INTRODUCCIÓN
Hay en Michael Collins, la reciente película (1996) de Neil Jordán sobre el dirigente del IRA y forjador del Estado Libre de Irlanda, una secuencia particularmente reveladora: aquella en que el protagonista (encarnado por el actor Liam Neeson) se detiene en una taberna al borde del camino, durante su última visita a la región de Cork, horas antes de caer en la emboscada que le costará la vida. Según el más puntilloso de sus biógrafos, con este viaje a su condado natal -por entonces infestado de rebeldes-, Collins pretendía llegar a un acuerdo con el IRA, confiando en que encontraría un firme apoyo en sus coterráneos
Historias de nacionalistas. He aquí la clave de la reproducción de todo nacionalismo: relatos que transmiten una lejana y lancinante melancolía. Como Michael Collins, muchos vascos de mi generación estuvimos expuestos a los significantes deletéreos de ese tipo de historias: narraciones sacrificiales de amor y de inmolación, de heroísmo y de culpa, de traiciones y derrotas. Las he oído desde mis días de escolar, en el patio del colegio, en los fuegos de campamento, en las sobremesas familiares. Historias de martirio y de gloria desesperada, de pérdida y de negación de la pérdida; historias que, inviniendo el orden habitual del cuento maravilloso, arrancaban de una situación de plenitud para concluir en la desposesión desde la que el nuevo héroe (papel que nos estaba reservado a cada uno de nosotros) debía partir en busca de la patria arrebatada, de la lengua prohibida, del grial que devolviese feracidad a la tierra de los ancestros y salud a la raza exangüe. Suturar la herida, colmar la carencia, restaurar el orden edénico: tal era la misión -la tarea difícil de Propp
No exagero, no invento nada. Mi memoria está llena todavía de los clisés con que los poetas de tres generaciones anteriores a la mía glosaron el infortunio de Euskadi, y no necesito consultar de nuevo sus libros para enumerar los más desazonantes. Bajo el Dominio Extranjero (erbestepean), el Huerto de los Antepasados (asaba zaarren baratía) habría devenido Áspero Desierto (eremu latz). Los que acuñaron estos tópicos -Sabino Arana Goiri, José María Aguirre (Lizardi) y Gabriel Aresti, respectivamente- se cuentan entre los principales creadores de la retórica nacionalista. Hay otros, por supuesto, pero basta con mencionar a estos tres. Lizardi y Aresti fueron los mayores poetas del éusquera, y Arana Goiri, el creador de la narración arquetípica del nacionalismo vasco. Cada generación, a lo largo de este siglo, ha ido añadiendo nuevas figuras al relato original, pero éste, en esencia, sigue siendo el mismo: el tránsito del paraíso al desierto. Y cada nueva generación nacionalista ha debido realizar la tarea que el relato exigía a sus destinatarios: el viaje hacia la nada, la experiencia de la derrota. Porque el nacionalismo vasco sólo sabe una cosa, pero, como el erizo de Arquíloco, la sabe muy bien: que es necesario perder para ganar, mantener vivo el agravio para que el sacrificio de las sucesivas generaciones resulte políticamente rentable. La estrategia global del abertzalismo es victimista, y por ello tiende a evitar por todos los medios la invalidación del arquetipo narrativo, pero precisa actualizar continuamente los significantes del mismo para que la narración no devenga tediosa incluso para los aristócratas del masoquismo (tanto sufrimiento repetido termina siendo una murga). Así que cambia continuamente la forma del relato a fin de que el contenido se mantenga inmutable.
