USA
Jueves, 22 de agosto de 1996.
El vuelo de Delta (109 Y) despegó de Madrid-Barajas a las 14 horas, 31 minutos y 55 segundos, según mi cronómetro.
Y acaricié la fallida carta…
¿Por qué no la había echado al correo? El aparato ascendió al nivel de crucero (33 000 pies) en poco más de catorce minutos.
«¿Otra vez los viejos miedos?».
Temperatura exterior: 56 grados centígrados bajo cero. Viento en cara: 98 kilómetros por hora.
«¿O fue la intuición?».
Distancia y tiempo de vuelo estimados a Atlanta —primera escala—, 4322 millas y ocho horas y treinta minutos, respectivamente.
«¡Y sin poder fumar!… ¡Malditos "gringos" inquisidores!».
No supe responder…
Sencillamente, en el último minuto, «algo» me impulsó (?) a no hacerlo.
Y la breve nota, dirigida a Ricky, me acompañó a USA.
En ella, como hiciera con los Spain, le notificaba que era periodista y que preparaba un libro sobre la población «A», solicitando su colaboración.
¿Quise abonar el terreno?… ¿Adelantarme al Destino (?)?
¡Pobre tonto! ¿Cuándo aprenderé? «Quizás es mejor así…».
Y continué escribiendo en el inseparable cuaderno de campo…
«Nunca me gustaron las mentiras… Quizás pueda explicárselo en persona… ¿En persona?».
Y fui a perderme en otra grave inquietud. Una zozobra que no me soltaría en todo el vuelo.
¿En persona?… Primero tenía que localizarla… Sí, disponía de una dirección, pero ¡de 1981!…
Quince años eran muchos… Podía haber muerto… (?)
¿Por segunda vez?
¡Qué tonterías estaba pensando!
Podía vivir en otra dirección… En otra ciudad… En otro país… En otra región del universo…
«¡Y dale con las estupideces!… ¿O no son tales?…». Y Blanca, intuyendo mi intranquilidad, me cogió la mano, suplicando calma.
Imposible…
«¿Cómo me las arreglaré para dar con ella?…».
En Daytona, primera etapa del viaje, no conocía prácticamente a nadie. Era la segunda o tercera vez que la visitaba…
«¿Recurrir a la policía?… ¡Ni hablar!…».
Y dejando el problema en manos del Destino (?) —algo ocurriría o se me ocurriría—, me dediqué a examinar la segunda cara del dilema.
«Bien, supongamos, que es mucho suponer, que la localizo… ¿Cómo entrar en materia?… ¿Qué decirle?… ¿Le expongo la verdad sin rodeos? Mejor dicho, la supuesta verdad… Lo más probable es que me mande a hacer gárgaras… ¿O quizás no? Cómo reaccionaría una persona normal si alguien le pregunta en serio: "¿Es usted extraterrestre? Dígame: ¿Se metió en el cadáver de un ser humano? ¿Cómo lo hizo? ¿Por qué?"…
»"¿Es cierto que vivió un romance con un ingeniero español?"
»"¿Reconoce usted que un ovni se colocó sobre el automóvil en el que viajaban?"
»"¿Por qué y cómo 'desapareció' sin dejar rastro?"
»"¿Podría mostrarme la herida de su pierna derecha?"…
»Lo dicho: puede darme con las puertas en las narices. Y con razón…
»Es más: si Ricky es y no es humana, lo lógico es que lo niegue todo.
»¡Vaya panorama!».
Y la zozobra fue retorciéndose. Y el sentido común alzó de nuevo la voz, recriminándome aquella aparente «locura». Y fue inevitable: terminé cayendo en una mezcla de escepticismo, impotencia, reproche continuado y tímido «si» al caso Ricky.
«¿Y si todo fuera un espejismo?… ¿Habré sido víctima de un engaño?… ¿Será el ingeniero un agente de la CIA?…
»Imposible… ¡Es comunista!…
»Además, de ser un montaje, al segundo o tercer interrogatorio habría entrado en contradicción…
»¿Y si es un experto?
»No, el ingeniero solo sabe de negocios, mujeres y cocina…
»¡Dios mío!… ¿Qué hago yo en este avión?».
Atlanta.
17 horas (local).
Escala técnica.
¿Otra casualidad? Lo dudo…
Y el Destino (?) dio una vuelta de tuerca…
Mientras aguardábamos el siguiente embarque, alguien se aproximó a Blanca. Y se identificó como Carmen. Volaba también desde Madrid. Era una española, residente en Daytona.
Al parecer —¡qué casualidad!—, reconoció a mi mujer por unas fotos que había visto tiempo atrás. Unas imágenes que le mostró Leire, la hija mayor del Blanca, durante una estancia de estudios en la mencionada ciudad de Florida. Leire y el hijo de Carmen —de nuevo la «casualidad» (?)— eran amigos…
—¡Qué casualidad! —exclamaron al unísono las mujeres, lógicamente desconcertadas.
¿Casualidad?
Y servidor, intuyendo «algo», se puso en guardia. Pero, obviamente, guardé silencio.
Y el Destino (?), como digo, prosiguió su paciente y minuciosa «obra»…
Horas después, al tomar tierra en Daytona, conoceríamos a la familia de Carmen al completo. Y allí, en el aeropuerto, en el «momento justo», apareció Andrés Goyanes, el hijo de la providencial pasajera. Una pieza decisiva en el imparable «engranaje» de esta, en apariencia —solo en apariencia—, «loca» historia…
Y me pregunto:
«¿Qué hubiera sucedido de haber emprendido el viaje en otra fecha?… ¿Por qué volamos "justamente" con aquella compañía norteamericana?… ¿Era "normal" que fuéramos a coincidir con esta española?…».
Desde un punto de vista estrictamente científico, el cúmulo de parámetros necesario para que Carmen y nosotros viajáramos en el mismo avión era, sencillamente, astronómico…
¿«Sutilezas» de mis «primos»?
Francamente, así lo creo. ¿Cómo entender si no lo que ocurrió después?
Y de ese «causal» (?) encuentro surgiría una amistad que, en cuestión de horas, me proporcionaría unos muy «especiales frutos»…
Andrés, experto en informática, hizo buenas migas con mi hijo Satcha, ingeniero en computadoras. Y amén de facilitarnos los trámites para la puesta en marcha del máster que debía cursar el joven Benítez, aceptó encantado una insólita propuesta: ayudarme a localizar «una aguja en un pajar»…
¿Por qué pensé en Andrés Goyanes?
Seguramente —¡menos mal!— obedecí a la intuición…
Aquel era el «instrumento». No debía darle más vueltas…
Y recordé divertido y perplejo —es difícil acostumbrarse al implacable «marcaje» del Destino (?)— Lo anotado poco antes en el cuaderno de «bitácora»:
«… Algo ocurrirá o se me ocurrirá…».
