efrén de la Santa Cruz de Moya, hijodalgo del río Ubierna, caballero del Cid Campeador, desafiaba en lid singular de caballeros armados a Abid Muzzafar, capitán de la guardia real de su majestad el rey Abdalá, por felón y por traidor, indigno de ostentar tal alto cargo, como estaba dispuesto a demostrar con la fuerza de su brazo, ya que contra todo principio, siendo él un caballero, vasallo del emperador de Castilla y León, Alfonso VI, protector de ese reino, lo había tomado preso y vejado, poniéndolo en trance de muerte, con lo cual había agraviado no sólo a su persona sino a la más excelsa de su majestad cristiana al tratar así a un vasallo suyo, y que todo ello juraba que había sido así sobre los libros sagrados, y que si juraba mentira, dispuesto estaba a morir a manos de aquel a quien desafiaba.
Todo esto lo redactó de su puño y letra en lengua romance y en árabe, y el escrito lo hizo llegar por medio de un vendedor de noticias al mismo palacio de la Alhambra, y al tiempo envió otro mensaje a la fortaleza de Aledo, al caballero Martín Antolínez, en el que le decía: «Descuidad que el pájaro está en la jaula y no se ha de escapar de ella, viva yo o muera.»
Desde los tiempos de los godos, estos duelos despertaban gran entusiasmo entre las gentes, desde las más humildes hasta las más nobles, y cuando tenían lugar entre caballeros principales se convertían en ocasión de festejo. Cierto que desde que la Iglesia había puesto en entredicho su licitud habían remitido en su frecuencia, pero sin desaparecer del todo, pues había obispos que los consideraban un mal menor, sobre todo cuando con ellos se evitaban encuentros armados en los que pudieran morir inocentes.
Como era de prever, poco tardó en llegar la noticia al Cid Campeador, que andaba guerreando por la parte de Valencia, decidido como estaba en hacerse con aquel reino, dándosele poco de que los almorávides le hicieran saber que no se lo habían de consentir, y dispuestos estaban a subir por todo el Levante, arrollando cuanto encontraran a su paso.
De primeras tuvo un arrebato de cólera y clamó:
—¿Cómo se atreve a desafiar a nadie sin mi permiso? ¿No sabe acaso que nuestra Santa Madre la Iglesia no ve con buenos ojos tales encuentros?
—Tampoco los veía, mi señor, cuando os batisteis en lid singular con el conde de Lizarra ni con el moro Háriz de Medinaceli —le recordó Alvar Háñez Minaya, que no podía por menos de sentirse orgulloso de aquel a quien él había formado como caballero.
Hizo el Campeador gestos de compunción, como si se arrepintiera de su vida pasada, pero todos sabían que si se le presentaba la ocasión, de nuevo estaría dispuesto a batirse en lid singular. Y su enfado acabó por disiparse del todo cuando comenzaron a llegar noticias de que, aparte del agravio a su majestad, había por medio una doncella cristiana a la que habían obligado a renegar de su fe para poder casarla con el rey Abdalá.
—¿Y qué va a conseguir con ese duelo? —preguntó el Campeador.
—¿Cómo que qué va a conseguir? —se encrespó doña Jimena, que al igual que todas las damas de su corte seguían emocionadas aquella hermosa historia de amor que llegaba hasta ellas en versiones muy diferentes, pero todas coincidentes en el amor que se profesaban ambos jóvenes—. Si muere ese miserable, puede que su hermana no se vea obligada a contraer tan vil matrimonio.
Doña Jimena no se conformaba con estos desahogos, sino que encarecía a su egregio esposo que hiciese valer su influencia para que el rey de Granada dejase en libertad a la joven princesa. Pero el Campeador le hacía ver que la protección del reino de Granada la ejercía, en nombre del rey Alfonso, García Ordóñez, el Boquituerto, que por nada de este mundo estaría dispuesto a favorecer nada que viniera de él o de alguno de sus caballeros.
En éstas llegó la respuesta de Abid Muzzafar, quien, muy despectivo, dijo que ni su lanza ni su espada podían cruzarse con la de un caballero que de tal sólo tenía el nombre, pues no se le conocía ninguna hazaña, como no fuera la de intentar engañar a pobres mujeres y seducir a una doncella indefensa, y que si su majestad el rey Alfonso creía haberle agraviado en la persona de uno de sus vasallos, dispuesto estaba a batirse en lid singular con un caballero del rey que fuera su igual, tal como el Cid Campeador.
Este desafío, que a la vez era manifestación de soberbia, no merecía respuesta pues ningún fuero, ley o costumbre lo justificaban, y bien lo sabía Abid Muzzafar, quien, pasado el tiempo prudencial, hizo llegar al caballero Efrén de la Santa Cruz de Moya el siguiente envite: puesto que su desafío no había tenido respuesta, había de entenderse que el rey Alfonso no lo tenía por vasallo que mereciese darse por ofendido y en tal caso ¿por qué había de batirse un capitán de la guardia real con un caballero sin título alguno? ¿Qué provecho había de sacar él de todo ello? Sólo lidiaría en el caso de que hubiera una causa noble que lo justificara. Que, por favor, discurriera cuál pudiera ser esa causa.
Esto lo decía por escrito, pero el mensajero que se lo llevó le hizo saber que su señor entendía como causa suficiente el ceñidor de la sultana Zobeida, joya sagrada para los musulmanes que bien merecía arriesgar la vida por ella.
Aunque unos y otros andaban en guerra, los del Cid con los moros de Valencia y los de Granada con los de Málaga, la posibilidad de esta lid de caballeros armados, con apuestas de personas y riquezas por medio, exaltó mucho los ánimos, porque guerras las tenían siempre, pero desafíos tan singulares cada vez eran más infrecuentes.
Antes de hacer su envite, Abid Muzzafar se había presentado muy sumiso ante el rey Abdalá para decirle que se mostraba dispuesto a arriesgar su vida por que retornase al islam el ceñidor de Zobeida a cambio de la princesa Rucayya si no salía vencedor. Mucho le costó a su majestad disimular su alegría para no ofender al temible capitán de su guardia, pero las nupcias con la joven doncella no le hacían especial ilusión, e incluso le contrariaban por la enojosa obligación de tenerse que esforzar en haber descendencia de ella, mientras que la posibilidad de conseguir la sagrada joya le parecía como un sueño que le permitiría concertarse con sus hermanos de Bagdad para que vinieran en su ayuda, bien contra el rey Alfonso, que cada vez le apretaba más con las parias, o contra los almorávides, que le cercaban predicando una guerra santa contraria a la música, a la poesía, a los vinos, a las riquezas y a todo lo que hacía grata la vida de los moros españoles. Aparte de que le parecía impensable que su capitán, guerrero y lidiador glorioso, pudiera salir perdedor ante un caballero desconocido en esas lides. De todos modos, fingiendo un gran dolor, dijo a su capitán:
—Sólo la confianza en la fuerza de tu brazo y la gracia de Alá, el Profeta sea contigo, me obligan a arriesgar el perder el amor de la bellísima Rucayya..., pero ¿crees que los cristianos lo aceptarán?
Esto lo dijo con sincera duda porque era obvia la desproporción entre una doncella que, por bella que fuera, había muchas como ella, mientras que era sobradamente sabido que aquel ceñidor era único en el mundo.
—Considerad, mi señor —le razonó Abid Muzzafar—, que para ellos es una alma también la que está en juego, pues en su vesania e idolatría entienden que sólo su religión es la verdadera y que mi hermana, al abandonarla ya para siempre por casar con vuestra majestad, se condena a los infiernos.
El rey Abdalá gustaba muy poco hablar de religión y autorizó a su capitán para que actuara conforme considerara conveniente, y lo primero que éste consideró conveniente fue obtener compensaciones por el riesgo que iba a correr. «Si pensara que ibas a correr algún riesgo no te permitiría lidiar», le dijo su majestad. Aunque Abid Muzzafar era del mismo parecer, replicó humilde: «Nunca se sabe, mi señor.» Y su majestad le ofreció un saco de oro y el señorío de la región de Guadix, que era de las más ricas de Granada.
