18

El final del túnel

Cuando llegó al fondo, tuvo la sensación de que no podía respirar. Cada palmo que descendía hacia las entrañas de la tierra parecía robarle el aire, hasta el punto de que cuando por fin apoyó los pies en el duro suelo de tierra, a seis metros debajo de la superficie, respiraba de forma entrecortada, espasmódica, jadeante, como si una gigantesca roca le oprimiera el pecho.

Había dos hombres trabajando en un pequeño espacio, casi una antesala al comienzo del túnel propiamente dicho, de unos dos metros de ancho y apenas un metro y medio de altura. Sus rostros estaban iluminados por un par de velas montadas en unas latas de carne; la tenue luz parecía pugnar contra las sombras que amenazaban con invadirlo todo. Ambos hombres mostraban las frentes sudorosas y tenían las mejillas manchadas de tierra y surcadas por arrugas de agotamiento. Uno estaba vestido con un traje parecido al que lucía Fenelli, y estaba sentado detrás de un rudimentario fuelle, al que accionaba con furia. El fuelle emitía una especie de soplido, a medida que introducía aire en el túnel. Tommy calculó que ese kriegie debía de ser el número veintisiete. El otro hombre llevaba simplemente un mono. Era un individuo bajo, recio y musculoso, y se encargaba de recibir cada cubo de tierra que descendía por el túnel e izarlo por el mismo para que los de arriba distribuyeran el contenido.

El hombre que vestía traje habló en primer lugar. No dejó de maniobrar el fuelle, pero sus palabras estaban teñidas de asombro.

—¡Hart! ¡Joder, tío! ¿Pero qué haces aquí?

Tommy miró a través de la oscilante luz y vio que el hombre del fuelle era el piloto de caza neoyorquino, el que le había ayudado en el campo de revista.

—Busco respuestas —respondió Tommy con voz entrecortada—. Allí —agregó señalando el túnel.

—¿Vas a subir por el túnel? —preguntó el neoyorquino.

Tommy asintió.

—Necesito averiguar la verdad —dijo sin dejar de jadear y toser.

—¿Y crees que la verdad se encuentra allí arriba? ¿La verdad sobre Trader Vic?

Tommy volvió a asentir.

El hombre siguió trabajando, pero parecía sorprendido.

—¿Estás seguro? No lo entiendo. ¿Qué tiene que ver el túnel con la muerte de Vic? El comandante Clark no nos dijo a ninguno de los que trabajamos en este túnel que Vic estuviera relacionado con esto.

—Todo está oculto —repuso Tommy entre tos y tos—, pero todo está relacionado. —Tenía que hacer un esfuerzo sobrehumano, dominado como estaba por el terror, a fin de inspirar el aire suficiente para articular las palabras—. Debo subir allí y averiguar la verdad.

—¡Caray! —dijo el piloto meneando la cabeza. Su rostro brillaba debido al esfuerzo de accionar el fuelle—. Déjame que te diga una cosa, amigo. Quizá compruebes que la persona a quien buscas no está dispuesta a hablar. Sobre todo cuando está a punto de alcanzar la libertad.

—Debo ir allí —repitió Tommy—, no tengo otro remedio. —Cada palabra que pronunciaba le quemaba el pecho como un chorro de aire recalentado por el estallido de una bola de fuego.

El neoyorquino prosiguió sin pausas su esforzada tarea.

—De acuerdo —dijo encogiéndose de hombros—, te explicaré la situación. Hay veintiséis tíos distribuidos por el túnel. Un kriegie apostado cada tres metros aproximadamente. Cada cubo pasa de mano en mano hasta alcanzar la parte delantera del túnel, después de lo cual lo llenan y nos lo devuelven. Cada hombre avanza como un cangrejo y retrocede como una extraña tortuga, caminando hacia atrás. Andamos escasos de tiempo, de modo que te aconsejo que empieces a moverte y hagas lo que debas hacer. El túnel es tan estrecho que apenas podrás pasar en los tramos en que te encuentres con otro tío. Dispones de una cuerda para ayudarte a avanzar. ¡Sobre todo no golpees este jodido techo! Procura no levantar la cabeza. Hemos utilizado madera de los paquetes de la Cruz Roja para apuntalarlo, pero es muy inestable, y si lo golpeas corres el riesgo de que se derrumbe encima de ti. O encima de todos nosotros. Procura también no rozar las paredes, no son muy resistentes.

Tommy tomó buena nota de aquellos consejos. Se volvió y contempló la boca del túnel. Era estrecha, terrorífica. No medía más de medio metro por un metro. Cada kriegie que aguardaba en el túnel disponía de una sola vela para crear unas islitas de luz a su alrededor; las velas eran la única fuente de iluminación en todo el túnel.

El neoyorquino sonrió.

—Oye, Tommy —dijo con tono risueño a pesar del cansancio—, cuando regrese a casa y gane mi primer millón y necesite un brillante y astuto abogado para que vigile mi dinero y mi culo, te llamaré a ti. Cuenta con ello. En cualquier caso, espero que encuentres lo que buscas —dijo. Luego se inclinó hacia delante, escudriñando el túnel.

—¡Sube un hombre! ¡Dejad paso! —gritó en tono de advertencia.

—Espero que regreses a casa sano y salvo —consiguió decir Tommy tras muchos esfuerzos, pues la garganta estaba absolutamente seca por el polvo y al terror.

—Tengo que intentarlo —repuso el neoyorquino—. Es preferible a permanecer otro minuto consumiéndote en este maldito lugar.

Acto seguido se agachó y continuó dándole al fuelle con renovado vigor, introduciendo una ráfaga tras otra de aire por el túnel.

Tommy se colocó a cuatro patas. Tras dudar unos instantes, palpando el suelo en busca de la cuerda, la aferró y empezó a avanzar, arrastrándose sobre el vientre como un recién nacido ansioso por ver mundo, pero sin ningún afán de aventura. Lo único que sentía era un profundo y cavernoso pavor que resonaba en su interior, y lo único que sabía era que las respuestas que debía averiguar esa noche estaban a unos setenta y cinco metros por delante de él, al final de lo que cualquier persona razonable reconocería, tras echarle un vistazo, que era poco más que una larga, oscura, estrecha y peligrosa fosa.