Y así, misteriosamente, sin brusquedad, la investigación se encarriló por las excelentes —casi mágicas— vías de Internet.
Y a los dos días, las consultas empezaron a cuajar.
Los datos proporcionados por organismos como Búsqueda Profesional e Intensiva de Desaparecidos y Sociedad para la Investigación de lo Inexplicable, entre otros, fueron decisivos.
La localización de Ricky estaba en marcha.
Domingo, 25.
Para mi sorpresa, Andrés me facilitó una lista de apellidos, iguales al de la supuesta alienígena. Todos disponían de teléfono «no privado».
Lo extenso de la relación, sin embargo, me desalentó. El apellido en cuestión se hallaba repartido por la nación.
Paciencia. Esa era la clave…
Y estrechamos el cerco.
Primero, una revisión minuciosa de los nombres y apellidos «gemelos» existentes en el estado que figuraba en mi agenda. Después, la misma operación, pero sobre la gran metrópoli.
Y respiramos aliviados…
Los que coincidían con los de la bella desconocida quedaron reducidos finalmente… ¡a ocho!
«¡Ya es nuestro!».
Pero no…
Como una maldición, la calle que me servía de referencia, y que constaba en el bloc de anillas, no acompañaba a ninguno de estos ocho usuarios.
Imaginé lo peor.
«Quince años es mucho tiempo… ¿Estamos equivocados?… Quizás estos apellidos no guardan relación con el que busco… Quizás Ricky vive ahora en otro lugar… Pero ¿dónde?…».
Y pensé en actuar sin contemplaciones, tirando por la «calle de en medio»:
«Iré marcando cada uno de los números…».
Mi fiel y buena estrella no me abandonaría.
«Seguramente, al descolgar, "aparecerá" (?) la protagonista de esta historia…».
En el fondo, ni yo lo creí. Pero había que hacer algo…
Presentía que estaba cerca. Muy cerca…
¡Ya lo creo que lo estaba!…
Pero todo tiene «su momento» y su proceso previo…
Andrés, sin perder la calma, sugirió otra alternativa… más racional.
Solicitó al ordenador la relación de individuos y razones sociales o comerciales establecidos en la calle que obraba en mi poder y en la que, supuestamente, residió Ricky en 1981.
Y los temores se confirmaron.
Quince años no eran una broma…
Al revisar el centenar de usuarios comprendimos que estábamos como al principio: Ricky no figuraba en dicha dirección.
Y me eché a temblar…
Y ahora… ¿qué? Nuestro «objetivo», en efecto, podía estar viviendo en cualquier punto del país… o del extranjero.
Sin embargo, no me rendí. Y esa «fuerza» desconocida (?) que surge en los momentos decisivos me envolvió, levantándome por encima del aparente fracaso.
«Empecemos de nuevo…».
Quizás habíamos descuidado algún «detalle».
Pero ¿cuál?
Y de pronto, al estudiar por enésima vez la «ficha de policía», reparé en «algo» que, efectivamente, no tuvimos en cuenta.
No era gran cosa, pero…
Y al cotejarlo con la información que acompañaba a los ocho apellidos seleccionados creí ver una débil luz.
Andrés y yo nos miramos…
—Podría ser… —murmuró mi compañero sin alterarse.
¿Y la inesperada (?) pista redujo los «candidatos»… ¡a dos!
Y empecé a rezar.
Ese «algo» que había pasado inadvertido era el código postal que «alguien» —mágica y providencialmente— dejó escrito en el viejo «libro de huéspedes»…
Si la norteamericana seguía viviendo en la misma ciudad, aunque hubiera cambiado de domicilio, los primeros dígitos de dicho código tenían que ser idénticos. Y el Destino (?) se destapó…
«Casualmente», de los dos usuarios cuyos códigos casi coincidían con el reseñado en 1981, solo uno presentaba una inicial, exactamente igual a la del nombre de Ricky.
¿Casualidad? Lo dudo…
Eran las 14 horas.
Y aunque es una práctica corriente en USA, «aquello» me extrañó: el «finalista», el «gringo» seleccionado, no hacía constar su dirección. Tan solo la ciudad, el estado y el salvador código…
¿Por qué me extrañó? No sabría explicarlo… Sin embargo, algún tiempo después, creí entender aquella sutil, pero nítida «sensación» (?).
Todo, en efecto, tenía su «porqué» en esta tortuosa y fascinante aventura…
Y llegó la hora de la verdad.
Teníamos un teléfono, una posibilidad…
¿Qué hacíamos?
¿Marcábamos sin más?
¿Y qué decir? ¿Cómo atacábamos el delicado asunto?
Se impuso entonces una cierta lógica (?).
Lo primero era lo primero…
«¿Se trata de Ricky? ¿Estamos realmente ante la "turista" que visitó España en 1981?
»Si la interlocutora (?) responde negativamente, ¿a qué seguir?…».
Andrés, que solo conocía parte de este laberinto, no captó —creo— el miedo que empezaba a asfixiarme.
«¿Miedo? ¿A qué?».
Tampoco he sido capaz de aclararlo. Sin embargo, allí estaba, agarrotándome como en los peores momentos…
«¿Pánico a que sea la auténtica Ricky?… ¿A que niegue su estancia en la población "A"?… ¿O es miedo a la verdad?…».
Como digo, no supe o no quise explicarlo.
Y un tropel de ideas se unió al sigiloso terror, inutilizándome.
«Muy bien… Supongamos que hemos hecho "bingo"… Aceptemos que es Ricky… Digamos que sí, que confirma su visita al sur de España… Y luego, ¿qué?… ¿Cómo me las ingenio para que me reciba? ¿Qué diablos le cuento?…
»No puedo alertarla, ni insinuar la verdadera razón de la llamada… No por teléfono…».
Y el instinto (?) trabajó con rapidez.
«No puedo demasiadas alternativas». Me decidí por la inofensiva mentira enviada a los Spain:
«Como escritor, necesito conocer sus impresiones sobre la referida población "A".»
¿Lograría persuadirla? ¿Se mostraría conforme? ¿Aceptaría de buen grado mi presencia?
Y descabalgado por la tensión, tuve que rogar a mi compañero que «recibiera al toro» y que «le administrara los primeros capotazos de tanteo»…
Fue a marcar el número telefónico.
Aquellos diez dígitos me parecieron interminables…
Lo pactado previamente con Andrés era sencillo… En teoría: corroborar si estábamos ante la persona que nos interesaba.
Eso era vital. Prioritario.
Después, en caso de «bingo», yo tomaría el relevo…
Y todo dependería de mi habilidad y —¡cómo no!— del Destino (?).
Y confié…
Y me puse en manos de la «fuerza» (?) que siempre me acompaña…
Silencio.