Nunca, ni en el caso del mismísimo Sabino Arana Goiri, ha estado el discurso abertzale desprovisto por completo de ingredientes progresistas. Es más, gran parte de su éxito deriva directamente de la incorporación de modernidad en dosis homeopáticas, lo que ha provocado siempre en sus receptores una saludable reacción contra la cultura de la modernidad, una producción masiva de anticuerpos que neutralizan eficazmente los discursos críticos. En rigor, el núcleo del discurso nacionalista es inmune a la crítica porque se trata de una historia, no de una argumentación: una historia que prolifera, que vive en variantes, que se multiplica en historias generacionales y, sobre todo, individuales: en biografías, es decir, en historias de nacionalistas. Cada una de ellas debe reproducir fielmente el arquetipo de rebelión, sacrificio y derrota del pueblo, porque la historia que cuenta el discurso nacionalista es una interminable sucesión de derrotas: conquista de Navarra por los castellanos, fracaso de las insurrecciones carlistas, abolición de los fueros, capitulación de los gudaris en Santoña, etc. Cada una trae aparejada una traición que la explica: la del conde de Lerín, la del general Maroto, la de la camarilla del Pretendiente, la de los italianos a los que se entregaron en 1937 los batallones nacionalistas (confieso que esta última explicación me produjo siempre perplejidad, incluso en mis tiempos de mayor fiebre abertzale: ¿no eran los legionarios fascistas italianos aliados de Franco? Pues, si lo eran, ¿no habría sido una traición a su bando permitir que los gudaris escapasen en barcos ingleses o franceses? ¿Qué clase de políticos eran los dirigentes jelkides que negociaron la entrega de las milicias vascas para ignorar las previsibles consecuencias de la misma?).
Frente a este victimismo infinito, que impide que la herida cicatrice y suscita reclamaciones siempre insaciables, la historia académica de los últimos treinta años -sobre todo, la escrita desde el país vasco- ha ido construyendo una visión muy distinta del pasado. Las guerras mencionadas fueron todas, sin excepción, guerras civiles. No hubo tal conquista de Navarra, sino el triunfo de una facción nobiliaria sobre otra, lo que se tradujo en una sustitución de dinastías. Las ciudades vascas defendieron con las armas el liberalismo contra los campesinos carlistas. La derogación de los fueros sólo conmocionó a una minoría que, además, fue incapaz de movilizar a un sector significativo de la población contra esta medida: las élites dirigentes del país se mostraron más que satisfechas con el nuevo régimen de conciertos económicos, y los llamados fueristas cosecharon un fracaso electoral tras otro, hasta desaparecer en pocos años del mapa político de la Restauración. Y, en fin, si es verdad que el país vasco dio cuarenta mil gudaris al ejército de la República, no lo es menos que aportó a los rebeldes sesenta mil requetés.
Por supuesto, esta historia académica no ha tenido efecto alguno en el arquetipo narrativo del nacionalismo, pero ha obligado a los ideólogos abertzales a pertrecharse de argumentos (o, más exactamente, de seudoargumentos) contra aquella. En rigor, no ha tenido lugar, en los últimos treinta años, nada parecido a una polémica entre historiadores nacionalistas y no nacionalistas. Las distintas ramas del nacionalismo vasco carecen de historiadores profesionales. Existe una historiografía del nacionalismo, pero no una historiografía nacionalista. Su lugar está ocupado, en el campo abertzale, por un puñado de periodistas dedicados a «modernizar» superficialmente el arquetipo y a promover la divulgación mediática de versiones remozadas del mismo (a través de las series de documentales «históricos» emitidos por la televisión autonómica, por ejemplo). Con todo, el nacionalismo institucional no busca el enfrentamiento con la historia académica. Se limita a ignorarla desdeñosamente y a vedarle el acceso al medio sobre el que detenta el control exclusivo: la televisión. Los más activos detractores de la historiografía no nacionalista se hallan en la autodenominada izquierda abertzale, es decir, en Herri Batasuna y su entorno académico (que lo tiene). Proceden de áreas profesionales ajenas a la investigación histórica y, en general, su experiencia en este terreno, incluso como diletantes, suele ser deleznable, pero están medianamente familiarizados con el lenguaje divulgativo de las ciencias humanas y sociales.