Hugh Renaday también se arrastraba por el suelo.

Avanzando lenta y deliberadamente, había conseguido recorrer casi cien metros, de forma que en esos momentos se hallaba en el centro del campo de ejercicios y de revista y le pareció razonable volverse y tratar de retroceder hasta la fachada del barracón 101, desde donde podría echar a correr hacia la puerta una vez que las sombras de la noche se alinearan de modo oportuno. Por supuesto, lo de echarse a correr iba a ser toda una experiencia. El dolor que sentía en la pierna era insoportable, como proveniente de una flor de agonía que dejaba caer sus pétalos de dolor por la pierna.

Durante unos momentos, sepultó la cara en el suelo, sintiendo el sabor de la tierra seca y amarga.

El esfuerzo de avanzar arrastrándose le había hecho romper a sudar, y en esos momentos, al tomarse un segundo respiro, sintió que un escalofrío le recorría el cuerpo. Recordó un día en que, de joven, había terminado un partido de jockey agotado y había permanecido tendido sobre el hielo, boqueando, sintiendo que el intenso frío le traspasaba el jersey y los calcetines, como para recordarle quién era más fuerte. Hugh mantuvo el rostro hundido en el suelo, pensando que esta noche trataba de enseñarle la misma lección.

Una parte de él ya había aceptado que aquella noche le dispararían y matarían. Quizá dentro de unos minutos, quizás un par de horas. La angustiosa sensación de desesperación pugnaba contra un feroz y casi incontrolable afán de vivir. La lucha entre esos dos deseos opuestos estaba empañada por todo lo que había ocurrido, y Hugh se aferró en su fuero interno a la necesidad más pura de que, al margen de lo que le sucediera a él, no haría nada que comprometiera las vidas de sus amigos. En su caso, no comprometerlos significaba no poner en peligro la fuga que unos presos iban a llevar a cabo esa noche.

Le rodeaba un profundo silencio, interrumpido sólo por su trabajosa respiración. Durante unos momentos le habló en silencio a su rodilla, censurándola: «¿Cómo has podido hacerme esto? No ha sido un golpe tan fuerte. Te he pedido cosas mucho más difíciles, vueltas y giros, y velocidad sobre el hielo, y jamás te habías quejado, ni me habías traicionado. ¿Por qué precisamente esta noche?».

La rodilla no respondió, pero siguió latiendo de dolor, como si eso le resultara lo más cómodo.

Hugh se preguntó si había sufrido la rotara de un ligamento o un esguince. Se encogió de hombros, el diagnóstico le importaba un comino.

Con cuidado, se volvió un poco y reinició su marcha de reptil, pero esta vez siguiendo una ruta en diagonal hacia el barracón 101. Se trazó un plan, lo cual le dio renovadas energías: avanzaría otros cincuenta metros y después esperaría. Esperaría por lo menos una hora, o quizá dos. Esperaría hasta que llegara la parte más densa de la noche, y entonces trataría de alcanzar el barracón. Eso daría a Tommy y a Scott tiempo suficiente para hacer lo que se hubieran propuesto. Confiaba en que diera también tiempo suficiente para conseguir su propósito a los presos que iban a fugarse.

Hugh suspiró profundamente mientras avanzaba lentamente pero con determinación. Tenía la impresión de que esa noche había que satisfacer numerosas necesidades, pero no sabía cuál era la más importante. Sólo sabía que él mismo se arrastraba por el filo de la navaja. De pronto recordó una curiosa anécdota, casi cómica. Recordó una clase de ciencia en la escuela secundaria, durante la que el maestro había asegurado a un grupo de alumnos incrédulos que una babosa era capaz de arrastrarse sobre el filo de una cuchilla sin partirse en dos. Y para demostrar su tesis, el maestro había extraído de una caja una babosa de color pardo y la obligada y reluciente cuchilla de afeitar.

Los estudiantes se habían aproximado para contemplar estupefactos a la babosa hacer exactamente lo que el maestro les había asegurado. Hugh pensó que esa noche él tenía que hacer lo que había hecho ese gusano. En todo caso, eso era lo que creía.

A treinta metros a su derecha se alzaba la imponente alambrada de espino. Hugh mantuvo la cabeza agachada, calculando su progreso en palmos, incluso en centímetros. «La noche es tu aliada», se dijo.

En esos momentos oyó un sonoro ladrido procedente de más allá de la alambrada, seguido por un claro, áspero y ronco gruñido. Se quedó inmóvil, apretujándose cuanto pudo contra el suelo.

Luego percibió un sonido metálico cuando el Hundführer tiró con fuerza de la cadena del perro.

Hugh oyó al gorila hablar a su animal, llamándolo por su nombre: «Prinz! Vas ist das? Bei Fuss! Heel!». El gruñido del perro dio paso a un agresivo y constante sonido gutural, mientras tiraba de la cadena que lo sujetaba.

Hugh se estremeció, sin tener apenas tiempo de sentir miedo.

Cada Hundführer llevaba una pequeña linterna que funcionaba con pilas. El canadiense oyó un clic y luego vio un tenue cono de luz moviéndose a unos pocos pasos de distancia. Se pegó aún más al suelo. El perro volvió a ladrar y Hugh vio el borde del haz de la linterna deslizarse sobre el dorso de sus manos extendidas. No se atrevió a moverlas.

Entonces oyó una voz gritar en la oscuridad:

Halt! Halt!

El perro no cesaba de ladrar con frenesí, rompiendo el silencio de la noche, pugnando por soltarse de la cadena. Hugh oyó al Hundführer amartillar su fusil y, en ese mismo instante, un reflector de la torre de vigilancia más próxima se encendió con un estrépito eléctrico. Su luz rasgó la oscuridad, cegándolo con su repentina potencia.

