Capítulo 1

EL EMPERADOR

TOLEDO, 28 de enero de 1519

Escuchó tres fuertes golpes en la puerta. Titubeante, se acercó a abrirla y, al asomarse, la sangre se le heló en las venas.

—Juan Losantos, date preso —le anunció el oficial de la Inquisición, al que acompañaban cuatro hombres armados, alabardas en mano y espadas desenvainadas.

—¿Quién me requiere?

—La Santa Inquisición. Debes acompañarnos; has sido denunciado por cometer pecado contra natura.

—Puedo recoger…

—No. —El oficial fue tajante y no permitió que Juan siguiera hablando—. Síguenos, ya.

—¿Qué ocurre? —Andrés, el amante de Juan Losantos, salió a la puerta sobresaltado.

—Y tú, gañán, quédate donde estás, o te apresaremos también —lo amenazó el oficial apuntándole con su espada.

—¿A dónde me lleváis? —preguntó Juan angustiado.

—Enseguida lo verás.

—Toma, Juan, abrígate, hace mucho frío. —Andrés le alargó un cobertor de lana con la que se cubría los hombros—. Y no te preocupes, hablaré con tu padre.

El oficial miró con desprecio a Andrés y escupió al suelo.

—Si de mí dependiera, todos vosotros, maricones de mierda, arderíais en la hoguera, pero antes os quitaría las ganas de pecar metiéndoos un buen pedazo de hierro rusiente por el culo. Sobre todo a los que os gusta «romper zapatos»; seguro que tú —el oficial inquisidor señaló primero y clavó con fuerza después su dedo índice en el pecho de Juan— eres uno de esos.

—¿«Romper zapatos»? —se sorprendió Andrés.

—¿No sabes qué significa? —el oficial se volvió hacia el amante de Juan Losantos.

—No…

—Pálpate el culo y comprueba si tienes «el zapato roto» —rieron el inquisidor y sus alguaciles.

—Esa expresión se emplea para señalar a quien abusa de niños —le explicó Juan apesadumbrado y triste.

Andrés se mordió los labios.

—Vamos, andando que no tenemos todo el día —añadió el oficial empujando a Juan y apartando de un manotazo a Andrés.

Apenas rayaban las primeras luces del alba sobre el horizonte de Toledo aquella mañana de invierno, en la que unas nubes oscuras amenazaban con dejar caer una copiosa nevada sobre la ciudad.

Escoltado por los guardias de la Inquisición, Juan Losantos caminó durante un buen trecho. Las empinadas calles de Toledo estaban casi vacías a esa hora tan temprana, y los rápidos pasos de las botas de cuero de los guardias resonaban sobre las piedras de la calzada como crujidos de fantasmas.

Hacía cien años que los dominicos, los perros de Dios, habían trasladado su convento desde las afueras de Toledo al centro de la ciudad, cerca de la catedral. Dedicado a san Pedro Mártir, el enorme edificio estaba en obras, pues la orden de Santo Domingo pretendía convertirlo en el más grande y fastuoso de cuantos poseía en Castilla.

Juan Losantos fue conducido a una gran sala de paredes de piedra cubierta con una techumbre de madera recién labrada, todavía sin terminar.

—Aguarda aquí. Y vosotros dos, no le quitéis ojo de encima a ese maricón; estos cabrones se escurren como las anguilas —ordenó el oficial a dos de los cuatro guardias.

—¿Puedo sentarme? —demandó Juan Losantos.

—No, no puedes. Sabías eso de «romper zapatos», ¿eh? Apostaría a que has roto algunos. ¿O quizá te los rompieron a ti? —El oficial sonrió malicioso; sus dientes, agudos como los de una hiena, se dejaron atisbar entre sus labios.

—Jamás he forzado voluntad alguna —asentó Juan.

—Que permanezca de pie hasta que lo vea el juez —ordenó el oficial a los guardias; se acercó a uno de ellos, le dijo algo al oído y salió de la sala acompañado de los otros dos.

Solo entonces Juan Losantos comenzó a sentir un frío glacial que le helaba los huesos; apenas había salido de casa vestido con un camisón de noche, unas babuchas de cuero y el cobertor que le había entregado Andrés, poca ropa para combatir el intenso frío de aquella madrugada invernal.

Tuvo miedo, mucho miedo; la severa amenaza del oficial que lo había detenido no parecía en vano. Aquel tipo hablaba con ira, y su actitud no presagiaba nada bueno. Tras un buen rato de pie en medio de aquella desangelada sala, se resignó al fin. Y esperó, esperó, esperó…

Lérida, 28 de enero de 1519

Se sabía emperador…, ¡el emperador!

Carlos de Austria había recibido días atrás, justo unas horas antes de dejar Zaragoza, la noticia de la muerte de su abuelo, el emperador Maximiliano. El séquito real se puso en marcha y atravesó el amplio desierto de los Monegros, una árida y reseca extensión de páramos vacíos y vaguadas solitarias que se extendía a lo largo de un centenar de millas desde las mismas puertas de Zaragoza hasta el curso del río Cinca.

Hacía cinco días que había salido de Zaragoza, y durante todo el camino no había dejado de pensar en el Imperio. Aquel joven muchacho asustadizo e inexperto que había llegado desde Flandes a Castilla dos años atrás, sin siquiera hablar la lengua de sus nuevos súbditos, sin conocer sus costumbres y sin saber de sus gustos, estaba a punto de convertirse a sus casi diecinueve años en el hombre más poderoso del mundo.

Esa mañana había comido en Fraga, la última villa del reino de Aragón, y había pisado tierras de Cataluña a mediodía. A las dos de la tarde entró en Lérida por la puerta de San Antonio. El concejo de la ciudad le había preparado una solemne recepción; allí estaban presentes sus cincuenta miembros, el canciller mayor y el obispo de Tortosa. El rey subió a un tablado levantado al efecto y se sentó en un sillón de madera. A su lado, siempre atento a cualquier detalle, se situó Guillermo de Croy, señor de Chièvres, su principal asesor, que ejercía como camarero real.

—Alteza —el decano de los cuatro paers o consejeros que formaban el consejo de gobierno de la ciudad se dirigió al rey en nombre de todo el concejo—, la Paería de Lérida os da la bienvenida a esta vuestra ciudad y, en su nombre, os solicita que confirméis los privilegios, libertades y costumbres de las que viene gozando desde que los concedieran vuestros ilustres antepasados los reyes de Aragón y condes de Barcelona.

Carlos, que apenas entendió la lengua en la que le hablaba el paer en cap, aceptó con una indicación de su mano. Entonces, el notario y escribano de la ciudad leyó una fórmula ritual, le presentó el documento con la confirmación de los privilegios, previamente acordada con los oficiales reales, y Carlos de Austria puso su firma al pie del escrito.

—Apruebo, ratifico y confirmo vuestros privilegios y libertades —se limitó a proclamar el rey leyendo esta fórmula escrita en catalán en un papel, lo que provocó los vítores de los dos centenares de personas allí congregadas.

El rey descendió del tablado, subió a su caballo, que sujetaba un palafrenero, y, tal como indicó el escribano, se colocó bajo un enorme palio que portaban los cuatro paers, varios caballeros y algunos ciudadanos principales. La comitiva recorrió la calle del Hospital, Mayor y de la Zapatería, hasta llegar a la plaza de la catedral, donde el rey se apeó del caballo y adoró y besó la santa cruz que le ofreció el obispo.

Ya en la rica casa de mosén Pou, en la plaza de San Juan, donde se había preparado el alojamiento del monarca, Carlos de Austria se relajó. Allí lo esperaban su hermana Leonor, su abuelastra y amante la reina Germana de Foix y la hijita de ambos, nacida unos meses atrás en Zaragoza.

—Mi señora —se dirigió Carlos a Germana—, vuestra alta condición y dignidad merecen todo el decoro. He pensado, contando con vuestra real gracia, que caséis con don Juan, marqués de Brandeburgo y miembro de mi séquito personal. Quiero además que permanezcáis a mi lado en la corte y que no os falte ninguna atención, ni tampoco a vuestra hijita —Carlos seguía sin querer reconocer a Isabel, la hija que había tenido con Germana, como propia—. He reservado para vos un alto oficio, y vuestro nuevo esposo será además nombrado capitán general del ejército.

Carlos dejaba claro que Germana constituía una pieza más en su futura política imperial, pues el marqués de Brandeburgo era hermano del príncipe y duque de Brandeburgo, uno de los siete electores que en unos meses dirimirían quién iba a ser el próximo emperador de Alemania.

—Mi señor —habló Germana—, me hacéis un gran honor, pero nuestra hija la infanta Isabel…

—Isabel dispondrá de todos los cuidados y toda la despensa que requiere la hija de una reina —la cortó tajante Carlos—. Confío en vos. Quizá os nombre virreina y gobernadora de Valencia. Hace unas semanas, antes de partir de Zaragoza, tuve que cesar a ese incompetente de don Pedro Maza, que no supo acabar a tiempo con los disturbios que se han producido en Orihuela y Murcia. Vos sabríais bien qué hacer, no en vano habéis tenido al mejor maestro del mundo en el arte del buen gobierno: mi abuelo el rey don Fernando.

Por si todavía Germana de Foix albergaba alguna esperanza en recobrar los favores de Carlos y volver algún día a su cama, aquella decisión de casarla con un noble de su séquito dejaba claro que el joven rey había decidido cortar de raíz sus amores con la reina viuda y acabar así con los chascarrillos que corrían por todos sus reinos, en los que se tildaba esa relación, que había durado dos años, de incestuosa y llena de pecado.

—Vos engendrasteis en mí el hijo que no le pude dar a vuestro abuelo, mi esposo el rey don Fernando. Haré lo que vos dispongáis, mi señor.

—Os aprecio mucho, doña Germana, y por eso es mi deseo que me acompañéis, al menos hasta que sea coronado emperador. ¡Ea!, no se hable más, y vayamos a cenar, que con tanto desfile se me ha despertado un hambre feroz. Y que no falte cerveza.

Lérida, 29 de enero de 1519

Pedro Losantos era médico del rey. Nacido judío pero convertido al cristianismo, era miembro de una antigua dinastía de médicos de Toledo y durante muchos años había estado al servicio de los Reyes Católicos. En los últimos años del rey Fernando había permanecido a su lado como fiel consejero y le había sido muy útil en las situaciones más comprometidas. Su cercanía al Católico lo había llevado a conocer secretos que lo convertían en un personaje importante.

A pesar de que se comportaba como un cristiano y cumplía con todos los mandamientos y preceptos de la Iglesia, su pasado judío concitaba entre sus enemigos cierto rechazo y una animadversión que él había sorteado gracias a su cercanía al rey. Pero una vez muerto Fernando de Aragón, el converso se mantenía en la corte gracias a la amistad de su esposa con Germana de Foix, la reina viuda, que la había nombrado dama de compañía y a su hija María la había convertido en su principal confidente.

Con el matrimonio Losantos, y gracias a la mediación de Adriano de Utrecht, el gran consejero y preceptor de Carlos de Austria, viajaban sus hijos Pablo, casado con Leonor de Urrea, descendiente de una familia de nobles aragoneses venidos a menos, y María, viuda del infanzón Lope de Valdivieso, que había muerto pocos años atrás luchando como soldado de fortuna en las guerras de Italia.

Los cinco miembros de la familia Losantos se habían hospedado en Lérida en la posada del Gato, muy cerca del palacio donde se alojaba Carlos.

—He hablado con don Adriano y me ha asegurado que pronto serás médico del rey. Eres uno de los mejores de estos reinos; has estudiado en Salerno y conoces las depuradas técnicas de los médicos árabes que solo allí se conocen. Nadie más preparado que tú para cuidar de la salud de nuestro señor —le comentó Pedro Losantos a su hijo mientras preparaban sus sacos de viaje para reiniciar camino hacia Barcelona, a donde se dirigía la comitiva real.

—Te lo agradezco, padre, pero ya sabes que hubiera preferido instalarme en Toledo, en Zaragoza o en Valladolid…

Pablo Losantos tenía treinta y cinco años; hacía cinco que se había casado con Leonor de Urrea, hija de un noble aragonés. Era un hombre íntegro que entendía la práctica de la Medicina como una ciencia para sanar cuerpos, pero también como una actividad para cultivar almas y hacer mejores a los seres humanos.

—Ser médico del rey es un privilegio y, aunque conlleva ciertos sacrificios y molestias como los de estar siempre de un lado para otro, en nuestro caso constituye una garantía de seguridad. Aunque tú no estás circuncidado, pues naciste cuando tu madre y yo mismo acabábamos de convertirnos al cristianismo y te bautizamos de inmediato, no dejas de ser miembro de un linaje de judíos conversos, y desde que los Reyes Católicos decretaron la expulsión, hace ya casi treinta años, la Inquisición no deja de rondar y de controlar a todos los que considera que pueden ser relapsos y judaizantes, a los que tilda de herejes y trata como tales.

—Me has hablado de ello muchas veces, pero en esta casa nunca he visto practicar ceremonias ni ritos judíos. Los inquisidores no nos pueden acusar de nada —asentó Pablo.

—Al Santo Oficio no le importa que seas inocente. Basta una denuncia, aunque sea falsa y anónima, para que inicie una pesquisa y someta al denunciado a cárcel e incluso a torturas. Si eres acusado, aun injustamente y sin prueba alguna, la Inquisición te considera, en principio, culpable.

—¿Sin pruebas?

—Sin indicios siquiera. Esos perros de Dios andan por ahí ansiosos por morder a una de sus incautas víctimas sin tener en cuenta para nada si en verdad se trata de un hereje o de un judaizante, o, sencillamente, de una venganza. Los inquisidores padecen de una verdadera obsesión por encontrar herejes en cualquier parte, y qué mejores candidatos que los que en el pasado fuimos judíos.

»El Santo Oficio está infiltrado en todas partes, tiene espías y agentes en todos los sitios. Desde que los Reyes Católicos fundaran esta institución, son ya cientos de personas las que han sufrido sus perversos métodos. Sus principales objetivos somos los judíos conversos y, luego, los moros, quienes todavía, aunque no creo que por mucho tiempo, pueden practicar su religión aquí, en la Corona de Aragón, si bien ya no en la de Castilla. Pero también lo son todos aquellos sospechosos de profesar herejías, y te aseguro que la lista de nombres que manejan los inquisidores es muy larga y está repleta de causas por las que acusarlos. Cualquiera puede ser tildado de hereje si uno solo de esos perros de Dios se lo propone.

—Hemos acabado —dijo Pablo tras colocar los sacos de viaje junto a la puerta.

—Entonces bajemos a cenar; las mujeres llegarán enseguida.

Juana de la Cruz y María Losantos acababan de visitar a Germana de Foix. La reina viuda estaba triste porque una vez más Carlos de Austria, a pesar de que había sido su amante desde que este llegara de Flandes para convertirse en rey de Castilla y Aragón, se había negado a reconocer como propia a Isabel, la hija de ambos, nacida de sus amoríos unos meses atrás en el palacio de la Aljafería de Zaragoza.

—La reina se siente muy desconsolada. Don Carlos jamás reconocerá a Isabel como hija propia, y eso significa que esa niña nunca tendrá un padre y que doña Germana podrá ser tachada de ramera —comentó Juana a su hija María.

Habían preparado un jarabe mezclando una destilación de mejorana con hierbabuena y esencia de aloe para aliviar los dolores de estómago que la reina viuda arrastraba desde hacía unos días. Juana de la Cruz conocía las propiedades de muchas hierbas, no en vano procedía de una familia de judíos de las montañas de Alcoy, al sur del reino de Valencia, en la cual todas las mujeres habían ejercido desde hacía siglos como expertas curanderas, y le había transmitido todos esos conocimientos a su hija.

Desde muy niña, María había demostrado una especial sensibilidad a la hora de captar, mediante sensaciones cuyo origen no podía explicar, el estado de ánimo de las personas a las que tocaba. A veces tenía presentimientos, sobre todo cuando entraba en contacto con alguien, y entonces sentía extraños presagios. Su madre, a la que le había confiado esta especie de corazonadas, le decía que se trataba de un don especial que muy pocos poseían.

—Don Carlos no puede reconocer a doña Isabel como hija. ¡Cómo va a hacerlo! ¡El padre de la hija de su abuelastra! ¡La esposa del Católico, madre de una hija de su propio nieto! Sería un gigantesco escándalo —comentó María de regreso a la posada del Gato.

—En la corte todos saben que don Carlos es el padre de esa niña. ¿Recuerdas aquellos días en Valladolid? La gente se agolpaba cada día a primera hora de la tarde a las puertas del palacio donde residía doña Germana para ver la llegada del rey; y luego, cuando don Carlos ordenó construir aquel pasadizo elevado para evitar semejante espectáculo, se apostaban debajo de la pasarela en absoluto silencio para escuchar los pasos de don Carlos camino de la alcoba de doña Germana —recordó Juana.

—Sí, así fue, madre, pero nadie se atreverá a proclamar la paternidad de don Carlos si este no la admite. Y nunca la admitirá, nunca.

—Podría hacerlo. Don Carlos no tiene esposa todavía, aunque siendo un muchacho le adjudicaron varias novias.

—¿Qué mujer, y menos aún siendo de familia real, aceptaría casarse con el príncipe que ha sido capaz de dejar embarazada a su propia abuela?

—Abuelastra —precisó Juana.

—Abuela, sí, abuelastra, ¡qué más da! Lo siento mucho por doña Germana, porque la aprecio de verdad y sé la situación de angustia por la que está pasando, pero debe hacerse cargo enseguida de que su hija nunca tendrá un padre que la reconozca.

—Hace un par de días me confesó que el rey va a casarla con un noble de su séquito: el marqués de Brandeburgo —añadió Juana.

—¡Ah!, ese hombre…

—Es una buena solución para que la reina no permanezca en entredicho. Con esa boda, la pequeña Isabel tendrá un padre y doña Germana un esposo. Así se solucionan estos enredos en la corte.

Leonor de Urrea estaba embarazada de varios meses. A sus treinta y tres años había llegado a creer que era estéril, pero en su interior latía al fin el pequeño corazón del que iba a ser su primer hijo con Pablo Losantos.

La dama aragonesa estaba sentada a una mesa de la posada del Gato junto a su esposo y su suegro, Pedro, esperando a que llegaran Juana y María, que habían ido a visitar a la reina viuda, para cenar.

—Esta tarde he tenido un mareo y vómitos —le comentó Leonor a su esposo.

—Es lo normal en una embarazada —respondió Pablo.

—¿Crees que nacerá… bien?

—Haré todo lo posible para que así sea.

—Ya no soy una jovencita.

—No eres la única mujer que va a parir su primer hijo a esta edad.

—Pero a mis años algunas ya han tenido una docena de partos.

—Las mujeres sois fértiles hasta que dejáis de menstruar, y eso no ocurre hasta pasados los cuarenta años. No solo tendremos este hijo, sino algunos más.

—Durante estos años que hemos estado casados creí que no podría darte hijos, y esa idea me atormentaba porque sé que anhelas tenerlos. Pero ahora soy feliz.

Leonor de Urrea cogió la mano de su esposo y se la acercó hasta colocarla sobre su vientre.

—Lo llamaremos Alonso, como tu padre.

—Yo había pensado en Pedro, como el tuyo —dijo Leonor mirando a su suegro, Pedro Losantos, que dibujó una sutil sonrisa.

—No, ya he hablado con mi padre y está de acuerdo en que el nombre de su primer nieto sea Alonso.

—Lo estoy, lo estoy —asintió Pedro.

—Entonces, así será.

En ese momento entraron Juana y María en la posada.

—¡Ya era hora! El guiso de carnero con cebollas que ha preparado el mesonero está a punto de enfriarse —protestó Pedro Losantos ante la tardanza de su esposa y de su hija.

—Nos hemos retrasado porque hemos tenido que preparar un jarabe para el dolor de vientre de la reina; no se encuentra bien —se excusó Juana.

—Esa mujer está comiendo demasiado —añadió María.

—Escuchad: Pablo va a ser médico del rey. Me lo ha asegurado don Adriano —anunció Pedro.

—Acepta ese puesto, hijo —intervino Juana de la Cruz.

—¿Tú qué dices, esposa? —le preguntó entonces Pablo a Leonor de Urrea.

—Nuestro hijo nacerá muy pronto —Leonor se acarició el vientre, que denotaba su avanzado estado de gestación—. Te conozco bien, sé que decidirás lo mejor para tu familia.

—Serás médico de un emperador y no por ello tendrás que renunciar a todo cuanto crees —añadió Pedro Losantos—. Desde que mi padre, tu abuelo Mosés —Pedro Losantos nombró a su progenitor por su nombre judío—, se convirtiera al cristianismo, y con él toda nuestra familia, los Losantos hemos estado al lado de los reyes y no nos ha ido mal. Han pasado ya muchos años desde que nos hicimos cristianos, pues o nos bautizábamos o tomábamos el camino del exilio. Muchos de los nuestros se marcharon para mantener su antigua religión, pero nosotros decidimos renunciar a nuestra vieja fe para conservar nuestra forma de vida, aunque pese a ello sigue habiendo quien nos contempla como enemigos de estos reinos y nos tacha de traidores sin aportar la menor prueba de tan gravísimas acusaciones. No podemos caer en el error de dar pábulo a esas maledicencias.

—¿Qué temes? —le preguntó Pablo a su padre.

—Que los enemigos que todavía tenemos en la corte, ya que no han podido conmigo, intenten hacerte daño a ti. —Pedro Losantos ignoraba que en esos momentos varios miembros del Consejo real estaban maquinando graves acusaciones contra él.

—Tendré cuidado.

—Obra como tu conciencia te dicte, hijo. Lo que decidas estará bien —añadió Juana de la Cruz, que extendió su brazo y acarició el rostro de su primogénito.

—Seguro que aciertas, hermano —terció María Losantos, que hasta entonces había permanecido callada en la conversación de sus padres con su hermano mayor.

Los Losantos estaban dando buena cuenta de la cena cuando un criado entró en la posada, miró en derredor y localizó a Pedro. Se acercó respetuoso, con el sombrero en la mano, le entregó al médico converso un papel doblado y sellado con lacre rojo, y sin decir palabra salió de la fonda como alma que lleva el diablo.

Pedro Losantos ni siquiera tuvo la oportunidad de preguntarle por el motivo de aquella entrega. Tomó la misiva y supuso que sería alguna orden del rey Carlos o de la reina viuda Germana para que se presentara de inmediato ante alguno de ellos, tal vez por una indigestión o un empacho, pues desde que abandonaran sus relaciones amorosas, unos meses atrás, ambos comían y bebían en exceso, sobre todo Germana, que suplía la ausencia del rey en su cama ingiriendo, tal vez como forma de consuelo, enormes cantidades de comida.

Despreocupado, Pedro miró aquel papel, que no tenía ninguna indicación en el exterior, rompió el lacre, que carecía de identificación impresa, lo desplegó y leyó el contenido: apenas dos líneas escritas con mano firme y tinta negra y brillante como ala de cuervo.

Su faz demudó de repente y su aspecto hasta entonces relajado tornó en un gesto de desasosiego preocupante. Tembloroso, dejó caer el papel encima de la mesa. Su rostro mostraba una expresión temerosa.

—¿Qué ocurre, padre? Parece como si hubieras visto pasar ante tus ojos al espectro de la muerte —dijo Pablo al contemplar el rictus de angustia de Pedro Losantos.

Juana de la Cruz cogió el papel y lo leyó para sí. Cerró los ojos, suspiró con profundidad, lo estrujó entre sus manos y se lo aplastó contra el pecho.

En efecto, era el espectro de la muerte, pensó Juana.

Los cinco miembros de la familia se sumieron en un sepulcral silencio.

Toledo, 31 de enero de 1519

—Vamos, levanta, gandul —el carcelero despertó y zarandeó a Juan Losantos, que llevaba tres días preso en una gélida celda del convento de dominicos de Toledo.

—¿Qué ocurre…? —balbució todavía medio dormido, con los miembros entumecidos por el frío y la humedad de la prisión.

—Que quedas libre… de momento. Debes de tener alguien muy poderoso de tu parte; no es frecuente salir de un modo tan fácil una vez se ha entrado en una prisión del Santo Oficio.

Juan Losantos se incorporó de su sucio catre y salió de la celda. En la puerta del convento dominico lo esperaba Andrés.

—¡Juan, Juan! ¡Oh!, gracias a Dios, pensé que no te soltarían tan pronto.

—¿Qué ha pasado?

—Cuando se te llevaron esos lacayos del Santo Oficio corrí a casa de tus tíos para contarles lo sucedido. Don Felipe se presentó de inmediato ante el inquisidor para protestar por tu detención y ha conseguido que te dejen libre.

—¿Cómo lo ha logrado?

—Alegando que tu padre y tu hermano son médicos del rey y consejeros en la corte. En cuanto ese oficial ha comprobado que era cierto, supongo que ha tenido miedo a posibles consecuencias y te ha dejado libre.

—¿Y a ti, te han hecho algo? ¿Estás bien?

—Bueno, me han dado algunos empujones, me han insultado, ya sabes, «sodomita», «maricón», «cabrón», «rompeculos» y ese tipo de agravios, y me han prometido que me meterán un hierro rusiente por el ano, pero nada más.

—Vamos a casa de mis tíos, quiero agradecerle a Felipe su mediación.

Felipe Rubio, casado con Raquel, era hermano de María Rubio, esposa de Pablo Losantos, padre de Pedro y abuelo de Pablo, María y Juan. A punto de cumplir ochenta años, también había sido objeto de alguna pesquisa de la Inquisición, que nunca confió del todo en la sincera conversión al cristianismo de quien cuando todavía era judío se hacía llamar Salomón. Dueño del principal taller de orfebrería de Toledo, había criado desde muy niño a su sobrino nieto Juan Losantos como a su propio hijo.

—¡Hijo! —Felipe y Raquel se abrazaron a Juan entre sollozos. La pareja de ancianos conversos no había tenido hijos, y Juan era para ellos la principal razón para seguir viviendo.

—¿Estás bien?, ¿te han torturado esos canallas? —le preguntó Felipe.

—Bueno, algún golpe sí he recibido, pero sin mayor importancia. Os agradezco cuanto habéis hecho por mí, pero me temo que los inquisidores os vigilarán ahora más de cerca —dijo Juan.

—No te preocupes por nosotros. Yo soy el hombre más viejo de Toledo, supongo, y quizá incluso del mundo; me queda muy poco tiempo de vida. Lo importante es que tú estés bien.

—Ahora volved a vuestra casa —intervino Raquel—, tenéis que dar la sensación de que no ha pasado nada.

—Gracias, os debo mucho —añadió Juan, que besó a sus ancianos tíos antes de despedirse y salir con su amante de regreso a su casa.

Por el camino, Andrés le confesó a Juan que lo había pasado muy mal, y le dio un consejo.

—Deberías escribir una carta a tu padre relatándole lo que ha ocurrido.

—No. Se preocupará en exceso y sé lo que es capaz de hacer.

—Tengo miedo; pensé que podría perderte, que nunca más volvería a verte. Estaba desesperado.

Cuando llegaron a casa, los dos amantes se abrazaron con toda intensidad y se besaron. Aquella noche se entregaron el uno al otro como nunca antes lo habían hecho y se amaron hasta el amanecer. La rosada aurora invernal los sorprendió abrazados, felices y sonrientes como recién enamorados.

—Llegué a pensar que estos momentos nunca se repetirían; casi me vuelvo loco —dijo Andrés.

—Habrá muchos momentos más como este. Muchos más —musitó Juan al oído de su amante mientras le besaba el lóbulo de la oreja y enrollaba entre los dedos un mechón de su cabello rizado.

Abadía de Montserrat, principios de febrero de 1519

La ascensión a la montaña sagrada de Montserrat fue más penosa y dura de lo que esperaban algunos de los miembros del séquito real, pero Carlos sabía que para ser reconocido como soberano en Barcelona tenía que acudir a rezar a ese santuario, que se había convertido en el lugar más sagrado de todo el principado de Cataluña.

Al abrigo de unos enormes farallones rocosos, que se asemejaban a los dientes romos o a los dedos de un gigante según el lado desde el que se contemplaran, el monasterio de Montserrat colgaba sobre un precipicio a cuyos pies se extendían, hasta más allá de donde la vista podía alcanzar, las onduladas y fértiles tierras de Cataluña Nueva.

Territorio donde convivían señores feudales, monasterios poderosos y concejos de hombres libres, los viejos condados catalanes que resistieron al islam al sur de los Pirineos, a los que se habían sumado más tarde por decisión de los reyes de Aragón los marquesados de Lérida y Tortosa, formaban un heterogéneo conglomerado en el que regían diversos sistemas de gobierno, aunque regulados por las costumbres de Barcelona y las normas emanadas de las Cortes catalanas.

El abad de Montserrat, acompañado por todos los monjes del cenobio, recibió al rey Carlos en la entrada del recinto del monasterio benedictino.

—Alteza, os damos la bienvenida a esta santa casa de oración y os ofrecemos nuestra hospitalidad y nuestra lealtad —manifestó el abad.

—Os lo agradecemos de corazón, mi señor abad —contestó Carlos.

—Esta abadía, que guarda la sagrada imagen de la Virgen Negra, os recibe con alborozo, señor. Los monjes de Montserrat siempre han sido fieles servidores de nuestros reyes y compañeros de sus hazañas. ¿Sabíais, alteza, que un monje de nuestra congregación acompañó al almirante don Cristóbal Colón en uno de sus viajes a América?

—No, desconocía ese hecho. Todavía tengo mucho que aprender sobre mis dominios en las Españas —comentó Carlos.

—Pues así fue. Nuestro hermano Bernat Boïl fue uno de los primeros en llevar el mensaje de la cruz y del Evangelio al Nuevo Mundo.

—Un gran mérito de este monasterio; os felicito por ello.

—Os hemos preparado los mejores aposentos de esta santa casa, alteza. No es un palacio, pero los monjes de esta abadía hemos hecho voto de pobreza y lo cumplimos.

—Me acompañan mi hermana doña Leonor y la reina doña Germana, esposa de don Fernando, mi abuelo aragonés.

—Ya estábamos avisados de ello por vuestro mensajero, alteza. Acogemos a tan altas damas con el honor que merecen. Vuestro abuelo don Fernando hizo mucho bien a esta abadía. Hace veinte años pasamos por un momento tan delicado que estuvimos a punto de desaparecer como congregación. Por fortuna, vuestro abuelo, el recordado rey Católico, nos ayudó enviando a Montserrat a catorce monjes del monasterio benedictino de Valladolid. Gracias a la generosidad de don Fernando y a esos monjes castellanos se pudo salvar este cenobio. Desde entonces dependemos de nuestra casa madre en Castilla.

»Sed también bienvenidas, mis señoras —saludó el abad a las damas, que se habían situado un par de pasos detrás de Carlos—. Pero pasad, pasad, os hemos preparado una humilde pero reconfortante comida. Supongo que estaréis hambrientos tras la ascensión.

—No sabéis cuánto —comentó Carlos.

La comitiva real permaneció dos días en Montserrat. Tras descansar la primera noche del sábado, el rey se levantó temprano. Su secretario ya le había preparado para la firma cinco cartas dirigidas al papa y a varios cardenales de la curia romana en las que les anunciaba sus planes tras la muerte de su abuelo, el emperador, entre otros asuntos menores. Carlos dejaba claro que el Imperio le pertenecía y que no iba a consentir que nadie le disputara aquella herencia.

—Mi señor —le comentó el secretario—, vuestros súbditos os ruegan que aceptéis el título de rey de Romanos y el de emperador del Sacro Imperio Romano Germánico.

—Sea —se limitó a decir Carlos.

—Y, además, debéis firmar la autorización para el viaje de don Fernando de Magallanes.

—Ese portugués…

—Todavía no sé cómo Magallanes pudo convencer a vuestra alteza para poner en marcha semejante aventura. ¡La vuelta al mundo! Solo a un loco se le ocurre idea como esa. Solo a un loco —comentó Mercurino de Gattinara, canciller real y hombre de gran influencia en la corte de Carlos de Austria.

—El mundo es más grande gracias a locos como Magallanes, don Mercurino, no lo olvidéis —dijo Carlos.

—Perdonad, mi señor, yo…

—Si el almirante don Cristóbal Colón no hubiera soñado con una locura similar y mis abuelos no hubieran creído en ella y no la hubieran apoyado, Castilla no sería ahora la dueña de medio mundo. ¿No es cierto?

—Lo es, alteza, lo es.

—Bien, en ese caso, señor canciller, no desestiméis nunca una idea, por absurda que pueda pareceros.

—No lo haré, señor, no lo haré.

—Dadme esa orden, secretario, la firmaré enseguida. Y vos, canciller, conminad a Magallanes para que acelere los preparativos de su viaje antes de que el rey de Portugal vuelva a entrometerse en nuestro camino y ponga en peligro esta empresa. Nuestros barcos deben ser los primeros en dar la vuelta al mundo. Los primeros.

—Sí, mi señor.

El lunes amaneció espléndido. Hacía frío, pero un sol radiante brillaba sobre la montaña de Montserrat como el símbolo de fuego de un dios pagano sobre un inmaculado fondo azul.

Carlos de Austria y el abad paseaban por la explanada del monasterio a la vista de las montañas nevadas que se alzaban al norte como lejanos guardianes o amenazadores gigantes, quién sabe.

—Alteza, a esta abadía han llegado rumores sobre dos graves amenazas para la cristiandad.

—Explicadme, ¿a qué amenazas os referís?

—Una es la de ese predicador alemán, Lutero dicen que se llama, que al parecer se ha rebelado contra nuestra Santa Madre Iglesia y pretende acabar con la autoridad del papa. Y la segunda, los turcos, de los que algunos mercaderes que acuden a esta abadía cuentan que en sus rafias pueden llegar incluso a las costas de Cataluña y saquear nuestros puertos y ciudades.

—Sí, las dos amenazas son ciertas, señor abad, pero con la ayuda de Dios las afrontaremos con firmeza. Os ruego que recéis por ello y nos tengáis presente en vuestras oraciones. Por lo que respecta a Lutero, he ordenado a mis agentes en Alemania que se ocupen de ese fraile agustino que ha revuelto y confundido con sus proclamas insensatas a un buen número de clérigos alemanes; y en cuanto a los turcos, me ocuparé de ellos cuando los electores me proclamen emperador de Alemania de pleno derecho.

—Corre por ahí una historia en la que se recoge que vuestra alteza es el monarca que acabará con el dominio de los sarracenos en Tierra Santa y que recuperará Jerusalén y el Santo Sepulcro para la cristiandad —se persignó el abad.

—Sí, eso se cuenta. Pero también se decía lo mismo de mi abuelo el rey Fernando el Católico. Y ya veis, murió sin poner siquiera sus pies en Jerusalén. A veces las profecías no se cumplen.

—En vuestro caso, intuyo que sí —comentó el abad.

—Hace falta mucho más que una profecía para derrotar a los turcos. Su imperio es rico, poseen un numeroso y bien pertrechado ejército y están construyendo una poderosa flota en los astilleros de Constantinopla. Será difícil doblegarlos. Además, me temo que no toda la cristiandad está unida en este asunto.

—¡Cómo puede ser! —se escandalizó el abad.

—Francia, Venecia y Génova tienen sus propios intereses, y en ellos los turcos pueden jugar un papel de aliados. No me extrañaría que cualquiera de esas naciones firmara un pacto con el sultán otomano.

—¡Pero son cristianos, y los turcos unos infieles hijos de Satanás! —El abad volvió a persignarse, ahora por dos veces.

—El dinero, que casi todo lo puede, no entiende de asuntos de fe.

—Vos sois el soberano más poderoso del mundo. Dios ha puesto toda esa fuerza en vuestras manos.

—Y a Él me encomiendo siempre, pero mis reinos y Estados no son uniformes. Cada uno tiene sus propias leyes, sus costumbres peculiares, su genuino sistema de gobierno y sus instituciones privativas. En mis dominios se hablan varias lenguas diferentes y no siempre comparten empresas ni intereses comunes.

—Vuestro papel como monarca de todos ellos es hacer que se pongan de acuerdo en defender la cristiandad. Nada hay más sagrado ni más noble que ese empeño.

—En eso estoy, señor abad, en eso estoy —dijo Carlos, que calló de pronto, meditabundo, y fijó su vista en el lejano horizonte, más allá de las cumbres nevadas del septentrión.

El joven muchacho que un día jugara con hermosos trineos de colores sobre las aguas heladas de los canales de Gante, soñando con ser un gran rey, se había convertido en el dueño de medio mundo, pero en lo alto de la montaña sagrada de los catalanes no estaba seguro de poder soportar el enorme peso de la púrpura sobre sus hombros.

Los miembros de la comitiva real estaban listos para partir de Montserrat y cubrir las últimas etapas del camino antes de avistar los muros de Barcelona. Acababan de comer y aguardaban pacientes la orden del rey para iniciar el descenso de la montaña sacra. Aquella noche dormirían todos en Molins, salvo un par de jinetes, que salieron muy temprano esa misma mañana hacia Barcelona con instrucciones del rey para que cuando llegara a esa ciudad, una semana más tarde, no le dedicaran una recepción ni mejor ni peor que al resto de los reyes de Aragón, sino que se comportaran igual que habían hecho con sus antecesores, su abuelo el rey Fernando y su bisabuelo el rey Juan.

La familia Losantos se había acomodado en una de las carretas en espera de recibir la orden de partir. Pablo había procurado que Leonor de Urrea viajara con la mayor comodidad posible, pues su estado de embarazo así lo requería.

Un jinete se acercó al galope hasta su carromato.

—Don Pablo, la reina doña Germana demanda vuestra presencia inmediata. Acompañadme —le indicó.

—¿Qué le ocurre?

—No lo sé. Vamos, seguidme; es urgente.

La reina viuda Germana todavía estaba dentro del monasterio, en la misma estancia donde había pasado aquellos días sin apenas moverse.

—¡Don Pablo, mirad, mirad! ¿Qué me pasa? —le preguntó la reina viuda asustada, a la vez que le mostraba las piernas desnudas por debajo de las rodillas. Pese a que la francesa llevaba más de doce años viviendo en los reinos de Castilla y de Aragón, todavía conservaba un marcado acento de su idioma materno.

—¿Me permitís, señora?

Pablo se agachó ante Germana y palpó sus tobillos, que estaban muy hinchados.

—Me he levantado con un fuerte picor en las piernas —se quejó la reina.

—¿Por qué no me habéis llamado antes?

—No creí que fuera nada importante, apenas unos picores, pero esta mañana se me han empezado a hinchar las piernas, y ya veis, don Pablo…

—Coméis demasiado, señora, y ya os he aconsejado en varias ocasiones que eso no os conviene. Además, hace pocos meses que habéis dado a luz a vuestra hijita, y debéis cuidaros más. Hacedme caso, y esto no os volverá a ocurrir.

—¿Tenéis algún remedio para esta hinchazón? —le preguntó Germana.

—Haré que os apliquen unos masajes con una infusión de mejorana y abrótano. Seguro que tienen esas hierbas en la botica de esta abadía; pero insisto en que disminuyáis la cantidad de alimentos, al menos a la mitad, mi señora, o esta hinchazón irá a más. ¡Ah!, y dad largos paseos a pie, una hora cada día.

—Os obedeceré, Losantos.

El médico se inclinó ante la reina viuda y se retiró para preparar la infusión, aunque sabía que aquella mujer no iba a hacer caso de sus consejos.

Barcelona, 15 de febrero de 1519

La ciudad se presentó a la vista de la comitiva real como un rubí en medio de una enorme esmeralda. Pese a que todavía era invierno, la luz del cielo azul y el aire templado que llegaba del mar Mediterráneo anunciaban una incipiente primavera.

Habían pasado cinco días en Molins, retrasando su llegada a Barcelona por los dolores en las piernas de la reina Germana y porque el rey quería despachar unos asuntos de Estado antes de entrar en esa ciudad, donde los delegados de las Cortes catalanas lo aguardaban para prestarle juramento de lealtad y acatamiento, como era costumbre con todos los soberanos que ostentaban los títulos de rey de Aragón y conde de Barcelona desde los tiempos de Alfonso el Trovador, el primero que desde su nacimiento heredó ambos títulos de sus progenitores, el real de Aragón por parte de su madre la reina Petronila, y el condal de Barcelona por parte de su padre el conde Ramón Berenguer, el cuarto de ese nombre.

Habían pasado la noche anterior en el monasterio de Valdoncella, donde se ultimaron los preparativos para la entrada triunfal de Carlos en Barcelona.

—Don Carlos es el primer soberano de la Corona de Aragón que no ha nacido en estos reinos —comentó Leonor de Urrea a su esposo.

—Tú eres aragonesa, ¿crees que eso será un impedimento para que lo acepten en Cataluña? Los aragoneses lo han jurado como rey, ¿por qué va a ser distinto en el caso de los catalanes? —preguntó Pablo Losantos.

—Desde hace siglos la Corona de Aragón ha sido regida por monarcas nacidos en estas tierras y todos los soberanos anteriores han hablado sus lenguas. Pero cuando murió, sin dejar heredero, don Martín el Humano, las cosas cambiaron. Este fue el último monarca de la familia de los Aragón, y en la villa de Caspe se decidió nombrar rey de toda la Corona a un Trastámara, un infante castellano como era don Fernando de Antequera. Esa familia, los Trastámaras, ya no era de aquí, y surgieron algunos problemas en Cataluña. Don Juan, el padre del católico rey don Fernando, tuvo que sofocar una rebelión que pudo haberle costado el trono. El propio don Fernando nunca fue bien querido por los aragoneses ni por los catalanes; y ahora tienen aquí a su nieto, un flamenco que no conoce ni su lengua ni sus costumbres.

—Mujer, sabes mucho de la historia de esta tierra.

—Mi padre procuraba que a los hermanos nos leyeran todas las noches varias páginas de un libro en el que se contaba la historia de los reyes de Aragón.

