9

El Helping Hand

Walter Robinson siguió el autobús G-75 mientras aceleraba por el paso elevado de Julia Tuttle, dejando atrás la playa en dirección al centro de Miami. Era mediodía y el autobús desprendía eructos humeantes por el tubo de escape, que eran absorbidos por el calor como una esponja. Giró y a continuación subió por la autovía de tres carriles.

Miami tiene una fisonomía lineal. La ciudad se extiende hacia el norte y el sur a lo largo de la costa, aferrada a la bahía Vizcaíno con tenacidad urbana, adoptando no sólo la imagen que quiere mostrar al mundo, sino también una especie de porte interno proveniente de las aguas azules y brillantes. Estos últimos años ha empezado a expandirse hacia el oeste hacia la empapada extensión de los Everglades, donde se alzan urbanizaciones y centros comerciales como un montón de forúnculos en la espalda infectada de un hombre. Pero estas erupciones son inevitables a causa de las tendencias cambiantes de la población. No obstante, en actitud y esencia, Miami continúa siendo una ciudad costera, orientada hacia los prados siempre cambiantes del océano verdiazul.

A pesar de ello, Walter Robinson odiaba el agua.

No es que no le gustase disfrutar de su contemplación, una vista que buscaba con frecuencia, especialmente cuando estudiaba algún caso difícil. Hacía tiempo había descubierto que el ritmo del mar tenía un sentido sutil y alentador y que el machacón sonido de los rompientes le ayudaban a concentrarse. Por ello, apreciaba el mar y la bahía como herramientas de ayuda profesional. Su odio, sin embargo, era más de tipo político.

Pensaba que el agua era algo que pertenecía a los ricos. En Miami hay docenas de muelles, puertos deportivos y rampas de embarcaciones, pero muy lejos de los barrios donde viven los negros. Él lo había advertido a muy temprana edad, cuando quería escapar de la pobreza del Black Grove, y atravesaba zonas de creciente prosperidad a medida que se acercaba al agua, donde observaba las embarcaciones de vela, las lanchas rápidas, o los cruceros de amplias cabinas propiedad de blancos ricos e influyentes, que pasaban ociosos por delante de la costa hacia la bahía. Y era consciente de que su color le hacía distinto de casi todos los que se dirigían hacia el agua. Una vez se había quejado de esto a su madre, que era maestra de escuela, pero ella sólo le dijo que debía aprender a nadar si iba a frecuentar las playas del condado de Dade. Sólo cuando fue adulto se dio cuenta de que muchos de sus compañeros del colegio nunca se habían molestado en aprender a nadar, tan interiorizado tenían el prejuicio de que el agua pertenecía a los blancos y no a ellos.

De este modo, Walter Robinson se obligó a convertirse en un experto nadador, rápido, fuerte y seguro de sí mismo incluso cuando las corrientes tiraban de él con peligrosas intenciones.

Mientras conducía por el paso elevado, siguiendo el rápido autobús, echó un vistazo a la bahía, que brillaba a ambos lados. Siempre le alteraba el ánimo el recorrido entre la playa y Liberty City; la bahía parecía mofarse de la deprimida zona urbana que se alzaba a un kilómetro tierra adentro. Seis manzanas, tal vez nueve y cualquier rastro del agua se disipaba en un calor polvoriento e implacable. Se acercó al G-75 cuando el autobús redujo la marcha en una rampa de salida, soltando otra vaharada de humo sucio y gris, y descendía a la zona de la ciudad más deprimida.

Él intuía que el G-75 existía con un único propósito. Recorría el circuito entre una media docena de paradas en Liberty City y un número parecido en Miami Beach, de manera que las mujeres de la limpieza, los lavaplatos, los jardineros y las canguros que vivían en la zona deprimida pudiesen levantarse temprano y subir al autobús entre el calor hacia sus trabajos difíciles y mal pagados en la zona de los ricos, sin quejas ni esperanzas, y luego realizar el trayecto de regreso por la noche, balanceándose entre el ruido y la velocidad, mientras el autobús cruzaba el paso elevado.

Llevaba un plano de la ciudad extendido en el asiento del pasajero cuando el bus maniobró para bajar por la Vigésimo Segunda Avenida, anotó la ubicación de todas las casas de empeños y las casas de cambio donde hacer efectivos los cheques. La frecuencia de este tipo de establecimientos era deprimente, al menos había uno por manzana.

Las casas de empeño le interesaban en particular.