Andrés, imperturbable, se ajustó las gafas.
E inspiré hondo.
Pero no logré zafarme de la angustia…
Silencio.
«¿Qué ocurre…?».
Y supuse que habíamos llamado en un mal momento.
«¿No hay nadie en la casa?».
Y con los nervios envarados, lo acosé con la mirada.
Silencio.
«¿Qué pasa?… ¡Oh Dios!… Por favor, ¡responde!».
De pronto, alzando la mano, solicitó calma.
«¿Calma?… ¡Ojalá!…».
Y observé cómo se concentraba, prestando atención a «algo»…
«¿Por qué no habla?».
Y el silencio en la habitación 212 del hotel Aku-Tiki se convirtió en plomo.
Andrés parpadeó. Parecía dudar.
Finalmente, saliéndome al encuentro, movió la cabeza… anunciando un «no».
«¿No?… ¿A qué?… ¿Por qué?… ¿Ha equivocado el número?».
Instantes después, al ver cómo colgaba el auricular, me vine abajo.
—¿Qué sucede? —estallé.
Pero mi amigo —ausente— no respondió…
—¡Andrés!
Y por toda respuesta, sin mirarme, presentó de nuevo la palma de la mano izquierda. Y agitándola suavemente demandó lo único que no tenía: calma.
—¡Maldita sea!…
Y repitió la operación, marcando el número que ambos conocíamos de memoria.
«¿Un error?… Sí, seguramente…».
Y me agarré al supuesto como un náufrago a una tabla.
Silencio.
Y otra vez aquella automática concentración.
«Pero ¿qué pasa?…».
Silencio.
Y el instinto (?) me previno.
«Algo no va bien…».
Andrés, frunciendo el entrecejo, confirmo el negro barrunto.
Contrariado, colgó el aparato.
Silencio.
Y me negué a preguntar.
«¿Para qué?… Ya conozco la contestación… Este teléfono nada tiene que ver con Ricky… Enésimo fracaso… ¡Y vuelta a empezar!».
Naturalmente, me precipité… una vez más. La intuición no había errado. Fui yo quien no supo interpretarla correctamente.
Andrés terminó encogiéndose de hombros, quebrando el doloroso silencio con dos palabras que me resucitaron… en parte:
—Un contestador.
![](/epubstore/B/J-J-Benitez/Ricky-B-Una-Historia-Oficialmente-Imposible/OEBPS/Images/Imagen36.jpg)
Adrés Goyanes. ¿Otra casualidad en esta investigación? Lo dudo… (Foto J. J. Benítez).
Y simplificó.
—En la cinta se escucha la voz de un hombre… cantando las cifras del teléfono.
Debió de notar mi confusión. Y remachó:
—No hay duda… Lo he confirmado en la segunda llamada.
—¿Un hombre? ¿Cantando?
Pero el amigo, lógicamente, no pudo satisfacer mi agitada curiosidad.
«Entonces, si el número era correcto, ¿qué ha sucedido?».
E imaginé lo peor.
«La inicial del nombre y el apellido corresponden a un varón».
De ser así, adiós a la endeble esperanza…
«¿Y si fuera un familiar o un amigo? ¿Podía tratarse, incluso, del marido?… ¿Ricky casada?».
Y la angustia me arponeó el estómago.
Si «aquello» era otra «frivolidad» del Destino (?), sinceramente, no le veía la gracia…
«Y ahora ¿qué? ¿Dónde se supone que estamos?… ¿Al principio?… ¿Al final… o en ninguna parte?».
¡Dios bendito! ¡Y luego dicen que el pescado es caro…!
Discutimos.
El esforzado Goyanes —que llegó a tomar el reto como algo personal— defendía la idea de repetir la llamada y dejar un mensaje en el maldito contestador.
Recelé.
Eso significaba «avisar».
Si en verdad me hallaba en el buen camino, si aquel era el teléfono de Ricky y si la norteamericana era una supuesta alienígena, podía sospechar… y «desaparecer» (?) de nuevo.
Andrés, perplejo ante tanta imaginación (?), negó con la cabeza. Y me devolvió a la realidad.
—Solo se trata de un mensaje… Algo aséptico…
Y aunque reconocí que llevaba razón, el instinto —a mis espaldas— continuó susurrando:
«¡Ojo!… Ricky puede ser… y no ser humana…».
Pero venció la sensatez (?).
«¿Por qué doy por hecho que la mujer es una alienígena?… Eso está por comprobar».
Y me uní a la razonable proposición.
Y al «otro lado», en la lejana metrópoli, quedó grabado un sencillo, inocente y escueto recado:
«… Soy fulano de tal… Escritor… Vivo en España, aunque ahora me encuentro en Estados Unidos… Trato de localizar a… Volveré a llamar… Un saludo».
Y encarnado el «cebo» optamos por dar tiempo al tiempo…
16 horas.
La misma habitación e idéntico nerviosismo, aunque algo apaciguado por la decepción que llevaba puesta.
«Probablemente, aquel número no era el de Ricky…».
Y el Destino (?), brutal en ocasiones, actuó sin miramientos.
Esta vez casi no hubo silencio ni tensa espera…
«Aquello», sencillamente, nos pilló desprevenidos. ¡Dios santo!…
¿Cómo transmitirlo? ¿Cómo describir semejante susto?
Y Andrés, con gesto cansino, pulsó los dígitos por cuarta vez.
Y antes de que acertara a sentarme frente a él… ¡sorpresa!
—¡Buenos días!
El súbito e inesperado saludo de mi amigo me convirtió en estatua.
Al parecer, alguien se había dado especial prisa en atender la llamada. El timbre pudo repiquetear —con suerte— un par de veces…
Fue extraño… Sí, muy extraño.
Y entonces lo pensé… Y ahora también:
«Parece como si estuvieran esperando… ¿Es que "sabían" que, tarde o temprano, acabaría llamando?».
¿Intuición? ¿Fue el «ángel» (?) que siempre camina de puntillas?
¿O es que el «plan» seguía su curso… inexorablemente?
Y Andrés, en inglés, formuló la pregunta capital.
—¿Es el teléfono de fulanita de tal…?
Y servidor, de piedra, sin habla y sin corazón, empecé a desmoronarme.
Silencio.
E incrédulo preguntó de nuevo.
—¿Es usted fulanita de tal…?
Me estremecí.
«¡Está dirigiéndose a una mujer!».
—¿Seguro? —insistió.
Silencio.
Y el corazón, sin previo aviso, se puso al galope…
Y comprendí.
«Si la respuesta al primer interrogante hubiera sido negativa, mi amigo no habría planteado el segundo…».
Y terco —maravillosamente terco—, quiso confirmar la identidad de su interlocutora por tercera vez.
—¿Hablo con…?
Silencio.