Hugh se levantó apresuradamente, su pierna pulsando en señal de protesta, y alzó de inmediato las manos sobre la cabeza. Gritó en alemán que no disparasen. Luego cerró los ojos, pensando en su casa y en que a principio de verano, el amanecer se extendía siempre sobre las llanuras canadienses con una intensidad púrpura y diáfana, como si se sintiera gozoso, ilusionado e innegablemente eufórico ante la perspectiva de un nuevo día. Durante una fracción de segundo, experimentó una total e inefable tristeza al pensar que nunca volvería a despertar para contemplar esos momentos.

Luego, entre los últimos pensamientos que se agolpaban en su mente, deseó a Tommy y a Lincoln suerte en su empresa.

Cerró los ojos para no ver el último segundo que le quedaba de vida. Oyó su voz, curiosamente distante y serena, intentarlo una vez más. «Nicht schiessen!», gritó. En aquel momento deseó haber hallado un lugar más noble, más glorioso y menos solitario donde morir. Luego calló, con las manos levantadas, y esperó con asombrosa paciencia que le asesinaran.

Abrumado por el intenso pavor que había hecho presa de él, a seis metros bajo tierra, Tommy no distinguía si hacía un calor asfixiante o un frío polar. Tiritaba con cada paso que daba, pero las gotas de sudor le empañaban los ojos. Cada palmo que recorría parecía arrebatarle sus últimas fuerzas, robarle su último aliento, que extraía, resollando, del aire del túnel que amenazaba con sepultarlo vivo. En más de una ocasión oyó el siniestro crujido de la endeble madera que apuntaba las paredes y el techo, y en más de una ocasión unos polvorientos chorros de tierra habían caído sobre su cabeza y su cuello.

La oscuridad que le envolvía era rota tan sólo por las velas que sostenía cada hombre con quien se topaba en su camino. Los kriegies que se hallaban en el túnel se mostraban asombrados al verlo, pero se apartaban como podían para dejarle paso, apretándose peligrosamente contra la pared del túnel, cediéndole unos preciosos centímetros de espacio. Cada hombre con quien se encontraba contenía el aliento al pasar Tommy, sabiendo que hasta el mero aliento de un hombre podía provocar un derrumbe. Algunos soltaban una palabrota, pero ninguno protestaba. Todo el túnel estaba lleno de terror, angustia y peligro; para los hombres que aguardaban en la oscuridad, el sistemático avance de Tommy hacia la parte delantera del túnel constituía otro motivo de tremenda preocupación en el trayecto que habría de conducirlos a la libertad.

Tommy reconoció a varios hombres: dos pertenecientes a su barracón, quienes le saludaron con un vago sonido gutural cuando pasó junto a ellos, y un tercero, que en cierta ocasión le había pedido prestado uno de sus libros de derecho, desesperado por leer algo que rompiera la monotonía de una nivosa semana invernal. Vio a un hombre con el que había mantenido una divertida conversación en el campo de revista, compartiendo con él cigarrillos y el brebaje que pasaba por café, un tipo flaco y risueño de Princeton que había insultado a Harvard de forma tan feroz como cómica, pero que no había vacilado en reconocer que cualquier hombre de Yale no sólo era un gandul y un cobarde sino que probablemente luchaba en el bando de los alemanes o los japoneses. El tipo de Princeton se había apoyado en la pared, emitiendo una exclamación de disgusto cuando les había caído encima un chorro de tierra. Después había alentado a Tommy susurrando: «Consigue lo que necesitas, Tommy». Esto por sí solo había animado a Tommy a recorrer otros dos metros, deteniéndose sólo para tomar el cubo lleno de tierra del hombre que había frente a él, y pasárselo al tipo de Princeton, que estaba a su espalda.

Los músculos de los miembros protestaban de dolor y cansancio. Sentía como si le golpearan en el cuello y la espalda con la tenaza al rojo vivo de un herrero. Durante unos instantes, agachó la cabeza, escuchando los chirridos de los puntales de madera, pensando que no existe en el mundo nada más agotador que el miedo: ni una carrera, ni una pelea, ni una batalla… El miedo siempre corre más deprisa, te golpea más fuerte y resiste más que tú.

Tommy avanzó arrastrándose, pasando a duras penas junto a cada uno de los hombres que iban a fugarse. No sabía si llevaba unos minutos o unas horas avanzando por el túnel. Pensó que jamás saldría de él, y entonces imaginó que se trataba de una terrorífica pesadilla de la que estaba destinado a no despertar jamás.

Siguió adelante, boqueando.

Había contado a los hombres en el túnel y sabía que se disponía a pasar junto al Número Tres, un tipo con aire de banquero que lucía unas gafas con montura de alambre manchadas de humedad, que Tommy dedujo que era el jefe de falsificadores de documentos del campo. El hombre se apartó, emitiendo una especie de gruñido, sin decir palabra, cuando Tommy pasó junto a él. Por primera vez, Tommy oyó más adelante los sonidos de los hombres que excavaban el túnel. Calculó que había dos hombres, trabajando en un pequeño espacio análogo a la antesala en la que había hallado al piloto de Nueva York. La diferencia era que no dispondrían de numerosos pedazos de cajas de madera con qué apuntalar las paredes y el techo. En lugar de ello, excavarían la tierra que había sobre ellos, la echarían en los cubos vacíos y devolverían éstos. No era necesario construir una complicada salida que quedara oculta, como la entrada que habían escondido hábilmente en el retrete del barracón 107. La salida sería un agujero lo más reducido posible a través del cual pudiera deslizarse un kriegie.

Tommy avanzó hacia el lugar desde donde le llegaba el sonido de los hombres excavando. Debía de haber dos velas en ese espacio, porque pudo distinguir una forma oscilante, imprecisa. Siguió avanzando, sin haber concretado un plan firme y definitivo, pensando que lo que necesitaba saber estaba al alcance de su mano.

Sólo sabía que deseaba alcanzar el final del túnel. El fin del caso. El fin de todo lo que había ocurrido. Sintió una oleada de pánico mezclado con confusión y deseo. Impulsado por las dos ingratas emociones del temor y la ira, Tommy recorrió no sin esfuerzo los últimos metros, yendo a caer en la antesala de la salida del túnel de fuga.

