El hierro corta la hierba que aguanta la bola, el golpe suena diseminado y el eco lo devuelve de inmediato. La pequeña esfera sube. Una nube espesa y oscura le da a la mañana un aire de tarde terminada. Un soplo helado golpea los árboles. A la bola le falta un empujón para atravesar esa racha de cierzo envenenado, la carencia la hace bajar antes de lo necesario y es engullida por el lago. Con ella se desvanece la posibilidad de ganar dinero. Solo queda esperar a que llame Mariscal, el argentino.
Esteban es el pequeño de tres hermanos, su padre, el señor Telmo Puig, abrió en 1966, en Sabadell, la Carpintería Puig, empresa que trabajó ininterrumpidamente hasta el 2010, año en que quebró con el nombre de Puertas Puig. El viejo no llegó a la fallida, dejó este mundo en el 2009, pero en esa fecha estaba suficientemente lúcido como para ver que la sólida empresa que sus dos hijos mayores, Andrés y Manuel, levantaron, tiritaba desnuda y empeñada ante el vendaval económico. Los Puig habían logrado convertir el pequeño taller de su padre en el mayor fabricante de puertas de España. Esteban creció al margen de la fábrica, nació tarde, veinte años tarde. Se podría decir que fue un descuido, aunque la inversión que sus padres hicieron en amor y caprichos no fuera acorde a la deseabilidad de tener un tercer hijo. Vino al mundo en primavera. Entonces, sus hermanos ya trabajaban en la carpintería, ya proyectaban, entre el olor del pino y la cola, la prosperidad que anhelaban.
Tras unos años difíciles decidieron copar un mercado que estaba por explotar. Empezaron a producir puertas por sistema, diferentes modelos y medidas. Crearon un stock que ofrecían a promotores y constructoras a un precio bastante bajo. A finales de los noventa, Puertas Puig suministraba por todo el país y empezaba a servir pedidos en el sur de Francia.
Esteban pasó la niñez en el interior de esa nube, su adolescencia se vio amparada por la ascensión, cada ampliación de capital llevaba anexo un cambio de domicilio. Nunca trabajó en el taller, ni siquiera en la oficina de hecho, a día de hoy, no sabe cómo se hace una puerta. Nunca tuvo que esmerarse para conseguir dinero. Su padre le concedió una asignación de ochocientos euros mensuales al cumplir los dieciocho años, hecho que cabreó notablemente a sus hermanos, ya que, pocos meses atrás, había abandonado los estudios y no veían en él el más mínimo atisbo de inquietud laboral o formativa. Supo negociar la retribución que percibía y aumentarla a mil doscientos, al cumplir los veinte años. Sus hermanos tuvieron que tragar y, resignados, asumieron el lastre de mantenerlo. Papá corría con todos los gastos aparte de la paga. Incluso en momentos de dificultad para la empresa, el chico despilfarraba y no cesó de practicar deportes náuticos, de nieve y golf. No dejó de vagar por el mundo en invierno, ni renunció a las quincenas veraniegas por el Mediterráneo. Pero ese no era el mayor de los males de Esteban Puig, el viajar era una actividad cara, pero altamente enriquecedora. En cuanto se hizo un hombre, le empezaron a sobrar vicios, los carajillos de la mañana, las medianas del mediodía, el vino de la comida, las cañas de las siete y los cubatas de la noche, además de la cocaína, las pastillas, el cristal, las putas, el bingo… Y toda la gavilla nocturna que se le adhería en las barras y en los parkings de los tugurios que frecuentaba. Daba igual que fuera viernes o martes, él andaba de aquí para allá, hasta las tantas, rondando ambientes no solo lúgubres, sino, además, peligrosos. Llegó un momento en el que la asignación y los extras no cubrían ni un tercio del nivel de vida y los vicios de Esteban. A pesar de eso, no descuidó su rutina social, mantuvo la red de amistades prefabricadas, durante años, en patios de colegio exclusivo, parques de urbanizaciones, piscinas privadas, pistas de esquí y amigos con velero. A la vez, en los antros, entre subidones de LSD, sudor y vomitonas, los profesionales del hampa distinguieron su procedencia de alta esfera y, lejos de intimidarlo, previeron el filón. También ahí, en el crisol de los ambientes peligrosos, forjó amistades —y esas van más deprisa, tanto como de dinero se disponga—. Pronto descubrió que tenía cierta capacidad, así que empezó a trapichear para costearse la vidorra. Solo en farlopa gastaba dos mil al mes, eso si no se le iba la mano. Por supervivencia, empezó a mezclar ambos mundos, entrelazaba asuntillos, y se dedicó a conectar personajes y ánimo de lucro. Durante algún tiempo le fue bien, bastante bien. Algunos meses bebía Dalmore en cubierta y se dejaba llevar —pero las derivas son peligrosas cuando hay oleaje—. Las invitadas, las putas de doscientos euros a la hora, las fiestas con amigos en una casa alquilada en el Tirol. El viaje a Vietnam. El Cayenne siniestrado… Todo lo empujaba al abismo al que se asoman los que sienten que nunca tienen suficiente dinero. Ante tal panorama, no tardó en pillarse los dedos, siempre se metía más de la cuenta, siempre gastaba más de lo que tenía, lo que le obligaba a recurrir a chanchullos de camello vulgar; racaneaba, timaba, cortaba, y al final, con una tapaba la otra.