Y aunque el atropellado corazón gritaba «¡SÍ!», en mi mente —no sé por qué— apareció un despiadado y gigantesco «¡NO!».
«No… No… No soy Ricky…».
Pero todo se hallaba atado y bien atado…
Y levantando la mirada, sin terminar de creérselo, mi amigo me obsequió con una generosa y significativa sonrisa.
Y lo supe.
«¡Bingo!».
Y Andrés, afirmando con la cabeza, me desató.
«¡Bingo!».
¡Era ella!
Y estallé.
Y como un niño, sin medida ni control, alcé brazos y rostro hacia el techo cerrando y agitando los puños.
«¡Merdi vienne… "Abuelo"!… ¡Eres grande!… ¡El más grande!».
Y salté sobre la cama… Y bajé y volví a saltar…
«¡¡Es ella!!».
Y Andrés, como pudo, reanudó la conversación con Ricky.
«¡Oh, Dios!… ¡Es Ricky!».
Y de pronto, con la respiración desbocada, me di cuenta: era mi turno.
Tenía que serenarme.
Pero ¿cómo?… «Aquello» había sido mortal…
¡No podía creerlo!… ¿Cómo era posible?… ¡Acabábamos de encontrar a la «gringa»!…
Pero ¿así?… ¿Sin más?… ¡A la primera!
No, «aquello» no era normal…
¿Casualidad? Lo dudo…
Y en aquellos críticos momentos, cegado por aquel «premio gordo», no supe valorar el notable esfuerzo previo. Aun así, continúo preguntándome:
«¿Meticulosa "planificación"?».
Y del inglés, Goyanes pasó al castellano.
Esquivando la impaciencia que brotaba a borbotones por todos los poros de este perplejo y desarmado investigador, ajustándose con frialdad a lo convenido, fue a presentarme, explicando el motivo de la llamada.
Silencio.
Y fui consciente de la gravedad del momento.
«¿Aceptará?».
Y Andrés, cargando el énfasis, me puso por las nubes…
Pero la mujer, inexplicablemente (?) —así lo detallaría mi amigo poco después—, cortó la exagerada columna de incienso, replicando breve y rotunda.
Y hoy sigo sin entenderlo… ¿O sí?
Y Andrés, perplejo, me cedió el auricular.
—Dice que muy bien —balbuceó.
Y al tratar de hablar, me perdí. Y enredado en los nervios solo acerté a emitir unos torpes y severos monosílabos…
Y ocurrió «algo» desconcertante.
Como si pudiera leer dentro de mí, adivinando (?) la intensa emoción que me sujetaba, aquella voz —dulce, templada y segura— fue calmándome. Dirigiéndome. Animándome…
Y despacio, inexorablemente, me gobernó. Y lo hizo con sencillez. Como si me conociera de toda la vida y echando mano de los más simples recursos:
—Disculpe usted… A mí tampoco me gustan los contestadores. Me encanta España. Sea bienvenido a Estados Unidos… Estoy a su disposición… Dígame… Perdone mi mal español… ¿Quiere que hablemos en inglés? Naturalmente que voy a ayudarle… Tranquilo…
Sí… ¡asombroso!
Pero, como un estúpido, recuperado el talante, en lugar de ir a lo que importaba, me desvié con una pregunta innecesaria.
—Entonces ¿es usted Ricky?
Y la voz, con infinita paciencia, sin alterarse, respondió afirmativamente.
Y me senté. Y volví a levantarme…
Y, con los nervios, el auricular casi resbaló entre los dedos.
¡Dios bendito! ¿Cómo hacerlo? ¿Cómo decir que aquel fue, sin duda, uno de los instantes más intensos de esta fascinante aventura? ¿Cómo dibujar el temblor, la alegría, la sorpresa y la emoción al escuchar aquella voz?
Después de tanto tiempo, esfuerzo, angustia y dudas… ¡allí estaba!
Sencillamente, ¡allí estaba Ricky!
Y volví a tropezar en la misma estupidez.
—¿Seguro que es usted…?
Y mi amigo y Ricky rieron al unísono.
Y la risa de la mujer, transparente y contagiosa, me cautivó.
Y a partir de esos momentos, todo fue «sí».
«Sí» a mis deseos de entrevistarla.
«Sí» a prestar su colaboración en el supuesto libro.
«Sí» a visitarla en su casa.
«Sí» a lo que fuera necesario…
¡Increíble!
A decir verdad, una sospechosa cadena de «síes»…
No, «aquello» no era normal.
Y, perplejo, me pregunté entonces… y ahora:
«¿A qué obedece tanta cordialidad y tan rotundos síes? ¿Por qué no formula una sola pregunta? ¿Por qué no capto la menor señal de recelo?».
No, aquella actitud no era lógica.
Ricky, a fin de cuentas, no sabía nada de aquel extranjero, supuestamente escritor y supuestamente interesado en un remoto y humilde pueblo español…
¿O sí «sabía»?
«¿Por qué ha aceptado sin vacilación?… Y, sobre todo, ¿por qué no ha titubeado al exponerle que la entrevista debía ser personal ¡y en su domicilio!».
No, «aquello» no era lo acostumbrado entre los desconfiados «gringos»…
Y tuve… y tengo… un presentimiento (?):
«Ella lo sabe… "Ellos" lo saben…».
Y voy más allá:
«¿Me esperaba?… ¿Me están "dirigiendo"?… ¿Qué papel desempeña en realidad este ingenuo investigador en todo esto?».
Sé que estas impresiones (?) no son —o no parecen— científicas y racionales…
¡Pues a la mierda la ciencia!
Como ya se ha visto —e iremos viendo—, «sensaciones, intuiciones y presentimientos» (?) resultarían tan sólidos y elocuentes como los hechos objetivos. Quizás más…
Y Ricky, siempre respetuosa y acogedora, me dejó hablar.
Pero, de pronto, cuando trataba de justificarme, enumerando las excelencias de la población «A», me interrumpió. Fue la única vez. Y lo hizo con un comentario que se deslizó veloz en mi subconsciente. Una alusión a un personaje que tenía olvidado…
¡Spain!
El médico —eso afirmó— la había advertido (!)…
¡Ricky estaba al tanto!… ¡Conocía mis intenciones de escribir un libro sobre la referida población «A»!
Según dijo, Spain se lo adelantó por teléfono nada más recibir mi carta.
Y en esos atropellados instantes no reaccioné.
¡Menos mal!
De haberlo hecho, quizás hubiera resbalado…
No obstante, nada más colgar, me vi martilleado por una insistente «idea» (?):
«¿Por qué al médico le faltó tiempo para entrar en comunicación con su compañera de andanzas?
»En la carta no la mencionaba…».
Y una vieja sospecha siguió echando raíces.
«¡Spain!…».
