¿Qué es lo que hace que el mundo gire?

¿Quién podría buscar una respuesta a esa pregunta?

Es una pregunta especialmente preciada para un hombre orgulloso del tono pálido del color de su piel, especialmente apreciada porque no responde a ninguna aspiración que haya logrado realizar, a nada que le haya costado ningún esfuerzo en absoluto; sencillamente nació así, fue bendecido y elegido para ser como es, y eso le proporciona un lugar privilegiado en la jerarquía de todas las cosas. Ese hombre se aposenta en un otero, no permanece a ras de tierra, y sabe con una certeza férrea que todo lo que abarca con la vista —prados fértiles, vastas llanuras, altas montañas con tesoros enterrados, mares turbulentos, océanos en calma—, absolutamente todo, tiene que pertenecerle a él. Qué es lo que hace que el mundo gire es una pregunta que plantea cuando todo lo que abarca con la vista está bien seguro en su poder, cuando se ha apoderado de todo con tal seguridad que de vez en cuando puede incluso dejar de vigilarlo, puede denunciarlo, puede reclamar que se lo han usurpado, puede maldecir el momento en que fue concebido y el día en que nació, puede irse a dormir cuando llega la noche sabiendo que al despertar todo lo que abarca con la vista sigue estando bien seguro en su poder; y puede volver a preguntar, ¿Qué es lo que hace que el mundo gire?, y entonces obtendrá una respuesta, se podrían llenar volúmenes enteros con ella, hay muchísimas respuestas, todas distintas, y hay muchísimos hombres, todos iguales.

¿Y qué pregunto yo? ¿Cuál es la pregunta que yo puedo plantear? Yo no poseo nada, yo no soy un hombre.

Pregunto: ¿Qué es lo que hace que el mundo gire en mi contra y en contra de todos los que son como yo? No poseo nada, cuando hago esa pregunta no estoy contemplando nada; el lujo de obtener una respuesta que podría llenar volúmenes enteros no está a mi alcance. Cuando hago esa pregunta, mi voz está llena de desesperación.

Hay siete días en una semana, por qué, no lo sé. Si alguna vez me viera en la necesidad de contar con ese tipo de cosas, días y semanas y meses y años, no estoy segura de que fuera a organizarlas de la misma forma en que las he encontrado. Pero de todas formas, ahí están.

Era un domingo en Roseau; el aspecto de las calles resultaba inquietante, medio vacías, silenciosas, límpidas; en el puerto el agua estaba en perfecta quietud, como contenida en una botella, en las casas no se oían las habituales voces pendencieras, el azul del cielo era a un tiempo abrumador y ordinario. La población de Roseau, es decir, todos aquellos que tenemos un determinado aspecto, habíamos sido reducidos a sombras hacía mucho tiempo; los eternamente extranjeros, los que sobrábamos, habíamos perdido hacía mucho tiempo toda relación con la totalidad, con una vida interior de nuestra propia invención, y puesto que era domingo, algunos deambulaban ahora como en trance, fuera de sus cabales, camino de una iglesia o saliendo de una iglesia. La atmósfera que impregnaba esta actividad —ir hacia la iglesia, volver de la iglesia— producía la sensación de que hubiera sido decretada. Significaba también, una vez más, la derrota, pues ¿qué habría sido de las vidas de todos los conquistados si estos no hubieran acabado por creer en los dioses del pueblo que les había conquistado? Pasé junto a una iglesia. La propia estructura de la iglesia, una pequeña y hermosa construcción, pretendía imitar en su sencillez y modestia a otra construcción similar de un poblado insignificante en algún oscuro rincón de Inglaterra. Pero esta iglesia, característica en todos los aspectos de su tiempo y su lugar, había sido construida, centímetro a centímetro, por esclavos, y muchos de aquellos esclavos habían muerto mientras construían esta iglesia, y entonces sus amos les habían enterrado de tal forma que cuando llegara el día del juicio final y la resurrección de los muertos, los rostros de los esclavos no estuvieran vueltos hacia la luz eterna del paraíso, sino hacia la eterna oscuridad del infierno. Ellos, los esclavos, estaban enterrados con los rostros girados en dirección opuesta al este. Pero, en primer lugar, ¿tenían los esclavos algún interés en ver la luz eterna?, ¿qué pasaría si los esclavos prefirieran la oscuridad eterna? Lo lamentable es que la respuesta a esas preguntas ya no resulta de ninguna utilidad a nadie.

Así pues, una vez más, ¿qué es lo que hace que el mundo gire? A la mayoría de las personas que se encontraban en el interior de aquella iglesia les habría gustado saberlo. Estaban cantando un himno. Decía así: Oh Jesús, he prometido / servirte hasta el final: / nunca te alejes de mí, / mi Señor y mi amigo. En aquel momento quise llamar a la puerta de la iglesia. Quise decir: Dejadme entrar, dejadme entrar. Quería decir: Permitid que os explique una cosa: no es posible hablar de Señor y amigo; un señor es una cosa y un amigo es otra que no tiene nada que ver, algo totalmente distinto; un señor no puede ser un amigo. Además, ¿quién desearía algo así, un señor y al mismo tiempo amigo? Solo lo desearía un hombre. Es un hombre quien preguntaría qué es lo que hace que el mundo gire y encontraría en su propia respuesta campos gravitatorios, líneas imaginarías, ángulos y ejes, lógica y cordura, y bastante cínicamente, una teoría de la justicia. Y hecho esto, diría: Sí, pero ¿qué es lo que hace que el mundo gire en realidad? Y sus labios, con una macabra mueca de desprecio por sí mismo, pronunciarían las palabras: Connivencia, fraude, asesinato.