Sobre él, el túnel se alzaba en un pronunciado ángulo hacia la superficie.

Tommy vio una rudimentaria escalera hecha con trozos de madera. Junto a la parte superior de la escalera, un hombre excavaba la tierra que quedaba. Hacia la mitad, otro hombre cogía la tierra al caer de debajo del pico y la echaba en el cubo de turno. Ambos estaban casi desnudos; sus cuerpos, cubiertos de sudor y tierra, lo que les daban el aspecto de hombres prehistóricos, relucían a la luz de las velas. En un lado de la antesala había dos pequeños maletines y una pila de ropa para cambiarse en cuanto salieran al exterior. Su maletín de fuga.

Los dos hombres situados sobre él se detuvieron y le miraron sorprendidos.

Tommy no alcanzó a ver el rostro de Número Uno, el hombre del pico. Pero miró a Número Dos a la cara.

—¡Hart! —exclamó éste enojado.

Tommy se incorporó a medias en el reducido espacio, acabando de rodillas como un suplicante en una iglesia contemplando a la figura en la Cruz. Miró a través de la oscilante luz, y al cabo de un largo y silencioso momento, reconoció a Número Dos.

—Tú le mataste, ¿no es cierto, Murphy? —inquirió Tommy ásperamente—. ¡Era tu amigo y compañero de cuarto y tú le mataste!

Al principio, el teniente de Springfield no respondió. Su rostro mostraba una curiosa expresión de asombro y sorpresa. Entonces reconoció a Tommy y el asombro dio paso lentamente a la rabia.

—No —se limitó a responder—. Yo no lo maté.

El hombre vaciló una fracción de segundo, el tiempo suficiente para que su negativa sembrara la confusión en Tommy, antes de arrojarse sobre él emitiendo unos feroces gruñidos mientras aferraba inexorablemente el cuello de Tommy con sus manos musculosas y manchadas de tierra.

En la cola del túnel excavado en el barracón 107, el comandante Clark consultó su reloj, meneó la cabeza y se volvió hacia Lincoln Scott.

—Llevamos retraso —comentó furioso—. Cada minuto es crítico, teniente. Dentro de un par de minutos, toda la operación de fuga puede venirse abajo.

Scott se hallaba junto a la entrada del túnel, casi un policía montando guardia en una puerta.

Devolvió la irritada mirada del comandante con expresión fría.

—No le entiendo, comandante —dijo—. Está dispuesto a permitir que los asesinos de Vic queden libres y que los alemanes me fusilen. ¿Qué clase de hombre es usted?

Clark contempló con ira y frialdad al aviador negro.

—El asesino es usted, Scott —contestó—. Las pruebas siempre han sido claras e inequívocas. No tiene nada que ver con la fuga de esta noche.

—Miente —replicó Scott.

Clark negó con la cabeza, respondiendo con una voz grave y amenazadora acompañada por una siniestra sonrisa.

—¿De veras? No, se equivoca. No sé nada de una conspiración montada para presentarlo a usted como el asesino. No sé nada sobre la participación de otro hombre en el crimen. No sé nada que respalde su ridícula historia. Sólo sé que han asesinado a un oficial, un oficial al que usted afirma que odiaba. Sé que este oficial había prestado anteriormente una valiosa ayuda a las iniciativas de fuga, adquiriendo documentos para que los expertos los falsificaran, dinero alemán y demás objetos de gran importancia. Y sé que las autoridades alemanas han mostrado un extraordinario interés en este asesinato. Más de lo que cabría suponer. Y debido a este interés, sé que este túnel, nuestra mejor oportunidad para sacar a unos hombres de aquí, quedó gravemente comprometido porque si los alemanes hubieran decidido atrapar al asesino y hallar unas pruebas que respaldaran los cargos, habrían registrado todo el campo, poniéndolo patas arriba, y probablemente habrían descubierto este túnel. De modo que lo único en lo que tiene razón, teniente, es que como jefe de la seguridad del plan de fuga, me alegré sinceramente de que apareciera usted cubierto de sangre y demás indicios de culpabilidad en un momento crítico. Y me alegra de que su pequeño juicio y su pequeña condena y su pequeña ejecución, que me consta no tardará en producirse, hayan conseguido distraer la atención de los alemanes.

—¿No sabe nada sobre los hombres que se hallan en la parte delantera del túnel? —preguntó Scott, sin poder dar crédito al veneno que el otro había vertido sobre él.

El comandante Clark negó con la cabeza.

—No sólo no lo sé, sino que no quiero saberlo. Su evidente culpabilidad ha resultado muy útil.

—¿Está dispuesto a dejar que ejecuten a un hombre inocente para proteger su túnel?

El comandante sonrió de nuevo.

—Por supuesto. Y usted también, si estuviera en mi lugar. Como cualquier oficial a cargo del proyecto. En la guerra muchos hombres sacrifican su vida, Scott. Usted muere y nosotros protegemos un bien más importante. ¿Por qué le cuesta tanto comprenderlo?

Scott no respondió. En ese segundo se preguntó por qué no experimentaba un sentimiento de indignación, de furia. Pero al mirar al comandante sólo sintió desprecio, un desprecio muy curioso, pues en parte comprendía la verdad que encerraban las palabras de ese hombre. Era una verdad terrible y malévola, pero una de las verdades de la guerra. Aunque le parecía odiosa, la aceptaba.

Scott contempló de nuevo el pozo del túnel.

—¡Caray! —terció en aquel momento Fenelli—. No me explico por qué tarda tanto.

El doctor en ciernes estaba sentado en la entrada del túnel, balanceándose, inclinado hacia delante tratando de percibir otro sonido que no fuera el soplido del fuelle de fabricación casera.

El aviador negro tragó saliva. Tenía la garganta seca. En ese momento comprendió que había permitido que un hombre aterrorizado, el único hombre que le había brindado su amistad, se arrastrara solo a través de la oscuridad porque él deseaba vivir. Pensó que sus orgullosas palabras sobre la voluntad de sacrificarse, morir, defender su posición y su dignidad habían quedado huecas por el mero hecho de haber permitido que Tommy entrara en ese túnel en busca de la verdad que necesitaba para liberarlo a él. Tommy no había pronunciado los nobles y valerosos discursos que había pronunciado él, pero se había enfrentado en silencio a sus propios terrores y se había sacrificado por él. Era demasiado arriesgado. Demasiado precario, pensó Scott de repente. Era un viaje que en esos momentos comprendió que jamás debió dejar que Tommy emprendiera para salvarlo a él.