—Don Carlos es más que un rey; pronto será emperador, el hombre más poderoso de Europa; posee casi la mitad de este continente y es señor de las Indias Occidentales. No hay nadie con más títulos ni más gloria que él. Don Carlos tiene ahora el tiempo en sus manos, y pronto también tendrá en ellas el mundo. —Pablo Losantos cambió de tema, y acarició el abultado vientre de su esposa—. ¿Cómo sigue nuestro hijo?

—Se mueve mucho; va a ser un chico muy activo.

—¿Cómo sabes que será un varón?

—Lo sé; una madre intuye esas cosas.

—¡Vamos, vamos!, salimos hacia Barcelona de inmediato. El rey ya ha dado la orden de partir… —La llegada de Pedro Losantos interrumpió la conversación de los dos esposos.

La comitiva real arrancó a indicación de un caballero vestido con traje de gala y tocado con cimera con plumas de gallo y un gallardete con los emblemas del linaje del rey Carlos, una amalgama de blasones de la casa de Austria, de Castilla y León y de la Corona de Aragón. Desde los tiempos de Carlomagno, ningún soberano de la cristiandad había sumado tantos títulos y honores: rey de Castilla y de León, rey de Aragón, de Valencia, de Mallorca, de Nápoles, de Cerdeña, de Sicilia, señor de los Países Bajos, de Borgoña, conde de Barcelona…, incluso rey de Jerusalén rezaba en alguna de sus intitulaciones, y pronto también emperador de Alemania.

Hasta Valdoncella habían acudido a recibirlo los consellers de Barcelona, vestidos con sus trajes y sus gorros de gala, precedidos por dos heraldos con las banderas de la ciudad: una con la cruz roja de san Jorge sobre fondo blanco y otra un estandarte con la imagen de santa Eulalia, la muchacha cuya memoria era venerada en Barcelona como la primera mártir cristiana de la ciudad en los tiempos de las persecuciones de los paganos romanos contra los cristianos.

La entrada en Barcelona, cerca ya de la hora del crepúsculo, estuvo acompañada de fuegos de artificio que estallaron en el cielo como coloridos destellos de miles de efímeras estrellas.

—Magníficas esas luminarias —le comentó Pablo Losantos a su esposa. Ambos viajaban en una carreta en la zona media de la comitiva real con el resto de los médicos, secretarios y tesoreros, justo delante de los servidores, criados y muleros.

—¿Cómo lo hacen? —preguntó Leonor de Urrea señalando al cielo.

—Con la misma pólvora con la que se cargan los cañones y los arcabuces, pero sin balas ni metralla. Es un invento de los chinos, que la usaban precisamente solo para este tipo de festejos hasta que los mongoles comenzaron a utilizarla en la guerra. Mercaderes genoveses y venecianos la trajeron a Europa, y desde entonces no hay muralla que se resista a un bombardeo con balas disparadas con la fuerza de la pólvora. Mira esos sólidos muros de piedra —le dijo Pablo a su esposa señalando un sector de las murallas de Barcelona que enmarcaban la puerta del Ángel—, pues a pesar de su grosor y su dureza, no podrían soportar un bombardeo con pólvora.

—Es terrible —se asustó Leonor.

—Así es ahora la guerra.

—Hijo —Pedro Losantos se acercó a los dos esposos aprovechando que la cabecera de la comitiva se había detenido ante la puerta del Ángel, donde el conseller en cap de Barcelona estaba dando la bienvenida a la ciudad a Carlos de Austria—, esta noche nos aposentaremos en una fonda del Arrabal, junto a la iglesia de Jerusalén.

—¿Dónde está eso? —preguntó Pablo.

—Al otro lado de la ciudad; en la margen derecha de aquella vaguada —Pedro señaló un amplio corredor formado por una riera seca que dividía Barcelona en dos partes desde hacía al menos cuatro siglos.

—¿Y los reyes?, ¿dónde estarán los reyes? —preguntó Pablo.

—En el palacio real, cerca de la catedral.

—¿Lejos de nuestra posada? —quiso saber Pablo.

—No demasiado. Me ha dicho uno de los secretarios que en apenas media hora podemos ir y volver si los reyes requieren de nuestros servicios.

—Siempre hemos estado más cerca.

—Así es, pero don Carlos lo ha dispuesto ahora de este modo.

—¿Eso significa algo… malo?

—Humm…, tal vez, tal vez.

Pedro Losantos no quiso inquietar a su hijo, pero estaba preocupado por algunas señales que no le gustaban nada. Su condición de converso no se había olvidado, y había gente muy poderosa en la corte que no le perdonaba su cercanía al rey Fernando, quien fuera su principal mentor. Aquella nota que un mensajero le entregó en la posada de Lérida era prueba de ello.

Tras la entrada real, mucho más lujosa de lo que Carlos había demandado, los reyes se retiraron a su palacio, en tanto los Losantos lo hicieron a la posada del Forn, en el Arrabal.

—Mañana miércoles se reúnen las Cortes de Cataluña —comentó Pedro Losantos mientras daban cuenta de un guiso de pescado con cebollas, nabos y huevos—. Deben jurar fidelidad y obediencia a don Carlos como conde de Barcelona, que es el título que ostentan los soberanos de estas tierras, y don Carlos debe jurar a su vez guardar y respetar las costumbres, usos y leyes de los catalanes, como hizo en las Cortes de Zaragoza hace unos meses con las de los aragoneses.

—¿Y debe ser así en cada uno de los territorios que gobierna el rey? —preguntó Pablo.

—Esa es la costumbre y la ley de esta Corona de Aragón.

—Pues va a tener que dedicarse a ello varios meses, años incluso, porque en ese caso deberá hacer lo mismo en Valencia, en Mallorca, en Sicilia, en Nápoles…, y quién sabe en cuántos Estados y reinos más.

—Don Carlos dirige con su cetro más territorios que ningún otro soberano en el mundo. Y, además, pronto será proclamado rey de Romanos y emperador de Alemania. Nadie desde Alejandro Magno o César Augusto ha acumulado tanto poder, nadie.

—Abruma con solo pensarlo.

Aquella noche, en la oscuridad de la alcoba de la posada del Forn, Juana de la Cruz se acurrucó junto a su marido. Dormían en una cama provista de un colchón de lana limpia, al lado de la que ocupaban su hijo Pablo y su esposa Leonor, mientras su hija María yacía a los pies, en un colchón de paja colocado sobre una tarima de madera dispuesta allí para la ocasión. Como era invierno todavía, los chinches y las pulgas apenas los incomodaron.

Muy bajito, al oído de Pedro para que sus hijos no la escucharan, Juana le susurró:

—¿Sabe nuestro hijo lo que decía aquella nota que te dieron en la fonda de Lérida?

—No. No le he dicho nada —precisó Pedro Losantos.

—¿Y no te ha preguntado por ello? Supongo que quedaría muy preocupado por el aspecto de nuestras caras después de leerla.

—Mañana se lo comentaré. Creo que Pablo debe saber de esta amenaza que pende sobre nuestra familia.

—¿Guardas la nota? —le preguntó Juana.

—Sí, la conservo todavía. Pensé destruirla aquella misma noche, pero puede ser una prueba en nuestra defensa.

—¿Defensa? —bisbisó Juana.

—Alguien quiere hacernos daño, y si no lo ha conseguido aún es porque no hemos caído en desgracia ante el rey… todavía.

—Pero…

—Hay quien no nos perdona nuestro pasado judío, ni que el rey Fernando me destacara como uno de sus principales consejeros privados. Creen que sé demasiadas cosas y que puedo ser peligroso para los intereses de algunos que pretenden medrar en la corte.

—¿Quiénes pueden ser? —se preocupó Juana.

—Creo que se trata de algunos de los partidarios de doña Juana, la hija de los Reyes Católicos, que no quieren que siga encerrada en Tordesillas, por supuesto. Son esos los que van diciendo por ahí que debe conocerse la verdad de lo sucedido en estos pasados años, aunque peligre todo este entramado que se ha construido sobre la falsedad y la mentira para apartarla del gobierno de Castilla. Creen que, si la reina recupera las riendas del gobierno, ellos resultarán muy beneficiados.

—¡Dios santo! —suspiró Juana ahogando su exclamación.

—Mañana hablaré con Pablo. Y ahora descansa, mujer, descansa.

Pedro acarició el rostro y el cabello de su esposa. A punto de cumplir los sesenta años, Juana de la Cruz mantenía su piel suave y tersa. Conocía muy bien diversas hierbas y aceites que mezclados adecuadamente retrasaban los síntomas del envejecimiento; lo había aprendido siendo muy niña de las mujeres curanderas de su familia judía en las montañas de Alcoy.

La mano del médico converso buscó la entrepierna de Juana y comenzó a acariciar su sexo con suavidad, moviendo sus dedos en giros circulares con la habilidad del experto que conoce las zonas de placer de las mujeres. Los jadeos de Juana se confundieron con los diversos sonidos que aquella noche resonaban en la posada y que las paredes y las puertas de las alcobas apenas amortiguaban: pasos de insomnes o de amantes en busca de su destino, ronquidos, ventosidades, jadeos, crujidos, ronroneos de enamorados… Cuando Pedro notó una delicada humedad entre sus dedos, se colocó encima de su esposa y la penetró, al principio cuidándose de no hacer demasiado ruido, pero apenas tardó unos minutos en olvidarse del mundo que lo rodeaba y en centrarse solo en disfrutar con aquella mujer a la que no había dejado de amar un solo día en los últimos cuarenta años.

Barcelona, 16 de febrero de 1519

Los clientes de la posada del Forn desayunaban en las mesas del salón de la planta baja. El mesonero había preparado unas escudillas con sopa de ajo y pan, queso tierno y tajadas de tocino fritas en su propia manteca.

Pablo Losantos miró la carne de cerdo y luego a su padre.

—Tienen un aspecto crujiente —comentó el médico converso, que tomó una de las tajadas y le dio un mordisco, dejando claro que su pasado como judío había quedado muy atrás, anclado en un apartado rincón de la memoria.

Los otros cuatro miembros de la familia lo imitaron. Leonor, la única que no tenía origen hebreo, rechazó el cerdo y tomó un buen pedazo de queso.

—Sí, muy crujiente —comentó Pablo.

—Tengo que hablar contigo, hijo —dijo Pedro.

—Tú dirás, padre.

—Acompáñame. Hablaremos fuera.

Pedro Losantos y su hijo salieron a la calle. Aquella mañana no hacía demasiado frío, pero unas nubes grises, bajas y densas cubrían el cielo de Barcelona y rezumaban una humedad que penetraba hasta impregnar el tuétano de los huesos.

—¿Qué tienes que decirme que no puedan escuchar mi esposa, mi hermana y mi madre? —le preguntó preocupado Pablo.

—Tu madre ya lo sabe. Te he hecho salir porque, dado su estado de gestación, no quiero preocupar a tu esposa ni a María.

—¿Qué ocurre? Se trata de la nota que hace unos días te entregaron en aquella fonda de Lérida, ¿no es así? Desde entonces te noto intranquilo.

Pedro y Pablo paseaban rodeando la iglesia de Jerusalén, hacia la ciudad. Al llegar a la Rambla, justo enfrente de la puerta de la Boquería, Pedro sacó un papel del bolsillo de su abrigo y se lo enseñó a su hijo.

—Lee —le dijo.

—«Cuídate de tus enemigos. Están a punto de convencer a la Santa Inquisición para que te acuse de relapso y de conspirar contra nuestro señor el rey Carlos. Son poderosos. Un amigo» —leyó Pablo en voz alta.

—Ya ves, corro serio peligro y, por tanto, todos vosotros también.

—Pero… ¿quiénes son?, ¿qué pretenden?

—Sin duda, gente muy poderosa dispuesta a lo que sea con tal de no perder el favor del rey. Probablemente miembros del sector de la nobleza que quiere que doña Juana recupere la facultad para gobernar Castilla.

—Conoces sus nombres.

—Los supongo.

—¿Y el del hombre que está detrás de este aviso? —le preguntó Pablo.

—¿Hombre…? Tal vez sea obra de una mujer.

—¿Una mujer…? ¡La reina viuda, doña Germana! ¡Claro, es ella!

—Creo que sí, que es la reina quien me ha avisado del peligro que corro —confirmó Pedro.

—¿Qué podemos hacer, padre?

—Vosotros comportaos como buenos cristianos, y yo ya procuraré no perder el favor de don Carlos. Y ahora volvamos a la posada, o las mujeres comenzarán a preocuparse.

Barcelona, fines de febrero de 1519

Carlos de Austria desayunaba en el palacio real de Barcelona unas salchichas ahumadas, codornices escabechadas y jarretes de cordero guisados en vino tinto, acompañado todo ello de una gran jarra de cerveza de cebada tostada. Había pasado la noche con una hermosa joven y se había despertado con un hambre de lobo.

El secretario entró en el gabinete, donde el rey daba cuenta del copioso desayuno, para despachar los asuntos del día.

—Alteza, una carta de las Cortes de Aragón en la que anuncian que han finalizado las sesiones. Sus diputados os transmiten toda su lealtad —le informó el secretario privado.

—Escribid a los aragoneses una nota de cortesía de mi parte.

—Hay algo más… —La voz del secretario sonó preocupada.

—Malas noticias, supongo por vuestro tono.

—Lo son —añadió el secretario.

—¿Quiénes son esos «Trece»? —dijo Carlos tras leer una nota.

—Dicen representar a todos vuestros súbditos en ese reino y se han juramentado en una hermandad a la que denominan Germanía.

—¿Qué pretenden? —Carlos se llevó a la boca un buen pedazo de cordero.

—Se trata de una revuelta, alteza. Los miembros de esa Germanía pretenden limitar vuestras atribuciones como soberano del reino de Valencia.

—Ayer estuve reunido con mis consejeros preparando una gran acción contra los turcos, nuestra gran amenaza, y ahora salen los valencianos con estas.

—Son gente desagradecida.

—Me ocuparé de ellos más adelante, o mejor, quizá envíe como gobernadora de ese reino a doña Germana; ella sabrá bien cómo tratar a esos revoltosos. ¿Tenéis algo más?

—Sí, mi señor. Ya están organizadas las exequias por el alma de vuestro abuelo el emperador Maximiliano. Como ordenasteis, se celebrarán el próximo martes en la catedral con una misa pontifical y un solemne Te Deum. Y cinco días después tendrá lugar la sesión de la Orden del Toisón de Oro, también en la catedral, a las cuatro de la tarde. Asistirán doce de sus caballeros; aquí está la relación completa.

—Dejadla encima de la mesa y permitid que acabe mi desayuno, señor secretario.

—¡Oh!, claro, alteza, perdonad, pero creí que las noticias de Valencia eran urgentes y que debíais conocerlas de inmediato.

—Esta cerveza es magnífica. Recordadme que felicite a mi maestro cervecero. Desde aquella ley de 1516 por la que el duque Guillermo de Baviera reguló que para elaborar este líquido dorado solo se empleara agua pura, cebada malteada y lúpulo, esta es la mejor bebida sobre la tierra —apostilló Carlos.

—Por supuesto, alteza —acató el secretario a la vez que se inclinaba ante el rey y se retiraba caminando de espaldas a la puerta.

Toledo, comienzos de marzo de 1519

—Tu padre debe saber lo que te está pasando; es médico en la corte, tiene acceso directo al rey y puede mediar para que la Inquisición nos deje en paz —le sugirió Andrés a Juan Losantos mientras le acariciaba el cabello largo y rizado.

—No. Ya te dije que no quiero que mi familia tenga problemas por mi causa —repuso Juan.

—Sabes que, una vez que esos perros dominicos han mordido su presa, ya no la sueltan jamás. El único que puede impedir que te vuelvan a encarcelar, o peor, que ardas en la hoguera, es el rey. Sabes que yo no soportaría perderte. Debes decirle a tu padre que le pida a don Carlos que ordene a la Inquisición que nos deje en paz. O en otro caso…

—¿O qué?

—O deberemos huir de Toledo. Ya lo hemos hablado en alguna ocasión. En el Imperio de los turcos seríamos bien recibidos, podríamos forjar espléndidas espadas, abrir un taller en Constantinopla, y, además, allí no les importa que dos hombres se amen.

—Su Profeta condena la sodomía, y nosotros somos sodomitas, tanto a los ojos de la Iglesia como a los de los sarracenos —dijo Juan.

—Tal vez sea esa su ley, pero entre los turcos a nadie le importa mientras se lleve con discreción. Sí, esa ley existe, pero todos la ignoran, según me han dicho.

—Yo no quiero abandonar Toledo; aquí he nacido, aquí he crecido y aquí quiero seguir viviendo… contigo.

—Juan, Juan, sé razonable y escúchame —le suplicó Andrés.

—No. Sé razonable tú. Tal vez tengas razón y mi padre pueda interceder ante el rey para que nos dejen en paz por algún tiempo, pero… ¿qué pasará cuando mi padre falte? Ya tiene más de sesenta años, no le queda mucho tiempo de vida, y sé que tiene poderosos enemigos en la corte. Aunque él pueda protegernos ahora, no será por demasiado tiempo.

—Entonces…, ¿qué pretendes? Te niegas a pedir ayuda a tu padre, pero también a escapar de esta ciudad. ¿Qué quieres que hagamos?

—No lo sé, no lo sé… ¡Dios!, ¿por qué tiene que ser todo tan difícil?

Juan y Andrés se abrazaron con fuerza, y enseguida pasaron del abrazo a las caricias y los besos.

—Ojalá nunca amanezca —bisbisó Juan al oído de su amante.

—Ojalá, pero… ¿vas a escribir a tu padre?

—Mañana, mi dulce amor, mañana… —cedió Juan al fin ante la insistencia de su amante.

Y ambos se sumieron en una larga noche de caricias y de susurros.

Barcelona, comienzos de marzo de 1519

En el capítulo de la Orden del Toisón de Oro celebrado en la catedral de Barcelona bajo la presidencia del rey Carlos, al que algunos ya llamaban «emperador», y ante la presencia de doce caballeros, fueron nombrados como nuevos miembros de la orden su cuñado el rey Cristián de Dinamarca, el rey Segismundo de Polonia, el duque de Alba, el duque del Infantado y así hasta once caballeros más, todos ellos miembros de la alta nobleza de Castilla y León y de Cataluña.

Al acabar la comida con la que se agasajó a los caballeros presentes, Carlos recibió una mala noticia.

—Alteza —le dijo Gattinara, el canciller—, algunos diputados de las Cortes de Aragón han planteado que juraros como rey significa violar sus fueros. Alegan que…

—Nunca me han querido como su soberano. Esos tercos aragoneses hubieran preferido a mi hermano Fernando, el nieto favorito de mi abuelo el Católico, como rey de Aragón. Y creo que todavía lo prefieren.

—Hay algo más…

—¿Peor todavía? Vamos, soltadlo —se impacientó Carlos.

—El rey don Francisco está conspirando para ser proclamado emperador. Nuestros espías en la corte de Francia informan de que ha entablado contactos con el arzobispo de Tréveris y con el duque de Brandeburgo; les ha ofrecido mucho dinero si apoyan su candidatura al Imperio.

—Lo suponía… Ese engolado francés…

—Mi señor, desde hace un siglo los siete grandes electores que designan al emperador de Alemania siempre han elegido a un miembro de la casa de Austria, un hombre de vuestro linaje. Pero esa elección no resulta gratuita…

—¿Cuánto necesitaremos para ganarnos la «confianza» de los electores? Supongo que ya lo habréis calculado…

—Sí, alteza; harán falta unos ochocientos cincuenta mil florines. Cien mil florines para cada uno de los siete grandes electores y otros ciento cincuenta mil para diversos gastos y regalos —precisó el canciller.

—Imagino que no disponemos de tanto dinero.

—No, alteza, pero sabemos quién lo tiene, y está dispuesto a aportarlo para que seáis proclamado emperador.

—¿De quién se trata?

—Del banquero alemán Jacobo Fugger. Es dueño de más de la mitad de la ciudad de Augsburgo, y tiene liquidez suficiente en sus arcas para financiar esta empresa. Vuestro abuelo confió en ese hombre, y Fugger está dispuesto a avalar vuestra candidatura al Imperio. Quizá sea el hombre más rico de Europa, no en vano gracias a sus préstamos se ha podido construir la basílica de San Pedro en Roma.

—De acuerdo. Hablad con Fugger. Supongo que pedirá garantías y avales a cambio de su préstamo.

—Por supuesto, alteza; se trata de un hombre de negocios.

—¿Cuánto necesitaremos de ese banquero?

—Al menos quinientos mil florines, o «medio millón», como llaman los italianos a esta cantidad que aquí denominan «cuento»; el resto, hasta los ochocientos cincuenta mil, podemos sacarlo de varias partidas.

—Quinientos mil…, ¿eh?

—Le ofreceremos como garantía de cobro las rentas del maestrazgo de todas las órdenes militares de Castilla, la plata que está llegando de las Indias Occidentales y el mercurio de la explotación de las minas de Almadén. Creo que con eso será suficiente.

—¡Vaya!, al parecer ya lo tenéis todo calculado —comentó Carlos.

—Ese es mi trabajo, alteza.

—De acuerdo, hablad con el tesorero y ponedlo en marcha —ordenó Carlos.

—Espero que el rey de Francia no consiga reunir una cantidad superior, porque esos electores venderían su alma al diablo si Satanás les ofreciera el oro suficiente como para comprarla —asentó el canciller.

—Enviadle una carta a mi primo —Carlos usó este apelativo para calificar a Francisco de Francia— ofreciéndole la inmediata apertura de conversaciones entre embajadores de ambos reinos, en la ciudad de Montpelier, por ejemplo. Nuestro delegado será don Guillermo de Croy.

Cuando se quedó a solas, Carlos se dejó caer sobre un sillón de madera y cuero. Tenía solo diecinueve años recién cumplidos, y tras dos al frente de los tronos de Castilla y de Aragón, ambicionaba ser ratificado como emperador de Alemania.

«Quizá tanto peso sea demasiado para un solo hombre», pensó; e intentó imaginar qué le hubieran aconsejado sus abuelos Fernando el Católico y el emperador Maximiliano si pudieran estar en esos momentos junto a él. Tenía pocos fieles en los que confiar plenamente porque la mayoría de los nobles españoles, como gustaba denominar a todos sus súbditos hispanos, no le ofrecían garantías de lealtad. Apenas podía contar entre sus apoyos con Adriano de Utrecht, su más leal consejero, con el canciller Mercurino de Gattinara y con su amigo Guillermo de Croy, además de sus hermanas, su hermano Fernando y su tía Margarita. Pero cualquiera podría traicionarlo; ya le había ocurrido a su abuelo Fernando cuando tuvo que salir de Castilla y buscar refugio en sus tierras patrimoniales de Aragón, e incluso a su padre Felipe el Hermoso, muerto en condiciones muy extrañas, tal vez envenenado, en la ciudad de Burgos, cuando apenas llevaba unos meses como soberano de los reinos de Castilla y León.

Aprendió a no fiarse de casi nadie. Carlos sabía que los nobles castellanos y leoneses, siempre tan altivos y egoístas, estaban más preocupados por la defensa de sus intereses particulares que por el bien de sus reinos; dudaba de la lealtad de los montaraces aragoneses, celosos guardianes de sus fueros y de sus leyes, siempre reacios a aprobar cualquier donación de dinero a la Corona, y los creía dispuestos a proclamar rey a su hermano Fernando si se les presentaba la ocasión; y también recelaba de los catalanes, con los que no sabía a qué atenerse porque eran capaces de prometer una cosa y hacer la contraria si les convenía; y qué decir de los taimados valencianos, siempre dispuestos a iniciar una revuelta. Además, los delegados en las Cortes catalanas reunidas en Barcelona desde hacía un mes no parecían predispuestos a jurarlo como su soberano y señor de manera incondicional, y mostraban serias reticencias hacia la persona del nieto del Católico por su condición de extranjero.

Algunos diputados catalanes todavía recordaban la guerra que sus padres emprendieron contra el rey Juan y cómo fueron sometidos y humillados tras diez años de rebelión en los que Cataluña a punto estuvo de segregarse de la Corona de Aragón. Incluso había algunos nobles y no pocos mercaderes catalanes que aún preferían someterse al dominio del rey de Francia, estimando que bajo la Corona de Francisco I sus negocios en las costas del Mediterráneo occidental serían más prósperos, o incluso al de Portugal, o, ¿por qué no?, tener un rey propio distinto del de castellanos, aragoneses y valencianos.

—¿Qué haríais vosotros? ¿Qué haríais en estas circunstancias, qué decidiríais en mi lugar? —preguntó Carlos en voz alta, buscando inútilmente en el viento una respuesta de sus abuelos.

Barcelona, finales de marzo de 1519

A Pedro Losantos se le estremeció el corazón. Acababa de leer una carta remitida por su hijo Juan desde Toledo y volvieron a su mente terribles episodios nunca olvidados.

Hacía ya varios años de aquello, y había podido vivir hasta entonces con ese amargo recuerdo. En su momento creyó haber hecho lo justo cuando se trasladó a Toledo para poner fin al acoso que su hijo adolescente estaba sufriendo por parte de un clérigo de la iglesia de Santo Tomé.

Pedro Losantos se presentó en esa iglesia y habló con el clérigo, que a los pocos días apareció muerto en circunstancias tan extrañas que nadie pudo aclarar. El médico converso supuso que con la muerte de aquel clérigo acosador los problemas de su hijo habían acabado, pero Juan Losantos se había enamorado de un aprendiz del taller familiar de orfebrería y de armas donde trabajaba, y su modo de vida había levantado en la ciudad muchos recelos, pues la Inquisición perseguía con especial encono el pecado de sodomía.

—Esposa… Nuestro hijo menor ha sido encarcelado por la Inquisición.

—¡Juan, mi pequeño Juan! ¿Qué le ha pasado? —demandó Juana nerviosa.

—No te preocupes, ya está libre. Fue hace unas semanas. Unos guardias del Santo Oficio se presentaron en su casa y lo llevaron al convento de dominicos, donde pasó tres días encerrado.

—¡Dios mío! ¿Lo han acusado de algún delito?

—No, pero sé que no dejarán que viva en paz —añadió Pedro—. Me pide que interceda ante su alteza, pero ya sabes las reticencias que don Carlos tiene hacia mí, de modo que no creo que me hiciera caso; es más, ni siquiera me recibirá para este asunto. Tiene cosas más importantes de las que ocuparse. Si viviera su abuelo…, ¡sería todo tan diferente!

—Si crees que el rey no te va a atender, habla con don Adriano. Tienes un pacto con él.

—Sí, lo haré. Lo haré.

Pedro Losantos, como médico personal que fuera de Fernando el Católico, había contribuido de modo decisivo para que el rey de Aragón modificara su testamento poco antes de morir. El Católico había decidido nombrar heredero y su sucesor en la Corona de Aragón a su nieto menor Fernando, pero Losantos, en connivencia con Adriano de Utrecht, intervino en el último momento y justo el día antes de la muerte del rey le suministró una droga relajante y lo convenció para que alterara el testamento a favor de Carlos, que resultó elegido como nuevo rey de Aragón. A cambio de semejante acción, Adriano le prometió a Pedro Losantos, cuya conversión sincera al cristianismo comenzaba a ser cuestionada por sus enemigos en la corte, que mediaría ante Carlos para que lo protegiese a él y a toda su familia. Hasta ese momento Adriano había demostrado ser un hombre de palabra, aunque la promesa de que Pablo Losantos sería nombrado médico real todavía no se había cumplido.

—Una cosa más —dijo Juana de la Cruz.

—Dime, mujer.

—En una ocasión te pregunté si habías tenido algo que ver en la muerte de don Felipe el Hermoso. ¿Recuerdas? No contestes si no lo deseas, pero te lo vuelvo a preguntar ahora: ¿envenenaron al rey Felipe?

—Ya te lo dije en esa ocasión: don Felipe de Austria murió de peste. Así lo certificaron sus médicos, y yo mismo lo ratifiqué —asentó Pedro; mentía.

El esposo de la reina Juana la Loca había fallecido en Burgos años atrás a causa de unas extrañas convulsiones seguidas de unas fiebres que le sobrevinieron después de jugar un partido de pelota y beber con fruición un vaso de agua fría estando todavía empapado en sudor. La muerte del Hermoso supuso que su suegro el Católico recuperara la gobernación de los reinos de Castilla y León, aunque no el título de rey, que quedó en poder de Juana la Loca, a la que se recluyó en una casona de Tordesillas.

Y allí seguía encerrada doce años después —ahora por orden de su hijo Carlos— la reina Juana, la soberana legítima de Castilla y León, la mujer que había sido apartada del gobierno de sus reinos primero por su esposo, por su padre después y por su hijo ahora, la soberana a la que las Cortes de Castilla y León habían declarado inhábil para ejercer la potestad real, pero que nunca había renunciado a ostentar el título real heredado de sus padres los Reyes Católicos, un título que solo la muerte o el mismísimo Dios podían arrebatarle.

Una alegría esperanzada vino a endulzar el amargo trago por el que estaba pasando la familia Losantos. Leonor de Urrea dio a luz a un hijo varón al que bautizaron con el nombre de Alonso. Pablo Losantos, que ya tenía treinta y cinco años, lloró como un niño al traerlo al mundo con sus propias manos. El pequeño, aunque nacido prematuro, estaba bien, y su madre se recuperó enseguida del parto.

Barcelona, principios de abril de 1519

—Sed preciso en vuestro requerimiento, don Pedro, el rey reclama mi presencia inmediata. Los problemas se acumulan. Ayer mismo llegó una carta del gobernador de Aragón dando cuenta de unos disturbios en la ciudad de Calatayud entre vecinos e hidalgos, esos idiotas… Solo puedo atenderos durante unos momentos, lo que tarde en llegar hasta el palacio real. De modo que acompañadme, hablaremos por el camino.

Pedro Losantos había solicitado una entrevista con Adriano de Utrecht para pedirle que intercediera por su hijo Juan ante el rey y que ordenara a los oficiales de la Inquisición en Toledo que lo dejaran tranquilo.

—Hace tres años, cuando el rey don Fernando agonizaba en una aldea de Extremadura, me prometisteis que mi familia quedaría bajo la protección real si lograba que don Fernando cambiara su testamento en favor de don Carlos. Y lo hice. Pues bien, ahora mi hijo Juan necesita esa protección —comentó Pedro.

—Cuando hace unos días me enviasteis una nota para que os recibiera para tratar este asunto, me informé sobre vuestro hijo Juan y su vida en Toledo. Mis informes son inquietantes. Vuestro hijo menor es un sodomita redomado que convive con un hombre como si fueran marido y mujer. Esa relación es pública y motivo de gran escándalo en esa ciudad…

—Pero prometisteis protección para mi familia…

—No en caso de que alguno de sus miembros incumpla las leyes del reino o las de Dios, y vuestro hijo ha conculcado las dos. La sodomía es un pecado nefando, gravísimo, que la Iglesia no puede ni ignorar ni consentir.

—Pero la Inquisición fue creada para perseguir a los herejes, y mi hijo no lo es —afirmó Pedro.

—La sodomía es una herejía. Y además, vos fuisteis judío y vuestro hijo nació de padres judíos…

—Cuando nacieron nuestros tres hijos, mi esposa y yo ya habíamos sido bautizados, ya éramos cristianos, de modo que los tres nacieron de padres cristianos —corrigió Pedro a Adriano.

—Bien, bien, pero ahora cualquiera puede acusaros de ser un relapso a vos, don Pedro, o a vuestra esposa, eso es causa suficiente de herejía, y ya conocéis qué sentencia conlleva semejante delito. Además, un sodomita es un hereje porque, según el manual que emplean los inquisidores, hereje es todo aquel que no acepta la doctrina de Roma en materia de sacramentos, y vuestro hijo no acepta el matrimonio entre hombre y mujer, de modo que un tribunal lo condenaría sin dudarlo.

—Pero…

—La Inquisición considera que existe causa de herejía siempre que se produce un desacuerdo por acción o de palabra con las costumbres de la Iglesia cristiana. Y, por lo que he podido averiguar, la vida que lleva vuestro hijo no puede estar más alejada de lo que enseña nuestra Santa Madre Iglesia —explicó Adriano.

—¡Qué puedo hacer, señor! Decidme, ¿qué puedo hacer? —Pedro Losantos estaba a punto de derrumbarse.

—Convenced a vuestro hijo para que abandone ese modo de vida. Tal vez debiera marcharse de Toledo y venir a vivir con vos y vuestra esposa. En cualquier caso, debe renunciar a su modo actual de vida. Hasta ahora ha tenido suerte, pero dudo que si se le incoa un proceso pueda quedar libre. Comprended que no puedo hacer nada más.

—Permitidme que hable con el rey, él lo entenderá… —suplicó Losantos.

—Su alteza está demasiado ocupado con los asuntos de gobierno: consolidar la herencia del Imperio, frenar la ambición del rey de Francia, atraerse al papa, enfrentarse a la amenaza de los turcos, proseguir con la conquista de las Indias…

—Entiendo, pero es mi hijo, se trata de mi hijo…

—Hacedme caso y convencedlo para que viva y se comporte como un buen cristiano; en caso contrario, nada puedo hacer por él, ni yo ni nadie.

Pedro Losantos y Adriano de Utrecht se despidieron cuando el consejero real llegó a las puertas del palacio de Barcelona, donde lo esperaba el rey Carlos.

El converso regresó a la posada del Forn desalentado, abatido, rumiando su desgracia. Apenas había tenido relación con su hijo menor, al que había dejado en Toledo, siendo este pequeño, al cuidado de unos tíos que regentaban uno de los talleres de armas más importantes de la ciudad, pero… había hecho tanto por él, se había arriesgado de tal manera, había puesto su vida en peligro…; incluso había cometido un asesinato al envenenar a aquel clérigo toledano de Santo Tomé que tanto daño había causado a Juan. Había matado para liberar a su hijo. Haría cualquier cosa para evitar que le hicieran daño.

Todos esos años soportando en silencio tanta tensión, siempre a las órdenes del rey Fernando el Católico, siempre a su sombra. Y después, una vez muerto el rey protector, el miedo…, siempre esperando a que en cualquier momento la Inquisición cayera sobre él o sobre cualquier miembro de su familia para acusarlo de relapso y de practicar el judaísmo en secreto… Siempre, siempre, siempre…

Barcelona, mediados de abril de 1519

Carlos paseaba por los jardines del palacio real de Barcelona como una fiera enjaulada. Aguardaba noticias sobre la negociación que sus embajadores estaban cerrando en Alemania para su proclamación como emperador. Hacía ya dos meses que había enviado cartas a los siete grandes electores defendiendo su candidatura a la sucesión de su abuelo Maximiliano al frente del Imperio, y otras tantas a varios reyes de la cristiandad avisando de sus pretensiones.

Tenía en sus manos la carta que acababa de recibir del rey Francisco de Francia, que apretaba con nerviosa actitud. Una vez más la desplegó y leyó la respuesta del francés a su misiva: «Sire, los dos galanteamos a la misma dama».

No había duda, esa dama era el Imperio y Francisco pugnaría con todas sus armas para colocar sobre sus sienes la corona imperial. Estaba dispuesto a hacer cualquier cosa para conseguirla.

En su camino hacia el Imperio, que dos meses atrás veía despejado, aparecían ahora negros nubarrones. Los malos presagios no solo eran debidos a la intención de Francisco de Francia de disputarle la corona imperial, sino también a las reticencias de algunos electores a que el rey de Castilla y de Aragón sumara el título imperial a sus ya extensos dominios.

—¡Por fin! ¿Qué noticias traéis? —Carlos inquirió una respuesta de su canciller Mercurino de Gattinara, que se presentó jadeante en el jardín de palacio.

—Alteza…, acaba de llegar un correo de Alemania: el rey de Francia ha logrado el apoyo del arzobispo de Tréveris y del gran elector de Brandeburgo. —Gattinara estaba muy inquieto.

—Dos de siete. ¿Contamos con el apoyo de los otros cinco? —preguntó Carlos.

—De momento solo tenemos seguros los votos del elector del Palatinado y del arzobispo de Maguncia, pero nuestros agentes están trabajando para convencer a los otros tres restantes para que os voten, sin dejar de presionar al arzobispo de Tréveris y al duque de Brandeburgo para que muden su voto hacia vuestra candidatura.

—Supongo que mi tía Margarita se estará aplicando en ello.

—Sí, su trabajo en vuestro favor es excelente. Es ella la que ha convencido al arzobispo de Maguncia, quizá el más soberbio y exigente de los siete grandes electores, para que os apoye de manera incondicional, y ha logrado que Jacobo Fugger le niegue a don Francisco el dinero que le pedía para asegurar el voto de los demás electores. El banquero de Augsburgo se ha decantado por apoyar con toda su fortuna vuestra candidatura. Sin el dinero de Fugger, y aunque el francés crea que puede lograrlo, no tiene la menor posibilidad de conseguir la corona imperial. Además, acabamos de lograr el aval de la banca Vivaldi de Génova y de la Welser de Alemania, de modo que podemos cubrir ampliamente todas las exigencias de los grandes electores de los que necesitáis el voto.

Carlos apretó en su mano la carta de Francisco de Francia.

—¿Y los demás candidatos? —le preguntó a Gattinara.

—¿Os referís a Enrique de Inglaterra y a Federico de Sajonia?

—Por supuesto, ¿o es que hay algún pretendiente más?

—No, alteza, solo esos. El rey de Inglaterra nunca disfrutó de la menor posibilidad, aunque tenía que ofrecerse como alternativa. Y en cuanto al duque de Sajonia, bueno, mi opinión es que presentó su candidatura para lograr mejores condiciones…

—Más dinero, supongo que es lo que queréis decir.

—Sí, claro, más dinero.

Carlos respiró más tranquilo. Sabía que su abuelo Maximiliano se había ocupado en los dos últimos años de su vida de sobornar a los siete grandes electores, preparando el camino de su nieto para ocupar el trono en cuanto se produjera su fallecimiento.

Ampliar el poder de la familia, defender el interés del linaje de los Habsburgo, mantener el poder en el seno de la casa de Austria y ampliarlo cuanto fuera posible habían sido las obsesiones del viejo emperador Maximiliano, volcado en sus últimos años de vida en su nieto Carlos, heredero de los Austrias por parte de su padre, Felipe el Hermoso, y de los Trastámaras castellanos y aragoneses por la de su madre Juana, la reina loca.

—Y en cuanto a los demás territorios del Imperio, ¿qué noticias tenemos? ¿Podemos contar con su apoyo? —preguntó Carlos.

—Todos los reinos y Estados están de vuestro lado, sobre todo los suizos. Todos los cantones donde viven esos desarrapados montañeses se han juramentado y han proclamado que jamás aceptarán a un emperador extranjero y que irán a la guerra si es preciso para defender vuestros derechos. Eso descarta como candidatos a Francisco de Francia y a Enrique de Inglaterra. Vuestro camino hacia el Imperio está totalmente despejado —aseguró Gattinara.

—Mi familia tiene su origen en un castillo del norte de Suiza, en el cantón de Argovia —dijo Carlos recordando la historia de su linaje, que en más de una ocasión, siendo un niño, le había contado su abuelo Maximiliano.

—Por eso los suizos os prefieren a vos, porque os consideran uno de los suyos.

El canciller exageraba; a los suizos solo les importaba el dinero y apoyarían al candidato que más les ofreciera.

—¡Majestad!

El señor de Chièvres, principal consejero de Carlos de Austria, apareció en el jardín de repente. En la cara de Guillermo de Croy se dibujaba una amplia sonrisa que denotaba que traía buenas noticias.

—Don Guillermo, ¿qué pasa? ¿A qué buena nueva responde esa cara tan risueña? —le preguntó Carlos, que reparó en que aquel lo trataba de majestad y no de alteza.

El consejero flamenco se acercó presto, se inclinó ante el rey y proclamó con solemnidad:

—¡Dios salve al emperador!

—¡Qué!

—Acaba de recibirse una carta de vuestra tía doña Margarita: los siete grandes electores se han puesto de acuerdo al fin. Fue un acierto reponer a vuestra augusta tía como gobernadora de los Países Bajos y delegada vuestra en esta negociación sobre el Imperio.

—Sí, nunca debí apartarla de ese cargo. Me asesoraron mal y yo era demasiado joven. Me dijeron que doña Margarita prefería como emperador a mi hermano Fernando…, y yo lo creí. Bueno, ahora ya está arreglado.

—Seréis proclamado emperador en la Dieta que se ha convocado para fines de mayo en Fráncfort. ¡Felicidades, majestad!

—¿Está asegurado? —Carlos, siempre serio y distante, no mostró una especial euforia ante la noticia.

—Completamente. Ya se ha librado un millón y medio de coronas de la banca de los Fugger y se ha realizado el reparto correspondiente, de modo que vuestra elección es un hecho —precisó Chièvres.

—Todavía falta la votación. Alguno de los electores podría cambiar de opinión de aquí a fines de mayo. —Carlos se mostraba prudente.

—Una vez convencido el arzobispo de Maguncia, vuestra tía doña Margarita lo ha dejado todo bien atado. Podéis consideraros el nuevo emperador.

—El arzobispo de Maguncia, a lo que veo, ha sido decisivo —intervino Gattinara.

—Es un Hohenzollern, miembro de una de las familias más poderosas de Alemania —siguió hablando Guillermo de Croy, señor de Chièvres—. Doña Margarita le ha hecho comprender que de ninguna manera puede apoyar a un francés o a un inglés para que se siente en el trono imperial. Y, además, ese prelado es un hombre inteligente y, sobre todo, de aficiones muy caras. Le apasionan los tapices, de modo que vuestra tía le ha enviado varios de los mejores que se fabrican en Bruselas, y también le gusta rodearse en su iglesia de reliquias de santos, hasta de cuarenta y cinco de ellos tiene huesos.

—Un fervoroso creyente —ironizó Gattinara.

—Que nos ha sido muy útil, no lo olvidéis —añadió Carlos.