«¿Pero cuál de ellas? —se preguntó—. ¿Cuál de ellas te abrió en mitad de la noche? ¿En cuál entraste para librarte de los últimos restos de pánico? ¿En cuál te ofrecieron un trato rápido, fácil y sin preguntas?».

Sólo era una conjetura. Él sabía que los cacos experimentados realizaban sus transacciones fraudulentas en un lugar que frecuentaban a menudo. Con alguien de confianza y al margen de la ley. O con un perista que pudiese ocuparse de joyas caras.

Pero los peristas se cuidaban de tener tratos con los enganchados al crack, pensó Robinson. Así pues, siguió conjeturando, su presa no tenía en Liberty City un sitio habitual donde llevar su mercancía. Siguió conduciendo.

—No, tío —dijo en voz alta—. Estabas completamente colgado y querías librarte de todo cuanto antes, así que una casa de empeños ya te iría bien. Una que tú supieses que lleva dos contabilidades. Una donde simplemente te aflojasen unos billetes de diez o de veinte sin hacer preguntas. Lo justo para que no te hagas rico pero no tan poco como para que vayas a otro sitio, ¿correcto?

En la ruta del G-75 había unas siete tiendas de ese tipo.

Robinson aparcó y sonrió para sí.

«Seguro que no querías andar demasiado, sólo pensabas en librarte de aquellas cosas rápidamente, coger algo de efectivo y olvidarte del gran paso que habías dado. ¿Sabes a qué paso me refiero, tío? El que separa a un ratero de un verdadero delincuente. El paso que te llevará al corredor de la muerte en Raiford, donde te preguntarás qué coño has hecho con tu vida y por qué te será arrebatada».

Robinson se apeó y el calor que se alzaba de la acera lo envolvió. Cerró el coche y se puso a tararear una canción.

Respiró hondo y pensó: «No, amigo, seguro que no sabes lo cerca que estoy. Y aún voy a estarlo más, y antes de que te des cuenta te echaré el guante».

Dejó que su mirada recorriese unos edificios al otro lado de la calle. Tres niños jugaban con una bicicleta de plástico rosa chillón en un lugar donde las aceras de cemento tenían zonas de arena oscura. Detrás de ellos había dos edificios de apartamentos rectangulares de dos pisos. Los grafitos estropeaban la descolorida pintura blanca de las paredes. La mayoría de las puertas y ventanas estaban abiertas; si había aparatos de aire acondicionado, o no funcionaban o era demasiado caro ponerlos en marcha. De vez en cuando salían gritos de furia repentina, improperios que surcaban el aire tórrido sobre las cabezas de los niños que jugaban fuera, ajenos a todo. Robinson sabía que cuando el día fuese desapareciendo, esas mismas voces furiosas irían acompañadas del inevitable sonido de botellas de licor estrellándose contra el suelo y con frecuencia de algún disparo.

El detective dudó y dos niños se detuvieron y le miraron. Le señalaron y se dio cuenta de que su apariencia no encajaba allí, con su traje beis, camisa abotonada, corbata y zapatos lustrados. Los niños lo observaron un momento, comentaron algo y luego reanudaron sus juegos.

Él movió la cabeza y pensó: «Tienen siete años y ya detectan a un policía. ¿Tal vez dentro de diez años vendremos a por ellos pistola en mano?». Miró alrededor buscando a alguien que vigilase a los niños mientras jugaban en la calle, pero no vio a nadie. «Al menos, cuando yo era niño, mi madre me vigilaba», pensó. Aquel recuerdo le produjo un sentimiento de tristeza y soledad; trató de alejarlo rápidamente y concentrarse en su trabajo.

La brisa alzó un remolino de polvo a sus pies. Se dirigió hacia la manzana donde había visto la primera casa de empeños. Hizo una pausa antes de entrar. Cuando alargó la mano hacia la puerta, oyó que un coche tomaba la curva que había detrás de él y se giró rápidamente.

Era un coche patrulla blanco de Miami City. El sol que se reflejaba en el coche casi le deslumbró. Una ventanilla bajó y escuchó una voz familiar:

—Vaya, pero si es el famoso detective de Miami Beach que viene a buscarse problemas.

Walter Robinson se hizo visera con una mano y repuso:

—Bueno, sólo porque vosotros, vagos y perezosos, dejáis que vuestros chicos malos se metan en problemas en mi territorio.

Oyó risas provenientes del asiento del pasajero y al acercarse al vehículo otra voz dijo:

—Bueno, mejor allí que aquí.

