El segundo día
—Sí, señor comisario, seguro, tenemos un muerto. Un cadáver. Está ahí, no hay duda. ¿Por qué lo pregunta?
—¿Hay alguien con él? —Dupin, con el teléfono apretado con fuerza contra la oreja, estaba de pie, inmóvil, como si le hubiera alcanzado un rayo.
—Yo. Quiero decir, yo estoy a su lado.
—¿No lo puede perder de vista?
—Estoy a pocos metros del cadáver, lo veo todo el tiempo. —El estrés del policía era evidente en su voz. Estaba exasperado.
—No quiero que el cadáver permanezca un solo segundo sin vigilancia. ¿Y dónde dice usted que se encuentra?
—En los montes de Arrée. Prácticamente a los pies de Roc’h Trévézel. Seguro que conoce usted la carretera D-785, la que pasa junto a los montes de Arrée, por el otro lado, por donde…
—¡Oh, no puede ser!
Conocía la carretera de las montañas, pero estaba a cien kilómetros de Port du Bélon, algo más arriba de Quimper, en el interior más profundo. Era una zona totalmente dejada de la mano de Dios, en el quinto pino.
—¿Lleva una chaqueta de color verde oscuro? ¿O un abrigo, quizá?
—¿Una chaqueta verde oscuro? —La exasperación del agente, un gendarme de Sizun, iba en aumento—. No. Lleva una beige, completamente empapada de sangre. Está hecha trizas. Vaqueros y zapatos de piel marrón o deportivas.
—¿Pelo corto, castaño oscuro? ¿Heridas en el pecho?
—Bueno, está magullado por todas partes, señor comisario. El muerto está en muy mal estado. Se encuentra justo a los pies de una de las cumbres escarpadas. Es como si hubiera caído. Pero sí hay una cosa. —El policía hizo una pausa.
—¿Qué?
—Tiene unos hematomas tremendos en el cuello. Según el médico, es posible que fuera estrangulado. Antes de caer. Está convencido de que los hematomas no están relacionados con la caída. No parece un accidente.
—¿Estrangulado?
Aquello era increíble. Dupin no aguardó una respuesta.
—¿Y a qué médico se refiere?
—Al nuestro, el de Sizun. Nos ha acompañado. Por si acaso. Por si el hombre seguía con vida. Es un doctor excelente; aunque tiene ochenta años, está en plena forma.
—¿Y está seguro de eso de los hematomas? ¿Tan pronto?
Los forenses solían decir que sin autopsia no había conclusiones definitivas.
—Sí, absolutamente. ¿Quiere hablar con él en persona?
—No, no. ¿Y el pelo? ¿Cabello corto y de color castaño oscuro?
—Yo no diría que sea largo… ¿Cómo de corto quiere decir? ¿Rapado?
—Pues corto, lo normal.
—Tal vez. En cualquier caso, no es ni pelirrojo ni rubio. Cuesta verlo, porque lo tiene bañado en sangre, y la cabeza…
—¿Y no hay nada que lo identifique?
—En los bolsillos del pantalón y la chaqueta no hay nada. Parece como si alguien se hubiera cuidado muy bien de que no pudiera encontrarse nada.
—¿Qué edad le echa usted?
—Ah, es difícil de decir. Sesenta y pico. Ya le digo, el cuerpo está fatal.
—¿De dónde es el forense oficial?
—Es una forense. De Brest. Debe de estar al caer.
Dupin estaba casi junto a su Citroën. Había recibido la llamada al salir de su apartamento, camino del Amiral. Se había dirigido de inmediato a su coche, que, como siempre, ignorando la normativa oficial que obligaba a la policía a aparcar en la zona exclusiva de la comisaría, se hallaba en la gran plaza que había junto a la dársena.
—Necesito saber cuanto antes la hora de la muerte, si murió ayer entre las cuatro y las cinco de la tarde. Y si lleva en la ropa o en el pelo algo que no se corresponda con el lugar en el que ha sido hallado. Tierra, hierba, lo que sea.
¿Y si al final había dos cadáveres, dos hombres asesinados? Si la señora Bandol estaba en lo cierto —aunque, evidentemente, todavía no podía darlo por seguro, Dupin continuaba partiendo de esa premisa—, el caso era absurdo: ¿dos delitos capitales, dos asesinatos en el sur del Finisterre, en apenas doce horas? En un sitio desaparecía el cuerpo de un hombre y en otro, a cien kilómetros de distancia, de repente, aparecía otro. Naturalmente resultaba fácil inferir que el cadáver de los montes de Arrée se correspondía con el que había desaparecido de Port du Bélon.
Los montes de Arrée eran una zona especialmente solitaria y, por lo tanto, un buen lugar para deshacerse de un cuerpo. Pero en torno a Port du Bélon había también lugares muy poco frecuentados, y más cercanos; en particular, uno, mucho más fiable, el Atlántico. Sin embargo, seguro que había un motivo, que aún no habían averiguado, para elegir aquel lugar. Puede que se tratara de un segundo cadáver.
—Pondré al corriente de todo a la forense en cuanto llegue.
—¡Mierda! —Dupin seguía sumido en sus cavilaciones.
El policía, claro está, no supo qué responder a eso último. Dupin retomó el hilo de la conversación.
—¿Quién ha encontrado el cadáver? ¿Por qué tan pronto?
Eran las ocho y cuarto de la mañana.
—Un grupo de excursionistas. Una excursión organizada, con guía. Doce personas. Han salido a las siete de Sizun. Querían subir a la cumbre y luego seguir hasta el lago Saint-Michel. La temporada de excursiones acaba de empezar.
Dupin, que sabía que Roc’h Trévézel, el punto más alto de la Bretaña, apenas medía trescientos ochenta metros de altura, no podía evitar sonreír al oír la palabra cumbre, aunque en dirección oeste, esto es, hacia el Atlántico, la colina descendiera de forma pronunciada. Él sabía qué era una cumbre, una montaña de verdad. El pueblo natal de su padre estaba cerca de los Alpes, a setecientos metros de altura; a menos de una hora de distancia, había montañas de dos mil metros y, algo más allá, de tres mil o más.
—¿Lo han encontrado en medio del camino?
—No. En un peñasco algo apartado. Se trata de un sendero estrecho y muy poco transitado. Alguien del grupo quería tomar una fotografía, se ha apartado del camino y ha visto el cadáver. Como ya sabe, justo a los pies de una pared escarpada. Debe de haber una altura de unos ciento cincuenta metros. El hombre seguramente cayó o alguien lo arrojó por ahí: de todos modos es posible que ya estuviera muerto cuando cayó.
—¿La gente de la zona sabe que ahí hay un sendero?
—Sí.
—¿Hay algún coche cerca?
—No.
—¿Ningún vehículo, tal vez oscuro o rojo?
—No.
—Entonces ¿cómo ha llegado ese hombre ahí?
—Todavía no lo sabemos. Mi compañero ha subido a la cresta. Está buscando pistas. Tal vez él averigüe algo más. Es muy bueno.
Dupin había llegado a su Citroën. Consultó la hora.
—Llegaré algo más tarde de las nueve. En cuanto la forense sepa alguna cosa, que me llame. Por cierto —se le acababa de ocurrir—, tome una fotografía del cadáver con el móvil y envíesela a mi secretaria. De inmediato.
Se la enseñarían a la señora Bandol. Su memoria se comportaba de un modo muy arbitrario, parcial, pero precisamente por eso tal vez fuera bueno sorprenderla. Aunque la esperanza resultara vana, debían intentarlo.
Dupin colgó sin esperar respuesta.
Todo aquello no tenía sentido. El día anterior, cuando estaba en el Océanopolis, con los pingüinos, se había iniciado una cadena de sucesos, a cuál más abstruso. Y parecía no tener fin. Dupin creía firmemente en el principio de la acumulación. Desde siempre. Así, los hechos extraordinarios, ya sean positivos o negativos, divertidos o ininteligibles, cuando se dan, raramente van solos, siempre los siguen otros.
De hecho, el mensaje de voz con el que le había despertado Claire esa mañana a las siete también había sido bastante raro, sorprendente y misterioso. Le había citado en Quimper esa misma tarde, «sobre las seis». Dejó dicho que le volvería a llamar para indicarle el lugar exacto. Al principio, Dupin había pensado que estaba bromeando. El mensaje era raro porque no había ningún tren que llegara de París alrededor de las seis de la tarde. Había un TGV a las 16.45 y otro a las 18.45. Deseó llegar puntual a la cita. A fin de cuentas tenían, de verdad, un cadáver.
El paisaje era irreal, escabroso, raro, salvaje, de historia de miedo. Era el lugar perfecto para fantasías, cuentos y leyendas, que, por otra parte, abundaban en la zona. Se trataba, en definitiva, de la morada ideal para druidas, magos, hadas, enanos y otros seres maravillosos. Inquietante y totalmente inhóspito para las pobres criaturas humanas. Un escenario magnífico para películas de fantasía donde habrían podido filmarse perfectamente escenas de Frodo, Gandalf y sus compañeros.
Los montes de Arrée, la montaña bretona, constituían la frontera entre el sur y el norte del Finisterre. Dupin recordó la fascinación y, sobre todo, el inmenso asombro que había sentido al pasar por primera vez por la D-785 en dirección a Morlaix con motivo de alguna memez burocrática. Jamás habría imaginado que pudiera haber un paisaje como aquel en la Bretaña. La carretera discurría entre bosques oscuros de abetos, hasta que de pronto se sumergía en otro mundo: suaves lomas de granito y arenisca redondeadas por el clima, los menez, que se alternaban con peñascos escabrosos y desnudos con piedras de cuarzo escarpadas, unas extrañas formaciones rocosas llamadas rocs. Había además un par de extensas planicies. Era como si el suelo hubiera estallado de forma brutal y los rocs se irguieran por encima de la superficie, destacándose en un paisaje de brezos, aulagas, helechos, musgos, manantiales legendarios, riachuelos y pantanos. Aquí y allá había algunas ermitas solitarias, objeto a su vez de historias variopintas, y menhires misteriosamente colocados.
En opinión de Dupin, «sobrenatural» era el término que mejor describía aquel lugar; allí, en el corazón del Finisterre, acababa el mundo terrenal normal. Unos llanos solitarios en cuya espesa niebla tuvieron lugar luchas de poder entre vientos despiadados y tormentas atronadoras. La región estaba totalmente despojada de árboles, lo cual le confería un aspecto todavía más especial; allí, al igual que en las alturas vertiginosas por encima del límite arbóreo, los árboles simplemente no crecían. Los vientos y las tormentas transportaban desde el furioso Atlántico una espuma salada finísima que se depositaba en la cordillera, lo que impedía cualquier forma de vegetación compleja. Esa era la explicación científica. Pero existía también una leyenda al respecto, posiblemente la más descabellada que había oído Dupin. Según esta, cuando nació Jesús, el cielo mandó a Belén los árboles de los montes de Arrée para que adoraran al Mesías. Pero como ellos, bretones a fin de cuentas, se negaron en redondo, fueron condenados a secarse y a no volver a crecer.
En ocasión de aquel viaje que hizo a Morlaix, Le Ber le había insistido mediante historias muy gráficas en que solo se aventurara por la cordillera a la luz del día. Dupin no habría sabido decir hasta qué punto creía el inspector en aquello. Con todo, por descabellado que fuera, había logrado infundirle, como siempre, una leve sensación de inquietud. Se decía que las almas impuras vagaban por la zona durante las horas previas e inmediatamente posteriores al atardecer con la esperanza de redimirse; que los enanos ejecutaban danzas salvajes en la oscuridad de la pradera y que los dibujos inquietantes en las viejas murallas de piedra de Ankou, la muerte, cobraban vida de noche. Al parecer, el mismísimo diablo había ocultado allí su tesoro y quien intentaba desenterrarlo era agarrado por las piernas y arrojado a las profundidades. Corría el rumor incluso de que la entrada del infierno, la yoda, estaba allí, en el yeun-elez, el pantano ancestral rodeado de rocs agrestes.
Dupin había logrado interrumpir aquellos relatos en algún momento. Tal vez fuera positivo que Le Ber no estuviera allí aquel día.
Estaba a punto de llegar. El Roc’h Trévézel se alzaba impresionante a la izquierda de la carretera.
Al instante, Dupin vislumbró un pequeño Peugeot de la policía detenido en un aparcamiento sin asfaltar situado justo al lado de la carretera.
El plan del comisario era ver el cadáver y reunirse allí con Labat, los agentes y, sobre todo, la forense. Sin embargo, se dijo que si el autor del delito había dejado alguna pista, seguramente lo habría hecho allí arriba y no en el lugar donde se había hallado el cadáver.
Giró a la derecha y aparcó justo detrás del coche patrulla.
La meteorología, por su parte, parecía decidida a acentuar aún más el dramatismo del paisaje. Unos enormes nubarrones oscuros se deslizaban con aire amenazador por el cielo, y por los huecos informes que dejaban se colaba una luz intensa y fantasmagórica. Aquellos focos erráticos alumbraban puntos concretos del paisaje, diferenciándolos con claridad: una cima, parte de un prado, un lago. Hacía pensar en apariciones de carácter religioso o paranormal.
Dupin no pudo evitar sonreír al ver el desgastado indicador del camino que apuntaba a la «cumbre más alta de la Bretaña». No eran más de trescientos metros por un camino estrecho y pedregoso. La noche anterior tenía que haber llovido mucho, porque el camino se había convertido en un riachuelo. A derecha e izquierda de Roc’h Trévézel, había otras cimas agrestes.
Dupin dedujo que tendría mejor perspectiva desde arriba y se puso en camino. A causa del suelo mojado, la marcha no tardó en convertirse en un avance agotador; al cabo de unos pocos metros, tenía los zapatos calados. Allí arriba todo, incluso la hierba descolorida, crecía de lado a causa del viento. La vegetación era escasa: apenas maleza baja y nudosa, con aspecto de bonsái demasiado crecido, y algunas manchas llamativas de color verde y lila separadas por rocas enormes.
Tuvo que recorrer los últimos metros hasta la cumbre trepando. Cuando llegó arriba, estaba totalmente sin aliento.
La vista era espectacular en todas las direcciones. Era tal como había imaginado: abajo, en el lado opuesto al lugar donde había dejado el coche, veía a un pequeño grupo de personas. Reconoció a Labat por su nueva chaqueta roja; los otros tenían que ser el policía con el que había hablado por teléfono y los compañeros de la científica. El sendero, a un par de metros de él, apenas se distinguía.
Dupin vio también el gran saliente en el que yacía una silueta en posición extraña. El cadáver. Había alguien a su lado, seguramente la forense. Delante del peñasco había otras dos personas.
Todavía tenía que trepar entre cien y ciento cincuenta metros por la cresta para llegar al lugar desde el cual, según la hipótesis más plausible, habrían arrojado a la víctima, ya muerta, al vacío. Siempre y cuando el médico de Sizun estuviera en lo cierto, claro. Los peñascos allí eran más bajos.
El comisario estaba a punto de llegar al lugar cuando empezó a sonarle el móvil; el fuerte viento de las alturas le había impedido oírlo antes.
—¿Es usted, comisario?
—¿Quién si no, Labat?
—¿Dónde está, jefe? Le estamos esperando.
—Levante la cabeza.
—Pero ¿qué…?
Dupin vio que Labat se movía y alzaba la mirada. Le llevó un rato encontrarle.
—¿Ese de ahí arriba es usted?
—¿A usted qué le parece?
Labat empezó entonces a sacudir los brazos como un loco.
—¿Qué hace ahí?
—¡A ver, Labat, informe de lo que se sabe!
—La forense ya ha indicado la hora probable de la muerte. Considerando la rigidez post mortem y las marcas halladas en el cuerpo, y teniendo en cuenta, claro está, que la temperatura del cuerpo con este tiempo…
—¡Labat!
—El hombre murió ayer entre las nueve y las doce de la mañana. Como he dicho, es posi…
—¿Ayer por la mañana?
—Sí, entre las nueve y las doce.
Asombroso. Aquello podía tener grandes repercusiones.
De resultar cierto, entonces la señora Bandol habría visto el cadáver antes de que el asesino hubiera podido deshacerse de él, a las cinco de la tarde aproximadamente, en el aparcamiento cercano a Port du Bélon. Por lo tanto, el asesinato se habría producido antes de las cinco. No tenía ningún sentido estrangular a alguien por la mañana, esto es, entre siete y diez horas antes, y luego abandonarlo a las cinco de la tarde en el aparcamiento de Port du Bélon, y tampoco dejarlo ahí hasta esa hora y luego, al atardecer o por la noche, retirarlo, llevarlo a los montes de Arrée y arrojarlo desde un peñasco. Habría sido absurdo.
Pero entonces tenían dos cadáveres y, por lo tanto, dos asesinatos.
—¿Oiga? ¿Sigue ahí, señor comisario?
—Yo… ¿Y qué hay del estrangulamiento? ¿Qué dice la forense al respecto?
—Piensa lo mismo que el médico de Sizun. Es muy probable que la muerte se produjera, en palabras de la forense, por asfixia mecánica. Está claro que fue estrangulado. La cuestión de si ya había muerto cuando se precipitó al vacío o si, simplemente, estaba inconsciente se sabrá tras la autopsia. En todo caso, ella considera el estrangulamiento la causa más plausible de la muerte.
—Supongo que de momento no han encontrado nada que pueda identificar al hombre.
—Ya se lo habríamos comunicado —replicó Labat—. ¿Va a bajar? La forense quiere llevarse el cadáver cuanto antes.
Dupin estaba sumido en sus pensamientos.
—Sí, ya voy para allá.
Colgó y se quedó quieto unos instantes. Se pasó la mano por el pelo y luego miró a su alrededor. Mientras hablaba por teléfono, había ido ascendiendo lentamente.
Habían arrojado el cadáver al vacío desde algún punto en los metros siguientes. El asesino y la víctima debían de haber llegado en coche. El camino desde la carretera hasta ese lugar no parecía tan fatigoso como el que había tomado él.
Había varios escenarios posibles. El asesinato, el estrangulamiento, podía haberse producido allí o bien haber ocurrido antes. En todo caso, estaba claro que no había sido un paseo: el asesino tenía que ser bastante fuerte. O puede que no estuviera solo.
—¿Es usted el francés?
Una voz grave interrumpió los pensamientos de Dupin.
El comisario se volvió.
A pocos metros de distancia, detrás de un peñasco, asomó una cabeza y, a continuación, un uniforme. Era un policía muy mayor, o al menos lo aparentaba. Tenía el cabello cano y el rostro curtido por el sol, el tiempo y la vida.
Debía de ser el agente que buscaba pistas. Se quedó parado, de pie, y contempló a Dupin de los pies a la cabeza.
—Nunca ha venido nada bueno de Francia. En fin, no se lo tome como algo personal.
—¿Con quién tengo el honor? —Dupin reaccionó de forma especialmente amigable; acostumbraba no hacer caso de ese tipo de cosas. A fin de cuentas, ya hacía tiempo que consideraba un modismo bretón la expresión «Nunca ha venido nada bueno de Francia».
—Brioc L’Helgoualc’h.
—Encantado, señor… —Era uno de esos apellidos bretones típicos que, por algún motivo, Dupin era incapaz de retener a la primera, y menos aún de pronunciarlo—. ¿Ha encontrado algo ahí arriba?
—¿Acaso está usted ahora al mando?
—Si se refiere a la investigación del asesinato, así es, señor. —Dupin no se inmutó.
—La cosa se pone cada vez mejor. —El tono de voz del agente no era, ni de lejos, tan poco amable como sus palabras—. ¿Es la primera vez que visita los montes de Arrée?
—¿Le parece relevante para esclarecer el caso si he estado antes aquí? —Dupin se mantuvo imperturbable. Aquel cascarrabias no parecía hostil.
—Sí, por supuesto.
—Iba a decirme si ha encontrado algo interesante.