No se trata de auténticos antropólogos ni sociólogos, sino de especialistas en la denuncia ideológica. Sin embargo, conviene prestarles alguna atención. En un medio casi alálico, que limita su actividad verbal a los comunicados de ETA y a las bravuconadas de Herri Batasuna y Jarrai, ellos sostienen el único discurso con pretensiones de solvencia teórica. Para despejar sospechas respecto a posibles manipulaciones por mi parte, recurriré a las propias palabras de uno de estos «intelectuales orgánicos» del nacionalismo radical, profesor de la universidad en la que yo mismo trabajo. Fito Rodríguez Bornaetxea (no conozco de él otros datos que los que figuran en la portada del opúsculo que cito) no es historiador y, desde luego, no sabe latín. Véase cómo despacha en un párrafo escueto casi dieciséis siglos de historia:
Las formas organizativas de la sociedad vasca no casaron con la romanización ni con el monoteísmo católico, judío ni mahometano. Se encontraron marginadas de las grandes vías de comunicación cultural que suponían [sic] en la Edad Media las peregrinaciones a Santiago de Compostela (el «Codigus Lsic] Calixtinus» del siglo XI define a los vascos como salvajes «amorales»). El cambio cultural acaecido en la transición del Románico al Gótico se realiza tangencialmente a [sic] la comunidad vasca. De hecho las persecuciones del Tribunal de la Inquisición entre los vascos lo fueron [sic] para asegurar unas formas católicas de culto que en el País Vasco no respondían a los cánones ortodoxos [?]. Es por eso que [sic] una bula papal permitió la conquista castellana del Reino de Navarra y por lo que su rey Enrique III se convirtió en Enrique IV de Francia después de abjurar de la religión protestante, perseguida en los dos grandes Reinos adyacentes, y que constituía una de las señas de distinción vasca [!]
No es mi intención ensañarme con la pedantería del estilo de este profesor ni con la forma en que maltrata el idioma, ni siquiera con su insondable ignorancia en materia histórica, aunque cualquier otro en sus condiciones se habría guardado mucho de desautorizar a los historiadores no nacionalistas alegando que «las críticas que desde la escuela de Anuales se vertieron contra esta forma de trabajar son hoy generalmente aceptadas y hacen difícil aceptar como válidas investigaciones tan reduccionistas»
Uno no sabe realmente si Rodríguez sólo admitiría como explicaciones legítimas del nacionalismo radical las ofrecidas por sus actores directos (es decir, por los etarras y los militantes de Herri Batasuna y Jarrai) o si su generosidad llegaría al punto de tolerar asimismo las de aquellos autores que -sin pertenecer al cogollo de la sedicente izquierda abertzale- consagran sus libros a celebrar lo bien que se explayan los terroristas cuando se toman un respiro entre un atentado y otro: antropóloga ha habido que se ha sacado el cum laude gracias a una sarta de entrevistas aquiescentes a dulces pistoleros jubilados
En realidad, los nacionalistas piensan, con razón, que toda crítica del nacionalismo es interesada (tan interesada, al menos, como sus apologías). Se equivocan, sin embargo, cuando suponen que todo crítico tiene algo que ocultar, algo que, de saberse, explicaría el porqué de su hostilidad al nacionalismo. No se les ocurre plantearse que el nacionalismo, sublime para ellos, pueda despertar una espontánea repugnancia en otros. Los nacionalistas vascos que conozco se escandalizan -de buena fe, supongo- cuando alguien expresa su rechazo hacia el ideario abertzale: ¿No se impone por sí misma la evidencia de que, como afirmó Sabino Arana Goiri, «Euskadi es la patria de los vascos»? ¿No es de justicia reconocer el derecho del pueblo vasco a la autodeterminación? ¿Acaso puede negarse que el éusquera sea la lengua nacional de los vascos, que Navarra y Euskadi Norte formen parte inalienable de Euskadi o que los Estados español y francés hayan oprimido durante siglos a la población vasca?