«¿Puede ser uno de "ellos"?… ¿Cómo "desapareció" aquel 29 de noviembre de 1981? ¿Por qué abandonó a su compañera de apartamento? ¿O no fue así?… ¿Continuó "cerca" de ella?».
Y creí entender por qué la segunda misiva —destinada a la supuesta alienígena— nunca fue echada al correo…
«¿Qué necesidad había?… Ricky, como digo, estaba informada».
Y guardé un prudente silencio, no prestando atención —aparentemente— al comentario de la norteamericana sobre el «diligente» Spain. Pero el «aviso» fue procesado de inmediato…
Y la intuición (?) le puso «voz»:
«¡Ojo!…¡Peligro!».
Y hubiera deseado hacerle mil preguntas…
«¡Dios!… ¡La tengo al alcance de la mano!».
Y ella, cordial —excesivamente cordial (?)—, quizás habría respondido… ¿O no?
Pero «alguien» (?), con dedos de hierro, estranguló la tentación.
No había llegado la hora…
Y el corazón de la historia —la verdad sobre su hipotético origen «no humano»— quedó temporalmente congelado…
Y fue en esos postreros momentos, al intentar amarrar los detalles que debían conducirme a ella, cuando pronunció el único «no».
Un «no» suave, pero firme.
No sé bien por qué lo hice, pero, casi al final de la intensa charla, solicité su dirección. Aquello formaba parte de la logística, de los detalles previos a la ansiada reunión. Quizás fue consecuencia de la deformación profesional…
Si en el último instante se negaba a la entrevista, disponiendo de la dirección, siempre quedaba el recurso de presentarse en su casa… por sorpresa.
Una idea arriesgada, lo sé, pero que ya había dado sus frutos en otras peripecias…
Pero, como digo, se negó en redondo.
—Dejémoslo para más adelante.
Y aunque no lo entendí, acepté, claro está…
Y hoy me asalta otra duda:
¿Por qué se negó? ¿Por qué, sin embargo, días más tarde, aceptaría gustosa y sin reparos la petición de que escribiera dicha dirección, de su puño y letra, en mi cuaderno de campo?
¿«Sabía» lo que ocurriría meses después en el Yucatán? ¿Estaba enterada de la importancia de aquellas líneas manuscritas y de lo que podían revelar a los peritos grafólogos?
Obviamente, de haber aceptado, si yo hubiera tomado en esos momentos el nombre de la calle y el número de la vivienda, no habría sido lo mismo…
Y no puedo por menos que admirarme.
Pero estoy cayendo en el vicio de adelantar los acontecimientos…
Y la despedida fue igualmente… ¿cómo definirla?
¿Curiosa? ¿Desconcertante? ¿Anormal?…
—Queda en paz con el universo.
Sí, es posible que solo fuera una fórmula. Pero ¿por qué consiguió que me estremeciera?
¡Qué extraña sensación!
Y al interrogar a Andrés, entre divertido y feliz, ratificó que, en efecto, la conversación no fue un sueño.
¡Dios mío! ¡Acababa de hablar con Ricky! ¡La había localizado!
Lo que parecía casi imposible se convirtió en realidad… y de la forma más simple y natural.
Tuve un recuerdo para el ingeniero. A él, quizás, le hubiese gustado estar en mi lugar…
Y Andrés se mostró conforme conmigo:
—El comportamiento de Ricky no es usual entre los esquinados «gringos».
Y durante un tiempo contrastamos opiniones.
No, «aquello» no era normal.
¿Por qué no preguntó? ¿Era admisible tanta facilidad?…
Servidor, después de todo, es un perfecto desconocido en USA.
¿Era habitual que una ciudadana norteamericana aceptara recibir en su casa a un extranjero al que no conoce?
¿Por qué el olvidado Spain la advirtió? ¿Seguían en contacto después de tantos años?
¡Spain!
¿Y por qué no culminar la jornada?, ¿por qué no llamarle también?
Dicho y hecho.
Y la «fortuna» (?), nuevamente de cara, nos sirvió al médico en bandeja…
¡Increíble!
Parecía como si se hubieran puesto de acuerdo…
La voz de Spain respondió al instante. Nada más marcar.
«¡Qué raro!», pensé.
¿Casualidad? Lo dudo…
Estábamos en agosto. En plenas vacaciones. Y, para colmo, en domingo…
No, «aquello» no era normal…
Y amabilísimo (!), reconoció haber recibido mi carta y haber visitado la población «A» en 1981.
Y el instinto (?) —no sé por qué— me previno.
Y silencié la reciente conversación con Ricky.
Aún así, Spain me sorprendió…
¡Qué curioso!
Si Ricky fue cordial… Spain mucho más.
Si Ricky parecía conocerme de toda la vida… Spain no le iba a la zaga.
Si Ricky no hizo preguntas… Spain tampoco.
Si Ricky dio facilidades… Spain las regaló en cada frase.
Si Ricky respondió a la llamada con especial celeridad… Spain exactamente igual.
Si Ricky prometió colaborar en el libro… Spain fue incluso más allá: podía contar con fotografías suyas.
¿No eran muchas coincidencias? ¿Qué estaba pasando? ¿Quién era realmente aquel médico?
Y lo más alarmante: ¿por qué el «solícito y bondadoso» Spain no mencionó a Ricky en ningún momento?
¡Qué curioso!
Si sabía de mi interés por los extranjeros que habían conocido el pueblecito español, y le faltó tiempo para advertir a su amiga de mis intenciones, ¿por qué no hizo alusión a su compañera? También era una fuente de información…
Pues no… ¡Ni palabra!
Y el instinto (?) volvió a disparar las alarmas…
«Aquí ocurre "algo" raro».
Y le seguí el juego.
Y hoy, a finales de julio de 1997, tal y como imaginé, a pesar de las reiteradas promesas, continúo esperando fotos y comentarios…
Y sé que nunca llegarán.
¿Intuición?
Probablemente.
Y por un momento —casi al final de la charla— contemplé la posibilidad de viajar al norte y visitarlo. Pero «alguien» —quizás esa «fuerza» invisible, puntual e implacable— dijo «no».
«Tiempo habrá para investigar al segundo y no menos enigmático personaje.
»Ahora, Ricky tiene prioridad».
Y aquella noche, al ordenar los acontecimientos del día, escribí en el cuaderno de campo:
«… He tenido suerte (?), pero el caso, lejos de esclarecerse, se ha oscurecido de repente…».
Y matizo:
¿Suerte?
No, el término no es riguroso. Más bien me inclino por lo de siempre: minuciosa «planificación»… por parte de «ellos».
Y en las horas que siguieron al «histórico» domingo, al examinar con lupa estos sucesos, fui convenciéndome… un poco más.
«¡Qué precisión!… ¡Qué control!».
Y ese convencimiento me arrastró a algo peor.