Abid Muzzafar, que había soñado con disponer de todo el tesoro de la Cueva Dorada, entendió que no salía mal parado, pues aquellas riquezas bien administradas quizá le permitieran hacerse con algún reino de taifas, y por menos habían comenzado algunos que luego llegaron a sultanes.
Cuidó Abid Muzzafar de hacer correr la noticia del envite de manera que pareciese que si los cristianos no lo aceptaban, era porque tenían en más una joya que el alma de una joven doncella forzada a apostatar.
—¡No tal! —clamó Martín Antolínez—. ¡Es un disparate! ¡Se llevarán el ceñidor, la doncella seguirá su suerte y perderemos a uno de nuestros mejores caballeros!
—Si es uno de nuestros mejores caballeros, ¿por qué piensas que de ningún modo puede salir vencedor en el palenque? —dijo Alvar Háñez Minaya, que era quien mejor conocía la destreza con las armas de Efrén; y añadió—: Además, si no se le consiente combatir, lo perderemos igual, porque es tal su tristeza que dice que ha de profesar como monje.
—En tal caso —intervino el Campeador— nada se pierde, pues será Dios quien gane.
Esta reunión la sostenían los caballeros del Cid, con gran solemnidad, en la soberbia tienda de pieles de oso, sin la presencia de Efrén, a quien habían ordenado que permaneciese en Aledo, al amparo de la hospitalidad del conde García Jiménez, con quien jugaba cañas cada día. Este conde era muy entusiasta de las lides singulares y entendía que el joven caballero había sido suficientemente ofendido y se le debía reparación. En cuanto a lo del ceñidor, puesto que no lo había visto con sus propios ojos, lo consideraba una joya más, que por rica que fuera nunca podía valer lo que el honor de un caballero cristiano más el alma de una doncella. Por eso con gusto jugaba lanzas y cañas y le hacía montar a Efrén en sus mejores caballos, para que viera cuál era el que más le convenía.
Martín Antolínez, tan pronto como supo dónde se guardaba el tesoro, dijo que bien estaba donde estaba, pero dispuso una guardia de hombres armados, además de la de los monjes rezadores, porque a Dios rogando pero con el mazo dando. Se ocupó en persona de organizar esa guardia y se hizo acompañar por el judío Ben Elifaz, que cuando vio el ceñidor de la sultana se quedó sin habla. «¿Cuánto entendéis que puede valer?», le preguntó el infanzón de Orbaneja. «¿Quién puede entender de semejante locura? —le contestó el judío—. Pero dejadme algún tiempo y veremos quién puede disponer de caudales suficientes para atreverse con los aguijones de este escorpión.»
Por eso Martín Antolínez era de los que tenía por insensatez someter a lid singular tan inmensa riqueza, que les pertenecía por derecho de hallazgo de tesoro escondido, y fue quien solicitó la reunión de los caballeros de la hermandad, bajo la presidencia del señor Campeador, para que de ningún modo se aceptara el envite.
Los caballeros discutieron con pasión, pero guardando las formas, y el Campeador escuchaba a unos y a otros, y por último dejó hablar al obispo don Jerónimo, invitado a la reunión por haber almas en juego, quien, citando a san Agustín, primero en latín y luego en romance, dijo que el alma de una sola criatura de Dios valía más que la creación entera. De paso aprovechó para hacer un menosprecio de las riquezas de este mundo y reprender a los caballeros por su codicia.
—Sea —concluyó el Campeador—, ya hemos oído la voz de la Iglesia.
—Bien sabéis, mi señor —intervino Martín Antolínez, intentando moderar su indignación—, que no es ése el parecer de dom Sisebuto, que se muestra muy contrario a las lides singulares de caballeros armados.
—Se lo haremos saber —concedió el Campeador—, pero entretanto cuidemos de que nuestro caballero esté bien preparado.
Cuando se levantó la reunión, el conde Peláez, también muy despectivo de las riquezas, le dijo a Martín Antolínez: «Estás perdiendo el tiempo, hermano. Puede que vuestro buen parecer acabara prevaleciendo sobre el de nuestro belicoso obispo, pero no sobre el de doña Jimena, que si bien gusta de las joyas, más gusta de las historias de amor.»
Este conde Peláez, que era muy buen guerrero, fue de los que marchó al castillo de Aledo a romper lanzas con Efrén, por lo que pudiera suceder.
Y Martín Antolínez de los que mandó mensajeros al monasterio de Cardeña para que informaran a su abad de cómo el Cid Campeador se mostraba dispuesto a ser consentidor de un duelo con apuestas por medio.
El alma que estaba en juego, según Ermelinda la gallega, no era la de la princesa Rucayya (que, encerrada en la quinta del río Genil, fue la última en enterarse de lo que se tramaba), sino la de Efrén de la Santa Cruz.
Andaba el joven caballero con los habituales ejercicios de guerra a que le tenían sometido los dos condes, el de Peláez y el de García Jiménez, cuando Juan el ermitaño le anunció que una extraña mujer, que traía el rostro cubierto pero que por sus proporciones más parecía un hombre, solicitaba su audiencia. A Efrén le dio un vuelco el corazón y acertó: se trataba de Ermelinda la gallega, enviada por el abad dom Sisebuto a causa del mensaje del infanzón de Orbaneja.
El rostro de la mujer seguía ofreciendo aquella tersura que le confería un aire mágico, en extremo atractivo, y el joven caballero cayó rendido a sus pies, besando sus manos con verdadera unción.
—En el trance en el que me encuentro —le confesó con un nudo en la garganta— nada me podía ser tan grato como tu presencia.
—Mira —le advirtió la mujer mientras le alzaba del suelo y le acariciaba con mucho amor las mejillas— que vengo de parte de dom Sisebuto.
—Mejor aún, mi señora, pues nunca he conocido ni creo que conoceré a un varón tan santo y tan amante de la justicia como él.
—Mira —prosiguió la mujer— que nuestro santo padre es muy contrario a los duelos, mayormente cuando hay apuestas por medio.
—¿Apuestas? —se asombró Efrén—. ¿Quién ha hablado de apuestas?
—¿No es apuesta que si tú vences en la lid te quedarás con la doncella, y si pierdes tu contrario se quedará con una joya del demonio?
Esto ya lo dijo Ermelinda con menos amor y con un toque de irritación que podía ser precursor de una de sus temibles furias, de las que luego tenía que purificarse con largas penitencias.
—No tal, hermana mía —replicó Efrén, pero ya con un punto de temblor—; lo que está en juego es el alma de una doncella a la que quieren condenar a la apostasía de por vida.
—¿Es su alma sólo lo que te interesa? —le requirió cada vez más encrespada.
—Bueno... —balbuceó Efrén.
—¿No será, más bien, su alma y su cuerpo lo que deseas para ti, y no para Dios?
—¡Ermelinda, atiende bien a lo que dices! —dijo Efrén, recuperando su dignidad de caballero del Cid.
Y lo que le dijo con furia contenida fue que, orgulloso del arte que se daba en el manejo de las armas, estaba deseando tomar cumplida venganza sobre el caballero que de tal modo le había agraviado, y que por verlo muerto a sus pies estaba dispuesto a poner su vida en juego, y que lo que él entendía por honor era deseo de venganza.
—¡Ermelinda, por favor! —le suplicó Efrén ante aquel aluvión de reproches.
—¡No me vengas con historias, Efrén! —prosiguió la mujer con gran vigor—. ¡El alma de la doncella! ¿Por qué dudas de la misericordia de Dios? ¿Qué sabes tú de apostasías para condenar a nadie a los infiernos? ¡Tu alma es la que me preocupa, porque si mueres en el combate con tanto odio en tu corazón, tengo por más cierto que puedes ir a los infiernos!