Brioc L’Helgoualc’h masculló algo que Dupin no comprendió, se volvió y desapareció detrás del peñasco sin pronunciar palabra. Hizo un ademán mínimo con la cabeza, que con buena intención podía interpretarse como una señal para que lo siguiera.
Dupin suspiró y le siguió.
Aquella investigación prometía ser fabulosa.
Cuando dobló el peñasco, Brioc L’Helgoualc’h ya se había alejado un buen trecho; era mayor, pero tenía un paso rápido.
Estaba en cuclillas en el brezal, un poco por debajo de Dupin.
—¡Aquí! —gritó.
Dupin se le acercó y vio un pequeño sendero. También él se puso en cuclillas.
Entonces vio lo que quería mostrarle el agente: dos huellas algo pasadas por agua pero claramente distinguibles en una franja de tierra entre varias piedras y musgo. Un pie derecho y otro izquierdo, prácticamente en paralelo. Las pisadas eran profundas. Alguien había permanecido un buen rato allí. Una sola persona.
Dupin observó el trazado del camino: venía directamente de la carretera y llevaba directamente a la cresta de la roca a los pies de la cual yacía el cadáver.
—Un poco más abajo hay otra pisada. Y más arriba, otra. Pero la mayor parte del camino o es pedregoso o está cubierto de moho.
En ese momento sonó el móvil de Dupin. Labat, otra vez. No obstante, respondió.
—Señor comisario, ¿por dónde anda? Le estamos esperando. La forense quiere llevarse el cadáver.
—Estoy investigando —repuso Dupin con sequedad—. Confío en que tenga usted algún otro motivo, y bueno, para llamarme.
—La forense dice que aprecia indicios de forcejeo. Aparte de las marcas de estrangulamiento.
—Ah, ¿sí?
Aquello era importante.
—Presenta hematomas en la parte derecha de la cara, la barbilla y el vientre que podrían no deberse a la caída; y también tiene la muñeca derecha rota, lo que tampoco parece provocado por el impacto. De todos modos, ella quiere…
—¿Una muñeca rota?
Aquella riña tuvo que haber sido muy violenta. La víctima había peleado con dureza con su asesino.
—¿Ha dicho alguna cosa más?
—No, pero desde luego, antes de la autopsia, eso ya es algo.
—Ahora voy. Hasta entonces, quédense todos donde están.
Dupin colgó y se volvió otra vez hacia L’Helgoualc’h.
—Bueno, yo…
—¿Una muñeca rota? —La voz de L’Helgoualc’h había cambiado. El tono era inquietante.
—Sí, una muñeca rota.
—Al llegar la noche, en el pantano, las kannerezed noz, las lavanderas de la noche, unas mujeres pálidas y esqueléticas, empiezan a limpiar las mortajas de los muertos. Quien se topa con ellas debe imitarlas. Pero si al hacerlo no retuerce la ropa en la misma dirección, ellas le rompen la muñeca y la persona muere desangrada.
Miró a Dupin a la cara.
—No ha muerto desangrado. —Dupin se interrumpió—. Al menos no por una muñeca rota.
Con todo, tenía que admitir que aquellas espeluznantes imágenes le habían desconcertado un poco. Sin embargo, ese tipo de historias ya no le impresionaban. En todos sus casos surgía siempre algún mito o leyenda. A fin de cuentas, aquello era la Bretaña y no podía ser de otro modo. Por otra parte, eso le compensaba un poco la ausencia de Le Ber: de haber estado él, ya le habría contado historias como aquella hacía rato. De todos modos, su inspector las habría narrado con toda suerte de detalles y con mucha gracia. Comparado con él, L’Helgoualc’h se expresaba de un modo muy prosaico. Además, todo indicaba que el policía había decidido dejar ahí el tema y, al momento, estaba de nuevo junto a las huellas.
—Como ya les he explicado, abajo he encontrado las mismas pisadas. Calculo que son de un 45 o un 46. Sospecho que o era un hombre tremendamente gordo o iba muy cargado, con otro hombre, por ejemplo. Las huellas son profundas. —L’Helgoualc’h se colocó justo al lado de las mismas y se quedó quieto un instante. Luego se apartó—. Mire.
Dupin volvió a ponerse en cuclillas. La pisada del policía apenas se distinguía y parecía diminuta en comparación con la otra.
—Yo calzo un 41.
Dupin quedó impresionado. El cálculo de un 45 o 46 era muy preciso.
—Creo que trajo al muerto hasta aquí arriba, aunque no he encontrado señales de arrastre. Seguramente no fueron bastante profundas, ya se sabe, por la lluvia. El hombre se detuvo en varias ocasiones, es posible que para tomar aliento y, preferentemente, donde el suelo es plano. Si hubo una pelea, no fue en este peñasco, sino abajo.
Dupin asintió.
—Calzaba unas zapatillas deportivas. Unas Nike. Él…
—¿Unas Nike?
—La suela se distingue perfectamente.
Dupin volvió a observar las huellas. Aunque las marcas de las pisadas eran claras, no había observado la suela. Aquel L’Helgoualc’h era como un indio rastreador. Seguramente también existiría un vínculo ancestral entre los celtas y los indios del cual aún no tenía noticia.
—Unas formas bastante grandes, parecidas a los panales y, en medio, unas líneas ondulantes. Es un modelo habitual.
—Entiendo.
De ser así, ya tenían la primera pista sobre el asesino. Dejando de lado que tenía que ser alguien bastante fuerte. Zapatillas Nike del número 45 o 46. Dadas las circunstancias, se trataba de una pista decisiva. Aunque era preciso esperar al informe de la científica, Dupin no albergaba ninguna duda acerca de la habilidad de aquel policía.
—Está claro que no es un aficionado al senderismo. Nadie con dos dedos de frente viene a la montaña con ese tipo de calzado.
—¿Hay pisadas de alguien más?
—No.
—Y arriba, en la cumbre, ¿ha encontrado alguna otra pista?
—No. Es todo piedra. Imposible.
—De todos modos, quiero subir.
Dupin se dio la vuelta y tomó el sendero hacia la cresta. En efecto, no era tan cansado como el anterior.
Al poco tiempo, había llegado al último peñasco. La pendiente desde allí era imponente. Escarpada, profunda, plagada de afilados saledizos de piedra.
Dupin apartó la vista y giró en círculo lentamente.
Entre los nubarrones sombríos, habían ido abriéndose espacios cada vez mayores de cielo azul, de forma que a lo lejos podían verse la majestuosa península de Crozon y la bahía de Brest con el Atlántico, ar mor braz, «el gran mar». Al este, el pantano de las lavanderas de la noche, rodeado por tres rocs. Se veía también el pantano de Saint-Michel y, detrás de este, uno de los mayores bosques bretones, el bosque de Huelgoat, cuna también de historias fabulosas.
—Este lugar se llama «el balcón del Occidente».
De no haber oído llegar a L’Helgoualc’h, Dupin habría dado un respingo. El hombre estaba de pronto a su lado, hablándole con voz ronca y, a la vez, inesperadamente melancólica.
—Puede que a usted los montes de Arrée le parezcan colinas extrañas, pero en realidad son montañas. Unas montañas majestuosas. El macizo armoricano es una enorme cordillera montañosa que viene desde Normandía hasta aquí y recorre cientos de kilómetros. Durante mucho tiempo, sus cumbres fueron más altas de lo que es hoy el Everest. Superaban los nueve mil metros. Tanto el Himalaya como los Alpes, los Pirineos o el Cáucaso son muy jóvenes comparados con estas montañas: no llegan a los cincuenta millones de años. Los montes de Arrée son diez veces más antiguos. Y esta es, caballero, la verdad sobre estas montañas.
Dupin tenía que admitir que estaba impresionado. Sabía que para los bretones el pasado era tan real como el presente y que un momento en el pasado, por ejemplo, hacía trescientos millones de años, era tan válido como uno actual; así pues, era completamente injusto y arrogante tomar arbitrariamente el presente como único punto válido en el continuo temporal. Y hacerlo además por el simple hecho de pertenecer a los que casualmente estaban vivos era pura altivez, soberbia moderna. Cuando uno miraba el mundo bajo el prisma bretón, los montes de Arrée eran, también hoy, verdaderas montañas.
—Esta es la Bretaña bretonante, aquí late el corazón de la Bretaña más que en ningún otro lugar.
L’Helgoualc’h hizo esa afirmación con tono solemne. En los últimos años, Nolwenn había instruido durante horas a Dupin sobre la Bretaña bretonante. Así se aludía al extremo más occidental de la península bretona, esto es, la Baja Bretaña, cuyo nombre en francés antiguo significaba «lejos de la capital», es decir, de Rennes; para los bretones, rebeldes por naturaleza, aquel era el mayor de los cumplidos.
Allí se hablaba bretón genuino, celta, y no el galo de la Alta Bretaña, el cual, como el francés, derivaba del latín vulgar y, por lo tanto, era un idioma moderno. El celta era, por lo menos, mil quinientos años más antiguo que el francés, un dato de gran importancia para los bretones. De ahí que, con el devenir de los años, la Bretaña bretonante hubiera adquirido la aureola de Bretaña «auténtica». Si el Finisterre era el núcleo de todo, el principio del mundo, el penn ar bed, la Bretaña bretonante, era el núcleo del núcleo.
—Voy a examinar el cadáver. —Dupin tenía que irse de verdad—. Un trabajo excelente, señor.
L’Helgoualc’h, como era de esperar, no respondió al halago. De hecho, su mirada se ensombreció.
—El asesino no es de por aquí.
—¿Qué le hace pensar eso?
—A un forastero ese precipicio debió de parecerle el lugar adecuado para deshacerse del cadáver para siempre. Pero cualquier persona que conozca mínimamente la zona sabe que por ahí abajo, no muy lejos, pasa un sendero. Una persona de por aquí se habría deshecho del cuerpo en el pantano. El yeun-elez se encuentra a apenas un par de kilómetros de distancia. —Hizo un gesto vago con la cabeza hacia el oeste—. El cadáver no habría salido de allí.
No era una afirmación descabellada.
—Cerca de Kernévez hay un sendero que lleva directamente ahí. En esa zona hay turberas de varios metros de profundidad, repletas de agua y barro. Habría sido sencillísimo. Tuvo que ser alguien que no conocía la zona. Un extranjero, alguien de paso. Esto no tiene nada que ver con los que somos de aquí.
Por el tono que utilizó L’Helgoualc’h, parecía que hablara de una tribu.
—Ha desaparecido mucha gente en el pantano. Por la noche, sí, pero también de día, a plena luz del sol. —Igual que antes, pasó a relatar aquellos hechos inquietantes sin ningún adorno—. De repente asoma una niebla, la superficie del agua empieza a borbotear, como si el agua de debajo estuviera hirviendo. Si entonces se queda uno ahí parado mirando, está perdido. La curiosidad le costará la vida. El suelo cede. Se oye el aullido de un perro. Y luego uno desaparece para siempre en el youdig, la puerta del infierno. Un infierno frío. La última desaparición se produjo hace algunos años: el pantano engulló a tres hombres un día muy claro.
—¿Y no los encontraron nunca? —A Dupin se le escapó la pregunta, algo que le incomodó al instante.
—Jamás. Se peinó la zona del pantano de forma sistemática durante días.
Eso tenía que haber ocurrido antes de que llegara Dupin. No recordaba nada parecido. Se sintió aliviado.
—Así son las cosas por aquí. Todas las noches se oyen aullidos: son los demonios, las almas de los muertos, que se escapan unas horas. De vez en cuando, en los pueblos, aparecen seres que no son lo que aparentan ser ni lo que dicen ser. Hasta hace unos años, los sacerdotes católicos realizaban exorcismos por aquí: metían los demonios en el cuerpo de unos perros negros y luego arrojaban a los animales a las aguas del youdig. —L’Helgoualc’h levantó la vista hacia el cielo—. Estas montañas son un lugar especial. Todavía en la actualidad los druidas celebran las ceremonias más importantes en esta zona, sobre todo junto al pantano. Hace poco tuvo lugar la fiesta del nuevo año celta, que congregó a un grupo grande de druidas, unos trescientos.
Dupin había oído hablar de las asociaciones modernas de druidas. Se lo había explicado Le Ber. Curiosamente, el inspector no pertenecía a ninguna, pero conocía a varios miembros de las mismas y, como era de esperar, no encontraba nada raro en ello.
Al parecer, los druidas habían sido el punto final de esas fantásticas observaciones. L’Helgoualc’h dirigió una mirada inquisitiva a Dupin.
—Sí, es muy probable que fuera un forastero.
Dupin intentó sacarse de la cabeza las imágenes de los demonios malévolos.
—Me esperan abajo.
Sin querer miró en dirección al pantano y se preparó para emprender el descenso.
De vuelta al coche. Al mundo normal.
Tenía que concentrarse en hechos concretos: por lo que se desprendía de la situación actual, una persona fuerte habría acarreado a la víctima desde la carretera hasta lo alto del peñasco y la habría arrojado al vacío. A esas alturas, la víctima posiblemente ya estuviera muerta, estrangulada. Se había producido una lucha violenta. El asesino no era de la zona. Calzaba deportivas. Nike.
Bueno, era algo.
El cadáver tenía muy mal aspecto. Aunque Dupin estaba acostumbrado a cosas como esas, era de las peores que había tenido que ver. «Completamente desfigurado» era una descripción adecuada. Durante la caída, el cuerpo había chocado repetidamente contra las rocas y tenía varias partes literalmente reventadas. El saliente en el que yacía estaba bañado de sangre. Había sangre y otras secreciones pringosas.
—¿Quiere seguir mirándolo más tiempo? Me gustaría poder llevármelo con urgencia a Brest y empezar con la autopsia.
La forense, una representante sorprendentemente simpática de su gremio, de unos cuarenta años, pelo rizado y castaño, y expresión concentrada, se encontraba en el peñasco, junto al cadáver. Dupin estaba a un lado. El paisaje allí abajo era totalmente distinto: los arbustos eran altos y se veían pequeños bosquecillos. A apenas unos pasos se alzaba un único y poderoso roble que proyectaba una sombra alargada.
Dupin había tenido que recorrer un tramo considerable; en coche solo se llegaba a varios cientos de metros del lugar por un camino cubierto de hierbas.
El hombre, por lo que podía decirse, parecía bastante flaco. Dupin calculó que pesaría unos setenta y cinco kilos. Su pelo era rubio trigueño, nada llamativo. Lo que veía era exactamente lo que ya le habían contado.
—Puede llevárselo. ¿Alguna otra conclusión?
—Todo lo que puedo afirmar ahora mismo ya se lo he contado a su inspector. Solo hay una cosa más: encima de la muñeca rota se aprecia parte de un tatuaje. Tal vez podría ayudar a la identificación. Voy a tener que retirar la ropa con un escalpelo, espero que quede suficiente piel como para poder verlo todo. —Hablaba con tono frío, profesional—. Le llamaré en cuanto tenga novedades.
—Sí, muy bien, gracias.
La forense hizo una señal a dos hombres jóvenes que aguardaban con una camilla junto al saliente.
Dupin se apartó también y se acercó al grupito que permanecía de pie en la hierba a un par de metros. Labat estaba hablando por teléfono. La conversación parecía, cómo no, muy importante.
Se le acercó un joven agente. Dupin lo saludó con gesto vago.
—¿Hemos hablado por teléfono?
—Exacto. Gendarmería de Sizun. Creo que ha conocido a mi compañero ahí arriba.
—¿Hay algo más concreto sobre lo que podría haber ocurrido aquí?
—No.
—¿Algún detalle relevante? ¿Una denuncia de desaparición? ¿Alguien de la zona ha informado de algo extraño?
El agente casi parecía asustado.
—No. Bueno, hasta ahora no.
Habría sido demasiado bonito.
—Los compañeros de la científica quieren saber si buscan algo más por aquí, en la parte baja. Si no, les gustaría subir a la cumbre y proseguir el trabajo.
Increíble. Allí incluso la policía científica tenía buen trato.
—No hay problema. —Dupin se reservó el comentario de que allí arriba posiblemente no encontrarían más que lo que había descubierto aquella especie de indio bretón. Advirtió además que la palabra «cumbre» ya no le hacía sonreír. A partir de entonces vería aquellas montañas de un modo distinto.
—Así pues, ¿no sabemos nada? ¿Nada en absoluto?
—Sí, bueno, no. —El agente adoptó una postura casi marcial al responder.
—Buen trabajo. —Aunque Dupin había empleado un tono animado, se dio cuenta de que estaba poniéndose de mal humor. En cualquier caso, el agente parecía más aliviado.
No tenía nada más que hacer ahí. Y en la cumbre tampoco.
En realidad, lo que necesitaba Dupin era un café. Le resultaba imprescindible para evitar que el mal humor fuera en aumento, y también porque lo que le hacía falta, sobre todo, eran ideas y tener la mente despierta. Todo apuntaba a que, de repente, tenía dos casos. Y ambos un verdadero misterio. El caso de allí y el de Port du Bélon.
—¿Cuánto hay hasta Sizun?
—Apenas unos minutos en coche.
—¿Es la localidad más cercana?
—Sí.
—Iré a echar un vistazo por ahí.
La actitud del agente dejaba traslucir que le hubiera gustado preguntar el motivo pero intuía que era mejor no hacerlo.
—Ya estoy aquí, señor comisario.
Se les había acercado Labat, el solícito inspector de Dupin.
—Fin de la llamada. Todo va de maravilla.
Su cara, en cambio, decía otra cosa. Parecía nervioso e inquieto, aunque procuraba disimular.
—¿Qué ocurre, Labat?
El inspector vaciló.
—No. Nada. Va todo perfectamente.
—Muy bien.
Fuera lo que fuese, Dupin no estaba dispuesto a sonsacarle.
Sin decir nada más, se dio la vuelta y regresó al coche.
Sizun era una localidad diminuta. Un lugar bonito. Y, en efecto, tal como le habían dicho, estaba a pocos minutos en coche de las montañas.
Dupin estaba sentado delante del bar del Hôtel des Voyageurs. Sentía el calorcillo del sol, magnífico, en la piel, como si el astro quisiera dejar muy claro de lo que era capaz a principios de abril.
Un par de mesas y sillas de madera sencillas. Uno de esos bares —braserías, restaurantes— sencillos y auténticos que había en cualquier pueblecito francés, incluso en el rincón más recóndito del país. A Dupin le encantaban. Aquellos locales garantizaban un buen entrecot con patatas fritas y un tinto aceptable, lo cual constituía uno de los pilares básicos de la gran nación francesa. Igual que los demás edificios de la pequeña plaza central, el Hôtel des Voyageurs era una hermosa casa antigua de piedra encalada y forma alargada, con los marcos de las ventanas, los toldos y demás detalles de un verde extravagante. Allí se reunía todo el mundo, todos los días, por la mañana, al mediodía y, sobre todo, por la tarde; allí se desarrollaba la cotidianeidad que conformaba la vida de las personas. En esos lugares, Dupin era capaz de permanecer sentado durante horas y observar cómo la gente vivía sin más. Allí celebraban lo ordinario y también lo extraordinario: nacimientos, bautizos, compromisos, bodas, aniversarios y entierros.
El comisario ya había pedido un café de los que no contaba y se lo había tomado. Le había provocado un dolor intenso. Había pedido también un bocadillo de jamón y queso por prudencia, para ofrecer algo más a su estómago. Por otra parte, tampoco sabía cuándo podría volver a comer algo. Cuando tenía un caso, con las comidas, nunca se sabía. El bocadillo que tenía delante era impresionante: se lo habían servido en un plato grande y, aun así, se salía del mismo.
Poco antes Dupin había hablado con Nolwenn. Brioc L’Helgoualc’h, el rastreador, era toda una institución en la policía del Finisterre, aunque hasta entonces Dupin no había oído hablar de él. No le pasó desapercibido el profundo respeto que se destilaba en la voz de Nolwenn.