Puestos a negar, puede negarse incluso que Euskadi Norte sea Euskadi Norte: Bayona está en el mismo paralelo que Bilbao, y en Baigorri, que cae bastante al sur de aquella, se cultiva la vid, como en la Ribera navarra (sería más acertado llamarla Euskadi del Este o Euskadi Oriental, pero no voy a ponerme latoso por estas minucias). Mi experiencia es que los nacionalistas nunca entran en polémicas, no discuten. Descalifican, eso sí, y su procedimiento favorito de descalificación es aplicar al eventual crítico la etiqueta de nacionalista español, con lo que se ahorran entrar en argumentaciones más complejas. Las de Rodríguez, por caso, sólo tienen de complejidad la apariencia. En realidad, todas ellas se limitan a remachar el núcleo duro de la ideología, es decir, la creencia -infundada, como toda creencia- de que únicamente los nacionalistas vascos pueden comprender la hondura del nacionalismo vasco. Pero aquí también, como en el caso de la narración arquetípica, cabe una pluralidad de formulaciones. Sin ir más lejos, Xabier Arzalluz, actual presidente del Partido Nacionalista Vasco, suele aderezar sus imputaciones de nacionalismo español con alusiones veladas o explícitas al pasado culpable de sus adversarios: estas suelen consistir, normalmente, en revélar la antañona pertenencia de los susodichos a cualquier organización de izquierda (a juzgar por el furioso antimarxismo de su presidente, cualquiera diría que el PNV es un enemigo declarado de toda dictadura comunista, pero en la práctica no es así. Mientras escribo estas líneas -en junio de 1997-, me llega la noticia de que el lehendakari Ardanza, que acaba de mantener una cordial conversación en La Habana con Fidel Castro, se ha negado a recibir a los representantes de los grupos disidentes de la isla, y ello en el momento justo en que la Unión Europea vuelve a denunciar la reiterada violación de los derechos humanos en Cuba). Con todo, el blanco predilecto de los ataques de Arzalluz son aquellos críticos del nacionalismo que militaron en ETA en tiempos de la dictadura franquista: estos son los que, según el dirigente del PNV, no pueden dar a nadie, y menos al PNV, lecciones de moral. Algunos de los aludidos han observado, con no poca perspicacia, que a Arzalluz parece indignarle más el hecho de que abandonaran ETA que su antigua militancia en la organización terrorista.
Como yo mismo me hallo incluido en este grupo, creo obligado hacer un par de precisiones: la crítica al nacionalismo, al menos la que procede de antiguos militantes de ETA, nunca ha malgastado su tiempo en abrumar al PNV con admoniciones morales. Se trata de una crítica muy centrada en el problema terrorista y en la ideología del nacionalismo radical (el único que, como he dicho, presenta un cuerpo de textos en apariencia argumentativos). Hace ya mucho tiempo que el PNV abandonó la elaboración simbólica del nacionalismo en manos de la izquierda abertzale. Los nacionalistas institucionales, y en particular Arzalluz, sólo cuentan historias, las más de las veces apócrifas, que no suelen despertar en los críticos ex etarras el menor interés. Quizá este sea precisamente el principal error de los disidentes del nacionalismo: el desprecio que siempre han manifestado hacia la ideología jelkide. Se parte de algunas premisas ciertas (el desvanecimiento del PNV bajo el franquismo y el carácter oportunista de su práctica política durante la etapa de construcción de la democracia) para llegar a la equivocada conclusión de que lo único que cabe reprochar al partido de Arzalluz es el pragmatismo improvisador y chapucero al que su inanidad intelectual y su carencia de programa le arrastran fatalmente.
Creo que hay que empezar a tomarse en serio tanto las historias de los nacionalistas, por muy estúpidas que se nos antojen, como sus exigencias de inteligibilidad autoexplicativa, porque tales son las formas en que el nacionalismo se perpetúa y crece. La historia académica, erudita y documentada, podrá satisfacer a un público universitario -y no en su totalidad: los Rodríguez y sus seguidores dominan departamentos enteros de la universidad vasca-, pero no hace mella en las convicciones de la mayoría de los votantes abertzdes. Repetir el sonsonete de que el nacionalismo es una enfermedad que se cura leyendo y viajando sirve únicamente para halagar el narcisismo de los que se tienen por los pocos que leen y viajan. Hoy lee y viaja todo el mundo, y los nacionalistas vascos no son la excepción. Otra cosa es qué se lea y cómo se lea, y adonde y cómo se viaje, por supuesto. Pero no estamos en los tiempos de la clandestinidad. Los nacionalistas no cuentan ya sus historias en el viejo molino, al amparo de la noche. Arzalluz publica las suyas en el diario Deia y los Rodríguez y Álvarez se autoexplican -a veces, de modo no muy inteligible- en Egin o Txalaparta.