Pero no sabía qué hacer, salvo montar guardia y esperar. Sobre todo, no debía perder la esperanza.

Miró de nuevo al comandante Clark. Luego habló al arrogante y pretencioso oficial sin disimular el odio que le inspiraba:

—Tommy Hart no merece morir, comandante. Y si no regresa de ese túnel, le haré responsable a usted de lo que le ocurra. Le aseguro que no habrá ninguna duda sobre el próximo cargo de asesinato que se me impute.

Clark retrocedió un paso, como si le hubieran abofeteado. Su rostro mostraba una extraña mezcla de temor y furia, unas emociones que no se molestaba en ocultar. Miró a Fenelli y dijo con voz entrecortada:

—¿Ha oído usted esa amenaza, teniente?

Fenelli sonrió.

—No he oído una amenaza, comandante, sino una promesa. O quizás una simple afirmación. Como decir que el sol saldrá mañana. Puede contar con ello. Y no creo que tenga usted la menor idea de en qué se diferencian. Y se me ocurre otra cosa, ¿sabe? Creo que a usted y a su futuro inmediato les conviene que Tommy regrese sano y salvo cuanto antes.

El comandante Clark no respondió. Nerviosamente, se dirigió hacia la entrada del túnel, que se abría en silencio frente a ellos. Al cabo de un momento, comentó sin dirigirse a nadie en particular:

—El tiempo apremia.

Ante su asombro, el Hundführer no disparó contra él de inmediato. Ni tampoco lo hicieron los guardas de la torre de vigilancia que le apuntaban al pecho con su ametralladora del calibre treinta.

Hugh Renaday permaneció inmóvil, con los brazos en alto, casi suspendido en el haz de luz. El resplandor del reflector lo cegaba y pestañeó varias veces, tratando de escrutar la noche más allá del cono de luz y distinguir a los soldados alemanes que hablaban a voces entre sí. Sintió un pequeño alivio: no había sonado la alarma general. Hasta el momento, no habían disparado contra él, lo que también habría disparado la alerta en el campo.

A su espalda, oyó el crujido de la puerta principal al abrirse, seguido por dos pares de pisadas a través del campo de revista, hacia el lugar donde él se hallaba de pie. Al cabo de unos segundos, dos gorilas cubiertos con cascos, empuñando sus fusiles, penetraron en el haz del reflector, como unos actores que se incorporaban a la obra que se representa en el escenario.

—Raus! Raus! —gritó uno de los gorilas—. ¡Síganos! Schnell!

El segundo gorila se apresuró a palpar a Hugh de pies a cabeza en busca de algún arma, tras lo cual retrocedió, encañonándole por la espalda con su fúsil.

—Sólo he salido para aspirar un poco de este agradable aire primaveral alemán —dijo Hugh—. No entiendo por qué os lo tomáis así…

Los gorilas no respondieron, pero uno de ellos le hundió bruscamente el cañón del fúsil en la espalda. Hugh avanzó cojeando, sintiendo un renovado dolor en la rodilla, unas intensas descargas de dolor. Se mordió el labio tratando de disimular su cojera lo mejor que pudo, moviendo la pierna mala hacia delante.

—En serio —dijo con tono animado—, no entiendo a qué viene todo este follón…

—Raus! —contestó el gorila hoscamente, empujando a Hugh, que avanzaba renqueando, con la culata del fúsil.

Hugh apretó los dientes y continuó adelante, arrastrando su pierna lastimada. Detrás de él, el reflector se apagó estrepitosamente. Los ojos del canadiense tardaron unos segundos en adaptarse de nuevo a la oscuridad. Cada uno de esos segundos estuvo marcado por otro empujón del guardia.

Durante unos momentos, Hugh se preguntó si los alemanes iban a ejecutarlo en privado, en algún lugar donde los otros kriegies no pudieran contemplar su cadáver. Pensó que era muy posible, dadas las ampollas que había levantado el juicio y la tensión que reinaba en el campo. Pero el dolor que sentía en la pierna le impedía seguir haciendo conjeturas. Lo que tuviera que ocurrir ocurriría, se dijo, aunque sintió cierto alivio al percatarse de que los guardias se dirigían hacia el edificio de administración. Hugh vio una sola luz encendida dentro del barracón de techo bajo, casi como en señal de saludo.

Al llegar a los escalones de entrada, el gorila empujó a Hugh con más brusquedad y el canadiense tropezó y por poco cae de bruces.

—¡Reprime tu entusiasmo, cabrón! —masculló cuando recobró el equilibrio. El alemán le indicó que siguiera adelante, y Hugh subió los escalones tan rápidamente como se lo permitía su pierna.

La puerta de entrada se abrió y a la tenue luz que emanaba del interior, Hugh distinguió la figura inconfundible de Fritz Número Uno, que sostenía la puerta abierta. El hurón parecía sorprendido al reconocer al canadiense.

—Señor Renaday —murmuró—. ¿Qué hace usted aquí? ¡Tiene suerte de que no le mataran de un tiro! —dijo en voz baja, con disimulo.

—Gracias, Fritz —respondió Hugh con tono quedo y una media sonrisa, al penetrar dentro del edificio de administración—. Confío en seguir así. Vivito y coleando.

—Eso va a ser difícil —repuso Fritz.

Fue entonces cuando Hugh vio al Hauptmann Heinrich Visser, con aspecto desaliñado y ostensiblemente furioso, sentado en el borde de su mesa, extrayendo de su pitillera uno de sus omnipresentes cigarrillos de color pardo.