Según le había indicado tres o cuatro veces, Nolwenn aún no tenía noticias de Le Ber ni de su examen. La parte escrita de la prueba había empezado a las nueve. En cambio, y con cierto retraso respecto a lo habitual, el prefecto sí había llamado. Gerard Guenneugues, un hombre de nombre impronunciable, carácter insoportable y, por desgracia, una persona ineludible. Quería que Dupin le llamara. «Urgentemente». «De inmediato». Eso no sorprendió al comisario: cuando se olía un delito que podía darle notoriedad, el prefecto se hacía notar. Lo curioso era, según Nolwenn, que aunque el prefecto quería hablar con él acerca del cadáver de los montes de Arrée, deseaba hablarle principalmente de otro tema. «Un asunto extraordinariamente delicado».
Dupin no tenía la menor idea de qué podía tratarse. Y, en realidad, no tenía ningunas ganas de averiguarlo. Pero no había tenido más remedio que prometérselo a Nolwenn, que parecía darle mucha importancia. La experiencia le decía que en esos casos era aconsejable hacerle caso. Ya habían pasado diez minutos.
El comisario suspiró, dio un par de mordiscos al bocadillo y sacó el teléfono.
Lo tenía en la mano cuando se oyó aquel timbre monótono. Un número oculto. Tras vacilar un instante, descolgó.
—¡Comisario! Soy la señora Bandol. Tengo que hablar urgentemente con usted. Es importante.
Hablaba a gran velocidad.
—¿Qué le ocurre?
—Es sobre el suceso. He recordado más cosas.
Dupin se incorporó, interesado. Eso no se lo esperaba. La señora Bandol parecía estar muy segura y tenía la cabeza muy despejada.
—Cuénteme.
—De momento todo depende de lo que yo recuerde, ¿verdad? No tenemos nada más. —Hizo una breve pausa.
—Así es, señora Bandol.
—El hombre llevaba vaqueros. Seguro. Tenía, como le dije, el pelo muy corto, de color castaño oscuro, o incluso negro. ¡Muy oscuro! —Seguía hablando rápido, con apremio—. Y llevaba unos zapatos con pájaros. Al menos uno. Puede que fuera solo uno. Y chaqueta, no abrigo. No era tan larga como un abrigo. Y era de color verde oscuro. ¡Lo que dije! De color verde oscuro. Esta noche lo he visto claramente.
—¿Dice usted que lo ha visto claramente esta noche?
—Lo he visto todo. En un sueño.
—¿En un sueño?
—¡Y tanto! ¡Lo he visto con absoluta claridad!
Dupin vaciló.
—¿Quiere decir que lo ha soñado?
—Cuando sueño, lo veo todo. Incluso cosas de las que antes no me había percatado.
—Entonces, cuando sueña, recuerda cosas que ha olvidado.
—¡Eso mismo! Así pues, ya puede apuntárselo todo en esa libretita roja suya. Por cierto, yo también uso solo libretas Clairefontaine.
—Yo… ¿Hay alguna otra cosa, señora Bandol? ¿Ha soñado algo más?
—Me parece que es bastante. —Su voz adoptó un tono severo que Dupin ya conocía—. Si lo suma todo, obtendrá una imagen bastante precisa. Con eso se puede trabajar. Creo que es suficiente para conseguir una identificación. ¡Y así sabremos más!
—Me parece…
—¡Tiene que transmitir esos datos sin demora, comisario!
Dupin aún no sabía qué decir. Se serenó.
—Eso haré, señora Bandol. Sin demora.
—Perfecto. Manténgame al corriente. Ah, y sobre el hombre de la foto: no era él, imposible. Tengo aquí a una joven compañera suya. Ya se lo he dicho a ella. Esa foto no nos sirve de nada. Por muy reciente que sea ese muerto, no es el mío. ¡Hasta pronto, señor comisario!
Colgó. Dupin estaba perplejo. Se frotó las sienes.
El camarero le sirvió entonces un botellín de agua, que Dupin había pedido por pura desesperación, para no tomar otro café. El camarero le había dirigido una mirada de extrañeza, aunque no era ninguna sorpresa: en la Bretaña no se veía con buenos ojos beber agua. Los motivos eran de salud. Según los bretones, el agua oxidaba el cuerpo. L’eau ça fait rouiller, l’alcool ça conserve!, decían. «El agua oxida, el alcohol conserva». Con todo, Dupin se sirvió un poco. Luego sacó la libreta. Por la mañana, había comenzado de nuevo, esta vez, desde atrás, a la inversa. Por los montes de Arrée. El comisario añadió un par de cosas.
Cuando terminó, volvió a sonarle el teléfono.
El prefecto.
Al parecer el asunto era muy serio.
—¿Diga?
—Como siempre, comisario, no es posible dar con usted cuando se le necesita.
Con los años, Dupin había aprendido a hablar por teléfono con el prefecto sin que ello no derivara forzosamente en una catástrofe. Primero, en la fase colérica, lo mejor era no decir nada. En esos casos Guenneugues no necesitaba a nadie. Lo único que había que hacer era dejarle hablar.
—Siempre estamos igual. Pero, escuche, hay algo más importante. Se trata de Labat, su inspector. Tenemos un problema.
Dupin era todo oídos.
—¿Qué clase de problema?
—Hay sospechas iniciales de que anda metido en una actividad delictiva. Se le acusa de participación en los preparativos de un robo de arena en la playa de Trenez. La comisaría de Lorient me ha informado al respecto. Le han abierto un expediente disciplinario, está implicada la administración central. La comisaría lleva siguiendo la pista de una asociación criminal de forma encubierta desde hace meses y han obtenido las primeras pruebas. Con apoyo de París. Ellos…
—¿Qué dice que ha hecho Labat?
—Robar arena en grandes cantidades. Se la llevan de noche y él…
—Esto está totalmente fuera de lugar. Es un disparate. ¡Menuda tontería! —espetó Dupin interrumpiendo al prefecto—. Me refiero a lo de Labat.
—Hay pruebas. Fotografías del inspector explorando la arena de forma sistemática por la noche. Noches en que, ojo, no estaba de servicio. Vestido de negro y con una cómplice.
—¿Una cómplice?
Aquel asunto amenazaba con salirse de madre.
—Utiliza un nombre falso para ponerse en contacto con algunas empresas constructoras y ofrecerles cargas de arena. El material es profuso y de los últimos tres meses. Este asunto es gravísimo.
Increíble. Lo de los colegas de Lorient parecía una acción secreta de gran alcance.
—Es normal que lo hiciera. Él… —Estúpidamente, Dupin se encontró metido en aquella vorágine. ¿Cómo explicar al prefecto lo que él suponía, que Labat, obsesionado con los robos de arena, había investigado por su cuenta fuera de las horas de servicio?
—El inspector se encuentra en una posición muy delicada, comisario. Es su hombre. Deberíamos…
—El inspector Labat, como no puede ser de otro modo, investiga por orden mía, señor prefecto. En secreto.
El propio Dupin se sorprendió ante sus propias palabras. No se había parado a pensar, solo se daba cuenta de que estaba furioso. Labat podía ser muchas cosas, entre otras, insufrible, pero no era un delincuente. Aquellas acusaciones eran ridículas. Además, el inspector formaba parte de su equipo y, en ese sentido, Dupin no admitía bromas. En situaciones apuradas, se aparcaban las diferencias y antipatías personales.
—Ah, bien, entonces, asegura usted que él… —El prefecto no lograba articular palabra. La afirmación de Dupin lo había dejado totalmente desconcertado—. ¿Qué significa todo eso?
—Que desde hace tiempo en Concarneau también nos preocupa el tema de los robos de arena; evidentemente nos ha puesto en alerta el asunto de las playas de Kerouini y Pendruc. La investigación de Labat se ha centrado sobre todo en la playa de Trenez.
A Dupin no le quedó más remedio que decir algunas cosas al azar para aparentar veracidad y tapar, en lo posible, cuanto había hecho.
—Por orden nuestra, ha investigado de incógnito, fuera de horas de servicio, en lugares y con procedimientos sospechosos. Se lo pedí yo.
—¿Y quién es la mujer que lo acompaña? —Por desgracia, aquella pregunta ponía a Dupin en un aprieto—. Se le ha sido visto varias veces en la playa en plena noche con una mujer semicamuflada. Solo se le ve el cabello.
—Es para disimular. —Dupin siguió improvisando—. Se hace acompañar por una mujer para aparentar que son una pareja de enamorados.
Ya que se ponían románticos: Dupin sospechaba que aquella debía de ser la mujer de Labat, la profesora de lucha de la policía de Rennes. Prefirió no decir nada al respecto.
—Eso no hay quien se lo crea. ¿Por qué no fui informado?
—No teníamos más que una vaga sospecha.
Dupin también estaba sorprendido; siempre había creído que el prefecto sentía una predilección especial por aquel inspector tan solícito, que mostraba siempre una actitud tan dócil hacia él; de hecho, pensaba que al prefecto le gustaba usar a Labat como prolongación de su propia persona. En ese momento, en cambio, lo dejaba caer como si fuera una patata caliente. Aquel gesto lo decía todo de su carácter.
—Fui yo quien le dio las instrucciones. De todo —insistió Dupin.
No le quedaba otra opción más que huir hacia delante. Solo deseaba que, en aquella locura por el robo de arena, Labat no hubiera cometido demasiadas estupideces. En cualquier caso, y en honor a la verdad, el comisario se temía lo peor.
—¡Se acaba de inventar usted todo esto! —El prefecto, curiosamente, mantenía un tono tranquilo.
—Ya ve, señor prefecto, que fue una medida correcta. Es evidente que algo de fundado había en nuestras sospechas.
De todos modos, eso carecía de importancia en aquel momento: a Dupin le asombraba que la obsesión de Labat tuviera, en realidad, algo de cierto.
—Ya veremos qué dice el inspector Labat en su defensa. Ahora mismo hay una patrulla de camino a los montes de Arrée para recogerlo e interrogarlo.
—¿Ha dicho usted que han ido a recogerlo?
—Esas acusaciones deben aclararse. El asunto ya no está en mis manos. Estas cosas, cuanto antes, mejor. Si confirma lo que usted dice, no hay nada que temer.
Labat, en un coche patrulla de camino hacia un interrogatorio en un procedimiento disciplinario. Dupin apenas podía creerlo.
—De todos modos, comisario, ahora mismo tenemos asuntos más urgentes entre manos. ¿Qué hay del cadáver de los montes de Arrée? ¿Y del de Port du Bélon de ayer, ese que luego desapareció?
Dupin tenía que llamar de inmediato a Labat. Charlando con el prefecto no iba a hacer nada por él.
—Acabamos de empezar la investigación en los montes de Arrée. Hace dos horas.
—Y, por lo que veo, aún no se sabe nada.
—No, pero todo está bien encaminado. Pronto tendremos las primeras conclusiones.
—Bien. Eso es lo que quería oír. La prensa ya ha empezado a armar revuelo. En internet ya hablan del «cadáver del pantano del infierno».
—No estaba en el pantano, sino a los pies de Roc’h Trévézel.
Por fortuna, Dupin no había tenido noticias de la prensa. Pero aquello, sin duda, era un filón. Bastaba con pensar en el grupo de excursionistas para ver que ya había un buen número de personas dispuestas a contar historias de lo más jugosas.
—En cuanto a Port du Bélon, el titular dice «¿Un cadáver o ninguno?». Afirman que la policía todavía no sabe a ciencia cierta si ayer se produjo o no un asesinato. Huelga decir que no son los titulares que me complace leer. Tendré que hacer una declaración, ya sabe. Es mi responsabilidad.
Dupin tuvo que contenerse para no perder la calma.
—Partimos de la premisa de que ha habido un crimen. En efecto. También en el caso de Port du Bélon.
El prefecto guardó silencio. Dupin le dejó tiempo.
—Bien, en tal caso, espero que lo resuelva usted cuanto antes. Lo mismo que el asunto de las montañas. ¡Ah, comisario! En cuanto a lo de Labat… No le dé más vueltas. ¡Sea prudente!
Dupin no estaba dispuesto a responder a eso.
—¡E informe! ¿Entiende? Va a informarme usted con regularidad. Es una orden. Y ahora, tengo una cita importante.
Al instante, el prefecto había colgado.
Dupin estaba atónito.
Los disparates no dejaban de sucederse. Se encadenaban alegremente. Y lo peor era que cada vez eran más graves.
¿Qué le había pasado por la cabeza a Labat? El comisario, por desgracia, sabía cuál era la respuesta. Seguramente Labat, testarudo como un terrier, se habría ido obcecando cada vez más con aquella teoría del robo de arena. Eso era.
Otra cosa que no comprendía Dupin es que, si bien él jamás había soportado del todo al comisario de Lorient, nunca se habían enemistado en serio y, aunque era cierto que se habían producido algunas escaramuzas, la sangre nunca había llegado al río. ¿Por qué no le había llamado? De haberlo hecho, habría podido aclararle el asunto de antemano. Y habría podido hablar con Labat.
El comisario movió la cabeza: no era momento para esas preguntas. Había cosas más urgentes. Su inspector estaba a punto de verse gravemente perjudicado.
Dupin marcó el número de Labat. El inspector tardó un poco en responder.
—Señ…
—Labat, sostenga el móvil contra la oreja y escuche atentamente. Sé que está usted en un coche patrulla y que seguramente tiene alguien sentado a su lado, así que solo responderá con un sí o un no y lo hará en un tono que no llame la atención. —Dupin hizo una pequeña pausa, a modo de prueba.
Labat se tomó un momento y luego dejó oír un sí relativamente neutro.
—Muy bien. Y ahora recuerde lo que le voy a decir: yo no solo estaba al corriente de todo lo que ha estado haciendo usted, sino que le di órdenes de hacerlo. Yo, en persona. De todo. Y por ello se entienden todas las sandeces que ha estado usted haciendo en relación con su investigación sobre los robos de arena. ¿Me ha entendido?
Esa vez pasó algo más de tiempo hasta que llegó la confirmación.
—Sí.
—¿Era su esposa, Labat?
—Sí. —El tono de voz era lastimero, si bien se apreciaba el esfuerzo del inspector por mantener la calma.
—¿Ha hecho usted algo ilegal en el curso de sus, digamos, investigaciones?
—No.
—¿Seguro que no?
—No. Quiero decir, sí.
—Está bien.
Silencio.
—¿De verdad que no anda metido en nada raro? ¿En nada que sea objeto de delito?
Por prudencia, mejor preguntar.
—No.
—En tal caso, no le pasará nada. Yo me ocuparé de todo. Pronto volverá usted a estar de servicio.
—Sí. —Siguió una vacilación, luego un «gracias» de alivio y un comentario propio de un niño testarudo—: Ya ve usted que llevaba razón: hay gente robando arena.
Dupin colgó.
Todo aquel asunto era de locos. Debía mantener la cabeza fría. Era muy posible que se hubieran cometido dos asesinatos y tenía que andar pendiente de las cabriolas absurdas de su inspector.
Dupin había convocado a los dos policías de Sizun —L’Helgoualc’h, el rastreador, y el muchacho joven— a una breve charla en el Hôtel des Voyageurs. Durante las horas siguientes no tendría a nadie que pudiera ayudarlo: tenía a un inspector haciendo un examen de historia bretona y al otro, en un coche patrulla acusado de delito. Fabuloso.
Mientras esperaba, había vuelto a hablar con Nolwenn. Sobre todo, claro está, acerca de Labat. Evidentemente, ella se hallaba al corriente de todo, pero, aun así, estaba fuera de sí. Estaba decidida a llamar personalmente al prefecto. En cuanto al cadáver hallado en los montes de Arrée, no se le había ocurrido nada.
Los dos agentes se habían sentado a la mesa de Dupin, en la calle, y le habían hecho un breve informe. El cadáver se encontraba en Brest; la autopsia ya había empezado y la policía científica había finalizado su trabajo sin nuevos resultados. Como era de esperar, en la cumbre no habían hallado nada más que L’Helgoualc’h y habían confirmado sin excepciones lo que este había averiguado. Habían comprobado también la suela de la pisada con la base de datos y, en efecto, se correspondía a una zapatilla Nike. La empresa las usaba en tres modelos distintos. Otra cosa importante era que no habían hallado más huellas. Era altamente probable que en Roc’h Trévézel solo hubiera habido un asesino.
—Pero alguien tiene que haber notado la desaparición de ese hombre. Desde ayer al mediodía o por la tarde. —Dupin no lo entendía—. ¿No hay ningún aviso?
L’Helgoualc’h había hablado poco hasta el momento; su joven compañero había sido el encargado de informar.
—No, señor comisario. En ningún sitio. La forense ha limpiado la cara del fallecido y nos ha enviado una fotografía por correo electrónico. Me parece que, a pesar de las heridas, se le reconoce bien.
—Hágala correr. Pásela también a la prensa. —Dupin estaba harto. Tenían que hacer algo. No podían esperar, sin más, a que alguien se pusiera en contacto con ellos—. Envíela a todos los departamentos de la Bretaña y del resto del país.
—Hemos pensado en mostrarla por los bares y restaurantes de la zona. —El joven buscó la mirada de Dupin—. Aquí, entre nosotros, es un método efectivo.
El comisario asintió.
—¿Cuándo fue la última vez que se produjo un asesinato en esta zona? —Dupin le había dado vueltas a ese asunto. Tenía que haber pasado mucho tiempo.
—Fue en 1962. Una granjera mató a su marido, borracho, después de que este atropellara el caballo de la familia al llegar a la granja de noche a toda velocidad. —L’Helgoualc’h explicaba aquello con un tono impasible—. El hombre venía de este bar.
Dupin no preguntó más. Sabía del valor que tenían los caballos en el campo bretón. Nolwenn conocía decenas de historias sorprendentes sobre caballos gracias a su extenso clan. Durante siglos aquel animal había sido lo más valioso de una familia. El bienestar y la reputación de la misma dependían del número de caballos que poseía. A menudo incluso vivían en las casas, con la familia, y se llamaban como las esposas: Charlotte, Marianne o Ma Chérie. La pérdida violenta de un caballo era, por lo tanto, un motivo plausible de asesinato.
—Eso es todo. Nada más, ¿verdad?
—Nada de importancia. Muchos delitos por consumo de alcohol, pero todo bastante inocente. —L’Helgoualc’h se encogió de hombros—. Pocas veces hay robos. Y si se dan es a causa de alguna rencilla, por venganza.
—¿Y qué hay de la ropa del cadáver? ¿Se sabe algo?
El joven agente recuperó protagonismo.
—La forense nos informará de marcas, tallas y particularidades que permitan sacar conclusiones. Seguramente lo recibiremos muy pronto.
Dupin se inquietó al recordar algo.
—¿Alguna cosa sobre el tatuaje?
—Aún no.
—Bien, entonces…
Dupin se calló. Se le acababa de pasar algo por la cabeza. Se le había ocurrido al hablar de la ropa. La idea tal vez fuera extraña, pero en esas circunstancias, se dijo, por qué no. Era algo que había dicho la señora Bandol. Sobre uno de los detalles que había recordado por la noche, en el sueño.
Dupin se levantó sin explicación.
Necesitaba un ordenador. Tenía que comprobar una cosa. ¡El smartphone! Siempre se le olvidaba lo que ese aparatito podía hacer.
Se inclinó ante la pantalla, buscó el navegador y lo abrió. Tras equivocarse dos veces, escribió al fin lo que buscaba. Al cabo de unos segundos, obtuvo las primeras imágenes. La cara del joven policía reflejaba un gran desconcierto; la de L’Helgoualc’h, un escepticismo profundo.
—Sí, podría ser. —Dupin siguió avanzando por la pantalla—. Sí. Bueno. —Miró a los dos policías—. Tengo que marcharme. Es importante.
Era importante y lo tenía que comprobar en persona. Tenía que hablar con la señora Bandol.
—Infórmenme de inmediato si surge alguna novedad.
—Entendido —dijo el joven agente, todavía sorprendido por la conducta repentina del comisario.
—Gracias. Y, de nuevo, ¡buen trabajo!
Dupin dejó un billete en el platillo de plástico y se marchó con paso rápido.
Tenía prisa.