—¡Ermelinda, por favor! —repitió Efrén, aterrorizado ante las palabras de la mujer, a quien muchos atribuían el don de profecía.
—¿Por favor qué? ¿Qué favor quieres que te haga? —le requirió con un bramido.
—Que me coloques el centro de mi gravitación, como hiciste con nuestro señor Campeador, para que pueda salir vencedor de este encuentro.
Se lo dijo en un tono tan suplicante que la mujer, que en trance estaba de abofetearlo, se quedó sin habla, y a la vista de aquellos ojos garzos, tan hermosos, en los que sólo se leía temor y desamparo, sólo pudo musitar:
—¡Efrén, hijo!
—Estoy enamorado, Ermelinda; no niego que siento odio por Abid Muzzafar, pero siendo mucho lo que a mí me ha hecho, más siento lo que pueda hacer a esa criatura.
Y con mucho detalle, por más de dos horas, le contó cómo había conocido a la princesa Rucayya, cómo desde el primer momento su corazón se había quedado prendado de ella, y cómo su vida ya no tenía sentido sin ella y prefería morir. Acabaron llorando uno en brazos del otro, y al final le dijo la gallega:
—Rezaré por ti, para que Dios te ilumine sobre lo que debas hacer.
—¿Y no podrías colocarme el centro de gravitación...?
—¡Por los clavos de Cristo! —volvió a encresparse la mujer, sin dejarle terminar la frase—. ¿Es que confías más en mis manejos que en el poder de Dios?
No hubo otro remedio que concertar la lid singular de caballeros armados, pues hasta el rey Alfonso, que andaba por tierras de Toledo arreglando cuentas con el rey de Zaragoza, determinó darse por ofendido de las vejaciones cometidas en uno de sus vasallos, y entendió oportuno que se resarciera en el palenque, conforme a las reglas de la caballería andante. Tampoco le disgustaba que se sometiera a humillación a uno de los capitanes del rey de Granada, que cada vez se mostraba más remiso a la hora de pagar las parias debidas. Y tratándose de uno de los caballeros del Cid, no dudaba de que saldría vencedor, dada la destreza con las armas de todos ellos.
Por su parte, los juglares se dedicaban a cantar por las plazas y tabernas la historia de amor de una princesa mora seducida por un caballero cristiano, o la de un cristiano seducido por una mora, o la de un hermano, un marido o un padre agraviado que pedía reparación en el campo del honor.
Se fijó el encuentro para el tercer domingo del mes de junio, pero el conde Peláez, como padrino del paladín cristiano, dijo que habían de evitarse los derramamientos de sangre en el día del Señor, y Abid Muzzafar, que no veía el momento de disfrutar de la gloria que le solía deparar el palenque, lo anticipó al viernes, y así quedó pactado.
Entonces fue cuando, por fin, se enteró la princesa Rucayya, que vivía enclaustrada bajo la severa vigilancia de Zaynab, y al saber que su enamorado seguía vivo (Zaynab, siguiendo instrucciones de Abid Muzzafar, le había hecho creer que estaba muerto) sintió una alegría que la inundó de la cabeza a los pies, pero cuando Zaynab, con no poca malicia, le dijo lo del duelo, describiéndole cómo se desarrollaban éstos, y que a ella, como prenda del desafío, le correspondía estar en la tribuna que se alzaba junto al palenque, creyó morir de dolor. «No sufras, mi querida niña —le dijo con torcida intención la viuda—, que a tu hermano nada le ha de pasar, pues no se sabe de nadie que haya podido con él, en el palenque.»
A Zaynab, con los años, se le había endurecido el corazón, que nunca lo tuvo blando; en cambio, su hija Aisa se compadeció de la aflicción de la doncella, quien le hizo confidencias del subido amor que sentía por el caballero cristiano, sin merma de la reverencia que le merecía su poderoso hermano, y trató de consolarla dándole buenos consejos, siempre que no la apartasen de su camino hacia el lecho del rey Abdalá, de cuya coyunda confiaban ellas obtener buen provecho. Un día en el que la doncella amenazó con quitarse la vida, Aisa accedió a mandar un mensaje al caballero cristiano que decía así:
«Si es cierto el amor que me tenéis, apartaos de toda idea de combatir en lid singular con mi amado hermano, pues si mancháis vuestras manos con su sangre, aunque según las leyes de la caballería os corresponda, nunca podré ser vuestra, a no ser como esclava, hasta que encuentre la oportunidad de quitarme la vida. Y si sois vos el que muere en el combate, imaginad mi dolor no inferior al vuestro en semejante caso.»
Recibió Efrén el mensaje, muy de mañana, el martes anterior al desafío de manos de un paje moro a quien conocía de la quinta, y al que retuvo así que lo leyó, primero para preguntarle hasta la saciedad sobre la princesa, y luego porque sintió un barrunto interior que le aconsejaba no dejarlo marchar.
El corazón le brincaba en el pecho, a veces con alegría por la declaración de amor que, por escrito, le hacía la princesa («imaginad mi dolor no inferior al vuestro...»), y otras de pesar, porque le prohibía lo que era excusado que había de ocurrir. A veces se asustaba de sí mismo —sobre todo después de la conversación con Ermelinda—, pues no podía por menos de admitir que, si grande era su amor por la doncella, a veces le superaba el odio que sentía por Abid Muzzafar cuando recordaba la afrentosa y crudelísima muerte que diera a Maksan y a la Paciana, y la que le hubiera dado a él de no mediar aquella criatura.
Con el escrito guardado cerca del corazón se dirigió al patio de armas del castillo, como cada mañana, y allá le esperaban los dos condes sobre caballos de combate, con lanzas de madera de fresno, despuntadas, y comenzaron sus juegos de guerra, con tal furia por parte de Efrén que rompía las lanzas de sus adversarios una tras otra, y en una ocasión en que desmontó de un varetazo al conde Peláez, el caballero, muy cumplido como era, le dijo:
—Cuánto me alegra el vigor de tu brazo por lo mucho que nos va a todos de aquí a tres días, pero prueba de hacerlo otra vez.
El conde Peláez estaba considerado el tercer caballero del Cid, sólo superado por el propio Campeador y por Alvar Háñez, y pese al amor propio que puso en el envite volvió a rodar por los suelos ante las risas del otro conde, quien admitió:
—No conviene hoy seguir enfrentándose a nuestro joven caballero, al que parece haberle picado el tábano de los malos sentimientos.
Efrén, como si no entendiera de bromas, bajó del caballo y comenzó a cruzar cintarazos con Juan el ermitaño, que si no en altura, sí le doblaba en la anchura de sus hombros y en la reciedumbre de sus portentosas piernas, y así estuvieron cosa de una hora, saltando chispas las espadas, y señalándole Efrén puntos de muerte con la punta de la suya sin que el ermitaño pudiera hacer otra cosa que defenderse, hasta que en un descuido el joven caballero hizo sangre en el hombro de su contrincante y el conde García Jiménez ordenó parar la lidia, reprendiéndole severamente por su desmesura.
—Disculpadme —admitió jadeante el joven, pero sin excesiva compunción—, no sé lo que me hago.
—Pues conviene que lo sepáis —le amonestó el gobernador del castillo—, pues para la que os aguarda tan malo es un caballero medroso como temerario.
El conde Peláez lo tomó por un brazo, lo sacó del patio de armas, lo condujo a un lugar apartado y le preguntó:
—¿Qué te ocurre, hermano, para comportarte así?
Por hermanos se tenían todos los infanzones del río Ubierna, pero el conde Peláez era algo más, pues no en vano por sus venas corría sangre del emperador Vermudo II, y disfrutaba de especial ascendiente sobre el Campeador, ya que, cuando éste era sólo un modesto caballero, el biznieto del emperador le había reconocido como su señor. De ahí que supusiera una gran distinción el que tan noble señor le tratara de hermano, y Efrén, para corresponder, se sinceró con él:
—No voy a lidiar con Abid Muzzafar.