Fuera como fuera, Esteban no era un tío discreto. No pasó demasiado tiempo hasta que una banda de paleros lo siguió tras recoger un porte de droga, en Rubí. Lo sacaron de la calzada, de un volantazo, en una carretera secundaria, cerca de Can Barata, y, a punta de pistola, le ventilaron trescientos gramos de coca. La merca era fiada, y ciertas amistades se diluyeron a la misma velocidad a la que se solidificaron, y se vio sin manos con qué tapar. Aun así, tuvo la opción de reconducir el asunto, sus acreedores lo derivaron a otra área de los ambientes peligrosos, a la sección de robos; allí, dada su procedencia y su falta de escrúpulos, no le sería difícil hacer dinero rápido con el que devolver lo que debía, antes de que los intereses le costaran una pierna o las dos. Así se lo hicieron saber.
Entró como informador, chivaba lugares rentables en los que dar el palo. Chalés, pisos, masías, naves, apartamentos, despachos, y tantos datos como pudiera disponer, todos de gran utilidad para la comisión de asaltos, atracos o incluso tirones. Recurría a personas cercanas de su entorno elitista, de las que daba todos los detalles que hiciera falta. Llegó a informar acerca de un proveedor de Puertas Puig, que cobraba gran cantidad de dinero en negro. Incluso fue responsable intelectual de un asalto fallido, concluso de manera violenta, con resultado de muerte, en una finca en Alella. Nada de eso lo alejó del mundillo; aunque no todo fue voluntad de quedarse, la implicación en la muerte de Alella era bastante como para que la banda en la que se introdujo lo obligara a seguir pasando información. En vista de no poder escapar y con afán de ganar más dinero, acuciado por la sensación de estar siempre sin blanca y dándole todo igual, decidió ir más allá, pasó a perpetrar los robos junto a sus socios.
El día que lo trincaron en el domicilio de un conocido promotor y constructor barcelonés, que años atrás, antes de que él naciera, había prestado dinero a papá, perdió la palabra de sus hermanos. La policía relacionó una serie de asaltos a naves industriales y almacenes; curiosamente, todas guardaban trato con Puertas Puig. Fue una vergüenza, una historia que, aún hoy, se explica en los corrillos que se forman en los patios de instituto y en algunas piscinas privadas. En los ambientes peligrosos ya la han olvidado.
El abogado de Esteban le costó a papá veinte mil euros, que sirvieron para eludir la prisión, aunque no fue solo eso, el juez interpretó la lista de nombres que el chaval dio a la policía como una muestra de colaboración, y el atenuante que concluyó lo libró de entrar en la cárcel. Esteban no era más que un soplón miserable, y lo peor fue que todo el mundo lo sabía, era un chivato aquí y allá.
Pasó bastante tiempo encerrado en casa —pero la cabra tira al monte—, y sus hermanos no tardaron en encontrar drogas en su habitación. Entonces, incluso papá lo rechazó.
Se ocultó durante algún tiempo en Barcelona, utilizó amistades, a las que seguramente compró con información. Y por primera vez en su vida se comportó de manera discreta. Pero nada acababa ahí, tanto él como todos los que lo conocían sabían que tarde o temprano le sacarían la lengua por la garganta, por chivato. Por eso, un día de otoño, al oscurecer, Esteban pidió ver a su padre, y le imploró el último favor que el hombre concedió en el mundo de los vivos.
El abogado costó veinte, pero la vida de Esteban salió por más de cincuenta mil euros. El asunto no era sencillo, por eso el señor Puig recurrió a ese tipo de personas a las que, fuera de los ambientes peligrosos, solo conocen quienes tienen algo que esconder. Es probable que aquella necesidad pasara, en su día, por la oficina de Raúl Mariscal, el argentino. Murieron tres hombres y otros dos fueron severamente reprimidos. Pero no fue eso lo que conectó a Esteban con Mariscal, ninguno sabía del otro hasta que un tío que le debía un favor a Esteban lo recomendó para un trabajo; desde entonces está en la cadena de los esporádicos. El viejo Mariscal capta almas extraviadas.
Entre tanto, el chico subsiste trapicheando, engullido por una ciudad con un hambre feroz y que se nutre de aquellos a los que no les importa ser comidos. Él sigue siendo un saco de vicios, un vaivén de ventura y, sobre todo, de desventura. La suerte suele ser fosca, pero a veces la buena dicha aparece como una nube negra de agosto que emerge del Mediterráneo, palia el calor y da respiro, porque la calle aprieta pero no ahoga. Desde hace unos meses vive con un amigo, Chechu, otro superviviente de la gran urbe.
