Aves acuáticas

Por el agua y en la orilla, las aves acuáticas pasean: mujeres tontas que llevaran con arrogancia unos ridículos atavíos. Aquí todos pertenecen al gran mundo, con zancos o sin ellos, y todos llevan guantes en las patas.

El pato golondrino, el cucharón y el tepalcate lucen en las plumas un esplendor de bisutería. El rojo escarlata, el azul turquesa, el armiño y el oro se prodigan en juegos de tornasol. Hay quien los lleva todos juntos en la ropa y no es más que una gallareta banal, un bronceado corvejón que se nutre de pequeñas putrefacciones y que traduce en gala sus pesquisas de aficionado al pantano.

Pueblo multicolor y palabrero donde todos graznan y nadie se entiende. He visto al gran pelícano disputando con el ansarón una brizna de paja. He oído a las gansas discutir interminablemente acerca de nada, mientras los huevos ruedan sobre el suelo y se pudren bajo el sol, sin que nadie se tome el trabajo de empollarlos. Hembras y machos vienen y van por el salón, apostando a quién lo cruza con más contoneo. Impermeables a más no poder, ignoran la realidad del agua en que viven.

Los cisnes atraviesan el estanque con vulgaridad fastuosa de frases hechas, aludiendo a nocturno y a plenilunio bajo el sol del mediodía. Y el cuello metafórico va repitiendo siempre el mismo plástico estribillo… Por lo menos hay uno negro que se distingue: flota al garete junto a la orilla, llevando en una cesta de plumas la serpiente de su cuello dormido.

Entre toda esta gente, salvemos a la garza, que nos acostumbra a la idea de que sólo sumerge en el lodo una pata, alzada con esfuerzo de palafito ejemplar. Y que a veces se arrebuja y duerme bajo el abrigo de sus plumas ligeras, pintadas una a una por el japonés minucioso y amante de los detalles. A la garza que no cae en la tentación del cielo inferior, donde le espera un lecho de arcilla y podredumbre.