Nublóse el rostro del conde, le pidió explicaciones, casi balbuceando, pero en ningún momento pensó que fuera por miedo por lo que decía semejante dislate. Como Efrén permaneciera ante él con la cabeza baja, sin acertar a responder, le animó:
—¿Es que acaso temes que por tu culpa vayamos a perder el condenado ceñidor? Mira que de armas algo entiendo y, salvado nuestro señor Campeador, es difícil que otro caballero pueda contigo.
Efrén, sin palabras, sacó el mensaje de la princesa y se lo entregó al conde, quien lo tomó, ceñudo, lo miró de arriba abajo y preguntó:
—¿Para qué me das esto?
—Para que lo leáis.
Pero el conde, con ser tan noble, era de los que no sabían leer, ni lo tenía a desdoro, y requirió a Efrén que lo leyera, y así lo hizo, con tanto sentimiento que cuando terminó el conde, muy emocionado, le dijo que él daría su brazo derecho por ser amado así. Peláez se consideraba muy desafortunado en amores, pues siempre los tenía muy confusos, el último con una dama mora de Talavera, con la que no quería casar, pero tampoco dejarla, lo cual contrariaba al Campeador, que lo consentía por tratarse de él.
—¿Y qué piensas hacer si no vas a lidiar? ¿Dejar que la desposen con ese bujarrón de rey moro? —le espetó el conde.
—Raptarla —contestó Efrén con gran determinación y, sin darle tiempo al conde a decir nada, le relató lo que se decía en la crónica Omnino esse dinoscitur, espejo de la caballería andante, sobre el derecho de los caballeros de servirse de la fuerza cuando se quisiera torcer el alma de un cristiano.
Según hablaba Efrén, muy razonadamente, se iluminaba el rostro del conde, que exclamó:
—Es la primera vez que veo que las letras sirven a un caballero para poder llevar a término algo de fundamento. ¡Bendita crónica y bendita la ciencia que te ha permitido desentrañarla! ¿Cómo piensas acometerlo?
—Con la ayuda de Dios y la fuerza de mi brazo he de sacar a la princesa de su encierro, o morir en el empeño.
Efrén se servía del mismo lenguaje que el empleado en la crónica, espejo de caballeros, y el conde se echó a reír y le dijo que el hablar así bien estaba para los libros, pero que en la vida real otras eran las maneras.
—Juan el ermitaño pienso que también vendrá conmigo y puede serme de gran ayuda —le aclaró Efrén.
—¿Cuántos hombres de Muzzafar guardan la quinta? —se interesó, práctico, el conde.
—No menos de veinte de su guardia real, y algunos más cuando él está en ella. Pero he mandado retener al paje que trajo el mensaje, para que nos dé más cumplida información.
—Bien —discurrió el conde—; nosotros podemos allegar hasta diez, contando con los lanceros que traje conmigo, y con mi propia persona, que no es de menos valer.
—¿Venir vos conmigo? —se admiró Efrén.
Se admiró no porque dudase del valor y decisión del conde, sino porque pensaba que, después de faltar a la cita del palenque y en su lugar raptar a la prenda del encuentro, el resto de sus días habría de vivir como proscrito, sirviendo como mercenario en ejércitos extranjeros, puede que en Francia, donde los guerreros españoles eran muy estimados.
—¿Proscrito quien rapta por amor y es amado por la doncella a la que rapta? —le explicó Peláez—. ¡Eso es la cumbre de la caballería andante, lo diga o no lo diga esa crónica! Y será para mí un gran honor tomar parte en semejante hazaña.
Por el contrario, decidieron no decir nada al gobernador del castillo, por no comprometerle, pues aunque muy devoto de todos los del Cid, pertenecía a la familia de los Beni-Gómez, de los que hacía cabeza el Boquituerto, protector vicario del rey de Granada, que resultaría agraviado por el rapto.
Partió del castillo de Aledo aquel mismo atardecer una tropilla de trece: diez lanceros de a caballo, Juan el ermitaño y los dos caballeros del Cid. «Mal número hacemos, si fuéramos supersticiosos», dijo el conde, que tenía a gala no serlo, pero no lo era menos que la mayoría de ellos, que para sus empresas de guerra siempre buscaban rodearse de augurios favorables. Al poco de salir de Aledo, una bandada de cuervos les cruzó por el lado izquierdo, que era todavía peor augurio para los que creían en tales supersticiones.
Pero el mal no estuvo en los augurios, sino en la indiscreción de quienes dieron a entender en el cuerpo de guardia que partían para una empresa que los obligaba a pasar por una quinta que había en Granada, a orillas del río Genil, y esto llegó a oídos de uno de Naciados, que también los había en Aledo, y sin pérdida de tiempo se puso en camino, peor montado que los lanceros pero más suelto y más sacrificado en el dormir y comer, de manera que el miércoles al mediodía se encontraba ya en Granada y hacía saber al capitán de la guardia real que una tropilla de lanceros, al mando de quien estaba convocado a batirse con él en el palenque, marchaba camino de la quinta en la que se encontraba la prenda principal del desafío, aunque ignoraba con qué intenciones.
Ni por mientes se le pasó a Abid Muzzafar que la intención fuera raptar a su hermana, y hasta dudó que en vísperas del acontecimiento se atrevieran a acercarse a sus dominios, pero no por eso dejó de tomar las precauciones acostumbradas, enviando propios que le informaran del avance de los cristianos, y cuando no quedó duda de que se encaminaban a la quinta desplegó hasta doscientos hombres con órdenes de que no les impidieran entrar en la casa porque quería prenderlos dentro, a fin de que no quedaran dudas de que todas las leyes le amparaban para cortarles el cuello in situ por allanamiento de morada, sin que pudieran darse por ofendidos ni el Cid Campeador ni el emperador Alfonso, pues no estando en guerra Granada con Castilla nada justificaba semejante intromisión.
Llegó la tropilla a las puertas de la quinta con el alba del día jueves y el conde cada vez veía augurios más adversos, y con razón pues no era corriente que por el camino, de suyo desierto en noche cerrada, vieran moverse sombras y a punto estuvo de ponerle sobre aviso a Efrén, pero al final no lo hizo, acostumbrado como estaba a tentar la suerte, sin que se le diera ni poco ni mucho de su vida, a la que se mostraba muy poco apegado a causa de su mal de amores.
Efrén también había advertido sombras que no se correspondían con los misterios naturales de la noche, pero no se le pasó por mientes el volverse, decidido como estaba a morir en el empeño antes que dejar de intentarlo. Y con la egoísta ceguera del enamorado, para nada pensaba en aquellos que podían correr su misma suerte sin premio tan subido como el que él esperaba alcanzar.
El conde Peláez, como más versado en el asalto a fortalezas enemigas, dispuso que habían de entrar en la casa con gran decisión, en hora tan propicia como era la del alba, en la que acostumbraba a haber cambio de guardia, amén de ser la de la primera oración del día para los buenos musulmanes, que debían arrodillarse de cara a La Meca, dejando más desguarnecidas sus espaldas, que fue por donde entró la tropilla, con menos resistencia de la esperada. Pronto advirtió el conde que habían caído en una trampa y ordenó a grandes voces retirada, que de poco había de servir, rodeados como estaban por todas partes, y menos sirvió aún para Efrén que, enloquecido y buen conocedor de la distribución de la casa, subió a grandes trancos la escalera que conducía al aposento de la princesa, con intención de tornarla y saltar por la ventana, y a un guardia que se puso en su camino le acuchilló con tal furia que su sangre le salpicó el rostro, y de estas trazas entró donde dormía Rucayya, después de una noche de vela entre llantos, como lo venían siendo todas en vísperas de acontecimiento que se presentaba tan aciago. Despertó la princesa en brazos de Efrén y al ver su rostro ensangrentado pensó que continuaba la pesadilla, y en esta ocasión era que los dos enamorados iban camino de los infiernos, ella por apóstata y él por haber matado a su hermano. Pero al sentir el calor de aquel cuerpo tan amado, la dulzura de sus besos, que no por precipitados eran menos amorosos, pensó que el camino era el del cielo, y tardó en darse cuenta de la triste realidad de soldados golpeando con furia la puerta que había trancado Efrén, quien tentaba de abrir una ventana que estaba condenada con hierros por la parte de fuera.