—¡Ya está! ¡Ya ha salido! —Nolwenn estaba entusiasmada.
Qué rápido. No es que sorprendiera mucho a Dupin, pero el prefecto, precisamente por su escasez de luces, a menudo era un hueso duro de roer. Además, aquel asunto no dependía solo de él: los procedimientos disciplinarios era una cuestión tremendamente formal.
—¿Cómo lo sabe? Labat ha…
—No, no es Labat. ¡Es el inspector Le Ber! ¡El examen, el diploma! Dice que se lo sabía todo. —A la alegría se unía entonces cierto orgullo—. De todos modos, no esperaba otra cosa.
Dupin había dejado el coche arriba, en el aparcamiento de Port du Bélon, y luego había bajado por el pequeño callejón que llevaba al muelle. Ahí era donde lo había localizado Nolwenn. Estaba a punto de llegar. Durante el trayecto, había pedido una cosa a la joven policía de Riec, a lo que ella había respondido con un «Tranquilo, tengo en casa». Magalie Melen había organizado el encuentro con la señora Bandol en pocos minutos.
—¿Qué le parece, señor comisario? —le preguntó Nolwenn, lo que interrumpió sus pensamientos.
—Bueno, pues que me alegro, claro.
—¿Sabe qué tema salió? —Nolwenn estaba tan emocionada que costaba pararle los pies—. ¡América!
—¡Qué bien! Seguro que Le Ber nos lo contará con todo lujo de detalles.
Un intento fallido.
—¡América existe gracias a los bretones! ¿Sabe quién descubrió América? ¡Pues los pescadores bretones de la isla de Bréhat! Y muchos siglos antes que Colón. Ellos llegaron a Terranova. Está todo documentado. ¿Y qué me dice de la independencia americana? —Dupin casi podía ver el brillo en los ojos de Nolwenn—. ¡Fue gracias a los bretones! Fue el marqués De la Rouërie quien asestó el golpe de gracia definitivo a los ingleses con el cuerpo que dirigía. Y luego está lo de Halloween. Pero eso ya lo sabe, ¿verdad?
Dupin deseó que aquello no fuera más que una pregunta retórica.
—¡Es una celebración totalmente bretona! A principios de noviembre, con los primeros fríos, los celtas celebran el Samhain. Esa noche se abren las puertas ocultas del mundo oscuro y unas criaturas siniestras vagan por nuestras esferas. En los siglos XVIII y XIX, unos inmigrantes celtas llevaron consigo sus leyendas y costumbres a Norteamérica y surgió Halloween.
Muy interesante, sí, pero no en aquel momento.
—No se preocupe por Labat. —Nolwenn volvió sin más a la cruda realidad—. Digamos que ya he hablado largo y tendido con el prefecto. Y también le he dejado muy clara mi opinión al comisario de Lorient. —Dupin estuvo a punto de pedirle detalles sobre aquello, pero prefirió dejarlo correr—. Creo que pronto volverá con usted.
—Excelente.
Dupin no se habría imaginado ni en sueños que acabaría diciendo tal cosa sobre Labat. Sin embargo, era sin duda una buena noticia; de hecho, era un verdadero alivio.
—Y Le Ber se reunirá ahora con usted. Por cierto, ¿dónde está?
—Estoy delante de La Coquille. Quiero hablar con la señora Bandol. Y luego echaré de nuevo un vistazo al aparcamiento donde estaba el cadáver.
—Así que ¿sigue usted convencido de que la señora Bandol vio un cadáver?
—En efecto. —Dupin vaciló—. Tengo una pequeña teoría que quiero comprobar.
—¿La señora Bandol ha vuelto a rebuscar en su memoria y ha recordado alguna cosa más?
—Bueno, en realidad, dice que —Dupin era, consciente de que aquello iba a sonar extraño— vio el cadáver por la noche, mientras dormía. Al parecer, con más claridad. Dice que vio un par de detalles más.
—¡Igual que la tía Marguerite! Cuando sueña, se acuerda de todo lo que ha pasado por alto durante el día. A veces le preguntas algo y te pide que vuelvas a preguntárselo a primera hora del día siguiente. Y entonces, en efecto, vuelve a acordarse de todo. Señor comisario, no es nada raro.
Cualquier sospecha de que Nolwenn pudiera dudar de su estado mental era totalmente injustificada. Debería haberlo pensado: la realidad de los sueños era algo evidente para los bretones.
—Vaya usted a saber, igual así se acuerda incluso de otras cosas. A veces es sorprendente. En fin, no permita que le confundan, comisario, aunque no tenga nada tangible. Ya conoce el lema bretón: «¡Nada es más cierto que lo que no se ve!». El mundo es un bosque encantado. Por todas partes hay un significado oculto. Y los sueños son señales de una eficacia probada desde tiempos inmemoriales. En fin —de nuevo Nolwenn pasaba directamente a lo práctico—, le diré al inspector Le Ber que se reúna con usted en el aparcamiento.
Dupin se encontraba ya ante la entrada del restaurante, adornada con docenas de letreros de colores colgados por doquier; Ostras de la Bretaña, placer en estado puro, prometía el de mayor tamaño. Dupin estaba impaciente. Quería saber si había algo de cierto en su sospecha. Tal vez aquella ocurrencia fuera descabellada.
—Bueno, pues gracias, Nolwenn.
—En cuanto a la fiesta de pasado mañana… —La voz de la secretaria adquirió entonces un dejo severo. Dupin se estremeció. Por suerte la conversación tomó un rumbo diferente del que había temido—. Olvídelo por hoy. Tiene usted cosas que hacer y los asesinatos son lo primero. He confirmado el menú con Alain Trifin. Casi todo el mundo ha confirmado también su asistencia. Incluso la comisaria Rose me ha dicho que vendrá, siempre y cuando, me ha pedido que se lo dijera, no se produzca ningún tiroteo en las salinas y el viento y el sol así lo quieran. Eso es todo. ¿Alguna cosa más?
—No.
—Entonces llamaré ahora mismo al inspector Le Ber.
Y con esto último colgó.
Dupin se quedó parado delante de la puerta del restaurante. Inspiró hondo y entró.
Jacqueline le saludó desde el mostrador. Parecía estar esperándolo.
—Ahí lo tiene. —Señaló con la cabeza hacia el final del mostrador, donde había un pequeño paquete.
—Genial. —Dupin, contento, se hizo con él al pasar. Magalie Melen había sido rápida con el encargo.
La señora Bandol estaba en la mesa del día anterior, algo que Dupin agradeció; formaba parte de su carácter establecer de inmediato hábitos en cualquier lugar. El perro estaba esa vez junto a la puerta de la terraza, con la nariz pegada al cristal. Parecía nervioso.
—Acérquese, comisario, acérquese. ¿Qué hay? Parece un asunto muy urgente.
La señora Bandol atrajo a Dupin hacia su mesa. En esa ocasión vestía en tonos azul claro de la cabeza a los pies; llevaba de nuevo falda larga y una blusa sencilla de escote amplio y redondo, que le daba un aspecto casi juvenil, y el pelo cuidadosamente revuelto, más que el día anterior.
—Tengo que enseñarle una cosa, señora Bandol. —Dupin se había quedado de pie—. ¿Verdad que me ha hablado usted por teléfono de unos zapatos con pájaros?
—¡Sí, y tanto!
—Unos zapatos con pájaros. Es una de las cosas que ha recordado en su sueño. Uno de los nuevos detalles.
Dupin sacó entonces unas zapatillas deportivas del paquete. Estaban sucias de barro, era evidente que se usaban a menudo e hiciera el tiempo que hiciese. De todos modos, lo que le interesaba se veía con claridad. En verde neón sobre fondo oscuro. Una especie de gancho estilizado, que también podía interpretarse como un pájaro estilizado.
El logotipo.
—Me gustaría saber…
—¡Qué sagaz es usted, comisario! Al verle, nadie lo diría… Sí. Aunque era de otro color. Ahora me acuerdo: las zapatillas eran negras, y los pájaros, rojos. Sí. ¡Eso es! Son las zapatillas del muerto. ¡Son exactas! ¡Ya lo tenemos!
Algún punto en el rincón más remoto del cerebro de Dupin se había activado cuando la señora Bandol le había hablado de unas zapatillas con pájaros. Le ocurría con frecuencia: empezaba a asociar, a combinar y finalmente, más tarde, sacaba algo en claro de todo aquello. Era uno de los motivos por los que no le gustaba hablar de su «método».
—¿Está usted segura, señora Bandol? ¿Al cien por cien?
Aquel detalle era absolutamente decisivo.
—Tanto como de que estoy aquí ahora mismo. Ya se lo he dicho: en el sueño distinguía perfectamente esos pájaros.
—¿Y ahora se ha acordado de los colores?
—Como si los tuviera delante.
Dupin se sentó.
—Unas Nike. La víctima llevaba zapatillas Nike —murmuró de modo casi inaudible.
—¿Y qué significa eso, comisario?
En lugar de contestar, Dupin sacó el móvil. Tenía que comprobar una cosa más. Otro punto al que agarrarse. Otra certeza.
—Ha dicho usted que las zapatillas eran negras. —Dupin había regresado a la página de internet del fabricante, introdujo el color y, al cabo de unos instantes, obtuvo los resultados de «con logo rojo». Analizó la lista, modelo por modelo—. Completamente negras, bueno, excepto por la marca roja. ¿Sin ningún otro color en la suela ni nada?
—¡Completamente negras! —La señora Bandol parecía molesta por la repetición de la pregunta.
—Aquí está. —Dupin había dado con lo que buscaba—. ¿Algo así? —Le enseñó el móvil a la señora Bandol.
—¡Exacto! Los colores, el modelo… ¡Sí, eran exactamente así! ¡Bravo!
Había llegado el momento decisivo.
Dupin hizo clic en una de las imágenes adicionales que mostraban la suela. Al instante obtuvo la fotografía ampliada: las estructuras eran parecidas a los panales de abeja, con unas líneas ondulantes. Estaba claro.
El modelo existía. Era justo ese: unas Nike de color negro con el logotipo rojo y, lo más importante, con la misma suela especial que las huellas de los montes de Arrée.
Dupin se pasó la mano repetidamente por el cabello. Tenía que concentrarse.
—¡Dígame lo que piensa, comisario! Si no, ¿cómo le voy a ayudar?
Dupin frunció el ceño.
—Hemos encontrado huellas de este tipo de zapatillas exactamente —dijo señalando la pantalla del móvil— en Roc’h Trévézel, en el punto desde el que arrojaron a la víctima al vacío. El asesino llevaba este calzado.
La señora Bandol abrió los ojos, sorprendida, y su expresión reflejó un profundo horror. Luego movió la cabeza poco a poco, con un gesto muy teatral.
—¡Entonces, ese era mi muerto! —La mujer adoptó una actitud excitada—. ¡Mi cadáver! ¡El cadáver que desapareció en Port du Bélon era el del asesino de Roc’h Trévézel! ¡No hay otra explicación!
La conclusión era fabulosa. Era justo lo que había pensado Dupin. Dando por sentado que la señora Bandol se acordara, en efecto, de las zapatillas y de todo lo demás, aquello suponía un cambio tan espectacular como desconcertante. Intentó formular una conclusión posible.
—Ayer por la mañana, el hombre de las Nike mató al que hemos encontrado esta mañana en Roc’h Trévézel para suicidarse al cabo de dos horas a cien kilómetros de Port du Bélon.
Los dos casos eran uno solo.
—También podría ser que, simplemente, los dos llevaran las mismas zapatillas, tanto el asesino como el muerto de ayer —objetó la señora Bandol.
—No lo creo.
Su instinto le decía que no podía ser una casualidad.
—Yo tampoco. —La señora Bandol sonrió con complicidad—. Esto se está poniendo muy emocionante.
Dupin no quería engañarse. Todo resultaba muy aventurado, sumamente especulativo. Arriesgado. En cualquier caso, si partían de la premisa correcta, las consecuencias que se derivaban de la misma eran de una lógica aplastante.
—Me gustaría encargar un retrato robot de ese hombre, de su muerto. Puede que tengamos suerte si lo enviamos con la otra fotografía. Tal vez vieran juntos a los dos hombres en algún sitio.
No tenían suficientes detalles para obtener una cara, por supuesto, pero sí algunos datos sobre lo que vestía el muerto, el asesino, en realidad. Aunque aquello, claro, era muy poca cosa, por el momento no tenían nada más a lo que agarrarse.
La señora Bandol volvió a negar con la cabeza.
—Las posibilidades son muy remotas, pero, de acuerdo, hagamos un retrato robot. Puede que me haga recordar algún otro detalle. Ya se verá. La memoria es una caja de sorpresas.
—Pediré que venga un retratista a visitarla.
Si la historia que iba tejiéndose era cierta, el caso tenía unas dimensiones enormes. Significaba que, al menos, había una tercera persona implicada en lo ocurrido y que esta andaba suelta. El asesino del asesino. Por otra parte, no tenían nada que les indicara de qué iba el asunto, de sus implicaciones. Se movían totalmente a ciegas.
Dupin sintió una urgencia apremiante, una sensación que le resultaba familiar, el estado de ánimo que le sobrevenía cuando los casos se complicaban.
—Muchas gracias, señora Bandol. —El comisario se levantó—. Si recuerda algo más, háganoslo saber de inmediato.
En el rostro de la mujer se reflejó un disgusto mayúsculo.
—No pretenderá dejarme aquí sola con unos sucesos tan extraordinarios. Por otra parte, es hora de almorzar y tendrá que comer usted algo. Podemos seguir investigando mientras comemos.
Dupin cogió las zapatillas y volvió a meterlas en el paquete arrugado.
—Lo siento, señora Bandol, pero tengo que marcharme.
Tras una breve reflexión, ella volvió a esbozar una gran sonrisa.
—Bueno, en tal caso, querido mío, no se demore más.
—Yo situaría la hora de la muerte entre las once y las doce de la mañana de ayer. Para terminar, confirmo lo que dijo el médico del pueblo: el hombre fue estrangulado. Cuando cayó por el precipicio ya estaba muerto. La muñeca rota se debe posiblemente a una pelea, igual que una serie de hematomas que se produjeron antes de la muerte. Por desgracia no hemos encontrado ni fibras ni piel del asesino debajo de las uñas.
—¿Alguna cosa más?
El viejo Citroën emitió un gemido cuando Dupin tomó una curva cerrada a gran velocidad. La forense lo había llamado en el momento en que se subía al vehículo. Antes había hecho algunos encargos más a Magalie Melen.
—De momento, supongo que las lesiones a causa de la pelea, el estrangulamiento y la caída final se produjeron como máximo en el lapso de una hora. No llevaba mucho tiempo muerto cuando lo arrojaron al vacío.
No era gran cosa, pero por lo menos indicaba el orden de los acontecimientos.
—Es decir, que todo podría haber tenido lugar en Roc’h Trévézel.
—Es posible, aunque también podría ser que asesinaran a la víctima en las cercanías y luego la condujeran hasta allí.
A Dupin le gustaba el modo preciso, neutro y simple en que se expresaba la forense.
—¿Algún indicio de la identidad del fallecido?
—Nada concluyente. En la sesentena, metro setenta y seis de altura, centroeuropeo. Dentadura descuidada, tratamientos convencionales que podrían haberle proporcionado en cualquier parte. Fumador empedernido. Dieta desequilibrada y, sin embargo, sorprendentemente sano a primera vista. Higiene personal pobre. Ropa y calzado sin marca. Nada destacable.
—¿Y el tatuaje?
—Hemos estado examinándolo. Por desgracia, durante la caída, el brazo derecho sufrió abrasiones severas y se desprendió un trozo del tatuaje con la piel, así que no hemos podido reconstruirlo por completo. Por lo que puede verse, el motivo es marítimo. Una vela estilizada, una especie de edificio, supongo, y una letra, una S. Puede que falte una o más letras. Tal vez fuera un viejo marino. Llevaba el tatuaje desde hacía muchos años.
—¿Un marino?
—Quizá hubiera navegado de joven. Pero podría ser que no; a fin de cuentas, los motivos marineros son parte del repertorio de tatuajes favoritos. Por lo tanto, puede que no fuera nada relevante.
—¿Le importaría enviar una fotografía a mi secretaria?
—Ahora mismo. Hay restos de otro tatuaje, en el brazo izquierdo. También es de hace mucho tiempo. En este caso, las heridas impiden distinguirlo. Solo se ve una línea, de unos tres centímetros y acabada en punta. Supongo que falta el resto.
—¿Solo una línea?
—Es una especie de cuña plana, o un rayo. No tengo ni idea de qué podría ser. También haré una fotografía. Eso es todo por el momento.
—Gracias. Llámeme cuando tenga algo más.
Después de aquella conversación, Dupin había tomado la calle estrecha que conducía al aparcamiento.
De nuevo se pasó varias veces la mano por el cabello. Era de locos. ¿Qué significaba todo aquello?
Más allá de consideraciones estadísticas, el instinto le decía que algo más corroboraba la relación de los dos casos: el carácter misterioso. Dos muertos que aparecían de pronto en lugares donde nadie sabía quiénes eran ni de dónde venían. Y a los que, al parecer, nadie había echado de menos hasta el momento.
Dupin aparcó poco antes de llegar a la cinta de color rojo y amarillo con la que habían cerrado el acceso al aparcamiento. Magalie Melen había seguido hablando con distintas personas de Port du Bélon y de Riec; nadie, nadie en absoluto, había notado nada raro ni había comentado nada del, oficialmente, posible cadáver.
El lugar donde la señora Bandol había visto el cuerpo seguía cerrado al paso. Las cuatro flechas móviles de color amarillo fosforescente y la cinta en torno al trozo de hierba vacío tenían un aspecto absurdo. Más aún en aquel paisaje solitario.
Dupin se agachó y pasó por debajo de las cintas.
Se encontraba justo donde había estado el cadáver. Fue girando en círculo lentamente, sin buscar nada en concreto.
¿Por qué aquel lugar? Llevaba tiempo planteándose esa pregunta.
Igual que en el caso de los montes de Arrée. ¿Por qué los montes de Arrée, por qué Port du Bélon?
Según su hipótesis, el asesino del muerto de Roc’h Trévézel había ido hasta allí a primera hora de la tarde. ¿Por qué? ¿O acaso había sido asesinado en otro lugar y luego lo habían transportado hasta Port du Bélon? El hecho de que, al parecer, el cadáver hubiera permanecido allí muy poco tiempo hacía pensar en un crimen espontáneo, no planeado. En definitiva, poco inteligente. Algo que también podía decirse acerca del asesinato en los montes de Arrée y el modo en que se habían deshecho del cadáver allí. ¿Cómo habían eliminado el cadáver del aparcamiento? ¿En un vehículo? Quizá aquella eliminación fuera definitiva. Tal vez no volviese a aparecer.
Dupin salió de sus cavilaciones cuando se aproximó un vehículo. Se trataba de un coche patrulla. Pero no era Le Ber.
El vehículo se detuvo justo detrás del suyo.
Al cabo de un momento, el agente antipático del día anterior se apeó y se encaminó directamente hacia Dupin. Erwann Braz.
—¿Qué está usted haciendo aquí? —gruñó el comisario, molesto. Le hubiera gustado quedarse un rato solo.
—Estoy comprobando la declaración de la señora Bandol. Es incoherente.
—¿Disculpe?
—Dijo que ayer tomó el camino de siempre. Y no es cierto. —Braz hablaba rápido, con gesto solícito y, en cambio, le pareció a Dupin, con un desprecio descarado hacia la señora Bandol—. Tengo dos declaraciones de testigos que dicen que en sus salidas diarias toma siempre, sin excepción, el sendero bajo, junto al Bélon, y que va hasta el acantilado desde el que se ve Port Manec’h. Luego da la vuelta y regresa por el mismo camino. Pero ¡ayer no! —El agente intentaba, sin suerte, imprimir tensión en su detallada explicación—. Ayer no pasó por el camino del Bélon, sino por la callejuela que conduce al aparcamiento. Venía de esa dirección. —Señaló entonces al lugar donde tenían los vehículos—. Detrás del primer cruce de esa calle, que a la izquierda lleva a los gîtes, los apartamentos turísticos, y a la derecha, a Port du Bélon, parte un sendero que va del río hacia arriba. Ese fue su camino. Tomó el camino junto al Bélon antes de llegar a la desembocadura y dio la vuelta por aquí.