Tommy paró la primera agresión con el antebrazo, golpeando a Murphy en la cara. El teniente de Springfield emitió un gruñido y empujó a Tommy brutalmente contra el muro de tierra de la antesala. Tommy sintió la tierra que le caía por el cuello de la camisa mientras Murphy trataba de clavarle los dedos. Por fin consiguió colocar el brazo izquierdo debajo del cuello de su agresor, empujándole la cabeza hacia atrás, y luego le arrojó contra el muro.

Murphy respondió alzando la mano derecha y asestando a Tommy un puñetazo en la mejilla, produciéndole un corte del que de inmediato brotó un hilo de sangre que se mezcló con la tierra y el sudor. Los dos hombres giraron abrazados en el estrecho espacio, propinándose patadas, zarandeándose, tratando de adquirir cierta ventaja, peleando en un cuadrilátero que no les proporcionaba ninguna ventaja.

Tommy era vagamente consciente del tercer hombre, situado más arriba en la escalera, el Número Uno en la lista de fuga, que seguía sosteniendo un pico en las manos. Murphy empujó violentamente a Tommy con un bramido de rabia, pero éste consiguió propinarle un gancho en la mandíbula con la suficiente fuerza para hacer que el otro retrocediera. Era una pelea sin espacio, como si un perro y un gato hubieran sido arrojados en una bolsa de lona y se hubieran enzarzado en una pelea, sin poder utilizar las ventajas y la astucia que la naturaleza les había concedido. Tommy y Murphy oscilaban atrás y adelante, cayendo contra la pared, músculo contra músculo, arañándose, clavándose las uñas, utilizando los puños, las patadas, tratando de hallar la forma de ganar ventaja sobre el otro. Las sombras y la oscuridad se deslizaban cual serpientes a su alrededor.

De pronto, un codo le golpeó en la frente y le dejó aturdido. Mareado y colérico, Tommy asestó una patada que alcanzó a Murphy en el mentón produciendo un ruido seco. Acto seguido, Tommy levantó la rodilla bruscamente y le golpeó en la ingle y el estómago. El teniente de Springfield emitió un gemido grave y cayó hacia atrás, aferrándose el vientre con las manos. En aquel segundo, Tommy percibió por el rabillo del ojo la sensación de algo que se movía hacia él y se agachó en el preciso momento en que el pico pasó casi rozándole la oreja. Pero la fuerza del movimiento hizo que la herramienta se clavara en la tierra. Tommy se volvió y levantó el puño derecho, alcanzando al otro en la cara. Se oyó un chirrido y un ruido seco al partirse un peldaño de la escalera. Tommy pensó que al tratar de asestarle un golpe mortal con el pico desde lo alto, el hombre lo había arriesgado todo. Se apresuró a asir el pico por el mango corto y lo arrancó del suelo, consiguiendo al mismo tiempo que su agresor perdiera el equilibrio y cayera de bruces.

Tommy se apoyó jadeando contra la pared de enfrente, blandiendo el pico delante de él. Lo alzó sobre su hombro, dispuesto a hundirlo en el cuello del enemigo. Murphy extendió las manos hacia él, pero se detuvo.

—¡No lo hagas! —gritó. La fantasmagórica luz de las velas creaba alternativamente sombras y franjas de luz sobre aquel rostro aterrorizado.

Tommy dudó, pero no podía controlar su furia. Alzó el pico por segunda vez, mientras el tercer hombre empezaba a volverse y levantaba el antebrazo para detener el golpe.

—¡No te muevas! —le espetó Tommy—. ¡Que nadie dé un paso! —añadió sin dejar de empuñar el pico.

Murphy estaba tenso, como dispuesto a abalanzarse sobre él, pero se detuvo y buscó apoyo en la pared.

—¡Asesino! —le espetó Tommy.

Pero antes de que pudiera pronunciar otra palabra, el otro respondió con voz tan queda y sosegada que parecía desmentir la feroz pelea que habían librado hacía unos momentos:

—¡No digas otra palabra, Hart!

Tommy se volvió hacia la voz. Le llevó medio segundo reconocer la leve y suave cadencia sureña, y recordar dónde la había oído antes.

El director de la banda de jazz del campo de prisioneros del Stalag Luft 13 lo miró esbozando una sonrisa de picardía.

—Eres un tío muy tenaz, Hart —dijo sacudiendo la cabeza—. Como un perro rabioso, perro de presa yanqui, lo reconozco. Pero te equivocas en una cosa. Murphy no mató a nuestro amigo mutuo, Vic. Lo maté yo.

—¿Tú? —murmuró Tommy atónito.

El otro sonrió.

—Sí, yo mismo. Fue más o menos lo que dedujisteis tú y ese condenado de Visser. Imagínate. Asesinas a un tipo al viejo estilo de Nueva Orleans —dijo el director de la banda fingiendo clavar un cuchillo en el cuello de otro— y un gorila alemán de la Gestapo descubre el pastel. ¡Maldita sea! ¿Sabes una cosa, Hart? Volvería a hacerlo mañana si fuera preciso. Así que ya lo sabes. ¿Quieres seguir peleando con nosotros?

Tommy esgrimió el pico. No sabía qué responder.

—Tenemos un pequeño problema, Tommy —dijo el sureño sin alzar la voz y manteniendo la sonrisa—. Necesito ese pico. Estoy a dos pasos de alcanzar la libertad y llevamos cierta prisa. Tenemos que movernos rápido si queremos salir de aquí. Esta mañana salen tres trenes hacia Suiza. Los hombres que tomen el primero tienen más probabilidades de llegar cerca de la frontera y atravesarla. De modo que, comprenderás, necesito el pico ahora mismo. Lamento haber tratado de matarte con él. Menos mal que te zafaste a tiempo. Pero ahora vas a tener que entregármelo.

El director de la banda extendió la mano. Tommy no se movió.

—Primero, la verdad —dijo.

—Baja la voz, Hart —dijo el director de la banda—. Algunos gorilas encaramados a los árboles pueden oírnos. Aunque estemos bajo tierra. Las voces llegan muy lejos. Claro que podrían pensar que se trata de alguien susurrando desde la tumba, lo cual se aproxima bastante a la verdad, ¿no crees?

—Quiero saberlo todo —insistió Tommy.