La puerta del conductor se abrió y se apeó un negro corpulento, que vestía el uniforme azul marino de la policía de la City, con galones de sargento. Se dieron un rápido apretón de manos.

—Hey, Walter, muchacho, ¿cómo te va?

—Bien, Lionel, muy bien.

Por el otro lado bajó otro sargento, éste hispano, delgado y bastante más bajo.

—Eh, Walt, amigo, ¿cómo estás? —dijo en español al estrecharle la mano.

—¿Qué extraña lengua extranjera hablas, John? —repuso Robinson con una sonrisa.

—Me llamo Juan, no lo olvides, viejo gringo negro. Eres tan malo como mi compañero. Y ya verás, algún, día se convertirá en el idioma oficial de este país y os obligaremos a hablarlo.

Los tres hombres se echaron a reír.

—Qué te cuentas, tío importante, ¿algún caso especial? —preguntó el sargento. Su nombre era Lionel Anderson y en la calle le apodaban Lion-man, en parte por su porte imponente y fiero, pero también por su comportamiento incorruptible. Había sido compañero de Robinson en la academia, lo mismo que Juan Rodríguez, el otro sargento.

—¿Y por qué si no iba yo a visitar un lugar como éste? —repuso Robinson.

—¿Tal vez porque echas de menos el espíritu de comunidad y las actitudes solidarias?

—Me parece que es la comida, socio. El detective no encuentra cocina negra de su gusto allí en la Beach. Se ha cansado de la sopa de pollo y las bolas de matzha. Necesita una dosis de berzas y codillos de jamón.

—Sí, será eso. Seguro que sabe mejor que esas cosas de banana frita que siempre estás devorando y que me haces comer. Es asqueroso —respondió Lionel Anderson.

—Los plátanos fritos son buenos para ti. Te ayudan a aprender un idioma nuevo y comprender toda una cultura.

Robinson movió la cabeza y dijo:

—Diablos, Juan, pero si Lion-man apenas entiende la suya, ¿cómo vas a hacerle comprender otra? ¿Y además nueva?

—Bueno, Walt, amigo, reconozco que en eso llevas razón…

Los tres rieron de nuevo.

—¿Entonces qué estás husmeando en la pintoresca Liberty City?

—¿Os habéis enterado del asesinato de la otra noche?

—¿El de la ancianita?

—Así es.

—Recibimos un parte. Joyas robadas. Llegó de vuestra oficina.

—Es este caso. Creo que el sospechoso utilizó el G-75 de ida y vuelta.

—¿Piensas que fue en autobús a matar a alguien?

—No creo que tuviese la intención de matar a nadie. Tal vez tuvo suerte un par de semanas cometiendo robos con allanamiento.

—Pero la otra noche cometió un asesinato.

—Ya, pero imagino que igualmente necesitaba regresar aquí, pese a que la patata caliente que estaba acostumbrado a traer estaba más caliente que de costumbre.

—Así pues —intervino Rodriguez—, crees que vino aquí para quitársela de encima rápidamente a cambio de lo que le dieran, ¿es eso?

—Exactamente, Juan.

—Tiene sentido. Me refiero a que nada de esto tendría sentido para una persona razonable. Pero en este mundo, puedes estar seguro de que sí tiene sentido.

—Estoy buscando algún lugar que abra a horas raras, ¿sabéis de alguno? Uno que abra a medianoche…

Ambos sargentos se miraron un momento y luego casi al unísono dijeron:

—El Helping Hand.

—¿Cómo?

—La casa de empeños. Está un poco más arriba, a tres manzanas…

—Un nombre muy apropiado, ¿no? —dijo Rodriguez—. «La mano que ayuda».

Anderson movió la cabeza.