¿Por qué nunca hemos intentado contar historias alternativas, autoexplicarnos también nosotros, los disidentes del nacionalismo vasco? En nuestra crítica hemos sido excesivamente respetuosos con el principio de que el paisajista no debe figurar en el paisaje, cuando nadie nos obligaba a ello y cuando otros, en situación análoga a la nuestra, no han desdeñado implicarse personalmente en el objeto de sus análisis y reflexiones. La mejor revisión de la historia del nacionalismo irlandés que conozco, Ancestral Voices (1995), de Conor Cruise O'Brien, me parece, en este sentido, ejemplar. El autor recurre a su memoria biográfica y a su memoria familiar en mucha mayor medida que a libros y monografías de historiadores, y el resultado es deslumbrante. Todo nacionalista, afirma Cruise O'Brien, escucha voces ancestrales que le reclaman una deuda de sangre. Pero no sólo los nacionalistas: «A través de la Irlanda Irlandesa y del Catolicismo Irlandés, Joyce oye voces ancestrales que le llaman. Las reconoce como voces de sirenas y, como su modelo, Ulises, se hace atar al mástil, para no seguirlas y ahogarse. Fue bueno para su arte hacerlo así. Se resistió a ellas, no porque las despreciase, como sugieren algunos de sus modernos admiradores, sino porque temía el poder que podían tener sobre él. Después de todo, eran voces de sus propios antepasados. Como lo son de los míos.»
Una de las razones tácitas del enmascaramiento del observador, cuando este pertenece de algún modo al panorama observado, reside en la superstición moderna de la objetividad, del deslinde -que se supone necesario- entre el sujeto y el objeto de la investigación. Aun admitiendo que pueda ser conveniente una cierta distancia entre ambos, no es posible mantenerla de continuo sino mediante añagazas ficcionales. En la historia y en las ciencias humanas nunca se da una separación absoluta entre el que investiga y quienes son investigados. Ahora bien, desconfío asimismo de los partidarios de reducir la historia a ficción o de escuchar la voz del nativo como si solamente este pudiera decir la verdad sobre sí mismo. Las autoexplicaciones serán a menudo inteligibles, pero sospecho que muy pocas de ellas podrían definirse como racionales. Impenitente lector de memorias, estoy acostumbrado a las trampas de la escritura confesional, a la sinceridad impostada, a los disfraces de la autocompasión y al impúdico selfpunishment de los que buscan expiar culpas reales o imaginarias. Los maestros de la modernidad -Marx, Nietzsche, Freud…- nos enseñaron a sospechar de los discursos nacidos de la abundancia del corazón y de la hipertrofia de la razón. En primer lugar, de los suyos propios. Pienso, por ejemplo, que la biografía de Freud, de Peter Gay, excelente profesional -académico- de la historia de las ideas, resulta mucho más veraz y, por supuesto, más «racional» que todo lo que hay de autobiográfico en la obra del fundador del psicoanálisis. En resumen, soy un historiador que sigue creyendo en la superioridad de la historia sobre las historias.