«¿Qué me reserva el Destino (?)?… ¿Qué me aguarda en la gran metrópoli?… ¿Quién es realmente Ricky?».
Y un familiar «fantasma» llamó a la puerta de nuevo.
«¡Ricky!».
Y no pude evitarlo…
«¿A qué clase de ser me enfrento?».
Y se instaló a sus anchas…
«¿Humano?».
Y fui retrocediendo y retrocediendo…
«¿Es uno de "ellos" con apariencia humana?».
Y luché, sí, pero la «fiera» era poderosa…
«Todo marcha mejor de lo esperado —repetía en un vano empeño por expulsarla—. Al tercer día de tu llegada a USA ya has logrado lo más difícil…».
Pero el oscuro «inquilino» se hizo carne y sangre.
«¡Oh, Dios! ¡Otra vez no!»:
Y el miedo me derrotó…
«¡Sí… miedo!… ¡Ese "huésped" indeseable…!».
Y en las siguientes jornadas se hizo dueño.
El solo nombre de Ricky, su imagen, su voz o el recuerdo del obligado encuentro con ella, desencadenaban un cataclismo interior y un pánico destructor.
«¡Dios de los cielos!
»¿Cómo entenderlo después de tantos años?… ¿Después de haber interrogado a más de diez mil testigos ovni?».
Ese, quizás, era el problema…
«¿Testigo ovni… o mucho más? ¿Cómo clasificarla?… ¿Dónde se halla la raíz de este terror?».
Y la respuesta —demoledora— fue siempre la misma:
«Ricky no es un testigo más… ¡Ricky puede ser uno de "ellos"! ¡Uno de "ellos"! ¡Uno de "ellos"!».
En veinticinco años de investigación, jamás tuve la oportunidad —que yo sepa (?)— de ver a uno de estos «seres», de dialogar cara a cara con «ellos»…
Ahora, sin embargo, los indicios y la intuición (?) me decían que «sí», que estaba «muy cerca»…
«¡Uno de "ellos"!».
Y el presentimiento (?), como digo, engendró el miedo.
Pero no fue un pánico… ¿cómo definirlo?… aparatoso. No me desmanteló exteriormente, como sucediera en España, poco antes de la partida hacia USA.
Esta vez me consumió por dentro…
Y aunque creo que nadie lo percibió, el deterioro fue tal que terminé adoptando una firme y, a todas luces, lamentable decisión:
«Retrasé… indefinidamente… el viaje a la gran metrópoli».
Y naturalmente, me justifiqué…
«No estoy preparado… Necesito más información. Primero debo investigar el supuesto accidente de autobús…».
Y otra «voz» (?), al mismo tiempo, denunció la verdad:
«No puedo, no quiero entrevistarme con esa "mujer" (?).»
Y entonces, y también ahora, me costó comprenderlo…, y aceptarlo.
Sé que no había justificación.
«¡Por supuesto que estoy preparado!».
La realidad era otra…
Sencillamente, me asusté.
¡Cuán engañosas son, a veces, las apariencias! No es cierto que la experiencia le vacune a uno contra todo…
Y Blanca, desconcertada, asistió a un demencial cambio de planes. En lugar de actuar con lógica —es decir, aprovechar la estancia en Estados Unidos para visitar a Ricky—, le anuncié nuestra próxima salida… ¡hacia México!
Pidió explicaciones, claro está…
Pero, deseando únicamente poner tierra de por medio, guardé silencio.
—¿Y qué hacemos con Ricky? Ha prometido recibirte.
Me refugié en la falsa excusa del autobús.
Y Blanca, obviamente, protestó. Y suplicó…
Pero el terror había ganado la partida.
Y me aferré ciegamente a la segunda etapa de viaje…
De acuerdo con lo planeado, una vez localizados Ricky y Spain, deberíamos entrar en el escenario de los hechos e investigar el supuesto e importantísimo accidente de autobús.
Y mi mujer, indignada, me recordó lo que ya sabía:
—Pero si ni siquiera conoces el año del suceso…
Y añadió a quemarropa:
—¡Ni el año ni el lugar! ¡Esa búsqueda, pedazo de idiota, te llevará meses!
¡Dios!… ¿Y cómo explicarle?… ¿Cómo confesar que todo era consecuencia del miedo?…
Bien sabía que el rastreo del «camionazo» era poco menos que imposible…
Y terco, incapaz de reconocer mi debilidad, me distancié de sus sensatos consejos, fijando la partida hacia el Distrito Federal para el sábado, 31 de agosto.
Y en buena medida… «descansé».
«¿Ricky?… No, no quiero saber nada de ella… de momento. Prefiero agotarme en las hemerotecas y en los archivos de la policía azteca a enfrentarme al viaje a la gran metrópoli…
»¡Dios bendito! ¡Cuánto daño y confusión puede provocar el miedo!».
Miércoles, 28.
Al reunirme con Marta, en el sur, la angustia se enfrió (?). Y el estruendo interior pareció ceder.
Pero solo fue un espejismo…
Y fui a centrarme en algunos de los detalles que habían quedado descolgados en España. Sin embargo, las sucesivas entrevistas con la dueña de los apartamentos de la población «A» fueron menos provechosas de lo que esperaba.
Marta no dudó.
Al mostrarle las identidades y direcciones de Ricky y Spain, reseñadas en el libro de huéspedes, negó con aplomo.
No, aquella no era su letra y tampoco la de su exmarido.
—¿Entonces…?
Pero no supo ir más allá.
Y en el aire flotó una hipótesis:
«La ficha en cuestión pudo ser cumplimentada por uno de los supuestos "turistas". Quizás por los dos…».
A Marta le pareció rara… Al menos, poco usual.
Y me explico.
En 1981, tanto ella como Tom hablaban y escribían inglés correctamente. Lo lógico, por tanto, como sucedía con el resto de los registros del célebre bloc de anillas, es que las ocho líneas hubieran sido escritas por los dueños…
Algún tiempo después, esta insignificante (?) «pieza» encajaría también en el «rompecabezas».
Y serviría para reafirmar lo dicho:
«Todo atado… y bien atado».
Con el segundo detalle tampoco hubo problema.
Marta examinó la ficha de nuevo y explicó convencida:
—Está muy claro. Aquí lo dice… Spain, efectivamente, se alojó durante catorce noches en los apartamentos… Y el 29 de noviembre de 1981, al verse sola, probablemente por comodidad, Ricky decidió mudarse al número 12 de la calle Prim…
Y las sospechas iniciales se confirmaron.
En lo que ya no estuve de acuerdo fue en los comentarios finales.
«¿Sola?… ¿Por comodidad?».
Francamente, lo dudé…
Pero, lógicamente, no dije nada.
Y la dueña, como ya señaló en su momento, no supo aclarar el cuándo y el cómo de la «desaparición» de la «gringa». Pero coincidimos en algo:
«El irritante "Dic. 2" no puede significar la fecha de la partida».