—Los muchachos de mi turno se han quejado del tío que lleva el negocio. Dicen que el lugar está abierto día y noche, y no son tontos, saben lo que significa. El propietario se llama Reginald Johnson. Tiene una chica trabajando para él, una tal Yolanda; dice que es una sobrina de Georgia, pero no me lo trago y tampoco nadie de por aquí. Ninguna sobrina de nadie tiene este aspecto. Es una de esas lolitas que hacen babear a los tíos. Lo tiene todo: unas tetas que apuntan al cielo, un culo respingón, unas piernas largas y bien torneadas y algo realmente especial esperando entre las ingles, puedes apostar tu sueldo. Es más dulce que el azúcar. En cuanto al tipo, se comenta que está intentando expandir su negocio. Le han arrestado un par de veces por tenencia de propiedad robada, pero siempre se libra. Suelta unos pavos a su abogado y logra que todo se alargue hasta el siglo que viene, va de tribunal en tribunal, finalmente alega delito menor, paga una multa y regresa a su negocio ufanándose de ser más listo que los polis, el fiscal y el resto del mundo. He oído por ahí que se ha mudado a una casa nueva y la ha llenado de muebles de diseño, porque Yolanda quiere una casa de verdad. Me han dicho que ha puesto el ojo en un Buick para la chica. Uno muy bonito, rojo. Desde luego, Walter, a mí también me gustaría tener una sobrina que hiciese lo que ella sabe hacer.

El policía se echó a reír y su compañero lo imitó, haciendo muecas y palmeándose la pierna con la mano.

—Es evidente que va a hacer lo imposible por tenerla contenta, y ya sabes cómo van estas cosas, la pequeña y dulce Yolanda es muy avispada. Tal vez no sea una lumbrera en física nuclear, pero aprenderá rápidamente quién es quién y qué es qué, y pedirá las cosas más bonitas y más elegantes.

—Qué dulce es la vida —añadió Juan Rodriguez.

—Y ya sabes, todo eso cuesta dinero… —Anderson puso los ojos en blanco y elevó las palmas al cielo, como rogando que llovieran billetes.

—Ya me lo imagino —sonrió Rodriguez.

—Me encantaría ver cómo le jodes el negocio. Si tu sospechoso es de esta zona, entonces lo más seguro es que haya ido derecho al Helping Hand. Sólo hay un problema…

—¿Cuál?

—Que el viejo Reginald sabe que no puede tener en su tienda esa mierda robada, porque incluso nosotros los polis tontos iríamos a por él. No sé cuáles son sus conexiones, pero creo que se está librando de la mercancía muy rápido.

Anderson asintió.

—Tal vez sea muy tarde para que encuentres ese material en la tienda. Y no vas a obtener una orden de registro por una corazonada.

El grandullón sonrió a su compañero.

—Aún así no haremos ningún mal si ayudamos a este hermano detective y vemos cómo el viejo Reg se retuerce un poco. Es probable que incluso él comprenda la diferencia entre recibir propiedad robada y ser cómplice de un asesinato en primer grado. Tal vez podamos ilustrarle al respecto.

Robinson acompañaba el tono divertido de los sargentos con una expresión adecuada, pero por dentro sentía urgencia y ansiedad: tal vez estaba recorriendo el camino correcto.

—Id delante —dijo en voz baja.

El Helping Hand tenía una fachada estrecha y ventanas protegidas con gruesos barrotes negros. La propia puerta estaba reforzada con planchas de acero y varios cerrojos, lo cual le confería a la entrada apariencia de sombría fortaleza medieval. Robinson vio que una serie de espejos evitaba que nadie entrase allí sin ser visto, puesto que no quedaba ninguna sombra donde esconderse. Una cámara de vídeo enfocada a la puerta se encendía cuando ésta se abría, un detalle que señaló Juan Rodríguez.

—Eh, Reginald, amigo —exclamó—. Tienes una mierda muy moderna. Alta tecnología, sí señor. Me gusta, de veras. Muy bueno.

—Tengo que proteger mi mercancía —dijo una voz hosca detrás del mostrador.

Reginald Johnson era un hombre bajo y fornido, ceñudo, de ojos muy juntos. Sus brazos de culturista llenaban las mangas de la camiseta que vestía. Llevaba una pistola de 9 mm enfundada en su cadera derecha para desalentar a los clientes belicosos y Robinson supuso que guardaba una escopeta del 12 en el estante del mostrador, fuera de la vista pero al alcance de la mano.

—¿Qué se os ha perdido por aquí? Necesitáis una orden para registrar este sitio —dijo.

—Pero qué pasa, Reggie, si sólo estamos mirando la mercancía. Nos gusta ver lo que los comerciantes locales ofrecen. Es nuestra manera de ayudar a promocionar las buenas normas y las relaciones entre la comunidad —ironizó Juan Rodríguez—. Como esta vitrina llena de armas, Reg. Ya ves, ya sé que puedes sacar la documentación correspondiente a cada una de ellas, ¿verdad que sí?

Rodríguez tamborileó los dedos en el cristal del mostrador.

—¡Vete a la mierda! —murmuró.