—El arzobispo tiene treinta años y una gran ambición —dijo el de Chièvres—. Supongo que habrá que apoyarlo en el futuro.

—Más dinero… —supuso Gattinara.

—Bueno, me refiero a que los ojos del cardenal Hohenzollern están mirando hacia Roma.

—De modo que ambiciona el papado… —dedujo Carlos.

—Creo que sí. Además del dinero, su voto se ha decantado por vuestra majestad porque aspira a convertirse en el próximo sucesor de san Pedro y ha sopesado que vuestro apoyo será más determinante para ello que el del rey de Francia —dijo Guillermo de Croy.

—¿Y qué hay de mi tío don Enrique? —inquirió Carlos.

—Por lo que sabemos, el rey de Inglaterra está muy enfadado y se siente engañado por quienes le aseguraron que tenía algunas posibilidades de ser emperador. Su canciller, el astuto y ambicioso cardenal Wolsey, quien alentó la candidatura de su rey, apoya ahora la vuestra y ha convencido a don Enrique para que, una vez desechado como alternativa, defienda la de vuestra majestad. Claro que…, en fin, Wolsey pretende a cambio de ese apoyo ciertas compensaciones —dijo el de Chièvres.

—¿También hay que pagarle al cardenal de Inglaterra?

—Wolsey tiene una secreta ambición: quiere ser papa.

—¿Otro más? —sonrió Gattinara.

—Pues sí.

—La cátedra de san Pedro es un asiento muy demandado en estos tiempos —dijo Carlos.

—¿Qué le respondemos al cardenal? —preguntó el de Chièvres.

—Decidle a todo que sí y, luego, ya veremos —ordenó Carlos.

Gattinara sonrió al escuchar la decisión del rey; le agradó comprobar que su real pupilo estaba aprendiendo deprisa. Muy deprisa.

Barcelona, fines de abril de 1519

El Consejo de Ciento juró a Carlos de Austria como soberano, conde y señor de Barcelona. Las reticencias de los catalanes, cuyas Cortes estaban reunidas en esa ciudad desde hacía unas semanas, empezaban a disiparse.

Como prueba de buena voluntad, Carlos juró los usos y costumbres de Barcelona en la sala principal de su palacio en presencia de todos los consellers, delegados y nuncios. Tras unos días de retiro en el monasterio de los jerónimos, Carlos regresó a su palacio real en la ciudad.

Hacía ya más de un año que Fernando de Magallanes, un marinero portugués que había roto con su rey para ponerse al servicio del de Castilla y Aragón, estaba preparando un viaje que en su día soñara el almirante Cristóbal Colón. Durante meses se había gestado este proyecto, que consistía en navegar desde las costas de Andalucía siempre hacia occidente hasta completar la vuelta al mundo. La empresa era complicada y difícil; nadie había hecho nunca nada parecido.

—Decidle a don Fernando de Magallanes que pase; lo recibiré ahora mismo —ordenó Carlos a su secretario.

El portugués entró en la cámara donde lo esperaba Carlos y se inclinó respetuoso ante el joven monarca.

—Alteza…

—Tomad asiento, don Fernando, y contadme cómo van esos preparativos para vuestro formidable viaje.

—Estamos teniendo algunas dificultades, mi señor. El cartógrafo Rui Falero, con quien planeamos la expedición, se está comportando de forma extraña en las últimas semanas…

—¿Desconfiáis de él? Cuando vinisteis a verme por primera vez parecíais muy unidos.

—Sí, así era, alteza, pero temo que su cabeza desvaría. No me parece aconsejable que participe en esta empresa.

Carlos se levantó de su silla —Magallanes hizo lo propio en señal de respeto— y se acercó hasta una de las ventanas de la sala. Una fina lluvia caía sobre la ciudad de Barcelona.

Durante unos momentos el rey se mantuvo callado y pensativo. Al fin, habló:

—Bien, si ya no confiáis en Rui Falero, es justo que ese hombre no embarque con vos. Buscad a otro cartógrafo para la expedición. ¡Ah, y que sea castellano!

—Así lo haré, alteza.

—Hoy mismo ordenaré que se disponga cuanto sea necesario para el éxito de vuestra empresa. ¿Cuándo estaréis en condiciones de zarpar?

—Tenemos que aparejar y equipar cinco barcos para tan larga travesía. Las naves ya están elegidas; sus nombres son Trinidad, San Antonio, Concepción, Victoria y Santiago.

—Buenos nombres; los encuentro muy apropiados.

—Si todo transcurre conforme se requiere, y el rey de Portugal no interfiere en nuestros planes, estaremos en condiciones de zarpar desde el puerto de Sanlúcar en un plazo no superior a cinco meses.

—Así sea. Aguardad a que el secretario redacte el escrito correspondiente y poneos de inmediato manos a la obra. Seremos los primeros en circunnavegar el mundo. Confío en que lo conseguiréis.

—Las naves de vuestra alteza serán las primeras en dar la vuelta al orbe y vuestros estandartes trazarán ese círculo imaginario.

—Eso espero. No falléis.

En cuanto Magallanes salió del despacho, Carlos llamó a su secretario y le ordenó que redactara las autorizaciones y decretos correspondientes para autorizar la expedición de Magallanes.

—Se hará de inmediato, alteza, quiero decir, majestad. —En esos días el tratamiento de alteza y de majestad se alternaban a la hora de referirse a Carlos en la corte.

—Y eso no es todo. Hace tiempo que algunos consejeros me dicen que hay que ordenar de alguna manera cuanto estamos haciendo en las Indias. Creo que tienen razón; es hora de ocuparnos de esos asuntos —dijo Carlos.

—¿Y qué deseáis que haga, alteza?

—Han llegado a mis oídos ciertas denuncias y quejas por cómo algunos de nuestros capitanes están tratando a los indios caribes. En el último informe que he recibido se asegura que los nativos de esas islas están muriendo a millares y que algunos de los nuestros no se comportan como buenos cristianos, sino como salvajes ávidos de sangre y de riquezas. No debemos consentir que se produzcan semejantes abusos, de modo que, como me han recomendado, crearemos un consejo donde se diriman todas esas cuestiones.

—¿Un Consejo para las Indias, majestad?

—Sí, ese será su nombre: «Consejo de Indias». En cuanto dejéis listo el asunto de Magallanes, poneos a trabajar en ello.

—Habrá que tener en cuenta los tratados que vuestros abuelos los Reyes Católicos firmaron en Tordesillas con el reino de Portugal, y las correcciones posteriores…

—Pues hacedlo. Quiero dejar resuelto ese Consejo en una semana porque en los primeros días de mayo iré a cazar a los sotos de Molins; me han asegurado que en esos días abundan los corzos y los jabalíes.

Barcelona, comienzos de mayo de 1519

«Cuídate de tus enemigos. Están a punto de convencer a la Santa Inquisición para que te acuse de relapso y de conspirar contra nuestro señor el rey Carlos. Son poderosos. Un amigo». Pedro Losantos no podía quitarse aquella advertencia de la cabeza. No había día en que no la leyera, una y otra vez.

—Sigues atormentado, ¿verdad? —preguntó Juana de la Cruz a su esposo.

—Pende sobre nosotros una seria amenaza. Vivo cada día temiendo que en cualquier momento la Inquisición se presente ante mí para detenerme, y entonces ¿qué será de ti, de nuestros hijos?

—No hay ningún motivo para que el Santo Oficio inicie una pesquisa contra ti o contra cualquiera de nuestra familia.

—Sí la hay —dijo Pedro.

—No entiendo…

—Juan, nuestro hijo Juan, vive en Toledo con un hombre… como si fueran marido y mujer. Ya ha sido amenazado y temo que no tardarán en acusarlo de practicar la sodomía, y eso conlleva la pena de muerte.

—¡No, no! —A Juana la invadió en ese momento un miedo cerval—. Pero… ¿cómo no me habías dicho nada de esto?

—No quería inquietarte… Me equivoqué, lo siento.

—Juan, mi pequeño Juan… Por eso nunca me has dejado ir a visitarlo a Toledo…

—Lo siento, lo siento —balbució Pedro Losantos.

—Iremos en busca de nuestro hijo —dijo Juana enjugándose las lágrimas que bañaban sus ojos.

—Si lo hacemos, nos detendrán.

—¿Cómo lo sabes?

—Ya has leído esa nota anónima que me entregaron en Lérida. Si hago un movimiento en falso, me acusarán ante la Inquisición de ser un relapso, y entonces ni siquiera podré saber quién es el que me acusa.

—No eres un relapso. Nacimos judíos, sí, pero desde que nos bautizamos, hace ya más de treinta años, hemos cumplido como buenos cristianos: vamos a misa todos los días de fiesta, hemos bautizado a nuestros hijos, cumplimos con los preceptos de la Iglesia…

—Escucha, Juana. Los inquisidores utilizan un libro por el que se guían para llevar a cabo sus pesquisas. Cuando alguien es acusado de judaizante ni siquiera preguntan por la identidad del acusador. Cualquiera podría denunciarme; basta con un escrito sin firma dirigido a un inquisidor en el que se diga que soy un relapso para que inicien un proceso contra mí.

—Pero no lo eres…

—En ese libro se enumeran los signos por los que se considera que se puede reconocer a los relapsos: frecuentar la judería, hacer amistad y comer con judíos, evitar el trato con los cristianos, rechazar la carne de cerdo, celebrar el sábado, trabajar en secreto los días de fiestas cristianas…

—Tú no has hecho nada de eso.

—No, no lo he hecho, pero, si me quieren condenar, seguro que aparece una docena de testigos que declararían todo lo contrario, y un tribunal predispuesto contra mí iniciaría de inmediato un proceso. La pena, ya la sabes: la muerte.

—Habla de nuevo con don Adriano. Dijiste que te debe un gran favor.

—Ya lo he hecho, y su respuesta ha sido que su compromiso no incluía el caso de que yo o alguien de nuestra familia fuera acusado de herejía. Ni siquiera don Adriano de Utrecht es capaz de enfrentarse a la Inquisición.

—Pues habla con el rey. Yo lo haré con la reina doña Germana; ella nos defenderá.

—Doña Germana ya no goza de la influencia que hasta hace unos meses tuvo sobre don Carlos y, además, aunque supongo que ha sido ella la que me ha alertado del peligro con esa nota que me entregaron en Lérida, no creo que ahora le importemos demasiado.

—Me considera su amiga, y nuestra hija María es su más leal confidente.

—Los poderosos no tienen amigos, Juana, no los tienen.

La puerta de la estancia se abrió como empujada por un fantasma. Pedro y Juana se volvieron hacia ella y contemplaron a su hijo mayor, de pie, inmóvil como una estatua al otro lado del umbral. Enseguida comprendieron que algo grave había ocurrido.

—¡Hijo, hijo! ¿Qué te ocurre? —preguntó Juana muy preocupada ante la figura de Pablo, que parecía la de un espectro.

—¡Pablo!, ¿te encuentras bien? —Pedro Losantos se acercó hasta su hijo, que permanecía plantado junto a la puerta abierta.

—¡Hijo, hijo! —insistió Juana.

Tras unos instantes eternos, Pablo farfulló algunas sílabas incomprensibles.

—Siéntate. —Su padre le ofreció una silla y lo ayudó a entrar cogiéndolo suavemente por el brazo.

Pablo se dejó caer en la silla. Su mirada vagaba extraviada en un horizonte imposible, en la comisura de sus labios había restos de saliva reseca, y sus ojos estaban enrojecidos por el llanto y henchidos por el dolor.

—Alonso ha muerto —atinó a barbotear.

—¡Qué! —Juana de la Cruz se echó la mano a la boca, embargada por un repentino golpe de angustia.

—¡Muerto, mi pequeño está muerto! —repitió Pablo.

Aquella tarde, poco después de comer, Pablo Losantos se había acercado un momento a la cuna donde dormía su hijo tras haber mamado del pecho de su madre. El pequeño no respiraba. El médico se dio cuenta enseguida y procuró reanimarlo dándole un masaje en su cuerpecito y luego insuflando aire en sus pulmones, pero todo intento por resucitarlo fue inútil.

La pérdida de su nieto resultó muy sentida para Juana de la Cruz. La muerte de los niños era habitual, pues apenas la mitad de los nacidos superaba el primer año de vida. Los Losantos estaban familiarizados con la muerte, pues como médicos que eran la contemplaban cada día, luchaban contra ella, a veces incluso la vencían, pero solo de manera momentánea porque, tarde o temprano, el triunfo de la parca era inevitable. Habían visto morir a mucha gente, pero en esta ocasión era su nieto, su hijo, cuyo nacimiento había traído un motivo de alegría a una casa con muchos problemas.

Enterraron al pequeño Alonso en la cabecera de la iglesia de Jerusalén, en una caja de madera tan pequeña que el propio Pablo la llevó bajo su brazo antes de depositarla en la tierra.

Barcelona, mediados de junio de 1519

Mientras los nuncios y delegados catalanes continuaban reunidos en las Cortes en Barcelona y se resistían a conceder a Carlos de Austria los subsidios que solicitaba, medio mundo estaba pendiente de la decisión que los siete grandes electores iban a tomar en Fráncfort sobre la designación de la persona que iba a regir el Imperio en los años siguientes.

El menos nervioso en la espera era el propio Carlos, a quien su tía Margarita había confirmado una y otra vez que sería el próximo emperador, aunque también le había aconsejado que, una vez proclamado y a falta de un hijo, designara como sucesor en el Imperio a su hermano Fernando, a quien los alemanes y los flamencos admiraban, pese a que se había educado en Castilla y Aragón con Fernando el Católico. La astuta Margarita entendía que esa era la mejor manera de convertir la sucesión al trono del Imperio en un derecho hereditario dentro de la familia de los Austrias.

De Castilla llegaban noticias preocupantes, pues los castellanos no querían que su rey recibiera la corona imperial, ya que en ese caso estaban convencidos de que Carlos se preocuparía más del gobierno del Imperio que de los asuntos de su reino. No eran pocos los nobles castellanos que reclamaban una mayor atención del rey por cuanto estaba sucediendo en el Nuevo Mundo, a donde se estaban marchando miles de súbditos en busca de fortuna, fama y gloria. Sobre todo los miembros de la baja nobleza, infanzones e hidalgos, que ante las penalidades que estaban atravesando en su tierra, carentes de propiedades y de rentas, contemplaban las Indias como una oportunidad para salir de la miseria, dejar atrás sus magras haciendas y convertirse en grandes señores.

—¿Y si nos embarcáramos rumbo a las Indias? —propuso Pablo Losantos, a quien su padre le acababa de contar lo comprometido de su situación.

—¿Y abandonar toda nuestra vida? —preguntó Leonor de Urrea, apenas recuperada de la muerte de su hijito.

—Padre —se dirigió Pablo a Pedro—, tal como están las cosas, si la Inquisición se lo propone, nos hará la vida imposible. Dicen que en las Indias se están abriendo grandes oportunidades. Supongo que en ese mundo nuevo harán falta médicos…

—Pero dejar nuestra tierra, abandonarlo todo… —Leonor no parecía dispuesta a realizar un viaje tan largo y peligroso. Ella era miembro de una familia de cristianos viejos aragoneses.

—Tengo sesenta y tres años según el calendario solar cristiano, sesenta y cinco en el lunar de los judíos; no creo que me quede mucho más tiempo de vida. —Pedro Losantos apretó la mano de su esposa; Juana lo miró con ternura—. No. No haré ese viaje. Hace años, cuando tú estabas estudiando medicina en la escuela de Salerno, sí pensé…, pensamos —Pedro miró a su esposa— que tal vez sería mejor alejarnos de aquí. Incluso hablamos de establecernos en alguna de las ciudades del Imperio turco donde viven comunidades de judíos sefardíes que salieron de Castilla y de Aragón cuando los Reyes Católicos ordenaron la expulsión. Pero ahora…, no. No, no haré ese viaje. Esta es mi tierra y aquí quiero morir.

—Hace tiempo tu padre y yo decidimos hacernos cristianos, justo el año en el que naciste. Nos bautizamos y renunciamos a la fe de nuestros mayores por ti, para que no sufrieras persecución por haber nacido de padres judíos. Hemos vivido todos estos años, treinta y cinco ya, como cristianos, y hemos procurado no cometer ningún error que pudiera abocarnos a la prisión. Ahora tu padre ha recibido una grave amenaza, pero no ha hecho nada punible, nada de lo que puedan acusarlo. Eres un hombre bueno, esposo, un hombre bueno… —terció Juana de la Cruz.

Pedro Losantos calló. Si su esposa supiera que él había estado detrás de la muerte del rey Felipe el Hermoso, que había actuado como un sicario a las órdenes de Fernando el Católico, que había usado todo tipo de argucias para mantener su posición en la corte y evitar represalias… Si ella supiera…

Toledo, 16 de junio de 1519

Juan Losantos regresaba a casa tras haber pasado toda la tarde en el taller de orfebrería trabajando una delicada filigrana en la empuñadura de una espada que un hidalgo de la villa de Madrid quería regalar a su hijo menor, el cual había decidido embarcar rumbo a las Indias en busca de fortuna.

Del otro lado del océano llegaban noticias asombrosas. Las Indias no eran un grupo de islas perdidas en medio del mar océano, tal y como se había creído en los primeros años del descubrimiento, sino todo un continente por explorar del que se decía que guardaba riquezas sin cuento al alcance de cualquier valiente que se arriesgara a ganarlas. Corría el rumor de que tierra adentro existían reinos tan ricos que las casas de sus habitantes estaban construidas con ladrillos de oro macizo, y las paredes decoradas con enormes piedras preciosas.

Oro, plata, rubíes, esmeraldas, tierras, casas, palacios…, en las Indias esperaba un botín de incalculable valor aguardando a quien se atreviera a conquistarlo.

La tarde de aquel día de fines de primavera era cálida. Juan había prolongado un par de horas su jornada de trabajo porque quería dejar lista la espada, ya que a la mañana siguiente tenía que entregarla.

Las calles de Toledo habían comenzado a vaciarse de gente. Al atardecer, la bulliciosa actividad que llenaba la ciudad durante el día se apagaba casi de repente, y los toledanos se apresuraban para recogerse en sus viviendas. La noche era el momento de los delincuentes y de algunos grupos de jóvenes varones que se reunían en pandillas de hasta una docena para recorrer las tabernas y las casas de prostitución en busca de juerga. Esos mismos jóvenes aprovechaban cualquier ocasión para cometer actos de pillaje, o para violar, si se presentaba el caso, a mujeres que cogían desprevenidas o a viudas que quedaban indefensas.

Juan se adentró en una calleja estrecha, casi en penumbra. El sol ya se había ocultado y apenas quedaba algo de claridad en el cielo azul oscuro donde se atisbaba el brillo de las primeras estrellas. Al final de la calleja aparecieron de repente tres hombres cuyos cuerpos ocuparon toda la anchura del vial. Juan entendió que algo iba mal. Se detuvo nervioso, miró hacia atrás y allí, a unos diez pasos de distancia, observó a otros tres hombres que se acercaban despacio y amenazantes hacia él.

Miró a los lados buscando un resquicio por el que escapar, pero solo atisbó una puerta hecha con gruesos tablones de madera, que intentó abrir en vano.

Había caído en una emboscada. Era evidente que aquellos hombres iban a por él, y que estaba perdido.

Andrés comenzó a preocuparse ante el retraso de Juan, pues nunca llegaba a casa tan tarde. Inquieto, cogió su sombrero y un puñal y decidió ir en su busca. Salió de casa y se dirigió hacia el taller de orfebrería siguiendo la ruta habitual. La noche se había apoderado de las calles de Toledo y apenas podía vislumbrarse otra cosa que negras siluetas en la penumbra.

Al acercarse al taller apuró el paso, tal vez agobiado por un mal presagio que le aceleró el pálpito de su corazón.

Al girar una esquina lo avistó. Parecía un bulto amorfo en medio de la calleja sombría, como un fardo inmóvil que alguien hubiera arrojado sin el menor cuidado. Enseguida lo comprendió. Corrió hacia allí y se agachó angustiado y temeroso. Juan Losantos apenas respiraba.

—¡Ayuda! —gritó Andrés con el cuerpo ensangrentado de Juan entre sus brazos—. ¡Que alguien me ayude, por favor! ¡Ayuda!

La única respuesta que obtuvo fue el eco de su voz, que resonó en las paredes de la calleja toledana sumida en la oscuridad.

Barcelona, 17 de junio de 1519

Ya había cumplido los treinta años y había tenido dos hijos: el príncipe Juan, muerto a las pocas horas de nacer, del rey Fernando el Católico, y la infanta Isabel, de Carlos de Austria. Preñada primero por el abuelo y diez años después por el nieto, Germana de Foix seguía siendo una mujer cuya presencia causaba un notable impacto entre los hombres. Ya no era joven y su frescura juvenil casi había desaparecido, pero, aunque su leve cojera se notaba año a año cada vez más, mantenía una rotundidad física que atraía a cuantos la contemplaban.

Hacía varios meses que Carlos había roto la relación amorosa que había mantenido con ella desde que llegara a Castilla procedente de Flandes dos años atrás, y se habían acabado las visitas cotidianas a la alcoba de Germana. Los consejeros de Carlos habían logrado que el rey abandonara esa relación y que buscara un esposo adecuado a la condición de reina viuda de Germana. Como ya había planeado, lo encontró en la persona del noble Juan de Brandeburgo, hermano de uno de los siete grandes electores del Imperio y al que no le había costado demasiado convencer; la concesión de varios privilegios, una buena cantidad de ducados y un alto cargo habían sido argumentos más que suficientes para acordar la boda.

Aquel día de junio fue el elegido para celebrar la ceremonia del enlace matrimonial de Germana de Foix y el marqués de Brandeburgo. Carlos quería dejar zanjado este asunto antes de tener que viajar a Alemania, a donde esperaba hacerlo en cuanto le comunicaran oficialmente que había sido designado emperador.

—Con esta boda cumplo los deseos de mi abuelo el rey don Fernando. Don Juan de Brandeburgo será un buen esposo para vos, mi señora —le dijo Carlos a Germana al reunirse con ella a solas poco antes de la ceremonia nupcial—, es miembro de la más alta nobleza europea y caballero de la Orden del Toisón de Oro.

—Nuestra hija necesitaba un padre; ahora lo va a tener —comentó Germana.

—Comprended que no puedo reconocer a Isabel como hija mía. Soy el rey y dentro de unos días seré el emperador; entended, señora, que no puedo aparecer como el padre de la hija de la que fue esposa de mi abuelo. Sería un escándalo; algunos incluso lo considerarían un caso de incesto —alegó Carlos.

—Toda la corte sabe que Isabel es tu hija. —Germana apeó el tratamiento y se dirigió a su antiguo amante con familiaridad.

—Me ocuparé de que a Isabel no le falte nunca lo que necesite, pero has de tener en cuenta que todo cuanto le ataña deberá ser tratado con la máxima discreción y que será mejor que apenas se sepa de ella.

—Se hará como dispongas —aceptó Germana.

—¿Necesitas alguna cosa más?

—Sí, quiero pedirte un favor.

—Dime.

—Se trata de Pablo, el hijo de Pedro Losantos, el que fuera médico personal de tu abuelo, mi esposo.

—Ese converso… Adriano de Utrecht siempre me habla bien de él. Parece que en el pasado hizo grandes servicios a mi abuelo.

—Sí, se los hizo, te lo aseguro; y a ti también. Si eres rey de Aragón, se lo debes en buena medida a ese converso. Pedro Losantos nació judío, pero se convirtió y se bautizó abandonando esa secta herética. Su hijo Pablo nació cristiano, pero lo que importa es que se trata de un gran médico. Los dos asistieron a mi parto y me ayudaron a traer al mundo a nuestra hija Isabel; la madre de Pablo, Juana de la Cruz, es una de mis damas de compañía, y su hermana María, mi amiga y confidente.

—¿Qué puedo hacer por ellos?

—Cuando estuvimos en Zaragoza, don Adriano le prometió a Pedro Losantos que Pablo sería nombrado médico de la corte.

—Sí, don Adriano me lo ha recordado estos días pasados.

—Pues te pido que cumplas ese compromiso.

—Don Adriano me contó que se vio obligado a hacerle esa promesa al converso Losantos.

—¿Sabes que ese hombre tuvo mucho que ver en que tu abuelo cambiara su testamento el último día de su vida?

—Lo intuía —asentó Carlos.

—Le debes la Corona de Aragón.

—Tal vez.

—Pues por esa deuda te pido que seas generoso con su hijo y que lo nombres médico real. De hecho ya lo es, pues don Pablo no ha dejado de tratarme, y ambos continúan en la corte desde que llegaste a estas tierras.

—De acuerdo, lo haré. Ese Pablo Losantos será uno de mis médicos.

—¡Ah!, y que no los moleste la Inquisición.

—¿Cómo?

—Algunos de tus consejeros no ven con buenos ojos a los Losantos y podrían acusarlos de judaizantes. Te ruego que des instrucciones para que no lo hagan.

—También lo haré.

—Gracias, querido.

Germana acarició levemente el rostro de Carlos, cuya barba, todavía juvenil, ayudaba a disimular la enorme prominencia de su mandíbula inferior. Habían vivido un amor apasionado e intenso durante más de un año, pero en los ojos de Carlos, opacos y tristes, Germana leyó que aquellos tiempos de locura y arrebato amoroso jamás volverían.

—¡Lo ha conseguido! Doña Germana me acaba de decir que el rey nombrará a Pablo médico de la corte. —Juana de la Cruz, que venía de ayudar a la reina a prepararse para la ceremonia de su boda con Juan de Brandeburgo, estaba eufórica.

—Me alegro. Al fin don Adriano ha cumplido su palabra —dijo Pedro Losantos.

—Ahora nadie se atreverá a ir contra ti ni contra ningún miembro de esta familia.

—Escribiré a Juan; es preciso que en Toledo se sepa que su hermano mayor es médico del rey. Así lo dejarán tranquilo de una vez. ¿Cómo está la reina? Me gustaría agradecerle su mediación…

—Echa de menos a don Carlos, y me temo que se ha descuidado un tanto. Come con fruición y sin medida y apenas se ocupa de su higiene personal. Hoy he conseguido que se lavara y perfumara las partes íntimas para que al menos se presente limpia ante el que esta noche ya será su esposo. Espero que cambie de hábitos y se cuide, si no enfermará —comentó Juana.

—Hace tiempo que no la visito. Aconséjale que me llame, a ver qué puedo hacer por ella.

—Ya se lo he dicho, pero por el momento no quiere saber nada de médicos; tal vez ahora, con su nuevo esposo, cambie de opinión y las cosas sean diferentes.

Barcelona, fines de junio de 1519

—Han encontrado a Juan medio muerto en un callejón de Toledo —le dijo un nervioso e inquieto Pedro Losantos a su hijo Pablo.

—¡Dios santo! ¿Cómo ha sido?

—He recibido una carta de tu tío Felipe; me dice que su… amigo, ese tal Andrés que vive con él, lo encontró en una calleja solitaria al anochecer, ensangrentado y tirado en el suelo como un perro apaleado. Alguien le dio tal paliza que casi lo mata.

—¿Lo sabe madre? —preguntó Pablo.

—No. No he querido decirle nada. No lo soportaría.

—¿Qué hacemos?

—Yo iré a Toledo a verlo. Juan está ahora en casa de los tíos Felipe y Raquel, pero ya sabes que son mayores y no pueden hacerse cargo de él. Me informan que está muy grave.

—¿Se sabe quién ha sido el culpable?

—No. Tío Felipe me dice que los oficiales del concejo de Toledo han iniciado una pesquisa, pero me temo que quedará en nada.

—Hablaré con el rey… Soy su médico. —Pablo acababa de recibir una cédula con su nombramiento como médico real.

—No. No te inmiscuyas en esto.

—Se trata de mi hermano.

—Por eso precisamente. Deja que yo me encargue de este asunto. Ya me he enfrentado a situaciones similares en otras ocasiones.

—¿Y qué vas a decirle a madre?

—Ya se me ocurrirá algo. Guarda el secreto; no quiero que tu madre se entere de lo que le ha ocurrido a Juan. ¡Quién sabe lo que podría hacer! La muerte de tu hijito, nuestro primer nieto, ya le ha provocado un gran pesar, si ahora se entera de que Juan tal vez se esté debatiendo entre la vida y la muerte…

—¿Cuándo piensas viajar a Toledo?

—En cuanto tenga el permiso real; si puede ser, en un par de días.

El último día del mes de junio Pedro Losantos recibió autorización para viajar a Toledo. A su esposa le dijo que el rey lo enviaba a Madrid en busca de algunos medicamentos, y que no tardaría más de un mes en regresar. Juana de la Cruz comprendió enseguida que su marido le ocultaba algo, pero evitó preguntarle por ello. Confiaba en Pedro y estaba segura de que su marido siempre actuaba en beneficio de la familia.

Con el alma encogida, Pedro Losantos dejó Barcelona el primer día de julio; tenía por delante al menos dos semanas de viaje, de modo que no podía retrasarse un instante. Quería llegar cuanto antes a Toledo y comprobar cuál era el estado de su hijo, y, si tenía alguna oportunidad, encontrar al responsable de su estado. En el pasado ya había matado a dos hombres, si tenía que volver a hacerlo con un tercero o un cuarto más, ¡qué podía importar! El infierno le esperaba de todos modos.

Barcelona, 6 de julio de 1519

Aquel mes de junio se celebraron grandes fiestas, como la del Corpus, en la que el rey desfiló portando una vara del palio procesional, y la de San Juan, en la que se organizaron juegos de cañas en los que participaron varios nobles, todo ello en medio de grandes alegrías y bullicios. Hubo además magníficos fuegos de artificio ofrecidos al rey por los consellers de Barcelona, aunque las autoridades del municipio estaban molestas con el apoyo que Carlos había dado a una junta de artesanos denominada de los Trece, similar a la que se había fundado un poco antes en Valencia y que pretendía establecer un poder fáctico en Barcelona al margen del Concejo.

Carlos parecía satisfecho, pues sabía que los siete grandes electores habían acordado designarlo emperador. Gracias a los buenos oficios de su tía Margarita, se había asegurado el voto de los arzobispos de Tréveris y de Maguncia, siendo decisivo el de este último ya que pertenecía a la noble familia de los Hohenzollern, una de las más poderosas de Alemania, y en algún momento se había mostrado dispuesto a apoyar a la candidatura de Francisco de Francia, aunque si lo hizo fue para presionar a Carlos y sacarle más dinero.

La cena en el palacio real había sido copiosa, incluso para alguien con tanto apetito como Carlos de Austria. El rey estaba a punto de irse a la cama. Le habían ofrecido pasar la noche con una hermosa joven, hija de un importante comerciante de seda, pero Carlos prefirió dormir solo. Había comido mucho y bebido demasiada cerveza. Su acentuado prognatismo le impedía masticar bien algunos alimentos, y solía engullir bocados enteros sin apenas salivarlos y triturarlos con los dientes, lo que le provocaba ciertos problemas estomacales.

Aquella noche le dolía el estómago y ordenó que llamaran de inmediato a uno de sus médicos.

Pablo Losantos, recién nombrado médico real, estaba esa tarde en palacio presto a intervenir en cuanto se demandaran sus servicios.

—Alteza —se inclinó Pablo ante Carlos al entrar en la sala donde el rey soportaba su dolor de tripas.

—Ah, sois vos…

—Hoy me corresponde el servicio de corte, señor.

—Bien, bien.

—¿Qué os ocurre, alteza?

—Tengo el estómago como si anduvieran correteando por él media docena de gatos furiosos con las uñas extendidas.

—¿Me permitís, señor? Subíos la camisola, os lo ruego. Tengo que palparos el vientre.

Carlos se alzó la camisa hasta el cuello y dejó a la vista su torso. Con las yemas de los dedos, Pablo Losantos fue recorriendo cada pulgada de piel del vientre del rey.

—¿Qué?

—Creo que habéis cenado demasiado, señor.

—Tenía apetito, y el nuevo cocinero prepara unos platos realmente sabrosos, sobre todo unas perdices escabechadas al estilo que le gustaba a uno de mis antepasados aragoneses, el rey Pedro el Ceremonioso.

—Sois joven y fuerte, pero deberíais cuidar vuestra alimentación. Por lo que sé, coméis demasiada carne y bebéis mucha cerveza. Si me lo permitís, os recomiendo que lo hagáis con moderación.

—¡Vaya!, por fin hay alguien que se atreve a decirle al rey lo que tiene que hacer.

—No pretendía molestaros, alteza, pero…

—No, no, así está bien. Supongo que es lo que tenéis que aconsejarme.

—Tenéis diecinueve años, señor, y vuestro cuerpo está alcanzando la madurez, pero todavía se está formando, de modo que debéis tratarlo con cuidado.

Pablo había visto comer a Carlos en alguna ocasión y se había dado cuenta de que su prognatismo le impedía masticar los alimentos de manera adecuada; con todo, no se atrevió a comentarlo.

—¿Y qué debería hacer? —le demandó Carlos.

—Ya hacéis bastante ejercicio cuando salís de caza o participáis en un torneo. Eso es suficiente para que vuestros músculos estén tonificados y fuertes, pero también debéis hacerlo con vuestro estómago. Os aconsejo que comáis menos carne y más verduras.

—Las cebollas y los nabos son comida de campesinos, no de reyes.

—Y en cuanto a la cerveza…

—¿No me digáis que también debo dejar de beber cerveza?

—Al menos disminuid la cantidad.

—¿No habéis leído que la cerveza era la bebida de los dioses normandos?

—Sí, y también que el vino lo era de los dioses griegos, pero los dioses son inmortales, alteza, y los hombres no.

—Tenéis razón. Me ha dicho don Adriano que os habéis formado en la escuela de Salerno, donde se enseñan prácticas médicas de los mahometanos.

—Así es. Los médicos árabes son excelentes, alteza. Ibn Sina, el más eminente de todos, escribió un libro llamado el Canon, el mejor tratado de medicina que existe. En ese libro, el gran maestro al que en occidente llamamos Avicena, dejó escrito que la salud no procede de los cuidados del médico, sino de la forma esencial de la materia, y que en la salud influyen muchas circunstancias, como el lugar donde se vive, la exposición a la humedad y a los vientos dominantes, la pureza del aire, la ventilación y la luz de la vivienda, lo que se come y se bebe…

—¿Qué más cosas dice ese Avicena? —se interesó Carlos.

—Pues que se ha de vivir de manera equilibrada: ejercicio y reposo, sueño y vigilia.

—¿Y qué dice Avicena sobre la comida y la bebida?

—Ibn Sina asegura que la mayoría de las enfermedades están causadas por no alimentarse correctamente; y que en el momento de rendirse al sueño conviene que el estómago esté lo menos lleno posible, pues en ese caso se dispersa el calor corporal y el efecto es refrescante y placentero.

—En esta corte se sirven manjares exquisitos. La etiqueta de los duques de Borgoña, que es la que seguimos, es la más elegante de Europa, también en los banquetes.

—Son exquisitos al gusto del paladar, señor, pero tal vez no sean los alimentos más adecuados para el equilibrio de los humores del cuerpo. Ibn Sina recomienda el consumo de carnes de vacuno, vino y huevos de manera moderada porque enriquecen la sangre, pero no deben ingerirse grandes cantidades de carnes de cordero, de cerdo ni de ciertas aves, porque incrementan la cantidad de bilis y enrarecen los humores.

—Bien, dejad ya esta clase de medicina y dadme algún remedio para este maldito dolor de vientre —se impacientó Carlos.

—Os prepararé un laxante para que podáis evacuar lo que habéis cenado. No toméis ningún alimento más esta noche, y nada de cerveza. Mañana desayunad una sopa ligera y unas peras o unas manzanas y, además…

Unos golpes en la puerta de la sala interrumpieron al médico.

—¡Majestad, majestad! —el de Chièvres entró presuroso; en su rostro se dibujaba una sonrisa esplendorosa—. La Dieta de los grandes electores os ha proclamado, por unanimidad, emperador del Sacro Imperio.

Guillermo de Croy se inclinó reverencialmente ante Carlos, que tenía la camisa todavía a la altura del pecho.

—¿Es seguro?

—Acaba de llegar un mensajero desde Fráncfort reventando los caballos para traeros la noticia en persona. A partir de ahora nadie podrá hurtaros el título de «majestad» —dijo Guillermo.

—Majestad… —Pablo Losantos también se inclinó ante Carlos.

—Los enviados del rey de Francia intentaron hasta la misma víspera de la votación impedir vuestra elección, pero no lograron reunir los votos necesarios para alterar el resultado previsto y han fracasado. Vuestra elección ha cumplido con todos los requisitos; los electores juraron que serían imparciales antes de proceder a la votación —ironizó Guillermo de Croy.

El consejero real obvió reseñar que miles de soldados pagados por los agentes de Carlos habían recorrido las calles de Fráncfort durante la reunión de los electores gritando consignas a favor del candidato de la Casa de Austria, presionando así a los grandes electores, y que Francisco I no había logrado reunir el millón y medio de coronas que le hubiera permitido tener alguna posibilidad para comprar el trono imperial.

—Doña Margarita lo ha conseguido —dijo Carlos.

—Vuestra tía es una mujer extraordinaria.

—Si su esposo, el príncipe don Juan, no hubiera muerto, ella habría sido la reina de Castilla y de Aragón y, tal vez, la madre de un rey; en cuyo caso yo no lo sería ahora.

—El pasado solo pertenece a Dios y ya no puede cambiarse —dijo el de Chièvres.

—Reunid a la corte inmediatamente. Tiene que saberse la noticia hoy mismo. Y que no falte doña Germana. ¡Ah, y enviad cartas con esta nueva a los concejos de las principales ciudades de Castilla y de Aragón, y a los virreyes de Cerdeña, Sicilia y Nápoles! Y decidle al obispo que prepare un Te Deum y una misa pontifical para dentro de un par de semanas a lo sumo. Daré gracias a Dios por el título imperial.

»Y vos, don Pablo, haced que se me calme de inmediato este ardor del estómago.

Una hora más tarde, en la gran sala del palacio real de Barcelona, un centenar de personajes esperaba la comparecencia de Carlos; entre ellos estaban todos los consellers de la ciudad.

—¡Señores, damas: su majestad el emperador don Carlos! —anunció solemnemente el chambelán tras ordenar a un alabardero que diera varios golpes en el suelo con la base de su lanza.

Carlos de Austria apareció vestido con chaqueta de terciopelo negro bordada en hilo de oro, sombrero adornado con una escarapela en cuyo centro lucía un enorme rubí y espadín con puño de oro al cinto.

—Majestad —el canciller Mercurino de Gattinara hincó la rodilla en el suelo ante Carlos—, los grandes electores reunidos en la Dieta Imperial en Fráncfort anuncian que habéis sido designado emperador y rey de Romanos por unanimidad. El mundo está en vuestras manos. Dios os ha colocado en el camino de la monarquía universal y os ha elegido como el soberano que unirá a todos los cristianos. ¿Qué lema utilizaréis en vuestro nuevo escudo?

—Mi divisa será Plus Ultra —dijo Carlos; ese lema lo había elegido con sus consejeros unos días antes, y ya lo tenía preparado.

—«Más allá» —tradujo del latín Gattinara—. Ahora solo el mundo es vuestro límite, majestad.

Uno a uno, todos fueron besando las manos del emperador. Era medianoche. Carlos se había convertido en el hombre más poderoso del mundo y tenía el tiempo en sus manos.

Toledo, mediados de julio de 1519

Tenía el cuerpo lleno de moratones, el labio inferior partido, un ojo completamente cerrado, y un brazo, la nariz y varias costillas rotos. Hubiese podido servir como modelo perfecto para un artista que quisiese plasmar el estado del Ecce Homo, pero estaba vivo.

Pedro Losantos, recién llegado a Toledo, examinó con todo cuidado a su hijo. Un colega, también converso, lo había curado de las gravísimas heridas que un grupo de sicarios le había provocado tras propinarle aquella paliza en el solitario callejón.

—Es una suerte que hayas sobrevivido a tan brutales golpes —le dijo Pedro a su hijo mientras le sujetaba la mano con suavidad.

—Durante cuatro días estuve inconsciente. Cuando desperté, muy débil, me encontré en el hospital de la Santa Cruz, a donde Andrés me llevó la misma noche que me atacaron. Debieron de darme una buena paliza, pues todavía me duelen el brazo, el pecho y la cabeza, y me cuesta respirar.

Juan Losantos estaba medio tumbado sobre una tabla inclinada que le habían preparado para facilitarle la respiración, pues los primeros días apenas podía hacerlo por sí solo si permanecía completamente tumbado y tampoco era capaz de mantenerse de pie. Hacía dos días que lo habían llevado a su casa.

En la estancia también estaba su tío abuelo, el viejo Felipe Rubio. El anciano maestro armero rondaba los ochenta años; se había convertido al cristianismo para poder permanecer en la ciudad donde habían nacido y crecido durante años muchas generaciones de las familias de los Rubios y de los Losantos.

Cuando Pedro Losantos y Juana de la Cruz se marcharon de Toledo para ponerse al servicio médico de los Reyes Católicos, hacía ya de aquello casi treinta años, se llevaron con ellos a sus dos hijos mayores, Pablo y María, y dejaron al pequeño Juan al cuidado de Felipe y Raquel, que no habían tenido hijos y lo criaron como si fuera suyo.

—Querido tío, te agradezco que me avisaras del estado de Juan.

—No. Agradéceselo a Andrés. Él fue quien me aconsejó que te escribiera.

Juan había demostrado desde muy niño una gran habilidad en la fabricación de delicados trabajos de orfebrería y, como le gustaban mucho las armas, se había especializado en la forja y decoración de las empuñaduras de espadas, dagas y cuchillos.

Hacía ya algunos años que Juan vivía con su amante Andrés, y, aunque ambos evitaban cualquier demostración de afecto en público, lo cierto es que medio Toledo estaba ya al tanto de que el mejor orfebre de la ciudad cometía el nefando pecado contra natura, cosa que provocaba un amplio rechazo y no pocos comentarios.