—Muy bien, ¿y qué?
—Eso demuestra que la afirmación de que había bajado por el sendero desde la colina es falsa. —Habló como si con aquel descubrimiento extraordinario hubiera resuelto el caso—. De hecho, toda su declaración es falsa y tal vez incluso de forma premeditada.
Aunque no cabía duda de que había que aclarar aquel aspecto, el policía sacaba a Dupin de sus casillas. Le molestaba muchísimo que primero hubiera descrito a la señora Bandol como alguien que no era de fiar y en ese momento la creyera sospechosa.
—Que la señora Bandol viniese de aquí o de allí no cambia para nada el hecho de que viera un cadáver.
—En cualquier caso, sí reduce la credibilidad general de su declaración y, además, arroja nuevas dudas al caso.
—En mi opinión…
Sonó entonces el timbre monótono del móvil de Dupin.
Nolwenn.
Se alejó unos pasos sin hacer más comentarios.
—Se ve a primera vista, señor comisario. Shelter house!
Dupin se quedó callado, esperando.
—Ya hablamos de ello, ¿se acuerda? Son las casas de mar, los abris du marin.
La explicación de Nolwenn no mejoró nada las cosas.
—Son esas hospederías y albergues que creó Jacques de Thézac a principios del siglo XX en distintos puertos bretones para dar hogar, comida, alojamiento y trabajo a los marinos cuando están en tierra. Y también para librarlos de las garras del alcohol.
Dupin sabía qué eran los abris du marin. Precisamente al lado del Café du Port de Henri, en Sainte-Marine, había una de esas casas de mar antiguas, un edificio imponente, en el cual se podía leer, en letras grandes, Dieu Honneur Patrie, esto es, «Dios, honor y patria». A Dupin le impresionaba cada vez que lo veía.
—¿Y?
—¡El tatuaje, comisario! Es el emblema de las shelter houses, que es como se conocen las casas de mar o abris du marin, en el norte de Escocia. ¡Es muy famoso, igual que el emblema! Al tatuaje solo le falta la H. Desde luego, el brazo tiene muy mal aspecto. ¡Qué bien que el hombre ya estuviera muerto cuando cayó!
—Explíqueme más, Nolwenn.
Increíble. Nolwenn acababa de recibir la fotografía y lo había reconocido de inmediato. Por fin tenían una pista de verdad. Una pista que podía conducirles hasta Escocia.
—Es una fraternidad celta: hay vínculos muy estrechos entre las shelter houses y los abris du marin.
El interceltismo —el vínculo entre las distintas regiones europeas donde residían los millones de celtas que quedaban y que, por fin, se acercaban entre sí— últimamente había sido uno de los grandes temas de las lecciones de Nolwenn sobre la Bretaña. Escocia, Irlanda, Gales, Cornualles, la isla de Mann y la Bretaña eran, tal como ellas mismas se denominaban, las seis naciones celtas. Millones de representantes de una civilización ancestral, poderosa y orgullosa, de tres mil años de antigüedad. Una civilización que, en su momento de máxima expansión, en el siglo III antes de Cristo, abarcaba prácticamente toda Europa (¡de hecho, la Bretaña ya era celta el 800 antes de Cristo!). Desde las islas británicas, pasando por la Galia y extendiéndose hacia España y Portugal, por toda la costa atlántica hacia el sur; y, al este, hasta los actuales países de la República Checa, Eslovaquia, Serbia, Croacia y Polonia.
—Deberíamos ponernos en contacto con ellos de inmediato, Nolwenn.
—Acabo de llamar a la central de Thurso. Tienen hospederías en Portree, Skye, Oban, Drumberg, Hope y Armadale. Muchos marinos que viven en las casas de mar escocesas llevan este tatuaje.
Nolwenn era fabulosa.
—¿Llevan algún registro?
—Sí. Tanto de los actuales como de los antiguos. La mayoría suele volver. El ambiente es muy personal; de hecho, es uno de sus principios. Les he pedido que pregunten si echan de menos a alguien. También les he enviado una foto del muerto. La compañera de Thurso no lo ha reconocido, pero eso no significa nada.
—Perfecto.
Tal vez habría suerte. Esa era una posibilidad.
—Tengo que marcharme, comisario. Ya sabe, el entierro de la tía Elwen. Si no, cuando llegue, ya estará bajo tierra. Le llamaré en cuanto tenga noticias. La señora de Thurso tiene mi número de móvil.
Dupin se imaginó a Nolwenn de pie, junto a la tumba de su tía, con una pala llena de tierra en la mano derecha y el móvil en la izquierda.
La secretaria había colgado.
Dupin se quedó un rato sumido en sus pensamientos.
Luego se dio la vuelta. Se acercaba otro coche al aparcamiento. Esa vez era Le Ber. El inspector frenó de golpe. Dupin se le acercó. Se alegraba de tener a Le Ber de vuelta.
Erwann Braz, por su parte, no sabía si seguir a Dupin; primero dio unos pasos en dirección a Le Ber, pero luego algo le retuvo y miró a Dupin para saber qué hacer. Un gesto en vano.
Le Ber llevaba el orgullo escrito en la cara; incluso parecía más alto.
—¿Cuál es el remedio para el escorbuto?
—Perdón… ¿cómo dice?
—Todos los libros de historia afirman que lo descubrió James Lind a principios del siglo XIX. Pero en realidad fue François Martin, un bretón, un boticario de Vitré. ¡En 1601! Participaba en una expedición a las Indias Orientales cuando se levantó una tormenta terrible; los barcos se volvieron entonces incontrolables y fueron a la deriva. Todos los marineros padecieron escorbuto, menos los que iban en su barco, porque él les dio de comer naranjas y limones.
—¡Felicidades, Le Ber! —Sin embargo, Dupin no había imprimido suficiente determinación. Craso error. La historia aún no había concluido.
—Los rescataron los holandeses y el rey de Holanda pidió al boticario que le revelara el secreto para la flota holandesa. Él accedió en señal de agradecimiento.
—Le Ber —atajó Dupin, impacientándose—, acaban de surgir un par de pistas importantes.
La expresión de Le Ber cambió por completo al instante.
—Podrían conducirnos a la identidad del fallecido de los montes de Arrée. —Dupin pasó a contarle entonces los descubrimientos de Nolwenn—. Debemos…
Volvió a sonarle el móvil.
Otra vez Nolwenn. Dupin se la imaginó en el coche. La secretaria le soltó la noticia a bocajarro.
—¡Seamus Smith! —gritó, como si el nombre fuera toda una sensación—. Era un huésped habitual desde hace décadas de la casa de mar, es decir, de la shelter house de Oban. Sesenta y dos años. Escocés. Lo han reconocido de inmediato gracias a la fotografía. Él…
—¿Tenemos la identidad del muerto? ¿Sabemos quién es?
Los acontecimientos se sucedían, uno tras otro; ese era el ritmo preferido de Nolwenn.
—Volvió a la hospedería en noviembre. Ayer se marchó temprano, pero no dijo a nadie lo que se traía entre manos, y menos aún que se iba de viaje. Al parecer, no se llevó ninguna maleta. Esta mañana se han dado cuenta de que no había vuelto, algo muy inusual. No tiene familia y se estaban planteando denunciar su desaparición. Nadie se explica cómo consiguió un billete de avión. No tenía ni un céntimo.
—¿Cómo hemos podido averiguar tantas cosas tan rápido?
Dupin no salía de su asombro.
—No es brujería, comisario. Mi colega escocesa es muy buena. —Dupin percibió admiración en su voz—. Ahora mismo está hablando por teléfono con Oban. Intentará localizar a la directora de la hospedería, porque en este momento no está en la casa. Hasta ahora solo ha podido hablar con la secretaria.
Su muerto era escocés. Dupin había estado en Escocia en dos ocasiones, hacía mucho tiempo. En Edimburgo. La ciudad le había gustado mucho. No conocía Oban, solo su exquisito whisky.
—¿Qué más sabemos? ¿Era marino?
—Sí, en efecto. Pero llevaba muchos años sin hacerse a la mar. Demasiado alcohol. Parece que tuvo una vida bastante desgraciada. No tuvo suerte. Trabajaba de vez en cuando en las lonjas y, sobre todo, en criaderos de moluscos y ostras. En cualquier caso, siempre trabajos temporales. De momento no sabemos nada más.
—¿Criaderos de ostras?
—Sí, en la costa occidental escocesa también se crían. ¡Hasta muy al norte! Pero ahora, de verdad, tengo que irme. Mi amiga se pondrá en contacto con Le Ber, ya le he dado su número. Es probable que en el cementerio no haya cobertura. ¿Ya está ahí Le Ber?
—Sí.
—¿Lo ha felicitado?
—Sí.
—Bien.
Nolwenn colgó.
Dupin se guardó el móvil en el bolsillo del pantalón y se llevó las manos a la nuca.
Tenían al muerto. A uno de ellos.
Conocían su identidad.
Y, sin embargo, de repente, todo se volvía más extraño. ¿Por qué un trabajador eventual entrado en años de un pueblecito escocés de mala muerte, que vivía en una casa de mar para marineros necesitados, se habría marchado de buena mañana de Oban para morir asesinado al cabo de unas horas a mil kilómetros de distancia, en la landa bretona?
Como siempre que hablaba por teléfono, Dupin había ido dando vueltas sin darse cuenta. Sin un objetivo concreto, sin destino, casi como un sonámbulo. A veces, al colgar, no sabía dónde se encontraba.
Había dejado atrás el aparcamiento y había llegado a lo alto de los acantilados. Y había avanzado por ellos. Unos bloques de granito grandes y de color claro, que con los siglos habían adquirido la forma redondeada del lomo de una ballena, se levantaban en el corazón del brezal, espeso y enmarañado, de un intenso color lila. Las rocas estaban cubiertas de manchas de colores intensos —amarillos, naranjas y verdes— y de formas infinitas, ovaladas, alargadas, redondas. Parecían misteriosas señales de advertencia, símbolos antiguos.
Dupin se quitó la chaqueta. Llevaba uno de sus polos azul marino. Hacía calor: el sol parecía realmente de verano. Soplaba una brisa suave y agradable. Era uno de esos magníficos días que Dupin llamaba «atlánticos», en los que el azul intenso y claro del cielo estaba presente en todas partes. También el mar parecía querer presumir de su infinita paleta de tonos azulados. A los pies se abría la bahía, de color turquesa. A lo lejos, en el horizonte, se distinguía una fina línea de color azul claro. A la izquierda, la desembocadura del Bélon; a la derecha, la del Aven; delante, la bahía y, detrás, en un saliente suave, Port Manec’h, con su agradable puerto, su playa, que era como una laguna, las dos palmeras altas y el pequeño faro pintado con bandas de color rojo y blanco.
La vista era fenomenal. Era uno de esos días en el que tenía lugar un curioso fenómeno óptico, porque el aire suspendido sobre el mar funcionaba como un prismático. Le Ber se lo había explicado en una ocasión. De forma profusa. Era cierto: las islas lejanas, de las que habitualmente solo se distinguía la silueta, de repente parecían muy próximas y dejaban ver árboles, playas y casas. Casi resultaba posible nadar hasta ellas.
Se acercaban dos veleros, uno tras otro, procedentes del Aven; por el Bélon llegaba una barca de pesca de color verde. Dupin dejó vagar la vista por el mar. De repente, algo le llamó la atención. Había un bulto oscuro moviéndose por el agua. No era un barco. Cerró los ojos un momento y luego fijó la vista. ¡Había desaparecido! Ya no estaba. Abrió mucho los ojos y se quedó quieto, inmóvil. ¿Sería Kiki, el pariente cercano del tiburón blanco? Quizá fuera solo una roca que el mar de fondo hubiera dejado al descubierto por un instante. En cualquier caso, ya no había nada que ver.
El comisario se desperezó.
Los últimos descubrimientos eran muy importantes. Había mucho que hacer. Dar algunas órdenes, adoptar medidas concretas, hacer avanzar la investigación. Tenían que averiguar todo lo posible sobre Smith. Por un instante, el comisario tuvo una sensación rara, distinta de la emoción habitual, la tensión, su característica inquietud. Se sintió extrañamente aliviado. Contento de poder hacer algo al fin.
Buscó a Le Ber con la mirada. Al parecer Braz y su inspector se habían quedado en el aparcamiento.
Dupin regresó por el camino escabroso que había tomado.
—¡Hola, jefe!
Dupin casi pegó un respingo. Era Le Ber. Sin embargo, la voz no venía de la dirección que había supuesto. No estaba muy lejos y, en cambio, gritaba innecesariamente.
—¡Aquí, jefe!
Dupin se volvió y vio a Le Ber, a Erwann Braz y también a Magalie Melen dirigiéndose al acantilado por un camino distinto. Dupin regresó.
—Hemos visto que se iba hacia el acantilado. —Le Ber sabía que Dupin no soportaba que le siguieran mientras hablaba por teléfono—. Pensé que usted…
—Hay novedades importantes —anunció el comisario con tono resuelto.
No había tiempo que perder.
Lo hablarían allí mismo, en el acantilado.
Erwann Braz se quedó parado en medio del camino; Le Ber y Magalie Melen buscaron un sitio en el brezal. Dupin les explicó brevemente las extraordinarias novedades y expuso también su teoría de que el muerto desaparecido de Port du Bélon pudiera ser el asesino de los montes de Arrée. Concluyó diciendo que, por lo tanto, todo era un solo caso.
Los tres se mostraron muy asombrados.
—Smith tuvo que venir en avión. Tal vez a Brest, o quizá a Quimper. Necesitamos todos los datos —apuntó Dupin, que había sacado su pequeña Clairefontaine—: la ruta, el horario, junto a quién iba sentado. Y, sobre todo, si viajó solo.
—Yo me encargo de eso. —Le Ber tenía una actitud dinámica, seguramente a causa del aprobado—. Me ocuparé de Smith.
—Quiero saberlo todo de él. Que alguien de Oban hable con todos los residentes de la hospedería. Con toda la gente que lo conocía.
Le Ber asintió. Conocía perfectamente las manías del comisario: quería saberlo todo, cualquier detalle, por insignificante que fuera, de inmediato.
—La policía de Oban también participará en la investigación. Tenemos que asegurarnos de que conocen y hacen las preguntas que necesitamos. Le Ber, debería ponerse en contacto de inmediato con alguien de allí.
—Delo por hecho, jefe.
—Y también quiero que demos a conocer la identidad del hombre. Que la policía pida la colaboración para…
—Me ocuparé de ello —se apresuró a decir Magalie Melen.
—Braz, llame a los montes de Arrée, a la gendarmería de Sizun, e informe a los dos compañeros. Pregúnteles si tienen conocimiento de la presencia de un escocés en la zona.
—Ahora mismo —contestó el agente.
—Melen, que vaya un retratista a ver a la señora Bandol y haga un retrato robot del hombre al que vio. Hay un par de detalles nuevos. Envíelo en cuanto lo tenga.
Al decir aquello, Dupin clavó la mirada directamente en Braz.
—¿Quién dice que la señora Bandol no pasó ayer por la parte baja, junto al Bélon?
Braz miró al comisario con aire sorprendido.
—Matthieu Tordeux. Un criador de ostras. El propietario de Super de Bélon. Una empresa muy reconocida.
—¿Y qué hacía ese hombre cuando supuestamente la vio? —Dupin se dijo que siempre se podía volver la tortilla—. Parece que, en el momento en cuestión, no andaba muy lejos de la escena del crimen. ¿Qué hacía allí?
—Yo… Bueno —balbuceó Braz—. No lo sé. Se lo preguntaré.
—Sí, hágalo. Por cierto, ¿cómo lo ha averiguado?
—Hemos hablado con toda la gente de la zona, por si alguien vio algo raro ayer.
—¿Y no le ha extrañado que él estuviera allí?
De hecho, esa era una cuestión evidente.
—Bueno —Braz se dio la vuelta—, hablaré inmediatamente con él.
Dupin se volvió de forma ostensible hacia Magalie Melen.
—Hábleme de la cría de ostras en Port du Bélon. ¿Quién corta el bacalao?
—¿En las ostras?
—En las ostras.
—Hay cuatro empresas. Está Château de Bélon, una empresa con solera, propiedad de la señora Laroche y su familia. Ella es descendiente del bretón que inició la cría de ostras. Luego está Baptiste Kolenc, que es el propietario de la otra mansión, un criador de toda la vida. Hace décadas que lleva la empresa Armoricaine de Bélon y es amigo de la señora Bandol. —Dupin recordó que él conocía el secreto de Bandol—. A continuación está la empresa de Matthieu Tordeux. Si baja por la rampa junto al muelle y luego gira a la izquierda por el muro alto de piedra, verá una casita blanca. Y finalmente está la señora Premel, que se dedica a la distribución y también a la afinación. Su empresa se encuentra al otro lado, en dirección a la desembocadura.
—¿Y son todos los que se dedican a las ostras en esta zona?
Dupin había ido tomando notas.
El negocio de las ostras en el lugar más famoso del mundo para el sector le pareció bastante discreto.
—En Port du Bélon solo hay una parte del negocio. En total hay unas treinta empresas junto al Bélon; la mayoría tienen su sede en Riec o producen directamente junto al río. En esos casos…
Sonó el móvil de Dupin.
Magalie Melen se calló y miró al comisario de forma instintiva.
Este echó un vistazo a la pantalla.
—¿Dónde está, Labat?
—Yo… Bueno, verá, ha surgido un contratiempo, comisario. —La voz de Labat era aún más apocada que por la mañana. El tono era más autocompasivo. Aquello tenía muy mala pinta.
—Un momento. —Dupin se volvió—. Informen en cuanto tengan algo.
Luego se puso a caminar de nuevo en dirección al acantilado.
—Dígame, Labat.
—Es que… bueno, verá. En un terreno sin construir de mi mujer, cerca de Lorient, tengo arena, de distintas playas. También de Kerfany-les-Pins y de Trenez.
—¿Qué quiere decir con eso?
—Teníamos que poder ofrecer muestras a las constructoras. Teníamos que ser convincentes.
Dupin entendió por qué estaba tan asustado Labat. Lo que decía significaba, nada más y nada menos, que había robado arena. Era algo irrefutable, incluso en sentido jurídico. Era tremendo.
—Pero antes me ha asegurado usted que no había hecho nada ilegal. Es usted… —Dupin se interrumpió. Era inútil. Había sido demasiado confiado. Debería haberlo sospechado—. ¿De cuánta arena estamos hablando, Labat, cuánta?
—Bueno, bastante, verá, yo…
—¿Acaso se ha vuelto loco?
—Esa gentuza carece de escrúpulos. —Labat no pudo contenerse—. Destruyen playas, biotopos enteros. La Bretaña…
Dupin no conocía esa faceta de ecologista comprometido de su inspector, y tampoco lo tenía por el santo protector de la Bretaña. Eso debía de ser cosa de su mujer. De todos modos, aunque Labat tuviera toda la razón del mundo, esa no era la cuestión.
—¡Labat! ¿Sabe lo que ha hecho?
Sacarle del atolladero iba a ser realmente complicado. Además, había cosas más importantes que hacer. Tras la intervención de Nolwenn, Dupin había albergado esperanzas de que hubiera resuelto el asunto.
—Por descontado, estoy dispuesto a declarar que usted no estaba al corriente de lo de las muestras de arena.
—¡Tonterías! Si lo hace, se meterá en un problema muy serio.
—Pero no puedo involucrarle en eso.
Aquello casi impresionó a Dupin. Ese no era el modo de proceder de Labat.
—¡Es usted un redomado cretino, Labat! ¿Sabe? Un cretino de la cabeza a los pies.