—Reg, ¿necesitas el archivo de registro de las armas? —se oyó en la oscura trastienda.

—Ahí tienes a Yolanda —susurró Anderson a Robinson—. ¡Eh, cariño, sal a saludarnos!

—¡Yolanda! —le advirtió Reggie rápidamente, pero no lo suficiente.

—¿Es usted, sargento Lion-man? —preguntó ella dejándose ver.

Walter Robinson vio que su amigo no había exagerado acerca de los atributos de Yolanda. Tenía una piel de color café con leche y una melena azabache que caía en cascada sobre sus hombros. Vestía una ceñida camiseta blanca de cuello en uve, que obligaba a mirar directamente su escote. La muchacha sonrió a Anderson, cuya atención estaba centrada en sus apenas contenidos pechos.

—Vaya, sargento, ¿cómo es que no le vemos nunca por aquí? Le he echado de menos.

Anderson puso los ojos en blanco buscando inspiración para responder.

—Mira, cariño, si quisieras pasar todo el día con este viejo poli, tendrías la mejor protección policial que esta ciudad puede ofrecer. Me refiero a protección continua, las veinticuatro horas del día…

Yolanda rió y meneó la cabeza. Robinson se preguntó si tendría catorce o veinticuatro años. Ambas posibilidades cabían perfectamente.

—¡Yolanda! ¡Ve a sacar esos documentos de la caja fuerte! —terció Reginald Johnson, exasperado.

La joven lo miró con ceño.

—¡Antes te he preguntado si era eso lo que querías! —protestó.

—Ve a por ellos, así estos polis podrán marcharse de aquí.

—Ya voy.

—Vamos, muévete, chica.

—Te he dicho que ya voy. Enseguida vuelvo, sargento Lion-man —le dijo a Anderson, y miró de soslayo a Robinson—. A su pequeño compañero ya lo conozco, pero aún no me ha presentado a su nuevo amigo —añadió.

—Me llamo Walter Robinson, de la policía de Miami Beach —se presentó él.

—Miami Beach —repitió Yolanda como si se refiriese a algún lugar lejano y exótico—. Reggie nunca me ha llevado allí a ver las olas. Apuesto a que es realmente bonito, ¿verdad, señor detective?

—Tiene su atractivo —repuso Robinson.

—¿Lo ves, Reggie?, te lo he dicho mil veces —dijo Yolanda dándose la vuelta con un mohín.

—¡Yolanda! —se impacientó más Johnson, en vano.

—¡Pequeño compañero! ¿Pequeño? ¡Yolanda, me has destrozado el corazón! —bromeó Juan Rodríguez—. Tal vez no sea un armario como éste, pero no tienes ni idea. ¿Has oído hablar de los amantes latinos, Yolanda? Son los mejores. ¡Lo hacen perfecto!

—¿De veras? —dijo la joven sonriéndole—. Apuesto a que te gustaría demostrarlo.

Rodríguez se llevó teatralmente ambas manos al corazón y Yolanda soltó una risita.

—Ve a por esos malditos papeles de una puñetera vez —masculló Johnson y, tras adelantarse hecho un basilisco, la cogió por el brazo y se la llevó hacia la trastienda, situada tras una puerta de tela metálica y triple candado—. No he hecho nada malo y no dejáis de joder alrededor de Yolanda —les espetó a los policías.

—Tu sobrina Yolanda —le recordó Anderson.

Johnson frunció el ceño de nuevo.

Robinson empezó a inspeccionar los objetos expuestos en varias vitrinas, un batiburrillo de armas, cámaras, tostadoras, video-cámaras, cuberterías, una sandwichera, varias guitarras y saxofones, ollas y sartenes. «Los accesorios de la vida cotidiana», pensó. Se acercó a una vitrina que contenía un surtido de joyas y examinó cada pendiente, collar y brazalete. Sacó la lista de objetos robados a la señora Millstein y empezó a comprobarlo con los expuestos.

Johnson se acercó a Robinson e, inclinándose por encima del mostrador, le dijo:

—Yo también tengo una lista con la procedencia de toda esta mierda, detective. No va a encontrar nada de lo que está buscando.

—¿De verdad la tiene? —repuso Robinson con suave frialdad.

—Así es.

—Me han dicho que abre hasta muy tarde.

—A veces en este vecindario la gente necesita hacer alguna transacción por la noche. Tengo mucha competencia, ¿o no se ha dado cuenta? Sólo intento servir a mi clientela, detective.