Y sumó un valioso dato:
—El hospedaje lo pagó Spain… y por adelantado.
Y al igual que el ingeniero y el resto de las personas que conocieron a Ricky, comentó convencida:
—Nunca la vi manejar dinero, ni tampoco cheques o tarjetas de crédito…:
Y salté a otro tema, no menos intrigante…
—¿Novios?
Y la mujer, con su fino instinto, se inclinó a creer que no.
—¿Ricky y Spain, novios? En absoluto…
Y sentenció:
—Aquella era una amistad (?) muy extraña… dormían juntos, sí, pero no se comportaban como amantes… Jamás observé una caricia, un beso, un detalle…
Y fue a revelarme algo que, al parecer, le había confesado la propia Ricky:
—La relación amorosa no era con Spain, sino con un hermano de este.
Días más tarde comprobaría que se hallaba en lo cierto…
Y me pregunté y sigo preguntándome:
«Entonces ¿por qué Spain acompañaba a Ricky?… Si no eran novios, ¿cuál fue el objetivo del viaje?
»Extraño, sí… muy extraño…».
Y la vieja sospecha creció.
Y tras pasar revista por enésima vez a los flacos recuerdos de Marta, busqué la forma de reunirme con Tom, el exmarido.
Pues bien, en esta ocasión, a pesar de los dos días invertidos y de la mediación de la dueña, fracasé estrepitosamente.
Por razones que no he logrado poner en pie, el norteamericano —residente en la misma ciudad en la que trabaja Marta— me esquivó sin cesar.
Estaba claro. No deseaba remover la memoria ni responder a las preguntas sobre los «huéspedes» de 1981…
No tuve opción.
Y la entrevista fue aplazada… de momento.
«¿Qué sabe Tom?… Mejor dicho, ¿qué oculta?… ¿A qué obedece esta inexplicable actitud?… ¿En qué puede perjudicarlo… o perjudicarlos?… ¿Qué había pactado (?) con los supuestos "turistas"? ¿Qué llegó a ver?».
Jueves, 29.
Y aquella mañana, de pronto, el indeseable «compañero» despertó con inusitada violencia.
Y ocurrió lo que, en ocasiones, suele ocurrirme…
Blanca está acostumbrada. Yo, en cambio, no.
Y en un típico arranque, necesitado de una solución que anulara aquel voraz pánico, eché mano de la «cirugía»…
«Tengo que intentarlo… Sí, el "bisturí" será lo mejor… Lo degollaré…».
¡Pobre ingenuo!
Y el remedio fue peor que la enfermedad…
Y Blanca, atónita, me vio marcar el teléfono de Ricky.
«Sí… le haré frente».
Y al teclear fui dándome ánimos.
«… Solo es una "gringa"… Una simple ciudadana que ha visitado España… Algo rara, sí, pero con una dirección, una casa, un teléfono… Debo seguir el consejo: pisa donde pise el buey…».
Y Ricky —¡cómo no!— respondió al primer toque…
Y me descompuse.
Y el supuesto valor empezó a escapar…
La mujer no pareció sorprendida.
«No, "esto" no es normal…».
Y se mostró tan amable, dulce y acogedora como en la ocasión anterior.
Y, definitivamente, me vine abajo…
Pero sucedió… ¡Sucedió de nuevo!
¡Cuán extraño y desconocido es el espíritu humano!
No sé cómo, ni de dónde salió, pero, recobrando momentáneamente la entereza, le adelanté algo que me sorprendió a mí mismo:
—¿Qué tal la semana próxima?… ¿Puede recibirme?
Y aceptó con toda naturalidad y al instante.
Y comprobé que estaba sudando. Era un sudor frío…
Y en aquella pelea desigual, el miedo siguió desarmándome.
«¡Es uno de "ellos"!… ¡Retrocede!… ¡Anula la cita!».
Y Ricky, con aquel desconcertante poder de adivinación, se alió con la voz del miedo. Y me previno:
—Presiento que voy a defraudarle… Mis recuerdos son oscuros… Lamento que haya venido desde tan lejos… para nada.
Y llenando el tono de gravedad añadió muy lentamente:
—¿Seguro que solo quiere hablar de la población «A»?
Pero, torpe como siempre, no tuve reflejos. No supe «leer entre líneas»…
En aquellos críticos momentos me hallaba enredado en mi propia paradoja.
«¿Cómo es posible?… Acabo de posponer el viaje a la ciudad de Ricky y, sin embargo, ¡aquí estoy!… preguntando si puede atenderme… ¡la semana próxima!
»¡De locos… sí!».
Y como un autómata, improvisé:
«No importa que sus recuerdos sean oscuros… Yo la ayudaré…».
Y a pesar del miedo, fui a rizar el rizo en aquel delirante comportamiento.
Y quedé en confirmarle el día de mi vuelo a la gran metrópoli…
Y al colgar creí morir.
«¿Qué he hecho?».
Y la «fiera» se ensañó.
Y lo hizo sin piedad… y con una frase:
«… ¿Seguro que solo quiere hablar de la población "A"?».
Y aquel viejo presentimiento (?) apareció de la mano del terror.
«¿Qué ha querido decir?… ¿Qué estaba insinuando?».
Y solo fui capaz de pensar (?) en una dirección.
«Sí… lo sabe… Sabe la verdad… ¡Ricky es uno de "ellos"!… ¡Y me está esperando!».
Y el remedio, como decía, fue peor que la enfermedad…
Y maldije aquel arranque.
Y allí mismo di marcha atrás…
«¡Al diablo Ricky! ¡Al diablo el ingeniero y la historia de los "infiltrados"!
»En mi agenda esperan otras investigaciones…
»¿Por qué complicarme la vida con "esto"?».
Y, asustado, renegué de todo. En especial… de mí mismo.
Estaba decidido: suprimiría, incluso, el proyectado viaje a México.
«Pero ¿qué ocurre? Mejor dicho, ¿qué me ocurre?».
Y Blanca, a la vista de aquel rostro desencajado, no se atrevió siquiera a preguntar. E hizo bien…
Aquella, sin duda, fue una situación grave y peligrosa. Y poco faltó para que el caso Ricky se hundiera para siempre en los archivos…
Pero, obviamente, olvidaba a «alguien»…
¡El implacable Destino (?)!
Viernes, 30.
No sé por qué (?) pero, afortunadamente, mantuve a Blanca al margen de estas decisiones y zozobras.
«Sí… hoy mismo le daré la noticia… Volvemos a España… ¡Adiós a Ricky!…
»¿Y cómo lo justifico?…
»Ya veremos… Algo se me ocurrirá…».