A Esteban le sigue gustando patear la noche, deambular, de bar en bar, a ver qué rasca. Le gusta sentarse a fumar un canuto en cualquier portal cuando hace la ruta entre el Tucson y el Dakota, entre Sant Pau y Hospital, a la altura de la Aurora, en esos callejones de ventanas rejadas y paredes sucias. Se sienta a mirar el manto de chicles, latas y colillas. Plásticos y escupitajos. Observa las decenas de almas que concurren la travesía. Lateros paquistaníes. Negros portando valijas. Patrullas de policía permisiva. Chiflados en bici… Lo que más hay son fulanas. También viejos verdes que ya no tienen nada ni a nadie que temer, y se arriman a magrear a las putas y van soltando los euros de uno en uno, hasta que la excitación es tal que sacan un billete de cinco a la vez que la polla; el escarceo concluye en paja de diez segundos entre dos coches. Se dejan caer guiris, en manada, salidos de la marmita de un bar irlandés. Los pasos adyacentes expelen todo tipo de espíritus desviados, curiosos, perdidos. Más allá, hay un nido de enfermos, tramado a los pies de un bloque en el que todos saben que se vende caballo. Aún quedan yonquis en Barcelona, y no hay que ir lejos para verlos. Los novatos se guarecen y se pinchan en los pies, disimulan ahora que todavía carecen de picores, aún hay grasa sobre sus huesos. En esas calles, cada centímetro cuadrado de alquitrán rezuma vicio y abandono. Hay adictos, perturbados y una maraña de vidas vacías, como los corazones que habitan. En cada esquina hay un camello con bolsas de cuatro micras.
A Esteban le gusta observar ese submundo, no se siente, ni jamás se ha sentido, parte de él, aunque lo haya frecuentado con asiduidad. Le gusta sentarse a mirar y recordar aventuras y días de ciegos insostenibles en sitios parecidos.
Cuando papá murió, Andrés y Manuel dieron con él, lo excluyeron de la sociedad y lo desvincularon de la herencia familiar salvando lo legítimo. Firmó un documento con el que aceptó y obtuvo un piso de setenta metros cuadrados en Sants, un Mercedes CLS del año 2008 y treinta mil euros en efectivo.
A día de hoy, no ha vuelto a ver a sus hermanos. Se enteró del cierre de la empresa por los diarios. Del dinero que le dieron ya no le queda nada. El coche lo vendió hace unos meses, tampoco le queda un céntimo de eso. El piso de Sants lo tiene alquilado, de ahí saca setecientos mensuales. Vive en casa de Chechu, que no le cobra, sabe que Esteban es un tío generoso, y que si las cosas le van bien puede llegar a ser espléndido. Pero últimamente las cosas no le van bien.
Esteban es consciente de que ha dejado pasar los trenes que lo hubieran llevado a lo que, para su familia, sería una vida normal. Él se cura en salud pensando en el batacazo que habrá supuesto para ellos la quiebra de la empresa. «¡Que se jodan!», se dice maldiciendo a sus hermanos, de quienes piensa que son unos buitres chupones a los que la avaricia no les cabe en el culo. También recuerda a su madre, tampoco a ella la ha vuelto a ver. La última vez vio una marioneta sedada bailando bajo las manos de las cuñadas, dos crótalos enjoyados, rebozadas de ego y compostura, a las que sus maridos les han transmitido esa liturgia de trabajo y rectitud y que ambas predican desde la falsedad de no haber dado un palo al agua en su vida. Para él solo son dos zorras aprovechadas que un día supieron hacer una mamada, o quizás ni eso.
Pasó pronto de estudiar, no llegó a acabar el instituto, un ciclón se cruzó en su vida. A veces piensa en ello, siente cierto remordimiento, no por no ser un prototipo de señor Puig, pero sí por el hecho de no haber estudiado. Entonces culpa a sus padres de la falta de severidad, en eso está de acuerdo con sus hermanos. Todas esas tribulaciones las sufre cuando llega a casa muy pedo o alguna mañana de resaca severa, en esos ratos le asquea la vida que lleva, solo en esos ratos en los que se da cuenta de la suerte que tuvo de salir libre y vivo de aquel quilombo.
Algunos de sus amigos se han visto en situaciones precarias con el cataclismo económico, Puertas Puig no es la única empresa que ha quebrado, y los hijos de otros se han quedado con una mano en cada huevo, pero la mayoría de ellos han logrado reintroducirse en un mercado laboral reducido. No haber terminado la ESO pesa toneladas en la capacidad para optar a empleos con una remuneración mínimamente satisfactoria para las expectativas y necesidades de Esteban, no se conforma con los escalafones bajos de la hostelería, ni está dispuesto a entrar como peón de una profesión ruda y vulgar relacionada con la construcción. Y, con tal abanico de descartes, las alternativas son bien pocas. A pesar de eso, el chico tiene una habilidad; de todo el derroche monetario que sus padres hicieron en su educación, hay algo que le es rentable y que ejerce sin esfuerzo ni peligro, aunque esté bebido o drogado: es un excelente jugador de golf, y aprovecha al máximo esa faceta.