Investigado por la Inquisición, que consideraba herejes a los sodomitas, había logrado, por el momento, librarse de la cárcel gracias a la cercanía de su padre y su hermano, como médicos de la corte, al rey Carlos, pero no había evitado el terrible atentado que a punto había estado de matarlo y que lo tenía postrado con algunos huesos rotos y varias heridas en la carne y en el alma.

—¿Tienes idea de quién ha podido hacerte esto? —preguntó Pedro a su hijo.

—No. Ni siquiera podría identificar a los que me atacaron. Era casi de noche, el callejón donde me emboscaron estaba muy oscuro y aquellos tipos iban embozados con sus capas y cubiertos con sombreros de ala ancha. No pude hacer otra cosa que agacharme y cubrirme la cabeza con las manos mientras me llovían golpes de todas partes —comentó Juan, al que le costaba hablar.

—Hemos intentado averiguarlo —intervino el anciano Felipe Rubio, quien a pesar de su avanzada edad mantenía una considerable lucidez—, pero por lo que hemos podido inferir hasta ahora, si alguien sabe algo de los criminales que atacaron a Juan, calla; probablemente por miedo.

Raquel, seis años menor que su esposo Felipe, entró entonces en la habitación; con ella iba Andrés, que llevaba una bandeja con un cuenco de agua caliente en la que se había preparado una infusión de aloe, tomillo y hierbabuena, y una escudilla con otra de valeriana.

—Bébete esto —le dijo Pedro cogiendo la escudilla con la valeriana—; te relejará los músculos y te aliviará la respiración. Luego tomó un paño limpio, lo empapó en la de aloe, tomillo y hierbabuena y le limpió el ojo magullado y la herida del labio.

—¿Sabe esto tu esposa? —le preguntó Raquel a su sobrino Pedro.

—No. Lo que le ha ocurrido a Juan solo lo conoce mi hijo Pablo. A Juana tuve que mentirle. Le dije que el rey me enviaba a Madrid en busca de medicamentos. Supongo que no me creyó, pero no quiso saber más. —Pedro calló que en los años en los que fue médico y consejero de Fernando el Católico había tenido que realizar algunas misiones secretas para el monarca y que Juana se había acostumbrado al hermetismo de su esposo cuando se trataba de afrontar situaciones en las que estaba de por medio algún asunto político.

—Tal vez debieras marcharte de Toledo —le dijo Felipe a su sobrino Juan.

—Tu tío tiene razón. Puedo hablar con el rey don Carlos. Le entusiasman los torneos y la caza, y se siente como esos caballeros andantes de los libros de caballerías, tanto es así que creo que ha aprendido a hablar nuestra lengua leyendo el Amadís, esa novela sobre la que todos comentan. De modo que quizá quiera tener en su corte como maestro de armas a un artesano con tu habilidad y destreza para fabricar las más hermosas espadas y armaduras. En la corte, bajo la protección directa del rey, nada tendrías que temer —le propuso Pedro.

—Emperador. Don Carlos ya ha sido proclamado emperador —lo corrigió Felipe.

—Cuando salí de Barcelona estaba esperando esa confirmación. ¿Ya se ha producido?

—Sí. Esta misma mañana ha llegado un correo anunciándolo. Me lo acaba de decir uno de los consejeros de la ciudad, con el que me he cruzado viniendo para aquí. Supongo que ya lo habrán proclamado en un bando por toda la ciudad.

—Vaya, sí que ha cabalgado deprisa ese mensajero, porque cuando yo salí de Barcelona, y he venido todo lo rápido que me ha sido posible, todavía no se habían reunido los grandes electores.

—Quiero seguir en Toledo —asentó Juan.

—¿Cómo?

—Que quiero seguir viviendo en mi ciudad, padre. No deseo escapar. No soy un cobarde.

—Ya sé que no lo eres, hijo. Tienes valor y agallas, pero quien te ha hecho esto no parará aquí. Si los inquisidores no pueden condenarte, tal vez se sirvan de esos sicarios para volver a hacerte daño.

—No quiero rendirme, padre, no quiero renunciar a lo que soy. No lo haré. —A pesar de su debilidad, Juan Losantos mostraba una firme determinación.

—En ese caso, creo que lo mejor será que tu madre y yo nos instalemos aquí en Toledo…

—No; si yo corro peligro, vosotros también. Al lado del rey estáis seguros, y yo me sentiré mejor sabiéndolo. Vuelve a la corte, a Barcelona, y cuida de madre, de María y de Pablo…

—Tu hermano mayor sabe cuidarse solo. Todavía no os lo he dicho —Pedro miró orgulloso a sus parientes—, pero Pablo ha sido nombrado hace unos días médico real, bueno…, ahora ya es médico imperial. —Pedro obvió confesar que él también había recibido amenazas, y que tenía poderosos enemigos en la corte. Tampoco les dijo que había sido abuelo, pero que su nieto había muerto apenas dos meses después de nacer. Al fin y al cabo, morían tantos niños que a quién le importaba la muerte de uno de dos meses.

—¡Qué buena noticia! —se alegró Raquel.

—¿Y tú? —le preguntó Felipe a su sobrino Pedro.

—¿Yo? Bueno, sigo como médico en la corte, aunque desde que murió don Fernando ya no soy yo quien visita al nuevo rey. Me encargo de algunos de sus familiares y de ciertos altos funcionarios. Me estoy haciendo mayor; quizá debería retirarme a Valladolid o a Segovia y pasar allí lo que me quede de vida curando a los más necesitados, a los que no tienen recursos para pagar a un médico.

—¿Y de qué vivirías?

—Durante estos años hemos logrado ahorrar algún dinero que hemos confiado a un banquero de Medina del Campo, que también tiene una tabla de cambio en Valladolid.

—No te fíes de ellos —repuso Felipe.

—De este sí; es, como nosotros, un judío converso. Pese a todo lo que ha ocurrido, a los conversos nos siguen uniendo muchos lazos. Bien —Pedro Losantos dejó el paño con el que había limpiado las heridas de su hijo encima de una mesita—, si ese es tu deseo, me quedaré unos días aquí, hasta que estés del todo recuperado, antes de volver a Barcelona. Pero si cambias de opinión y quieres venir conmigo…

—Gracias, padre, pero mi vida está aquí. —Pablo miró a su amante; Andrés permanecía callado y discreto, como de costumbre.

—Le has salvado la vida a mi hijo. Si no fuera por tu intervención, ahora quizá estaría muerto. Te lo agradezco.

Andrés asintió con la cabeza a las palabras de Pedro Losantos.

Barcelona, fines de julio de 1519

—Y así es como quedaría, si lo aprobáis, vuestro nuevo escudo de armas, majestad.

Un pintor de la corte mostraba a Carlos un cartón en el que se habían dibujado los emblemas, colores y motivos heráldicos de todos los dominios que acumulaba el emperador. Un águila bicéfala con la cruz de Borgoña, ubicada entre dos columnas flotando sobre corrientes de agua con la leyenda Plus Ultra y rematada con la corona imperial, sostenía un escudo orlado por el collar de la Orden del Toisón de Oro con el vellocino colgando junto a la cola; allí estaban los emblemas y colores de los reinos de Castilla y de León, de la Corona de Aragón, de Navarra, de Granada, de Jerusalén, de Hungría, de Nápoles y Sicilia, de la Casa de Austria y Habsburgo, de Borgoña, de Brabante, de Tirol, de Flandes…

—¿Y las Indias Occidentales? —preguntó Carlos mientras examinaba el dibujo.

—Majestad…, ¿las Indias…? Yo…, bueno… —balbució el pintor, a quien nadie le había dicho que incluyera en el escudo ningún emblema referente a las Indias.

—Señor, las Indias forman parte inseparable de Castilla y León. No son nuevos reinos, sino una extensión de esos dos al otro lado del océano —intervino Adriano de Utrecht para alivio del atorado pintor.

—¿Parte de Castilla y León, decís, don Adriano?

—Así lo decidieron vuestros abuelos los Reyes Católicos. Y creo que lo hicieron con buen sentido, pues se trataba de dejar claro ante el reino de Portugal que el dominio de las tierras del Nuevo Mundo por parte de sus altezas don Fernando y doña Isabel era la voluntad divina. Vuestro abuelo Fernando quería que la empresa de Indias fuera la continuación de la conquista de Granada, una hazaña prodigiosa bendecida por el propio Dios a través de su representante en la tierra: el papa.

»Además, señor, las Indias carecen de un emblema heráldico que las identifique. De modo que habría que crear uno, pero en ese caso debería dotárselas de su propio reino: el reino de las Indias Occidentales. Creo que no suena bien. Y si fuéramos más precisos, habría que hacer un escudo de cada uno de los reinos e imperios que ya se han conquistado. Y en ese caso el nuevo escudo tendría que ser tan grande que no cabría en pared alguna.

—Tenéis razón, don Adriano, no suena nada bien. Las Indias seguirán siendo parte integrante del territorio de Castilla y de León, y sus tierras quedarán bajo su Corona —asentó el emperador.

—Así se hará.

—En cuanto al papa… Luego continuaremos con esto, podéis marcharos —le ordenó Carlos al pintor, que, inmóvil como una estatua, sostenía el cartón con el dibujo—. Dejadlo ahí.

El pintor depositó el cartón con cuidado junto a una mesa y salió deprisa tras una inclinación de cabeza ante el emperador.

—¿Os gustaría ocupar ese puesto?

Adriano de Utrecht se quedó pasmado.

—Majestad…, ¿os referís a mí?

—Claro, en esta estancia solo estamos los dos. Seríais un papa excelente.

—Vuestro abuelo el emperador Maximiliano me eligió como vuestro preceptor y me confesó que vos seríais algún día su sucesor al frente del Imperio. Hace ya catorce años que estoy a vuestro lado y siempre he procurado prestaros un servicio acorde con lo que me pidió don Maximiliano. Mi deseo no es otro que seguir en ello, pero esta idea de convertirme en papa… No, no creo que sea la persona adecuada para ocupar tan alto puesto. Además, el papa León es quince o dieciséis años más joven que yo y es un Médici, un italiano. El colegio cardenalicio, que es quien designa al papa, está compuesto por una mayoría de cardenales italianos y franceses. Aunque yo sobreviviera a León X, no podría optar a ese puesto. No creo que esos cardenales me eligieran.

—Vamos, don Adriano, con una buena bolsa de ducados de oro se puede comprar la voluntad y la adhesión de todos y cada uno de esos engolados cardenales. Lo sabéis bien, pues habéis sido testigo de cómo hemos tenido que comprar a los siete grandes electores para que me otorgaran su voto para proclamarme emperador. Ya que no podemos influir en la decisión del Espíritu Santo, que es quien inspira a los cardenales en el cónclave, ¿cuánto creéis que costaría comprar a la mitad de esos prelados?, ¿quinientos mil, seiscientos mil ducados?

—Sí, supongo que una cifra similar, majestad.

—Bien. Podemos hacerlo. ¿Sabéis a cuánto ascienden las rentas anuales de la Iglesia romana?

—Superan con creces esa suma —dijo Adriano de Utrecht.

—En cuyo caso, emplear esos miles de ducados para conseguir el papado constituiría una buena inversión —dijo Carlos—. No sé cuánto tiempo vivirá el papa León. Tiene…

—Cuarenta y cuatro años, creo —precisó Adriano—; yo ya he cumplido los sesenta.

—Sí, esa diferencia de edad es un inconveniente, pero si Dios está de mi parte, y todo apunta a que así es por lo que anuncian algunos cronistas y un buen número de visionarios, nos echará una mano.

—Pero, majestad…

—Escuchad, don Adriano, para que se cumplan nuestros planes necesitamos a la Iglesia de Roma. Pronto viajaré a Alemania y para entonces las aguas deben estar calmadas. Ya sabéis que allí están logrando mucha aceptación las tesis de ese monje agustino…

—Lutero, majestad, se llama Martín Lutero —precisó Adriano.

—Lutero, sí… Pues bien, lo que está haciendo el papa León no es sino alimentar el auge de las tesis de ese Lutero. León X está gastando sumas ingentes de dinero en la nueva basílica de San Pedro y en lujos y fiestas cuyo coste escandaliza a media cristiandad. Además, dudo mucho que su apoyo de última hora a mi candidatura al Imperio sea sincero. Durante estos meses ha actuado de modo diletante, dudando entre ayudar a Francisco de Francia o a mi persona. Si en el último momento se decantó por favorecerme es porque le informaron que los electores ya habían decidido votarme por unanimidad. Pero, de cambiar las tornas, estoy seguro de que se decantaría por Francisco. Ese León de Médici no es de fiar, y quien lo suceda en el trono de San Pedro debe estar de nuestro lado.

Adriano de Utrecht sonrió satisfecho, pero no porque ambicionara convertirse en el siguiente papa, sino porque su pupilo el emperador estaba demostrando una notable capacidad política pese a su juventud; y, sin duda, buena parte de esa capacidad se debía a sus enseñanzas.

—Yo estaré siempre a vuestro servicio, pero sabed, majestad, que no soy digno de ocupar la sede de san Pedro.

—Si algún día lo hacéis, no me cabe duda de que os comportaréis como el más digno representante que pueda tener Dios en la Tierra.

—Bueno, dados algunos precedentes, tampoco sería muy difícil lograrlo.

—Hablaremos de esto más adelante. Ahora, decidme, ¿os agrada este escudo?

—Creo que es el adecuado y que simboliza cuanto representáis.

Carlos se acercó al dibujo, cogió el cartón en sus manos y lo colocó sobre la mesa para verlo mejor.

—Sí, parece el apropiado —afirmó satisfecho.

Barcelona, agosto de 1519

—¿Cómo te ha ido por Madrid? —preguntó Juana de la Cruz a su esposo recién llegado de Toledo.

—Bien, bien…

—¿Y los medicamentos? ¿Los has encontrado?

—Sí, sí, los llevarán a la botica de palacio.

—¿Dónde los conseguiste?

—En casa de un converso madrileño. Hace tiempo que… No, no he estado en Madrid; ya lo has intuido —confesó al fin Pedro Losantos.

—Lo suponía. No me lo digas si no quieres, pero me figuro que no has ido a cumplir una misión para el rey.

—El emperador —puntualizó Pedro.

—Has estado en Toledo, ¿cierto?

—Sí. He ido a ver a nuestro hijo.

—¿Es grave? Se trata de Juan, soy su madre y quiero saber qué le ocurre. Nunca te he reprochado tus servicios al rey don Fernando, pese a que no estaba de acuerdo con que colaboraras con algunos de los planes de ese hombre, pero en este caso se trata de nuestro hijo y tengo derecho a saber qué le pasa.

—Ha sufrido un percance.

—¿Está bien?

—Sí, ahora sí. Varios hombres le tendieron una encerrona cuando regresaba a casa al anochecer y lo golpearon hasta dejarlo inconsciente en una calleja de Toledo. Le rompieron algún hueso y le causaron numerosas magulladuras, pero se ha recuperado.

—¿Eran ladrones?

—No. Creemos que eran sicarios, pero no sabemos quién les pagó.

—Era tan pequeño… Debimos llevárnoslo con nosotros cuando dejamos Toledo —se lamentó Juana.

—Juan desea vivir en esa ciudad con el… con el hombre al que ama. Y esos malditos inquisidores no lo dejan vivir en paz. He intentado convencerlo para que venga aquí, con nosotros, al abrigo de la corte, pero no quiere ceder. Me habló de que pretendía ser libre, de que nadie lo subyugaría… No sé qué libros ha leído o quién le ha metido esas ideas en la cabeza, pero no se doblegará ante nada. He visto la determinación en sus ojos.

—Si continúa viviendo en Toledo, acabarán con él; lo presiento. —Unas lágrimas corrieron por el rostro de Juana de la Cruz—. ¿Vamos a permitirlo? ¿Vas a dejar que maten a nuestro hijo?

Pedro Losantos calló; y entonces se sintió impotente, desvalido, incapaz de elaborar una sola respuesta a las preguntas de su esposa. Echó la vista atrás y repasó en un instante lo que había sido su vida. Se arrepintió de su cobardía, de haber permanecido durante tantos años al servicio de un rey al que no admiraba, de no haber tenido el valor de enfrentarse con sus propios miedos, de no haber sido capaz de acabar con un modo de vida en el que nunca creyó, pero que le proporcionaba seguridad y despensa. Se arrepintió.

—Nunca debí vender mi alma, nunca, nunca —se lamentó entre sollozos.

Abrazados como dos niños temblorosos y desvalidos, Pedro Losantos y Juana de la Cruz lloraron su amargura y su desconsuelo. Si pudieran volver atrás, si fueran capaces de regresar a otro tiempo, si fuera posible cambiar el pasado, si pudieran tener el tiempo en sus manos…

Barcelona, fines de septiembre de 1519

El emperador procuraba mostrarse tranquilo ante la gravedad de los informes que Guillermo de Croy, señor de Chièvres, y Adriano de Utrecht le estaban presentando.

—Nuestros agentes en Castilla y en Valencia avisan de movimientos de grupos de ciudadanos que se están organizando en juntas y hermandades. Temen que en cualquier momento pueda estallar una revuelta general. Además, los jurados de Valencia insisten en que es preciso prepararse contra una posible invasión de los turcos, mejorar las fortalezas y librar el dinero necesario para que la gente de a caballo pueda defender ese reino —comentó Adriano.

—Las cosas no están mucho mejor en Europa, majestad. El número de seguidores de ese monje, el tal Lutero, continúa creciendo, sobre todo en el norte de Alemania; Francisco de Francia anda enredando en Italia; y los turcos avanzan hacia Viena por el Danubio y siguen construyendo una gran flota en sus atarazanas de Estambul —añadió Guillermo de Croy.

—Disponed el dinero que solicitan los de Valencia y también el necesario para la construcción de una nueva armada. Debemos contrarrestar a la marina otomana con más galeras de guerra y mejores tripulaciones —dijo Carlos.

—Podemos utilizar las bases de Sicilia para el dominio de las costas de África —dijo el de Chièvres.

—Dad las órdenes para ello.

—Y en cuanto a las Indias Occidentales, creo, majestad, que deberían permanecer unidas a la Corona —comentó Adriano.

—Sí, así lo planearon mis abuelos.

—En ese caso, emitiremos una cédula por la que las Indias quedan unidas para siempre a la Corona de Castilla, con la prohibición expresa de que nadie pueda enajenarlas jamás. El rey de Castilla, vuestra majestad, será el señor natural de todas esas tierras.

—Usaremos las rentas de las Indias para construir la flota contra el turco. Ordenad que todo el oro y la plata que se obtenga en las Indias sea fundido y labrado en piezas para sufragar esos gastos. Que se encargue el tesorero de hacer las oportunas acuñaciones de moneda.

—Por lo que respecta a los indios…, majestad —habló Adriano—, el fraile dominico Bartolomé de las Casas, un antiguo encomendero, anda por ahí denunciando el mal trato que algunos de nuestros soldados han mostrado hacia los indios. Sus relatos sobre algunas matanzas son estremecedores.

—Toda conquista conlleva derramamiento de sangre; es inevitable —intervino Guillermo de Croy, señor de Chièvres.

—Sí, así ha sido siempre, pero los Reyes Católicos dictaron una serie de decretos para que los indios fueran tratados conforme a las buenas prácticas de la caridad cristiana.

—Son salvajes. ¿Qué caridad se puede tener hacia unos salvajes?

—Somos cristianos y nuestra misión es llevar el mensaje del Evangelio a esas apartadas regiones del mundo, a todos los rincones.

—Pero para lograr tan encomiable misión, don Adriano, necesitamos armas, fuerzas y soldados, y todo eso cuesta mucho dinero, dinero que solo podemos obtener de las rentas de las Indias.

—Señores, calmaos los dos —terció Carlos, que, aun siendo el más joven de los tres, era el que se mostraba más sereno—. No es ejemplo de buenos cristianos llevar a cabo matanzas de indios, aunque sean infieles; y, además, hacerlo contribuye a que aumente el odio de esas gentes hacia nosotros. Pero necesitamos el oro y la plata de las Indias para detener a los turcos en el Mediterráneo y en el norte de África. Espero que las nuevas conquistas que allí se están iniciando aporten más dinero para esta empresa.

—Desde Cuba y Santo Domingo se están preparando expediciones para la conquista de tierra firme, donde hay un gran imperio al que llaman México. Diego Velázquez, nuestro gobernador en Cuba, ha autorizado a uno de sus capitanes, un extremeño de Medellín llamado Hernán Cortés, para que lleve a cabo la empresa, pero han estallado disensiones entre esos dos hombres, y sabemos que Cortés ha decidido emprenderla por su cuenta. Se ha propuesto ganar todo ese imperio con once barcos y setecientos hombres…

—¿Conquistar un gran imperio solo con esos soldados? —interrumpió Carlos al de Chièvres.

—Según parece, el de México es un reino gobernado por tiranos que se beben la sangre y se comen el corazón de sus súbditos, a los que sacrifican por miles con la excusa de calmar la ira de sus falsos dioses. Varios pueblos cercanos a este imperio han sido saqueados y robados por los aztecas, que es el nombre de los miembros de la tribu que gobierna México. Cortés debe de suponer que buscando una alianza con estos pueblos oprimidos formará un gran ejército y así derrotará a los aztecas.

—¿Es de fiar ese Cortés? —preguntó Carlos.

—Ha desobedecido las órdenes del gobernador de Cuba, pero parece un hombre valiente y leal a vuestra majestad. En la carta que os ha remitido da rendida cuenta de todo cuanto ha hecho. A mí me parece que su relato es veraz. Además, es un hombre con suerte. Por lo que he podido saber, entre esos aztecas corre una vieja leyenda sobre un pueblo de hombres poderosos, poco menos que unos semidioses, que llegó a sus costas desde occidente. Es probable que esas gentes ignorantes hayan creído que los soldados de Cortés son aquellos mismos hombres de los que hablan sus viejas leyendas, y eso le ha favorecido.

En ese memorial, recién recibido en Barcelona, Hernán Cortés relataba que en el desembarco en las costas de México había encontrado a un náufrago llamado Jerónimo Aguilar, quien conocía la lengua de los indios. Narraba la gran victoria obtenida en un lugar llamado Tabasco, donde había derrotado a cuarenta mil indios; expresaba su intención de fundar una ciudad a la que pensaba denominar Veracruz; informaba de la alianza con los tlaxcaltecas, un pueblo enemigo de los aztecas, y de la victoria sobre México y el vasallaje que su emperador Moctezuma había jurado a Carlos como rey de Castilla; y relataba la bárbara costumbre de los aztecas de realizar sacrificios humanos en los que se extraían el corazón y las entrañas de las víctimas para ofrendarlos a sus falsos dioses.

—Debemos poner más cuidado en todo cuanto ocurre en las Indias —comentó Carlos.

—Es muy complejo, majestad. A la conquista del Nuevo Mundo están acudiendo gentes dispuestas a cualquier cosa con tal de ganar fortuna y convertirse en potentados. Muchos de los que hasta allá se dirigen son hijos de hidalgos e infanzones de Castilla venidos a menos y que carecen de rentas para vivir en su tierra natal. Sus padres o sus abuelos consiguieron privilegios de hidalguía luchando contra los moros en Granada, pero, acabada aquella guerra, sus hijos y nietos conservan el título y poco más —explicó Adriano.

—¿De qué materia están forjados esos hombres? —preguntó Carlos.

—Probablemente de la misma que forja la idea de la fama, majestad. Porque solo así se entiende el riesgo que asumen y las aventuras que emprenden. Como ese marino portugués ahora a vuestro servicio, Magallanes, que está a punto de comenzar la vuelta al mundo con las cinco naves que le habéis autorizado —dijo Adriano.

—Esos locos son hijos del Cid —añadió el de Chièvres—, pero su locura es un regalo para vuestra majestad.

Barcelona, octubre de 1519

En una sala del palacio real menor de Barcelona, donde se había instalado Germana de Foix, Juana de la Cruz jugueteaba con Isabel, la hija de la reina viuda y del emperador, que con un año de edad ya podía tenerse en pie por sí sola.

—Nunca la reconocerá como propia —comentó con cierta tristeza Germana.

—No puede hacerlo, mi señora. Es el emperador.

—Esa niña es su hija, doña Juana, vos lo sabéis bien, ayudasteis a traerla a este mundo.

—Don Carlos nunca abandonará a su niña.

Juana de la Cruz tuvo que morderse la lengua para no seguir hablando y decir que el emperador no podía confesar públicamente que había tenido relaciones con su abuelastra y que la había dejado embarazada apenas dos años después de la muerte del Católico.

Por la corte se hacían bromas y se contaban chascarrillos en los que se alababa la diligencia de Carlos, a quien su abuelo Fernando le había pedido encarecidamente en una carta que se ocupara de Germana y no la dejara desvalida; ¡y vaya si no lo había hecho el joven príncipe de Flandes!

Pese a la confianza que había alcanzado con Germana, existían ciertos límites que no se podían sobrepasar. Juana se limitó a seguir jugando con la pequeña Isabel. La muerte de su nieto Alonso y los problemas de su hijo Juan estaban haciendo mella en la esposa de Pedro Losantos, que en los últimos meses había envejecido tanto como si hubieran transcurrido diez años.

—Señora, un mensaje del rey; es urgente —anunció un criado, que le entregó a la reina viuda un sobre.

Germana cogió el sobre y con un gesto de su mano despachó al criado. De inmediato se acercó a la ventana, abrió la carta y leyó.

Juana la observaba desde el centro de la sala junto a la pequeña Isabel, que comenzaba a cansarse tras haber permanecido un buen rato de pie y reclamaba que la cogieran en brazos.

—Don Carlos me pide que acepte el puesto de virreina de Valencia y ofrece a mi esposo el cargo de capitán general del ejército en ese reino, aunque no antes de ser coronado en Aquisgrán, pues me dice que desea que lo acompañemos a esa ceremonia —anunció Germana.

—¡Señora, eso significa que don Carlos tiene toda su confianza depositada en vos!

—Sí, su majestad es muy generoso. Supongo que tanto mi marido como yo debemos aceptar esas propuestas.

—Valencia es un gran reino, y ser su gobernadora será un gran honor. Además, señora, ya conocéis esa tierra. Yo estuve con vos cuando vuestro primer esposo, el recordado rey don Fernando, os dejó a su mando al regreso de Nápoles.

—Sí, ya fui virreina de Valencia en una ocasión anterior, pero ahora las cosas se están poniendo difíciles. Hay revueltas y malestar en esa tierra, y sus habitantes tienen miedo a una posible invasión de los turcos. Solo soy una mujer…

—Tuvisteis a vuestro lado al mejor de los maestros posibles en el arte del gobierno de un reino.

—Sí, mi esposo don Fernando… Nunca ha habido un rey como él. Cuando llegue el momento, procuraré gobernar Valencia siguiendo su estela. Sois mi mejor amiga, mi confidente. ¿Vendríais conmigo a Valencia si os lo pidiera?

—Señora, sabéis en qué alto aprecio os tengo, pero mi lugar está junto a mi esposo.

—También puede venir; don Pedro es un excelente médico. Hablad con él y proponédselo. Vuestro hijo Pablo es médico real y ya no os necesita. Venid conmigo, ambos. Supongo que partiremos hacia Valencia cuando regresemos de la coronación de don Carlos.

—Hablaré con mi esposo y ya os diré.

Barcelona, comienzos de noviembre de 1519

—Los asuntos del Imperio no pueden esperar más. Enviad cartas a nuestros embajadores para que preparen mi viaje, cuanto antes —ordenó Carlos a Adriano de Utrecht.

—Antes debéis presidir las Cortes de Valencia. Sus fueros dictan que el rey debe jurarlos.

—No tengo tiempo para ir a Valencia, y, además, en ese reino hay algunas revueltas que es preciso sofocar. Si el virrey no es capaz de acabar con esos focos de rebeldes, enviaré allí a doña Germana para que se encargue de su gobernación y a su esposo el duque para que dirija el ejército real. Ambos saben lo que tienen que hacer y disfrutan de mi absoluta confianza.

—Pero, majestad, si no acudís a las Cortes de Valencia, como habéis hecho en Castilla, Aragón y Cataluña, las gentes de ese reino se sentirán menospreciadas, y esas revueltas podrían ir a más. En ellas están implicados artesanos y comerciantes, pero incluso la nobleza podría sentirse agraviada y sumarse a las protestas —razonó Adriano.

—Id vos en mi nombre. Sois un hombre justo y ecuánime. Los valencianos se sentirán satisfechos con vuestra presencia —replicó Carlos.

—Señor, atendedme, os lo ruego. Si faltáis a las Cortes de Valencia puede estallar una rebelión general, y ya tenemos bastantes frentes abiertos en las Indias con tanto capitán tomándose la conquista por su cuenta, en el Mediterráneo y el Danubio con el progreso de los turcos y en Alemania con el avance de las tesis del fraile Lutero. No es conveniente que se abra uno más en Valencia.

—Si acudo este invierno a Valencia me retrasaría varios meses, y el Imperio no puede esperar. Además, en algunas ciudades de Castilla, como sabéis, se han detectado movimientos en nuestra contra. En Segovia, Ávila y Toledo se han alzado voces a favor de que mi madre doña Juana se haga cargo del gobierno de Castilla y de León. Paradojas del destino: mi abuelo el rey Fernando, que no tenía los derechos dinásticos de Castilla pero sí los de la Corona de Aragón, estuvo a punto de dejar estos reinos a mi hermano don Fernando, su favorito. Y ahora que yo tengo los derechos de la Corona de Aragón, hay gente en Castilla que me cuestiona los de ese reino.

—Afortunadamente, vuestro abuelo cambió su testamento en el último instante de su vida y con ello evitó una guerra. Y, como bien sabéis, majestad, dos días antes de morir el Católico, el heredero de Aragón, según constaba en su testamento, era vuestro hermano don Fernando. Pero yo logré convencerlo para que lo cambiara en vuestro favor y conté para ello con la ayuda de don Pedro Losantos, el padre de uno de vuestros médicos.

—¿Qué hizo ese hombre? —demandó Carlos.

—En los últimos días de su vida don Fernando estaba muy débil, no podía caminar y apenas balbuceaba alguna palabra inteligible. Una de las pocas personas en las que confiaba era su médico, el converso don Pedro Losantos, que permanecía a su lado además como consejero privado. Yo hablé con don Pedro y le pedí que interviniera para que don Fernando cambiara su voluntad. Y ese converso lo hizo bien. Un día antes de morir vuestro abuelo firmó el cambio en su testamento y vos, majestad, os convertisteis en heredero de todos los dominios del rey de Aragón.

Carlos de Austria se sumió en un reflexivo silencio durante unos instantes.

—De modo que es verdad, que le debo la mitad de mis posesiones hispanas a ese médico —comentó.

—En buena parte, sí.

—De ahí vuestra insistencia, y la de doña Germana, en que yo nombrara médico de la corte a su hijo, a don Pablo.

—Majestad, los Losantos fueron judíos en otro tiempo y, como tales, la Inquisición ha puesto su mirada sobre ellos. Don Pedro sabía que mientras viviera vuestro abuelo gozaría de la protección real, pero temía por lo que pudiera ocurrirle a su familia una vez muerto don Fernando. Yo vi en esa debilidad una oportunidad para ganarme su confianza y su ayuda, que en esos momentos era necesaria —explicó Adriano de Utrecht.

—¿Qué os pidió a cambio? ¿Solo protección?

—Le prometí que su familia gozaría de seguridad bajo vuestro mandato.

—Bien, lo habéis cumplido.

—Hay algo más, señor.

—Decidme, don Adriano.

—Se trata de otro de los hijos de Pedro Losantos. Su nombre es Juan; trabaja en Toledo, en un afamado taller de orfebrería que regenta su familia desde hace generaciones.

—¿Qué ocurre con ese hombre?

—Corre por Toledo el rumor de que es un sodomita y que comete el pecado contra natura de manera pública, pues vive amancebado con uno de los trabajadores de ese taller. Sé por el propio don Pedro que el tal Juan Losantos está siendo investigado por los inquisidores toledanos, y ya sabéis lo puntillosos que son algunos de los miembros del Santo Oficio. Hace unos meses fue detenido e interrogado en el convento de dominicos de esa ciudad, pero, cuando se supo que era hijo de un médico del rey, lo pusieron en libertad.

—Bien, asunto resuelto.

—No del todo, majestad. Unos hombres asaltaron en plena calle a Juan Losantos y lo apalearon hasta dejarlo al borde de la muerte.

—¿Se sabe quiénes fueron? ¿Han sido detenidos?

—No. Nadie vio nada y no han podido ser identificados. Me temo que no habrá testigo alguno de ese atentado.

El emperador se atusó su juvenil barba. Sobre la mesa de la sala del palacio real había una jarra de plata con cerveza recién fermentada. Carlos se sirvió una copa, que bebió de un par de tragos.

—¿Qué opináis vos, don Adriano?

—La Inquisición no suele soltar su presa cuando le ha dado un bocado.

—¿Sugerís que el Santo Oficio está detrás del ataque a ese orfebre?

—Creo que sí. Es probable que los inquisidores se hayan sentido despechados por tener que liberar a Juan Losantos y hayan buscado a unos sicarios para darle un escarmiento.

—Ocupaos de ello. Si le debo a don Pedro Losantos una de mis Coronas, justo es que protejamos a su hijo.

—Así lo haré, majestad.

—Una vez que se resuelvan las Cortes de Castilla, marcharé a Alemania a tomar posesión del Imperio. Mientras esté fuera de estos reinos, vos seréis el gobernador de Castilla.

—¿De España? —Adriano de Utrecht se refirió con ese nombre, como empezaba a ser habitual sobre todo entre los extranjeros, al conjunto de Estados peninsulares hispanos heredados por Carlos de sus abuelos los Reyes Católicos.

—Solo de Castilla y León —precisó Carlos.

Barcelona, fines de noviembre de 1519

Cuando se supo en Valencia la noticia de que el emperador no iba a acudir a sus Cortes para jurar los fueros de ese reino, fueron muchas las voces que se alzaron denunciando que Carlos había cometido un acto ilegal, y que no podía ser proclamado soberano del reino de Valencia si no los juraba en persona, como señalaban la ley y la costumbre.

En las principales ciudades y villas valencianas la indignación se extendió como la marea sobre la playa y en varias de ellas se organizaron Germanías, asociaciones integradas por grupos de artesanos y comerciantes dispuestos a combatir contra los privilegios de la nobleza y a no consentir la humillación a la que sometía a su reino el desprecio del emperador y su negativa a acudir ante sus Cortes para jurar sus fueros.

En Castilla las cosas tampoco iban bien. Unos grupos de gentes de las ciudades de realengo constituidas en las llamadas Comunidades andaban celebrando reuniones y juntas en las que se denunciaban los abusos y los privilegios de la nobleza y se señalaba al emperador como principal responsable de semejante situación. Los comuneros, como empezaban a ser denominados en algunas partes, pretendían limitar las injustas ventajas de las que disfrutaban los nobles y volver a los viejos tiempos en los que las comunidades de hombres libres eran capaces de decidir su destino, dictar sus ordenanzas y estatutos en villas y ciudades y limitar el poder de los reyes y los aristócratas.

Entre tanto, Pablo Losantos se estaba ganando la confianza del emperador, que acababa de llegar de celebrar en Molins, una villa cercana a Barcelona, la fiesta de San Andrés con un opíparo banquete en compañía de quince caballeros de la Orden del Toisón de Oro; hasta allí se había llevado a Pablo como médico de jornada.

El resto de los médicos de la corte se había formado en las universidades de Montpelier y de Salamanca, donde habían aprendido las viejas técnicas de curación que se practicaban siguiendo los métodos de Galeno. A diferencia de ellos, Juan era el único que había estudiado medicina en la escuela de Salerno, cerca de Nápoles, donde sus maestros le habían enseñado de manera clandestina la disección del cuerpo humano y ciertas formas de curación transmitidas por los mejores médicos árabes en los grandes centros de saber ubicados en Bagdad, El Cairo y Estambul.

En aquellos días de otoño Leonor de Urrea quería volver a quedarse embarazada. La esposa de Pablo Losantos ya tenía treinta y tres años. La aragonesa mantenía la esperanza de ser madre a una edad a la que muchas mujeres ya eran abuelas.

—Quiero ser madre de nuevo —le dijo Leonor a Pablo.

—Claro, y en ello estamos.

Pablo abrazó a su esposa y la besó con dulzura.

—Nacerá y vivirá; nuestro segundo hijo vivirá.

—Por supuesto que vivirá, y para eso debes cuidarte desde este mismo momento.

—Ha pasado más de un mes desde mi último período menstrual y no he manchado.

—Quizá estés embarazada.

—Será otro niño —dijo Leonor, que se retiró.

—Ahora eso es lo menos importante —asentó Pablo.

—Ojalá esté embarazada Leonor —le dijo Pedro a su hijo, que le había confesado que estaban buscando un segundo niño.

—Si todo va bien, tal vez seas abuelo antes de que acabe el año próximo.

—Sería mi segundo nieto. —Pedro se entristeció al recordar la muerte del pequeño Alonso.

—Si es niño lo llamaremos Pedro, como tú.

—Gracias, hijo. Pedro…, mi nombre cristiano. ¿Sabes?, cuando nací judío mi padre me puso el nombre de David, como el del rey que llevó a nuestro pueblo a sus mayores cimas de poder y de gloria.

Pedro Losantos volvía a hablar como un judío. Nacido judío, había sido circuncidado siguiendo la costumbre del pueblo de Israel, que también practicaban los seguidores de Mahoma. Su padre, un médico de Toledo llamado Mosés Leví, de nombre hebreo, se había convertido siendo ya un hombre mayor, y con él lo había hecho su hijo David Leví, quien desde ese momento pasó a llamarse Pedro. Pablo, nacido el mismo año en que sus padres Pedro Losantos y Juana de la Cruz se habían convertido al cristianismo, ya no había sido circuncidado y fue bautizado en la catedral de Toledo a las pocas semanas de nacer.

—¿Nuestro pueblo…? Nunca te había oído hablar de este modo.

—Nací judío, toda mi sangre es judía, y toda la tuya también. La de tu hijo ya no lo será, pues tu esposa proviene de una familia de cristianos viejos.

—Padre, padre, yo soy cristiano y siempre he vivido como tal. Sí, tengo sangre judía en mis venas, pero también la tenían Jesús y todos sus apóstoles.

—Y sigues siéndolo, o al menos compórtate como cristiano, porque en esta parte del mundo en la que te ha tocado vivir no se admite otra manera de hacerlo.

—Padre…

—Me hago viejo. Cada día que pasa siento mayor pesadez en mis miembros, más dolor en mis articulaciones y en mis huesos. Creo que no me queda demasiado tiempo de vida.

—No digas eso. —Pablo comenzó a preocuparse; nunca había escuchado a su padre hablar de esa manera.

—A finales de este verano me sobrevinieron unos fuerte dolores en el costado, aquí —Pedro Losantos se señaló el lado derecho del tórax.

—¿El hígado?

—Sí.

—¿Por qué no me has dicho nada hasta ahora?

—Ya sabes, los médicos somos los últimos en reconocer nuestros propios males.

—Permíteme que te mire.

—No hay remedio, hijo.

—Permíteme…

Pedro Losantos se levantó la camisa para que su hijo pudiera palpar su piel en la zona del hígado. Lo que sintieron las yemas de sus dedos lo estremeció.

—Está hinchado. Déjame ver tus ojos; aquí a la luz de la ventana. —La esclerótica del globo ocular tenía un tono amarillento—. Debí haberlo observado antes. Tienes el hígado enfermo, padre.

—Ya lo sé. El tumor está creciendo día a día.

—¿Has tomado algún medicamento? ¿Se lo has dicho a madre?

—No; aunque ella sí ha notado que sufro ciertas molestias. Me ha preguntado por ello, pero me he limitado a decirle que la edad no perdona, que ya no soy un jovenzazo, y todas esas excusas.

—¿Has orinado sangre?

—Todavía no, pero mi orina es cada día más oscura, de modo que supongo que no tardaré demasiado en hacerlo. Y ya sabes que cuando aparezcan esos síntomas mi tiempo se habrá acabado.

—Podemos retrasarlo —dijo Pablo.

—Podemos aliviarlo, porque el tiempo solo está en las manos de Dios. Y ahora quiero que me prometas una cosa.

—Lo que tú desees, padre.

—Prométeme que cuidarás de tu madre y de tus hermanos. Prométemelo.

—No hace falta que te prometa eso. Sabes de sobra que lo voy a hacer. Pero claro que tienes mi promesa.

—Siempre supe que eres el mejor hijo que pude tener…

Barcelona, mediados de diciembre de 1519

Juana de la Cruz y María Losantos ya sabían que su esposo y padre estaba enfermo, y que su vida no se alargaría demasiado.

El cáncer estaba consumiendo el hígado de Pedro Losantos y el tumor crecía sin remedio. En cuanto comenzara a extender sus raíces por el resto del cuerpo, acabaría enseguida con su vida. Pablo había tratado a algunos pacientes de esa enfermedad, y todos habían muerto a las pocas semanas de desarrollarse. Apenas dos o tres meses después de orinar sangre, los aquejados por este mal fallecían. Nadie conocía cura alguna para semejante enfermedad.

Pablo Losantos le acababa de hacer el amor a su esposa. Leonor de Urrea seguía taciturna y pesarosa por la muerte de su hijito Alonso, pero los dos esposos seguían intentándolo y se afanaban de nuevo por engendrar otro hijo.

El médico examinaba a su esposa, seguía sus reglas y hacían el amor en los días que consideraba más propicios para el embarazo. Leonor era fértil, y, aunque dolidos por la temprana muerte de Alonso, estaban esperanzados por volver a ser padres.

—Llevas varios días de retraso en tu menstruación; ¿estás embarazada?

—Creo que sí —dijo Leonor, expresando más su deseo que su certeza.

—Volveremos a ser padres —le dijo Pablo.

—Es lo que más deseo: darte otro hijo.