Ese hombre no ignora por completo la existencia de la gente que está en la iglesia, de aquella misma gente en sus pequeñas casas. Se llama John, o William, o algo parecido; tiene una esposa que se llama Jane, o Charlotte, o algo parecido; caza chorlitos y se come sus huevos. Su vida es muy simple, evita los excesos voluntariamente; o bien su vida es una intrincada telaraña de acontecimientos, rituales, ceremonias, también en ese caso por su propia voluntad. Ese hombre no ignora que muchas personas viven en la esclavitud por su causa; a veces le complace que estén en esa situación y hasta daría la vida para mantenerlas en ella; a veces le desagrada que estén en esa situación y hasta daría la vida para liberarlas de ella. No ignora la existencia de esas personas, no ignora su existencia por completo. Plantan un campo, recogen su cosecha; él calcula con ojo de lince los frutos de su trabajo, que están cuidadosamente empaquetados y esperan a ser embarcados en los muelles. Este hombre obtiene un beneficio, a veces mayor de lo que esperaba, a veces menor de lo que esperaba. La realidad que todas aquellas personas representan continúa oculta gracias a ese beneficio. Pues este hombre que habla de Mi Señor y mi Amigo construye una enorme casa, se ocupa de que las habitaciones sean confortables, se sienta en una silla tapizada con un tejido de gran valor, pues su procedencia es lejana, oscura, y está relacionada una vez más con el trabajo forzoso, la consunción y la muerte prematura de tantas y tantas personas sin nombre; sentado en esa silla, mira a través de la ventana; su frente, su nariz, sus finos labios están pegados al cristal; es invierno (algo que yo nunca veré, un clima que nunca llegaré a conocer y que considero con recelo, puesto que no lo conozco y no encierra nada que sea bello para mí; miro con desprecio a la gente a la que le resulta familiar, pero yo, Xuela, no estoy en condiciones de hacer más que eso). La hierba está viva, pero no crece con exuberancia (dormida), los árboles están vivos, pero no crecen con exuberancia (dormidos); el seto, podado en una forma tan austera que es como un pequeño monumento a la desdicha, separa dos campos; ha salido el sol, pero proyecta una luz pálida y débil, como si le costara un gran esfuerzo. Él no está mirando un cementerio; está observando una pequeña parte de sus posesiones, y los irregulares montículos, parecidos a sepulturas, que se han formado tras un proceso repetido de endurecimiento y reblandecimiento alternativos de la tierra, que dan cobijo ya a sus antepasados, y sus actos tienen aún espacio suficiente para él y todo lo que haga, para todos sus descendientes y todo lo que ellos hagan. Su frente, su nariz, sus finos labios están pegados a la ventana con más fuerza aún; en su imaginación, la tierra inmóvil se transforma en un mar azul, en un océano gris, y en el mar azul y en el océano gris hay barcos, y los barcos están llenos de gente, y los barcos llenos de gente se hunden hasta el fondo del mar azul y del océano gris una y otra vez. El mar azul y el océano gris son también una pequeña parte de sus posesiones, y, con sus superficies suaves y en calma, constituyen un símbolo de pasados compromisos, de promesas inviolables, pero, aun así, los irregulares montículos, parecidos a sepulturas, están presentes, suave marea engullendo la suave marea, ocultando una profundidad que puede medirse, pero cuyo conocimiento no permite superar el miedo. Él es muy consciente de la imparcialidad del campo dormido al otro lado de la ventana; aceptará seres que para él sean como una plaga, aceptará a su más venerado antepasado, le aceptará a él; pero el campo dormido está repartido entre los vencedores y es primavera (no estoy familiarizada con ella, no puedo encontrar alegría en ella, considero inferiores a las personas relacionadas con ella, pero yo, Xuela, no estoy en condiciones de hacer que ese sentimiento mío tenga sentido), y el campo puede ser obligado a hacer lo que él quiera que haga. También es muy consciente de la imparcialidad del mar azul, del océano gris, pero esas vastas y frías tumbas de agua no pueden ser repartidas, y ninguna estación del año puede influir sobre ellas para favorecer sus intereses; el mar azul, el océano gris, le arrastrarán junto con todo lo que representa su felicidad terrenal (el barco lleno de gente) y con todo lo que representa también su desdicha (el barco lleno de gente).

Es una tarde de invierno; el cielo sobre su cabeza es de un azul a un tiempo abrumador y ordinario; en el centro de ese cielo brilla una luna no del todo llena de un blanco inmaculado. Está asustado. Se llama John, es el señor de la gente del barco que surca las aguas del mar azul, del océano gris, pero no es señor del mar ni del océano. En su condición de señor, sus necesidades son claras y primordiales, así que no tiene misericordia, no tiene compasión, no tiene ternura. En su condición de hombre, desnudo, desnutrido, como un legado a la sencillez sin su casa de confortables habitaciones, está abocado al mismo destino que todos aquellos de los que era señor; la tierra que ve más allá de la ventana se lo tragará también lo hará el mar azul, también el océano gris. Y tanto es así que en el momento en que se piensa en esa condición, en su condición de hombre, de hombre corriente, pide que el señor sea el amigo, pide para sí precisamente aquello que él no es capaz de dar; pide y pide, aun cuando sabe que tal cosa no es posible; tal cosa no es posible, pero no puede evitarlo, pues la primera persona por la que se siente compasión es siempre uno mismo. Y es esa persona, ese hombre, quien dice en el momento en que lo necesita: Dios no juzga; y cuando él está diciendo eso, cuando dice que Dios no juzga, está adoptando una actitud pueril; tiene las piernas cruzadas, las manos entrelazadas abrazando las rodillas, y se repite para sus adentros una parábola, la Parábola del Sembrador, de la que hace la interpretación que le resulta más favorable: el amor de Dios resplandece por igual para todas las semillas de trigo crezcan donde crezcan, en terreno pedregoso, en tierra poco profunda o en tierra fértil.