En el golf se establece un hándicap que varía en función de la pericia del golfista. La intención de la norma es la de equiparar la diferencia entre jugadores y que, en la medida de lo posible, compitan en igualdad de condiciones. Ese hándicap otorga golpes de ventaja al golfista que, por nivel, empieza sin ella. Esteban se vale de ese rasgo de caballerosidad deportiva para ganarse la vida. El hándicap lo regula la actuación individual de cada jugador en cada torneo oficial, por lo que él se fija un calendario de competiciones con una dotación superior a los dos mil euros para el ganador y se inscribe en otras con fecha previa y de menor caché, en las que juega sin aplicarse para hacer una puntuación inferior a su nivel que le aumente el hándicap, y así llegar a la fecha fijada con unos golpes de ventaja respecto a los rivales de su categoría real. Ese es, ahora, su modus vivendi, esa es una de sus fuentes de ingresos. Pero en el golf, el factor suerte está demasiado presente, por eso los golfistas se-miprofesionales suelen tener otras alternativas que les aporten dinero. Él ha perdido el mecenazgo familiar, que suele ser la opción de la mayoría. La minoría pulula como monitores en campos baratos, pero para eso hay que mantener un hándicap estable e inferior al que Esteban ostenta. Cuando no hay suerte en el golf, queda Raúl Mariscal, el argentino, que es otra fuente de ingresos.
A Mariscal no se le llama, es él el que llama. Suele contactar cada seis semanas, día arriba, día abajo. Envía un mensaje SMS desde un número oculto, el mensaje está en blanco, esa es la señal, y como diría él: «Si querés, acudís, y si no, lo dejás».
Raúl Mariscal es un platense con más tiros dados que Caballo Loco. Las citas con él siempre son iguales, tras recibir la señal hay que esperar al próximo partido que el RCD Espanyol de Barcelona juegue en casa. Cornellà-El Prat, puerta 12.
El viejo es una ETT del crimen, capaz de disponer y suministrar personal cualificado para cualquier actividad delictiva. Cerrajeros, lanceros, expertos en seguridad y tecnología. Ladrones, correos, chóferes, falsificadores, químicos, atracadores, sicarios o artificieros. Tratantes de armas, mujeres, droga. Abogados, policías, aduaneros… Si lo puedes pagar, él lo consigue. También organiza robos y atracos por su cuenta, solo en calidad de ideólogo, pero básicamente es un comisionista de toda la actividad criminal de la ciudad. «Si es ilegal, está Mariscal» es uno de los lemas que se gritan en las oficinas de la unidad especial de la UDYCO en Barcelona.
Mariscal está cubierto, es un criminal con todas las letras, pero es listo, lleva muchos años en escena y sabe lo que hace. Manteniéndose en la sombra obtiene un porcentaje de todas las transacciones delictivas que se llevan a cabo. Un centenar de personas trabajan directamente para él y más de un millar lo hacen de un modo colateral. Legalmente tiene una red de empresas de ocio; organiza fiestas y eventos deportivos. Le gusta dejarse ver con deportistas, trae futbolistas desde Argentina, aunque eso es como un hobby. También invierte en gimnasios y promueve veladas de boxeo y K1. Son tapaderas para blanquear dinero y a través de las que introducir sustancias dopantes y anabolizantes. Todos los cargos de esas empresas están delegados en terceras personas.
Llegó a Barcelona en 1977, después de una estancia de dieciocho meses en una finca, en Jerez de la Frontera, acompañando a José López Rega, fundador de la Alianza Anticomunista Argentina, grupo paramilitar ultraderechista que practicó el terrorismo de Estado en Argentina y que fue responsable de la muerte y la desaparición de miles de personas. Mariscal, en La Plata, dirigía una unidad parapolicial dependiente de la Triple A; la reputación de sus métodos de indagación y exterminio de subversivos marxistas le valieron una hoja de servicios destacable dentro de la organización. Cuando José López Rega asumió la dirección de todas las secretarías bajo la órbita de la Presidencia, Raúl Mariscal ya formaba parte de su guardia personal. Una escaramuza política, en 1975, obligó a López Rega a renunciar a su cargo, para ser renombrado embajador itinerante en España. Se instaló en una quinta en Jerez, y Mariscal fue uno de los encargados de su seguridad. El trágico y sangriento Proceso de Reorganización Nacional que vivió la República Argentina hizo que López Rega y sus acólitos temieran que sus propios métodos fueran utilizados en su contra, y Rega huyó a Suiza tras ser reclamado por el nuevo poder judicial de su país. Después de eso, Mariscal decidió emprenderla por su cuenta, realmente nunca le interesó la política, solo se movía por dinero. El argentino tardó pocos meses en aterrizar en Barcelona, de donde no se ha movido en las últimas tres décadas. Ya en La Plata, y en otros puntos del Gran Buenos Aires, incluso en la capital, acostumbraba a concretar información y cerrar tratos en los campos de fútbol, entre la multitud y el escándalo. Al llegar a Catalunya, como muchos argentinos, por una cuestión de añoranza y parecido entre la camiseta blanquiazul y la albiceleste, se aficionó al Espanyol. El clamor de la grada perica le vino al pelo para levantar el imperio que a día de hoy ostenta.