Cuando la puerta del aposento saltó en astillas, el primero que entró fue Abid Muzzafar, y tras él diez de sus guerreros, que se situaron a lo largo de las paredes de la pieza. Rucayya, sin vacilar, se colocó delante de Efrén, queriendo servirle de escudo, y suplicó a Abid Muzzafar:
—¡Hermano, por el amor que nos tenemos, te lo ruego, no le hagas ningún daño!
—¿En tanta estima le tienes? —le preguntó Abid Muzzafar con el sosiego y buenos modales que mostraba delante de su pequeña y querida hermana, único ser sobre la faz de la tierra a quien amaba casi tanto como a sí mismo.
Asintió la joven con su silencio mientras Efrén tentaba de desasirse de ella, sin conseguirlo, pues le tenía prendido con ambos brazos por la cintura.
—Te recuerdo, hermana querida —prosiguió Abid Muzzafar—, que tenemos contraídos compromisos con el más grande señor de estas tierras que mal se avienen con el capricho de tus sentimientos.
—Te juro por lo más sagrado que sabré cumplir ese compromiso, pero no hagáis ningún daño a este caballero.
Efrén se olvidó de los hombres armados que le rodeaban por doquier y, convencido de que la muerte le había de llegar de un momento a otro, ya no tentó de desasirse de aquellos brazos, sino que él también rodeó con los suyos a aquella criatura, que le pareció más hermosa que nunca. La angustia que reflejaban sus ojos, la ansiedad del rostro, el temblor de sus labios contribuían a embellecerla aún más. Por un momento pensó en servirse de la espada que empuñaba en su mano izquierda para atravesarle el corazón y a continuación darse muerte a sí mismo. Pero no lo hizo porque no se consideró con derecho a destruir, por su mano, tanta hermosura. Le susurró palabras de amor al oído, a las que Rucayya correspondió con sollozos contenidos, hasta que les llegó la voz de Abid Muzzafar:
—Sea —dijo—, tú cumplirás tu palabra y yo no le mataré como sería mi derecho, habida cuenta que ha entrado en mi morada a traición, con intenciones impropias de quien se dice caballero. Pero tampoco he de consentir que doncella tan pura siga en brazos de quien no se la merece.
Y ordenó a sus hombres que tomaran a Efrén, quien sólo opuso resistencia para apartarse de la mujer a la que no dudaba de que sería la última vez que contemplaran sus ojos en este mundo.
No le traía cuenta a Abid Muzzafar matar al caballero cristiano, por mucho derecho que tuviera a ello, pues en tal caso no tendría lugar la lid singular de caballeros armados y no podría ganar el fabuloso ceñidor de la sultana, que cada vez lo veía más al alcance de la mano. Aunque no dudaba de su superioridad en el palenque, le pareció prudente aprovecharse de la rueda de la fortuna, que de tal modo se inclinaba a su favor, y tomarse alguna ventaja, para lo que ordenó a uno de sus sayones que le rompiese a Efrén dos dedos de la mano derecha y otras tantas costillas de las situadas debajo del corazón, que son las que ayudan a respirar, encareciéndole que lo hiciera de manera que no por eso dejara de poder calzarse las manoplas de combate.
Aquella tortura no le tomó a Efrén por sorpresa, pues nunca pensó que Muzzafar fuera a cumplir lo que había prometido a su hermana, y rezó para que la muerte lenta que le esperaba a manos de aquel malvado no le hiciera desesperar ni olvidar lo mucho que había recibido en esa vida, con el premio final de aquel amor que no se merecía y que le compensaba incluso del horrible sufrimiento de sentir sus costillas y sus dedos triturados.
De ahí su asombro cuando con las primeras luces del siguiente día viernes apareció en el calabozo del cuerpo de guardia de la Alhambra, donde lo habían encerrado, un oficial portando las armas de las que había sido privado, con los restantes arreos propios de un caballero armado, más el caballo de combate, y le dijo que si algo le faltaba que lo pidiese, que se le proveería en el acto. Por un resto de instinto de conservación protestó Efrén:
—¿Pero cómo pretende que lidie, si apenas puedo tenerme en pie ni sostener la espada?
El oficial, como si estuviera advertido de esta réplica, le contestó:
—Es favor que os hace mi señor el permitiros combatir y morir con honor en el palenque, porque de no hacerlo así moriréis con deshonra, e imaginad la clase de muerte que os tiene preparada.
Desde que Abid Muzzafar renegara de su religión, sin que tampoco estuviera cierto de que Alá fuera el único y verdadero Dios, le gustaba decir entre bromas y veras que le traía más cuenta llevarse bien con los demonios que con los dioses, pues eran más ingeniosos para las malicias de esta vida, que eran las que acababan prosperando. En esta ocasión, con esa ayuda del demonio se las ingenió para que al filo del mediodía de aquel tercer viernes del mes de junio del 1089 se encontraran en Granada, a su conveniencia, cuantos debían tomar parte en la lid singular de caballeros armados.
El palenque estaba situado en una alameda muy fresca, a orillas del río Darro, y por la parte de los jardines del Generalife habían levantado una tribuna, muy adornada, para su majestad el rey Abdalá y otros principales de la corte, y en lugar más apartado, pero también a la sombra de los álamos, se alzaba otra para las mujeres del harén y sus eunucos, y el resto del pueblo se distribuía a lo largo de las lindes del palenque, que había mandado señalar con estacas el juez de la lidia, un moro noble de Sevilla muy versado en lances de caballería.
En la tribuna principal, y no lejos de su majestad, se encontraba el conde Peláez, tratado con la distinción que se merecía un noble castellano, y ahí estuvo uno de los aciertos de Abid Muzzafar, que cuando el día anterior lo hizo prender, al igual que al resto de la tropilla, cuidó de decirle que nada tenía contra él y que entendía su presencia en Granada como preludio de la lid del siguiente día, en su condición de padrino del cristiano, y que sería gran honor para su majestad tenerlo como huésped en su palacio de la Alhambra, y allí lo hizo conducir, bien custodiado, sin que el de Peláez pudiera hacer otra cosa que no fuera darse golpes de pecho por su torpeza.
En cuanto a su hermana, a través de Zaynab, le hizo llegar el siguiente mensaje: el caballero cristiano había correspondido a su benevolencia de no cortarle el cuello exigiéndole que se celebrase la lid en los términos concertados y a él no le había quedado otro remedio que aceptar, so pena de desmerecer a los ojos del rey, su señor. Y a ella le correspondía, como prenda del desafío, estar presente en la tribuna.
La otra prenda, el ceñidor, estaba representada por un pliego redactado ante escribano, en el que se describía con mucho detalle la joya; llevaba la firma de Martín Antolínez, el sello lacrado del Cid Campeador, y obraba en poder del juez de la lidia.
La mañana estaba hermosa, más propia para amores que para duelos, y cuando la princesa Rucayya llegó a la tribuna real, con el rostro velado, despertó un murmullo de conmiseración entre las damas de la corte. El juez de la lidia, muy celoso de su cometido, le hizo alzar el velo para que quedara constancia que era aquélla, y no otra, la doncella que estaba en litigio. Aquel rostro pálido, límpido, desconcertado, dolorido, encogió más de un corazón, pero dentro de la satisfacción general de participar en un acontecimiento insólito, pues no había noticia de que en Granada se batieran a muerte dos caballeros a causa de una mujer. El pueblo llano nada sabía del papel que jugaba en aquel duelo el ceñidor de la sultana, y en cuanto al capitán de la guardia real tampoco estaban muy ciertos de si era hermano o amante de la doncella, o ambas cosas a la vez, por no ser extraños en los reinos de taifas esta clase de amores incestuosos, mayormente cuando los hermanos sólo lo eran por parte del padre o de la madre. Las mujeres del pueblo eran las que más se conmovían, sin por eso dejar de envidiar la suerte de quien merecía tanta atención y el honor de que dos caballeros principales se batiesen por ella.