Su rival volvió a sonreír. Hizo un gesto a Murphy, que se limpió la tierra adherida al cuerpo.

—Vístete —le ordenó—. En seguida nos pondremos en marcha.

—¿Por qué? —preguntó Tommy suavemente.

—¿Por qué? ¿Quieres saber por qué vamos a intentar salir de aquí?

—No —repuso Tommy meneando la cabeza—. ¿Por qué precisamente Vic?

El director de la banda se encogió de hombros.

—Por dos razones, Tommy, las mejores, si lo piensas. En primer lugar, Trader Vic pasaba información a los alemanes a cambio de algo que le interesaba. A veces, cuando quería algo especial, como una radio, una cámara o algo por el estilo, susurraba un número a un hurón. Por lo general a Fritz Número Uno. Era el número del barracón en que habíamos empezado a cavar un túnel. Al cabo de un par de días, se presentaban los alemanes, fingiendo que se trataba de un registro rutinario, y nos jodían el plan. Teníamos que empezar a cavar en otro sitio. Empezar de nuevo con todo el rollo. Creo que Vic nunca pensó que nos hacía tanto daño. Los alemanes destruían el túnel, a veces metían a un tío en la celda de castigo. Vic creía que nadie resultaba lastimado y que todos salíamos ganando, sobre todo él. Pero lo cierto era que nadie conseguía salir de aquí. Lo cual quizá fuera una buena cosa, ya veremos. El caso es que eso tenía amargados al viejo MacNamara y a Clark. Empezaron a excavar túneles más profundos y más largos. Más resistentes. Creían que si no lograban sacar por lo menos a uno de nosotros de aquí, habrían fracasado como comandantes. Después de la guerra no podrían volver a mirar a la cara a ninguno de sus viejos colegas de West Point. Tú mismo puedes entenderlo. No sabían con seguridad lo que hacía Vic. Nadie lo sabía, porque Vic no soltaba prenda. Se creía muy listo; hacía que sospecháramos unos de otros. Era un tipo muy astuto que lo tenía todo bien controlado. Hasta que esos dos hombres murieron en el túnel.

El hombre se detuvo y cobró aliento del aire áspero y enrarecido que lo rodeaba.

—Esos chicos eran amigos míos —prosiguió—. Uno de ellos tocaba el clarinete como jamás he oído hacerlo a nadie. En Nueva Orleans, la gente está dispuesta a vender su alma para tocar una nota la mitad de bien que él. Esa noche se suponía que no tenían que estar allí. Vic no sabía que habría alguien excavando a esas horas. Pero MacNamara y Clark nos ordenaron que excaváramos las veinticuatro horas del día. Dos túneles. Aquél y éste. Sólo que el primero se derrumbó sobre mis dos amigos cuando los malditos alemanes condujeron uno de sus camiones sobre la superficie. No habrían sabido dónde se hallaba de no habérselo dicho Vic.

Tommy asintió con la cabeza.

—Venganza —dijo—. Esa es una razón. Y traición, supongo.

Murphy miró a Tommy.

—La mejor razón —dijo—. Ese estúpido cerdo sólo cometió un error. No debes hacer tratos con el diablo, porque éste puede regresar y exigirte un precio más alto del que estás dispuesto a pagar. Eso fue lo que ocurrió. Lo curioso es que Vic era un buen aviador. En realidad, era un verdadero as. Un hombre valiente en el aire. Merecía todas las medallas que obtuvo. Pero en tierra no era un tipo de fiar.

Tommy se apoyó en la pared, tratando de asimilar todo cuanto estaba diciendo el director de la banda. Como unos naipes al barajarlos, los detalles empezaban a encajar, colocándose uno sobre otro de forma ordenada.

—Ahora ya lo sabes —continuó el director de la banda—. Vic me consiguió el cuchillo, tal como le pedí, y yo lo utilicé para matarlo, mientras Murphy procuraba distraerlo. Al principio pensamos en colgarle el muerto a uno de los hurones, fingir que habían asesinado a Vic al fallar un importante trato, pero tu amigo, Scott, nos lo puso en bandeja. No tuvimos muchas dificultades en echarle la culpa del crimen. Lo cual evitó que los alemanes se pusieran a husmear por los barracones. ¿Crees que el bueno de Lincoln Scott se da cuenta del gran servicio que ha hecho a la patria? Aunque imagino que no le sirve de consuelo.

—¿Por qué no dijisteis la verdad? —inquirió Tommy.

—Piensa con la cabeza, Tommy —repuso el músico—. ¿De qué nos habría servido a mí y a mi ayudante yanqui el que los demás la supieran? En Estados Unidos nos hubieran juzgado por el crimen. ¿Tantos esfuerzos por escapar para que en nuestro país nos acusaran de asesinato? ¡Ni pensarlo! Nos ha costado demasiado.

Tommy comprendió. Según el plan, Lincoln Scott debía cargar con la culpa, ser juzgado, condenado y fusilado. Era la única forma de que aquellos hombres se fugasen.

—MacNamara y Clark —dijo Tommy con lentitud— no querían la verdad, ¿no es así?

El director de la banda sonrió.

—No señor. No la querían, aunque se hubieran topado con ella. Querían resolver el problema de Vic sin estar implicados en ello. La verdad, como puedes comprobar, Tommy, es complicada para todos los que estamos metidos en este asunto. Trader Vic era un héroe, y al ejército no le gusta que nada mancille a sus héroes. Echarle la culpa a Scott era una mentira muy conveniente para todos, excepto para Scott, claro está. No lo sé con certeza, pero yo diría que Clark y MacNamara no contaban con que ese chico de Harvard tan calladito organizara semejante follón.

—No, supongo que no —respondió Tommy.

—Pero entre tú y él habéis armado una buena. Ahora, necesito ese pico —dijo el hombre. Su voz era apenas un susurro, pero su tono era imperioso—. O me dejas que siga excavando para que mi colega y yo salgamos de aquí, o vale más que me mates, porque de una forma u otra pienso ser libre antes de que amanezca.