La bola que Esteban acaba de lanzar sin fuerza se desvanece a merced del viento, como un diente de león, y cae al lago. Con este, van tres torneos consecutivos en los que no rasca premios, el golf empieza a ser un gasto con un balance negativo ascendente. Y el próximo campeonato que le merece la pena no será hasta dentro de un mes. Está sin un duro. Así que atiende el mensaje de Mariscal.
A las cinco y media de la tarde del sábado fuma apoyado en una columna frente a la puerta 12 del estadio del Espanyol. El partido empieza a las seis. Está ansioso, ha estado esnifando con Chechu antes de salir de casa, después se ha tomado dos medianas. A las cinco y cuarenta aparece un matón con tatuajes enfundado en una samarra de Boca Juniors, es el mismo de siempre, Esteban ya ha hecho esto otras veces; antes tenía que subir a Montjuïc, pero la leyenda de Mariscal empezó en Sarrià. Esteban conoce las normas: «No hacer ningún gesto hasta que el matón se dirija a él». Entiende la medida de cautela, pero no el desdén y la poca discreción del gallito bostero, quien se acerca, y cuando está a unos diez metros, grita con desprecio:
—¡Eh, vos, orejudo! Vení.
El tío se gira de inmediato y avanza entre la gente, el chico lo sigue apresurado esquivando futboleros de trompeta y bocadillo. Él no se ha peleado nunca, a pesar de toda su vivencia, por eso, aunque se considera un tío valiente, empequeñece con facilidad, y más ante un porteño engreído, hinchado a pastillas de gimnasio y batido de huevos y pollo. Su comportamiento, a pesar de sus debilidades viciosas, es acorde con la educación que ha recibido, eso lo ha ayudado a desenvolverse con soltura tras las puertas cerradas, pero en los pasillos, en terreno de matones y machacas, se siente vulnerable. Aunque con Mariscal no se ha sabido desenvolver nunca. El muy cabrón proyecta tal sensación de control, desamor y mezquindad que le anula la capacidad de expresarse con soltura.
Siguiendo al cachas, accede al estadio por la zona vip, nadie les requiere entrada o carné. Camina detrás del tipo que avanza por un pasillo, no se ha girado ni una sola vez desde que gritó lo de orejudo, ahora lo hace al detenerse ante la puerta de uno de los palcos aislados, llama dos veces. Después abre y, mirando con la supremacía que le otorga el metro noventa que ostenta, dice:
—Dale, nene, entrá. —Habla como quien manda a un niño al despacho del director.
Mariscal espera sentado en uno de los dos amplios butacones reclinables, con base giratoria, tapizados en blanco, que hay frente a una cristalera tras la que reluce el césped. A Esteban no le gusta el fútbol.
Al viejo no se le mira a los ojos, él rara vez lo hace. El chico se sienta tras una invitación gestual.
—¿Cómo andás? —pregunta el argentino, amparado por unas gafas de espejo. Sabe que mal, si no, no estaría allí—. ¿Qué tomás? —vuelve a cuestionar, sin esperar respuesta a la pregunta anterior, dando a entender que era mero formalismo—. ¿Tenés trabajo? —Esteban ladea la cabeza—. Entiendo que no —apunta el viejo, que como un perro cala el aura y las vibraciones del aire en cada expresión corporal, e intuye todas las respuestas antes de que se produzcan. Capta el miedo que infunde, su imagen lo potencia. El pelo cano, lacio, revuelto, algún mechón oxidado rememora el rubio de juventud. El bigote también cano y rebelde, enrojecido de nicotina. El traje pardo, sobre la camisa gris, los zapatos negros, brillantes, como los finos cordones y los calcetines de nailon. Y ese porte de oficial de las SS, adquirido en sus tiempos de exterminador. Las Ray-Ban son dos lunas que reflejan lo que miran, ahora proyectan la empequeñecida y atemorizada estampa de Esteban, que siente compartir estancia con el diablo—. Te ofrezco dos laburos. Si querés uno, agarras los dos. Si decís que lo hacés, lo hacés… luego no me vengas con milongas de la reputa que te parió. El primero es un viaje, ya lo hiciste otras veces. Sabes cómo va. El otro es un robo simulado, sin peligro, está dispuesto… —El viejo hace una pausa—. ¿Qué decís, entrás? —prosigue.
Esteban asiente con un gesto a la vez que dice sí, con la boca pequeña, asediado de indecisión. Necesita la pasta, pero no está seguro de si ha consentido a la claridad de la explicación o si está aceptando los encargos. Mariscal palpa la falta de arrojo, pero la ignora. Piensa que no hacen falta demasiadas luces para el cometido. Esteban cobrará mucho meno dinero del que cobraría un profesional, pero no es eso lo que más preocupa al viejo, lo que él quiere es que nadie sepa de esto, por eso ha contratado a un pardillo, a alguien alejado de los círculos vinculantes.