Requirió el juez la presencia de los lidiadores en el palenque, y el primero en salir, haciendo corcovear a su corcel, fue Abid Muzzafar, luciendo su hermosa apostura, realzada por un yelmo de oro fulgente y múltiples diademas de electro que adornaban su loriga de mallas de plata, y el escudo labrado en oro con la enseña del Ángel Caído esculpida a fuego en bermellón. Su caballo era negro azabache, tan reluciente como su armadura, y los que no sabían de sus maldades suspiraban de admiración ante semejante gallardía, y los que no entendían de teologías, que eran los más, encontraban muy gracioso aquel diablillo que figuraba en el escudo.
La salida de Efrén, por el contrario, produjo sensación de extrañeza; pese a tratarse de un caballero de buena estatura, no lucía tan apuesto a causa del dolor de las costillas fracturadas, que le obligaban a cabalgar ladeado y a llevar el corcel al paso, por no poder soportar los movimientos del trote. Como el dolor no le permitía discurrir, estaba dispuesto a dejarse matar a la primera embestida para terminar de una vez por todas, ya que era impensable que pudiera ofrecer resistencia de clase alguna, habida cuenta que apenas podía sujetar la lanza con la mano destrozada; entre las sombras de tan gran sufrimiento sólo hacía esfuerzos para pedir perdón a Dios por sus culpas pasadas, y al Cid Campeador, ya que por su causa iban a perder la joya anhelada.
A una señal del monarca, que presidía el torneo, sonaron los clarines y ambos contendientes se situaron junto al juez de la lidia, al pie de la tribuna real, y fue entonces cuando Efrén advirtió la presencia de la princesa, tan cercana y tan lejana, y por un momento se olvidó de sus dolores. Levantó la visera de su yelmo y mientras el juez les leía en aljamía y en árabe los diversos códices del Fuero Juzgo y de los libros islámicos relacionados con la lidia de caballeros armados, no separó ni por un momento su mirada del rostro adorado, que correspondía a su atención con no menos amor.
Por fin dio el juez la señal de partida, cada caballero se encaminó a un extremo del palenque e iniciaron la primera embestida, en la que Abid Muzzafar se limitó a hacer caracolear su caballo, como si estuviera jugando cañas, y cuando llegó a la altura de Efrén amagó una lanzada que no tuvo respuesta. Volvieron a sus puntos de partida, y en la segunda embestida el muladí, lanza en ristre, atacó directo al corazón de Efrén, que ni tan siquiera pudo esperar a la acometida, pues el galope de su corcel causó tal opresión en el pecho que cayó por los suelos casi sin respiración.
Se hizo un silencio sepulcral entre la multitud, sólo roto por un grito desgarrado de la princesa, que suplicó:
—¡Por el amor de Dios!
Pero el juez de la lidia, con gran serenidad, gritó a su vez:
—¡Que continúe la lidia!
Aisa, que junto a su madre escoltaban a Rucayya, la tomó entre sus brazos para que apartase la vista del palenque, a lo que la doncella se resistió profiriendo nuevas exclamaciones, hasta que Zaynab le tapó la boca para que no siguiera gritando.
Repitió el juez su mandato y, aunque Abid Muzzafar tenía derecho a continuar la lidia desde su corcel, dando muestras de gran magnanimidad, descabalgó, clavó ostensiblemente la punta de su lanza en el prado, desenvainó su espada e invitó a hacer otro tanto al caballero caído. Y ahí estuvo su perdición, porque así como fue muy acertada la rotura de las costillas, que le dificultaba la respiración, no lo fue tanto la de la mano derecha, ya que Efrén era zurdo. Cierto que en el combate se servían los caballeros del mandoble a dos manos, pero la fuerza la hacían con una u otra, según fueran diestros o siniestros, y cuando Efrén consiguió ponerse en pie lo hizo decidido a matar, y lo consiguió, pues mientras el muladí elegía con parsimonia dónde había de propinarle el golpe de muerte, Efrén, con gran determinación, empuñó la espada con su mano sana y se la clavó en la parte más descubierta de su cuerpo, su axila izquierda, la más próxima al corazón, aunque no acertó en su centro, lo que permitió al herido amagar unos golpes con su espada, sin saber lo que hacía, hasta que cayó de rodillas a los pies de Efrén, tan rendido que, olvidándose de quién era y de lo que representaba, musitó entre borbotones de sangre:
—¡Clemencia!
—¡La misma que tuvisteis con Maksan y con la Paciana, y de la que habéis dado muestras conmigo desde que os conocí!
Y eligiendo la parte del cuello menos cubierta por el almófar, terminó de degollarlo.
Ermelinda la gallega, mal que bien, consiguió arreglarle los huesos, y dom Sisebuto tentó de hacer lo mismo con su alma, con menos fortuna, ya que Efrén no acababa de arrepentirse del odio que puso en matar a Abid Muzzafar, pese a que el santo abad de Cardeña le daba toda clase de facilidades para la contrición.
—Piensa, hijo —le razonaba mientras paseaban por el claustro del monasterio—, que era mucha la pasión que te embargaba, muchos los agravios que habías recibido de ese caballero, Dios se haya apiadado de su alma, y mucho el temor de que te había de quitar la vida de un momento a otro... y privado de razón te dejaste llevar por la ira, pasión del alma que impulsa a la violencia. A poco arrepentimiento que muestres por ese desorden de tus sentimientos puedes tener por cierto el perdón de Nuestro Señor Jesucristo.
—De lo único que me arrepiento, venerable padre, es de que por culpa de esa pasión he perdido el único amor que he conocido en esta vida. Cuando el juez de la lidia nos leía los códices, yo no les prestaba atención, sólo atento a no desperdiciar ni por un solo instante el mirar de aquellos ojos, que me hacían olvidar mis dolores, y decidido a dejarme matar por no contrariarla en nada. Pero cuando vi frente a mí a Abid Muzzafar, con la sonrisa torcida en su boca, la mirada canalla, fría, repulsiva, tal como le recordaba torturando a Maksan y a la Paciana, pudo más en mí el odio que el amor, y puse cuanto estaba de mi parte para acabar con él, y no me conformé con la primera cuchillada, que era suficiente para proclamarme vencedor de la lid, sino que lo degollé por donde más le podía doler, y él me miraba con los ojos extraviados, como suplicando misericordia, y yo, lejos de compadecerme, me recreaba en su desesperación. ¡Y toda esta recreación la hice a la vista de esa bendita criatura, que quizá hubiera podido perdonarme la primera cuchillada, pues en ella me iba la vida, pero en ningún caso la saña que mostré después!
Cuando Efrén se ponía tan terne, dom Sisebuto le reprendía, le imponía oraciones y penitencia para que Dios le iluminara, y lo dejaba en manos de Ermelinda para que terminara de arreglarle el cuerpo cuanto antes, a ver si por ahí le venía, también, la curación del alma. Las costillas sanaron a los pocos días de llegar al monasterio de Cardeña, sirviéndose tan sólo de emplastos de flor de cantueso y un refajo de bayeta, entreverada de espinos, que le obligaban a dormir boca arriba. Pero los dedos los tenía tan destrozados que los cirujanos de Granada dijeron al término de la lidia que habían de cortarse, so pena de perder la mano, y quién sabe si el brazo entero, por temor a la gangrena que ya asomaba por la parte de las uñas. Estaba a punto de consentir el conde Peláez en la amputación cuando Efrén, aunque comido por la fiebre, recordó lo que en su día le dijera la gallega y la fama de sanadora que tenía, y le rogó al caballero que lo llevara a Cardeña. «Mira —le advirtió el de Peláez— que eso nos supondrá no menos de una semana, y te puede costar todo el brazo, y quién sabe si la vida.» «¿Y qué se me da a mí, ya, de la vida?», fue su respuesta, como si pusiera en más la pérdida de unos pocos dedos que la vida entera. Pese a que el conde Peláez dudara de que estuviera en sus cabales, por lo mucho que había sufrido, decidió hacerle caso.