Pero Labat no era más que el terrier testarudo que siempre había sido. Solo que esa vez había hincado los dientes con demasiada fuerza.
—¿Asuntos internos ya sabe lo de la arena?
—No. Pero pienso contarlo. De hecho, debería haberlo hecho ya.
—Bien, pues también yo le di órdenes para hacerlo, quiero decir, para obtener muestras de arena y ofrecerlas. ¿Me oye, Labat? Todo fue por orden mía.
Dupin no tenía otra opción, tenía que ser consecuente con la dirección adoptada, aunque eso tal vez lo condujera al desastre. Por Labat, y también por él.
—De acuerdo. —A Labat le costó responder. Estaba claramente aliviado.
—¿Hay alguna otra actuación ilegal que deba conocer?
—No, no. Eso… es todo.
—Si hay algo más que no me ha contado, pondré fin a este asunto.
—¿Sabe una cosa, jefe? —De repente la voz de Labat recuperó fuerza—. ¿Sabe dónde tiene una casa uno de los directivos de Construction Traittot? ¡Precisamente en Port du Bélon! Eso es algo, ¿no?
—¿Qué quiere decir?
Dupin puso los ojos en blanco.
—¡Construction Traittot! Es una gran constructora que quiere penetrar en la Bretaña ofreciendo costes bajos. Llevo algún tiempo siguiéndoles la pista. De hecho, vamos por delante de los compañeros de Lorient.
—¡Mire, Labat, si tiene algún indicio serio, haga el favor de comunicarlo! ¡Cuénteselo a los compañeros! ¡Y no omita nada!
—Reciben cargas de arena en Lorient de camiones que no están registrados a ninguna empresa.
—¿Eso lo ha visto usted?
Dupin no entendía cómo podía dejarse arrastrar por aquella locura.
—Y tanto, Gracianne también. Y, además, tenemos varias fotografías.
Cierto, la mujer de Labat, la fornida profesora de lucha libre, se llamaba Gracianne. A Dupin siempre se le olvidaba.
—Eso, en sí, no basta para una imputación.
—Tenemos que analizar su contabilidad, toda la documentación de la empresa.
—No podemos ver su contabilidad sin ninguna prueba incriminatoria. Ya sabe lo que hace falta para obtener una orden de registro. ¡Páselo todo a los compañeros de Lorient, Labat! Y déjeles hacer su trabajo. Nosotros nos mantenemos al margen. ¿Entendido? ¡Tenemos que mantenernos al margen!
—Mi instinto me dice que no van a fondo en…
—Basta, Labat. Ahora hay que evitar que le denuncien y le suspendan del cargo. Además estamos en medio de un caso de doble asesinato.
—Es que…
Dupin empezó a montar en cólera.
—Llamaré de nuevo al prefecto para aclararle eso de la arena de su terreno. Es preferible a que se entere por otro lado.
—Yo…
Dupin colgó.
Labat le atacaba los nervios. Todo aquel asunto era absolutamente prescindible.
Era preciso acabar de manera definitiva con todo aquello.
Como todas las llamadas telefónicas con el prefecto, aquella conversación había resultado estresante. Diez largos minutos de su vida perdidos. En cualquier caso, había surtido efecto. Con todo, Dupin se había arriesgado varias veces de forma algo insensata.
Primero le había informado de los avances en la investigación de los dos asesinatos, sin precisar detalles, pero de forma enfática. «Algo es algo, siga así, comisario», había sido la respuesta del prefecto. Luego había pasado al robo de arena. Al hacerlo se sirvió del narcisismo infinito del prefecto. Aquel asunto, en palabras de Dupin, «podía llegar a ser un gran golpe para la prefectura». Sobre todo, claro, considerando que una empresa criminal francesa se dedicaba a destruir la Bretaña por mero afán de lucro y además robando de forma macabra recursos naturales genuinamente bretones. Dupin se lo había pintado muy bonito: si aquello resultaba ser cierto, la prensa se interesaría y Guenneugues se convertiría en un héroe de la preservación del medio ambiente. A esas alturas daba igual que el comisario considerara que las posibilidades fueran mínimas. Al final el prefecto había dicho que, pese «a la forma, totalmente inaceptable, de actuar» de la comisaría de Concarneau, aquello era excusable «por el bien de la Bretaña», expresión que en realidad significaba «por mi propio bien». Era asqueroso, pero daba igual.
En esa ocasión Dupin no se había detenido en lo alto del acantilado; había seguido por el camino que descendía hasta la bahía, junto al agua. Cuando colgó se encontró sobre una arena fina y de un blanco cegador. Conocía bien aquella pequeña playa de ensueño. Olas pequeñas lamían la orilla, como si se tratase de un lago. Desde allí, tan cerca del agua, todo parecía aún más azul. Cuando Claire y él daban su fabuloso paseo junto al Bélon, acostumbraban acabar ahí y, si era verano, se daban un baño. Luego hacían un pícnic: una baguette, queso brie de Meaux, embutido de carne de jabalí. A Dupin le vino a la cabeza la misteriosa cita de las seis de la tarde; no tenía ni idea de cómo podría marcharse de allí teniendo un caso de verdad. De todos modos, tenía que acudir.
—¿Comisario? ¿Hola?
Le Ber se hallaba de pie en lo alto del acantilado y miraba nervioso a su alrededor. Si alguien los hubiera estado observando de lejos, se lo habría pasado de lo lindo viéndoles ir y venir durante la última media hora por el paisaje, reuniéndose, separándose y volviéndose a encontrar.
—Estoy aquí abajo.
Le Ber bajó la mirada hacia el mar. Al siguiente instante, salió corriendo hacia él.
Poco más tarde, llegó ante el comisario sin aliento y con las mejillas enrojecidas.
—¿Qué ocurre? —le preguntó Dupin saliendo a su encuentro.
—Había otro escocés en el avión. Vinieron dos. Se llama Ryan Mackenzie. Salieron de Glasgow para Brest ayer a las siete cuarenta y cinco de la mañana. —Le Ber hizo una pausa para coger aire—. Alquilaron un coche a nombre de Mackenzie, un Citroën C4 de color metalizado. Lo hicieron todo desde una agencia de viajes de Glasgow, por encargo y a cuenta de Mackenzie.
Dupin se irguió, tenso, muy atento, como si le hubiera alcanzado un rayo.
Diana. Dos hombres. Smith no estaba solo. Habían ido dos. Aquello confirmaba su hipótesis.
Entretanto Erwann Braz también se les había acercado. Seguramente había ido a remolque de Le Ber.
—¿Cómo iba vestido? —Era la pregunta decisiva.
Aquello, en principio, desconcertó a Le Ber. Dupin repitió la pregunta:
—El segundo escocés, ¿cómo iba vestido? ¿Qué aspecto tenía?
—No han sabido decírmelo. He pedido a la compañía aérea que se ponga inmediatamente en contacto con la tripulación para preguntarles si alguien se acuerda de los dos hombres de los asientos 15A y 15B. El colega Braz ha…
Braz interrumpió a Le Ber, con una voz suave, apenas comprensible.
—Acabo de hablar con la empresa de alquiler de coches —dijo, titubeante—. Llevaba chaqueta. Una chaqueta de color verde oscuro.
—¿Verde oscuro? ¿Una chaqueta de color verde oscuro?
¡Eso era! ¡Increíble! No podía ser casual.
—Y zapatillas deportivas, en efecto. Unas deportivas oscuras. El hombre que les alquiló el coche se acuerda de eso. —La voz de Braz dejaba entrever su incomodidad. Tenía buenos motivos para sentirse incómodo—. Vaqueros, pelo corto. Bueno, todo indica que, en efecto, la señora Bandol vio a ese hombre.
Todo encajaba.
Arriba, en el aparcamiento, la señora Bandol había visto a un hombre en el suelo. En concreto a ese, al segundo, Ryan Mackenzie, el que había viajado de Escocia a Brest con Smith. Dupin estaba por cerrar el puño y gritar «¡Bien!».
En ese momento se oyó un tono de móvil suave y místico. Era el teléfono de Le Ber; Dupin le había pedido cientos de veces que cambiara aquel tono psicodélico.
—¡Es un número escocés! Será mejor que conteste. —Le Ber se puso al aparato—. ¿Dígame? Al habla el inspector Le Ber, de la comisaría de Concarneau.
Aunque Le Ber sostenía el teléfono algo alejado del oído, Dupin no entendía nada.
—Es un policía escocés, de Tobermory —susurró el inspector tapando el aparato—. En la isla de Mull. He pedido información sobre el segundo hombre.
»Yes. —Le Ber habló de nuevo con su colega escocés. Le escuchó con atención. Y así estuvo durante un buen rato—. Yes. —El yes final. Y luego—: Thank you.
Le Ber colgó. Dupin sabía que el inglés de su inspector era bueno, si bien tal cosa no habría podido inferirse de la conversación mantenida.
—A ver… —Le Ber procuraba controlar su excitación, algo que solo consiguió en parte—. Se trata de un pequeño empresario de sesenta y dos años de la isla de Mull, casado. Se encuentra desaparecido desde ayer por la tarde.
—Ahora está todo claro —interrumpió Braz, testarudo.
Pero Le Ber prosiguió, impasible:
—Su empresa se encuentra en una bahía remota de la isla, a unos quince kilómetros de Tobermory, que es donde vive. —El tono de Le Ber anunciaba que se acercaba el momento cumbre de su explicación—. ¡Y se dedica a la cría de ostras! —Hizo una pausa y luego continuó, lentamente—: Crían también otros tipos de molusco, pero fundamentalmente se dedican a la cría y venta de ostras.
Tal vez aquel fuera el vínculo que buscaban.
—El policía me llamará luego para darme más información.
—Tenemos que hablar enseguida con su mujer. Tiene que saber qué hacía su marido en la Bretaña, el motivo del viaje y por qué se hizo acompañar por Smith también.
Dupin anotó los puntos más importantes.
—Tenemos que averiguar cuál era la relación entre ellos, de qué se conocían. ¿A qué hora tenían previsto regresar, Le Ber? ¿Tenemos el vuelo de vuelta?
—Sí, era para el mismo día. Ayer, a las diecisiete cuarenta y cinco.
Aquel dato también era curioso.
—¿Querían volver de inmediato? ¿El mismo día? ¿Volaron a la Bretaña solo por un par de horas?
—Así es. El vuelo solo dura hora y media. Fuera lo que fuese lo que planeaban hacer, según su plan podían hacerlo en unas horas.
Eso explicaba por qué Smith no se había dado de baja oficialmente en el albergue. Si todo hubiera salido bien, habría regresado por la noche y nadie se habría enterado jamás de su escapada.
Aquellas novedades tan sensacionales suscitaban muchas preguntas nuevas.
—¿Alguna pista sobre el Citroën C4?
—Ninguna. Daremos orden de búsqueda. Seguramente lo abandonaron en algún lugar por aquí cerca ayer por la tarde. —Le Ber señaló con la cabeza en dirección al aparcamiento—. Mackenzie tuvo que conducirlo desde los montes de Arrée a Port du Bélon.
—También podría ser que alguien trajera a Mackenzie hasta aquí en coche, el asesino, por ejemplo. Tal vez encontrara a su asesino en los montes de Arrée —apuntó Braz, ansioso por quedar bien.
—Sea como fuere, tras alquilar el coche fueron directamente a los montes de Arrée. ¿Por qué? ¿Por qué allí? —Dupin sabía que ni Le Ber ni Braz podían responder esa pregunta—. Braz, ¿ha hablado ya con alguno de los agentes de Sizun?
—Sí. No conocen a Smith, y tampoco tienen idea de lo que podría hacer un escocés por la zona. De hecho, no conocen a ningún escocés.
—Llámeles de nuevo y póngales al día. Tal vez se les ocurra alguna otra cosa.
De todos modos, eso era algo sumamente improbable.
—Existe un motivo, completamente banal, que podría explicar por qué fueron a los montes de Arrée. —Braz volvía a intentar quedar bien—. En realidad, es el camino más corto viniendo desde Brest, aunque la autovía, de cuatro carriles, resulta más rápida. Los GPS viejos acostumbran tener en cuenta solo la cantidad de kilómetros.
Desde luego, aquella reflexión era muy plausible.
—Pero ¿por qué volaron los dos juntos hasta aquí? Eso significa que se conocían. ¿Y por qué uno mata al otro después de aterrizar? —Le Ber había dado en el clavo con la pregunta—. Habría resultado mucho más fácil hacerlo en Escocia. No puede tratarse de algo premeditado, tuvo que ser espontáneo, provocado por una discusión.
—¿Qué distancia hay de Glasgow a Oban y hasta esa isla? —Dupin seguía dándole vueltas a que hubieran querido ir y volver en un solo día.
—Me parece que en coche hay dos horas hasta Oban y una hora más hasta la isla de Mull. —Le Ber era bueno en geografía, sobre todo en la de los pueblos hermanos—. Seguramente usaron el coche del criador de ostras. Sospecho que Smith no tenía.
Demasiadas especulaciones. Necesitaban datos más consistentes. Y mucha paciencia. Era terrible.
—Encargue una investigación sobre Mackenzie. Averigüe si lo vio alguien ayer. Quiero su imagen en todos los periódicos, y también la de Smith. En la red, en los canales de televisión bretones. Por todas partes.
—Sobre todo necesitamos el cadáver —apuntó Le Ber con tono reflexivo.
—¿Dónde está Magalie Melen?
—Al parecer la elaboración del retrato robot con la señora Bandol está resultando, cómo decirlo, complicada. —Braz habló con tono claramente satisfecho—. Ha tenido que marcharse para ayudar al dibujante.
—Ya no es necesario. Llame a su compañera y póngala al corriente. Que se encargue de investigar a Mackenzie. Trabajará directamente con el inspector Le Ber. —Dupin se interrumpió—. Una pregunta, ese criador de ostras amigo de la señora Bandol —echó un vistazo a su libreta—, el señor Kolenc, ¿tiene la empresa en esa mansión?
—Sí.
—Muy bien. Me encargaré de comprobar si a un criador de ostras de Port du Bélon se le ocurre qué motivo podría tener un colega escocés para viajar a la Bretaña. Tal vez los escoceses conocieran a alguien de por aquí. Además —Dupin adoptó una expresión grave—, visitaré también al señor… —repasó la lista de personas que se había hecho—, al señor Tordeux, Matthieu Tordeux. Le preguntaré yo mismo qué hacía ayer a la hora aproximada del asesinato tan cerca del posible escenario del crimen. Supongo que usted todavía no ha tenido tiempo.
Braz era la viva imagen de la compunción.
—Otra cosa. Es sobre los escoceses: necesitamos lo antes posible la relación de llamadas, tanto de sus móviles como de fijos. Y también necesitamos acceso a su correo electrónico.
—De acuerdo, jefe. —Por su gesto de asentimiento, era evidente que Le Ber ya lo había previsto y anotado en su lista.
—Muy bien. En marcha. No hay tiempo que perder. Informen en cuanto tengan algo.
Dupin se dio la vuelta.
—¡Ah! Otra cosa. —Acababa de acordarse—. Que Melen ponga al día de los acontecimientos a la señora Bandol.
Los otros dos hombres lo miraron con sorpresa; Le Ber más perplejo que Braz, si cabía. El comisario tenía fama de no compartir de buen grado la información con nadie, ni con sus inspectores, y menos aún con «extraños».
—Que le cuente todo lo que sabemos.
Dupin no pudo evitar sonreír.
—Mi padre está en el parque de ostras. Abajo, en el río. Lo encontrará allí.
A primera vista, la hija de Kolenc, que se había presentado como Louann, estaba bien entrada en los treinta. Era una mujer bajita, muy delgada, con el rostro delicado, y, sin embargo, estaba repleta de energía, algo que se reflejaba en sus brillantes ojos azules. Su melena era larga, espesa y negra. Era una persona muy agradable. Sonreía con facilidad.
—Le acompañaré encantada.
Llevaba vaqueros de color azul oscuro y un jersey sencillo con escote en V del mismo color. Calzaba además unas botas de goma de media caña.
—No se preocupe, encontraré el camino. Gracias.
Dupin estaba en el patio interior de la antigua mansión. A su alrededor todo era de piedra y destilaba el encanto de los siglos. Había unas cuantas camelias, llenas ya de flores de color rosa que desprendían una fragancia muy intensa. Destacaba también una pileta de agua, de aproximadamente cinco metros de ancho por tres de largo, en la que había cajas verdes y azules repletas de ostras. Una puerta corredera de madera entreabierta permitía ver un cuarto de trabajo.
La joven estaba junto a una especie de mostrador de madera —a todas luces, una mesa de trabajo—, sobre el que había unas cuantas cajas. Al lado, unas cestas de rafia redondas de distintos tamaños y dos pilas de algas pardas, de esas que al apretar las bolitas redondas hacían ruido al dejar escapar el aire. Estaban huecas y contenían agua; de niño, durante sus vacaciones junto al mar, a Dupin ya le habían llamado mucho la atención. Al estallar hacían el mismo ruido que los sinforicarpos, llamados también «bolitas de la nieve», que se encontraba de camino a la escuela.
—Al bajar por la calle, a la izquierda, luego junto al jardín del Château con el muro alto de piedra. Allí empiezan las mesas de cultivo. Hay muchas hileras. Las situadas en la parte de atrás del río son las nuestras. Él debe de andar por ahí.
—¿Trabaja usted también en el negocio familiar?
Louann Kolenc clavó la mirada en Dupin, aunque su actitud seguía siendo cordial. Luego tomó una cesta de forma ostensible y se la colocó delante.
—Mi padre y yo estamos convencidos de que la señora Bandol vio realmente un cadáver. No creemos que esté loca.
—Sabemos que lo vio. Lo hemos comprobado.
Dupin se preguntó si el señor Kolenc también había confiado a su hija la verdadera historia de las hermanas Bandol.
—La señora Bandol es una apasionada de las ostras; su contribución a la prosperidad de Port du Bélon es realmente notable —comentó ella riéndose.
Dupin lo comprendió.
—Sí, es un hecho que ya he constatado.
La chica tomó un par de ostras de la caja azul y las golpeó entre sí. Miró la cara de sorpresa de Dupin.
—Aquí llamamos a esto «escuchar a las ostras». Según el ruido que hacen al golpearlas sabemos si están vivas y si son buenas. Estas están vivas —dijo colocándolas en una cesta de rafia.
—Pues me alegro —contestó Dupin, sin salir de su asombro.
—Trabajo aquí desde los seis años y con regularidad desde que murió mi madre. Toda la vida. Es un oficio maravilloso…
—¡Señor comisario! —Le Ber apareció junto a la estrecha puerta de madera que separaba el patio interior de la calle; estaba sin aliento, como si hubiera tenido que lanzarse otra vez a la carrera—. ¡Hay novedades! ¡Más información!
—Ahora voy —respondió Dupin dirigiéndose hacia él—. Muchas gracias, señorita Kolenc.
—¡Suerte con la investigación! —exclamó la chica con un tono sinceramente animoso.
Al cabo de unos instantes, Le Ber y él salían por la puerta.
—Es la esposa. Han hablado con la esposa de Mackenzie; en principio solo por teléfono, pues parece que hay un buen trecho hasta allí. Ella dice que no sabía nada.
—¿Y qué le han dicho acerca del marido?
Una cosa así resultaba muy difícil de comunicar. Las dos informaciones. En sentido estricto (y aunque Dupin lo daba por hecho), todavía era una suposición que Mackenzie estuviera muerto. En cambio, por otra parte, era muy posible que fuera un asesino, esto es, que hubiera hecho una escapadita secreta a la Bretaña y hubiera cometido un asesinato.
—De momento solo le han dicho aquello de lo que no cabe ninguna duda, esto es, que su marido está siendo buscado en la Bretaña; que estuvo aquí y que ha desaparecido. Hasta ahora no se le ha informado sobre la sospecha de que cometiera un delito grave. La mujer está tremendamente preocupada, claro.
—¿Y no sabía nada de este viaje?