Pablo la besó con ternura. Leonor ya no era una jovencita, y algunas arrugas se marcaban en la comisura de sus labios y en la frente, a la vez que algunas canas rizadas surgían entre sus delicados mechones rubios.

—El emperador partirá pronto para Castilla y luego viajará a Alemania; tendremos que ir con él. Me lo ha comunicado esta mañana el señor de Chièvres, al que he estado examinando de una dolencia en uno de sus ojos.

—Iré donde me digas.

—No me han dado otra opción. Ni siquiera me han preguntado. Don Guillermo de Croy me ha comunicado que el emperador está muy contento con mis servicios, sobre todo desde que le calmo los dolores de vientre que le sobrevienen cada pocos días.

—Eres un excelente médico; no me extraña que el emperador te quiera a su lado.

—No es preciso ser un experto médico para comprender lo que le ocurre a don Carlos. En algunos banquetes suele comer en demasía; se atraca de pasteles de carne de venado, de asados de aves, de embutidos de jabalí y de vino y cerveza. Es joven, pero ni siquiera su estómago es capaz de soportar semejante cantidad de comida.

—A doña Germana le pasa lo mismo.

—La reina tiene un apetito voraz que se ha incrementado, si cabe, desde que el emperador dejó de visitar su cama.

—Esa mujer ha sufrido demasiado —dijo Leonor.

—Espero que sea feliz al lado de su nuevo esposo.

—No lo será. Esa boda fue una pantomima.

—No creo que sea dichosa. Además, el marqués de Brandeburgo se ha casado con ella solo por el interés, para medrar en la corte de don Carlos.

—¿Cuándo partiremos?

—En cuanto pasen las navidades y comiencen a alargarse un poco los días. Por lo que he podido saber, esta primavera la pasaremos en Flandes.

—Tal vez doña Germana no lo sea con su esposo, pero yo seguiré siendo feliz contigo a dondequiera que me lleves.

—Lo serás. Te prometo que seguirás siendo feliz. Yo me encargaré de que así sea.

Tordesillas, Navidad de 1519

Una mujer contemplaba los campos del Duero desde un mirador en lo alto de una casona palaciega en la villa castellana de Tordesillas. Era la reina de Castilla, a la que muchos consideraban loca. Hacía ya más de doce años que vivía recluida en aquel terroso edificio de adobe y ladrillo al que de manera exagerada denominaban «palacio» porque, aunque loca y sin poder alguno, una reina debía habitar en una morada digna de su condición.

Maltratada por su marido el rey Felipe el Hermoso, encerrada de por vida por su padre el rey Fernando el Católico y por su hijo el emperador Carlos, pocas mujeres podían alardear de haber sido reinas además de hija, madre y esposa de reyes. Juana de Castilla era todo eso.

Relegada del trono, ella era la que había transmitido con su sangre las Coronas de Castilla y de Aragón a su hijo Carlos y, además, por su boda con Felipe, los derechos a obtener el Imperio alemán y el título de rey de Romanos.

Juana vivía encerrada en Tordesillas con la presencia de su hija pequeña Catalina como único consuelo: una concesión de Carlos a su madre, que venía a demostrar que en el alma del joven jefe de la Casa de Austria quedaba un poco de capacidad para la caridad y la misericordia.

—Señora, señora, es hora de comer —le avisó una camarera a la reina, que seguía ensimismada en el horizonte azul y helado de la infinita llanura que se extendía al sur de Tordesillas, más allá del cauce del Duero.

Recostada en una mecedora de anea y cubierta con una manta de piel de lobo, la reina loca gustaba de disfrutar de algunos ratos al aire libre, aunque hiciera mucho frío, y sus guardianes solo le permitían hacerlo en aquel mirador en lo alto de la casona, bajo el tibio sol invernal, pues Carlos había dado órdenes tajantes de que su madre no saliera jamás a la calle y de que bajo ninguna circunstancia recibiera visitas.

El palacio de Tordesillas era la cárcel de la reina Juana y de la pequeña Catalina.

—¿Ha venido mi padre a verme? —preguntó la reina a su camarera.

—No, mi señora, tal vez lo haga la semana que viene.

—Estará ocupado ganando batallas a los moros —susurró Juana, que en ocasiones ignoraba, o así lo hacía entender, que su padre el rey Fernando había muerto hacía ya tres años.

Refugiada en su mundo interior de ensoñaciones, Juana vivía tan aislada del resto del mundo que desconocía muchas de las cosas que habían pasado en el seno de su familia y en el que seguía siendo su reino.

—¿Otra vez preguntando por su padre y por su esposo? —le susurró con ironía a la camarera una criada con la que se cruzó cuando descendía del mirador para preparar la comida de la reina.

—Sí. Me ha preguntado que cuándo vendrá su padre a verla.

—Esa pobre mujer no sabe que el rey Católico ha muerto. Está loca —musitó la criada con cierto desdén.

—No lo creas. Doña Juana es una de las mujeres más sensatas que conozco —asentó la camarera.

—Pues todos dicen que ha perdido el juicio; y a mí también me lo parece.

—La reina lleva aquí encerrada muchos años, ha sufrido acoso, persecución, calumnias… La han engañado sus padres, su esposo, sus hijos… ¿Cómo estarías tú en su caso? Y, por cierto, cuando te dirijas a mí, hazlo con la consideración que me debes; soy la camarera de la reina y mi sangre es noble. No lo olvides nunca.

—Perdonad, mi señora, no volverá a ocurrir. —La criada estaba confusa ante la contundente reacción de una de las principales damas de la reina Juana.

—Y a partir de ahora abstente de realizar comentario alguno sobre su majestad. —La camarera usó ese título para denominar a Juana—. Y limítate a cumplir con tu trabajo si no quieres acabar en el peor de los burdeles de Salamanca.

La criada bajó la vista avergonzada y se alejó con la cabeza gacha y el corazón acelerado.

Juana la Loca apareció enseguida en el comedor. A sus cuarenta años de edad, tras media docena de partos exitosos, tras haber sufrido el desprecio y el maltrato de los hombres a los que más había amado, tras años de encierro y dolor solitario, tras haber perdido un trono y ser tildada por casi todos de loca, Juana de Castilla mantenía un aire de altivez real que solo desmerecía por cierto descuido indumentario y la deficiencia en su higiene personal.

—Mi señora… —la camarera dobló ligeramente la rodilla e inclinó la cabeza ante su reina mientras, a su lado, la criada se doblaba por la cintura cuanto podía.

—No he podido ver a mi padre; debe de andar guerreando con los moros.

—Señora, vuestro almuerzo está servido. El cocinero os ha preparado unas sopas de pan y huevo, con este frío os reconfortará.

—¿Y mi hija Catalina?

—Está terminando su lección diaria de música y latín, señora. Ahora mismo vendrá.

—En nuestro palacio de Segovia, cuando era niña, mi madre nos leía a mis hermanos y a mí hermosos libros de caballeros andantes que realizaban prodigiosas aventuras en intrincados bosques y castillos encantados. ¡Cómo me gustaba pensar en ser protagonista de aquellas aventuras galantes!

Juana llevaba en sus manos un grueso y rico breviario que había pertenecido a su madre. Se trataba de un regalo con motivo del doble matrimonio de sus hijos Juana y Juan con Felipe y Margarita, los hijos del emperador Maximiliano. El breviario se había confeccionado en Flandes, y en la elaboración de sus miniaturas habían participado los mejores pintores de esa región; el manuscrito estaba primorosamente ilustrado con escenas sacadas de los relatos bíblicos.

La reina se sentó a la mesa y lo abrió por las páginas centrales. En la de la izquierda apareció el escudo de los Reyes Católicos con los emblemas de sus reinos y Estados y sostenido por las garras del águila de San Juan, y la de la derecha albergaba una escena de la Coronación de la Virgen en la que se veía a María arrodillada entre Dios Padre y Jesucristo, y, sobre su cabeza, el Espíritu Santo en forma de paloma dentro de un círculo de oro y fuego y escoltado por cuatro ángeles músicos.

—Escuchad —dijo la reina a su camarera—: Sub umbra alarum tuarum protege nos —leyó Juana una filacteria en torno al escudo—. «Protégenos bajo la sombra de tus alas» —tradujo del latín—. El águila de San Juan, el santo preferido de mi madre… Pro partibus tuis nati sunt tibi filii. Constituisti eos principes super omnem terram —leyó otra—. «En vuestros dominios nacerán vuestros hijos y se convertirán en los príncipes de toda la tierra». Dicen que esta profecía se refiere a nosotros, a los hijos de los Reyes Católicos. Y oíd esta: Potens in terra erit semen eius; generatio rectorem benedicetur. «Poderosa será su semilla en esta tierra; la generación de los justos será bendecida». Y mirad, la Virgen coronada, aquí —Juana señaló con su dedo la miniatura—. Su rostro es el de mi madre doña Isabel. Mi madre, mi madre…

La reina Juana cerró el libro y se quedó mirando cómo ardían los troncos en la chimenea con la que se caldeaba el comedor. Su mirada pareció perderse de pronto en el vacío, como si su alma hubiera escapado lejos, muy lejos de allí.

 

Barcelona, 25 de enero de 1520

En el caldeado comedor del palacio real mayor, Carlos daba buena cuenta de una pierna asada de venado condimentada con una salsa de almendras, miel, ajo, rábanos, tomillo, leche y miga de pan que acompañaba de una generosa jarra de cerveza.

Había pasado los primeros días del nuevo año cazando ciervos y jabalíes con ballesta y arcabuz en los montes cercanos a Molins y en el soto del monasterio de Valdoncella. El emperador era un excelente tirador tanto con la ballesta como con el arcabuz, y, entre partidas de caza, banquetes, misas y sesiones de música, había tenido tiempo para ordenar a sus oficiales en el reino de Valencia que confiscasen las armas que tenían en sus casas los más exaltados miembros de las Germanías y procedieran a recogerlas y guardarlas en las sedes de las cofradías de oficios. Pese a la orden, muchos de los agermanados habían tenido tiempo para esconder espadas y mosquetes, pues no estaban dispuestos a renunciar sin más a sus reivindicaciones.

Hacía diez días que había recibido una carta urgente del marqués de Denia, el carcelero de su madre en Tordesillas, pidiéndole nuevas instrucciones para la custodia de la reina de Castilla. La respuesta de Carlos a Bernardo de Sandoval había sido inmediata y contundente: nadie debía hablar con su madre, nadie podía visitarla, nadie debía conocer noticia alguna de lo que estaba ocurriendo dentro de aquella casona donde consumía sus días y su vida la reina loca. Absolutamente nadie.

—Nuestra última comida en Barcelona —comentó Carlos mientras se limpiaba los labios y se sacudía algunas migas que se le habían acumulado en la barba—. Partiremos enseguida.

—Ya está dispuesto el plan de viaje, majestad. De Barcelona iremos a Igualada, Cervera, Lérida y Fraga. Este mes de enero está siendo más cálido de lo habitual y apenas ha llovido, de manera que el camino está seco y transitable; si no llueve o nieva en demasía, en diez días estaremos en Zaragoza —le comentó Guillermo de Croy. El señor de Chièvres se estaba encargando personalmente de organizar ese nuevo viaje, el primero que realizaba Carlos a Castilla como emperador electo.

—En Valencia se está agravando la situación, majestad. Como os dije en su día, creo oportuno que vuestra presencia en ese reino contribuiría a calmar el estado de ánimo de los agermanados —intervino Adriano de Utrecht.

—Los asuntos del Imperio son ahora los más urgentes. No, ya os dije que no iré a Valencia de momento. Asistiré a las Cortes de Castilla y después partiré hacia Flandes y Alemania. Mis súbditos en esos territorios tienen que ver a su emperador, y su emperador tiene que vigilar el Imperio —zanjó Carlos la cuestión.

—Como dispongáis, majestad, pero el mes pasado se han registrado nuevas protestas de los agermanados y sabemos que ese movimiento de revoltosos se está extendiendo por toda Valencia. Incluso ya disponen de un cabecilla, un tal Juan Horenç, un tejedor que está demostrando una notable habilidad a la hora de arengarlos. Se están convirtiendo en un peligro muy serio, no los subestiméis —insistió Adriano.

—No creo que ese movimiento vaya a más. Y si lo hiciera, enviaré allí a doña Germana como virreina y a su esposo don Juan de Brandeburgo al frente de un ejército para que sofoquen cualquier intento de rebelión.

Adriano de Utrecht obvió señalar que las revueltas en Valencia y en Mallorca eran masivas y que incluso comenzaban a manifestarse algunas quejas más tímidas en la propia ciudad de Barcelona. Y ya no eran solo los artesanos y los comerciantes los que protestaban por la corrupción de los oficiales reales, los privilegios de los nobles y los abusivos impuestos, los campesinos también se estaban levantando por las excesivas rentas que les estaban exigiendo sus señores.

Pero, pese a que consideraba que el emperador se equivocaba en su percepción del problema de las Germanías, Adriano no tuvo más remedio que acatar su orden. El preceptor de Carlos era la persona que mejor lo conocía, y sabía que tras su aspecto físico apenas relevante se encerraba una voluntad de hierro y una firme determinación. Precisamente había sido él quien lo había educado para que se comportara de ese modo.

—En cuanto al Nuevo Mundo —intervino el canciller Gattinara, que se había mantenido hasta entonces al margen—, nos llegan noticias de que ese capitán que obra por su cuenta, el arrojado Hernán Cortés, ha decidido conquistar la tierra que llaman México sin encomendarse a nadie.

—El Imperio, lo primero es el Imperio —insistió Carlos tras apurar el último trago de su jarra de cerveza.

—Pero Cortés…

—Ese hombre nos ha hecho un gran regalo. —Carlos se refería a una buena cantidad de oro y plata que Hernán Cortés acababa de enviar al emperador desde México junto con una carta en la que le mostraba toda su fidelidad y le comentaba que estaba conquistando aquellas tierras en su nombre y con el fin de ampliar sus dominios y grandeza—. Gracias a él disponemos de dinero para viajar a Alemania. Dejadlo así… de momento.

Barcelona, fines de enero de 1520

La montaña de los Judíos estaba cubierta de una corona de nubes, pero a Pablo Losantos le pareció como una mortaja.

—Montjuich, el monte de los Judíos —comentó Pablo Losantos a la vista del alto cerro que como un guardián adormecido protegía a la ciudad de Barcelona por el sur.

—¿Sabes por qué se llama así? —le preguntó su hermana María, con la que había salido a buscar raíces medicinales por las laderas de la montaña. En pleno invierno las hierbas no florecían, pero algunas raíces guardaban para ese tiempo sus mejores propiedades.

—Dicen que por aquella zona —Pablo señaló la ladera que caía hacia el mar— tenían los judíos de Barcelona su cementerio. Supongo que lo ubicaron allí para descansar eternamente mirando en dirección a Jerusalén y su Tierra Prometida.

—Nosotros somos judíos —asentó María de pronto.

—No. No lo somos. Lo fueron nuestros padres, pero dejaron de serlo cuando decidieron bautizarse y abrazar la fe cristiana. Y, ¿sabes?, lo hicieron por nosotros. Madre estaba embarazada de mí cuando renunciaron a la fe de Moisés, la fe de todos nuestros antepasados. Si no lo hubieran hecho, pocos años después tendrían que haber abandonado esta tierra, y quién sabe qué hubiera sido de nosotros entonces. Quizá viviríamos ahora en alguna de esas ciudades del Imperio turco, en Salónica o en Alejandría, a donde se fueron los nuestros.

—¿Los nuestros? ¿No has dicho que no somos judíos?

—Hermana, sí, lo he dicho, pero…

—¿Eres judío? —le preguntó María.

—No. Y si te soy sincero, querida hermana, tampoco me considero un buen cristiano.

—¿Entonces…?

—Escucha. Cuando estudié medicina en Salerno pude leer libros en los que se cuestionan las religiones que presentan a los hombres como seres creados a semejanza de Dios. Esos libros hablan de un Dios que no tiene cuerpo, un Dios que es un espíritu puro, intangible, incomprensible para el hombre.

—¡Eso es herejía! Si el Santo Oficio se entera de tus ideas te tomará preso y arderás en la hoguera.

—No soy tan idiota como para ir proclamando por ahí lo que en verdad creo. No te preocupes, sé cómo burlar a la Santa Inquisición.

—¿Entonces, tú…?

—Yo creo en el alma, hermana, en el alma que Dios ha dado a cada cuerpo para hacer el bien, pero que casi nunca consigue vencer las tentaciones de la carne y del mundo.

—¿Tienes alguno de esos libros?

—Claro que no. Desde que existe el Santo Oficio los perros de Dios olfatean cada rincón en busca de herejes con los que justificar su existencia. Si encontraran en mis manos un libro de esos, sería encausado de inmediato, condenado y tal vez ejecutado. No voy a darles ese gusto.

—Eso me reconforta.

—Vamos; sigamos buscando esas raíces. A ver si encontramos ajenjo, su rizoma es la mejor medicina para paliar el dolor de vientre. Su majestad calma sus frecuentes dolores de tripas con ese remedio.

—Espera —lo detuvo María sujetándolo por el brazo—. Yo también tengo que confesarte algo.

—Dime.

—A veces tengo premoniciones.

—¿A qué te refieres?

—A que experimento como una sensación sobre lo que va a pasar.

—¿Y cuándo notas esas premoniciones?

—Cuando toco a alguien…

—Toma mi mano y dime qué sientes.

María apretó la mano de Pablo y cerró los ojos.

—Nada malo —respondió después de unos momentos.

—¿Nada malo?, ¿entonces, tu capacidad para los augurios…?

—Cuando se trata de malos presagios, mis premoniciones son mucho más intensas; y no es tu caso.

—¿Ah, no?

—No. Además, hay una buena noticia.

—Dime —sonrió Pablo.

—Serás padre. Leonor volverá a quedarse embarazada.

—¿Cómo… cómo lo sabes?

—Lo sé.

—Estuvo dos meses sin reglar, de modo que pensamos que sí, pero ha vuelto a tener el período.

—Lo estará; lo presiento.

—Leonor desea ese nuevo hijo. A su edad, la llegada del período ya no es tan precisa como cuando se tienen veinte años —dijo Pablo.

—Lo estará —reiteró María con toda seguridad.

Al escuchar la determinación de su hermana, Pablo Losantos volvió a recuperar la ilusión de tener un hijo, y superar así el enorme dolor que sintió con la temprana muerte del pequeño Alonso.

Tordesillas, 5 de marzo de 1520

Tras dejar Barcelona, el emperador se dirigió acompañado de su séquito por el camino real hasta Zaragoza, donde descansó tres noches en su palacio de la Aljafería, y remontó el Ebro sin dejar de responder en la ruta a las cartas que le llegaban de algunas ciudades y dictando disposiciones para el buen gobierno de sus reinos y Estados.

En Calahorra, el 12 de febrero, Carlos firmó la cédula por la que convocaba a las Cortes de Castilla y León a reunirse en la ciudad de Santiago, en Galicia, a donde debían acudir los procuradores el 20 de marzo. Anunciaba además que tras su presencia en las Cortes partiría hacia Aquisgrán, donde tomaría posesión solemne del Imperio y sería coronado, tal como prescribía el ritual de la Bula de Oro.

A su llegada a Burgos, el concejo de la ciudad lo recibió en la puerta de Santa María, y allí mismo, antes de atravesar el portal, Carlos juró solemnemente guardar los fueros y privilegios de los burgaleses. Ese mismo día dio instrucciones para que sus embajadores le prepararan una entrevista con el rey de Inglaterra. Carlos quería sellar un sólido pacto con su tío Enrique VIII para rodear Francia por territorios que se encontrasen bajo su dominio o el de sus aliados.

Desde Burgos la corte se desplazó a Valladolid, donde la comitiva real fue recibida en medio de un tumulto en el que la gente de la ciudad gritaba: «¡Viva el rey y mueran los malos consejeros!». Carlos no hizo caso de aquellas protestas y decidió seguir su camino a Tordesillas; no quería dejar pasar la ocasión de visitar a su madre, pero sobre todo pretendía comprobar que sus indicaciones para mantenerla aislada del mundo se cumplían a rajatabla.

El marqués de Denia recibió al emperador hincando su rodilla en tierra.

—Majestad, sed bienvenido a vuestra villa de Tordesillas. Vuestras instrucciones se están cumpliendo conforme ordenasteis.

—¿Cómo están mi madre y mi hermana? —preguntó Carlos.

—Ambas se encuentran bien. Fue un acierto que permitierais que doña Catalina permaneciera al lado de vuestra madre. Doña Juana encuentra en su hija menor un gran consuelo, y vuestra hermana ha acabado por acostumbrarse a su situación, aunque los primeros meses quería volver a vuestro lado.

—Supongo que mi madre no conoce otra cosa que lo que os he indicado que le digáis.

—Por supuesto, majestad. El personal de servicio tiene órdenes estrictas al respecto. Solo permito el acceso a doña Juana a los miembros imprescindibles, y con indicaciones precisas de que se limiten a comentar con la reina aspectos cotidianos. Nada más. Una guardia permanente custodia este palacio y mantiene una atenta vigilancia todas las horas de todos los días —repuso el de Denia.

—Es fundamental que nadie sepa lo que ocurre dentro de estos muros. No lo olvidéis.

—¿Deseáis ver a vuestra madre ahora, majestad? —preguntó el marqués.

Carlos dudó por un momento.

—Veamos primero el tesoro; necesitaré algunos fondos para mi viaje a Aquisgrán, donde tomaré posesión del Imperio.

—Como ordenéis, mi señor.

A pesar de que para financiar sus empresas militares en el norte de África Fernando el Católico se había llevado parte del tesoro que la reina Juana había depositado en Tordesillas cuando vino desde Flandes para convertirse en reina de Castilla, todavía quedaban riquezas considerables almacenadas en una cámara.

Bernardo de Sandoval, marqués de Denia, le entregó el inventario de bienes a un secretario de Carlos y abrió la puerta de una estancia sin ventanas donde se guardaban joyas, vajillas y otros objetos muy valiosos.

El emperador contempló las riquezas del tesoro de Juana de Castilla y fue señalando a su secretario varias piezas, que se retiraron tras ser borradas del inventario.

Una vez firmada la nueva relación, el de Denia cerró la puerta de la cámara con una gran llave de hierro que guardó en una bolsa que siempre portaba al cinto.

Todavía no había llegado la primavera a los campos de Tordesillas, pero el sol brillaba amarillo y limpio sobre un luminoso cielo azul sin rastro de nubes.

La reina Juana tomaba el sol en el mirador del palacio y leía su precioso libro de horas primorosamente ilustrado. Se detuvo en una miniatura en la que se representaba la construcción de la torre de Babel como si se tratara de una de las torres de una catedral cristiana. Luego alzó los ojos y los fijó en el horizonte, en los campos del sur más allá del curso del río Duero.

—Señora —una conocida voz sonó a su espalda e interrumpió su ensimismamiento.

Juana se volvió despacio y contempló a su camarera, que inclinó la cabeza con respeto. A su lado, un joven tocado con una gorra de terciopelo negro esbozaba una sutil sonrisa.

—Buenos días, madre —la saludó el emperador.

—Carlos, hijo, ¿eres tú? —se sorprendió la reina loca, a la que nadie había avisado de la visita de su hijo.

—Sí, madre.

—¿Has venido a sacarme de aquí?

—No, madre, este lugar es el más adecuado para vuestra salud; deberéis permanecer en este palacio de Tordesillas por algún tiempo.

—¿Vas a llevarte a Catalina? ¡No!, ¡no te la lleves!, ¡no te la lleves!

—Vengo a visitaros, a ver cómo os encontráis; y no, no sufráis por ello, Catalina se quedará con vos.

—Mi hija es mi único consuelo. ¿Y mi padre? ¿Has visto al rey Fernando?

—No, no lo he visto aún.

—Si hablas con él, dile que venga a verme.

Juana giró la cabeza y volvió a fijar sus ojos en el horizonte meridional. Carlos miró a la camarera, que bajó los ojos como avergonzada.

—Cuidad de ella —le ordenó el emperador antes de descender del mirador.

Tordesillas, 8 de marzo de 1520

El reencuentro de la familia Losantos fue más feliz si cabe cuando Pedro y Juana comprobaron con sus propios ojos que su nuera Leonor estaba preñada y que en unos pocos meses daría a luz a su segundo nieto. Pedro todavía estaba dolido por la muerte del pequeño Alonso.

Estaban todos juntos cuando un heraldo real se presentó con la orden de que Pedro Losantos acudiera enseguida al requerimiento del emperador. El médico converso estaba sorprendido, pues no esperaba que Carlos lo llamara. Aunque todavía estaba al servicio de la corte, era su hijo Pablo quien ejercía como médico personal y quien lo había atendido en los últimos meses.

—¿Habéis dicho Pedro?, ¿Pedro Losantos? —le preguntó extrañado al mensajero real.

—Sí, señor: Pedro Losantos.

—¿No será Pablo…? Pablo es el médico personal del emperador.

—Pedro. Pedro Losantos —insistió el mensajero.

—Iré ahora mismo.

El médico converso cruzó el patio del palacio y se dirigió al ala meridional, donde se ubicaban las dependencias reales.

—Majestad —saludó Pedro al emperador inclinando la cabeza—. ¿Me habéis llamado?

—Entrad, don Pedro, entrad —le dijo Carlos, que estaba de pie frente a una chimenea.

—Pensé que se trataba de un error del mensajero y que demandabais la presencia de mi hijo.

—Quiero hablar con vos. Sentaos.

—Con vuestro permiso, majestad. —Pedro se sentó en un mullido escabel forrado de seda, junto a una mesa de madera casi negra.

—Hace tiempo fuisteis el médico de mi madre y de mis tíos, y sé que en los últimos años de vida de mi abuela doña Isabel y de mi abuelo don Fernando cuidasteis de su salud. Sé también por don Adriano de Utrecht que en los postreros momentos de vida de mi abuelo estuvisteis a su lado, y que os confió algunos asuntos más propios de un consejero que de un médico. ¿Es así?

—Sí, majestad. Vuestro abuelo me distinguió con su confianza, y yo se la devolví como fiel servidor.

—Mi madre está enferma, lo sabéis bien, y su cabeza no rige como la de una persona cuerda. Varios colegas vuestros certificaron que no estaba en condiciones de gobernar estos reinos, pero, pese a esa incapacidad, sigue siendo la reina de Castilla, pues ni ha abdicado al trono ni las Cortes le han retirado el título.

—Creo que así es, mi señor.

—Por tanto, don Pedro, nos encontramos en una complicada situación, y os quiero pedir un favor.

—Vuestros deseos serán cumplidos.

—Deseo que os quedéis aquí, en Tordesillas, y que cuidéis de mi madre y de mi hermana Catalina como médico personal. Por cuanto he podido averiguar de vos, sois un hombre fiel y leal, y contáis, por ello, con toda mi confianza; sé que no me defraudaréis. Sé también que vuestra esposa conoce todos los secretos de las plantas medicinales, y que sabe elaborar infusiones y pócimas como remedio para cualquier dolor.

—Sí, majestad; es una excelente herbolaria.

—Mi madre necesitará que le suministren los remedios oportunos para calmar su ansiedad y reposar su ánimo, y he creído que vos y vuestra esposa sois los más indicados para ello. El marqués de Denia ya tiene mis instrucciones para que os trate conforme a vuestro nuevo cargo, médico de la reina doña Juana, que supongo que aceptáis.

—Es un gran honor, majestad.

—Vuestro hijo vendrá conmigo a Alemania. De entre todos mis médicos, él es el que mejor sabe cómo atajar ese dolor de vientre que de vez en cuando me martiriza. Don Pablo me ha dicho que ha heredado vuestros conocimientos médicos y la habilidad de vuestra esposa para tratar las hierbas y elaborar ungüentos.

—Es un gran médico, majestad. Estudió en Salerno con los mejores maestros.

—Lo sé. Don Adriano no cesó de recomendarme sus servicios, y acertó en ello.

—Y yo os lo agradezco, mi señor.

—Pues bien, don Pedro, preparad vuestras cosas e instalaos en este palacio; el marqués de Denia os dirá en qué aposentos vais a vivir a partir de ahora. Como habéis comprobado, no es demasiado lujoso, pero estaréis bien aquí, y, además, incrementaré vuestro salario en seis ducados anuales.

—Sois muy generoso, señor.

—Confío en vos, don Pedro. Cumplid bien vuestro trabajo y no os preocupéis por vuestro hijo.

—Señor, en cuanto a mi hija María… Veréis, es viuda, no tuvo hijos de su matrimonio con don Lope de Valdivieso y no ha querido volver a casarse…

—Puede quedarse con vos en Tordesillas.

—Ella también es herbolaria; su madre le ha enseñado cuanto sabe.

—Bien. Podéis retiraros, y cumplid con vuestro nuevo cometido; sé que lo haréis bien.

—¿Me permitís una última cosa, majestad? —Pedro se levantó de la silla.

—Decidme.

—Mi hijo menor, Juan, es maestro orfebre en Toledo. Nació cristiano y fue bautizado en la parroquia de Santo Tomé, pero algunos siguen molestándolo por ser hijo de un judío converso. Os ruego que le concedáis vuestra protección. Os lo suplico.

—Conozco el caso. Lo haré.

—Gracias, majestad, gracias —dijo Losantos, que se retiró inclinando la cabeza ante Carlos.

Aquella noche los Losantos celebraron en Tordesillas su última cena juntos. Pedro había puesto a su esposa y a sus hijos al corriente de las órdenes del emperador, y todos sabían que no podía incumplirlas.

—Supongo que tardaremos algún tiempo en volver a vernos —dijo Pedro Losantos.

—Puedo negarme… —Pablo dudó.

—No, no puedes. Eres médico del emperador, debes ir a donde él te ordene.

—En Salerno me enseñaron un juramento: curar, sanar y consolar a los enfermos. Lo redactó un médico griego, Hipócrates se llamaba.

—Los emperadores también enferman. No están excluidos de ser atendidos por los que hemos pronunciado ese juramento.

Pedro Losantos conocía el juramento de Hipócrates, que no siempre había cumplido.

—Padre, estás enfermo, tu hígado…

—Mi hígado mejorará —mintió el converso, que sabía que el tumor que se estaba desarrollando en su interior pronto extendería sus raíces mortíferas por todo su cuerpo—. Tú y tu esposa marchad con el emperador.

—En ese caso, mañana saldremos hacia Galicia… —comentó Pablo.

—Rezad ante la tumba de Santiago y no olvidéis que ese apóstol fue judío —ironizó Pedro.

—Tened mucho cuidado, hijos —terció Juana de la Cruz—. Sobre todo tú, Leonor —se dirigió a su nuera—; quiero que vuelvas a darme un nieto.

Al día siguiente la comitiva real salió de Tordesillas camino de Santiago, en Galicia. Mientras los carros y las carretas con la impedimenta de la corte abandonaban el patio de la gran casona palaciega donde continuaba recluida Juana la Loca, los Losantos se despidieron entre abrazos y sollozos. Cuando María Losantos vio abrazados a su padre y a su hermano, tuvo la premonición de que los dos hombres que más quería nunca volverían a encontrarse. Su corazón se contrajo, pero se mantuvo firme y disimuló para evitar mostrar cualquier signo de preocupación.

Santiago de Compostela, 31 de marzo de 1520

Diecisiete días tardó Carlos con toda su comitiva en viajar de Tordesillas a Compostela. Etapa tras etapa, apenas se detuvo un día en Villalpando y otro en Benavente y Ponferrada.

Cuando llegó a la ciudad donde se custodiaba la tumba del apóstol Santiago, los procuradores de las Cortes de Castilla y León ya estaban esperándolo.

Las Cortes, presididas por el obispo de Badajoz, recibieron al emperador con frialdad. Castellanos y leoneses nunca lo habían aceptado de buen grado como soberano. Carlos era el nieto de Isabel la Católica y el hijo de Juana, a la que habían declarado inhábil para gobernar, y poseía, por ello, los derechos sucesorios de esos reinos, pero lo consideraban un extranjero, y eran muchos, nobles y plebeyos, los que cuando se referían a él lo hacían llamándolo «el rey alemán» o «ese monarca flamenco» o, simplemente, Carlos de Gante. Algunas voces se alzaban en ciudades y villas de Castilla reclamando que su verdadera y única soberana era Juana, que a todos los efectos, menos a la hora de ejercer el gobierno, seguía siendo la reina de Castilla y de León.

Además, Juana la Loca no había ni renunciado a su Corona ni abdicado, de manera que esos reinos seguían siendo suyos y solo suyos. Algunos juristas, alegando lo dispuesto en sus leyes y fueros, señalaban que Carlos no podía titularse rey de Castilla porque ese título le seguía correspondiendo a su madre y solo a su madre. Solo a ella. A ella.

Muchos de los que habían combatido en su día contra Fernando el Católico y habían logrado echarlo de Castilla añoraban ahora aquellos tiempos en los que el que fuera rey de Aragón y de Castilla renunció al título castellano en el mismo momento en que murió su esposa Isabel, cumpliendo así con la ley y el derecho sucesorio. Alegaban que Carlos no era rey legítimo, sino, en todo caso, gobernador, y que la reina seguía siendo Juana.

Pero Carlos hacía caso omiso de la opinión de esos leguleyos y en todas su cartas, cédulas y documentos se proclamaba como rey de Castilla y León, entre la larga retahíla de sus muchos títulos, y así lo hacía constar junto a su nombre y el de su madre en cuantas inscripciones se grababan en piedra o se pintaban en monumentos, escudos y emblemas de todos sus dominios. «Carlos y Juana, reyes de Castilla, de León, de Aragón…».

Pero qué importaba la ley cuando se tenía el poder.

—Por todo esto os propongo que aboguemos por la consecución de la paz universal en la cristiandad y que nos unamos frente al enemigo común, que no es otro que el turco —con estos buenos deseos zanjó Carlos su primera parte del discurso inaugural de las Cortes.

La respuesta del presidente también estuvo colmada de buenas intenciones. El obispo de Badajoz, tal y como había acordado con el rey antes de iniciar la sesión, acabó su intervención preguntando al emperador.

—Por tanto, majestad, estas Cortes quedan a vuestro servicio y os preguntan qué queréis de ellas.

—Cuatrocientos mil ducados —solicitó Carlos sin más rodeos ante los procuradores reunidos en Santiago—. Esa es la cantidad que demando de estas Cortes como aportación para mi coronación imperial en Aquisgrán. Cuatrocientos mil.

La voz de Carlos sonó extraña a los oídos de los congregados. Tras pasar tres años en sus reinos de España, hablaba y entendía el idioma castellano, pero lo pronunciaba con dificultades que agravaba el prognatismo que le provocaba ciertos problemas a la hora de articular determinadas palabras.

Al escuchar aquella petición y la enorme cantidad de dinero solicitado, un rumor de indignación se extendió entre los asientos que ocupaban los procuradores.

—Majestad —intervino un nuncio por la ciudad de Toledo—, las ciudades y villas de estos vuestros reinos han contribuido con sus rentas de manera generosa a vuestras empresas, y lo seguirán haciendo, pero en estos momentos nuestra situación no permite detraer semejante cantidad, so pena de arruinar a nuestros vecinos y condenarlos al hambre y a la miseria. Os rogamos, señor, que tengáis en cuenta la petición de vuestros súbditos.

Ante las palabras de aquel procurador, que fueron aplaudidas por muchos de sus compañeros, Carlos frunció el ceño. Él era el emperador, el dueño de medio mundo, el hombre más poderoso de su tiempo…, ¿cómo era posible que aquellos nuncios cuestionaran sus demandas? Él era su señor natural, aquel al que el derecho divino otorgaba todo el poder y toda la capacidad para decidir sobre vidas y haciendas. ¡Cómo se atrevían!

—Cuatrocientos mil ducados es una cantidad justa —habló de nuevo el emperador.

—Permitid que las ciudades se expresen en estas Cortes, majestad, tienen derecho a ello.

—Hacedlo.

—Hablad —les indicó a sus colegas el procurador de Toledo.

Tras escuchar las alegaciones de sus delegados, se procedió a votar la petición. De las dieciocho ciudades presentes con derecho a voto, ocho votaron sí a la propuesta de Carlos, cinco lo hicieron en sentido negativo y las otras cinco se abstuvieron.

—La propuesta de su majestad queda aprobada. Los reinos de Castilla y de León contribuirán con cuatrocientos mil ducados a los gastos de la coronación imperial —anunció el obispo de Toledo desde su puesto de presidente de las Cortes.

—Malditos lacayos —masculló entre dientes el nuncio de Toledo mirando fijamente a los procuradores de la ciudad de Segovia, quienes habían votado a favor de la propuesta del rey y encabezado la propuesta afirmativa para la concesión de ese dinero.

Satisfecho por el resultado de la votación, Carlos ordenó que las Cortes trasladaran sus sesiones a la ciudad de La Coruña, donde se estaban preparando la naves que lo llevarían a Flandes y a Alemania.

Santiago de Compostela, 18 de abril de 1520

Llovía. Pablo Losantos y Leonor de Urrea estaban sentados en un banco de la catedral de Compostela, cerca del lugar donde se decía que estaba enterrado el apóstol Santiago el Mayor, primo de Jesús. Era el día de Jueves Santo, y habían acudido a la catedral tras visitar un par de iglesias más.

—El hombre que está enterrado debajo de ese altar fue judío y estaba circuncidado, y, ya ves, los cristianos le rinden culto con todo fervor —comentó Pablo a su esposa.

—Santiago hace milagros —dijo Leonor.

—Sí, dicen que cura a los enfermos, que salva del naufragio a los marineros, que protege a los peregrinos… y que incluso es capaz de fertilizar a las mujeres —ironizó el médico.

—Le he rezado una oración y he dejado una monedas para que mis síntomas de embarazo se confirmen —confesó Leonor.

—Bien, pero supongo que yo tendré que poner algo de mi parte.

—No digas esas cosas. Estamos en un lugar sagrado, uno de los más sagrados del mundo.

—Pues esta noche procuraré contribuir a que tus deseos se cumplan. —Pablo tomó la mano de su esposa con disimulo.

—¿Crees que hemos hecho bien siguiendo al emperador?

—No teníamos otro remedio. Antes de dejar Tordesillas mi padre me confió ciertos secretos que ha mantenido durante toda su vida.

—¿Secretos, qué secretos? —preguntó Leonor.

—Está enfermo. Tiene un tumor en el hígado. Se trata de una enfermedad que no tiene cura y que acabará matándolo. Él lo sabe, y por eso me contó sus confidencias.

—¿Puedo saberlas…?

—Claro, eres mi esposa y debes conocer por qué estamos aquí. Escucha…

Bajo las bóvedas de piedra de la catedral, Pablo Losantos le contó a su esposa las revelaciones que su padre le había hecho en Tordesillas: cómo había servido al rey Fernando el Católico más allá de lo que podía exigírsele a un médico; cómo había intervenido en la muerte de Felipe el Hermoso; cómo había convencido al Católico para que poco antes de morir cambiara su testamento y legara la Corona de Aragón a su nieto Carlos, en vez de a su otro nieto, Fernando, que era su favorito y a quien había criado desde niño como si fuera ese hijo que no pudo tener con Germana de Foix; cómo había pactado con Adriano de Utrecht quedar bajo la protección del emperador a cambio de su intervención en la modificación del testamento del Católico; cómo había abandonado sus deberes como médico para proteger a su familia; cómo había envenenado a un cura de Toledo para librar a su hijo Juan del acoso al que este lo estaba sometiendo…

—¡Oh, Dios mío! —Leonor se conmocionó al escuchar el relato de su esposo.

—Mi padre ha hecho todo esto por nosotros, para que estuviéramos seguros y protegidos.

—Pero… tu padre ha matado a un clérigo… ¡y a un rey!

—Y ahora sufre por todo ello como no puedes siquiera imaginar. Creo que ese tumor se ha generado en su interior a causa de sus remordimientos. En la escuela de Salerno me enseñaron que algunos males se desarrollan por el efecto que ciertas impresiones causan en el alma, y que se manifiestan en forma de enfermedades. Mi padre ocultó y se guardó para sí durante años todo cuanto de malo hizo, acciones con las que no estaba de acuerdo, pero que no tuvo más remedio que ejecutar. Él es médico y había jurado consagrar su vida a curar enfermos, pero las circunstancias lo empujaron a renunciar a su principal misión en la vida y se dedicó a servir ciegamente a un rey al que solo le interesaban el poder y la fortuna.

—¿No estaremos haciendo nosotros lo mismo? —se preguntó Leonor, por cuyas mejillas se deslizaron dos gruesas lágrimas.

Los dos esposos guardaron silencio y se quedaron un buen rato sentados frente al altar de Santiago, observando a los peregrinos que entraban en la catedral y se postraban a los pies del apóstol en aquel lluvioso día de Jueves Santo.

La Coruña, mediados de mayo de 1520

Una vez alcanzado el objetivo de conseguir cuatrocientos mil ducados de las Cortes, Carlos no pensaba en otra cosa que en partir cuanto antes rumbo a Flandes. Allí había pasado toda su infancia y su juventud, allí había disfrutado de sus primeros juegos y de sus primeros amores. Era emperador de Alemania y rey de las Españas, pero pertenecía al linaje de Habsburgo y se consideraba por encima de todos y cada uno de sus amplios dominios. No en vano, alguno de sus consejeros le regalaba los oídos a diario diciéndole que era el monarca más grande de todos los tiempos, más que Alejandro, que Augusto, más que Carlomagno. Le decían que era el soberano designado por Dios para reunificar la cristiandad bajo una misma Corona, la suya, y luego conquistar el resto de la tierra.

«Vuestro imperio ha de ser el mundo», le decían los aduladores, e incluso se lo cantaban los poetas y se lo recordaban los juglares al son de trompetas, chirimías y timbales en sesiones de música de las que disfrutaba a la vez que almorzaba y cenaba en compañía de sus más fieles consejeros.