Sin embargo, lo de Histoire et pas d'histoires! no acaba de convencerme. Quizá ha llegado la hora de dar cabida en la historia a ciertas historias o, mejor aún, de contar historias desde la historia. Lo que me propongo no es exactamente una autoexplicación, y en ningún caso una autoexplicación racional, sino sólo contar ciertas historias -en concreto, las historias de ciertos narradores de historias- como las contaría un historiador que pretendiera hacerlo no de forma empática y comprensiva, pero sí más o menos participativa y razonable, ya que no «racional». Cuando digo participativa, quiero decir consciente de una oscura afinidad entre el narrador y sus personajes. Si no un destino, sí creo haber compartido con los nacionalistas de mis historias una peligrosa exposición a las mismas voces ancestrales, una educación en la melancolía patriótica y, por qué no decirlo, cierta estupidez. En esto me apoyo, por paradójico que parezca, para confiar en que mis historias no se limiten a repetir el arquetipo y digan sobre este algo más que las que sus protagonistas contaron. Como advierte Glucksmann, «siempre que yo contemple la estupidez como un suceso, un lance que únicamente ocurre a los demás, o que me puede ocurrir a mí, pero sólo cuando me encuentre bajo el influjo ajeno -estaba fuera de mí, no entiendo qué me sucedió-, se me escapará toda la sutileza del fenómeno»
A pesar de lo dicho, no es la estupidez el motivo central de las historias que pretendo contar, sino la melancolía. También es cierto que la melancolía desemboca a menudo en situaciones de plena y plácida estupidez (que dista de ser el peor de sus posibles desenlaces), pero debo hacer notar, por si la observación de Glucksmann no estuviera suficientemente clara, que la estupidez está mucho mejor repartida que la melancolía, así que nadie se crea a salvo si descubre más de aquella que de esta en las páginas que siguen. Que alguien mate todavía en nombre de la nación vasca es, además de un crimen, un crimen estúpido, pero no más estúpido que matar hace treinta años en nombre de Euskadi o en nombre de España, en nombre de la revolución o en nombre del nacionalsindicalismo. El hecho de que muchos de mi generación no matásemos entonces por uno u otro de estos móviles se debió en parte al azar estadístico, en parte al bajo desarrollo de las tecnologías terroristas y, en mayor medida, a que no prosperó el proyecto de guerra civil que bastantes jóvenes de la época llevábamos en el bolsillo. Ninguna de las muertes violentas de entonces añadió otra cosa que envilecimiento a los ideales que profesábamos, y además, aquellos lodos trajeron los actuales barros. Muchos fuimos los afortunados que no derramamos entonces sangre ajena ni propia, pero ¿cuantos pueden felicitarse realmente de que no les haya correspondido una parte alícuota, por mínima que sea, de la generalizada estupidez del tardofranquismo?
La melancolía está, sin duda, relacionada con la estupidez, pero permite definiciones autónomas. Consiste, como es sabido, en una denegación de la pérdida mediante una identificación del sujeto con el objeto perdido. El melancólico canibaliza al ser amado cuya muerte niega (de ahí que Saturno, devorador de sus hijos, se convirtiera en emblema temprano de la melancolía), y retira del mundo exterior su deseo para dirigirlo sobre sí mismo en un bucle inflexible. El psicoanálisis ha estudiado la melancolía como un fenómeno que afecta exclusivamente al individuo y que depende, en consecuencia, de sus vicisitudes biográficas. El tipo de melancolía al que me refiero, por el contrario, está estrechamente vinculado a la cultura: se transmite y se contagia a través del discurso, con independencia de que los individuos que la contraen en sus variedades más graves muestren con frecuencia una disposición idiosincrásica a otras formas particulares de abatimiento depresivo.
El propio Freud menciona, entre las causas desencadenantes de procesos melancólicos, la pérdida de la patria. No por casualidad su célebre ensayo sobre la aflicción y la melancolía fue escrito en los días posteriores a la muerte del emperador Franz Joseph, en 1916, cuando muchos patriotas austríacos -y, en especial, muchos judíos que, como Freud, se habían sentido, bajo los últimos Habsburgo, a resguardo del antisemitismo de sus compatriotas- comprendieron que la desaparición del anciano monarca preludiaba el inevitable estallido del imperio. La melancolía nacionalista, como la melancolía imperial, es una variante de la melancolía derivada de la pérdida de la patria, pero hay una importante diferencia entre ambas. Al contrario que en el caso de los afligidos por la pérdida del imperio, los nacionalistas no lloran una pérdida real. La nación no preexiste al nacionalismo.