—No. Afirma que su marido le dijo que tenía que irse a Glasgow con urgencia. Al parecer, si lo he entendido bien, tiene allí una ostrería a medias con un socio. De vez en cuando tiene que ir durante uno o dos días. Ella creía que se había marchado solo, ya que no le habló para nada de Smith.
En comparación con momentos previos, Le Ber parecía extrañamente rendido, como si hubiera algo que le inquietara.
—¿La mujer conoce a Smith?
—Sí, de vista. Lo había visto varias veces en la empresa de ostras. Era parte del personal que ayudaba durante la temporada alta o para acontecimientos concretos. No sabía mucho de él. De todos modos, según ella, su marido tampoco lo conocía mucho.
—No lo conocía mucho, pero, de pronto, se escapa en secreto con él a la Bretaña. —Aquello no era una pregunta—. ¿Y la mujer es capaz de imaginar qué planes tenía su marido por aquí?
—No. Dice que su implicación en la empresa del marido es muy marginal.
—En tal caso, nadie nos lo va a contar, mejor dicho, nadie nos lo querrá contar. —Dupin se frotó las sienes.
—Dice que cada dos o tres años viajaba a Cancale, para asistir a una de las muchas ferias de ostras. Al parecer, en una de ellas conoció a un criador de Cancale. Los dos trabaron cierta amistad, dice, e incluso habían hablado de hacer negocios juntos. De todos modos, según ella, de momento no había nada en concreto. Tras la visita a Cancale, Mackenzie viajaba siempre un par de días a Holanda o a Bélgica.
Al menos había una conexión conocida con la Bretaña. Y de nuevo aparecían las ostras.
—El último viaje fue hace unos tres años. En teoría ahora le tocaría regresar, pero ella no tiene noticias de que lo hubiera planificado.
—¿Tenemos el nombre y los datos del criador de ostras?
—Sí, todo.
—¿Alguna cosa más? ¿Qué cree ella que podría haber ocurrido?
—Según el policía que ha hablado con ella por teléfono, no tiene ni idea. Ahora se dirige él a su casa, para hablar más detenidamente. Además, hay un compañero investigando el entorno.
—¿Al policía le parece que la mujer es de fiar?
Dupin pensó que la situación era muy incómoda. Dependían por completo de otros: de la policía de Oban y de la de Tobermory. Le habría gustado hablar en persona con la esposa de Mackenzie. Todo aquello le disgustaba mucho: había una parte importante de la investigación que no podía controlar directamente y eso, por principio, no podía soportarlo.
—No lo ha dicho expresamente, pero me imagino que sí.
Eso tampoco ayudaba mucho. ¿Qué hacer? Tampoco Le Ber podía cambiar nada en esa situación.
—Póngase en contacto con ese hombre de Cancale inmediatamente. —Dupin se lo pensó un poco—. No, déjelo. Me encargaré yo. Voy a necesitar el nombre y el número de teléfono.
—Se los enviaré por mensaje. En un momento lo tiene.
—¿Alguna novedad sobre Smith?
—Aún no. Todavía no han localizado a la directora de la casa de mar. Al parecer era la única con la que hablaba de vez en cuando.
—No habrá desaparecido también, ¿verdad? —preguntó Dupin.
—Imaginan que se fue a Fort William por un par de encargos. Lo hace una o dos veces al mes.
—¿Y no lleva móvil?
Dupin notó cierta aprensión.
—No hay cobertura. ¡Es el norte de Escocia! —El reproche era evidente en la voz de Le Ber.
Y que lo dijera precisamente un bretón…
—¿Tenemos acceso a sus comunicaciones?
—Smith no tenía ordenador, pero tenía un móvil de prepago, aunque pocas veces lo llevaba consigo. En cuanto a Mackenzie, están trabajando en ello. Va a llevarles un poco: móvil, fijo, ordenador. Hay una cosa… —El inspector frunció el ceño, pero no dijo nada.
—¿Qué ocurre, Le Ber?
—La forense ha intentado localizarle. Entonces ha llamado a Nolwenn, que estaba en el entierro. —Le Ber parecía a punto de quedarse sin voz—. En el tatuaje, junto a la primera línea ha hallado restos de otra y… —Se interrumpió de nuevo, como si quisiera comprobar algo mentalmente. Luego sacó su móvil y le mostró la pequeña pantalla—. Aquí lo tiene, mírelo. El segundo tatuaje. En el brazo izquierdo de Smith.
No se veía gran cosa: una línea acabada en punta, arañazos en la piel, hematomas.
Dupin casi había olvidado aquel segundo tatuaje.
—Verá, yo… Bueno… Yo conozco ese símbolo. Es un símbolo místico. Es el tribann. —Le Ber había palidecido, casi no se le veían los labios.
El comisario se quedó mirándole.
—¿Y?
—Tres rayos, rayos del sol, que salen de un punto central.
—¿Y qué representa esto?
—Su origen remite a Edward Williams, el fundador de la Gordsedd of Bards de Gales, la asamblea de bardos, a principios del siglo XIX. Los tres rayos simbolizan las virtudes del amor, la justicia y la verdad. —Con la frente cada vez más fruncida, añadió—: Se conoce como the magic mark.
Dupin no se alteró. Con el primer tatuaje habían logrado identificar a un hombre y, gracias a ese, saber también quién era el otro. Tal vez el segundo tatuaje les condujera a lo que había detrás del caso. O que, por lo menos, llevara la investigación hacia la pista correcta.
—¿Quién lo usa?
—Además de la asamblea de bardos de Gales, lo usan las asambleas de Cornualles, donde recibe el nombre de awen y —Le Ber se interrumpió— la asamblea escocesa y la bretona, que se llama goursez breizh.
—¿Una asamblea de bardos?
—En realidad, es de druidas.
Aquella respuesta no mejoraba precisamente la situación.
Dupin, como es natural, había oído hablar de las asambleas de druidas modernas, del neodruidismo. En los últimos años, había tenido que dejar de lado muchos prejuicios al respecto: la mayoría de las asociaciones existentes profesaban un humanismo estricto y eran algo parecido a las logias masónicas. Históricamente, los druidas eran los sabios y filósofos de la cultura celta, pero también eran científicos, médicos y, sobre todo, protectores de la historia y las tradiciones. La formación sistemática de los druidas duraba veinte años, tal como Le Ber le había explicado con todo lujo de detalles en uno de los concursos de preguntas que organizaba en la comisaría. El mismísimo César había hablado de forma muy elogiosa de aquellos druidas. Más allá de la estricta convicción filosófica, las enseñanzas debían aprenderse de memoria, ya que todo el conocimiento solo se transmitía y se conservaba oralmente; no se daba un gran valor a la escritura porque se consideraba que convertía las cosas en algo rígido y estático y, por lo tanto, mataba su esencia. La narración oral era, en cambio, la forma más elevada de la ciencia. Así pues, ser druida consistía sobre todo en una cosa: contar para transmitir el conocimiento. Dupin sabía que solo teniendo eso en cuenta comprendería a Le Ber. O a Nolwenn. El amor hacia la narración oral era algo fundamentalmente distinto del mero hecho de hablar. La narración oral auténtica, que mezclaba de forma expresa historia y mitología, era considerada un arte supremo. No en vano la cultura celta había dado origen a algunas de las historias literarias más importantes de la Europa occidental, como la del rey Arturo y los caballeros de la mesa redonda, Tristán e Isolda, el Grial y Parsifal.
—¿Cree que Smith pertenecía a una asamblea de druidas? ¿Que era druida?
—Muchos miembros llevan el símbolo tatuado. Sí, eso me parece. Podría ser. Desde los setenta, las asambleas de druidas se han vuelto populares en las naciones celtas.
Dupin tenía que ser precavido: la conversación podía derivar en temas oscuros. Aunque, por suerte, Le Ber no era miembro de ninguna de esas asambleas, sí conocía el tema.
—¿Y a qué se dedica la goursez breizh?
—Su objetivo es promover y cultivar la cultura celta y la lengua bretona. Goursez significa «trono». Es un movimiento del neopaganismo celta.
—Así pues, ¿es posible que Smith viniera a la Bretaña como druida para algún asunto… druídico?
—Las asambleas colaboran de forma muy estrecha. Ya sabe, el interceltismo. Se celebran actividades conjuntas. No solo grandes encuentros.
En contra de su costumbre, Le Ber había sido bastante parco en sus explicaciones; apenas las había adornado. Parecía estar recitando entradas de enciclopedia. Sin embargo, su enorme afición hacia lo sobrenatural, lo fantástico e incluso el ocultismo era conocida por todos. En cambio, se mantenía extrañamente contenido. Por lo general, le gustaban aquellas historias; la idea de que los druidas estuvieran envueltos en el caso le resultaba sumamente incómoda.
—¿Hay asambleas de druidas en la Bretaña?
—¡Pues claro! —Le Ber parecía ofendido—. ¡Por todas partes! Hay asambleas locales, regionales y suprarregionales, y a nivel de toda la Bretaña. Ya en 1850 Hensart de La Villemarqué, famoso lingüista y experto en la Antigüedad, fundó la asociación Breuriez ar varzed, «Bardos de la Bretaña». ¡Figúrese si era famoso, que los hermanos Grimm lo propusieron como miembro de la Academia de las Artes de Berlín! En 1899 una delegación acudió a Gales para celebrar el Eisteddfod, una gran fiesta celta. Allí se fundó, bajo el auspicio de Excalibur, la espada del rey Arturo, un gorsedd bretón. Hoy en día se conoce como Breudeuriezh drouized, barzhed hag ovizion breizh, eso es, la fraternidad de los druidas, bardos y ovates de la Bretaña. La mayoría de las asociaciones locales y regionales pertenecen a esa asociación. Claro que no todas, porque hay diferencias muy marcadas. Diferencias filosóficas.
Dupin ya había tenido suficiente.
—El símbolo místico —continuó de Le Ber, cuya expresión se ensombreció de nuevo— lo llevan sobre todo los druidas. Como en las logias masónicas, hay también tres grados: los ovates, que llevan túnicas verdes; los bardos, que van de azul, y los druidas, que visten de blanco. Puede que fuera un druida de verdad.
—¿Y cuál podría haber sido el conflicto? Quiero decir, en el caso de que se tratara de algo relacionado con druidas.
—Eso no se lo sé decir.
Dupin abandonó. Todo aquello era demasiado especulativo. Al menos de momento.
—Pida al colega de Escocia que investigue si Smith pertenecía a alguna asociación druídica.
—Puede que fuera solo un tatuaje ornamental. De hecho es un símbolo muy popular.
El mundo al revés. Era extraño ver a Le Ber esforzándose por quitar importancia al significado del símbolo druida y de lo fantástico. Parecía que había algo que le atemorizaba.
—Ya se verá. Ahora iré a hablar con el señor Kolenc, abajo, en el parque de las ostras.
La expresión de Le Ber fue de gran alivio.
—Hemos convertido una de las mesas de madera de delante del Château en la central de operaciones. La Coquille es un local muy concurrido, donde pueden comerse ostras al aire libre con vistas al Bélon…
—Aunque no como ostras, sé dónde están las mesas, Le Ber.
Era un buen sitio para establecer un centro de operaciones provisional. Dupin tenía una tendencia notoria a elegir lugares de trabajo inusuales: ya fuera en plena naturaleza, en cafés, restaurantes o bares. Cualquier sitio era mejor que la comisaría.
—Mejor, entonces. Estaremos allí si nos necesita. También está Magalie Melen.
—Hasta ahora, Le Ber.
El comisario descendió por el callejón que llevaba al muelle y a los bancos de ostras del Bélon; Le Ber giró a la derecha, hacia la central de operaciones.
Dupin jamás había probado la reina del marisco. El exterior de las ostras le parecía bonito; su caparazón oscuro, agrietado, de bordes afilados y tonos grises elegantes hacía que las ostras parecieran piedras extrañas. Por dentro eran, si cabe, aún más hermosas, con la superficie de nácar tornasolada. De pequeño, Dupin coleccionaba sus caparazones, y también los de las orejas de mar; había llegado a tener docenas. Además, sentía simpatía por la naturaleza de las ostras. Había leído que en su caparazón llevaban una existencia sencilla y asombrosamente tranquila: o descansaban y dormían o comían. Entre estas dos actividades, además de dedicar un tiempo, una vez al año, a la reproducción, llevaban una vida modesta y contemplativa. Un modo de vivir que el comisario encontraba muy cómodo: las ostras ni siquiera tenían que molestarse en moverse para comer, ya que la comida acudía a ellas. El agua les llevaba las delicias del plancton hasta el caparazón, sin que tuvieran que hacer nada. Por otra parte, Dupin agradecía a las ostras que Afrodita, la más bella de las mujeres y la diosa del amor, hubiera salido de una de ellas. Y también que exigieran el maridaje de vinos legendarios. Incluso creía en los efectos beneficiosos que tenían para la salud, al menos a grandes rasgos. Además, admitía que, en teoría, eran deliciosas, que sabían a mar. Una idea que tenía su encanto para él.
Sin embargo, el comisario no había logrado comer ninguna, a pesar de que en un par de ocasiones había tenido el firme propósito de hacerlo. Lo que le inquietaba no era la idea de comerse un ser todavía con vida, en absoluto, porque, a fin de cuentas, eso lo hacía con otros moluscos sin problemas. Lo que le había impedido comérselas en el último momento era su aspecto: la textura viscosa de aquel cuerpo gelatinoso de color verde blanquecino. De nada servía que todo el mundo afirmara que bastaba con comer una para caer rendido ante ellas para siempre.
El aire olía a fondo de mar salado; con la marea baja, el sol y la ligera brisa que soplaba en ese momento, aquel aroma era más intenso. A Dupin le encantaba. Entonces se percibía en el aire todo lo que representaba el mar. Al evaporarlo, el sol y el calor lo dejaban suspendido en el aire, creando un océano volátil, pasajero, compuesto de un sinfín de partículas de vapor infinitas.
En aquel paisaje extraño de superficies extensas, cegadoras y plateadas, el Bélon se adentraba con fuerza en el mar por un cauce serpenteante y no muy ancho. Tampoco con la marea baja se distinguía exactamente la cantidad de agua que le pertenecía; incluso en el nivel más bajo, de las tierras y orillas brotaban cantidades ingentes de agua del mar. En las superficies de color plateado, a derecha e izquierda del caudal, destacaban por doquier las parrillas de cultivo, dispuestas en largas hileras. Se trataba de unas estructuras delicadas de metal oxidado de color marrón oscuro, con varillas finas, imbricadas, de aproximadamente medio metro de altura, en cuya parte superior tenían otras varillas de entre diez y quince metros de longitud. Eran como milpiés de acero. Encima de las parrillas había unos sacos grandes, planos y de malla burda, conocidos como poches o «bolsillos», en los que crecían las ostras. Con la marea, grandes masas de algas pardas se adherían a las parrillas.
Dupin había seguido las instrucciones de la hija de Kolenc; al llegar al pequeño muelle, había girado a la izquierda y había tomado la rampa, entonces seca, que descendía con suavidad hacia el lecho del río. En aquel extenso paisaje vio a un puñado de hombres. Dupin se dirigió a dos que trabajaban junto a unas parrillas próximas al caudal del agua. Avanzó por el suelo fangoso, sobre piedras, mejillones aplastados, pequeños bancos de arena. Al cabo de unos pocos metros, tenía sucios hasta los tobillos y los zapatos completamente empapados.
—¿Señor Kolenc?
El comisario había pronunciado el nombre dirigiéndose a los dos hombres. El más corpulento se volvió hacia él.
Dupin se le acercó.
—¿Señor Kolenc?
El hombre asintió.
—Me gustaría hablar con usted. Soy el comisario Georges Dupin.
Baptiste Kolenc parecía muy tranquilo, en absoluto asombrado.
—¿Es por lo del cadáver del aparcamiento?
Al mirar a Kolenc, Dupin se dijo que no tendría más de sesenta y cinco años. Era un hombre alto, de constitución fuerte, ancho de hombros y con las cejas pobladas y negras; tenía los ojos oscuros, el pelo corto, gris y espeso, y unas entradas marcadas. Sus rasgos eran muy agradables y lucía una amplia sonrisa, como la de su hija, que le iluminaba todo el rostro. Llevaba unos pantalones de trabajo impermeables de color amarillo, sujetos por tirantes anchos de color azul, y una sudadera de color gris claro manchada por completo de barro.
—Sí, exacto, por el cadáver del aparcamiento. Hemos averiguado que el hombre era un cultivador de ostras escocés, de la isla de Mull. Al parecer cultivaba otros moluscos, pero sobre todo ostras. —Dupin vaciló—. No sabemos qué hacía por esta zona, por qué vino a Port du Bélon. Parece que primero hizo una parada en los montes de Arrée y luego vino hasta aquí.
—¿Dice usted que era criador de ostras? —Kolenc parecía sorprendido.
—Según parece, en el norte de Escocia también se cultivan ostras —dijo Dupin con prudencia, por si sus palabras podían considerarse un sacrilegio para un criador bretón.
—Sí, ya sé que hay criadores por allí. —El tono de Kolenc, que no dejó de retirar algas de las varillas de la parrilla de ostras, no fue despectivo. Levantó uno de los sacos y lo sacudió con fuerza, lo volvió hacia la derecha, luego hacia la izquierda y, a continuación, lo agitó de nuevo vigorosamente, como para asegurarse de que las ostras giraban sobre sí mismas; a continuación, lo devolvió a su sitio, colocándolo en posición invertida con agilidad. Las ostras parecían grandes; aquello tenía que pesar varios kilos.
—Les encanta arrimarse unas a otras. Hay que sacudirlas con regularidad para que no se peguen y adopten formas raras —murmuró Kolenc al advertir la mirada de Dupin.
—Se llamaba Ryan Mackenzie. ¿Le suena el nombre?
Kolenc ya tenía el siguiente saco en la mano y los ojos clavados en lo que estaba haciendo.
—No lo he oído nunca. ¿Acaso debería?
—Pensé que tal vez lo conociera alguien de aquí… ¿Se le ocurre algún motivo por el que un criador de moluscos y ostras escocés podría venir a Port du Bélon?
—¿Negocios, tal vez? Puede que afinara las ostras aquí. No sería raro. Lo hace mucha gente, incluso empresas extranjeras. Lo que es seguro es que no era para vender semillas de ostra.
Dupin ya había oído aquella palabra, «afinación», relacionada con las ostras. Incluso Magalie Melen la había mencionado hacía un rato, pero no sabía en qué consistía realmente.
—¿Qué quiere decir con eso, señor Kolenc?
Dupin sacó la libreta Clairefontaine y el Bic.
—Es posible que llevara sus ostras crecidas para que pasaran un par de semanas en el Bélon y así someterlas a la afinación en estas aguas, que son dulces y saladas a un tiempo, y muy ricas en nutrientes. Así podría llamarlas ostras bélon. Y venderlas como tales. Es algo muy habitual.
Dupin frunció el ceño.
—Las bélon son las ostras más famosas del mundo, así que ya puede figurarse lo codiciada que es la denominación. El origen define el precio.
—Así pues, cuando están listas, ¿están un poco más en estas aguas y entonces se venden como ostras bélon? —A Dupin eso le parecía muy impropio.
—Bueno, no es nada grave. —Kolenc se encogió de hombros.
—¿Qué quiere decir con «nada grave»?
—En dos semanas, la ostra cambia su fisiología por completo. Del todo. Aquí pasa a adoptar el carácter propio de las bélon, en sabor y en color.
Para ser bretón, Kolenc era sorprendentemente parlanchín; casi podía decirse que disfrutaba de veras explicando cosas.
—¿Y todas las empresas de ostras, la suya incluida, se dedican a eso?
A Dupin aquella práctica seguía pareciéndole poco seria.
—Usted no sabe nada sobre la cría de ostras, ¿verdad? —Si bien la pregunta no era maliciosa, Kolenc suspiró de forma audible.