Convencido de su misión profética y salvadora, Carlos firmó un documento titulado El camino evangélico. En ese texto denominaba a sus soldados en las Indias Occidentales «caballeros de la cruz roja» y los exhortaba a que convirtieran a los indios a la verdadera fe en Cristo, pero a la vez los conminaba a que protegieran a aquellos inocentes salvajes de la perversidad de la herejía y de la maldad de algunos conquistadores. Del Nuevo Mundo llegaban terribles noticias sobre cómo los indios caribes morían a millares contagiados por las enfermedades que los españoles les estaban transmitiendo, y algunos frailes enviados para evangelizar a los indios auguraban que, de seguir así, no quedaría un solo indígena para contarlo; solo a causa de la viruela se habían perdido más de un millón de vidas en las islas de Cuba y la Española.

Mercurino de Gattinara, el poderoso e influyente canciller del Imperio, le había manifestado que su intención de conseguir la paz mundial era muy loable, pero que debía hacerlo utilizando la fuerza para apoderarse de todas las naciones que fuera posible. «Conquistar para luego pacificar», le aconsejó el canciller.

Con semejante cohorte de lisonjeros, y a pesar de sus complejos y sus dudas, día a día Carlos se sentía más fuerte, más seguro, capaz de emprender hazañas que hasta entonces ningún otro soberano había logrado.

Naves con su bandera ondeando en lo más alto del mástil mayor y con su escudo destacado en el castillo de popa estaban dando la primera vuelta al mundo, hombres bajo su mando ganaban batallas y conquistaban las Indias, los reyes de la cristiandad se inclinaban ante él, los turcos lo temían, y el propio papa de Roma se plegaba a sus deseos. Todavía no lo era, pero Carlos de Austria parecía capaz de convertirse en el dueño del mundo.

Ante semejantes horizontes abriéndose ante sus ojos, los problemas con los que lo asaltaban sus consejeros aquellos días en Galicia le parecían verdaderas nimiedades. Así, despachaba de un plumazo la orden de que se construyeran galeras de guerra para proteger las costas de Cataluña y de Valencia de la amenaza de la armada turca y de los corsarios berberiscos; apenas le inquietaba que en Valencia las Germanías anduvieran en contienda permanente y estuvieran dispuestas a enfrentarse al rey y a los nobles y desatar una cruenta guerra civil en todo ese reino; y no otorgó la importancia debida al hecho de que en varias ciudades castellanas el malestar por la imposición de los tributos para recaudar los cuatrocientos mil ducados aprobados en las Cortes provocara que se alzaran múltiples voces llamando a los vecinos a organizarse en Comunidades para resistir a las exigencias de la autoridad real.

Carlos parecía ajeno y despreocupado ante todos aquellos problemas, pero Adriano de Utrecht procuró ponerlo al corriente. El emperador acababa de regresar a la ciudad tras haber participado durante todo el día en una partida de caza en los bosques al suroeste de La Coruña.

—Majestad, las instrucciones sobre lo que vais a tratar con el rey de Inglaterra ya han sido cursadas, y los embajadores están al corriente de ellas. Vuestro tío el rey Enrique acudirá a vuestro encuentro en la ciudad de Sandwich, donde tendrá lugar, si las tempestades no lo impiden o lo retrasan, vuestra entrevista —informó Adriano—. En cuanto a Valencia…

—¡Valencia, siempre Valencia! ¿No tenéis otra cosa en la cabeza? —se enfadó Carlos.

—Han estallado graves disturbios en esa ciudad. El virrey os pide instrucciones sobre cómo sofocarlos y demanda autorización para acabar con ellos por cualquier medio, a la vez que solicita vuestra presencia allí.

—Ya hemos autorizado al virrey para que nombre alguaciles para ese asunto, y hemos atendido a los síndicos de los agermanados, ¿qué más quiere esa gente? En dos días embarco rumbo al norte. Vos, don Adriano, quedáis aquí como gobernador de estos reinos, de modo que ocupaos de esos asuntos; ya sabéis que tenéis toda mi confianza.

—Pero, majestad, me dijisteis que solo gobernaría Castilla y León en vuestra ausencia.

—Pues ayudad también en Valencia.

En el puerto de La Coruña, poco antes de embarcar hacia Flandes, el emperador firmó el decreto por el cual nombraba a Adriano de Utrecht gobernador y regente de Castilla y León durante su ausencia.

Pablo Losantos y Leonor de Urrea embarcaron en el buque real. El propio Carlos había ordenado que fuera él uno de los dos médicos que viajaran en esa nave hasta Inglaterra.

—La torre de Hércules —le indicó Pablo a Leonor señalando con el brazo una construcción de piedra que quedaba a su izquierda a la salida del puerto de La Coruña en lo alto de un promontorio rocoso que apuntaba hacia occidente.

—¿El dios de los antiguos griegos?

—El mismo. Dicen que fue él quien construyó ese faro con sus propias manos.

—Hércules es un dios pagano; nunca existió —asentó Leonor.

—Nunca, pero sus leyendas están por todas partes, tanto que muchas ciudades se muestran orgullosas de su historia porque consideran que fue el mismo Hércules quien las fundó.

El barco real desplegó las velas y zarpó rumbo al norte dejando atrás la costa gallega, que se fue alejando en el horizonte hasta desaparecer por completo.

Si todo iba bien y no los sorprendía alguna tormenta en el Cantábrico o en el canal de la Mancha, en cinco o seis días de navegación avistarían las costas de Inglaterra.

Canterbury (Inglaterra), fines de mayo de 1520

En Toledo se acababan de levantar en armas los comuneros retando a la autoridad del emperador y anunciando la formación de una junta para hacerse cargo del gobierno de la ciudad; en Segovia un nutrido grupo de gentes armadas habían asaltado las casas de los procuradores en Cortes, los que habían votado a favor de conceder los cuatrocientos mil ducados para la coronación imperial en Aquisgrán, y a su regreso los habían asesinado; los agermanados se habían levantado en Valencia, las Cortes valencianas no se habían reunido ante la negativa a acudir por parte de Carlos, y algunos prohombres valencianos amenazaban con apoyar una segregación de su reino; el papa acababa de excomulgar al monje agustino Martín Lutero, que se había atrevido a criticar y desautorizar las indulgencias y se había burlado del culto a las reliquias denunciando como falsos dos plumas y un huevo que se conservaban en la catedral de Maguncia y que se atribuían al Espíritu Santo, de cuando la Tercera Persona de la Santísima Trinidad se convirtió en una paloma. Se atisbaba un terrible cisma en la cristiandad.

Entre tanto, los otomanos andaban preparando el asedio de la isla de Rodas, dominio de la Orden de San Juan de Jerusalén, y avanzaban, Danubio arriba, hacia el corazón de la Europa cristiana. La situación no podía ser más complicada, pero a Carlos solo parecía importarle tomar posesión del Imperio cuanto antes.

La flota imperial había zarpado de La Coruña el domingo 20 de mayo rumbo a Inglaterra, donde haría escala antes de llegar a Flandes. Carlos tenía la intención, y para ello había enviado hacía unas semanas a sus embajadores, de firmar un tratado con el rey Enrique VIII de Inglaterra, a fin de asegurarse su amistad y garantizar un frente estable en la lucha que se avecinaba contra Francia y contra los turcos.

Cinco días después de zarpar, el navío real echó el ancla en una ensenada cerca de Dover, donde esperó a que fuera arribando el resto de la flota. Allí fue recibido por varios grandes señores de Inglaterra, que lo escoltaron a tierra para reunirse en Dover con Enrique VIII y su esposa Catalina.

—Querido sobrino, bienvenido a Inglaterra —Enrique saludó a Carlos con un fuerte abrazo. A sus veintinueve años, el rey inglés, tan pelirrojo como risueño, había comenzado a engordar.

—Carlos, Carlos, ¡qué ganas tenía de veros! ¡Tenemos tantas cosas de las que hablar! —Catalina de Aragón y de Inglaterra besó en la mejilla a su sobrino. A sus treinta y cinco años la hija menor de los Reyes Católicos estaba embarazada una vez más; había demostrado su fertilidad, pero todos los hijos varones que le había dado a Enrique VIII habían muerto antes de cumplir el primer año de edad; solo vivía la pequeña María, de cuatro años. Enrique estaba desesperado porque su esposa no engendraba un hijo varón que sobreviviera y pudiera sucederlo en el trono de Inglaterra.

—Sois muy amables —respondió Carlos en francés—, y me siento muy honrado por vuestra acogida.

—Tenéis que contarme cómo está mi hermana, y todos mis sobrinos, y vos, ¡el emperador! —Catalina, siempre discreta y callada, estaba eufórica. Su esposo nunca la había visto tan dichosa.

—He ordenado que para celebrar vuestra llegada preparen el mejor de los banquetes que puede ofrecerse en Inglaterra: faisán, cerdo ahumado de York, el mejor lomo asado de venado de los bosques reales, vino rojo de Burdeos… La ocasión bien lo merece; no todos los días visita Inglaterra un emperador.

Enrique VIII se mostraba risueño, aunque guardaba en el fondo de su corazón un cierto resquemor, pues él también había sido candidato al Imperio y, aunque nunca tuvo las posibilidades de Carlos, en alguna ocasión había soñado con sentarse en el trono de Carlomagno.

Era lunes, pero Carlos quiso asistir a misa en la catedral de Canterbury, donde se postró de rodillas junto a la tumba de santo Tomás Becket, el arzobispo asesinado en ese templo por unos sicarios del rey Enrique II casi tres siglos y medio antes.

El emperador acabó sus oraciones, se persignó y se incorporó; a unos pasos de distancia esperaba paciente el rey Enrique VIII.

—Así se las gastaban antes nuestros predecesores en el trono —comentó con ironía Enrique a Carlos. Ambos monarcas hablaban entre ellos en francés.

—Por lo que sé, Tomás Becket fue un leal servidor de vuestro antepasado y tocayo mientras ocupó el cargo de canciller de Inglaterra —dijo Carlos.

—Sí, lo fue, pero cuando lo nombraron arzobispo de Canterbury antepuso los intereses de la Iglesia a los de su rey, y don Enrique no entendió esa actitud del que consideraba su mejor amigo y más leal servidor. Durante un banquete mi antepasado en el trono hizo un comentario que se prestaba a confusión, y cuatro caballeros que asistían a ese ágape entendieron que el rey de Inglaterra deseaba la muerte de Tomás. Ni cortos ni perezosos, cogieron sus caballos y vinieron directos hasta esta catedral, y aquí mismo, donde ahora nos encontramos, mataron al arzobispo a espadazos.

—¿Y qué les ocurrió a esos nobles? —preguntó Carlos.

—Vos, querido sobrino, ¿qué hubierais hecho con ellos?

—Supongo que los hubiera juzgado y condenado a muerte por asesinos.

—El rey Enrique Plantagenet era más pragmático. Es probable que no deseara la muerte de Tomás, pero le vino bien. De modo que permitió que sus asesinos marcharan al exilio. Se fueron a Escocia y allí fundaron alguna iglesia para que les fuera perdonado su pecado; pero el papa los excomulgó y luego les impuso la penitencia de que acudieran a Tierra Santa como peregrinos, y que lo hicieran descalzos en señal de duelo. Alguno de ellos se quedó a luchar en las cruzadas y allí debió de morir, según cuentan las viejas crónicas.

—Dios los habrá perdonado.

—Tal vez; Dios sabe bien lo que hace —ironizó Enrique.

Ambos monarcas salieron de la catedral. El cielo estaba nublado y amenazaba lluvia.

—Os gustaría el sol de España —comentó Carlos mirando al cielo gris plomizo—. Deberíais hacer una visita a esa región.

—Inglaterra es la mejor tierra del mundo, un don de Dios, como se canta en algunos de nuestros mejores poemas.

—Y bien, ¿qué habéis resuelto sobre mi propuesta de una alianza entre nuestros reinos?

—Querido sobrino, permíteme que apee el tratamiento, y te ruego que tú también lo hagas.

—Como prefieras —asentó Carlos.

—Bien. Wolsey, mi astuto canciller, me ha aconsejado que firmemos ese tratado, pero ten en cuenta que Francia es nuestro vecino y que durante siglos ambos reinos hemos librado guerras sangrientas, lo que ha causado enormes perjuicios a ambos. Hubo un tiempo, no hace mucho, en que los reyes de Inglaterra teníamos amplias posesiones en Francia y éramos señores de Aquitania, Anjou y Normandía. Uno de mis predecesores, Enrique V, fue nombrado heredero al trono francés, y su hijo Enrique VI fue proclamado rey de Inglaterra y de Francia, hasta que por intervención de esa bruja, Juana de Arco, perdió el trono de París y todos sus dominios en el continente, menos la plaza de Calais, que aún conservamos; es el único pedazo de tierra que Inglaterra posee en Francia, y no quiero perderlo.

—¿Qué quieres decir con eso, querido tío? —le preguntó Carlos.

—Que debemos madurar las condiciones de esa alianza. Wolsey es muy osado, y sé que tiene ambiciones que van más allá del puesto que ocupa en la Iglesia de Inglaterra como arzobispo de York. No me lo ha confesado, pero sé que aspira a convertirse en papa.

—No hay cardenal que no ansíe ese puesto.

—Wolsey es un gran diplomático. Él fue el principal impulsor del tratado que firmamos hace dos años con el rey Francisco de Francia en Londres, en el cual se habla de una paz universal y eterna.

—Yo te propongo un nuevo tratado. En unas semanas recibiré la corona imperial de Carlomagno en Aquisgrán y te confieso que me hace falta dinero para ello. Necesito que me adelantes ciento cincuenta mil ducados.

—Una cifra considerable… Yo intenté ser elegido emperador, bien lo sabes, pero esos siete insaciables grandes electores me pedían medio millón de ducados por adelantado y ni siquiera garantizaban mi elección —confesó Enrique—. ¿Cuánto te ha costado a ti?

—Casi un millón de ducados.

—¡Vaya!

—Más los intereses.

—¿Cómo has conseguido semejante suma?

—Sumando las rentas de Castilla con parte del oro y la plata que comienzan a llegar de las Indias y un préstamo de Jacobo Fugger, el banquero más solvente de Alemania. Su fortuna ronda los dos millones de florines.

—Te prestaré esos ciento cincuenta mil ducados y firmaremos ese tratado, pero no ahora, sino dentro de cuarenta días, en mi ciudad de Calais.

—¿Después de tu entrevista con el rey Francisco de Francia?

—¿Cómo lo sabes?

—No eres el único que tiene agentes secretos. Además, los preparativos para tu encuentro con Francisco son demasiado evidentes.

—Sí, en verdad que lo son. Wolsey quiere que los ingleses aparezcamos en Francia como los más ricos y poderosos de la cristiandad. ¿Sabes?, ese condenado arzobispo está organizando unos festejos como nunca antes se han visto.

—Esas «alegrías» —Carlos utilizó el nombre que usaban en España para denominar a las fiestas— te costarán mucho dinero.

—No tanto como lo que has pagado para sentarte en el trono imperial, querido sobrino.

—Dentro de tres días, si no se desencadena una tormenta, zarparé hacia Flandes.

—Hazlo cuando desees, y date por invitado a esos festejos; los hemos llamado el Campo del Paño de Oro; no verán tus ojos nada igual.

—No participaré, al menos mientras esté allí Francisco.

—Como te plazca. En ese caso, acude a Calais cuando ya se haya marchado Francisco; te esperaré. Y ahora vayamos a ver a tu tía Catalina; la reina de Inglaterra quiere despedirse de su sobrino favorito.

Toledo, 11 de junio de 1520

La conmoción se extendió por toda la ciudad. Juan de Padilla, el hidalgo capitán de la milicia concejil de Toledo, se presentó en el alcázar al frente de varios soldados pertrechados con espadas, picas y arcabuces.

—Daos preso —ordenó Padilla al corregidor del rey, que ante los hechos consumados y sorprendido por la acción de los comuneros no opuso resistencia alguna.

—¿Sois consciente de lo que estás haciendo, don Juan? —le preguntó.

—Lo soy. La ciudad de Segovia ha sido la primera en decir basta a tantas injusticias. Sus ciudadanos se han levantado en armas y han tomado el poder del ayuntamiento, que a partir de ahora se llamará Comunidad. Nosotros lo hacemos ahora en Toledo, y en los próximos días se nos unirán Salamanca, León, Palencia, Burgos y así hasta que se agrupen en la Junta de Comunidades todas las ciudades y grandes villas de Castilla y de León.

—¿Pero qué pretendéis? —el corregidor estaba confuso. No había sido capaz de reaccionar ante la revuelta y no sabía bien a qué atenerse.

—Devolver la legalidad a Castilla y reponer a la reina doña Juana en el trono que le pertenece.

—Las Cortes de Toro ya dirimieron esa cuestión hace quince años. Doña Juana no tiene capacidad para ejercer el gobierno.

—Esa no es nuestra opinión —asentó Padilla, que se mostraba firme y pleno de decisión.

—Don Carlos es el rey legítimo.

—Ese hombre es un extranjero al que no reconocemos su autoridad sobre Castilla, y mucho menos el derecho a esquilmar al reino con esos cuatrocientos mil ducados en impuestos extraordinarios.

—Ese impuesto lo aprobaron las Cortes en Galicia; es legal —asentó el corregidor, que procuraba guardar la calma y convencer a Padilla de que estaba en un error.

—Una injusticia no puede ser legal, nunca, aunque la firme un rey y la ratifiquen unas Cortes.

—¿Qué vais a hacer conmigo?

—Quedaréis libre, pero marchaos de Toledo enseguida y llevaos solo lo imprescindible. No os deseo ningún daño, pero absteneos de intervenir a favor de don Carlos.

Andrés entró nervioso en el taller donde Juan Losantos estaba organizando el trabajo de la semana. Completamente recuperado de la tremenda paliza que casi le había costado la vida, el orfebre se alegró al ver a su amante.

—¡Juan, Juan!

—¿Qué pasa?; ¿a qué tanta prisa?…

—Los comuneros han tomado el poder en Toledo. Los encabeza el capitán Padilla. La gente está saliendo a las calles a festejar la noticia. Claman contra el emperador y su séquito de flamencos y piden a gritos que la reina Juana se siente en el trono y gobierne Castilla.

—¡Al fin! ¡Ya era hora! Vamos, unámonos a los comuneros —dijo Juan, que cogió una espada y le entregó otra a su amante—. ¿Dónde está ahora Juan Padilla?

—En el alcázar; ha ido allí a detener al corregidor y a hacerse con el control de la ciudad —sonrió Andrés.

—Pues vayamos a ayudarlo.

Los dos amantes, seguidos de otros dos jóvenes aprendices del taller, corrieron hacia el alcázar armados con espadas, puñales y alabardas. Al atravesar las calles de Toledo se cruzaron con grupos de gentes que vitoreaban a los comuneros y reclamaban a Juana como reina legítima de Castilla.

Al llegar a la puerta del alcázar varios soldados les impidieron el paso.

—¿Quiénes sois? —les preguntó el jefe de la guardia.

—¡Comuneros! —contestó Juan con orgullo—. Quiero ver a don Juan de Padilla.

—¿Vuestro nombre…?

—Juan Losantos, maestro orfebre. Mi taller de armas está a disposición de los comuneros.

—¿Conocéis a don Juan?

—Soy su maestro de armas, quien fabrica sus espadas. Vamos, dejadme pasar.

—Un momento, debo comprobar que todo lo que decís es cierto.

—Hacedlo rápido.

A los pocos momentos Juan de Padilla salió a la puerta del alcázar.

—¿Qué hacéis aquí? —le preguntó a Losantos.

—Hemos venido a unirnos a los comuneros; somos cuatro hombres.

—No sois soldados.

—No, pero manejamos estas espadas mucho mejor que la mayoría de vuestros hombres; no olvidéis que somos nosotros quienes las fabricamos y las probamos.

—¡Sargento! —se dirigió Padilla a uno de sus hombres—, que el escribano expida una cédula nombrando a don Juan Losantos capitán de una escuadra de veinte hombres.

—Os lo agradezco, señor.

—No os faltarán oportunidades para hacerlo, pues me temo que esto no ha hecho sino comenzar.

En las semanas siguientes la revuelta comunera se extendió por todas las ciudades de Castilla y de León. Los procuradores y corregidores reales fueron depuestos, los recaudadores de tributos perseguidos y sus casas reducidas a escombros, y en algunas partes se destruyeron las medidas que servían para calcular la recogida de impuestos en especie. Los ciudadanos se organizaron en Comunidades y nombraron para dirigirlas a sus propias autoridades. En Ávila se celebró una reunión de las Comunidades que denominaron Junta Santa, en la cual Juan de Padilla fue nombrado capitán general del ejército comunero. La Junta proclamó nulos los impuestos aprobados en las Cortes celebradas en La Coruña, se reservó el derecho a nombrar a los oficiales para el gobierno de Castilla, negó la autoridad de Carlos y, por tanto, la de su regente Adriano de Utrecht y alegó que la soberana legítima de Castilla y León era la reina Juana.

En el bando comunero se erigió como adalid Pedro Lasso de la Vega, hermano de un joven poeta y soldado de la corte llamado Garci Lasso de la Vega, que denostaba a los juristas del reino que se afanaban por acabar con los movimientos comuneros, a los que tachaban de ilegítimos y criminales.

Alarmado, Adriano informó a Carlos de la situación en Castilla, y el emperador dio instrucciones a su gobernador para que tomara medidas contundentes. Pensó en organizar un ejército, tomar Segovia y ejecutar a varios comuneros como escarmiento para que el resto se sometiera a la voluntad real, pero, tras pedir la opinión de algunos nobles, concluyó que lo mejor sería congregar todas las fuerzas y, sobre todo, recuperar las mejores piezas de artillería del reino, que se encontraban depositadas en el arsenal del castillo de Medina del Campo. Supuso que harían falta en una posible batalla contra los comuneros, si estos no se avenían a razones y decidían continuar con su rebelión.

En Segovia, los comuneros dirigidos por Juan Bravo asediaron el alcázar, donde la guarnición se mantenía fiel al rey. Se cruzaron disparos de artillería con tal violencia que parte de la vieja catedral, ubicada frente al alcázar, se derrumbó.

Adriano, ante la situación tan complicada que se le presentaba, ordenó a Rodrigo Ronquillo, alcaide de Zamora y hombre con fama de comportarse con extrema violencia y dureza, que acudiera a socorrer a los sitiados en Segovia y que castigara a los comuneros, entre los cuales cundía un fervor casi místico. Al enterarse de que Ronquillo se aproximaba a Segovia con sus soldados, Bravo pidió auxilio al resto de los comuneros. Juan de Zapata con las milicias de Madrid y Juan de Padilla con las de Toledo fueron los únicos en acudir a su llamada. En el primer envite, librado cerca de Segovia, los comuneros derrotaron a las tropas de Ronquillo, que se refugió en el castillo de Arévalo.

Entre los toledanos iban alistados Juan Losantos y su amante Andrés, que se habían enrolado en la milicia comunera porque creyeron que aquella revuelta era el principio de un tiempo nuevo y que los comuneros impondrían en las ciudades de Castilla unos gobiernos similares a los que existían en algunas repúblicas de Italia. Se equivocaban y no tardarían en comprobarlo.

Calais, 13 de julio de 1520

Tras celebrar una última entrevista en Canterbury con los reyes de Inglaterra, Carlos embarcó hacia Flandes. La travesía del Canal, con las buenas condiciones del mar en verano, apenas duró un día. Desembarcó en las playas de Flesinga, en la provincia de Zelanda, y de allí, tras visitar alguna ciudad próxima, marchó a Gante.

En su ciudad natal despachó varios asuntos urgentes relacionados con la revuelta que había estallado en Valencia, donde las Germanías habían desbaratado la autoridad real y amenazaban con imponerse en todas partes. Carlos ordenó a los jurados de Valencia que abandonaran sus cargos, pues consideraba que su elección había sido nula, y los apremió a restaurar la autoridad real haciendo constar que de no hacerlo pagarían las consecuencias de su rebelión.

Desde Gante siguió ruta hasta Bruselas, donde volvió a dictar varias cartas sobre el caso de Valencia, que se estaba convirtiendo en un permanente dolor de cabeza, y ordenó a todos sus oficiales en ese reino que ayudaran a acabar con la revuelta de los agermanados.

En la catedral de San Miguel y Santa Gúdula de Bruselas fue jurado emperador por los síndicos de la ciudad. En un breve discurso, Carlos de Austria declaró que su voluntad y su intención era «resucitar», esa fue la palabra que empleó, el Sacro Imperio Romano Germánico —y se refirió a los emperadores Carlomagno y Otón I como sus verdaderos predecesores— y convertirlo en un Imperio mundial capaz de unificar a la cristiandad, conducirla a la victoria sobre los sarracenos de Asia y de África y cristianizar las Indias Orientales y Occidentales.

Carlos todavía ignoraba en esos momentos que cuatrocientos soldados al mando de Hernán Cortés habían muerto al intentar huir del cerco al que habían sido sometidos en Tenochtitlán, la capital del Imperio azteca, y que la conquista de esas tierras estaba en peligro. Cortés, que había podido escapar con algunos de sus hombres de la matanza, denominó a ese luctuoso episodio del 30 de junio «la noche triste».

Tras varios días visitando Flandes, Carlos se dirigió hacia Calais para encontrarse con el rey de Inglaterra, tal como ambos habían acordado, una vez tuvo noticia de que el rey de Francia ya se había marchado.

Enrique VIII, que en algún momento había dudado si aliarse con Carlos de Austria o con Francisco I, se había entrevistado con el rey de Francia unos días antes durante el gran festejo al que llamaron el Campo del Paño de Oro. Fue a mediados del mes de junio, a instancias del canciller Wolsey, que se encargó personalmente de organizar unas fiestas y unos torneos de caballería como nunca antes se habían visto. Reservado solo para los nobles y caballeros, el gran festejo reunió a los mejores trovadores, juglares, payasos y acróbatas de Inglaterra y de Francia. Wolsey ordenó que se levantara un pabellón de cristal de doce pasos de lado en los prados de la localidad de Ardres, cerca de Calais, en torno al cual se plantaron más de dos mil tiendas, todas blancas, para acoger a los nobles invitados al torneo.

A la entrada del pabellón de cristal, a modo de palacio fabuloso, se erigió sobre un pináculo de piedra una estatua del arcángel san Miguel, toda ella bañada en oro.

Francisco de Francia y Enrique de Inglaterra, a quienes acompañaban sus esposas Claudia y Catalina, ambas embarazadas, aprovecharon aquellos días de junio para, entre torneos, banquetes y músicas, negociar un tratado de amistad.

Enrique sabía que su reino de Inglaterra, con poco más de tres millones de súbditos y ochocientos mil ducados de rentas, no podía competir con el de Francia, poblado por catorce millones de habitantes y unas rentas que superaban los seis millones de ducados. Francisco le pidió a Enrique que se aliara con él y que abandonara cualquier idea de pacto con Carlos, pero al rey inglés solo le interesaba que Francia facilitara la exportación de lana inglesa, que abundaba en ese reino.

Catalina, la esposa de Enrique, presionaba a su marido para que no firmara ningún acuerdo con Francia. Desde pequeña sus padres los Reyes Católicos le habían enseñado que debía defender por encima de todo los intereses familiares, y ahora era su sobrino Carlos quien los encarnaba. Seis años menor que su esposa, Enrique se dejaba aconsejar por Catalina, quien, pese a permanecer en segundo plano, ejercía una gran influencia en la política de Inglaterra.

Francisco insistía ante Enrique y pretendía convencerlo de que una alianza entre ambos era imprescindible para detener las ambiciones de Carlos, ya que, de no unirse contra él, el emperador acabaría devorando sus reinos y ambos perderían sus coronas y tronos. El de Francia le pedía además al de Inglaterra que presionase al papa en Roma para que una mayoría de cardenales se pasara a su bando, pues contaba con el apoyo de catorce de ellos, en tanto Carlos tenía al menos a dieciocho de su parte. Solo con que tres cambiaran de bando, el papado dejaría de estar controlado por el emperador, y entonces Carlos tendría mucho más difícil que el papa se aviniera a coronarlo como tal.

Vital, fuerte y lleno de energía, Enrique VIII amaba la vida, las fiestas, la música y los torneos. Aclamado por su pueblo, que veía en él al monarca capaz de superar siglos de guerras civiles y de quebrantos, Enrique sentía una gran atracción por las mujeres. Hacía pocos meses que había dejado a su última amante, Isabel Blount, tras un año de relación, y en esos días de fiesta se había fijado en dos hermanas, una de las cuales era la jovencísima Ana Bolena, que habían asistido a un baile acompañando a su padre, miembro de la nueva aristocracia comercial inglesa.

Pese a la insistencia de Francisco I, el rey de Inglaterra se negó a firmar un acuerdo y el encuentro entre ambos monarcas se saldó con un fracaso diplomático, pero todos los asistentes recordarían para siempre los fabulosos festejos allí contemplados.

Cuando Carlos llegó a Calais todavía seguían en pie en los prados de Ardres algunas de las tiendas plantadas para celebrar el Campo del Paño de Oro, dos gigantes de cartón que representaban a Gog y Magog, las legendarias y terribles tribus que se citaban en la Biblia y que invadirían occidente, y el pabellón de cristal con la estatua dorada de san Miguel.

Tanto a Carlos como a Enrique les apasionaban los torneos y durante un par de días celebraron varios en el palenque del Paño de Oro. Carlos puso tanto afán en superar a sus adversarios y en demostrar que, pese a que su físico no era formidable, podía justar como el mejor que una de sus monturas se derrumbó y murió de agotamiento.

Ya en Calais, Carlos y Enrique conversaron tras un copioso banquete.

—Ayer te comportaste en las justas como un verdadero campeón —le dijo Enrique.

—Tú tampoco lo hiciste mal, tío.

—Los ingleses somos los mejores caballeros del mundo. Somos descendientes del rey Arturo y de sus caballeros de la Mesa Redonda, no lo olvides.

—Deberías recordar que los reyes de Castilla y de Aragón llevamos en nuestras venas la sangre de Rodrigo Díaz, el Cid Campeador, el mejor caballero que ha dado la cristiandad.

—Sí, algo he leído sobre ese hombre en alguna crónica, pero dudo que hubiera podido derrotar a Guillermo el Mariscal. —Enrique VIII se refería al más afamado campeón de Inglaterra, un caballero que estuvo al servicio de cuatro reyes, entre ellos Enrique II y Ricardo Corazón de León.

—He escuchado los romances que sobre las hazañas de ese Guillermo cantan vuestros juglares, pero creo que exageran.

—No, ese Guillermo fue el mejor caballero del mundo. Pero dejemos que nuestros viejos héroes sigan viviendo felices en los versos de los poetas y en los sueños de los mortales y hablemos de lo que dejamos pendiente hace unas semanas en Inglaterra.

—De acuerdo. ¿Estás dispuesto a firmar el tratado que te propuse? —Carlos miró a los ojos a su tío.

—Tu tía Catalina no deja de hablarme de ello. —Enrique se dirigió a Carlos con familiaridad—. No hay día que no me insista en que firmemos ese tratado.

—Pues, querido tío, hazlo. Tu esposa es una mujer sabia, no en vano es hija de Fernando el Católico.

—¡Ah!, mi suegro. ¡Cuánto admiré a ese hombre! ¿Sabes, sobrino?, creo que ha sido el mejor monarca de la cristiandad desde los tiempos de Carlomagno.

—¿Entonces…?

—Inglaterra es un reino pobre, y para que deje de serlo necesitamos que nuestros mercaderes tengan facilidades a la hora de vender sus productos fuera de nuestra isla. Nos sobra lana y nos faltan trigo y vino. Sí, ya sé que estos asuntos son demasiado vulgares para que traten sobre ellos un emperador y un rey, pero, mi querido sobrino, mis nobles me demandan una solución, pues sus rentas dependen de que su lana se venda en Flandes, Italia y Alemania, es decir, en tus dominios.

—Mis súbditos castellanos me piden lo mismo. También ellos producen mucha lana.

—La de Inglaterra es mejor…

—Como sus caballeros.

—Como ellos.

—Si firmas ese tratado facilitaré que la lana inglesa se comercie en Flandes.

Enrique se acercó a Carlos y colocó su mano sobre el hombro del emperador en un gesto de cordialidad familiar.

—Seremos aliados. Mañana es sábado, buena fecha para firmar nuestro pacto.

—Sea —confirmó Carlos.

—Y para que esta alianza quede sellada con sangre, deberíamos cerrar otro acuerdo —añadió Enrique.

—¿También con sangre?

—En el buen sentido, querido sobrino. Tienes ya veinte años y sigues soltero y sin compromiso; es hora de que vayas pensando en casarte para engendrar un heredero legal.

—Siendo yo todavía un niño, mis abuelos me buscaron varias novias; tantas que ya ni siquiera recuerdo el número de veces que acordaron mi matrimonio —bromeó Carlos.

—Pues tu tía Catalina estará encantada si certificamos este tratado con el compromiso de tu boda con nuestra hija María —propuso Enrique.

—¿María?, pero si tiene…, ¿cuántos?, ¿cinco? ¿seis años…?

—Cuatro —precisó el rey de Inglaterra—. Bueno, tendrás que esperar diez años para consumar el matrimonio, pero recuerda que mi hija es, de momento y antes de que tu tía me dé al fin un hijo varón vivo, la heredera de Inglaterra. Si yo no tuviera un hijo varón, tú serías entonces el rey de esta tierra: emperador de Alemania, rey de Castilla y de Aragón, rey de Inglaterra…

—De acuerdo. Añadiremos a ese tratado mi compromiso matrimonial con María de Inglaterra.

—Los Austrias y los Tudor juntos; no habrá nadie en este mundo capaz de detenernos —rio Enrique con los brazos en jarras.

Tras acordar las cláusulas del pacto, incluido el compromiso matrimonial de Carlos y la pequeña María, se firmó un acuerdo anexo por el que Inglaterra se comprometía a estar en paz, amistad y unión con todos los reinos y Estados de Carlos de Austria, al que reconocía como legítimo emperador de Alemania.

Cuando supo de ello, Francisco I apretó los puños y comprendió que su trono estaba en grave peligro. Una coalición de Inglaterra, el papado, los reinos de España y el Imperio era lo peor que le podía ocurrir a Francia. Ante semejante amenaza solo se le ocurrió una idea; era descabellada y podía arrastrar al mundo al desastre, pero supuso que no tenía otra salida. Ese mismo día envió una embajada al sultán turco Selim I ofreciéndole una alianza secreta contra Carlos de Austria.

Tordesillas, fines de agosto de 1520

Mientras en Valencia los agermanados controlaban la ciudad, en Castilla los comuneros estallaron de indignación ante los desmanes cometidos por el ejército real.

Aquella mañana un correo llegó a todo galope al campamento comunero plantado junto a Tordesillas. Se identificó, preguntó por el capitán general y enseguida le indicaron dónde se encontraba.

—Señor —dijo el mensajero todavía jadeando—, los realistas han quemado Medina del Campo.

—¡Cómo! ¿Quién ha sido el responsable? Cuenta rápido lo que ha sucedido. —El rostro del capitán comunero enrojeció de ira.

—Una partida de caballería procedente de Arévalo y mandada por don Antonio Fonseca se presentó en Medina para llevarse la artillería. El corregidor aceptó entregarla, pero varios vecinos alertados de ese propósito se negaron a hacerlo, desmontaron las piezas de sus cureñas y ruedas y las colocaron en medio de la plaza Mayor, a la vez que cerraban las puertas de la villa y se aprestaban a defenderla.

»Entonces el general Fonseca ordenó que se prendiera fuego a la ciudad por tres puntos, intentando provocar el caos en nuestras filas y que nos rindiéramos. El fuerte y caluroso viento del sur avivó las llamas, y el incendio se extendió por toda Medina. Ante la magnitud de su crimen, los realistas se retiraron, y los nuestros, aunque se afanaron en sofocar el fuego, no consiguieron detenerlo. Conforme avanzaban las llamas, la gente comenzó a huir llena de pánico. Han ardido los almacenes de los comerciantes, que guardaban riquísimas mercancías, y más de trescientas cincuenta casas. Todavía no se ha podido contabilizar el número de muertos, pues varios de ellos siguen bajo las cenizas, si es que no se han convertido en ellas.

—Canallas…

—Algunos vecinos han tomado venganza y han acuchillado a los partidarios del rey don Carlos; y los de Segovia, enterados del desastre, han organizado una partida para atacar a los realistas. Ha corrido la voz de lo sucedido en Medina y varias villas y ciudades se han sumado a nuestra revuelta.

—Está claro, como comprobamos en Segovia, que sin artillería el ejército realista no podrá derrotarnos, ni derribar las murallas de nuestras ciudades. Tomaremos primero Tordesillas, liberaremos a la reina doña Juana y luego iremos a Medina para recuperar esas bombardas y trabucos. Si conseguimos apresar a los culpables de semejante vileza, serán juzgados conforme al delito que han cometido.

El ejército comunero, una amalgama tan inconexa como heterogénea de mercaderes, artesanos, algunos campesinos, hidalgos e infanzones sin hacienda y aventureros de fortuna, se presentó ante los muros de Tordesillas, donde seguía prisionera la reina Juana desde que su padre el rey Fernando decidiera encerrarla para siempre.

Juan de Padilla, indignado por lo acontecido en Medina del Campo, llegó al frente de la vanguardia del ejército ante el portón del palacio, que se abrió al primer requerimiento.

—En nombre de doña Juana, reina de Castilla y León, entregad este palacio —gritó Padilla.

El marqués de Denia, gobernador de aquella cárcel, no se resistió. Había visto llegar a los comuneros y cómo las gentes de Tordesillas habían abierto las puertas de la villa celebrando su presencia y aclamándolos como libertadores.

—Señores, aquí están las llaves. Os ruego que no toméis represalias contra mí ni contra quienes han servido en este palacio. No hemos hecho otra cosa que cumplir las órdenes de don Carlos —el de Denia evitó llamarlo «rey».

—Encerradlo hasta que decidamos qué hacer con él —dijo Juan de Padilla—. ¿Dónde está la reina? —le preguntó.

—En su aposento, en la primera planta.

—Vamos.

Padilla, seguido por media docena de soldados entre los que estaban Juan Losantos y Andrés, empezó a subir los peldaños de la escalera de dos en dos con la espada en la mano, pero al alzar la vista en el primer recodo se detuvo en seco. En el rellano superior, de pie, estaba Juana de Castilla junto a su hija Catalina, que ya tenía doce años.

Con una señal de la mano, la reina le indicó que se acercara.

El comunero envainó su espada, inclinó la cabeza y subió despacio, peldaño a peldaño, hasta colocarse frente a la reina. Se puso de rodillas y besó la mano de Juana.

—Señora, mi nombre es Juan de Padilla, capitán general de la Junta de Comunidades de Castilla; estoy aquí para liberaros y juraros como nuestra reina. Las Comunidades se han propuesto acabar con los muchos escándalos que hay en estos vuestros reinos y devolveros el trono y el gobierno.

—¿Venís en nombre de mi padre? —preguntó la reina.

—Señora…, ¿vuestro padre, decís? —Aquella pregunta lo cogió por sorpresa y lo desconcertó.

—Sí, mi padre, el rey Fernando. ¿Os envía él?

—Vuestro padre ha muerto, majestad.

—¿Muerto? ¿Cuándo ha ocurrido?

—Hace algún tiempo, mi señora. Ahora vos sois la reina, la única reina de Castilla.

—¿Y mi hijo, el príncipe Carlos?

—Está lejos, en sus dominios de Flandes.

—¡Flandes! ¡Oh!, recuerdo aquellos días en los palacios de Coudenberg y de Prinsenhof; celebrábamos fiestas y banquetes y bailábamos hasta el amanecer.

—Señora, sois libre, podréis volver a celebrar esas fiestas y esos bailes cuando os plazca.

—Unos tiranos quisieron llevarse a mi pequeña Catalina —Juana miró a su hija menor.

—Nadie os separará de vuestra hija, señora; ambas sois libres. Todos nosotros estamos a vuestras órdenes. Sois nuestra reina, nuestra única soberana.

Juana de la Cruz lo miró con asombro, y el corazón le dio un vuelco. Allí estaba su pequeño Juan, de pie junto a la puerta del aposento del palacio donde los Losantos residían en Tordesillas.

—¡Dios mío! —Juana se echó las manos a la cara y se acercó hasta su hijo—. Eres tú, eres tú —balbució a la vez que le acariciaba el rostro y el cabello. No había vuelto a verlo desde que era muy pequeño, pero su instinto maternal le dijo que aquel hombre que estaba ante ella era su hijo menor.

—Sí, madre, soy Juan.

Madre e hijo se abrazaron, y tras ellos un demacrado Pedro Losantos sonreía.

—Ahí lo tienes, mujer, enrollado en el bando de los comuneros —dijo el médico converso, que iba acompañado de Andrés, el amante de Juan.

—¡Veinte años! Hace ya veinte años… —suspiró Juana.

—Y sin embargo, me has reconocido.

—Mi pequeño…

—Madre, este es mi amigo Andrés. El hombre…

—Sí, ya lo sé. Me alegra conocerte, Andrés.

—Yo también me alegro por ello, señora —respondió el amante de Juan Losantos.

—Pero pasad, pasad. Hay un poco de queso, huevos, pan y salchichas de cordero. Vamos, María, ayúdame a preparar el almuerzo.

La hija de Pedro Losantos se emocionó al ver a su hermano. María se abrazó a Juan, al que apenas reconocía, y al sentir el contacto con su piel se conmovió: su hermano no tenía por delante un futuro halagüeño, desde luego.

Mientras comían, Juan Losantos relató a sus padres cómo se había unido al movimiento de las Comunidades en Toledo, y las esperanzas que tenía en que los rebeldes triunfaran en su levantamiento y cambiaran para siempre las cosas en Castilla.

—No lo dudé ni un momento, y Andrés me siguió también. Hemos acompañado desde entonces a Juan de Padilla, el jefe de los comuneros, un hombre honrado y valiente —explicó Juan.