El peor de los sufrimientos comenzó en la misma tarde del aciago tercer viernes del mes de junio del 1089; todavía no le había subido la fiebre por la infección de la mano cuando se presentó el conde Peláez en el aposento de la Alhambra, cedido por el rey Abdalá, para comunicarle que Rucayya deseaba saber qué es lo que había de hacer de su persona, pues si bien le pertenecía como ganada en justa lid, en ningún caso podía ser su esposa por razones sabidas y advertidas en su día. El conde Peláez trató de hacerle comprender que esto no era de extrañar por ser ley sagrada, desde los tiempos de los godos, que el matador no podía desposar a la viuda, a la hija o a la hermana de la víctima, y que todos los pueblos civilizados, aunque no fueran cristianos, también lo entendían así, para que no volviera ocurrir la maldad que cometió el rey David, que ordenó matar a Urías para poder desposar a su esposa Betsabé. «Si no ha de ser para mi —determinó Efrén—, no quiero para ella otro esposo que no sea Cristo Nuestro Señor.» A todos les pareció de razón, a los cristianos porque así tornaba al seno de la verdadera religión, y al mismo rey Abdalá porque le dispensaba de tener que contraer un nuevo y enojoso desposorio. Como por aquellos días había llegado a España una monja francesa, de nombre Matilde, con gran fama de santidad, para fundar el primer monasterio de benedictinas por tierras de Navarra, allí se dispuso que había de ingresar, y la doncella, que ya no merecía el trato de princesa, le hizo llegar su agradecimiento por su benevolencia, pero de ningún modo consintió en verle ni en despedirse de él, y ahí fue cuando comenzó a subirle la fiebre y estuvo en trance de que le cortaran los dedos.
Llegó a Cardeña entrado el mes de julio, con aureola de gran guerrero, y el agradecimiento público del Cid Campeador, que gracias al tesoro de la Cueva Dorada, y en especial al fabuloso ceñidor de la sultana —que Ben Elifaz logró vender a unos misteriosos judíos de Venecia—, pudo armar un ejército tan cumplido que fue del que se sirvió para la conquista definitiva de Valencia. También le estaban muy agradecidos todos los juglares, tanto moros como cristianos, pues les había dado la ocasión de cantar por plazas y tabernas las hazañas del caballero indomable, que con una sola mano había derrotado al más grande paladín del reino de Granada, aunque según los juglares moros lo hizo para poder desposar a la favorita del rey Abdalá que, admirado de la bravura del castellano, se la cedió gustoso, a condición de que se convirtiera al islam, como así hizo.
Llegó con fama de gran guerrero, pero con el alma y el cuerpo destrozados. La fiebre la tenía tan subida que nada decía a derechas, sino que todo lo hablaba en delirios, a veces con tales convulsiones que cuando lo vio Ermelinda le dijo al padre abad que aquello era más cosa de rezos que de medicinas, pues parecía tener dentro los demonios, a juzgar por lo que decía en sus delirios. Dom Sisebuto puso a rezar a toda la comunidad y Ermelinda, antes de tentarle con los dedos de sus prodigiosas manos, sólo cuidaba de darle bebedizos de hierbas que ella conocía, y un día en que ardía su cuerpo y los ojos parecía que se le habían de salir de las órbitas, lo tomó entre sus poderosos brazos y lo sumergió en un torrente de aguas heladas que bajaba de la sierra de la Demanda. Ese día, el conde Peláez, que no se separaba de su protegido, quedó tan espantado que advirtió a la mujer que mirase lo que hacía, pues si moría le había de pedir cuentas de semejante locura. A lo que Ermelinda le replicó: «Entonces lleváoslo, como lo habéis traído, y quede a vuestra conciencia lo que ocurra, pues el veneno no lo tiene sólo en la sangre sino también en el alma, y si muere ya sabéis quién le está esperando gozoso.» Como el biznieto de reyes no estaba acostumbrado a que le hablasen así, a punto estuvo de abofetearla, y no lo hizo porque el abad dom Sisebuto le dijo: «Dejad a esta deslenguada mujer, que a veces habla como una loca, pero bien sabe lo que se hace cuando se trata de males del cuerpo y, en ocasiones, también del alma.»
Lo del baño en el arroyo helado lo hizo otras dos veces y, cuando remitió la fiebre, comenzó con el cuido de los dedos, primero sajándoselos para sacarle toda la pus y luego estirándoselos con tanto mimo que Efrén hasta se reía pensando que le hacía cosquillas.
Un día de esos en los que se mostraba muy terne, lamentándose una y otra vez de que por haber matado con odio a Abid Muzzafar había perdido para siempre el amor de su hermana, díjole la gallega por vía de consuelo:
—No tengáis en tanto vuestro odio. Cierto que lo matasteis con rencor, como acostumbráis a hacer los caballeros cuando portáis una espada entre las manos, pero considerad que, con ser tan malvado Abid Muzzafar, lo mismo que os pidió clemencia antes de morir, se la pudo pedir, también, a Nuestro Señor Jesucristo, que seguro que se la concedió, pues así como los hombres no perdonamos casi nunca, Dios perdona siempre.
—¿Perdonarle Dios a ese monstruo? —replicó Efrén—. Espero que no haya sido así y que esté ardiendo en los infiernos como se merece.
Tuvo mala suerte Efrén ya que pronunció esta sentencia justo cuando le estiraba el dedo índice con mucho amor, y la mujer, indignada con tal falta de caridad, le dio un estirón tan brutal que Efrén lanzó un tremendo alarido antes de caer desvanecido por el dolor. Y cuando volvió en sí la gallega, colérica, le espetó:
—El dolor que habéis padecido es cosa de nada comparado con el que padecen en el infierno los que piensan como vos y desean tanto mal al prójimo.
En el Cronicón del monasterio de Cardeña figura este incidente con el título de «El milagroso estirón que fizo Ermelinda la gallega sobre la mano diestra de un caballero de Castilla», porque se entendió como milagro el que ese dedo índice fuera el que saliera mejor librado, muy derecho, como si nunca hubiera sufrido rotura de clase alguna; pero mayor milagro fue, a juicio de dom Sisebuto, que desde ese día Efrén dejó de hablar de su odio hacia Abid Muzzafar, y cuando se ponía en manos de la gallega para continuar la curación le pedía perdón anticipadamente por si decía algo contrario a la caridad que un buen cristiano debía mostrar en toda ocasión.
Dejó de hablar de odio y comenzó con la cantinela del único amor de su vida, perdido para siempre, y pretendió como remedio profesar en Cardeña, al igual que su amada había profesado en las benedictinas de Navarra.
—En cuanto a vuestra enamorada —le advirtió Ermelinda—, no sé qué tal monja hará, pues no la conozco, aunque tengo para mí que las que se hacen monjas por voluntad de los hombres, que no de Dios, nunca salen buenas del todo. Pero en cuanto a vos, estoy tan cierta que detrás de estos muros seríais una perdición que haré cuanto esté de mi parte para que dom Sisebuto no os lo consienta.
Efrén no se atrevió a replicarle ya que esta conversación la mantenía mientras Ermelinda continuaba tentándole los dedos.