Este corto y amargo sermón que había pronunciado interiormente no era nuevo para mí. Difícilmente pasaba un solo día de mi vida en que no observara algún incidente que añadiera peso a esa visión del mundo, pues para mí la historia no era un gran escenario lleno de conmemoraciones, bandas, aplausos, galones, medallas, el sonido de cristal fino tintineando y elevándose en el aire; en otras palabras, los sonidos de la victoria. Para mí la historia no era solamente el pasado: era el pasado pero también el presente. No me importaba mi derrota, solo me importaba que tuviera que durar tanto; no veía el futuro, y quizá así es como tenía que ser. ¿Por qué debería nadie ver tal cosa? Y, sin embargo…, sin embargo, me entristecía saber que no miraba decididamente hacia delante, siempre miraba hacia atrás, a veces miraba a un lado, pero sobre todo miraba hacia atrás.

La iglesia a cuyas puertas me encontraba aquel domingo me resultaba muy familiar, me habían bautizado en ella. Mi padre se había convertido en un miembro tan destacado de la misma que ahora se le permitía hacer la lectura durante el servicio dominical de la mañana. Como obedeciendo a mis llamadas, toda la congregación surgió de repente fuera de la iglesia, y entre los fieles estaban mi padre, en quien ya no había el menor indicio de la falsedad en la que había incurrido uniéndose a un grupo de gente como aquel, y también Philip, el hombre para el que yo trabajaba, pero al que no odiaba, y que era al mismo tiempo el hombre con el que me acostaba, pero al que no amaba, y con quien finalmente me casaría aunque siguiera sin amarle. Los fieles de aquella congregación se encontraban en aquel momento en un estado de profunda satisfacción, aunque su estado de profunda satisfacción no era idéntico en todos los casos. Mi padre estaba menos satisfecho que Philip, su posición en el grupo estaba menos afianzada. Pero mi padre poseía una increíble capacidad de fingir y sabía muy bien cómo conseguir que una persona corriente se sintiera desgraciada y cómo hacer que quien era simplemente un pobre desgraciado se convirtiera en una persona capaz de gritar en medio de la noche: ¿Qué es lo que hace que el mundo gire en mi contra?, con un gemido de angustia tremendamente acorde con la misma esencia de la noche y, sin embargo, completamente extraño a la persona real de cuyo ser habían escapado involuntariamente aquellas palabras. No había que ir muy lejos para descubrir con una simple mirada un elocuente ejemplo: en el extremo más alejado del cementerio, colindante con el camposanto, estaba un hombre llamado Lazarus haciendo un agujero en la tierra, estaba cavando una tumba; la persona que fuera a ser enterrada en esa tumba tan alejada de la iglesia sería una persona pobre, quizá uno de los simplemente desgraciados. Yo conocía a Lazarus… Debían de haberle puesto ese nombre en un momento de ingenua esperanza; su madre debió de pensar que un nombre como ese, que poseía la riqueza y el poder de haber gozado de una segunda oportunidad divina, le protegería de alguna manera de la muerte en vida que era su existencia real; pero no había servido de nada, había nacido siendo el de los Muertos y moriría siendo el de los Muertos. Era una de las muchas personas con las que mi padre mantenía una relación parasitaria (así como las personas con las que mi padre asistía a los servicios eclesiásticos mantenían una relación parasitaria con mi padre), y yo le conocía porque mi madre estaba enterrada en ese cementerio (no veía su tumba desde donde estaba ahora), y una vez en que había ido a visitar su sepultura, me tropecé de frente con él en el camposanto. Llevaba una botella (de medio litro) de ron blanco en una mano, y con la otra se sostenía los pantalones a la altura de la cintura; un insecto no dejaba de intentar sorber de una gota de saliva que tenía en la comisura de la boca, y él, al principio, utilizó la mano con la que sostenía la botella de ron para espantarlo, pero el insecto persistía con obstinación, así que, instintivamente, sin pensarlo, soltó la cintura de los pantalones y apartó al insecto con firmeza. El insecto se alejó, el insecto no volvió, pero los pantalones se le cayeron hasta los tobillos, y una vez más de manera instintiva, sin pensarlo, se agachó para subírselos y volvió a encontrarse en la misma situación, la situación de un pobre hombre atribulado por una serie de acontecimientos a la que quienes se sienten culpables, los exhaustos y los desesperados, llaman vida. Parecía una bestia de carga demasiado cansada, parecía un cadáver de animal viviente; los huesos de su cuerpo eran demasiado prominentes, estaban demasiado a flor de piel; él despedía un olor amargo, hedía, olía como algo putrefacto que estuviera en esa fase dulzona de la putrefacción en la que a veces puede pasar por un manjar exótico, justo antes de pudrirse del todo. Antes de que los pantalones alcanzaran su cintura de nuevo, vi lo único que quedaba vivo en él; se trataba de su vello púbico: cubría una extensa zona de su horcajadura y crecía formando un amplio círculo, casi ocultando por completo sus partes pudendas; era de color rojo, el rojo de un regalo o el rojo de algo que se quema rápidamente. Esta breve entrevista mía con un enterrador no llegó a iniciarse, por lo que no podía tener un final; consistió solo en un «buen día» por mi parte y un «eh, eh» por la suya, y los dos hablamos a la vez, así que él no oyó realmente lo que yo le decía y yo no oí realmente lo que me decía él, y de eso se trataba. La idea de que de verdad nos escuchásemos mutuamente era descabellada; de habernos tomado el trabajo de hacerlo, podríamos habernos asesinado o haber desatado una cadena de acontecimientos cuyo único desenlace posible habría sido que ambos acabásemos colgados de la horca a mediodía en una plaza pública. Él desapareció en el interior de la Casa de los Muertos, donde guardaba las herramientas propias de su oficio: palas, escaleras de mano, sogas.