—Así lo parece, pero no ha conseguido convencer a la reina Juana para que se ponga de su lado —intervino Pedro.

—Padre, estoy al tanto de que fuiste médico de la reina cuando ella era una joven princesa en la corte de sus padres los Reyes Católicos, y que ahora estás de nuevo a su cuidado. Sé bien que eres un hombre persuasivo y por eso quiero pedirte que hables con ella y la convenzas para que acepte encabezar el movimiento comunero y sea la reina verdadera de Castilla —le propuso Juan.

—Mírame, hijo. Soy un viejo que se apaga y consume como los rescoldos de una hoguera a la que no se le añade más leña. Estoy enfermo y no creo que dure mucho tiempo. Además, la reina nunca aceptará nada que vaya contra su hijo Carlos, nunca. Hace ya tiempo que se resignó a vivir encerrada entre estas paredes de barro a solas con sus recuerdos y sus fantasmas. No, la reina no encabezará a los comuneros, y eso significa que vuestro movimiento está condenado al fracaso.

—Nos apoyan muchas ciudades y villas, artesanos, comerciantes, algunos nobles…

—Si algún noble tuvo alguna duda hace meses, ahora toda la nobleza de Castilla y de León se ha puesto del lado del emperador. Los nobles temen a los comuneros porque creen que, de triunfar estos, ellos perderán sus derechos y sus privilegios. Algunas ciudades ya empiezan a renegar de las Comunidades; me han dicho que Burgos se ha pasado al bando de don Carlos, y seguro que la siguen otras. —Pedro Losantos parecía fatigarse con cada palabra.

—Pero somos más y tenemos la razón de nuestro lado —alegó Juan.

—¿La razón, dices? La única razón que entienden esos nobles es la de la fuerza. Y saben que el emperador regresará pronto al frente de un poderoso ejército y que impondrá su orden y su voluntad en estos reinos.

—Pero, si convences a doña Juana para que tome el poder, entonces todo cambiará.

—No, hijo, no cambiará nada. Bueno, quizá estalle una nueva guerra entre castellanos en la que morirá mucha gente, y el suelo de las plazas mayores de villas y ciudades se teñirá con la sangre de los ajusticiados.

—Entonces, ¿qué podemos hacer? —demandó Juana de la Cruz muy preocupada.

—Huid… Huid vosotros. Tú —le dijo a su esposa—, María y vosotros dos. Yo me quedaré aquí, pues ya no tengo fuerzas para seguir adelante. Mujer, vete con tus hijos y buscad refugio lejos de aquí, como ya lo planeamos en otras ocasiones. Pablo y su esposa están con el emperador, de modo que no corren peligro, pero tú, Juan, te has comprometido con los comuneros y supongo que estarás señalado por la justicia real. Además, si sobrevives a la justicia del emperador, en esta segunda ocasión la Inquisición no te perdonará que vivas con Andrés…

—Yo no voy a dejarte —dijo Juana.

—Mira. —Pedro se levantó la camisa y dejó ver su torso desnudo. Bajo las costillas, que aparecían muy marcadas, se podían observar varias hinchazones de color amoratado—. Esto es el fin. Los tumores se me han extendido por todo el cuerpo; mi muerte es cuestión de semanas, tal vez de días. Marchaos de aquí y poneos a salvo.

—Padre… Yo no sabía esto.

—No dejaré que mueras solo —replicó Juana, que abrazó a su esposo y lo besó en el rostro.

Unos días después de ocupar Tordesillas, los jefes comuneros Juan de Padilla, Juan Bravo y Juan de Zapata celebraron una junta en la que decidieron visitar a la reina para ofrecerle de nuevo que tomara el poder. Los acompañó al palacio el escribano Alonso Rodríguez de Palma, encargado de tomar nota de todo cuanto allí sucediese.

En la gran sala donde había sido liberada, Juana de Castilla recibió a los cabecillas de los comuneros.

—Señora —Juan de Padilla y el resto de los jefes rebeldes se arrodillaron ante Juana. El de Toledo adoptó un tono solemne—, la Junta de Comunidades de Castilla y León, según es ley, costumbre y derecho, desea juraros obediencia como reina y gobernadora de estos territorios y reponeros en el trono que os pertenece. ¿Aceptáis?

Juana miró a su hija y luego recorrió con la mirada a todos los presentes; varios capitanes comuneros se habían incorporado a la sala y aguardaban expectantes la respuesta de la reina, pues de ella dependían su futuro y sus vidas. Por un momento pareció dispuesta a decir algo, pero calló.

—Señora —intervino Juan Bravo ante el largo silencio de Juana, que se hizo interminable—, aceptad nuestra propuesta. Sois nuestra reina.

—Majestad, no os resignéis, decidnos algo, por Dios —le suplicó Padilla.

Los jefes comuneros se miraron confusos y expectantes a la vez. La reina permanecía en silencio, con la mirada perdida en un punto indeterminado de la pared. Ninguno esperaba una actitud así. Si Juana no aceptaba ponerse al frente, su movimiento estaba condenado al fracaso y ellos al patíbulo.

—¿Qué hacemos ahora? —demandó Juan Zapata un tanto ofuscado.

—Señora —Padilla tomó la iniciativa ante el desconcierto general—, vuestros súbditos no os hemos olvidado, vuestro nombre sigue en nuestra memoria. Os hemos liberado de esta prisión y os pedimos, os rogamos, que os pongáis al frente de las Comunidades, que desean reponer la legalidad perdida. Dejadnos que os juremos como reina de Castilla, nuestra reina.

Pese a la vehemencia de Padilla, Juana permaneció en silencio.

—¡Dios Santo! —exclamó Juan Bravo desesperado—, es inútil.

—Majestad, sabemos que habéis sufrido una prisión injusta, os pedimos que recuperéis el gobierno y así podremos castigar a estos malvados que tanto daño os han hecho a vos y a Castilla. Atended nuestra súplica, sed nuestra soberana —insistió Zapata con toda vehemencia.

—Sí, sí —dijo entonces la reina—, tenedme al corriente de todo, quedad a mi servicio y castigad a los malos, que en verdad os tengo en mucha consideración. A los malos, a los malos, a los malos…

—Lo haremos. —Juan de Padilla besó la mano de la reina.

—¿Quiénes son los malos? —preguntó Bravo a Zapata al oído.

—Esos extranjeros flamencos, por supuesto. ¿Quiénes si no?

—Se hará conforme ordenáis, majestad —asentó Padilla.

—Los malos, los malos, los malos… —musitó Juana entre dientes como una cantinela antes de volver a sumirse en un silencio extraño.

—Tenían razón los que decían que esta mujer está alunada —bisbisó Zapata.

—Callad —ordenó Padilla ante los murmullos—. Majestad, aceptad el poder que os ofrecemos, contad con toda nuestra fidelidad y sed nuestra soberana. Nos ponemos a vuestro servicio.

—Si rubricáis este documento seréis repuesta en el trono de manera inmediata —indicó Juan Zapata señalando el pergamino listo para la firma que portaba el escribano.

—Firmadlo, señora, os lo ruego —insistió Juan de Padilla.

Juana miró con ojos perdidos y apagados a los comuneros, que se esforzaban cuanto podían para convencer a la reina, pero esta no les dio ninguna respuesta y se mantuvo en silencio.

—Majestad…, ¿no queréis hablar? Somos vuestros más leales súbditos. Firmad ese documento y seréis nuestra soberana —repuso Zapata absolutamente desesperado.

—Sois nuestra reina; siempre lo habéis sido. Nunca habéis renunciado a vuestra condición, nunca. Imponedla ahora. Os lo ruego. ¡Por Dios, por Castilla! —añadió el capitán comunero.

Pero Juana calló. Pese a los malos tratos sufridos, jamás hizo nada en contra de su esposo ni de su padre, cuyas muertes ya parecía haber asumido, y jamás haría nada que fuera contrario a los intereses de su hijo. Nada. Nunca.

—Hacedlo por vuestros súbditos castellanos y leoneses —le suplicó Padilla descorazonado ante la actitud de Juana.

—Hemos sido unos ingenuos. Esa mujer no firmará nada que perjudique a su hijo —le musitó Zapata a Juan Bravo—. Hemos perdido el tiempo.

—Esperamos que reconsideréis vuestra decisión, majestad. En cualquier caso, sois libre. Este palacio ya no es vuestra prisión, sino vuestra propiedad. Quedad con Dios —se despidió Padilla.

Los jefes comuneros se inclinaron ante Juana y salieron de la sala entre evidentes signos de frustración. Juana quedó callada mirando a su hija Catalina, a la que acarició la mejilla. En los labios de la jovencita pareció dibujarse una tímida sonrisa.

Amberes, 23 de septiembre de 1520

La iglesia de Santa María estaba en obras, pero Carlos quiso asistir a la misa dominical en ese templo. Acabada la ceremonia religiosa, el emperador recibió al cabildo, que había solicitado una audiencia para presentarle un ambicioso proyecto.

—Majestad —dijo el prior—, Amberes es una de las ciudades más florecientes y relevantes de Flandes y tiene en la iglesia de Nuestra Señora uno de los templos más famosos, pero no es sede episcopal. Esta ciudad se adorna con méritos suficientes para contarse entre las primeras de la cristiandad, de modo que os rogamos que intercedáis ante al papa León para que conceda a esta iglesia el título de catedral y dote a esta noble ciudad de un obispado.

—Su santidad anda ahora en otros asuntos —repuso el emperador.

—Os solicitamos además permiso para iniciar las obras de las torres de la fachada principal, que deseamos sean las más altas jamás construidas. Si me permitís, señor… —El prior hizo una indicación y uno de sus acompañantes, un joven clérigo de pelo rojizo, le acercó unos planos que se apresuró a desplegar—. Esta es la traza de las torres que ha presentado el maestro de obras. Al cabildo le ha parecido excelente.

—Magnífica traza, en efecto —ratificó Carlos a la vista de un dibujo en el que se representaba cómo serían las dos torres de la fachada principal una vez acabadas.

—Con vuestro permiso comenzaremos este mismo año a levantar la primera de las torres, la de la izquierda. Ambas tendrán una altura de doscientos veinte codos, la mayor jamás lograda.

—¿Disponéis de las rentas suficientes para pagarlas?

—Sí, majestad, los comerciantes, el pueblo y la iglesia de Amberes están dispuestos a sufragar todos los gastos que conlleven las torres y las vidrieras. La nuestra es una ciudad floreciente, como bien sabéis.

Al emperador no dejaba de preocuparle el dinero, tan necesario para sus planes de dominio del mundo, pero era consciente de que el poder necesitaba transmitir a la gente una imagen de dominio, y era en los grandes edificios donde esa imagen podía presentarse de manera contundente.

Algunos lo tildaban de avaro, pero Carlos solía repartir una buena cantidad de monedas arrojándolas desde su caballo en algunas entradas triunfales, como le enseñó a hacer su abuelo Maximiliano cuando lo llevó siendo un muchachito a su ciudad natal de Gante. Por eso, el emperador había recorrido en las semanas de ese verano varias ciudades de Flandes y le había ordenado a su tesorero que dispusiera en cada una de esas entradas de cien libras en monedas pequeñas para ser entregadas a la multitud, que siempre lo aclamaba gritando: «Larguesse, larguesse», es decir, «Generosidad, generosidad».

Su visita a Flandes discurría entre recepciones de los concejos de sus ricas ciudades, largas partidas de caza en los bosques, algunos torneos y justas y varias sesiones de trabajo con sus consejeros, sobre todo con el canciller Mercurino de Gattinara y con Guillermo de Croy, al que el emperador consideraba su más fiel servidor. El señor de Chièvres estaba al lado de Carlos desde que este era niño, y entre ambos había tal confianza que, en algunas ocasiones, todavía solían dormir juntos en la misma cama.

Cada semana recibía noticias de cómo se estaban desarrollando las revueltas de las Germanías en Valencia y de las Comunidades en Castilla, pero Carlos mostraba poco interés en resolverlas, como si fueran asuntos poco importantes como para perder demasiado tiempo en ellos.

—Majestad —el prior de Nuestra Señora de Amberes recogió el plano con el alzado de las torres de su iglesia—, ¿podemos contar entonces con vuestra mediación ante su santidad el papa?

—Sí, sí, lo haré. Le escribiré al papa sobre esa petición y le diré que estáis haciendo un gran esfuerzo por mostrar a vuestros feligreses la grandeza y la gloria de la Iglesia de Roma.

—Y no olvidéis, os lo rogamos, que Amberes merece ser cabeza de una sede episcopal.

—Lo haré, señor prior, no lo dudéis.

—Majestad, urgentes asuntos de Estado demandan vuestra atención inmediata —intervino el señor de Chièvres, que se dio cuenta de que Carlos comenzaba a cansarse de las demandas del prior.

—Ya habéis oído: asuntos de Estado me requieren.

—Por supuesto, majestad, por supuesto. —El prior hizo una reverencia y se alejó, seguido por el grupo de media docena de clérigos que lo acompañaba.

—Vaya insistencia la de ese hombre —resopló Carlos aliviado—. ¿Qué son esos asuntos tan urgentes?

—Valencia de nuevo, y también los comuneros castellanos —respondió Croy.

—Guillermo, ya me está cansando esa cantinela tan reiterada. ¿Qué pasa ahora en Valencia? —Carlos estaba molesto.

—Los agermanados de Valencia se han proclamado como la autoridad en esa ciudad y se han manifestado en contra de los nobles. Hemos escrito a los oficiales reales de las villas más importantes de ese reino para que se mantengan fieles a vuestra majestad y repriman cualquier conato de revuelta. —El de Chièvres se mostraba muy preocupado.

—Entonces, ¿lo de Valencia es grave de verdad?

—Lo es, señor. Hace unos días salieron cartas ordenando la pacificación del reino, pero creo que habrá que tomar medidas mucho más contundentes. Los agermanados poseen armas, se han organizado en cuadrillas y controlan la ciudad de Valencia; y, lo que es peor, su nefasta influencia comienza a extenderse a otras villas y ciudades de ese reino. Quién sabe si incluso lo hará a las de Aragón y Cataluña.

—Si el actual virrey de Valencia no sabe gobernar, habrá que enviar allí al fin a doña Germana y a su esposo. Ya les anuncié que ese sería su destino.

—¿Queréis que disponga lo necesario para su nombramiento?

—Todavía no; antes quiero que doña Germana y el marqués de Brandeburgo asistan a mi coronación imperial en Aquisgrán; se lo prometí. ¿Y qué hay de los comuneros de Castilla? —preguntó el emperador.

—Este caso es incluso peor que lo de Valencia. Adriano de Utrecht ha enviado un informe relatando lo que ha ocurrido en Tordesillas. Los comuneros se han apoderado del palacio real y le han ofrecido el trono a vuestra madre. Nuestros espías allí dicen que la reina doña Juana parece otra mujer, que puede salir libre de sus aposentos, que habla con todos y que sus comentarios son objeto de la admiración de los comuneros, que andan entusiasmados ante la posibilidad de que la reina acepte su propuesta; tanto es así que han ubicado su junta de gobierno en Tordesillas. Don Adriano asegura que, si la reina estampa su firma en el documento que le ofrecen los comuneros, todo ese reino se perderá.

—No lo hará; mi madre nunca firmará nada que vaya en mi contra —asentó Carlos con toda seguridad.

En ese momento se presentó Mercurino de Gattinara; el canciller traía una nota en la mano.

—Majestad, en Aquisgrán se ha originado un brote de peste. La ciudad no es segura, de modo que debemos posponer vuestra coronación —anunció.

—¿Por cuánto tiempo?

—Creo que con un mes será suficiente para que se sofoque la peste. Además, todavía no hemos recibido el préstamo que le solicitamos al rey de Portugal; espero que no se demore mucho más, pues ya disponemos de la aprobación de los banqueros genoveses y burgaleses que lo avalan —dijo el canciller.

—De acuerdo. Será mejor así. Retrasad esa ceremonia justo un mes a contar desde hoy; ni un día más.

—Como ordenéis.

En ese momento Carlos ignoraba que solo un día antes había muerto el sultán Selim I, quien en apenas ocho años de reinado había duplicado la extensión del Imperio otomano tras conquistar Egipto, Siria y la mitad del norte de África, además de ocupar las ciudades santas de Medina, La Meca y Jerusalén. A su hijo y sucesor, Solimán, lo apodarían el Magnífico. Carlos tendría que enfrentarse a su ambición de poder.

Tordesillas, mediados de octubre de 1520

Pedro Losantos se despertó dolorido. La axila derecha le ardía como si le estuviesen pinchando con un afilado estilete rusiente. Se palpó y notó una considerable hinchazón en el ganglio. Pasó su mano izquierda por el lado derecho de su torso, justo bajo las costillas, y comprobó que su hígado también estaba muy inflamado. Y entonces se dio cuenta de que la muerte ya estaba allí.

Todavía no había amanecido, de modo que se quedó en el lecho inmóvil y en silencio, al lado de su esposa. Juana de la Cruz dormía y la respiración acompasada de su pecho le confirió cierta sensación de calma.

Pasó un tiempo, cantó un gallo y el horizonte occidental comenzó a teñirse de un rosa oscuro que al rato devino en un estallido de tonos anaranjados y amarillos.

—¿Has dormido bien? —le preguntó Juana, que se despertó sonriente.

—Sí, perfectamente —mintió Pedro.

—Bueno, es hora de levantarse, la reina me dijo ayer que quería acompañarme al soto de la ribera.

—¿Y eso?

—Le dije que iría a recoger algunas hierbas para elaborar una crema para las arrugas.

—Tantos años a tu lado y me sigues asombrando. ¿También te enseñó eso tu madre?

—Claro.

—Pues nunca me lo habías dicho.

—La reina es una mujer y, aunque hace ya tiempo que no conoce a ningún varón, le gusta mostrarse lo más bella posible. Se estaba abandonando un poco, pero la he convencido para que se esmere en su cuidado personal y en su higiene.

—Y más ahora, que es libre para salir de este palacio, pasear por las calles de Tordesillas o por las veredas del río —dijo Pedro.

—¿Libre? ¿En verdad crees que doña Juana es libre?

—Eso dicen al menos los jefes comuneros —asentó Pedro Losantos.

—Esa mujer lleva aquí prisionera más de diez años. No, ya nunca podrá ser libre.

—Tal vez ni siquiera le interese serlo.

Al levantarse de la cama, Pedro Losantos sintió un pinchazo en su costado y no pudo disimular un gesto de dolor.

—¿Qué te ocurre? —le preguntó Juana.

—No te preocupes, no es nada.

La herbolaria abrió la ventana del cuarto donde dormían en el ala este del palacio real y vio con toda claridad el rictus de dolor marcado en el rostro de su esposo.

—¡Oh!

—No, no.

—Ya está aquí, ¿verdad? Ya ha llegado —se estremeció Juana.

—Sí. Lo siento.

—¡Dios mío!

—Ya no hay remedio.

—Déjame verte.

Juana de la Cruz palpó el hígado de su esposo.

—El mal ya ha salido del hígado y se ha extendido por todo mi cuerpo; pronto me matará, muy pronto —asintió Pedro resignado.

Juana se abrazó con fuerza y él la acarició con delicadeza.

—¿Cuánto tiempo…?

—No mucho. Una semana, quizá dos…

—Tal vez…, hay una pócima…

—No, Juana, esta maldita enfermedad no tiene cura.

—Prueba con ella. Se hace con raíz de mandrágora, cúrcuma y esencia de uña de gato. La mandrágora puede matar si se toma en grandes dosis, pero una pequeña cantidad mezclada convenientemente con…

—No, no.

—No quiero que mueras. No quiero. —Dos enormes lágrimas resbalaron por las mejillas de Juana.

—Te esperaré en el más allá; no creas que vas a librarte de mí en la eternidad.

—Iré a buscar a Juan.

—De acuerdo. Quiero despedirme de mi hijo antes de cerrar los ojos por última vez.

—Enviaré a María en su busca. No voy a dejarte solo. Supongo que a estas horas todavía estará en su tienda en el campamento de los comuneros junto al río.

Sobre las aguas del Rin, cerca de Maguncia, 23 de noviembre de 1520

El séquito imperial remontó aquellos días de noviembre las aguas del Rin a bordo de varias embarcaciones.

Justo un mes antes Carlos había sido coronado en la antigua Aquisgrán, que los alemanes llamaban Maastricht, donde estableciera su corte el emperador Carlomagno. Desde la proa de la nave contemplaba las orillas del Rin y recordaba su reciente desfile triunfal por las calles de Aquisgrán, vestido de rojo, plata y oro y seguido por los arzobispos, obispos, cardenales y altos dignatarios de su corte. La reina viuda Germana de Foix había asistido a aquella coronación y, por un momento, mientras la corona de Carlomagno era posada sobre la cabeza de Carlos de Austria, la antigua amante imaginó que tal vez pudiera haber sido ella la emperatriz, pero se consoló con pensar que al menos era la madre de una hija del joven emperador.

La escuadra surcaba el Rin desde Flandes hacia la ciudad de Worms, donde se había convocado la Dieta en la que se tratarían asuntos de enorme trascendencia para el mundo. En Aquisgrán, Carlos había jurado, antes de recibir la corona de Carlomagno, que defendería a la Iglesia y a sus pueblos y que protegería a los pobres de los abusos de los poderosos.

Su recorrido por el Rin respondía a una programada rutina. Embarcaba mediada la mañana, navegaba río arriba durante unas tres o cuatro horas y desembarcaba en los puertos de las ciudades más importantes que salpicaban las orillas del gran río para dormir en tierra firme y volver a cumplir el mismo trámite a la mañana siguiente. Así iba conociendo las poblaciones más relevantes de sus dominios alemanes.

—¿Qué río es ese? —preguntó el emperador señalando un afluente que desembocaba en la orilla izquierda del Rin entre dos pronunciadas colinas.

—El Nahe, majestad —le indicó el capitán de la nave—. Las cepas de ese valle producen unos estupendos vinos.

Hacía ya mes y medio que el buque en el que navegaba el emperador remontaba las aguas del Rin. Todos los días se detenía en ciudades, castillos y monasterios para recibir la fidelidad de sus vasallos alemanes. En cada una de las recepciones, los anfitriones se afanaban por surtir la mesa del emperador con los mejores manjares: carne salada de cerdo, faisán asado, tórtola escabechada, salchichas ahumadas, quesos, confitura de frutas, compota de manzana, vino dulce, cerveza de la mejor calidad… Todo era poco para agasajar al dueño de medio mundo.

Durante el viaje, alertado por la visita de Antonio Fonseca, quien tras su fracaso en Medina del Campo había sido enviado por Adriano de Utrecht a informar personalmente al emperador de la delicada situación en Castilla, Carlos había ordenado que no se exportara ningún tipo de armas y así evitar que los comuneros pudieran aprovisionarse de un poderoso arsenal.

También había ratificado los matrimonios que cinco años antes había acordado su abuelo Maximiliano con el rey Ladislao de Hungría entre su hermano Fernando, de diecisiete años de edad, y la princesa Ana, y entre su hermana, la archiduquesa María, de quince años, y el joven rey Luis de Hungría, hermano de Ana. Así, mediante los matrimonios de dos de sus hermanos, Carlos extendía la influencia de la casa de Habsburgo al este de sus dominios.

En Maguncia, apenas a dos horas de navegación desde la confluencia del Rin y el Nahe, lo esperaba su arzobispo, que tan decisivo había sido en su elección como emperador.

Tordesillas, fines de noviembre de 1520

Cuando contempló los ojos de su padre, María Losantos vio el rostro de la muerte. El médico converso agonizaba en su cama del palacio de Tordesillas rodeado de su familia. Solo faltaban Pablo, el mayor, y su esposa, que seguían navegando por el Rin con el emperador.

—Es el fin, el fin —balbuceó Pedro Losantos en un tono apenas inteligible.

—Pedro, Pedro, te pondrás bien —Juana de la Cruz procuró animar a su esposo acariciándole la mano, que sintió fría y débil.

—Hijos, María, Juan, Pablo… Juana, Juana…

—¡Padre!

—Abrahán avinu, padre querido, padre bendito, luz de Israel —canturreó susurrando Pedro Losantos con sus últimas fuerzas.

—¿Qué está diciendo? —preguntó Andrés.

—Es la canción del rey Nimrod. De pequeño solía cantarla; aún lo recuerdo —comentó Juan.

—Abrahán avinu, padre… queri…, luz… de… —La voz de Pedro se apagaba como el eco en un soplo de viento en la lejanía.

—¡No, no! —se angustió Juana de la Cruz.

—Jehová, Jehová… Elohim, Elohim, Elohim…

Pedro Losantos pronunció los nombres del dios de los judíos, apretó la mano de su esposa con su último aliento y expiró.

—No, no, no…

Juana se llevó la mano de su esposo a la mejilla, y María se acercó a abrazarla y a consolarla.

—Madre…

—¿Ha muerto? —Juan estaba tembloroso.

María asintió con la cabeza. En la habitación solo se oyeron entonces un sostenido lamento y una canción: «Abrahán avinu, padre querido, padre bendito, luz de Israel».

Pedro Losantos fue enterrado al día siguiente en el exterior de la cabecera de la iglesia de San Antolín, muy próxima al palacio real. La reina Juana asistió al entierro del que había sido su médico y rezó varias oraciones por su alma. Un sacerdote cristiano dirigió las exequias, pero no se dio cuenta cuando Juana de la Cruz introdujo en la mortaja de su esposo una pequeña estrella de David confeccionada con dos agujas convenientemente dobladas.

Esa misma tarde llegó la noticia de que un ejército real se dirigía hacia Tordesillas con el propósito de recuperar la villa para el emperador. Los comuneros decidieron levantar el campamento y retirarse para plantar cara desde posiciones más seguras. Juana de la Cruz y María Losantos optaron por quedarse en el palacio con la reina Juana, en tanto Juan Losantos y Andrés se marcharon con los soldados comuneros, que dejaron una pequeña guarnición para la custodia de la reina, si bien totalmente insuficiente para hacer frente a las tropas que se acercaban.

Worms, 30 de noviembre de 1520

Una vez más el emperador había comido demasiado. Aquel viernes acababa de celebrar un banquete con motivo de la fiesta de San Andrés, en el que había invitado a doce caballeros de la Orden del Toisón de Oro, quienes habían dado buena cuenta de la abundante comida habitual además de otros seis platos añadidos con motivo de lo extraordinario de la fecha.

Durante el banquete los miembros de la orden comentaron la matanza que uno de ellos, el rey Cristián de Dinamarca, esposo de Isabel de Austria y cuñado, por tanto, del emperador, había perpetrado días atrás en la ciudad de Estocolmo para asentar su dominio como rey de Suecia, además de Dinamarca y Noruega. Alguno llegó a insinuar que semejante carnicería le podía costar esa Corona.

En aquellos días de fines de noviembre Carlos aún no sabía que Hernán Cortés se había recuperado de la derrota de la «noche triste», que había fundado la ciudad de Veracruz y que había vuelto a México y entrado en Tenochtitlán tras avanzar a sangre y fuego arrasando todo a su paso. Lo había logrado gracias a una alianza sellada con los tlaxcaltecas, los enemigos mortales de los aztecas. En el sur de las Indias, Magallanes había encontrado un paso estrecho entre los océanos Atlántico y Pacífico y ya navegaba rumbo a occidente con tres de sus cinco naves: la Concepción, la Trinidad y la Victoria.

Quizá tocado por el remordimiento a causa del desprecio con que su abuelo Fernando el Católico había tratado a Cristóbal Colón, el descubridor del Nuevo Mundo, en los últimos días de la vida de este, Carlos decidió compensar a Hernando Colón, hijo del marino genovés, con una donación de dos mil ducados, acto de generosidad con el cual procuraba además lavar la reputación de avaro que algunos le atribuían.

Una vez asegurada la corona de Carlomagno sobre su cabeza, Carlos decidió que era hora de acabar con el incordio permanente de las Comunidades castellanas y las Germanías de Valencia y de Mallorca.

—Quiero liquidar de una vez a los comuneros y a los agermanados —le dijo Carlos a su canciller, el poderoso Mercurino de Gattinara.

—Don Adriano se está ocupando personalmente de ello, majestad. En los próximos días enviará un ejército para recuperar Tordesillas y liberar a vuestra augusta madre, que sigue en poder de esos rebeldes. Ha logrado atraer a vuestra causa a todos los aristócratas del reino convenciéndolos de que la de los comuneros es una revuelta que va en contra de los señores de Castilla; esta es la lista.

Gattinara mostró al emperador un papel con los nombres de los nobles que apoyaban su causa en Castilla. En ella figuraban los más notables: los duques de Alba, de Béjar, de Alburquerque y de Nájera, los marqueses de Villena y de Aguilar, los condes de Benavente, de Lemos, de Oviedo y de Haro, comendadores, infantes, condestables, adelantados, almirantes…

—¡Están todos! —exclamó satisfecho Carlos.

—Todos, majestad, todos.

—¿No se echarán atrás?

—Temen a los comuneros más que a cualquier otra cosa. Consideran que son los únicos que pueden desposeerlos de sus privilegios…, además de vuestra majestad, claro.

—¿Solo nos apoyan los nobles?

—Don Adriano también ha convencido a ricos mercaderes del negocio de la lana, y se ha ganado al ayuntamiento de Burgos, lo que ha confundido a los comuneros, que no esperaban perder a una de las más notables ciudades de Castilla. Claro que ha tenido que hacer algunas concesiones a la nobleza, al menos por el momento. Además, Pedro Girón, uno de sus cabecillas, se va a pasar a nuestro lado; eso les hará mucho daño. Sin las tropas de Girón, los comuneros están vencidos.

—En cuanto a Valencia, pronto enviaré, como le prometí, a doña Germana en calidad de gobernadora de ese reino. Ella sabrá bien cómo acabar con esos revoltosos —conjeturó Carlos.

—Con que haya aprendido y aplique alguna de las habilidades de vuestro abuelo, el éxito de doña Germana como virreina está asegurado —asentó Gattinara.

Tal y como había pronosticado el canciller, Pedro Girón traicionó a la Santa Junta de los comuneros y se pasó con sus tropas al bando de los imperiales. Esto hizo que cundiera el desánimo entre los rebeldes, que con la moral hecha añicos comenzaron a verse perdidos.

Tordesillas, 5 de diciembre de 1520

Hacía unos meses que Juana de Castilla era libre. Desde que su padre la encerrara en la casona de Tordesillas y su hijo la condenara a no recibir ninguna noticia y a que no se supiera nada de ella, la reina a la que muchos consideraban loca había permanecido encerrada en vida entre los muros del palacio hasta aquel día de verano, hacía ya más de tres meses, en que Juan de Padilla subió las escaleras hasta la sala mayor para proponerle, sin éxito, que tomara en sus manos las riendas del gobierno de Castilla.

Juana se negó entonces, y en aquellos días gélidos de primeros de diciembre seguía negándose, para desesperación de los comuneros, a firmar cualquier documento que supusiera una deslegitimación de su hijo Carlos.

Pedro Girón, el jefe comunero encargado de la defensa de Tordesillas, abandonó la plaza y se unió a los realistas cuando se enteró de que el ejército del rey se aproximaba dispuesto a entablar batalla. Girón nunca había sido de fiar y certificó su traición al pasarse con todos sus hombres al bando del emperador.

Juan de Padilla, enervado por la traición de Pedro Girón, se resignó a perder Tordesillas y se retiró al castillo de Torrelobatón, donde concentró sus fuerzas.

Aquella mañana de diciembre solo dos docenas de soldados custodiaban a la reina, que podía salir y entrar de palacio a su antojo. Uno de ellos, apostado de vigía en el mirador que la reina utilizaba para contemplar los campos del Duero, dio la voz de alerta. Desde el norte se acercaba una columna de jinetes que enarbolaban pendones con las armas del emperador.

—Es el ejército del rey —se lamentó el jefe de la guardia, uno de los lugartenientes de Juan de Padilla.

—Son muchos —repuso el vigía.

—Doscientos al menos. Nada podemos hacer salvo huir de aquí o entregarnos y esperar a que nos ejecuten por traición; bueno, o…

—¿O qué? —preguntó el vigía expectante.

—O pasarnos al bando del rey don Carlos como ha hecho ese canalla de Pedro Girón —el comunero escupió al suelo.

—¿Y traicionar a don Juan de Padilla y a los demás jefes comuneros?

—Reúne a los hombres; que cada uno haga lo que considere más conveniente —repuso el jefe del destacamento comunero en Tordesillas.

Cuando los primeros jinetes del ejército realista entraron en el palacio de Tordesillas no quedaba ni uno solo de los guardias comuneros. Todos habían escapado hacia el sur a lomos de caballos descansados.

Todos menos uno. El lugarteniente de Padilla esperaba en el patio la llegada de los hombres del rey.

—¿Dónde están los demás? —le preguntó el capitán que encabezaba la vanguardia del ejército real.

—Aquí solo quedo yo, señoría —repuso el lugarteniente.

El capitán se acercó hasta él con la espada en la mano, lo observó con detenimiento y le lanzó una mirada de acero. Sin mediar palabra, apuntó con su espada y le lanzó una precisa estocada que lo alcanzó en el centro del estómago.

El comunero se llevó las manos al vientre y bajó la mirada para ver cómo la mitad de la hoja de la espada salía de sus entrañas dejando una gran mancha de sangre. Intentó aullar de dolor, pero de su boca no salió un solo grito. Tras unos instantes boqueando como un pez fuera del agua, cayó de rodillas, se convulsionó y se derrumbó sobre el suelo del patio, rígido y pesado como una fanega de grano.

—Quitad esa mierda de ahí y eliminad esa porquería, que no quede ni rastro de esa sangre —ordenó el capitán a sus hombres.

Limpió la hoja de su espada en la ropa del comunero y envainó.

Subió las escaleras del palacio a grandes zancadas y llegó a la sala donde se encontraba la reina Juana.

—¿Cómo os atrevéis…? —reaccionó airada Juana.

—Señora, vuestro hijo el emperador os envía sus mejores deseos. A partir de ahora todo volverá a ser como antes —dijo el capitán dirigiéndose a la media docena de personas que rodeaban a la reina, entre ellas su hija Catalina—. Las aguas han vuelto a su cauce. El marqués de Denia ha sido liberado y vuelve a ser el gobernador de este palacio.

Juana calló. Catalina le dio la mano y procuró consolarla, pero la reina estaba como ensimismada. De repente, parecía otra mujer. En los poco más de tres meses en los que recuperó la libertad, Juana de Castilla se había mostrado alegre, confiada, incluso se la vio sonreír en algunos de los momentos en que decidió salir de palacio y pasear por los sotos del río Duero junto a Catalina.

¡Si hubiera firmado aquel documento que le ofreció Juan de Padilla! ¡Si hubiera aceptado ser la gobernadora de Castilla! ¡Si hubiera decidido sentarse en el trono del que nunca debió apearse! Pero ya no había remedio. Los nobles estaban del lado de su hijo, y entre los comuneros comenzaban a estallar tantas disensiones, traiciones y problemas que estaban a punto de llevarse por delante los ideales y las esperanzas de unas gentes que habían creído poder cambiar la historia y vencer al inexorable destino.

—Esa mujer se ha mantenido fiel a su hijo hasta el fin —comentó Juana de la Cruz a su hija María. Ambas guardaban luto por la muerte de Pedro Losantos.

—Incluso a pesar de que el emperador no se ha portado bien con ella, ni lo hará en el futuro. Solo ha disfrutado de unos meses de libertad. Ahora vuelve a ser una prisionera —repuso María.

—Tenemos que escribir una carta a tu hermano Pablo contándole lo sucedido, pero debemos hacerlo con cuidado, pues podrían interceptarla y acusarnos de estar conspirando contra el emperador.

—¿A nosotras, a dos débiles mujeres?

—Solo le diremos lo de la muerte de tu padre y que lo echamos de menos.

—Madre, ¿qué va a ser ahora de nosotras?

—Creo que lo mejor es que nos quedemos aquí, junto a la reina Juana, si es que a los guardianes de este palacio les parece bien.

—Será una prisión también para nosotras.

—No podemos hacer otra cosa, al menos hasta que se resuelva este conflicto de los comuneros. Podríamos irnos de Tordesillas, pero los caminos no son seguros y correríamos peligro. Nos quedaremos aquí y esperaremos. Tus hermanos estarán más tranquilos si saben que permanecemos junto a la reina Juana.

Worms (Alemania), principios de enero de 1521

Hacía varios días que Carlos había recibido la noticia de la recuperación de Tordesillas por parte de su ejército, reforzado con varias mesnadas reclutadas por los nobles castellanos y leoneses, que se habían puesto del lado del emperador temerosos de que una victoria de los comuneros hiciera peligrar sus privilegios seculares.

Carlos ya había llegado para entonces a la ciudad de Worms, desde donde envió una carta a su hermana Catalina animándola a que cuidara de su madre y se mostrara fuerte y firme. En la misiva prometía que muy pronto se ocuparía de ella y le anunciaba que le reservaba una grata sorpresa. Le pedía que fuera paciente y que se comportara con la grandeza que correspondía a la princesa que era y con el orgullo de ser miembro de la familia de los Habsburgo. Le anunciaba a su hermana pequeña, haciendo gala de la ironía que se permiten los poderosos, que al fin había logrado rescatarla de la tiranía de los comuneros, a los que tachaba de rebeldes sin escrúpulos y sin honor.

Unos días antes el emperador había firmado una pragmática contra los comuneros, a la vez que los conminaba a deponer las armas, entregarse a las autoridades realistas, disolver su movimiento y poner fin a su revuelta.

Mercurino de Gattinara estaba satisfecho. La Dieta Imperial de Worms se estaba preparando conforme el astuto canciller imperial había planeado, aunque para lograrlo había tenido que desembolsar una buena cantidad de ducados de oro, lo que había dejado vacías de nuevo las arcas del erario.

—Majestad, necesitamos más dinero —le dijo Gattinara a Carlos, quien, pese a la nieve que no cesaba de caer, acababa de regresar de una partida de caza y se reponía del frío bebiendo una gran jarra de vino caliente aromatizado con miel.

—Dinero, dinero, siempre la misma cantinela —repuso el emperador desde un sillón del pabellón de caza mientras un criado le quitaba las botas húmedas y le colocaba unos cómodos escarpines de fieltro forrados de seda y bordados con el escudo imperial en hilo de oro.

—Conseguir el trono imperial ha resultado caro, pero mantenerlo va a suponer nuevos desembolsos. Estos príncipes alemanes son todavía más avaros que los nobles castellanos y que los mercaderes catalanes.

—Supongo que ya habréis pensado de dónde sacar ese dinero —dijo el emperador.

—Hemos comprometido las rentas de Castilla y las de las órdenes militares, de las que sois gran maestre, y del Nuevo Mundo todavía no llegan las grandes cantidades de oro y plata que prometió don Cristóbal Colón a vuestros abuelos. Habrá que esperar a que ese atrevido Hernán Cortés, que en su última carta dice que incluso ha quemado sus naves para que no hubiera marcha atrás en la conquista, se apodere de ese riquísimo imperio de México, de modo que la forma más rápida para conseguir el dinero que necesitamos de manera urgente es…, bueno, tal vez…

—Vamos, decid lo que estáis pensando —le conminó Carlos ante las dudas teatrales de Gattinara.

—Vuestra madre todavía guarda una considerable fortuna en el palacio de Tordesillas: vajillas de plata, joyas, tapices valiosísimos…

—Lo sé. Mi abuelo don Fernando se llevó una buena parte para financiar sus campañas militares en el norte de África. Y yo mismo he usado una pequeña parte de ese tesoro.

—Pues, según el último inventario que nos han remitido nuestros agentes desde Tordesillas, todavía quedan allí muchas riquezas. Los comuneros no se atrevieron o no quisieron llevárselas cuando ocuparon el palacio.

—¿Cuánto dinero hay guardado allí?

—Comprobadlo vos mismo, majestad; esta es la relación completa. —El canciller entregó a Carlos unos pliegos con la lista de los bienes de Juana la Loca.

Carlos se levantó del sillón, ordenó con un gesto a su ayuda de cámara que se marchara y se acercó con el inventario en la mano hasta la chimenea, donde ardían unos gruesos troncos de leña.

Ya a solas con su canciller, el emperador le dio una orden muy concreta.

—Elegid vos mismo de entre todos estos objetos cuantos sean necesarios para obtener el dinero que necesitamos. Elaborad una lista con todos ellos y enviadla con un correo a Tordesillas, que vaya lo más deprisa que le sea posible.

—Ya la he preparado, mi señor —dijo Gattinara.

—Vaya, debí imaginarlo; siempre vais un paso por delante de los demás, incluidos mis pies.

—Con todo esto será suficiente.

Carlos cogió el nuevo pliego que le tendía el canciller y asintió.

—Poneos a ello enseguida.

—En cuanto a vuestra madre…

—Mi madre ni puede ni quiere reinar.

—Me refiero a esos bienes. ¿Cómo justificamos ante ella…?

—No hay nada que justificar. Esas riquezas pertenecen a la familia, y yo soy el cabeza del linaje de Habsburgo y el máximo responsable de su administración. El dinero que se obtenga se va a usar para aumentar la grandeza de los Austrias, de modo que estará bien empleado.

—Lo estará, majestad, lo estará.

—Bien. Y ahora informadme sobre lo que habéis acordado que se dirima en esta dichosa Dieta. Soy el emperador, de modo que supongo que tendré que conocer lo que va a aprobarse en ella.

La carta se le cayó de las manos. Pablo Losantos se echó las manos a la cara y se cubrió el rostro. Así lo encontró Leonor poco después en la posada que ocupaban en Worms.

—¡¿Qué te pasa?! —le preguntó preocupada.

—Mi padre… Murió hace mes y medio en Tordesillas. Un correo acaba de traer esa carta que me envía mi madre con la valija imperial.

—Lo siento —lamentó Leonor, que abrazó a su esposo.