El comisario no sabía nada de ostricultura; aunque en los últimos cinco años varias personas le habían hablado en diversas ocasiones al respecto, nunca había prestado demasiada atención. De hecho, era una de sus mejores virtudes: cuando algo no le interesaba, era capaz de no prestar ninguna atención y mantener cierta elegancia.
—Hay que distinguir entre reproducción, cría y afinación.
—Ah, ¿sí?
Lo que más le interesaba a Dupin era lo relacionado con la afinación.
—La reproducción solo tiene lugar en unas pocas zonas, como la Bretaña, Cancale y los parques entre el Couesnon y el Loira. Y también en el Atlántico, algo más al sur, en la cuenca de Arcachon. Cuando alcanzan los dieciocho meses, las ostras cóncavas son trasladadas a nuestra zona, y aquí tiene lugar también la afinación. El proceso lleva otros dieciocho meses. Recibimos las ostras planas cuando ya están crecidas y solo para la afinación. La auténtica.
—¿Y cuánto tiempo lleva esa fase?
—No es siempre igual. Depende de cada cual. En nuestra empresa son seis meses.
—¿Hay un mínimo?
—La normativa es estricta. Quince días. Lo importante es que distinga usted entre empresas que crían y afinan de verdad las ostras en sus parques para finalmente comercializarlas desde aquí, y —el tono de Kolenc fue despectivo por primera vez— esas que no hacen más que afinar ostras de otros durante el mínimo tiempo posible y luego devolverlas. Lo único que hacen es alquilar sus parques, estos sitios en el agua. Incluso a empresas extranjeras.
—¿Sabe de empresas de Escocia que afinen ostras? ¿Ya sea por el método adecuado o con el mínimo de tiempo?
Eso era, en esencia, lo que interesaba a Dupin: encontrar posibles vínculos con Escocia, ya fueran directos o indirectos, daba igual. Si lo había comprendido bien, la afinación de las ostras era un motivo plausible por el que un escocés criador de ostras se acercaría a Port du Bélon.
—No, pero es posible. Nosotros solo afinamos las nuestras.
El orgullo se reflejó en su tono de voz. Kolenc se volvió a un lado y sacó un cepillo de acero; entonces empezó a cepillar con brío el poche, o bolsillo, desprendiendo la suciedad, los moluscos adheridos y los restos de algas.
—¿Es un buen negocio el de la afinación de ostras?
—¡Y tanto! Las ostras vienen de muchos países europeos. Se dice que incluso de China y de Japón. Pero la mayoría proceden de Francia, de zonas ostreras con menos renombre.
—¿Quién tiene este tipo de negocio?
—¿Quiere decir aquí, en Port du Bélon?
—Sí.
—Está la distribuidora de ostras, la empresa de la señora Premel. Y Matthieu Tordeux, uno de los tres criadores. Pregúnteles si tienen relaciones comerciales con Escocia. El Château de Bélon funciona de un modo parecido al nuestro.
No era la primera vez que oía hablar de aquellas dos personas.
—De todos modos, ándese con un poco de cuidado: Tordeux y Premel no pueden ni verse. Luego también hay algunas grandes empresas de Riec. Tienen unos cultivos bastante mayores, repartidos por todo el tramo de río entre Riec y aquí. Son cuatro o cinco kilómetros y están repletos de instalaciones.
La hermosa localidad de Riec-sur-Bélon era el enclave principal de las ostras del río. Estaba a apenas unos minutos en coche de Port du Bélon; a Dupin le gustaba ir allí. Había una panadería excelente, un quiosco de prensa bien surtido y un mercado encantador.
—Antes ha hablado de… —El comisario buscó la palabra en sus notas; siempre apuntaba muchas cosas, aunque por lo general se limitaba solo a palabras. Nunca sabía para qué podía servirle—. Ah, sí, de semillas de ostras. Ha dicho que no podía tratarse de semillas de ostras. ¿Qué quería decir con eso?
—Esas semillas son embriones de ostra. Tal como le he explicado, la reproducción se da únicamente en zonas muy concretas, desde las que se comercializan para su cría y afinación en otros sitios. Por ejemplo, en Escocia las ostras no desovan porque el agua está demasiado fría. Allí no puede darse la reproducción.
—Y aquí, en el Bélon, ¿de dónde vienen las semillas?
—Hay quien las compra a otros países, sobre todo Holanda, que es el mayor productor de semillas de ostra de Europa. Pero muchas también proceden de la cuenca de Arcachon. Nosotros solo compramos la semilla en la Bretaña. También las ostras planas, que llegan aquí ya maduras, son de la Bretaña. Les encanta el Bélon.
—Entonces lo de las semillas de ostra también es un gran negocio.
—Sí, por supuesto.
—Y las planas, ¿qué tipo de ostras son?
Kolenc levantó las cejas, sorprendido. Era una pregunta digna de un verdadero lego en la materia.
—¿No come usted ostras?
—No.
Kolenc se tomó un momento antes de responder. Parecía debatirse entre el asombro y el horror más absolutos.
—Las ostras planas son las propias de Europa, las genuinas. Y están casi extinguidas. Son, de media, más planas, redondas, lisas y pequeñas. —Kolenc volvió a suspirar—. Y las ostras cóncavas, hay quien las llama creuses, son más gruesas, más alargadas y más curvadas. Son originarias del Pacífico. En la actualidad, las cóncavas acaparan la mayor parte del mercado europeo y prácticamente de todo el mundo. Nuestra empresa, al igual que el Château, está especializada en las ostras planas, pero también cultivamos las cóncavas. En cualquier caso, la mayor parte de las empresas solo cría ostras cóncavas.
—¿Y en Escocia?
—Tienen los dos tipos. Y lo mismo en Inglaterra. De hecho, las ostras planas, o europeas, son solo una parte muy pequeña de la producción. De las cuarenta y cinco mil toneladas de ostras que suministra la Bretaña todos los años al mercado, solo mil toneladas son planas. —Kolenc se quedó pensativo—. Tal vez el escocés solo quisiera comprar ostras.
—¿Qué quiere decir?
—Pues es sencillo. Que simplemente se dedicara a comprar ostras acabadas del Bélon y las importara a Escocia para revenderlas. De hecho, muchos criadores son también distribuidores. Quizá se encargaba él mismo de la distribución. Puede que estuviera especializado en las ostras planas, que en las islas son muy apreciadas, y puede que las comprara de bélon porque son las mejores.
Eso era perfectamente lógico. Estaba además la ostrería de Glasgow. Era algo totalmente posible, igual que lo de la afinación. Un motivo razonable de las relaciones de Mackenzie con la Bretaña, y también de sus viajes de negocios allí.
—Y entonces ¿las ostras planas son las mejores?
Kolenc lo miró con aire divertido.
—Es cuestión de gustos. Para nosotros, sí. —Kolenc sonrió—. Pero no todas las ostras cóncavas son iguales. Todo depende del agua en que habitan. Por ejemplo, de las distintas composiciones del plancton, que nosotros llamamos «aromas verdes». Además también está la composición mineral y, sobre todo, claro, la concentración salina. De hecho, las ostras no hacen más que concentrar en su interior el sabor del agua en que habitan. Son mar en estado puro. —Para entonces, la voz de Kolenc había adoptado un tono poético, que contrastaba de forma curiosa con su presencia tan mundana—. Con el sabor de las ostras ocurre como con los vinos: que el clima y el suelo de la zona de cultivo marcan la diferencia y los hacen únicos. Si en los vinos la tierra es importante, en el caso de las ostras lo que marca la diferencia es el agua del mar. Por lo tanto, las ostras cóncavas del Bélon son también fabulosas.
Dupin jamás había visto la cría de las ostras de aquel modo. Era agradable pensar que al comer una se paladeaba un mar concreto, un sitio determinado y unas aguas muy definidas. Igual que con el vino. Dupin se dio cuenta de que divagaba.
—Así pues, usted no conocía a ese escocés, Ryan Mackenzie.
Como antes, Kolenc lo miró irritado. El cambio de tema había sido muy brusco.
—No. Pero mejor pregunte a los demás. Y también en Riec.
—¿Se imagina qué podría haber pasado? Es decir, según usted, ¿qué podría ocurrir en el mundo de las ostras para que se produjera este tipo de… —al decirlo, recordó la palabra que había utilizado la señora Bandol— sucesos? ¿Qué conflictos serían tan graves como para llevar al asesinato?
Kolenc adoptó una expresión muy seria.
—Ni idea, pero hay algo que parece evidente. Tiene que tratarse de mucho dinero, de imagen, orgullo, codicia. Puede que las ostras sean los seres más contentadizos y pacíficos del mundo, pero sin duda los seres humanos no somos así.
Dupin entendió qué quería decir Kolenc. Así eran las cosas. En todas partes.
Había algo más que le interesaba saber.
—¿Qué ha querido decir antes con que el señor Tordeux y la propietaria de la distribuidora no pueden ni verse?
—Estuvieron casados. Durante medio año.
Una explicación lapidaria.
—Y no acabó bien.
—En absoluto. A primera vista parecía que habían encontrado el gran amor. Ella entonces todavía no llevaba la empresa; aún era de su padre. La señora Premel es veinte años más joven que Tordeux. Ahora lleva tiempo casada y tiene dos hijas. Él se ha convertido en un solterón empedernido.
—Ya entiendo. ¿Y actualmente están enfadados?
—Hace poco los dos se presentaron para comprar un criadero de ostras de La Forêt-Fouesnant. Tordeux se llevó el gato al agua. —Kolenc se quedó pensativo un momento—. Lo cierto es que siempre están compitiendo, por cualquier motivo, incluso en las reuniones de nuestra asociación; parece que no puede celebrarse ninguna sin que haya riña.
Tanto el Amiral como el Café du Port de Henri compraban los moluscos y las ostras en un criadero de la zona de La Forêt-Fouesnant. Pero tenía que ser otra empresa, porque, si no, Dupin habría oído hablar de la venta. Se dijo que preguntaría a Henry o a Lily.
—Por lo demás, ya que hablamos de esto, ¿hay alguna otra desavenencia en la zona, ya sea con participación escocesa o sin ella?
—No, que yo sepa. Todos nos llevamos bien, aunque guardamos las distancias. En todo caso, nos respetamos.
—¿Cree que…?
—¡Señor comisario! —Le Ber se acercaba corriendo y gritando. La escena tenía cierto aire de comedia barata.
—Ya voy. —Dupin se volvió hacia Kolenc—. Muchas gracias, ha sido usted de gran ayuda.
—Me ha dicho Armandine Bandol que forman ustedes un equipo. —Kolenc sonrió; al parecer le gustaba la idea—. Puede que me convierta en su asesor. —Hizo una pausa y añadió—: Usted le gusta a Armandine. Confía en usted.
Dupin entendió lo que quería decir. Le gustó que Kolenc protegiera el secreto de la señora Bandol.
—Es una mujer excepcional.
—En fin, venga cuando quiera si necesita saber más cosas sobre ostras.
—Lo haré. ¡Hasta pronto!
Kolenc volvió a dirigir la atención a las parrillas; con un gesto decidido arrancó un manojo espeso de algas pardas que se había adherido al soporte.
Mientras Dupin se despedía, el inspector Le Ber había tomado de nuevo el camino de vuelta a la orilla a paso lento. Dupin lo alcanzó antes de que llegara a la rampa que llevaba al muelle.
De repente el comisario se quedó quieto.
Sin explicaciones, se dio la vuelta y regresó apresuradamente junto a Kolenc, que lo observaba con curiosidad.
—Una pregunta más. Tal vez le parezca algo fuera de lugar. El caso es que hay un constructor que tiene una casa por aquí, en Port du Bélon.
—Sí, Pierre Delsard. Un pretencioso de la máxima categoría.
—¿Qué quiere decir con eso?
—Delsard no viene mucho por aquí. Cuando lo hace viene siempre acompañado de amigos o socios y celebra grandes fiestas. En esas ocasiones, se ven por aquí Porches, Jaguares, Range Rovers… Proceden de todos los rincones de la Bretaña y, por supuesto, de París. Los mejores chefs de la región acuden en legión. Ostras, moluscos poco comunes, langostas, champán, foie gras…
Sin quererlo, Dupin empezó a salivar. Llevaba demasiado tiempo sin comer.
—¿Dónde tiene su residencia principal?
—En Lorient. Allí tiene también la empresa. Se dice que ha invertido en alguna empresa de ostras. Para entretenerse, porque no sabe qué hacer con tanto dinero.
—¿Aquí, en Port du Bélon?
—Eso no se lo sé decir. Oficialmente nadie sabe nada. Pregunte a Tordeux. Son buenos amigos.
—¿Cree usted que tiene participaciones en el negocio del señor Tordeux?
Las implicaciones serían muy complejas: ladrillo y ostras. Eso, a Dupin, aún no se le había ocurrido.
—No lo sé. Tordeux es agresivo en los negocios y sigue expandiendo la empresa. Además del criadero de La Forêt-Fouesnant, últimamente ha comprado una empresa en Cancale.
—¿En Cancale, ha dicho?
—Sí. —Kolenc añadió—: No es extraño. Cancale es, con diferencia, el mayor enclave ostrero de la Bretaña. En todos los aspectos, incluso para las semillas. Muchas empresas de ostras tienen su sede allí.
—Entiendo. ¿Y a quién compra el constructor las ostras para sus fiestas?
—Me imagino que se las suministra su amigo.
—Muchas gracias de nuevo, señor Kolenc.
Kolenc esbozó de nuevo aquella sonrisa.
—Para eso estamos los asesores.
Dupin se marchó definitivamente.
Le Ber lo esperaba junto al muelle.
—Hay novedades sobre Smith y Mackenzie. Importante: ya ha aparecido la directora de la casa de mar. Efectivamente había ido a comprar a Fort William.
A Dupin le tranquilizó oír aquello.
—La mujer ha confirmado que Smith fue miembro activo de una asociación druídica, pero que —el rostro de Le Ber reflejaba un alivio considerable— hacía varios años que ya no lo era. El grupo se llama Seashore Grove y pertenecía directamente al gorsedd escocés. Smith asistía a lo sumo a algunas fiestas señaladas, con escasa regularidad. Eso hace que sea muy poco probable que se trate de algún asunto de druidas. —Le Ber pronunció esta última frase con gran determinación—. Y nadie sabe nada de un posible interés en los druidas por parte de Mackenzie.
Dupin no sabía qué pensar, pero por un momento dejó el tema.
—Smith reside en la casa de mar desde hace veintisiete años. Nació en la isla de Skye. Según la directora, era un verdadero lobo solitario. Carecía de vínculos familiares o sociales estables; al menos nunca los mencionó, y en la hospedería no le oyeron mencionar nada al respecto. Era un hombre reservado y acostumbraba pasar las noches solo. Bebía mucho, pero hasta el momento no había sufrido ningún problema médico. Le gustaba comer. —Le Ber era muy diligente con sus explicaciones—. En la casa vive también un hombre de la misma edad con el que charlaba de vez en cuando; sin embargo, tampoco cuenta nada de interés. Nuestros colegas ya han hablado con él. Los dos se contaban aventuras de alta mar, y hablaban de los viejos tiempos y también de pesca, rugby, deportes celtas, concursos de gaita… Cosas así. Smith salía a pescar a menudo y de vez en cuando llevaba peces grandes a la cantina. En suma: era un tipo al que le gustaba que le dejaran tranquilo. Solo a veces, cuando bebía demasiado, montaba en cólera por nimiedades. Pero eso no era muy habitual. En general era una persona tranquila.
—¿Alguna vez empleó violencia física o hirió a alguien?
—No. Una vez se lio a puñetazos, pero no hubo heridos. Es algo que se da con relativa frecuencia entre los residentes. La directora además sabía otra cosa: que Smith había estado implicado en el robo fallido de un banco.
Al menos ese era un delito de verdad. Le Ber lo dijo al final y como de pasada.
—¿Cuándo ocurrió?
—En 1970. Él tenía diecinueve años.
—Ha pasado casi medio siglo. —El interés de Dupin se desvaneció—. ¿Y desde entonces no ha tenido ningún otro problema con la policía?
—Ninguno.
Dupin iba anotándolo todo. La libreta se llenaba.
—¿Y qué hay de los trabajos ocasionales?
—Siempre eran de temporada, nunca hubo nada fijo. Como ya sabe, de joven fue marino en alta mar, en los grandes pesqueros del Atlántico norte, el verdadero mar salvaje. —En el tono de Le Ber se adivinaba admiración—. Pero la directora no tiene ningún detalle sobre eso.
—¿Y su relación con Mackenzie? —Dupin se estaba impacientando.
—A eso iba. Parece que trabajaba bastante con Mackenzie: a veces un par de semanas, a veces un par de meses. Hace siete años estuvo casi doce meses. Luego, de pronto, el trabajo disminuyó. En los últimos años, solo han sido algunas semanas. Los residentes de la casa de mar están obligados a indicar de forma precisa los trabajos que realizan: es una de las condiciones de admisión. Está todo bien documentado.
—¿Qué ocurrió? ¿Por qué empezó a trabajar menos?
—No se sabe. Puede que fuera por la catástrofe que sufrió la cría de ostras en esa época. En 2008 las ostras planas de toda Europa fueron atacadas por una bacteria que estuvo a punto de acabar con todas. La mortalidad de las ostras fue atroz. También podría ser por la gran crisis económica: a fin de cuentas, muchos negocios se hundieron en todas partes.
—¿También en el Bélon? Quiero decir, ¿las ostras de aquí también murieron en masa?
—En todas partes. En la actualidad hay una nueva epidemia. Justo en estos días.
Dupin se sobresaltó.
—¿Ahora? ¿En estos días? ¿En Port du Bélon?
Miró a su alrededor en un absurdo acto reflejo. Hasta entonces nadie había mencionado aquello. Todo el mundo parecía muy tranquilo.
Le Ber y él hacía rato que habían llegado al centro de operaciones situado junto a las mesas de delante del Château. Habían elegido la última mesa, que estaba algo apartada de las otras. Aparte de ellos, no había nadie más. Al parecer, Braz y Melen se habían dispersado.
—Aún no ha llegado a Port du Bélon. Empezó en la bahía de Arcachon y ya ha llegado a la isla de Oleron, que limita con la Bretaña. Es una catástrofe. Por otra parte, resulta muy misterioso. Se trata de una bacteria desconocida, que ya lleva tiempo atacando las ostras de forma masiva, sobre todo, las ostras planas. Es una bacteria muy virulenta. ¡Afecta incluso a ejemplares crecidos! Dos tercios de las ostras están afectados.
Le Ber se había sentado. Dupin seguía de pie. Era consciente de que su inspector sabía mucho de ostras. Además de las obligadas cigalas, al mediodía muchas veces llevaba a la comisaría una docena de ostras; tras quejarse del precio —y Dupin sabía que en París era cuatro o cinco veces mayor—, se las afanaba con deleite en compañía de Nolwenn. Naturalmente, Le Ber atribuía su excelente salud al consumo diario de ostras. Además, cómo no, las ostras eran un símbolo de la Bretaña y había que protegerlo.
—¿Y podría llegar aquí también? —Involuntariamente, la pregunta de Dupin tuvo un tono dramático.
—En cualquier momento. —Le Ber adoptó el mismo tono para responder.
Aunque Dupin no tenía ni idea de cómo podía estar relacionado todo aquello, no le cabía ninguna duda de que no era casual que el criador de ostras escocés y su trabajador temporal hubieran decidido hacer una incursión en la Bretaña precisamente entonces, cuando se avecinaba una nueva hecatombe en el mundo de las ostras.
Se oyó entonces un sonido muy discreto. Un SMS. Dupin se sacó el móvil del bolsillo de los vaqueros y miró la pantalla. Claire. Los detalles de su cita: «Rue de Kergariou, esquina rue du Sallé. 18.30». Nada más. Le Ber lo miró con curiosidad.
—Volvamos a Smith. ¿Alguna novedad sobre él?
—De momento es todo. Los colegas de la zona intentan averiguar si tiene algún familiar al que darle la noticia.