Pero el Destino (?), como digo, estaba al quite…
Y aquella mañana, mientras paseábamos sin rumbo fijo —todo había terminado para mí—, sucedió «algo»…
¡Cuán cierto es que la vida y las más graníticas decisiones pueden variar en treinta segundos!…
Ni entonces supe la razón ni tampoco ahora. Quizás, eso sí, sospeché…
E imaginé que «aquello» encerraba una posible doble lectura:
«O la inestabilidad de este pobre y anárquico investigador no ha tocado fondo o lo "planificado" —no sé bien por quién— continúa su curso… a pesar de mí mismo.
»¿No sé por quién?… ¡Mentiroso!».
¡Que cada cual lo interprete como pueda o sepa!
La cuestión es que, mientras mi mujer practicaba uno de sus deportes favoritos —curiosear escaparates—, servidor, a su lado, rumiando en silencio una fórmula airosa (?) que medio justificara el retorno a España, fue a «tropezar» (?) con «aquello»…
Y me detuve en seco.
«¿Explicarlo?… ¡Imposible!».
Solo recuerdo que una «fuerza» todopoderosa me arrastró al interior…
¡Y juro por lo más sagrado que nada tuve que ver con mis propios movimientos y palabras!
Y Blanca, desconcertada, se unió a su no menos desconcertado marido.
Media hora más tarde abandonaba la agencia de viajes con un pasaje de avión en las manos y un «no entiendo nada» en el corazón…
«¡Un pasaje para la gran metrópoli!».
¿Fecha?: 2 de septiembre, lunes…
«¿Qué está pasando?».
Aeropuerto de partida y de retorno: México, D. F.
«Pero ¡yo no quiero…!».
Y Blanca, intuyendo la cruel batalla interior, me acogió entre sus brazos…
—¡Felicidades!
Y la miré e, incrédulo, volví a examinar los billetes…
«¿Felicidades? ¿Por qué?… Yo no he sido… Yo solo quiero regresar a España».
Pero mi mujer nunca supo de estos pensamientos.
«¿Estaré verdaderamente loco?».
—Y una «voz» (?) se apresuró a replicar.
«Sí, maravillosamente loco…».
Y lo que Blanca tampoco adivinó es que, allí mismo —¡cómo no!—, me arrepentí de nuevo…
Pero, esta vez, esa «fuerza» me cubrió. Y me sentí extrañamente en paz. Extrañamente amparado…
Y soporté la embestida del miedo.
Y comprendí que nada en el mundo —ni yo mismo— podría apartarme del caso Ricky.
Y en aquella «pirueta» (?) del Destino (?) hubo «algo» más. «Algo» que —ahora lo sé— tenía que ser así…
Y lo acepté.
Y Blanca, inteligentemente, lo asumió también… con resignación.
Contra todo pronóstico —no era esa mi costumbre—, solo compré un boleto de avión. Blanca no me acompañaría en este trascendental viaje.
«¿Por qué?… Aparentemente, no tiene sentido…».
Mis sospechas se fortalecieron.
Yo tuve poco que ver en la fulminante decisión de entrar en la «oportunísima y causal» agencia de viajes.
«Aquello» no fue cosa mía…
De haber actuado fría y conscientemente, en primer lugar… no habría traspasado la puerta.
Por último, dado el pánico que me inspiraba la supuesta alienígena, lo lógico es que hubiera preferido —casi exigido— que alguien me acompañara y diera fe del encuentro…
¡Y quién mejor que mi mujer!
La verdad es que lo analizamos y discutimos. Y Blanca encontró otra explicación…
Pero dudé.
En aquellos momentos del viaje, Tirma, mi hija pequeña, se había unido a nosotros. Y Blanca, como digo, pensó que el hecho de volar en solitario a la gran metrópoli obedecía fundamentalmente a mi deseo de no dejarla sola.
La justificación, sin embargo, no me convenció.
«Aquí flota "algo" más… Y creo entender…
»¿Tengo que enfrentarme a solas con Ricky?… ¿Por qué?».
Y tampoco acerté a comprender la absurda «maniobra» de viajar a la ciudad de Ricky desde la capital azteca. De haber sido responsable de mis actos en la agencia de viajes, por sentido común, tiempo y economía, lo normal es que el salto hubiera sido planificado desde el lugar donde me hallaba: la Florida.
Poco después lo vi claro…
Tenía que ser así.
La decepción que me aguardaba en la metrópoli podría haber puesto en peligro las siguientes y «obligadas» fases de la investigación…
Y sigo maravillándome.
«¡Qué precisión! ¡Qué minucioso control!».
Sábado, 31.
Y con el miedo temporal y discretamente contenido por aquella benéfica «fuerza», hice acopio de valor y repetí la llamada a la bella «gringa».
Y tampoco pareció sorprendida…
Sencillamente, me dejó hablar.
Y al anunciarle que aterrizaría el lunes en su ciudad, sin perder la habitual e inquietante calma, como lo más natural (?) del mundo, comentó:
—Perfecto… Al llegar al aeropuerto, por favor, avíseme… Estaré encantada de pasar a recogerle…
Y el instinto (?), atentísimo, tocó en mi hombro.
«¿Perfecto?… ¿Encantada de pasar a buscarme?…
»No, esa actitud, esa "hospitalidad" (?) no son normales».
Y de pronto preguntó:
—¿Y cómo sabré reconocerle?
Y me vi atrapado en mi propia mentira…
Lógicamente, no la puse al corriente de las fotografías que obraban en mi poder, providencialmente (?) tomadas por el ingeniero en 1981 o 1982. Eso formaba parte de la «otra» historia… La verdadera…
En definitiva, yo sí podía identificarla… Ella a mí, en cambio, no… ¿O sí?
Pero no adelantemos acontecimientos…
Y escapé del conflicto sin demasiada imaginación.
—Muy simple —disimulé—. Basta con que escriba mi nombre en un papel…
Y Ricky cometió un error. ¿O no fue tal?
—Muy bien… J. J. BENÍTEZ… con mayúsculas.
Y fue un latigazo…
«¿J. J.?… ¿Y cómo sabe de mis iniciales de "guerra"?… En la primera conversación, ni Andrés ni yo las mencionamos… Y tampoco en la segunda… Que recuerde, siempre me presenté con el nombre completo: Juan José…».
Y las sospechas se agitaron y me levantaron con el ímpetu de un tornado…
«¡No puede ser!… ¡Está al tanto!
»Entonces.
»¡Sí… lo es!… ¡Es uno de "ellos"!».
Y la anécdota, aparentemente intrascendental, terminaría jugando un «interesante papel» en esta, cada vez más, intrigante aventura…
Pero de «eso» me daría cuenta bien entrado el histórico lunes, 2 de septiembre de 1996…
¡Extraño Destino (?)!
Y tras regresar a Daytona, siendo las 14 horas, despegamos finalmente con rumbo a México… y a lo desconocido.
La suerte estaba echada…