EL CÍRCULO DEL NOVENTA Y NUEVE[42]

Un rey muy triste tenía un sirviente que se mostraba siempre pleno y feliz. Todas las mañanas, cuando le llevaba el desayuno, lo despertaba tarareando alegres canciones de juglares. Siempre había una sonrisa en su cara, y su actitud hacia la vida era serena y alegre. Un día el rey lo mandó llamar y le preguntó:

—Paje, ¿cuál es el secreto?

—¿Qué secreto, Majestad?

—¿Cuál es el secreto de tu alegría?

—No hay ningún secreto, Alteza.

—No me mientas. He mandado cortar cabezas por ofensas menores que una mentira.

—Majestad, no tengo razones para estar triste. Su Alteza me honra permitiéndome atenderlo. Tengo a mi esposa y a mis hijos viviendo en la casa que la corte nos ha asignado, estamos vestidos y alimentados, y además Su Alteza me premia de vez en cuando con algunas monedas que nos permiten darnos pequeños gustos. ¿Cómo no estar feliz?

—Si no me dices ya mismo el secreto, te haré decapitar —dijo el rey—. Nadie puede ser feliz por esas razones que has dado.

El sirviente sonrió, hizo una reverencia y salió de la habitación. El rey estaba furioso, no conseguía explicarse cómo el paje vivía feliz así, vistiendo ropa usada y alimentándose de las sobras de los cortesanos. Cuando se calmó, llamó al más sabio de sus asesores y le preguntó:

—¿Por qué él es feliz?

—Majestad, lo que sucede es que él está por fuera del círculo.

—¿Fuera del círculo? ¿Y eso es lo que lo hace feliz?

No, Majestad, eso es lo que no lo hace infeliz.

—A ver si entiendo: ¿estar en el círculo lo hace infeliz? ¿Y cómo salió de él?

—Es que nunca entró.

—¿Qué círculo es ese?

—El círculo del noventa y nueve.

—Verdaderamente, no entiendo nada.

—La única manera para que entendiera sería mostrárselo con hechos. ¿Cómo? Haciendo entrar al paje en el círculo. Pero, Alteza, nadie puede obligar a nadie a entrar en el círculo. Si le damos la oportunidad, entrará por sí mismo.

—¿Pero no se dará cuenta de que eso es su infelicidad?

—Sí se dará cuenta, pero no lo podrá evitar.

—¿Dices que él se dará cuenta de la infelicidad que le causará entrar en ese ridículo círculo, y de todos modos lo hará?

—Tal cual, Majestad. Si usted está dispuesto a perder un excelente sirviente para entender la estructura del círculo, lo haremos. Esta noche pasaré a buscarlo. Debe tener preparada una bolsa de cuero con noventa y nueve monedas de oro.

Así fue. El sabio fue a buscar al rey y juntos se escurrieron hasta los patios del palacio y se ocultaron junto a la casa del paje. El sabio guardó en la bolsa un papel que decía: «Este tesoro es tuyo. Es el premio por ser un buen hombre. Disfrútalo y no le cuentes a nadie cómo lo encontraste».

Cuando el paje salió por la mañana, el sabio y el rey lo estaban espiando. El sirviente leyó la nota, agitó la bolsa y al escuchar el sonido metálico se estremeció. La apretó contra el pecho, miró hacia todos lados y cerró la puerta.

El rey y el sabio se acercaron a la ventana para ver la escena. El sirviente había tirado todo lo que había sobre la mesa, dejando solo una vela, y había vaciado el contenido de la bolsa. Sus ojos no podían creer lo que veían: ¡una montaña de monedas de oro! El paje las tocaba, las amontonaba y las alumbraba con la vela. Las juntaba y desparramaba, jugaba con ellas… Así, empezó a hacer pilas de diez monedas. Una pila de diez, dos pilas de diez, tres, cuatro, cinco pilas de diez… hasta que formó la última pila: ¡nueve monedas! Su mirada recorrió la mesa primero, luego el piso y finalmente la bolsa.

«No puede ser», pensó. Puso la última pila al lado de las otras y confirmó que era más baja. «Me robaron —gritó—, me robaron, ¡malditos!». Una vez más buscó en la mesa, en el piso, en la bolsa, en sus ropas. Corrió los muebles, pero no encontró nada. Sobre la mesa, como burlándose de él, una montañita resplandeciente le recordaba que había noventa y nueve monedas de oro. «Es mucho dinero —pensó—, pero me falta una moneda. Noventa y nueve no es un número completo. Cien es un número completo, pero noventa y nueve no».

El rey y su asesor miraban por la ventana. La cara del paje ya no era la misma, tenía el ceño fruncido y los rasgos tensos, los ojos se veían pequeños y la boca mostraba un horrible rictus. El sirviente guardó las monedas y, mirando para todos lados con el fin de cerciorarse de que nadie lo viera, escondió la bolsa entre la leña. Tomó papel y pluma y se sentó a hacer cálculos. ¿Cuánto tiempo tendría que ahorrar para comprar su moneda número cien? Hablaba solo, en voz alta. Estaba dispuesto a trabajar duro hasta conseguirla; después, quizás no necesitaría trabajar más. Con cien monedas de oro un hombre puede dejar de trabajar. Con cien monedas de oro un hombre es rico. Con cien monedas de oro se puede vivir tranquilo. Si trabajaba y ahorraba, en once o doce años juntaría lo necesario. Hizo cuentas: sumando su salario y el de su esposa, reuniría el dinero en siete años. ¡Era demasiado tiempo! Pero ¿para qué tanta ropa de invierno?, ¿para qué más de un par de zapatos? En cuatro años de sacrificios llegaría a su moneda cien.

El rey y el sabio volvieron al palacio.

El paje había entrado en el círculo del noventa y nueve. Durante los meses siguientes, continuó con sus planes de ahorro. Una mañana entró a la alcoba real golpeando las puertas y refunfuñando.

—¿Qué te pasa? —le preguntó el rey de buen modo.

—Nada —contestó el otro.

—No hace mucho, reías y cantabas todo el tiempo.

—Hago mi trabajo, ¿no? ¿Qué querría Su Alteza, que fuera también su bufón y juglar?

No pasó mucho tiempo antes de que el rey despidiera al sirviente. No era agradable tener un paje que estuviera siempre de mal humor.

La mayoría de nosotros hemos sido educados en esta psicología: siempre nos falta algo para estar completos, y solo entonces podremos gozar de lo que tenemos; siempre nos faltan «cinco centavos para el peso». Nos enseñaron que la felicidad deberá esperar a completar lo que falta. T como siempre nos falta algo, la idea retoma el comienzo y nunca podemos gozar de la vida.

Otra cosa sería si nos diéramos cuenta, así, de golpe, de que nuestras noventa y nueve monedas son el cien por cien de nuestra fortuna, de que no nos falta nada, de que nadie se quedó con lo nuestro. Es solo una trampa, una zanahoria puesta frente a nosotros para que, por codicia, arrastremos el carro, cansados, malhumorados, infelices o resignados. Un engaño para que nunca dejemos de empujar, sin ver los enormes tesoros que tenemos alrededor, aquí y ahora.

Añoramos lo que nos falta y dejamos de disfrutar de lo que tenemos.

La culpa es de la Vaca, Vol. 1
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