Los feligreses permanecían en pie en la escalinata de la iglesia, soportando el calor, ahora intenso, como si tuvieran la absoluta certeza de que estaba cargado de bendiciones, aunque destinadas solo a ellos; charlaban unos con otros, se escuchaban unos a otros, se sonreían unos a otros; formaban un bonito cuadro, como hormigas de un mismo hormiguero; era un bonito cuadro, puesto que Lazarus quedaba fuera del mismo, yo quedaba fuera del mismo. Se despidieron y volvieron a sus hogares, donde tomarían una taza de té inglés, a pesar de que sabían perfectamente que el árbol del té no crecía en Inglaterra, y aquella misma noche, más tarde, antes de acostarse, tomarían una taza de chocolate inglés, a pesar de que sabían perfectamente que el árbol del cacao no crecía en Inglaterra.

¿Cómo terminaba un día así en aquella época de mi vida? Yo estaba sentada en la cama completamente desnuda, con las piernas sobre las piernas de Philip, que también estaba desnudo. Acababa de salir de mí, y de mi interior se derramaba un líquido caliente parecido a la saliva que formaba una mancha de humedad en la sábana. Era como la mayoría de hombres que había conocido, obsesionado con una actividad en la que no era muy diestro, pero seguía muy bien las instrucciones y no le daba miedo que le dijeran lo que tenía que hacer, ni se sentía avergonzado de no saber todo lo que había que hacer. Tenía un interés obsesivo por remodelar el paisaje natural: no la horticultura por necesidad de cultivar alimentos, sino la jardinería como un lujo, el cultivo de plantas llenas de flores solo por el placer de hacerlo y de conseguir que aquellas plantas se comportaran exactamente como él quería que lo hicieran. Y resultaba perfectamente lógico que se sintiera atraído precisamente por esa actividad, pues constituye un acto de conquista, por apacible que esta sea. Había entrado en mi alcoba en su estado de ánimo habitual: no decía nada, no revelaba nada, actuaba como si no sintiera nada, y eso era algo que me gustaba, pues toda la gente que conocía estaba repleta de sentimientos y palabras, a menudo encauzados a impedir que realizara mis deseos; pero él había entrado entonces en mi alcoba con un libro en la mano, un libro lleno de fotografías de ruinas, no restos de civilizaciones perdidas, sino decadencia provocada expresamente. Estaba obsesionado también con esa idea, decadencia, ruina, y también esta obsesión tenía sentido, pues procedía de unas gentes que habían causado tanta ruina y decadencia que quizá hubieran acabado por sentir que no podían vivir sin ellas. Y aplastados entre las páginas de ese libro había algunos especímenes de flores que él había conocido e imagino que también había amado, flores que no podían crecer en el clima de Dominica. Él las ponía a contraluz y me iba diciendo sus nombres: peonía, espuela de caballero, dedalera, acónito, y en su voz sonaba a un tiempo el acorde triunfante de los vencedores y la melodía desafinada de los desposeídos; pues con aquel acto de pasar lista a los nombres de las plantas que formaban un arriate (me había mostrado una ilustración, una simple agrupación de algunas plantas en flor) entraba en una especie de trance que casi parecía inducido por el éter, en el que recordaba escenas cotidianas de su infancia: lo que hacía su madre todos los miércoles, la forma en que su padre se recortaba el bigote, el olor de la lluvia en la campiña inglesa, puddings amasados con huevos, y no con el arruruz antillano; y cómo en verano llevaba el pelo recién cortado, de forma que la cabeza parecía el lomo de un cachorro, cómo la repentina brisa del atardecer refrescaba su ardiente cuero cabelludo cuando llegaba a la cima de un risco tras todo un día caminando por brezales, y lo último que había oído justo antes de quedarse dormido la primera noche que pasaba lejos de su madre y su padre en la escuela, y lo acogedor que resultaba un cielo inglés, especialmente el Domingo de Resurrección, y el ¡pop! de una pelota de tenis —una blanca mancha borrosa— puntuando la absoluta quietud de una tarde de verano inglesa; su madre, de pie a la sombra de una alta haya, con un cesto lleno de hortalizas exquisitas en una mano y un desplantador en la otra… En conjunto, un hogar cuyo exterior mostraba un equilibrio perfecto y natural, cuyo interior estaba libre de innovaciones y de desagradables aromas de modas pasajeras.

Y, siempre sin mostrar la menor emoción, iba desgranando las palabras que fluían de él una tras otra, como agua precipitándose por una cascada, hasta que yo me cansaba de escucharle, hasta que yo me sentía ofendida y le hacía callar quitándome la ropa y poniéndome en pie delante de él con los brazos extendidos hacia el techo y ordenándole que se arrodillara para comerme, y obligándole a permanecer allí hasta que me sentía totalmente satisfecha.