Tommy sonrió. Pensó que la palabra «libre» era la gran palabra. Cinco letras que significaban mucho más. Debería haber sido más larga, exultante, una palabra que contuviera poder, fuerza y orgullo. Se detuvo, pensando que debía hallar el medio de satisfacer aquella noche a todo el mundo.

—Estamos en un punto muerto —dijo.

—¿Qué quieres decir?

—Quiero decir que olvídate del pico. No me importa levantar la voz. No sé qué coño haré, quizá te mate, tal como tú quisiste hacer conmigo. Y luego sacaré a esos otros hombres de aquí. —Tommy sabía que era un farol. Pero no obstante lo dijo.

—Hart —dijo el director de la banda—, no se trata sólo de nosotros. Esta noche van a fugarse setenta y cinco hombres. Ninguno de los que esperan detrás de nosotros merece perder esta oportunidad. Han trabajado duro durante largo tiempo; han arriesgado el pellejo para tener esta noche esta oportunidad, no puedes arrebatársela. Puede que lo que yo haya hecho no sea perfecto, pero tampoco estaba totalmente injustificado.

Tommy observó al hombre con atención.

—Has matado a un hombre.

—Sí. Son cosas que ocurren en la guerra. Quizá Vic mereciera morir. Pero no quiero que me culpen de ello. No es mi intención salir de este infernal agujero alemán para enfrentarme a un pelotón de fusilamiento norteamericano.

—Es cierto —repuso Tommy con lentitud—. ¿Entonces cómo quieres resolver esto? Porque yo no me marcho de aquí hasta tener la seguridad de que Lincoln Scott no va a acabar ejecutado.

—Quiero que me entregues ese pico.

—Y yo quiero que Lincoln Scott no muera.

—El tiempo apremia —terció Murphy—. ¡Debemos irnos ya!

El silencio se impuso en aquel reducido espacio, abatiéndose sobre los hombres como una oscura ola.

El director de la banda reflexionó unos momentos. Luego sonrió.

—Supongo que todos tendremos que arriesgarnos aquí —dijo—. ¿Qué opinas, Tommy? Ésta es una buena noche para arriesgarse. ¿Estás dispuesto a hacerlo?

—Sí.

El director de la banda volvió a reír.

—Entonces, trato hecho —dijo. Tendió la mano para que Tommy la estrechara, pero éste seguía empuñando el pico. El director de la banda se encogió de hombros.

—Reconozco que eres duro de pelar, Hart.

Acto seguido se acercó a la pared donde el túnel se abría a la pequeña antesala. Tomó una de las velas y la movió adelante y atrás. Luego dijo con voz tan alta como podía.

—¿Puedes oírme, Número Tres?

Tras un breve silencio, sonó una voz a lo largo del tenebroso túnel:

—¿Qué diablos pasa ahí arriba?

Incluso Murphy sonrió al oír una pregunta tan evidente.

—Estamos charlando sobre la verdad —murmuró—. Ahora, Número Tres, presta atención a lo que voy a decir. Lincoln Scott, el aviador negro, no mató a nadie. ¡Y menos a Trader Vic! Te doy mi palabra de honor al respecto. ¿Lo has entendido?

Después de otra breve pausa, Tommy oyó la voz ascendiendo por el túnel, preguntando:

—¿Scott es inocente?

—Puedes estar bien seguro —respondió el director de la banda—. Ahora comunícaselo a los otros. Corre la voz hasta que se enteren todos de la verdad. Inclusive ese cerdo de Clark, que espera en la entrada del túnel.

Número Tres vaciló de nuevo, después de lo cual formuló la pregunta crítica:

—Si Scott es inocente, ¿quién mató a Trader Vic?

El director de la banda sonrió satisfecho, volviéndose hacia Tommy un instante, antes de murmurar su respuesta a través del túnel:

—A Vic lo mató la guerra —dijo—. Ahora, corre la voz como si fuera un cubo de tierra, porque dentro de diez minutos vamos a salir de aquí.

—De acuerdo. Scott es inocente. Entendido.

Tommy se asomó al túnel y oyó a Número Tres retroceder y decir a Número Cuatro:

—¡Scott es inocente! ¡Corre la voz!

Escuchó unos momentos, mientras el mensaje era transmitido a lo largo del túnel: «¡Scott es inocente! ¡Corre la voz! ¡Scott es inocente! ¡Corre la voz!», hasta que las palabras se desvanecieron por completo en la inmensa oscuridad que había a sus espaldas. Luego Tommy se desmoronó, exhausto. No sabía con certeza si esas tres palabras transmitidas a todos los hombres que aguardaban su turno en el túnel y en el barracón 107 bastarían para liberar a Scott. ¡Scott es inocente! Pero en medio del tremendo agotamiento que le sobrevino, pensó que eran las tres mejores palabras que había podido arrancar a esa noche. Extendió el pico al director de la banda.

—No sé cómo te llamas —dijo Tommy.

Durante unos momentos el director de orquesta empuñó el pico como si fuera a golpear a Tommy.

—No quiero que lo sepas —repuso. Luego sonrió—. Tienes mucha fe, Hart, hay que reconocerlo. No una fe religiosa, pero fe al fin y al cabo. Ahora bien, en cuanto a la pequeña conversación que hemos mantenido esta noche aquí…

Tommy se encogió de hombros.

—Puede clasificarse de confidencial entre abogado y cliente. No sé exactamente cómo, pero si alguien me lo pregunta, eso es lo que responderé.

El director de la banda asintió.

—Deberías ser músico, Tommy. Afinas muy bien.

Tommy lo interpretó como un cumplido. Luego señaló el techo y dijo:

—Ésta es tu oportunidad.

—A partir de ahora las cosas no van a ser tan sencillas para ti, Tommy —respondió el director de la banda sonriendo de nuevo—. Este pequeño malentendido nos ha causado un importante retraso. En primer lugar, yo te he hecho un favor, Tommy, he corrido ese riesgo. Ahora tú tienes que hacerme un favor a mí. Arriesgarte no sólo por mí, sino por todos los kriegies que aguardan en este maldito túnel y sueñan con regresar a sus casas. Tienes que ayudarnos a salir de aquí.