—Está bien, te cuento —concreta, abriéndose la chaqueta, de la que saca una tarjeta blanca en la que únicamente hay impreso un número de teléfono—. Mañana a las doce llama a este número. Te darán una dirección en la que recogerás los pasajes y las instrucciones del viaje, ya sabés cómo va: agarrás el auto, te devolvés, entregás y cobrás. El viaje son tres mil. ¿Alguna pregunta?
Esteban niega, también sin seguridad. Sabe que con tiempo para plantearse la situación concluiría alguna duda, pero a este tío no le gustan las dudas y mucho menos las preguntas, y ese temor le blanquea la mente. Mariscal prosigue:
—Para el otro asunto hacen falta tres tipos, vos y dos más. ¿Conocés a alguien de quien yo me pueda fiar? —Tras la pregunta, el argentino reanuda la charla excluyendo de nuevo la posible respuesta—. Está bien, no pasa nada, te puedo colocar dos buenos pibes, pero vos sos el responsable, el trabajo es tuyo, vos respondes ante mí. ¿Queda claro? Bien, pues te explico: se trata de una casa. El que maneja se queda en el auto, de campana. Dos bajan, el conserje abrirá la puerta y se dejará atar. Allí habrá una mujer. Vos subirás con ella hasta la segunda planta, en un despacho te dará la combinación de una caja fuerte. La abrís, sacás lo que haya dentro, atás a la mina y te largás. Hacelo rápido, en ese orden y no te llevés nada más. ¿Cómo andás de memoria? —pregunta, abriéndose otra vez la chaqueta.
Saca un bloc de notas en el que apunta una dirección. Esteban la lee, tras memorizarla, mira a Mariscal a la cara, ve su propia faz reflejada en las gafas y recuerda que al viejo no se le mira a los ojos.
—¿Serás capaz de recordarla? —pregunta el argentino, sabiendo que la respuesta es sí—. Acudí en cinco días, acá te dirán. Al siguiente partido, después del palo, venís y cobrás. Son diez mil. No la jodás —sentencia arrugando la hoja en la mano.
El chaval está abrumado por la cifra, tanto que no tiene nada que añadir. Mariscal recibe la sensación y desvía sus sentidos al partido que acaba de comenzar. Esteban tarda diez minutos en sentirse ignorado, lo que tarda el espíritu del viejo en revolverse.
—¿Qué pitás?, hijo de puta. La misma, para el otro lado no la cobraste… La puta que te parió… Este mierda ya nos robó acá con el Atlético.
El argentino está tenso, más de lo normal. Uno de sus pibes salió de titular, de wing izquierdo. Reclina el asiento sin dejar de atender al juego, enciende un pasito mientras, en un acto reflejo, mueve el pie derecho tratando de cazar, virtualmente, un balón raso que se pasea por el área pequeña.
Esteban apura la cerveza y se dispone a abandonar la sala.
—No la jodás —vuelve a repetir el platense sin dejar de mirar el fútbol.
La tarde se convierte en noche, en otoño pasa con mayor rapidez, aunque Esteban no encuentra diferencias entre tarde y noche, cuando menos, entre otoño o primavera. Se siente bien, como quien acaba de encontrar trabajo, así que deambula de bar en bar durante toda la madrugada. Amanece en casa, con Chechu, derrapando mentalmente y copiosamente drogado. No es tan tonto como para contarle nada a su amigo, por muy ciego que se ponga, conoce la calaña con la que se la juega, y sabe que cuanto menos sepa su entorno, mejor. Pero sí le anticipa que tendrá suficiente plata para tirar unos meses. Chechu brinda por ello.
El chaval sigue las instrucciones, y al día siguiente, a las doce del mediodía, desde un teléfono público, llama al número que el viejo le ha dado. Sabe a qué se enfrenta. El viaje es sencillo, ya lo predijo Mariscal. Lo ha hecho otras veces. Su misión consiste en tomar un avión hasta Pontevedra, allí recoge un coche que conduce de vuelta hasta un pequeño concesionario en Vallirana. En los tiempos que corren es difícil mantener un concesionario, sea de la marca que sea, pero este se mantiene con solvencia. El negocio está en la venta de autos de ocasión, hace más de dos años que se venden tres vehículos cada mes, pero es raro ver salir alguno de los que tienen expuestos, los que se venden son los de un catálogo de kilómetro cero y el noventa por ciento de ellos están en un concesionario de la misma casa en Pontevedra. Esteban deduce su cometido de mula y comprende la dimensión de la mafia para la que trabaja, por eso no hace preguntas; «entrega y cobra», no quiere saber más. Asume el viaje como una rutina, piensa en la pasta y eso aborta la sensación de agobio, ya ha perdido el temor de las primeras veces, y le gusta el sabor de la adrenalina. El tema del robo es diferente, le produce más respeto; «pero, qué coño. Son diez mil», se dice, dándole vueltas al asunto, mientras conduce.