Después de eso, su rostro aparecía grabado de finas líneas que formaban un dibujo desigual, una serie de huellas superficiales que había dejado allí el abundante y áspero pelo que crecía entre mis piernas. Tenía un aspecto maravillosamente humano entonces, libre de culpa, no feliz, solo bastante humano. Había sido joven, pero ahora ya no lo era. Tenía aproximadamente la edad de mi padre, alrededor de cincuenta años, pero no los aparentaba, lo cual no resultaba sorprendente. Mi padre había tenido que cometer personalmente sus crímenes contra la humanidad: llevaba escrito en el rostro el número de personas a las que había empobrecido, el número de personas en cuya muerte prematura había contribuido notablemente, el número de hijos que había engendrado e ignorado, etcétera; pero, para cuando Philip nació, todos los actos inconfesables habían sido ya cometidos; él era un heredero, habían muerto generaciones dejando algo para él. Pero no cabe duda de que eso no le había reportado la felicidad eterna, no le había proporcionado la paz terrenal, no le salvaría de familiarizarse con lo desconocido, y quizá incluso le había llevado a un rincón del mundo que no le gustaba, al lecho de una mujer que no le amaba. Era un hombre alto, su estatura superaba la longitud de mi cama, por lo que no podía dormir en ella. Sus manos delataban que no era un hombre seguro de sí mismo, le faltaba seguridad tanto en público como en privado: sus manos eran pequeñas, no guardaban proporción con el resto de su cuerpo; eran pálidas, del color desafortunado de una cucaracha en su estado de crisálida; no eran manos que pudieran inventar o conquistar un mundo, eran manos que solo podían perder un mundo. Yo llevaba más de un año trabajando para él como ayudante cuando tuvo que auscultarme el pecho porque no dejaba de toser. Entonces mis pechos estaban en un estado de hipersensibilidad constante, los senos propiamente dichos, dos pequeños globos de carne pardo-rojiza; los pezones, un fruto purpúreo y puntiagudo, quemaban, picaban, y esa sensación cesaba solo cuando una boca, la boca de un hombre, los envolvía estrechamente y los chupaba. Ya hacía tiempo que había aprendido a reconocer en ello quizá una incansable parte de mi auténtica forma de ser, así que buscaba a un hombre que pudiera ofrecerme alivio para esa sensación; no buscaba ningún marido, y en consecuencia mis labios jamás pronunciaron frases como «me casé con él porque era muy atractivo», «me casé con él porque me pareció honrado» o «me casé con él porque pensé que sería un buen proveedor». Debido al estado hipersensible de mis senos, llevaba tiras de muselina muy apretadas alrededor del pecho, como si quisiera proteger una vieja herida. Para que Philip pudiera examinarme tuve que quitarme el vendaje, y como se trataba de un médico, lo hice en su presencia. Me quité la muselina con mucho cuidado, como lo habría hecho si hubiera estado sola, y lo hice así porque me encontraba en presencia de un médico, no porque pretendiera que a él le pareciera interesante en absoluto. Su voz adquirió una calidad extraña, extraña porque procedía de él, pero muy familiar de todas formas para mí; sonó como un hombre, un hombre muy vulgar, un hombre como yo sabía que podían ser los hombres; me hizo explicarle por qué hacía aquello con exactitud. Le dije que tenía los senos colmados de una irritante sensación, una sensación irritante que yo encontraba también placentera, porque solo podía ser aliviada por otra sensación que me parecía aún más deseable, la de tener la boca de un hombre apoyada firmemente en ellos.

Estábamos en la estancia en la que examinaba a sus pacientes; yo estaba sentada en la mesa. La habitación tenía ventanas en tres de sus lados, y estas tenían persianas de madera ajustables; las tablillas de madera estaban inclinadas de forma que quedaban medio abiertas y entre ellas entraba la luz del sol, bien definida, cada rayo de luz tenía unos ocho centímetros de grosor; algunos de ellos caían sobre el suelo, hasta la mitad de la habitación, y morían allí, mientras que otros caían en diagonal sobre otra zona del suelo y luego se doblaban para subir hasta la mitad de la pared, donde morían, lo que le confería a aquella estancia una extraña atmósfera, medio en penumbra, medio iluminada, una estancia en la que estaban un hombre completamente vestido, una mujer explicándole por qué se vendaba los senos, una lámpara de queroseno en la estantería y un juego de jofainas esmaltadas en blanco que contenían jeringuillas, agujas y pinzas sobre una mesa de caoba. Y de repente él debió de sentirse excitado, porque se alejó de mí y se puso a mirar a través de una de las persianas medio cerradas, y por supuesto vio el fin del mundo, porque el cielo de Roseau ofrecía a veces ese aspecto parecía el paraíso, el lugar ideal para cuando no se quiere pensar demasiado. Y es posible que se preguntara a sí mismo qué estaba haciendo en aquel lugar del mundo, y es posible que recordara todas las motivaciones que le habían llevado a aquel lugar del mundo; cualquiera de ellas le habría causado repugnancia. La gente dice que algo era inevitable cuando se siente desamparada, cuando algo que parecía bueno resulta ser malo, por enésima vez; nadie dice jamás eso en su lecho de muerte, el único momento en que decir eso sería lo adecuado, porque ya nada más es inevitable, ni siquiera la salida del sol por la mañana, una mañana que ya no vivirás para ver.