Curó Efrén del cuerpo, y en buena parte del alma, pero le entró una melancolía por el amor perdido que se manifestaba en un desapego por su vida que mucho contrariaba a su señor, el Cid Campeador, que andaba a la sazón peleando contra el conde Berenguer de Barcelona, quien contaba con un poderoso ejército de caballeros catalanes, considerados como los más fuertes del mundo, los mejor guarnidos y avezados en estas lides, además de ser muy ordenados para los asuntos de gobierno, de manera que en sus tierras reinaba más paz que en otras; si el Cid los desafió, fue buscando su alianza contra los moros de Valencia, y al fin la consiguió tras la victoria que obtuvo en el pinar de Tevar.
Incorporado Efrén a las mesnadas del Cid, tomó parte en todos los encuentros habidos con los catalanes, con tal desprecio de su persona que siempre estaba en primera línea de combate y, a veces, por conseguirlo, no obedecía las órdenes del Campeador, o de su alférez, y como esto no se podía consentir el Cid, después de lo de Tevar, le advirtió que los locos también merecían castigo y que mirase bien lo que hacía. Efrén pedía perdón, pero pronto volvía a las andadas, y ya estaba el Campeador dispuesto a apartarlo de su ejército, al menos por un tiempo, cuando apareció el judío Ben Elifaz con la buena noticia de que eran ya muchos los moros nobles de la ciudad de Valencia que, hartos de los abusos del cadí de la ciudad, Ben Yehhaf, apodado el Zambo, estaban deseando que llegara el Cid a poner orden, y que el mismo rey Alcádir, que había caído enfermo, demandaba su protección. Por su parte, el Campeador, para asegurar su conquista, renunció al rescate que debía de pagarle el conde de Barcelona, a quien tenía preso, a cambio de concertar esponsales entre su hija María y el sobrino preferido del conde, quien accedió, no sólo por librarse de pagar el rescate, sino porque a todos los reyes de España les convenía estar a bien con Rodrigo Díaz de Vivar. De ahí que María Rodríguez, hija del que fuera modesto infanzón de Vivar, acabara sentándose en el trono de la casa condal de Barcelona.
Este Ben Elifaz, pese a sus inmensas riquezas, acostumbraba a presentarse muy humilde ante los poderosos, procurando darles noticias que fueran de su interés, y lo que decía siempre resultaba ser cierto porque hasta en tierras otomanas tenía gentes que trabajaban para él y le informaban de lo que sucedía en el mundo entero. Siguiendo el ejemplo de su padre Elifaz, devotísimo del Cid, se lamentaba de que la vida fuera tan difícil para los que no tenían una patria en la que hacer guerras, y de ahí que tuvieran que estar muy bien informados de las que hacían los demás, para intentar sacar algún provecho.
En esta ocasión, además de la noticia principal, le informó al Campeador de una menudencia: había venido a saber que la otrora princesa Rucayya, cierto que era hermana de Abid Muzzafar, mas sólo por parte de padre. ¿Cambiaba esto en algo lo que disponían las leyes de los godos sobre enlaces cuando había sangre por medio?
—Sólo la ley de Dios es inmutable —contestó el Cid con la determinación de quien estaba muy hecho a tomar decisiones sobre la marcha—; las de los hombres son buenas según y cuando, y lo mismo que se hacen se deshacen.
Y ordenó que se presentara en el acto el caballero Efrén, y que hicieran venir, también, al conde Peláez.
—Mirad lo que dice este buen amigo —les dijo cuando los tuvo en su presencia; y le hizo repetir a Ben Elifaz lo que le había contado sobre la princesa Rucayya.
El conde Peláez, que bien conocía a su señor, escuchó en silencio, sin comentarios, porque sabía que tras ello había alguna intención que había de cumplirse, y hasta barruntaba cuál podía ser. Efrén, por su parte, dijo:
—Me sirve de algún consuelo, pues no alcanzaba a comprender cómo criatura tan dulce pudiera ser hermana de quien sólo soñaba en maldades, Dios se haya apiadado de su alma —se apresuró a añadir—, y ahora lo comprendo, pues siendo distintas las madres, distintos han salido los hijos. En lo demás, me temo que no haya cambio alguno, pues ella ya ha elegido el esposo que más le conviene, Jesucristo Nuestro Señor.
—¿Seguro que lo ha elegido ella? —intervino el Campeador con un asomo de púrpura en su rostro que nada bueno hacía presagiar.
—Tened en cuenta, mi señor —medió Ben Elifaz en tono apaciguador—, que también tengo noticias de que la reverenda priora dice que la otrora princesa Rucayya no lleva camino de ser mala cristiana, pero duda que alcance el final de ese camino, pues no come, apenas bebe y buena parte del tiempo se le va en llorar.
—¿Cómo sabéis tanto? —le interpeló Efrén, alterado.
—¡Ah! —se lamentó Ben Elifaz—. ¡Qué sería de nosotros, los que no tenemos patria, si no estuviéramos bien informados de los asuntos que interesan a quienes nos distinguen con su benevolencia!
—¡Acabemos de una vez! —clamó el Cid dando un tremendo puñetazo sobre la mesa de roble a la que se sentaba—. ¡Sacad a esa infeliz del convento y traedla aquí!
La orden iba dirigida tanto a Efrén como al conde Peláez, y así como el segundo se levantó de su asiento, dispuesto a obedecer, Efrén, aunque tembloroso, pues nunca había visto a su señor de aquellas trazas, se atrevió a decir:
—Mi señor, la ley de los godos...
—¡La ley soy yo! Además, no te estoy hablando de la ley de los godos, sino de esa crónica que dices tú que es espejo de los caballeros andantes y que hasta te sabes su nombre en latín..., ¿cómo es?
—La Omnino esse dinoscitur, mi señor, pero os recuerdo que ya he intentado por dos veces el raptarla, y con más fundamento que ahora, y en ambas a poco me cuesta la vida.
—¡Pues inténtalo por tercera vez, que bien dice el proverbio que a la tercera va la vencida! —le replicó colérico el Campeador.
—¡Mi señor! —le suplicó Efrén a punto de echarse a llorar—. No porque la rapte querrá desposarse conmigo.
—¡No te pido sólo que la raptes, cosa de suyo sencilla en monasterio de monjas, sin protección, sino que la seduzcas!
—¡Mi señor! —repitió Efrén llevándose ambas manos al pecho, horrorizado.
—¡Por las llagas de Cristo, déjame terminar! ¡Harás lo que te digo! ¡Y una vez que hayas puesto en entredicho su honor, habrás de casarte con ella, pues es ley en nuestras mesnadas, más sagrada que la de los godos, que quien atenta contra una doncella, sea mora o cristiana, y más aún si lleva camino de ser monja, debe desposarla, y si no accede a ello, ya sabe lo que le espera, la horca!
Esto era sobradamente conocido en todos los reinos, y los juglares cantaban la historia de un carbonero vascón, escudero del Campeador, por quien arriesgó en más de una ocasión la vida, pero que tuvo la debilidad de forzar a una doncella mora del reino de Lérida, y aunque el Cid, que le tenía en gran estima, le rogó que la desposara y hasta le ofreció una dote de su bolsa, el hombre no quiso porque dijo que había de ser tan mal marido que prefería la horca. Y con gran dolor de su corazón lo hizo ahorcar.
—¿Y yo qué debo hacer, mi señor? —preguntó el conde Peláez ciñéndose la espada.
—Cuidar de que este joven caballero cumpla lo que se le ordena, y ser testigo del deshonor de la doncella para que obremos en consecuencia.
Partieron los dos caballeros del pinar de Tevar mediando el mes de agosto, y antes de que hubieran atravesado la marca que por Francia les llevaba a Navarra, los vendedores de noticias habían hecho correr la del caballero indomable que combatía con una sola mano, que marchaba camino del monasterio de benedictinas de Estella con el ánimo muy alegre, lo cual era de extrañar, ya que las intenciones que llevaban no eran buenas, y el primero en propalarlo a los cuatro vientos era el conde Peláez.