—Fue un buen padre y siempre supo proteger a su familia. Lo echaré mucho de menos. Todo cuanto soy se lo debo a él.

—Ya descansa en paz. Pese a lo que me contaste que tuvo que hacer en algunas ocasiones, fue un buen hombre.

—Yo lo quise, aunque discutí con él no pocas veces. Siempre miró por el cuidado de todos nosotros, y si hizo algo malo en su vida fue para salvaguardar a los miembros de su familia.

—Lo recordaremos en nuestras oraciones.

—Lo haremos.

—¿Qué más dice tu madre? ¿Se encuentran bien ella y tu hermana?

—Sí, las dos están bien, tristes y apenadas, pero saldrán adelante. Ya las conoces; son dos mujeres muy fuertes. Han decidido quedarse en Tordesillas al servicio de doña Juana. Mi padre fue médico de la reina cuando era una joven princesa y ella no lo ha olvidado.

—¿Y tu hermano Juan?

—No sé nada de él. En su carta mi madre ni siquiera lo cita. Supongo que lo hace para evitar cualquier complicación… Me temo que algo va mal.

—Quizá no sea el mejor momento para decírtelo, pero creo que estoy embarazada.

—¿Cómo?

—Debería haberme venido la regla…

—Ya has tenido retrasos en otras ocasiones.

—Pero no he sentido lo que ahora siento.

—¡Oh, es magnífico!

—Vamos a ser padres.

—Y esta vez nuestro hijo sobrevivirá.

Tordesillas, 31 de enero de 1521

—¿Qué están haciendo esos hombres? —preguntó María Losantos a su madre. Mediaba la mañana y ambas mujeres atravesaban el patio del palacio real de Tordesillas caminando sobre un dedo de nieve recién caída.

En una de las esquinas del patio varios hombres estaban descolgando desde una ventana del segundo piso del palacio varios sacos con ayuda de unas gruesas cuerdas.

—No lo sé —repuso Juana de la Cruz—. Es extraño.

—¡Vamos, vamos, deprisa que no tenemos todo el día! —ordenó a los que tiraban de las cuerdas el que parecía ser el jefe de la cuadrilla. Al otro lado del patio dos docenas de soldados armados con lanzas y arcabuces aguardaban pacientes. Uno de ellos portaba un estandarte con los emblemas del emperador.

—Mira la forma de los objetos que contienen esos sacos, parecen jarrones, grandes bandejas… ¡Oh, es el tesoro de la reina! —exclamó Juana—. ¡Se lo llevan, lo están robando!

El que encabezaba la cuadrilla observó entonces a las dos mujeres, que se habían detenido bajo un porche para contemplar lo que estaba ocurriendo, y se acercó hasta ellas con cara de pocos amigos. Ambas lo conocían, pues era el secretario que se había hecho cargo de la administración del palacio cuando lo recuperaron las tropas del emperador dos meses atrás.

—Señoras, os ruego que os retiréis de aquí enseguida —les ordenó con cierta rudeza.

—¿Qué están haciendo esos hombres? —preguntó la viuda de Pedro Losantos.

—Eso no es de vuestra incumbencia, señora; os repito que os retiréis a vuestros aposentos y no os metáis donde no os llaman —insistió el secretario.

—¿Sabe la reina lo que están haciendo?

—Es una orden del emperador, una orden firmada de su puño y letra.

—La reina debería conocer esto —replicó Juana de la Cruz.

—Vámonos, madre —terció María Losantos, que intentaba llevársela tirando suavemente de su vestido.

—Hacedle caso a vuestra hija y retiraos; no compliquéis las cosas.

Juana de la Cruz se percató de que el secretario hablaba en serio, así que decidió que lo mejor era ceder y, abrazada a su hija, se introdujo en el ala del palacio donde residían desde que llegaran a Tordesillas.

—La maltrató su esposo, luego su padre y ahora su propio hijo. Le robó su padre y ahora también lo hace su hijo. ¡Pobre mujer, desdichada reina! —comentó Juana de la Cruz a su hija una vez en su cuarto—. Doña Juana debe ser informada de esto.

—Madre, me temo que eso no haría sino empeorar aún más su situación. Doña Juana ya ha sufrido demasiado, si ahora se entera de que su hijo ha ordenado saquear sus bienes, todavía sufrirá más. Desde que expulsaron a los comuneros y volvió a convertirse en una prisionera, su estado se ha deteriorado, no la perjudiquemos más —razonó María.

—Pero debe saberlo, debe saberlo.

Esa misma tarde la reina Juana bordaba unos pañuelos a la luz de unas lámparas de aceite, junto a la chimenea del salón principal del palacio de Tordesillas. Volvía a nevar, y sobre el suelo del patio comenzaban a borrarse las huellas de las herraduras de los caballos de los soldados reales y de las mulas de los dos carros donde aquella mañana se habían cargado varios objetos de gran valor del tesoro de la reina de Castilla.

Juana de la Cruz entró en la sala con una tisana de tila y manzanilla. Desde que el marqués de Denia recuperara el control del palacio de Tordesillas, había vuelto a permitir que Juana y María atendieran a la reina, pero siempre sometidas a una estrecha vigilancia y con la orden de hablar entre ellas lo imprescindible y solo sobre asuntos cotidianos y banales.

—Señora, la tisana que habéis pedido —le dijo a la reina mirándola con ojos firmes y gesto decidido.

La reina dudó, pues no recordaba haber pedido nada, pero, al reparar en el rictus de Juana de la Cruz, asintió.

—Dejadla sobre la mesa… y sentaos un rato a mi lado.

—No lo tengo permitido, señora.

—Sentaos —la reina hizo un gesto a uno de los guardias de turno, que ya se acercaba para decirle a la viuda de Pedro Losantos que debía marcharse; este se detuvo ante la mirada de autoridad de Juana de Castilla y se retiró a la puerta—. ¿Tenéis algo que decirme? —preguntó la reina a la herbolaria susurrándole al oído.

Juana de la Cruz miró en derredor. Allí estaban la reina, su hija Catalina, dos damas de compañía y, junto a la puerta de salida, los dos guardias que siempre permanecían atentos a cualquier cosa que atañera a la madre de Carlos de Austria.

—Majestad —musitó Juana mientras servía la infusión—, esta mañana un grupo de hombres escoltados por un batallón de soldados estaba cargando en dos carros varios sacos. Creo que se estaban llevando parte de vuestras propiedades.

—¿Estáis segura?

—Sí, lo estoy. He visto esos sacos, y se podía intuir que dentro de alguno de ellos iban objetos que parecían jarras y bandejas. No puede ser otra cosa que vuestra vajilla.

—Lo comprobaré. —En un arrebato de energía, la reina se levantó y se dirigió hacia la puerta—. Llamad al secretario, quiero verlo enseguida.

Los dos guardias dudaron.

—Señora…

—¿Sois sordos los dos? Obedeced a vuestra reina y llamad a ese condenado secretario.

Uno de los dos guardias salió de la sala y regresó al instante con el secretario.

—¿Qué deseáis, mi señora?

—Quiero ver los baúles de mi tesoro —dijo Juana la Loca.

—No es posible ahora, señora. Debe autorizarlo el marqués.

—Claro que lo es.

Juana se armó de fuerza y salió de la sala ante el desconcierto de los dos guardias y del propio secretario, que no le impidieron el paso. Subió de dos en dos los peldaños de las escaleras hasta la segunda planta y se detuvo ante la puerta tras la cual se guardaba su tesoro. Intentó abrirla, pero estaba cerrada con llave.

—Señora, os ruego que regreséis a la sala —le ordenó el secretario, que había subido tras ella.

—Abrid esta puerta, inmediatamente.

—Señora…

—Abridla. —La contundencia de la reina desorientó al secretario.

—No tengo llave. La única que existe la guarda el marqués de Denia.

—Pues llamadlo ahora mismo. ¡De inmediato! No me moveré de aquí sin ver qué hay detrás de esa puerta.

—Lo haré. Tú —señaló el secretario a uno de los guardias—, avisa al señor marqués.

Momentos después se presentó Sandoval.

—¿Qué queréis, señora?

—Abrid esa puerta —ordenó la reina con toda energía.

—No tengo autorización para hacerlo.

—Soy la reina de Castilla. Os ordeno que la abráis.

El marqués de Denia dudó, pero al fin echó mano de una cadena que portaba al cinto y de la que pendían varias llaves. Seleccionó una y abrió la puerta.

Juana la Loca se precipitó hacia los baúles donde guardaba sus joyas, sus vajillas de oro y plata y otras riquezas. Abrió uno de ellos y se quedó petrificada ante lo que vio en el interior. Metió la mano, cogió algo y lo extrajo.

—Señora, lo ha ordenado vuestro hijo, el emperador.

—¡Ladrillos, son ladrillos! —exclamó la reina mostrando uno de ellos en la mano.

—Lo siento, señora, pero así lo ha ordenado don Carlos. Y ahora, tenéis que retiraros, os lo ruego.

La energía que la reina había desplegado hasta entonces se apagó como una chispa en medio de una tormenta.

—Ladrillos, son ladrillos… —balbució abatida mientras descendía las escaleras con gesto taciturno.

A su espalda, el de Denia mantenía un rictus severo.

—Doña Juana —se dirigió Sandoval a la viuda de Pedro, ya de regreso en la sala mayor—, quiero hablar con vos.

—Decidme, señor marqués.

—Aquí afuera. Seguidme.

—Como ordenéis.

Juana salió tras echar una mirada a la reina, que se había vuelto a sentar en su silla frente a la chimenea y había retomado el bordado de los pañuelos como si no hubiera ocurrido nada.

En el rellano de la escalera principal del palacio, los ojos del carcelero parecían ascuas.

—¿Esto es obra vuestra?

—¿A qué os referís?

—¿Habéis sido vos quien le ha dicho a la reina lo de los sacos?

—No, señor marqués; yo solo le he traído una tisana. Podéis preguntarle a la reina, ella lo confirmará; o a los soldados de guardia. —Juana sabía que los guardias no dirían la verdad porque se jugaban un buen castigo al haber permitido que hablara con la reina más de lo preciso y sin vigilancia.

—A partir de este momento, esta mujer tiene prohibido acceder a la reina —le indicó Sandoval al secretario, que se había mantenido al margen hasta entonces.

—Como ordenéis.

El marqués de Denia se retiró dejando solos al secretario y a Juana de la Cruz.

—Condenada bruja judía —musitó entre dientes el secretario.

—Soy cristiana como vos —alegó Juana.

—Sois una zorra. —El secretario alzó la mano dispuesto a golpear en el rostro a Juana de la Cruz, pero se retuvo en el último instante—. Ya lo habéis oído, tenéis prohibido acercaros a la reina siquiera, y no crucéis una sola palabra con ella. Ya me ocuparé de vos en otro momento.

Worms, mediados de marzo de 1521

Carlos estaba contento. Las reuniones de la Dieta Imperial se estaban desarrollando conforme a lo esperado. El emperador, que a sus veintiún años seguía soltero, y por tanto sin un hijo legítimo, designó regente del Imperio a su hermano Fernando y lo nombró archiduque de Austria, lo que agradó a los alemanes.

El monje Martín Lutero, que traía en jaque a la Iglesia desde hacía algunos años con su condena a las prácticas corruptas, el derroche de riqueza y lujo del Vaticano y la venta de cargos eclesiásticos y de indulgencias, tenía que ser proscrito, y su doctrina condenada. Carlos creyó que aquello sería suficiente para acabar con el cisma que se estaba abriendo en la cristiandad.

—Debemos hacer algo al respecto para evitar que la cristiandad se fracture.

—Un concilio, majestad. Supongo que ni los protestantes ni la Iglesia estarán de acuerdo, pero os aconsejo que propongáis la celebración de un concilio ecuménico en el que se resuelva la cuestión planteada por Lutero. Así se solventó en el tiempo del gran cisma, hace un siglo, cuando tres papas se disputaban el trono de San Pedro, y fue en un concilio donde se arregló ese problema, acabando con la amenaza de una escisión en la cristiandad.

—Una ruptura de ese calibre sería terrible. Los turcos amenazan el corazón del Imperio con su avance por el Danubio y siguen construyendo decenas de buques de guerra en sus atarazanas. La cristiandad no puede romperse ahora, de ninguna manera.

—Y os recuerdo que hay que resolver definitivamente las revueltas de las Comunidades y de las Germanías en Castilla y Valencia.

—Pienso regresar pronto a esas tierras de España —Carlos empleó este nombre para referirse a sus dominios peninsulares de las Coronas de Castilla y de Aragón—, muy pronto. Cesaremos de inmediato al incompetente virrey de Valencia y enviaremos a doña Germana y a su esposo para que sean ellos quienes liquiden de una vez a los agermanados valencianos; y ordenad a don Adriano que haga lo mismo con los comuneros, contra los que debe actuar con toda contundencia. Remitid instrucciones a nuestros oficiales en Barcelona, Zaragoza, Burgos, Sevilla y Valencia; a estos últimos insistidles en que persistan en su fidelidad y en que pacifiquen ese reino, que sepan que su rey y emperador vuelve a España.

—Se hará de inmediato.

—¡Ah!, amigo Mercurino —Carlos se dirigió ahora a su canciller con mayor familiaridad—, ¿sabéis que en Castilla y en Aragón me consideran un extranjero, un flamenco, y me llaman Carlos de Gante? Y aquí, en Alemania, algunos se refieren a mí como «el hombre de sangre española». Solo en Flandes soy Carlos de Austria.

—Sois el emperador y el rey, majestad, el soberano más poderoso del mundo, quizá el más poderoso de la historia.

—Soy un forastero en mis propios dominios, un extranjero en todas mis tierras, un extraño para casi todos mis súbditos… —se lamentó Carlos un tanto apesadumbrado.

Para festejar la buena marcha de la Dieta y los acuerdos que se estaban cerrando, el emperador ordenó que se celebraran grandes festejos en Worms. Carlos se encontraba a gusto en Alemania y apenas mostraba interés en lo que estaba ocurriendo en Castilla y en Valencia, de donde llegaron noticias sobre un grupo de artesanos que había asaltado la cárcel real durante los carnavales y liberado a varios compañeros presos. Confiaba en que Germana y su esposo acabarían con las Germanías de Valencia en cuanto los enviara allí y en que el ejército real castellano aplastaría sin dificultad a los comuneros ahora que contaba con la alianza de los nobles.

Aquellas semanas en Worms discurrieron entre misas solemnes en la catedral de San Pablo, largas partidas de caza en los sotos de la margen derecha del Rin, fiestas suntuosas, torneos caballerescos, banquetes copiosos y desfiles en los que algunos nobles se disfrazaron de salvajes. Durante una de las cenas, un juglar declamó el Cantar de los Nibelungos, un largo poema en el que el héroe Sigfrido era inmune a todo daño por haberse bañado en la sangre de un dragón al que había dado muerte. Sigfrido solo era vulnerable en una pequeña zona de la espalda, justo donde se le quedó pegada una hoja al entrar en la pila del baño evitando que la sangre entrase en contacto con ese pedazo de piel. El héroe protagonizaba sus aventuras en la propia ciudad de Worms. El juglar despertó la atención de los oyentes al relatar que en algún lugar de Worms estaba escondido el fabuloso tesoro de los nibelungos, un pueblo de enanos herreros expertos en trabajar los metales, que vivían en túneles debajo de la tierra. Ese cantar acababa de manera dramática, con Sigfrido muerto a manos del traidor Hagen, que lo hirió justo en el único lugar de la espalda desprotegido de la sangre del dragón. Aquella era una historia de amores trágicos, magia, traiciones, suicidios y muertes violentas. El tesoro de los nibelungos, sobre el que pesaba una maldición, permanecía oculto en las aguas del Rin custodiado por las ninfas del río.

Mientras el juglar iba declamando los versos del poema, fueron apareciendo en la sala de banquetes enanos disfrazados de nibelungos, caballeros representando a los héroes de aquella epopeya y jóvenes muchachas con vaporosas túnicas danzando cual ninfas de las aguas.

Carlos quedó muy satisfecho con aquel espectáculo y ordenó que se premiara al juglar con una bolsa de monedas y que se repartieran también algunas piezas entre los actores y figurantes.

En aquellos días de marzo Magallanes llegó a unas islas en el Pacífico a las que dio el nombre de Marianas. La primera vuelta al mundo seguía adelante.

Worms, 19 de abril de 1521

Para que el éxito de Carlos fuera pleno y la Dieta Imperial se cerrara con absoluta satisfacción solo faltaba que el monje Lutero se retractara de sus tesis y acatara la doctrina de la Iglesia romana.

Por mediación del duque de Sajonia, el reformador alemán había sido invitado a hablar en una de las sesiones de la Dieta, y allí se presentó un día de mediados de abril.

—Jamás he visto a un hombre tan seguro de sí mismo —le dijo Pablo Losantos a su esposa Leonor de Urrea. El médico del emperador había asistido como invitado a la sesión de la Dieta el día en el que había intervenido Lutero.

—Todo el mundo habla en la ciudad de ese hombre —dijo Leonor—. ¿Tan relevante es lo que predica?

—Más que relevante es novedoso, y sobre todo defiende sus argumentos con una convicción muy sólida. Hoy, delante de todos los miembros de la Dieta Imperial, se ha negado a desdecirse de sus palabras y ha seguido sosteniendo que la Iglesia de Roma obra mal en ese asunto de las indulgencias. Ha denunciado que los cardenales y el mismo papa se enriquecen y viven en el mayor de los lujos a costa de la pobreza del pueblo cristiano.

—¡Eso ha dicho! —se sorprendió Leonor.

—Tal como te lo cuento. Y todavía más. Al referirse a la Iglesia de Roma ha declarado que esta tiene sometida y sojuzgada a toda la cristiandad. Sus palabras concretas, si no recuerdo mal, han sido estas: «Allí los hijos de puta pueden hacerse legítimos, allí toda vergüenza y deshonor pueden ascender a dignidad, por lo que parece que todo el derecho canónico no ha sido creado más que para convertirse en una red destinada a recaudar dinero».

—Tiene valor ese monje.

—Y ha denunciado al papa por esquilmar las rentas de Alemania. Los defensores de la Iglesia se han soliviantado y han pedido al emperador que ordene meter en prisión a Lutero de manera inmediata.

—¿Y no lo ha hecho? Por menos que eso algunos han ido a la hoguera.

—No. Ha mediado en este asunto el gran elector Federico de Sajonia, quien parece dispuesto a proteger y amparar a Lutero. Don Federico es uno de los siete grandes electores que deciden quién es el emperador de Alemania y tiene un enorme poder. El emperador le debe su puesto; bueno, al menos una séptima parte de él.

—¿Y qué va a hacer don Carlos ahora?

—Según he podido enterarme por las conversaciones en los descansos de las sesiones de la Dieta, creo que acabará rechazando las tesis de Lutero y que lo desterrará. Es la manera de demostrar que es un fiel católico y, a la vez, de no enfrentar al papa y no provocar la ira de sus súbditos alemanes que siguen las tesis de Lutero.

Y así ocurrió. Dos días después de que Lutero se mantuviera firme en su declaración ante la Dieta, el emperador proclamó su público acatamiento a la confesión católica y su fe en la Iglesia de Roma y en todos sus postulados y dogmas, rechazando las tesis del monje agustino por ser contrarias al verdadero mensaje de Jesucristo.

Para evitar que nadie atentara contra Lutero tras ser declarado proscrito por el emperador, Federico de Sajonia decidió hacer caso omiso de las resoluciones de la Dieta de Worms y acogió y protegió a Lutero, a quien ya seguían miles de eclesiásticos en el norte de Alemania, y cuyas tesis comenzaban a ganar adeptos en algunos lugares de Suiza, Francia, Países Bajos y Flandes. El duque de Sajonia ordenó simular un secuestro y llevó a Lutero en secreto a su castillo de Wurzburgo, donde lo mantuvo custodiado varias semanas en espera de que se calmaran las turbias aguas tras la condena al agustino en el decreto de Worms.

—¡Ese condenado duque de Sajonia! —Carlos había trocado su alegría por un considerable enojo al enterarse de que el duque Federico había decidido proteger al condenado Lutero.

—La actitud del duque don Federico va a suponer un enorme perjuicio para la cristiandad. El monje Lutero estaba perdido y sus ideas condenadas al fracaso y al olvido; si hasta los campesinos que se amotinaron en Alemania contra los abusos de los clérigos lo llamaban la Señorita Martín. Pero al ampararlo el duque Federico, su movimiento ha logrado sobrevivir y tomar nuevas fuerzas; ese maldito duque lo ha resucitado —dijo Gattinara.

—¿No habéis podido convencer a ese saco de grasa para que no apoyara a Lutero? —preguntó el emperador haciendo alusión a la gordura del duque de Sajonia.

—Le ofrecimos dinero como a los demás, y solo puso la condición de que Lutero no fuera condenado ni proscrito antes de ser escuchado, y así se hizo. Por eso se invitó a hablar al fraile agustino en la Dieta.

—Pues el duque nos ha engañado.

—Don Federico sigue despechado por no haber conseguido para sí el trono imperial. Quiso ser emperador y solo renunció a su ambición al darse cuenta de que no disponía de los votos de los otros seis electores. Fue entonces cuando decidió apoyar vuestra candidatura frente a la de Francisco de Francia, y por eso y por ciento cincuenta mil ducados os votó en la elección de Fráncfort, aunque no ha olvidado aquella frustración, y creo que esta es su manera de vengarse de aquel fracaso.

—Pero el duque de Sajonia es católico.

—Sí, lo es —asintió el canciller—, mas hace tiempo que protege a esos autoproclamados reformistas e incluso los acoge en su universidad, donde permite que enseñen libremente sus nefandas doctrinas.

Aquellos días Carlos quedó sumido en una pesadumbre extraña, pues acababa de recibir la noticia de que su sobrino, el príncipe Carlos de Portugal, hijo de su hermana mayor Leonor y de su esposo el rey Manuel, había fallecido a los nueve meses de edad.

El emperador recordó entonces con nostalgia los días vividos de niño y adolescente junto a sus hermanas; sus juegos con Leonor, Isabel y la pequeña María en los palacios de Flandes; las fiestas con fuegos artificiales; los paseos en trineo sobre las aguas heladas y los magníficos regalos que recibían en aquella corte de ensueño.

Recordó la última vez que vio a su hermana Leonor —la había acompañado varias millas de camino desde Zaragoza cuando la princesa de Austria se marchaba a Portugal para casarse con su rey— y lo mucho que le había alegrado nueve meses atrás recibir aquella carta en la que Leonor le comunicaba el nacimiento de su primer hijo y le decía que le pondría el nombre de Carlos en honor de su emperador y hermano.

Tras leer aquella triste misiva, Carlos pensó que seguía sin casarse y sin procrear un heredero. Había demostrado con Germana de Foix, su amante durante casi dos años, que era capaz de dejar preñada a una mujer, pero necesitaba una esposa legítima. Precisamente Germana le había vuelto a pedir que reconociera a su hija Isabel, pero Carlos había vuelto a negarse, una vez más.

Repasó en su mente las novias que le habían adjudicado desde que era un niño, y pudo recordar el nombre de al menos media docena de ellas; la última, su prima la princesa María de Inglaterra, todavía una niña, con la que también se había roto el compromiso de boda por su desencuentro con el rey Enrique, como antes había ocurrido con todas las demás.

Sí, era ya tiempo de buscar una esposa que le diera un heredero.

Villalar, 23 y 24 de abril de 1521

Hacía varios días que los ejércitos comunero e imperial mantenían una distancia de dos horas entre el grueso de sus respectivas tropas y se observaban mutuamente. Vigías de uno y otro lado comunicaban de manera permanente cualquier movimiento del enemigo, y al atardecer del día 22 de abril los oteadores de los comuneros avistaron desde una atalaya cómo se preparaban los caballos de los realistas.

A las tres de la madrugada Juan de Padilla fue despertado por su lugarteniente. El capitán comunero se incorporó presto de su cama en una estancia de la torre mayor del castillo de Torrelobatón y recibió un rápido parte de la situación.

—El ejército real sigue concentrado en Peñaflor, pero hay ciertas señales que indican que puede ponerse en marcha de inmediato. Uno de nuestros oteadores ha observado movimientos en las caballerizas de ese campamento y ha venido a toda prisa para dar cuenta de ello. Al amanecer podrían estar ante los muros de este castillo.

—¿Cuántos son?

—El condestable de Castilla manda una tropa de tres mil infantes y seiscientos caballeros; además cuenta con dos cañones de grueso calibre, dos culebrinas, cinco piezas ligeras de artillería y medio centenar de arcabuces, varios son de esos nuevos que tienen un dispositivo de llave de rueda para que sean más seguros, rápidos y fiables al disparar. —El ayudante de Padilla reportaba el informe mientras el capitán se calzaba las botas.

—Tenemos que largarnos de aquí. Ordena que todo el mundo se ponga en marcha de inmediato. Este castillo es demasiado pequeño para contener a todas nuestras tropas y además algunos muros están dañados por nuestro ataque de hace unas semanas y no tenemos tiempo para repararlos; con esos cañones disparando, los realistas lo ocuparían con facilidad. Envía un par de heraldos a la villa de Toro; allí nos haremos fuertes y podremos resistir hasta que recibamos refuerzos. Y entre tanto pide ayuda urgente a las milicias comuneras de Zamora, Salamanca y León; que acudan a Toro. Allí libraremos la batalla decisiva —ordenó Padilla.

—Ahora mismo, don Juan.

Apenas una hora más tarde las tropas comuneras estaban formadas delante del castillo de Torrelobatón, un recinto cuadrado con tres pequeñas torres circulares en tres de las esquinas y un cuarto gran torreón cuadrado en el ángulo sur. El castillo se alzaba sobre una eminencia rocosa desde la que se contemplaba una amplísima llanada al norte de Tordesillas.

Padilla dio la orden de partir y el ejército comunero se puso en marcha justo cuando unos relámpagos sobre los montes Torozos anunciaron la inmediata llegada de truenos. Poco más tarde comenzó a llover; al principio solo fueron unas gotas, pero, conforme la columna de los comuneros avanzaba por el camino de Valladolid a Toro, la lluvia de primavera se convirtió en un aguacero torrencial que retrasaba el paso de hombres y carretas.

—¡Vamos, vamos, empujad con fuerza! ¡Con fuerza! —gritaba Padilla a los hombres encargados de las mulas que tiraban de los carros donde se habían colocado las piezas de artillería.

—Imposible, Juan. En estas condiciones, con el barro y la oscuridad de la madrugada, apenas podemos avanzar —lamentó Francisco Maldonado, otro de los capitanes comuneros—. Con el camino embarrado, la caballería del condestable nos alcanzará antes de que lleguemos a Toro, y en ese caso estaremos perdidos.

—Tienes razón —asintió Padilla—. En campo abierto y sin los cañones preparados para disparar, nuestra infantería es presa fácil para sus jinetes.

—Nos atrincheraremos en Villalar; es la población más cercana y el único refugio en medio de esta llanura —propuso Juan Bravo, el tercero de los capitanes, haciendo resonar su voz en medio del aguacero.

—¡Señor, señor! —Uno de los oteadores se acercó a los comandantes comuneros gritando bajo la lluvia—. La caballería de los imperiales avanza hacia nosotros a toda prisa. Está a menos de dos horas de aquí.

—No hay duda, a Villalar entonces, deprisa, deprisa —ordenó Padilla.

Calados hasta los huesos, los soldados comuneros hicieron un esfuerzo supremo para llegar al pueblo, que alcanzaron poco después del amanecer. Seguía lloviendo y el camino era un lodazal sobre el que costaba incluso mover las piernas.

Cuando la vanguardia comunera alcanzó las primeras casas de Villalar, el cielo comenzaba a clarear, pero las nubes eran tan grises y la lluvia tan constante que ni siquiera se proyectaban sombras.

—Los muros de las casas serán nuestras murallas. Desplegad la artillería en las calles que confluyen en la plaza Mayor, apuntando hacia fuera. Instalaremos allí el puesto de mando. Los realistas llegarán primero con su caballería, y en estas calles angostas los jinetes no podrán desplegarse como en campo abierto. Serán presa fácil para nuestros cañones —indicó Padilla.

Mientras descargaban las piezas de artillería de los carros, Francisco Maldonado se echó las manos a la cabeza en un gesto de desesperación.

—¡Maldita sea! —gritó.

—¿Qué ocurre? —le preguntó Padilla.

—La pólvora está empapada, completamente mojada. No podremos usar la artillería.

Juan de Padilla torció el gesto al comprobar por sí mismo que no podría utilizar los cañones. Su plan de defensa consistente en frenar a los jinetes de la caballería pesada imperial con disparos de cañón, aprovechando la estrechez de las calles de Villalar, en las que apenas podrían cargar tres caballeros en frente, se vino abajo.

—¡Ya están aquí! —gritó un oteador, que desde lo alto del tejado de un pajar contemplaba cómo se acercaba la caballería del condestable.

En las afueras del pueblo quedaban cientos de soldados comuneros que se habían rezagado; al escuchar los desesperados gritos de los oteadores, entraron en pánico. Entre las tropas de la retaguardia que todavía permanecían en el exterior de Villalar se extendió enseguida la pésima noticia y el desánimo cundió hasta tal punto que muchos desertaron y huyeron aprovechando el desconcierto.

La mayoría no pensó en otra cosa que en escapar de aquella encerrona, y rompieron las filas ofreciendo un objetivo muy fácil para los caballeros del rey, que se acercaban al galope en una cerrada carga de su caballería.

Los jinetes pesados, a la vista del desbarajuste en las columnas comuneras, enristraron sus lanzas, compactaron aún más su formación y se lanzaron al ataque sin conmiseración alguna.

Despavoridos, los infantes comuneros vieron llegar a los pesados con las lanzas apuntando a sus corazones. La primera carga de la caballería realista fue demoledora. Decenas de infantes comuneros fueron ensartados en las lanzas de los jinetes realistas.

—¡Nos están tronchando como coles! —exclamó Juan Bravo, que intentaba en vano que sus hombres se replegaran en orden ante la contundente carga de los imperiales, los cuales habían atacado por dos flancos a la altura del puente de Fierro, el único paso practicable sobre el río Hornija, que venía muy crecido por la lluvia.

Los que pudieron cruzar el río no buscaron refugio en Villalar, sino que se despojaron de sus estandartes y emblemas con cruces rojas, el símbolo de los comuneros, y procuraron buscar otros con las cruces blancas de los realistas.

—¿Qué hacemos ahora? —preguntó Francisco Maldonado a un desorientado Padilla—. Nuestros soldados están huyendo, o muriendo en ese condenado puente.

—Quien quiera combatir, que me siga —dijo Padilla, que montó sobre su caballo presto a acudir a la batalla.

Un pequeño grupo de comuneros alzó sus espadas y se colocó al lado de su capitán.

—Mejor morir luchando de frente que no alanceado por la espalda en la huida —repuso Maldonado.

—Pues vayamos a ver cómo es el rostro de la muerte.

—Veamos cómo es.

Padilla y Maldonado desenvainaron sus espadas, se calaron la visera del casco de combate y seguidos por media docena de hombres se dirigieron hacia el puente, donde la caballería realista estaba perpetrando una masacre entre las desbaratadas filas comuneras, atascadas y bloqueadas en el estrecho paso sobre el río.

—¡Santiago y libertad! —gritó Padilla.

—¡Santiago y libertad! —repitió Maldonado.

Conforme cargaban hacia el puente, ya fuera de las calles de Villalar, vieron cómo retrocedían sus tropas de infantería con los rostros despavoridos de miedo, empapados por la lluvia y sucios de barro, perseguidos y abatidos como conejos.

En plena carga, Padilla miró hacia atrás; solo cinco escuderos cabalgaban tras él. Maldonado se había desviado hacia un flanco para enfrentarse a varios jinetes que cargaban sobre su ala derecha. Un escuadrón de caballería pesada había cerrado filas y avanzaba al galope hacia Padilla con las puntas de sus lanzas al frente como un erizo gigantesco y mortal.

—¡Santiago y libertad! —volvió a exclamar el capitán comunero, que espoleó a su caballo hacia los realistas.

—¡Santiago y libertad! —gritaron sus cinco compañeros.

El encontronazo con los pesados realistas fue brutal; tres de los escuderos de Padilla cayeron abatidos por las lanzas; entre los realistas otros tres fueron descabalgados. Padilla se mantuvo firme sobre su caballo, pero ante el empuje de tropas superiores en número retrocedió medio centenar de pasos.

—No hemos llegado hasta aquí para rendirnos al primer envite. Vayamos de nuevo contra esos jinetes.

Los tres comuneros que quedaban sobre sus monturas realizaron una segunda carga contra el escuadrón de los realistas, que se había detenido por unos instantes. Tras un combate desigual, Padilla recibió un tremendo golpe de maza en el costado y cayó del caballo malherido. Sus dos escuderos fueron abatidos a lanzazos.

Maldonado y Bravo pelearon sin descanso hasta caer heridos y ser hechos prisioneros.

La batalla de Villalar había terminado.

La lluvia fue remitiendo; a mediodía cesó por completo. Sobre el campo de batalla, entre el río Hornija y las casas de Villalar, cientos de cadáveres de los infantes comuneros yacían en el barro, que en algunas zonas próximas al puente de Fierro estaba teñido de rojo.

Cuando la infantería imperial llegó a Villalar, ni siquiera fue necesaria su intervención. El combate ya había terminado.

Los tres comandantes comuneros fueron encerrados en un improvisado calabozo donde quedaron custodiados por varios soldados.

—¿Sabéis cuántos de los nuestros han caído? —preguntó Padilla, que tenía varias costillas quebradas y sufría fuertes dolores al respirar.

—Cientos, tal vez más de mil —aventuró Juan Bravo.

—Y otros tantos han huido. ¡Esos cobardes…! —replicó Maldonado.

La puerta de la celda donde estaban encerrados los jefes comuneros se abrió; dos hombres armados entraron amenazantes y tras ellos lo hizo un secretario.

—Su excelencia don Íñigo López de Velasco, conde de Haro, duque de Frías y condestable de Castilla —anunció con cierta solemnidad.

Los tres comuneros se pusieron en pie al aparecer el vencedor de Villalar.

—Mañana seréis juzgados de manera sumarísima por los cargos de traición al rey y rebelión —anunció el condestable sin más preámbulos—. ¡Ilusos! No comprendo cómo pudisteis siquiera pensar que una chusma de campesinos y mercaderes podría vencer al ejército del rey y a la caballería de la nobleza de Castilla.

—Esta guerra todavía no ha acabado —advirtió Padilla, a quien le ardía el costado por las heridas recibidas en la batalla.

—¿Eso creéis? Dos mil rebeldes yacen muertos ahí afuera, y otros seis mil han sido hechos prisioneros o huyen como alimañas vagando por los campos de Castilla en busca de un refugio imposible. Habéis perdido y pagaréis por vuestra traición —asentó el condestable, en cuyo rostro se dibujaba un gesto mezcla de odio y de victoria.

—No exageréis las cifras de vuestra victoria. No éramos tantos —dijo Padilla.

—Castilla no se rendirá jamás ante la injusticia; sus hombres se volverán a poner en pie y a luchar por su libertad, una y otra vez —repuso Maldonado.

—Mañana seréis juzgados y condenados —se limitó a decir el condestable antes de dar media vuelta y abandonar la sala que servía de cárcel para los tres comandantes comuneros.

Amaneció una mañana soleada, pero las calles de Villalar seguían cubiertas de barro tras el aguacero del día anterior. Algunos campesinos seguían recogiendo los cuerpos de los muertos en la batalla para llevarlos en carros a una fosa común.

—Se os permite confesión y también podréis escribir unas cartas de despedida —les comunicó el jefe de la guardia a los tres comandantes comuneros.

—¿De despedida…? ¡Vaya!, todavía no hemos sido juzgados y ya estamos condenados. ¿A eso llamáis justicia? —ironizó Maldonado.

—Vuestro delito ha sido muy grave; ningún tribunal os absolvería por vuestra traición. Ahí espera un fraile franciscano que confesará a quien quiera hacerlo, y aquí tenéis papel, pluma y tintero para que podáis despediros de vuestras familias. Daos prisa en ello.

Los tres comuneros decidieron confesarse y redactar esas cartas a sus familiares. Juan de Padilla escribió dos: una a su esposa María Pacheco y otra al pueblo de Toledo.

El franciscano dio la absolución a los tres, arrodillados ante él, y el secretario recogió las cartas.

—Vamos, os esperan los jueces —añadió el carcelero con una media sonrisa.

Escoltados por un grupo de soldados acudieron ante los alcaldes Cornejo, Salmerón y Alcalá, los tres jueces designados y convenientemente aleccionados por el condestable. Tras escuchar el alegato de los acusados, la sentencia fue rápida y unánime: pena de muerte.

Sin apenas demora, los jefes comuneros fueron conducidos a la plaza Mayor, donde se había colocado un pequeño tablado en el centro del cual había un gran tocón de madera. Un verdugo con la cabeza cubierta por una caperuza aguardaba paciente.

Los tres fueron colocados de pie sobre el estrado con las manos atadas a la espalda. Un pregonero se adelantó, desplegó un papel que contenía la sentencia de los tres jueces y la leyó.

—Esta es la justicia que manda hacer su majestad y su condestable y los gobernadores en su nombre sobre estos caballeros: mándalos degollar por traidores…

—¡Mientes! —gritó Juan Bravo.

El heraldo calló sorprendido ante la firmeza del comunero.

—¡Sigue! —le ordenó al heraldo el capitán de la escolta.

—¡Mientes tú y quien te manda! No somos traidores, sino celosos guardianes del bien público, de los derechos de los castellanos frente a los extranjeros y fieles defensores de la libertad de nuestro reino —proclamó Juan Bravo.

—Dejadlo, don Juan; ayer nos correspondió luchar como caballeros, hoy nos toca morir como cristianos —terció Juan de Padilla.

—Esta noche dormiremos en el paraíso —añadió Francisco Maldonado sonriente pese a todo.

—Continúa leyendo la sentencia, he dicho —ordenó el capitán al heraldo—. Y tú, maldito traidor —señaló a Bravo—, calla ya o tendré que amordazarte.

—… y como culpables de alta traición a la Corona, por lo que los condenamos a muerte mediante decapitación y a la confiscación de todos sus bienes. En Villalar a…

—Suficiente. Cumple con tu deber —le indicó el capitán al verdugo interrumpiendo al heraldo.

—Señores, pido ser decapitado antes que don Juan Padilla, pues no quiero ver morir al hombre más valiente y bueno de la ciudad de Toledo. Es mi última voluntad, tengo derecho a ello.

El capitán de la guardia dudó, pero aceptó el deseo de Bravo y así se lo indicó al verdugo, que de un tajo formidable con un gran mandoble hizo rodar la primera cabeza por el suelo embarrado de la plaza de Villalar.

Después fue decapitado Juan Maldonado, y, por último, Juan de Padilla.

—Sin estos tres cabecillas al frente, las Comunidades están derrotadas —comentó el condestable a sus lugartenientes.

—¿Qué hacemos con sus cuerpos? —preguntó uno de ellos.

—Han confesado y han muerto como cristianos; enterradlos aquí mismo, junto a la iglesia de Villalar, pero sin ningún signo externo que delate su tumba. No quiero que este lugar se convierta en un santuario para peregrinos comuneros —ordenó el conde de Haro.

Tenían algunas magulladuras y unos cortes superficiales en los brazos, pero estaban vivos. Juan Losantos y Andrés habían logrado escapar de la masacre del puente de Fierro. Habían aguantado al frente de su escuadra de infantes un par de cargas de la caballería del condestable de Castilla, pero, cuando observaron que la desbandada en el bando comunero era total, lograron hacerse con unos caballos y huir de Villalar a todo galope hacia el sur, en dirección a Toledo.

Los dos amantes descansaban al abrigo de unas rocas en lo alto de uno de los pasos de la sierra Central, ya con la vertiente sur a la vista.

—Tenemos dos, tal vez tres días de ventaja. Supongo que es el tiempo que tardarán los realistas en liquidar a nuestros compañeros capturados en Villalar y comenzar a perseguir a los que hemos logrado escapar —comentó Juan.

—¿Crees que vendrán a buscarnos? —preguntó Andrés.

—Por lo que pude ver cuando huíamos, los realistas nos han derrotado por completo. No sé cuántos hemos podido librarnos de aquel infierno, pero supongo que muchos compañeros andarán como nosotros tratando de salvar la vida caminando hacia Portugal o hacia el sur. Y claro que nos buscarán. Si no han logrado destruirlos a tiempo, los realistas ya se habrán apoderado de los libros y los pliegos donde se detallan los alistados en las Comunidades, y ahí estaremos nosotros. A estas horas sus secretarios andarán redactando la lista con los nombres de los que somos considerados rebeldes.

—Entonces, ¿estamos condenados?

—Lo estamos. Por eso debemos ir a Toledo y ver qué podemos hacer desde allí, pues supongo que nuestra ciudad seguirá todavía bajo el poder de los comuneros.

—¿No sería mejor que nos dirigiéramos hacia Portugal? Está por allí. —Andrés señaló con su brazo extendido hacia el oeste—. Tal vez podríamos llegar en cinco o seis días si nos damos prisa. En Portugal estaríamos a salvo.

Juan acarició la mejilla de su amante.

—¿Y qué haríamos en Portugal?

—Somos buenos orfebres. Tú eres el mejor forjador de armas; podríamos vivir en Lisboa, donde nuestro trabajo es necesario. Dicen que es una ciudad muy hermosa.

—De acuerdo. Iremos a Portugal, pero cuando no tengamos otro remedio. Ahora es más seguro ir a Toledo, pues tal vez podamos recomponer el movimiento comunero y volver a hacer frente a los partidarios del emperador. Si no lo logramos, nos iremos a Lisboa. ¿De acuerdo?

—Sí, lo que tú digas.

Se abrazaron con fuerza y se acurrucaron uno junto a otro, soñando con poder superar aquella situación y poder seguir viviendo juntos.