¿De qué color era la noche? Negra. Yo estaba en mi habitación. ¿A qué hora de la noche vino a mí? No mucho después de que oyera las botas de los guardias nocturnos sobre el empedrado. Volvían de cumplir su deber de guardar la casa del gobernador, aun cuando esa misión, guardar al gobernador, no tenía ningún sentido, porque ¿quién iba a hacerle daño al gobernador? Yo lo haría, no me costaría nada cortarle la cabeza, pero con ello solo conseguiría que enviaran a otro gobernador, e incluso yo acabaría cansándome de eso de cortarle la cabeza al gobernador. ¿Llamó a la puerta? ¿Dije yo: «adelante»? ¿Mostró él cierta vacilación al abrir la puerta? ¿Abrió la puerta con rapidez y entró con una equivocada expresión de ser deseado pintada en el rostro? ¿Se limpió los pies en la esterilla de la puerta? ¿Cerró la puerta tras él? ¿De qué color tenía el rostro? ¿Pálido y fantasmal, acobardado, vacío, triste? ¿O era rojo, sanguíneo, excitado, feliz? Quizá, quizá. Llevaba una camisa azul, del tono de azul que tiene el mar a mediodía, y eso me sorprendió, pues no imaginaba que a él pudiera gustarle un color como ese. Debía de llevar zapatos, debía de acabarse de bañar, despedía cierto aroma, un perfume para hombre, una fragancia que ningún hombre que hubiera conocido antes se podía permitir. Llevaba un libro en la mano —hizo aquello desde el principio—, lo llevaba en la mano derecha, y con el dedo índice separaba las páginas en dos partes. Pronunció mi nombre. Mi habitación no era demasiado pequeña, tampoco era demasiado grande; había sido construida para alojar a su enfermera, construida para acoger a alguien muy por encima de mi posición social, alguien muy por debajo de la suya, alguien que no era yo, alguien que no era él, alguien que me mantendría en mi lugar, alguien que le mantendría a él en el suyo; pero nunca vino ninguna enfermera. Podía sentir la oscuridad de la noche en el exterior, una oscuridad que no podía despejar la luz de ninguna estrella, una oscuridad desalentadora, en medio de la cual ni se te ocurría moverte a menos que pensaras que tenías ojos en los pies; oía a alguien cantar, una mujer… Era una mujer inglesa; estaba cantando una melodía triste, una triste canción de cuna, aunque ella no estaba triste cuando alguien está triste no canta en absoluto. Mi habitación estaba iluminada por una lamparilla azul en cuya base de porcelana había dos flores de pétalos multicolores pintadas —Philip me había dicho que las llamaban tulipanes papagayo—; la luz de aquella lamparilla no hacía que la atmósfera de la habitación fuera romántica, ni cruda, ni cálida, ninguna de esas cosas; solo daba luz, y no demasiada, puesto que era una lámpara pequeña; había sido la lámpara de mi madre, y su luz debió de ser la última que ella viera, pues era la lámpara que iluminaba la habitación en el momento de su muerte, que coincidió con el momento en que yo nací; y también a la luz de aquella lámpara debió de haber visto el rostro de mi padre cuando estaba encima de ella, justo antes de que saliera de ella. Pero esa lamparilla no daba demasiada luz, y Philip llevaba un libro en las manos que quería mostrarme, o eso pensaba él. Y lo pensaba de verdad, pensó que quería mostrármelo desde el momento en que lo sacó de su sitio en la estantería justo antes de cenar; y una vez que su esposa se fue a acostar y él se quedó frente a tres puertas distintas y estuvo entrando y saliendo de las habitaciones hasta que se decidió a salir de su casa e ir hasta mi habitación y entrar en ella, durante todo ese tiempo pensaba que quería mostrarme el libro, hasta el mismo instante en que le hice saber que no quería verlo. Yo había estado sentada en el suelo acariciando distraídamente varias partes de mi cuerpo. Llevaba un camisón hecho de una pieza de nanquín que me había dado mi padre, y cuando entró Philip, tenía una mano bajo él y mis dedos estaban atrapados en la maraña de pelo de entre las piernas. Al verle entrar, no retiré la mano apresuradamente. Pronunció mi nombre. Yo quería responder con naturalidad, como suele hacerse cuando alguien te llama. Dices: «¿Sí?», y esperas a que la otra persona continúe, pero no pude hacerlo, tenía la sensación de que mi voz estaba atrapada en mi mano, en la mano que estaba atrapada en el pelo de entre mis piernas. Él no dijo nada más entonces. Las orillas de los pantalones le caían por encima de los zapatos; eran unos pantalones de lino de un tono beige que no me gustaba: los huesos de quienes llevan mucho tiempo muertos son de ese color, las conchas marinas vacías son de ese color, es uno de los colores de la decadencia, pero a él le gustaba ese color, muchas de las prendas que llevaba eran de ese tono beige; los zapatos eran marrones, caros, y estaban bien lustrados.