Tras entregar el coche en Vallirana, acude a un bar a cobrar. Esos ratos de andar de aquí para allá esperando el dinero se le hacen eternos, se ralla dudando si lo van a timar, ese tiempo suele ser más amargo que el viaje. Por fin, transcurrida una hora de espera, aparece un colombiano, que después de mirar a izquierda y derecha desliza un sobre por la barra, Esteban lo recibe, lo baja hasta quedarle entre las piernas, cuenta los billetes, lo dobla y se lo guarda en el bolsillo delantero del tejano. Se vuelve a apoyar en la barra, levanta el botellín y hace girar la poca cerveza que queda. Ahora se siente bien —tres mil de una tacada—. Acude a casa a guardar la pasta; con Chechu salda una deuda de trescientos euros.
Unos amigos llegan con cerveza, hierba, cocaína y priva dura… Se entregan a la pachorra de los porros y los chinos de coca. Las mentes vuelan. Él se estira, pone unos pavos y paga unos gramos. Hay timba de cartas con gafas y capuchas, pinchan vídeos de rap en Youtube y un cedé circula cargadito entre carta y carta, entre el papel de plata y la gota. El escenario es diferente, el ritual es el mismo. Ellos son otra generación. La música escupe historias de lana y venganzas. Merca, billetes y chavalas. Realidades de otros sitios, verdades lejanas de seres inyectados de asfalto. Historias de gente totalmente ajena a sus pieles y a su ambiente. Leyendas que ellos viven como suyas; agitan la cabeza al son de las bases mientras ponen cara de póquer en cada farol. Solo Esteban sabe de qué hablan esas canciones.
Se hacen descansos para ir a buscar tabaco, hielo y más merca. Son polvo en el aire. Son la noche. Y la hora llega cuando llega. Suyo es cada instante y cada sensación, y algunas, por absurdas que parezcan, serán inolvidables. Así son las drogas, no hay rutina, no mientras quede whisky en las botellas y perico en las bolsas, mientras siga oliendo a hierba, mientras ir puesto sea la querencia que se encargue de engordarles la lengua y arrastrarles las mandíbulas. Entonces no hay mañana. Y así pueden pasar días, minúsculas eternidades, perfectas porciones de tiempo parecidas al placer.
Es jueves, Esteban se presenta en la dirección que Mariscal le dio. Apenas ha bebido, hoy prefiere mantenerse sobrio. Salvando un par de porritos, no ha consumido nada. Ha pasado estos días a tope y ansía que el trabajito del robo sea lo antes posible para desconectar de todo y programarse un viaje.
Son las cinco en punto cuando llega al portal, llama al portero automático, abren sin que nadie conteste. Al salir del ascensor camina por una galería de puertas en torno a un patio vecinal, alcanza la número cinco. Del interior se escapa un zumbido constante. Pulsa el timbre que imita una campana, estira la espalda y relaja el cuello, intenta ganar presencia ante lo que venga. El zumbido cesa, unos tacones se aproximan, abre una pelirroja en minifalda, le rodea las caderas un cinturón de peluquera cargado de peines, cepillos, tijeras, rulos y orquillas. Ella lo mira de arriba abajo, luego gira el cuello y le grita al pasillo:
—Che, llegó el pollo. —Y dirigiéndose a Esteban—: Segunda puerta a la izquierda, te está esperando —le indica, señalando el pasillo con la vista.
Él se gira dos veces mientras avanza por el corredor, le alcanza para ver una cabellera morena, de espaldas, frente a un espejo; la pelirroja coge un secador y el zumbido resuena de nuevo. Al entrar en la estancia ve al gigante porteño, tatuado, con la camiseta de Boca Juniors.
—Sentate, orejudo —ordena el tipo.
A Esteban empieza a tocarle los huevos lo de orejudo y tuerce el gesto intentando darlo a entender, aun así obedece y se sienta al otro lado de la mesa en la que está sentado el grandullón, quien lo observa con una sonrisa irónica, conocedor de su incomodidad, que aumenta al sentir el gruñido de un ejemplar rollizo de dogo argentino que descansa a los pies de su amo.
—Bueno, qué… —dice el chaval, intentando agilizar el trámite.
El gigante reacciona, baja una mano con la que prende el tirador de un cajón, saca un sobre amarillo y gastado y una bolsa de cacahuetes pelados de la que se echa un puñado a la boca y ofrece la palma de la mano llena al perro; el can levanta la cabeza y atrapa los frutos secos de un lametón camaleónico. En el interior del sobre hay una fotografía en la que aparece una mansión, la dirección está anotada al dorso, es en Navarra.
—Mañana a las dos de la tarde te recogerá una Ford Transit blanca, frente a la cafetería Tabú, en la Rambla del Raval, el conductor se llama Carlos. A la casa no entréis hasta las ocho, el paquete lo traéis aquí. Lo demás ya lo sabes. No la jodás.
—¿Tengo que llevar algo?
—¿Adónde?
—Mañana, al trabajo.
—¿Qué te pensás, que estás en la escuela? ¿Querés una lista y un papelito para que te lo firme la vieja? Escuchá, yo no sé por qué Mariscal confía en vos, a mí no me gustas. ¿Te enterás de cómo va esto, orejudo?