Claudio Magris ha rescatado recientemente una brillante parábola de la melancolía imperial. Se trata de Dritter November 1918, un drama del escritor antifascista Franz Theodor Csokor, estrenado en 1935. En él se narran los momentos finales de un regimiento austrohúngaro disuelto tras el armisticio: «Los oficiales, provenientes de diversas nacionalidades del imperio, que hasta aquel momento se habían sentido "austríacos", se sienten de improviso pertenecientes a las nuevas patrias, que además se encuentran a menudo en una furibunda disensión recíproca. Con el fin del imperio termina también la fraterna solidaridad entre los oficiales, que se preparan para convertirse en enemigos o a dispararse entre sí. Cuando el coronel del regimiento muere y es sepultado, cada uno de estos oficiales echa un puñado de tierra en la tumba y, mientras la echa, dice en voz alta que echa ese puñado de tierra en nombre de su nueva patria, es decir, en nombre de Croacia, de Italia, de Checoeslovaquia, y así sucesivamente. Sólo el doctor Grün, el oficial médico, que es judío, echa un puñado de tierra diciendo "tierra de Austria". Los otros tienen una patria en la que pueden reconocerse; el oficial médico judío, en cambio, no la tiene, porque ha perdido su única patria posible, precisamente por ser supranacional.»
De igual manera, puede afirmarse que nunca se perdió una patria gallega, catalana o vasca, sino un imperio -el español- del que habían sido fieles soportes los gallegos, catalanes, asturianos, aragoneses, castellanos, andaluces, extremeños y, no faltaba más, los vascos. Nada tiene de extraño, en tal sentido, que fuera precisamente la crisis de la última década del XIX, con la guerra de Cuba y Filipinas, el contexto en el que emergieron los nacionalismos periféricos, estrictamente contemporáneos de los regeneracionismos y del nacionalismo español de la generación del 98. Porque el nacionalismo vasco no fue en su origen (o lo fue solamente en sus aspectos más superficiales) una reacción a la industrialización del país y a la consiguiente crisis de la sociedad tradicional, como se ha dicho repetidamente, sino una consecuencia directa de la disolución del imperio. En ese contexto -el de los años inmediatamente anteriores y posteriores al Desastre- comienza la elaboración delirante del mito nacionalista de una primitiva patria vasca que habría perecido bajo la opresión de la España Imperial. Sabino Arana Goiri, antiguo tradicionalista que guardaba el rencor de una derrota bélica y de una ruina familiar derivada de aquella, fue el primer vasco en soñar el sueño melancólico de la resurrección de Euskadi (fue, de hecho, el inventor de Euskadi y de su muerte) y acaso también el primero en intuir confusamente que sólo habiendo perdido una patria que nunca existió le sería posible curarse de sus humillaciones reales. Perder para ganar: estrategia revanchista de los que han sido heridos no en la patria, sino en el patrimonio.
Nadie es autor por entero de sus libros, aunque hayan sido escritos en estricta soledad, lo que no es el caso de este. Las ideas que espero mancillen algunas de sus páginas han ido surgiendo a lo largo de una conversación entre amigos que ya ha durado décadas. Quiero agradecer los estímulos que las hicieron nacer -ya que no endosar la paternidad de las mismas- a Javier Corcuera y a Patxo Unzueta, que me han ofrecido además un decisivo apoyo logístico al poner a mi disposición sus archivos personales. Y hago constar mi tardía e inútil gratitud a aquel con quien cada día que pasa va acrecentando mi deuda: Gabriel del Moral Zabala. Diez años después de su muerte, Gabriel, el primero de nosotros que pasó de la resistencia nacionalista contra el franquismo a la resistencia democrática al totalitarismo, sigue siendo el maestro que va siempre conmigo y el censor ideal a cuyo juicio implacable someto mis borradores.