No era ni mucho menos la persona que yo soñaba yaciendo encima de mí, mis piernas abrazando su cintura; no estaba sin nadie, conocía a un hombre, un hombre en el que pensaba en esos términos, un hombre con el que soñaba, pero él no estaba conmigo en aquella habitación en aquel preciso instante, se había ido, no sabía dónde, y hasta que vino Philip, yo estaba sola en la habitación acariciándome, con una mano atrapada de buen grado en el pelo de entre mis piernas. Él tenía el pelo fino y amarillo, como el de un animal desconocido para mí; su piel era fina y rosada y transparente, como si se estuviera formando pero aún no hubiera llegado a tener todas las características propias de la piel auténtica; yo todavía no había amado nunca a nadie que tuviera esa piel, y desde luego no era la piel de mis sueños; por debajo de ella se transparentaban las venas, que parecían hilos cosidos por una modista chapucera; tenía la nariz tan estrecha y afilada como el extremo de un embudo, y vibraba en el aire como si acechara algo; no era el tipo de nariz que solía atraerme. Su aspecto no era el de nadie a quien yo pudiera amar, su aspecto no era el de nadie a quien yo debiera amar, así que en aquel momento decidí que no podía amarle y decidí que no debía amarle. Existe cierta forma en que debería presentarse la vida, una forma ideal, una forma perfecta, y existe también la forma en que la vida se presenta realmente, no totalmente opuesta al ideal, no totalmente opuesta a lo perfecto; simplemente no es del todo como debería ser, pero tampoco es taxativamente como no debería. Quiero decir que en cualquier situación solo una o dos cosas, quizá incluso hasta tres de cada diez, son tal y como deseabas que fueran. Pronunció mi nombre. Había dejado el libro que había traído consigo sobre una mesa, una mesa hecha de la madera sacada de un roble, una mesa con tres patas que acababan en forma de garras, una mesa que había traído consigo desde Inglaterra, pero para la que no había encontrado verdadera utilidad, por lo que había acabado dejándola para mí o para quienquiera que ocupase aquella habitación. Pronunció mi nombre y fue como si estuviera apresado en el sonido de mi nombre; su voz sonó apagada, ronca, como si le faltara el aire, estaba desesperado, estaba llorando, aunque de sus ojos no manó ningún líquido; no era él mismo, él nunca habría estado en esa habitación. Empecé a quitarme el camisón, tiré de él por encima de la cabeza, me había recogido el pelo en dos trenzas y las había arrollado en las sienes, me cubrían las orejas; el cuello del camisón tenía la abertura demasiado pequeña, así que acabé en pie delante de él, los brazos por encima de la cabeza, la cabeza dentro del camisón, desnuda. No sé cuánto tiempo permanecí así, no puede haber sido más que un momento, pero me quedé eternamente fascinada por cómo me había sentido entonces. Experimenté una sensación entre las piernas que no era nueva para mí; no era el primer hombre con el que estaba, pero nunca me había permitido a mí misma admitir hasta qué punto era intensa esa sensación; yo misma no tenía palabras para describirla, jamás había leído ninguna palabra capaz de describirla, nunca había oído a nadie pronunciar una palabra capaz de describirla. Era una sensación dulce, hueca, un espacio vacío con un anhelo que debía ser colmado, colmado hasta que el anhelo que debía colmarse se agotara. Él se colocó detrás de mí y movió velozmente la lengua arriba y abajo por mi nuca. Me ayudó a bajarme el camisón de nuevo sobre el cuerpo, y entonces me deshizo una trenza mientras yo hacía lo mismo con la otra. Me ayudó a quitarme el camisón, que ahora salió fácilmente. Él llevaba un cinturón marrón de cáñamo teñido del mismo tono marrón de los zapatos, y yo deseaba quitárselo, pero a la vez no podía soportar la idea de verle desnudo, su piel de aspecto casi descarnado me habría hecho pensar en el mundo, el mundo que había en el exterior de aquella habitación y que era aquella noche oscura, el mundo que estaba más allá de la oscura noche, así que cerré los ojos, giré sobre mis talones y le quité el cinturón, y ayudándome con la boca, lo ajusté firmemente alrededor de mis muñecas y levanté las manos en el aire, y girando el rostro hacia un lado apoyé el pecho contra una pared. Le hice permanecer en pie detrás de mí, le hice tenderse sobre mí, mi rostro bajo el suyo; le hice tenderse sobre mí, mi espalda bajo su pecho; le hice tenderse de espaldas a mí y me puse su mano en la boca y le mordí la mano en un momento de confusión, un momento en el que no sabría decir si sentía dolor o placer; hice que besara todo mi cuerpo, empezando por los pies y acabando por la coronilla. La oscuridad que había fuera presionaba aquella habitación por los cuatro costados; en el interior, la habitación se fue haciendo más y más pequeña a medida que se fue llenando hasta casi estallar de siseos, jadeos, gemidos, suspiros, lágrimas, explosiones de risa, pero había en ellos algo profundamente retorcido, una espiral, un abismo, que transformaba la calidad ordinaria de aquellos sonidos en algo de distinta esencia, algo que hacía que te taparas los oídos, que no quisieras oírlos a menos que procedieran de tu interior, hasta que te dabas cuenta de que de hecho procedían de tu interior. Todos aquellos sonidos salían de mí; él estaba silencioso y siempre estaría silencioso en esas circunstancias; no salía una sola palabra de él, no salía ningún sonido de él, solo de vez en cuando murmuraba mi nombre como si este contuviera algo, un significado, un recuerdo de algo que quizá no podía olvidar. Cayó en un profundo sueño; no el sueño de quien está complacido, el sueño de quien está satisfecho, sino el sueño de los borrachos; no le deseé que tuviera paz (como él no me había deseado a mí la paz); no podía desearle la paz, habría sido peligroso para él, la tentación de verle morir habría sido abrumadora para mí, no habría sido capaz de resistirme a ella.