El chico, a veces, parece más tonto de lo que es. Esta no es la primera vez que va a robar, más o menos sabe lo que hace.
Acude a la cita, lleva ropa oscura y, debajo de ella, un chándal. Y en una mochila, un pasamontañas y un par de guantes. La furgoneta es puntual. Los dos tíos dicen llamarse Carlos, él sabe que es falso y también inventa un nombre. En uno de sus compañeros detecta un acento foráneo, las horas de club le hacen pensar que rumano. Se dirigen a Olaz, Navarra. Apenas hay conversación —tres individuos que no se conocen y van a dar un palo no hablan mucho, únicamente intercambian información relevante del delito a cometer—. De esas charlas fugaces, Esteban averigua que después del golpe hay un cambio de coche en Alzuza, otro pueblo a cinco kilómetros de Olaz. La profesionalidad de los secuaces le da tanta seguridad que aprovecha una parada en un área de servicio para escaquearse hasta el bar de la gasolinera y calzarse un gin-tonic.
El viaje se hace largo. Carlos conduce lento con el propósito de hacer tiempo. Ya ha oscurecido cuando entran en el pueblo, son las ocho menos cinco. El otro Carlos lleva un GPS, con el que ubican la dirección. Paran ante la casa. Esteban saca la fotografía y contrasta que es el destino correcto. Carlos, el que no conduce, extrae de una bolsa un par de tramos de cuerda. Se enfundan los guantes y el pasamontañas, se aseguran de que no hay nadie en la calle. Bajan y se introducen en la finca, la cancela está abierta. Cuando alcanzan los peldaños del porche la puerta principal también se abre. El conserje los guía por el interior de la casa hasta los pies de una escalera, luego se sienta en una silla y se prepara para ser atado. Todo va según lo previsto.
Carlos actúa con celeridad. Esteban mira a su alrededor buscando a la mujer, la encuentra en la cima de la escalera, entre la penumbra. Sube y la sigue hasta un despacho en el que, en la pared, hay un cuadro abisagrado, abierto; tras él, una caja fuerte abierta y vacía.
La mujer camina hasta alcanzar un mueble clásico que hay en el centro de la sala. Él se acerca hasta la caja fuerte e, incrédulo y bastante nervioso, introduce la mano en ella, a la vez que pregunta:
—¿Dónde está…? ¿Qué me tengo que llevar?
La mujer no responde y, lejos de hacerlo, abre un cajón y saca un revólver de cañón largo, el chaval levanta las manos y da un paso atrás. Sin perderle la cara, ve cómo ella se mete la pistola en la boca y dispara.
El tiro resuena estrepitosamente. La bala le revienta la parte trasera del cráneo, de entre el que sale y rompe la cristalera del balcón. El último ruido es el del cuerpo al caer detrás del escritorio. El chico mira pasmado, desencajado, aún le pitan los oídos. Se da cuenta de que no se ha quedado sordo al escuchar el chirrido de unas ruedas en la calle. El olor de la pólvora impregna la habitación y comienza a esparcirse por la casa. Él sigue quieto, hasta que el torrente de sangre empapa la alfombra y corre por el suelo; está a punto de alcanzarle los pies, eso le hace reaccionar. Abandona la habitación y, a toda prisa, baja la escalera. Como era de esperar, Carlos ya no está.
Sus ojos se cruzan con los del conserje, que están envueltos de pavor, ya ha llegado a su olfato el aroma del disparo que ha escuchado. El chico le suelta la mordaza y, asustado, le pregunta por el contenido de la caja fuerte, pero el hombre ni lo escucha.
—No me mate, por favor —suplica varias veces.
Esteban se da cuenta de que piensa que él ha matado a la mujer. Siente un miedo horrible que lo impulsa a largarse de allí. Cruza el jardín y, aterrado, toma la calle. Ante la ausencia de sus compañeros deambula perdido hasta que encuentra la carretera, y en ella, un cartel que indica la proximidad de Alzuza; recuerda el cambio de vehículo y decide acudir. Corre campo a través, paralelo a la vía, crujen las hojas de roble y pequeñas ramas bajo sus pies, el corazón le palpita al máximo y el sudor ya le ha empapado el cuello y las axilas en las varias capas de ropa que lleva. Los tímpanos le devuelven el estrépito del disparo, y el subconsciente se pregunta qué va a hacer; su otra conciencia responde que no lo sabe. Y las imágenes le saltan de neurona en neurona, junto al ruido de su peso al correr machacando el follaje caído, el de la respiración exhausta y el del cañonazo recreado en modo bucle por su memoria. El instinto de supervivencia le hace seguir corriendo, pero la razón enredada le sugiere —cuanto más se acerca a su destino— que de esta va a tener que salir solo. Al llegar al pueblo encuentra una multitud inquieta en la calle, eso lo confunde. También ve varios coches de policía. Se asusta, pero la marabunta le otorga discreción para acercarse a ver cómo un equipo de bomberos acaba de apagar una furgoneta incendiada.