—Apuesto a que sí. ¿Qué me dice del pasado martes?

—¿Qué pasa con ese día?

—¿Abrió hasta tarde?

—Tal vez, probablemente.

—¿Algún cliente de última hora? ¿Tal vez a medianoche?

—No me acuerdo.

—Inténtelo.

—Lo estoy intentando, pero no recuerdo a nadie.

—¿Te burlas de mí, Reg?

Johnson frunció el ceño.

—Deje de acosarme o llamo a mi abogado —amenazó.

Los dos hombres se miraron fijamente, y después Robinson dijo:

—De quince años a toda la vida, Reg. Eso para empezar.

—¿Qué coño dice?

—Estoy hablando de cómplice en un asesinato en primer grado, Reg. Tal vez ahora sí recuerdes el pasado martes y quién estuvo aquí a últimas horas de la noche.

—No me asusta. No sé nada de ningún asesinato. Creo que voy a llamar a mi abogado ahora mismo. Tal vez querrá interponer una denuncia por acoso.

Reginald Johnson parecía orgulloso de la palabra «acoso». Se la repitió dos o tres veces a Robinson.

El detective echó otra ojeada a la vitrina de las joyas y lamentó no disponer de fotografías de las joyas robadas. Todas las piezas le parecían más o menos iguales y pensó que era el resultado de ser soltero y no prestar atención a las chucherías que atraen la mirada de las mujeres. Intentó que su desánimo no se le reflejase en el rostro.

—Sería mejor que se procurase una orden judicial si quiere verlas mejor —dijo Johnson, pagado de sí mismo.

En ese momento Yolanda salió de la trastienda portando un montón de papeles.

—Aquí tienes todo el papeleo de las armas —dijo extendiéndolo sobre el mostrador.

Los dos sargentos se acercaron.

—Lo tenemos todo en orden —añadió ella—. Aquí no hay armas ilegales, sargento. Mire ese grande y viejo treinta y ocho que hay allí —señaló inclinándose demasiado sobre el mostrador—. Pues aquí está la licencia y el registro. ¿Ve como están en orden?

Ninguno de los policías miró el arma que ella señalaba, sino que se centraron en realizar una meticulosa inspección visual de sus pechos.

—Te creo, bomboncito —musitó Anderson lascivamente.

—¡Yolanda! —saltó Johnson furioso.

La joven se enderezó de forma coqueta. Sonrió al sargento y luego de nuevo a Robinson.

Sin embargo, éste ya no miraba el escote de la joven, sino su cuello. Los fluorescentes del local hacían que la cadena de oro que llevaba puesta destellase. Robinson se volvió hacia Johnson y, entornando los ojos, dejó que una furia apenas controlada tiñese su voz amenazadoramente:

—Tu sobrina tiene un nombre muy bonito.

Johnson no respondió, desconcertado.

Yolanda miró alrededor, de pronto asustada.

—Pues gracias —repuso ella dudando.

—Un nombre muy bonito —repitió Robinson.

Hubo un súbito y tenso silencio. Anderson y Rodríguez se pusieron a ambos lados del detective y se llevaron la mano a sus respectivas armas. Entonces Robinson se inclinó abruptamente por encima del mostrador, le quitó las armas a Johnson y las apartó, haciendo perder el equilibrio al fornido propietario de la tienda, que se golpeó contra el mostrador con un sonido sordo y exclamó un «¡Eh!». sorprendido.

Robinson lo sujetó por el cuello con una mano y le obligó a bajar la cabeza mientras le retorcía el brazo. Rodríguez había inmovilizado la mano que quedaba libre al perista contra la caja.

—¡Tío, te has vuelto loco! ¡Quiero a mi abogado! ¡Yo no he hecho nada! ¡Suéltenme! —exclamó el hombre.

—No, tú no has hecho nada —masculló Robinson. Respiraba entrecortadamente y acercó su cara a unos centímetros de la del perista—. Yolanda, mira qué nombre tan bonito —masculló con fiereza—. Así que dime, cerdo hijo de puta, rata de alcantarilla, ¿por qué lleva un collar de oro con la inicial de Sophie?

Robinson alzo la vista hacia la joven, que lanzó una exclamación y se llevó la mano al cuello, recordando de pronto. Miró a Anderson e intentó explicar:

—Sí, pero es tan bonito que…

Johnson gruñó y Rodríguez sacaba sus esposas, que produjeron un agradable y musical sonido metálico.