Entonces su esposa todavía estaba viva, se llamaba Moira y todavía estaba viva. Vivían en la misma casa, compartían las comidas y hacían muchas cosas juntos, pero no dormían en la misma cama ni en la misma habitación; hacían muchas cosas juntos, iban a la iglesia, veían a las mismas personas al mismo tiempo, pero no dormían en la misma cama ni en la misma habitación, y aunque a mí aquello me parecía sensato, puesto que también yo prefería siempre dormir, dormir de verdad, sola, no sabía cómo habían llegado a aquel acuerdo y tampoco sabía cuál de ellos lo había pedido. No sabía cómo se habían conocido, no parecía que hubieran podido estar nunca enamorados, pero ni siquiera yo daba demasiado crédito a esa observación. Al fin y al cabo, todo el mundo está lleno de sorpresas. Ella estaba muy satisfecha de ser quien era, y con ello quería manifestar que se sentía muy satisfecha de pertenecer al pueblo inglés, lo cual tenía sentido, porque esa es una de las herramientas imprescindibles para violar la integridad de otro ser humano: sentirte muy satisfecho de ser quien eres. Le gustaba su cabello negro, que llevaba muy corto y pegado a la cabeza, como un hombre, y elaboraba una mezcla de huevos, miel y zumo de limón que utilizaba al peinarse para que el pelo le brillara. Le gustaba su cutis, que no habría descrito con las siguientes palabras: ceroso, espectral, sin vida; ella habría dicho de sí misma que era amable, muy solidaria con los demás (recogía ropa usada para las víctimas de los desastres naturales), buena persona (daba a los pobres), llena de encanto personal, aunque en su actual situación esto último no importara, y esa situación era un clima que no le gustaba, un lugar lleno de personas a las que nunca podría querer. Durante días solo comía fruta y se quejaba de que estaba demasiado amarga o demasiado dulce, o de que la pulpa estaba demasiado blanda o de que la pulpa estaba demasiado dura, y se tendía a la sombra porque el calor del sol era demasiado intenso, o yacía en una habitación con las ventanas cerradas para que no entrara la humedad, o quizá fuera la oscuridad, o cualquier otra cosa. Vestía totalmente de negro, o totalmente de gris, o totalmente de blanco, y como era muy delgada, huesuda, casi como algo que hubiera estado perdido durante mucho tiempo y luego reencontrado, un vestigio, parecida a un fósil, esos colores le daban un aire malévolo. Parecía un organismo transmisor, un organismo transmisor de malestar, y hablaba utilizando frases largas, frases compuestas por cientos de palabras, sin hacer pausas para respirar, sin decir nada realmente, solo llenando el aire de un extraño sonido, un fastidio monótono que era su voz, y yo tenía que resistirme al impulso de hacerla callar bruscamente de una bofetada. No me gustaba y debería haberme gustado, o por lo menos hubiera debido sentir aunque solo fuera un poco de simpatía por ella, pues, como yo, también ella tenía el útero inservible, aunque no sabría decir si, también como yo, lo había estropeado deliberadamente o si había nacido ya con esa deficiencia. No me gustaba; no me gustaba, era imposible, era una situación imposible. No nos gustábamos nosotras mismas, no nos gustábamos la una a la otra, y en consecuencia era imposible que nos gustaran ellas; tenían cierta índole de algo ajeno, algo ajeno a nosotras mismas; nosotras éramos humanas y ellas no eran humanas, y cada detalle relativo a ellas que fuera distinto de nosotras nos hacía dudar de que existieran realmente; eran crueles de maneras que ni siquiera habíamos imaginado nunca, eran una de las definiciones de la contradicción: vivían entre personas que no les gustaban, no les resultaba fácil hacerlo, no se sentían felices haciéndolo, lo hacían de todos modos. Su naturaleza ajena no era particularmente ofensiva; simplemente me resultaba cada vez más familiar. Ella se sentaba en palanganas de agua fría para enfriar su ardiente cuerpo y luego se sentaba en palanganas de agua caliente para calentar su cuerpo helado. La primera vez que la vi, estaba de pie frente a un espejo restregándose las pequeñas piedras viejas que eran sus senos, pero por lo que pude ver lo hacía sin apetencia: su boca no estaba abierta, sus piernas no estaban ligeramente separadas, sus manos se limitaban a ir de un lado a otro en un movimiento circular alrededor de los pechos. El azul de sus ojos era de una tonalidad más apropiada para una amplia extensión como el cielo o el mar, y enmarcados en su rostro enjuto y seco, aquellos ojos confirmaban su naturaleza mezquina. Yo siempre estaba deseando ver su rostro, no por gusto, por curiosidad, y siempre me desconcertaba comprobar que no había nada nuevo en él: en absoluto suavizado, sin lágrimas, sin remordimientos, sin disculpas. Ella era una señora, yo era una mujer, y hacer esa distinción era importante para ella; le permitía creer que yo nunca asociaría lo ordinario, lo cotidiano —el movimiento de los intestinos, un grito de pasión— con ella, y un insignificante acto de crueldad se veía elevado a la categoría de rito de la civilización. Así, decía cosas como: «Hay una mujer que pone una parada todos los martes en la esquina de las calles King George y Market; di le que la señora que compró…». Era una descripción de ella más acertada de lo que ella hubiera querido, pues es cierto que una señora es una combinación de elaboradas invenciones, un cúmulo de elementos relacionados con la apariencia externa, aderezos faciales y de otras partes del cuerpo, distorsiones, mentiras y esfuerzos vacíos. Yo era una mujer y como tal se me definía brevemente: dos pechos, una pequeña abertura entre las piernas, un útero; nunca varía y todo está siempre en el mismo sitio. Ella jamás se habría descrito de esta forma, habría sentido repugnancia ante una descripción como esa, una descripción así contiene en el núcleo de su esencia el acto de la autoposesión, y en aquel momento mi persona era lo único que yo tenía que fuera realmente mío. Así pues, no era precisamente a ella a quien podía plantearle la pregunta: ¿Por qué las mujeres se odian entre sí? Y esa vida que ella (y Philip, y todos los que tenían su misma apariencia) vivía entre nosotros, esa vida desahogada, esa vida cómoda, el resultado de un gran triunfo, una vida a la que nadie parece capaz de resistirse, de dominio sobre los demás, era también una vida de muerte, una muerte distinta a la del enterrador Lazarus, distinta a la mía, pero muerte de todos modos, una muerte en vida, pues cada acción, buena o mala, contiene en sí misma su propia recompensa, buena o mala; cada acto que llevas a cabo es un regalo a ti mismo. Ella murió. Yo me casé con su marido, pero eso no significa que ocupara su lugar.